La bestia humana - Émile Zola - E-Book

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Émile Zola

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Un pequeño descuido saca a La Luz el terrible pasado de Severina, y Roubaud, su esposo, se incendia de celos y venganza. La única solución posible para curarse de este mal, es la muerte de aquél que ha profanado la tranquilidad del matrimonio. Tras esta decisión, se desarrolla una serie de eventos trágicos, provocado por aquello que todavía nos hace animales. Grandes filósofos se han debatido, a lo largo de toda la historia, sobre la naturaleza del ser humano. Al ser seres cargados de consciencia, el impulso primitivo no debería de vivir dentro de nosotros. Sin embargo, la humanidad nos ha probado lo contrario. Es justo lo que los personajes de esta novela nos enseñan, ese lado impulsivo que nadie quiere ver y que todavía nos domina: adulterio, indiferencia, violencia, alcoholismo, codicia y, sobretodo, el instinto de matar. Personajes que nos demuestran lo que el humano realmente es: una bestia.

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La bestia humana

La bestia humana (1890)Émile Zola

Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]ón: Julio 2021

Imagen de portada:Traducción: Ricardo GarcíaProhibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo I

Al entrar a la recámara, Roubaud puso sobre la mesa el pan, el paté y la botella de vino blanco. En la mañana, la señora Victoria había echado tanta leña sobre el fuego de la estufa, que el calor ya era sofocante. Abrió una ventana y apoyó en ella sus codos.

La buhardilla se encontraba en el callejón de Ámsterdam, en la última casa de la derecha, alto inmueble en el que la Compañía del Oeste hospedaba a algunos de sus empleados. Aquella ventana del quinto piso, situada en un ángulo del abuhardillado techo, daba a la estación de trenes, ancha trinchera que, cortando el barrio de Europa, ofrecía a la vista un brusco despliegue del horizonte. Y este espacio parecía aún más vasto aquella tarde, tarde de un cielo gris de mediados de febrero, un gris húmedo y tibio que el sol atravesaba.

Enfrente, en la calle de Roma, confundiéndose bajo una capa de polvo, aparecían las casas, ligeras y borrosas. A mano izquierda, los tejados de la estación se extendían sobre las salas gigantescas de los andenes, con sus vidrieras negras por el humo; el andén más grande en el que la mirada se perdía, estaba separado por el edificio de Correos y por el de la calefacción de los otros más pequeños, de los andenes en que entraban los trenes de Argenteuil, de Versalles y la Ceinture. A la derecha, el Puente de Europa cortaba con su estrella de hierro la zanja de la vía, que reaparecía luego, huyendo hacia el túnel de Batignolles. E, inmediatamente debajo de la ventana, ocupando todo el vasto espacio, las tres vías dobles que emergían del puente se ramificaban, apartándose unas de otras como abanico cuyas varillas metálicas, multiplicadas hasta el infinito, se perdían bajo el tejado de la estación. Los tres puestos de guardagujas, por delante de los arcos, aparecían con sus pequeños y desnudos jardines. En medio de la masa tenue y confusa, de coches y locomotoras, una gran señal roja ponía una mancha sobre el cielo pálido.

Por un instante, Roubaud, cuyo interés se había despertado, hizo comparaciones, pensando en su estación de El Havre. Cada vez que llegaba para pasar un día en París y se alojaba en la habitación de la señora Victoria, experimentaba de nuevo la pasión por su oficio. Bajo el tejado de las grandes líneas, la llegada de un tren de Mantes había animado los andenes; Roubaud siguió con la mirada la máquina de maniobras, una pequeña locomotora, de tres ruedas bajas y acopladas, que había comenzado a desmontar el tren y que, ágil y diligente, se llevaba los vagones, alejándolos, hacia la cochera. Otra máquina, una poderosa locomotora de expreso, de dos ruedas altas y devoradoras, se hallaba sola, estacionada, mientras lanzaba por su chimenea una espesa humareda negra que ascendía, derecha y perezosa, hacia el aire tranquilo. Pero la atención de Roubaud fue cautivada completamente por el tren de las dos y veinticinco, con destino a Caen, que, lleno de viajeros, esperaba la llegada de su locomotora. Roubaud no podía verla, pues se hallaba parada más allá del Puente de Europa; pero la oía pedir vía con ligeros y ansiosos silbidos, como una persona que pierde la paciencia. Alguien gritó una orden y, con un silbo breve, ella respondió que había entendido. Luego, precediendo a su puesta en marcha, hubo un silencio, se abrieron los purgadores, y el vapor saltó al nivel del suelo con un ruido ensordecedor. Roubaud vio entonces cómo una prodigiosa blancura desbordaba del puente, y cómo se arremolinaba, como plumón de nieve que volara a través de las armaduras de hierro. Una parte del espacio se volvió blanca, mientras que el humo cada vez más denso de otra locomotora extendía un velo negro. Desde atrás llegaba un ruido confuso de pitidos prolongados, de gritos de mando, de sacudidas de placas giratorias. Se produjo un claro y Roubaud distinguió, en el fondo, un tren de Versalles y un tren de Auteuil, que se cruzaban.

Se disponía a abandonar la ventana cuando una voz que pronunciaba su nombre hizo que se inclinara. Abajo vio, en la terraza del cuarto piso, a un hombre de unos treinta años. Era Enrique Dauvergne, conductor jefe, que vivía allí en compañía de su padre, jefe adjunto de las líneas de gran distancia, y de sus hermanas, Clara y Sofía, dos rubias adorables de dieciocho y veinte años, que gobernaban la casa con los seis mil francos de los dos hombres, en medio de continuas explosiones de alegría. Se escuchaba la risa de la hermana mayor y el canto de la menor, mientras que toda una jaula de canarios rivalizaba con ella en los cantos.

—¿Usted, señor Roubaud? ¿Otra vez en París? ¡Ah, sí, será por su asunto con el subprefecto!

Con los codos de nuevo en la ventana, el segundo jefe de estación explicó que había tenido que salir de El Havre aquella misma mañana, en el exprés de las seis cuarenta. Una orden del jefe de la explotación le había hecho venir a París, y acababan de obsequiarle con un sermón de primera.

—¿Y su señora? —preguntó Enrique.

La señora había venido también para hacer compras. Su marido la estaba esperando allí, en aquella habitación cuya llave les era entregada por la señora Victoria en cada uno de sus viajes, y en la que les gustaba almorzar, tranquilos y a solas, mientras la buena mujer estaba retenida abajo, en su puesto de limpieza. Aquel día, no habían tomado más que un rápido desayuno en Mantes, queriendo llegar pronto y terminar con sus asuntos. Pero habían dado las tres, y Roubaud se moría de hambre.

Enrique, queriendo ser amable, hizo una pregunta más: —¿Pasarán la noche en París?

¡No, no! Los dos regresarían a El Havre aquella misma tarde,

en el expreso de las seis treinta. ¿Vacaciones? ¡Qué va! No le llamaban a uno más que para sermonearle, y luego, ¡a la perrera!

Durante un momento, los dos empleados se miraron, moviendo la cabeza. Pero ya no se oían, pues un piano endiablado empezaba a dejar oír sus notas sonoras. Al parecer, las dos hermanas le golpeaban juntas, riendo alto y excitando a los canarios. Entonces, el joven, animándose a su vez, se despidió y volvió al interior del cuarto. El jefe segundo, abandonado a sí mismo, detuvo un instante más la mirada en la terraza desde la que subía hacia él toda aquella alegría de juventud. Luego, levantando los ojos, vio la locomotora, que había cerrado sus válvulas de escape, a la que el guardagujas dirigía hacia el tren de Caen. Los últimos copos blancos de vapor se perdían entre los gruesos torbellinos de humo negro que ensuciaban el cielo. Finalmente, Roubaud se alejó de la ventana.

Deteniéndose ante el reloj de cucu que marcaba las tres y veinte, Roubaud hizo un ademán desesperado. ¿En qué diablos se estaba entreteniendo Severina? Cuando se metía en algún almacén, ya no volvía a salir. Para engañar el hambre que le atormentaba el estómago, empezó a poner la mesa. La vasta habitación de dos ventanas le era familiar; servía a la vez de alcoba, de comedor y de cocina. Tenía muebles de nogal, cama cubierta con tela de algodón rojo, aparador, mesa redonda y armario normando. Roubaud sacó del aparador un par de servilletas, platos, tenedores, cuchillos y dos vasos; todo de una limpieza extrema. Se divertía con esta ocupación de ama de casa como si se tratase de una comida lujosa; estaba encantado con la blancura de la ropa de la mesa; muy enamorado de su mujer, y reía con esa misma risa simpática y fresca que oiría cuando ella abriese la puerta. Mas cuando había dispuesto el paté sobre un plato y, junto a él, la botella de vino blanco, se detuvo inquieto, buscando algo con los ojos. Luego, con viveza, extrajo de sus bolsillos dos paquetes olvidados: una pequeña lata de sardinas y un trozo de queso Gruyère.

Daba la media. Roubaud iba y venía por la habitación, dirigiendo el oído hacia la escalera al menor ruido que percibía. No sabía qué hacer y, al pasar ante el espejo, se miró. No envejecía; andaba cerca de los cuarenta sin que hubiese palidecido el rojo ardiente de sus rizados cabellos. Su barba, color sol, también seguía siendo espesa. De estatura mediana, pero de descomunal vigor, Roubaud se sentía orgulloso de su persona, satisfecho de su cabeza un tanto aplastada, de la frente baja, de la nuca gruesa y de su rostro redondo y sanguíneo, animado por dos ojos abultados y vivos. Sus cejas enmarañadas se juntaban formando la “raya de los celosos”. Se había casado con una mujer quince años más joven que él, pero estas miradas ante el espejo le tranquilizaban.

Se oía un ruido de pasos. Roubaud corrió para entreabrir la puerta. Era una vendedora de periódicos de la estación, que vivía al lado y que regresaba a su casa. Roubaud se alejó de la puerta y fijó su atención en una caja de conchas que estaba colocada sobre el aparador. Conocía bien esta caja; Severina se la había regalado a la señora Victoria, su nodriza. Y aquel pequeño objeto bastó para que evocase toda la historia de su matrimonio. Dentro de poco haría tres años. Nacido en el sur, en Plassans, hijo de un carretero, Roubaud había terminado el servicio militar con grado de sargento. Habiendo ocupado durante mucho tiempo un empleo de factor en la estación de Mantes, fue luego ascendido a jefe en la de Barentin, y allí conoció a su mujer, que solía tomar el tren cuando llegaba de Doinville en compañía de la señorita Berta, hija del presidente Grandmorin. Severina Aubry no era más que la hija menor de un jardinero muerto al servicio de los Grandmorin, pero el presidente, su padrino y tutor, la mimaba mucho; hizo de ella la compañera de su hija y envió ambas niñas al mismo internado para señoritas en Rouen. Ella revelaba una distinción natural tan grande que, durante mucho tiempo, Roubaud se había limitado a desearla desde lejos, con esa pasión propia de un obrero desbastado hacia un objeto delicado y precioso. Fue el único amor de su vida. Se habría casado con ella aunque no hubiera tenido un cuarto, por la sola felicidad de tenerla a su lado; mas cuando, finalmente, se había atrevido a pedir su mano, su sueño se había visto superado por la realidad; además de Severina y una dote de diez mil francos, el presidente, ahora retirado y miembro del consejo de administración de la Compañía del Oeste, le había otorgado su protección. Desde la mañana siguiente de la boda, Roubaud se había convertido en jefe segundo de la estación de El Havre. Sin duda hablaban a su favor sus notas de buen empleado: perseverante en su puesto, puntual, honrado y de espíritu muy recto, aunque limitado; cualidades todas, que podían explicar la acogida inmediata y favorable de su petición y la rapidez de su ascenso. Prefería creer, sin embargo, que lo debía todo a su mujer. La adoraba.

Abierta la lata de sardinas, Roubaud perdió definitivamente la paciencia. Habían convenido en reunirse a las tres. ¿Dónde estaría? No podían venirle con el cuento de que la compra de un par de botas y de seis camisas le llevaba todo el día. Y, pasando una vez más ante el espejo, se vio con las cejas erizadas y con la frente dividida por una línea dura. En El Havre, no se le ocurría nunca sospechar de ella. En París, por el contrario, imaginaba toda clase de peligros, mañas, faltas. Una ola de sangre le subía hasta el cerebro y sus puños de antiguo hombre de cuadrilla se cerraban como en aquellos tiempos, cuando empujaba los vagones. Se convertía de nuevo en el bruto inconsciente de su fuerza: hubiera podido machacarla en un acceso de ciego furor.

Entonces se abrió la puerta y Severina apareció fresca y radiante.

—Soy yo... Has debido creer que me había perdido.

En el esplendor de sus veinticinco años, parecía alta, esbelta y muy flexible; pero tenía buenas carnes y finos huesos. No era guapa, a primera vista, con su rostro alargado y su boca fuerte, en la que relucían dientes admirables. Mas, mirándola mejor, seducía por el encanto y la rareza de sus grandes ojos azules, que contrastaban con su espesa cabellera negra.

Y como su marido, sin contestar, seguía examinándola con aquella mirada turbia y vacilante que ella bien conocía, añadió:

—¡Oh! pero corrí... Imagínate, imposible tomar un omnibus, y como no quise gastar dinero en un coche tuve que correr... ¡Mira, el calor que tengo!

—¡Vamos! —dijo Roubaud en tono violento—. No me harás creer que vienes del Bon Marché.

Pero, en seguida, y con la ternura de un niño, ella se arrojó a sus brazos, posando su pequeña mano rolliza sobre la boca de su marido.

—¡Malo, malo! ¡Cállate! De sobra sabes que te quiero.

Y tal era la sinceridad que emanaba de toda su persona, tan cándida y recta aparecía a los ojos de Roubaud, que éste la estrechó locamente entre sus brazos. Siempre terminaban así sus sospechas. Ella, satisfecha de sentirse mimada, se abandonaba a sus caricias. Él la cubría de besos que ella no devolvía, y era eso lo que le causaba una oscura inquietud; esa pasividad, esa afección filial de niña grande en la que no despertaba la pasión.

—Bien —dijo—, ¿supongo que desvalijaste el Bon Marché?

—¡Claro! Verás. Pero, primero vamos a comer. ¡Qué hambre tengo! ¡Ah sí!, mira, tengo un regalito para ti. Di: “¡mi regalito!”.

Reía en su cara, junto a él. Tenía la mano derecha escondida en su bolsillo, empuñando un objeto que no sacaba.

—Di, pronto: “¡mi regalito!”.

Él reía también de buena gana. Al fin, decidiéndose, dijo: —¡Mi regalito!

Era una navaja que Severina acababa de comprarle para reemplazar otra que había perdido, lo cual no cesaba de lamentar desde hacía quince días. Roubaud lanzó una exclamación de placer; la encontraba soberbia, era magnífica, con su mango de marfil y su brillante hoja. Ahora mismo la iba a probar. Ella estaba encantada al ver su alegría y, en broma, le pidió un céntimo para que su amistad no fuese “cortada”.

—¡A comer! ¡A comer! —repetía—. ¡No, no, te lo suplico, no cierres todavía! ¡Tengo tanto calor!

La había seguido a la ventana y durante algunos segundos permaneció allí, apoyado en sus hombros y contemplando el vasto escenario de la estación. De momento, las humaredas se habían disipado; el cobrizo disco solar descendía en medio de brumas tras las casas de la calle de Roma. Abajo, una máquina de maniobras se acercaba arrastrando el ya compuesto tren de Mantes, que debía salir a las cuatro y veinticinco. Lo empujaba a lo largo del andén, por debajo del tejado, donde la desengancharían. En el fondo, donde aparecía el cobertizo del Cinturón, se oían los choques de los topes que anunciaban un acoplamiento imprevisto de coches. Y, sola en medio de los rieles, con su mecánico y su fogonero ennegrecidos por el polvo del viaje, se destacaba una pesada locomotora de tren omnibus, inmóvil y, podría decirse, cansada y sin aliento, sin más vapor que un delgado chorrillo que salía de una válvula. Estaba aguardando a que le dejaran libre la vía para poder volver al depósito de Batignolles. Una señal roja surgió haciendo un crujido y luego se eclipsó. La locomotora se puso en movimiento.

—¡Qué chicas tan alegres las pequeñas Dauvergnes! —dijo Roubaud, abandonando la ventana—. ¿Las oyes cómo golpean el piano? Hace un rato vi a Enrique y me pidió te mandara sus saludos.

—¡A comer! ¡A comer! —gritó Severina.

Y lanzándose sobre las sardinas, comenzó a devorarlas. ¡Ah, qué lejos estaba aquel rápido desayuno de Mantes! Estas visitas a París la embriagaban. Todo en ella vibraba por la felicidad que le había producido correr por las aceras; aun sentía fiebre de sus compras en el Bon Marché. De un golpe, cada primavera, solía gastarse allí las economías hechas durante el invierno. Prefería comprarlo todo en aquellos almacenes pues, decía, que de esta manera compensaba los gastos del viaje; no cesaba de extasiarse pensando en las compras, sin perder, por eso, un solo bocado. Ruborizada y un poco confusa, acabó por confesar el total de la suma que había gastado: más de trescientos francos.

—¡Caramba! —exclamó Roubaud, impresionado—. ¡No está mal, para la mujer de un simple jefe segundo! Pero, ¿no querías comprar tan solo seis camisas y un par de botas?

—¡Ah, querido, hubo oportunidades únicas! ¡Una seda rayada deliciosa! Un sombrero, ¡de un chic!, ¡un sueño! ¡Unas enaguas con volantes bordados! Y todo esto por nada, hubiera pagado el doble en El Havre. ¡Me lo mandarán, entonces verás!

Roubaud se resignaba a reír, ¡tan bella le parecía en su felicidad, con su aire confuso y suplicante! Y, además, ¡cuán encanesta merienda improvisada, a solas, en el fondo de esta habitación, donde uno se sentía mucho más a gusto que en un restaurante! Severina, que ordinariamente no bebía más que agua, apuraba, descuidada, su vaso lleno de vino blanco. Terminada la lata de sardinas, pasaron al paté y se estrenó la bella navaja nueva. Fue un triunfo: cortaba de manera divina.

—Pero, ¿y tu asunto? ¡Cuéntame! —pidió Severina—. Me estás haciendo hablar todo el tiempo y no me dices cómo ha terminado lo del subprefecto.

Entonces, Roubaud le contó en detalle la forma en que le había recibido el jefe de la explotación. ¡Oh, sí, un lavado de primera! Se había defendido, había revelado la verdad, había dicho cómo ese mequetrefe del subprefecto se había obstinado en subir con su perro en un coche de primera clase, cuando había uno de segunda reservado para los cazadores y sus bestias, y la disputa que había resultado de ello, y las palabras a las que se había llegado. En suma, el jefe le daba la razón por haber deseado que se respetase el orden; pero lo terrible era aquella frase que el mismo Roubaud no negaba haber pronunciado: “¡No serán siempre los amos!”.

Sospechaban que era republicano. Las discusiones que habían marcado la apertura de la sesión de 1869, y el sordo temor a las próximas elecciones generales, hacían al gobierno desconfiado. Seguramente le habrían trasladado si no hubiera tenido la buena recomendación del presidente Grandmorin. Pero, aun así, había tenido que firmar la carta de excusa, aconsejada y redactada por este último.

Severina le interrumpió gritando:

—¿Ves cómo hice bien en escribirle y como hicimos bien en hacerle una visita los dos esta mañana, antes de que recibieras tu jabón? Sabía que él nos sacaría del atolladero.

—Sí, te quiere mucho —prosiguió Roubaud—, y tiene él mucha manga ancha en la Compañía... Pero fíjate, ¿de qué sirve ser buen empleado? ¡Oh, no me han escatimado los elogios!, poca iniciativa, pero buena conducta, obediencia, valor, en fin, todo... Y bien, querida mía, de no ser tú mi mujer y de no intervenir Grandmorin en mi favor, por la amistad que te tiene, habría estado perdido y me mandarían a cumplir la penitencia, en alguna miserable estación.

Ella tenía la mirada fija en el vacío y murmuraba, cual si se hablase de sí misma:

—¡Oh! no cabe duda, es un hombre que tiene mucha manga ancha.

Hubo un silencio. Ella permanecía sentada con los ojos muy abiertos y la mirada perdida a lo lejos. Evocaba, sin duda, los días de su infancia, allá en el castillo de Doinville, a cuatro leguas de Rouen. Nunca había conocido a su madre. Cuando murió su padre, el jardinero Aubry, acababa de cumplir los doce años. Fue entonces cuando el presidente, que ya era viudo, permitió que permaneciera al lado de su hija Berta, bajo la vigilancia de su hermana, la señora Bonnehon. Ésta, esposa de un fabricante, había enviudado también, y era a ella a quien pertenecía ahora el castillo. Berta, que llevaba a Severina dos años, se había casado, seis meses después de la boda de su compañera, con el señor De Lachesnaye, consejero del tribunal de Rouen, hombrecillo seco y de tez biliosa. El año anterior el presidente, que por entonces se hallaba a la cabeza de aquel tribunal de su tierra, se había retirado después de una magnífica carrera. Nacido en 1804, sustituido en Digne al día siguiente de la revolución de 1830, había desempeñado el mismo cargo en Fontainebleau y en París, siendo luego fiscal en Troyes, procurador general en Rennes y, finalmente, primer presidente en Rouen. Este hombre, millonario y miembro del Consejo General desde 1855, fue nombrado comandante de la Legión de Honor el día mismo de su jubilación. Y por lejos que remontasen sus recuerdos, siempre Severina le veía tal como era aún, rechoncho y fornido, prematuramente encanecido, con cabellos cortos de un blanco dorado propios de hombre rubio, con su collar de barbas bien cortado, sin bigote y con un rostro cuadrado que parecía severo debido a los ojos de un azul duro y a la gruesa nariz. Era de modales rudos, y todos los que se hallaban a su alrededor temblaban ante él.

Roubaud tuvo que alzar la voz al repetir dos veces:

—Pero, ¿en qué estás pensando?

Severina se estremeció, como sorprendida y presa de miedo. —En nada —dijo.

—No comes. ¿Es que ya no tienes hambre?

—Sí, ahora verás.

Había tomado de golpe el vino blanco y se dispuso a acabar con el resto de la rebanada de pâté que tenía en su plato. De pronto se produjo una alarma: se habían comido el pan de una libra, y ya no quedaba un solo bocado para el queso. Hubo gritos, que se convirtieron en risas cuando, al buscar por todas partes, acabaron por descubrir, en el fondo del aparador de la señora Victoria, un pedazo de pan seco Aunque la ventana estaba abierta, hacía calor, y Severina, que tenía la estufa a sus espaldas, seguía acalorada y parecía aún más sonrosada, llena de excitación por lo imprevisto de este almuerzo animado. A propósito de la señora Victoria, Roubaud volvió a hablar de Grandmorin: ¡otra que tenía razones de sobra para estarle agradecida! Siendo joven había dado a luz un hijo ilegítimo, que murió. Entonces se convirtió en nodriza de Severina, pues ella había costado la vida a su madre. Casada, más tarde, con uno de los fogoneros de la Compañía, la señora Victoria vivía en París, al lado de un marido derrochador, sosteniéndose apenas gracias a la costura, cuando un encuentro casual con Severina tuvo por resultado el estrechar los antiguos lazos que unían a las dos mujeres, y al hacer también de la otra una protegida del presidente. Gracias a él, la señora Victoria había obtenido ahora un puesto en la salubridad; la custodia de los gabinetes de lujo para señoras, que eran los mejores. La Compañía no le pagaba más que cien francos al año, pero ella sacaba, con las propinas, casi mil cuatrocientos, sin contar el alojamiento, pues incluso la calefacción de aquel cuarto le era pagada. En suma, una situación muy agradable. Y Roubaud calculaba que si Pecqueux, el marido, en vez de ir de parranda en las dos terminales de la línea, contribuyese con sus dos mil ochocientos francos de sueldo fijo y primas, entonces el matrimonio reuniría más de cuatro mil francos, o sea el doble de lo que ganaba él como segundo jefe de estación en El Havre.

—Sin duda —concluyó— no le gustaría a cualquier mujer limpiar los gabinetes. Pero no hay oficio malo.

Mientras tanto, lo más agudo de su hambre se había apaciguado y ya no comían sino con aire de pereza, cortando el queso en pedacitos para prolongar el placer.

También sus palabras se hacían lentas.

—A propósito —exclamó Roubaud— se me olvidó preguntarte... ¿Por qué no quisiste aceptar cuando el presidente te invitó a pasar dos o tres días en Doinville?

Su espíritu, sumido en el bienestar de la digestión, acababa de evocar la visita que, en la mañana, había hecho el matrimonio al hotel de la calle de Rocher, junto a la estación; se había visto otra vez en aquel gran gabinete de aspecto severo, oyendo al presidente decir que saldría el día siguiente para Doinville. Luego, y como cediendo a una súbita idea, Grandmorin había expresado el deseo de tomar con ellos, la misma tarde, el tren de las seis y treinta y llevar luego a su ahijada a casa de su hermana, que hacía ya mucho tiempo que la estaba esperando con impaciencia. Pero Severina había alegado toda clase de razones que, según decía, la retenían.

—Sabes —prosiguió Roubaud— este pequeño viaje no me habría desagradado. Hubieras podido quedarte hasta el jueves. Yo me habría conformado. En nuestra posición los necesitamos, ¿no es cierto? No me parece prudente rechazar sus atenciones, y menos cuando tu negativa les debió causar verdadera pena... Por eso, no he cesado de insistir que aceptaras, hasta que me tiraste del gabán. Entonces dije lo mismo que tú, pero sin comprender... Ahora dime, ¿por qué no quisiste?

Severina, evitando su mirada, hizo un ademán de impaciencia. —¿Acaso podría dejarte solo?

—Ésa no es una razón —dijo Roubaud—. Desde que nos casamos, hace tres años, te has ido dos veces a Doinville para pasar allí una semana entera. Nada impedía que te fueras una vez más.

La confusión de su mujer aumentaba. Volvió la cabeza al contestar.

—Sencillamente, no tenía ganas. No vas a obligarme a hacer cosas que me desagraden.

Roubaud abrió los brazos, como para declarar que no la obligaba a nada. Sin embargo, dijo:

—Me estás ocultando algo... ¿Es que, la última vez, la señora Bonnehon te ha recibido mal?

No, la señora Bonnehon siempre la había recibido muy bien. ¡Era tan simpática, alta y fuerte, con su magnífica cabellera rubia! Y todavía bella, pese a sus cincuenta y cinco años. Desde que era viuda, y aun en vida de su esposo, decían de ella que tenía a menudo el corazón ocupado. En Doinville la adoraban; hacía del castillo un lugar de deleites; toda la sociedad iba a pasar un rato allí, sobre todo la magistratura. Y era en la magistratura donde la señora Bonnehon había contado con muchos amigos.

—Entonces, confiésalo, serán los Lachesnaye los que te habrán ahuyentado —dijo Roubaud.

Sin duda, después de su casamiento con el señor de Lachesnaye, Berta había cesado de manifestarle los mismos sentimientos que le había mostrado antes. No podía decirse que esa pobre Berta se volviese más amable con el tiempo, ¡tan insignificante con su nariz roja! Las damas de Rouen alababan mucho su distinción. Era de temer, por eso, que un marido como el suyo, feo, duro y avaro, no tardara en amoldar a su mujer a su modo, convirtiéndola en mala. Pero no, Berta había observado una conducta correcta frente a su antigua compañera, y ésta no tenía ningún reproche preciso que dirigirle.

—¿Es, pues, el presidente el que te disgusta?

Severina, que hasta entonces había contestado lentamente y con voz igual, mostró una súbita impaciencia.

—¡Él! ¡Qué idea! —exclamó.

Y continuó hablando, con pequeñas frases nerviosas. Al presidente, apenas si se le veía. Había reservado para su uso un pabellón cuya puerta daba a un callejón desierto. Entraba y salía inadvertido. Su propia hermana no sabía nunca el día exacto de su llegada. Grandmorin salía a tomar un coche en Barentin, siempre de noche, y llegado a Doinville pasaba días enteros en su pabellón, ignorado de todos. Por cierto, no era él quien le molestaba a uno allá.

—Te hablo de él —dijo Roubaud— porque me contaste veinte veces, recordando tu infancia, que te daba un miedo atroz.

—¡Oh, un miedo atroz! Estás exagerando como siempre —protestó Severina—. Es verdad que no reía casi nunca. Le miraba a una tan fijamente con sus ojos abultados que una bajaba en seguida la cabeza. He visto a algunos desconcertarse en tal grado, que no podían dirigirle una sola palabra, de tanto como les intimidaba con su reputación de hombre severo y sagaz. Pero a mí, no me regañaba nunca. He sentido siempre que era de su agrado.

De nuevo, su voz se hacía lenta y su mirada se perdía a lo lejos.

—Recuerdo, siendo muy niña, que cuando estaba jugando en la alameda del parque, con mis amigas, al verle llegar, todo el mundo se escondía; sí, hasta su hija Berta, temblaba siempre pensando en alguna falta cometida. Yo le esperaba tranquila. Pasaba y, viéndome allí sonriente, con el hocico alzado, me daba una palmada en la mejilla... Más tarde, teniendo yo dieciséis años, cuando Berta tenía que pedirle un favor, siempre me encargaba a mí para que se lo pidiera. Entonces hablaba sin bajar los ojos y sentía cómo los suyos me atravesaban la piel. Pero ello me tenía sin cuidado, ¡estaba tan segura de obtener de él cuanto le pidiera! ¡Ah, sí, me acuerdo, me acuerdo! No existe allá zona del parque, ni corredor o habitación del castillo que no pueda evocar cerrando los ojos.

Calló, y con los párpados bajos, se diría que, sobre su rostro hinchado por el calor, pasaba, como un temblor, el recuerdo de los sucesos de antaño, esos sucesos que ella no revelaba. Se quedó así durante un momento, con un ligero y rápido movimiento de los labios, cual si el borde de su boca fuera contraído dolorosa e involuntariamente.

—Es cierto, ha sido muy bueno contigo —prosiguió Roubaud que acababa de encender su pipa—. No solamente te hizo criar como una señorita; se ha mostrado también muy hábil al administrar tus centavos, y hasta ha redondeado la suma el día de nuestro casamiento. Sin contar que te dejará seguramente algo, pues lo ha dicho delante de mí.

—Sí —murmuró Severina—, la casa de La Croix-de-Maufras, aquella propiedad que luego fue cortada por el ferrocarril. Solíamos pasar allí una semana de cuando en cuando. Pero no cuento con ella, ya me figuro que los Lachesnaye le están trabajando para que no me deje nada. Y, además, ¡prefiero no recibir de él nada, nada!

Había pronunciado las últimas palabras con voz tan viva que Roubaud, retirando su pipa de la boca, la miró asombrado con sus ojos redondos.

—¡Pero, qué rara eres! —dijo—. El presidente tiene millones, según se asegura. ¿Qué mal habría en que incluyese a su ahijada en su testamento? Ninguno. No sería una sorpresa para nadie y nos vendría muy bien.

Entonces una idea que atravesaba su mente, le hizo reír.

—¿Acaso tienes miedo de pasar por su hija? Pues, sabes, del bueno del presidente, a pesar de su aire helado, se cuentan cosas increíbles. Parece que, aun en vida de su mujer, no había criada que se le escapase. En fin, un fresco que sabe todavía tumbar a una mujer ¡Dios mío! ¡Si tú fueses su hija!

Severina se había levantado, violenta, con una expresión de susto en su vacilante mirada azul; su rostro parecía en llamas bajo la pesada masa de su cabellera negra.

—¡Su hija! ¡Su hija! —gritó—. ¡No quiero que bromees sobre eso! ¿Entiendes? ¿Cómo podría ser su hija? ¿Acaso nos parecemos? Basta ya, hablemos de otra cosa. No quiero ir a Doinville, porque no quiero, porque prefiero regresar contigo a El Havre.

Roubaud asintió con un movimiento de la cabeza, queriendo tranquilizarla.

¡Bueno, bueno, no iría puesto que la idea la ponía nerviosa! Sonreía. Nunca la había visto tan irritada. Era, sin duda, el vino blanco. Deseoso de hacerse perdonar, volvió a coger la navaja, expresando de nuevo su entusiasmo, y enjugándola cuidadosamente; y, a fin de demostrarle que era tan afilada como una navaja de afeitar, puso a cortarse las uñas.

—Las cuatro y quince, ya —murmuró Severina, de pie ante el reloj de cuclillo—. Tengo todavía algunas compras que hacer. Debemos pensar en nuestro tren.

Pero antes de asear un poco la habitación, y como para acabarse de calmar, volvió a apoyar sus codos en la ventana. Él, entonces, soltando el cuchillo y dejando su pipa, se levantó, de la mesa, se aproximó a ella y, por detrás, la estrechó dulcemente en sus brazos. La tenía abrazada, con la barba apoyada en sus hombros y la cabeza junto a la suya. Inmóviles, uno y otra, miraban.

Abajo, las pequeñas máquinas de maniobras continuaban yendo y viniendo sin reposo, y se las oía apenas cuando, parecidas a amas de casa, a la vez vivas y prudentes, con un ruido amortiguado de ruedas y discretos silbidos, se deslizaban más rápidamente sobre los rieles. Una de ellas pasó y desapareció bajo el Puente de Europa, arrastrando hacia la cochera los vagones de un tren de Trouville. Ahora, más allá del puente, una locomotora llegaba sola del depósito, emergía cual solitaria paseadora, reluciente con sus cobres y aceros, fresca y alegre ante la perspectiva de un viaje. La máquina esa se había parado pidiendo, con dos breves señales de pito, acceso a la vía. Casi inmediatamente, el guardajugas la dirigió hacia su tren que, completamente formado, la esperaba en el andén bajo el tejado de la estación. Era el tren de Dieppe, de las cuatro y veinticinco. Una ola de viajeros invadía el andén; se escuchaba el rodar de las vagonetas cargadas de equipaje; algunos hombres empujaban, uno a uno, los calentadores hacia el interior de los coches. Un sordo choque: la locomotora, con su ténder, acababa de abordar el vagón de cabeza, y se veía al jefe de equipo cerrando, él mismo, la barra de acoplamiento. Hacia Batignolles, el cielo se había oscurecido; una crepuscular bruma de cenizas, sumiendo las fachadas, parecía caer sobre el desplegado abanico de las vías, mientras, a lo lejos, al margen de esta masa de formas borrosas, se cruzaban sin cesar los trenes que salían y los trenes que llegaban, recorriendo los trayectos de las líneas suburbanas y el cinturón. Más allá de los sombríos manteles tendidos sobre las grandes salas de la estación, subían, volando por el aire, las desmenuzadas nubes de humo rojizo.

—No, no, déjame —murmuró Severina.

Poco a poco, sin hablar una palabra, Roubaud la había envuelto en una caricia más estrecha, excitado por la tibieza de ese cuerpo juvenil que tenía ahora completamente aprisionado entre sus brazos. Le embriagaba con su olor, y su deseo se exasperó cuando ella, queriendo desprenderse de él, arqueó las caderas. En una sola y brusca sacudida, Roubaud la levantó, cerrando con el codo la ventana. Su boca había encontrado la suya, y le aplastaba los labios con sus besos, mientras la llevaba hacia la cama.

—¡No, no! ¡No estamos en casa! —repetía ella—. ¡Te suplico, no en este cuarto!

Ella misma se sentía como embriagada, aturdida por la comida y el vino, y todavía vibrante después de su febril recorrido a través de París. La habitación, calentada al exceso, la mesa en la que aparecían en desorden los cubiertos, lo imprevisto del viaje, que se estaba convirtiendo en partida de placer, todo le encendía la sangre y le hacía estremecerse de emoción. Y sin embargo, se negaba, y le oponía resistencia, apoyada contra el bastidor de la cama, con una rebeldía llena de terror, la causa de la cual ella misma no habría podido explicar.

—No, no —suplicaba—. No quiero.

Roubaud, en el que hervía la sangre, hacía un esfuerzo para dominar sus gruesas manos brutales. Hubiera podido destrozarla. ¡Tonta! ¿Quién lo sabrá? Luego arreglaremos la cama.

En su casa, en El Havre, Severina, habitualmente, se entregaba con una docilidad complacida, después del almuerzo cuando Roubaud estaba de servicio por la noche. Ella no recibía, al parecer, ningún placer, pero manifestaba un abandono feliz, un afectuoso consentimiento en el placer que le proporcionaba a él. Y lo que ahora le volvía loco era sentirla como nunca la había poseído; ardiente y temblorosa. El reflejo negro de su cabellera oscurecía sus tranquilos ojos de verde doncella, y su boca, fuertemente dibujada, parecía sangrar en el suave óvalo de su rostro. Tenía ante sí una mujer a la que no conocía. ¿Por qué rehusaba?

—Di, ¿por qué? —insistía—. Tenemos tiempo.

Entonces, en medio de esa angustia inexplicable, de esa turbación que no le permitía juzgar las cosas claramente, turbada hasta un grado que parecía ignorarse a sí misma, lanzó un grito de dolor verdadero que hizo que Roubaud desistiera bruscamente:

—¡No, no, déjame, te suplico! No sé qué me pasa, es como si me ahogara sólo de pensar en ello, en este momento. No estaría bien.

Los dos se habían dejado caer, sentados ahora sobre el borde de la cama. Roubaud se pasó la mano sobre el rostro como para arrancarse el escozor que le quemaba. Viendo que había vuelto a la sensatez, ella, amistosa, se inclinó y le dio un fuerte beso en la mejilla, queriendo mostrarle que le quería a pesar de todo. Por un instante, los dos permanecieron así, sin hablar, recobrando su calma. Roubaud había tomado la mano izquierda de Severina y jugaba con una vieja sortija, una serpiente de oro con pequeña cabeza de rubíes, que lucía en el mismo dedo en que llevaba puesto su anillo de boda. Siempre la había visto en ese lugar.

—¡Mi pequeña serpiente! —dijo Severina, con voz de sueño, creyendo que Roubaud contemplaba la sortija y sintiendo una imperiosa necesidad de hablar—. Fue en La Croix-de-Maufras donde me la regaló, con motivo de mis dieciséis años cumplidos.

Roubaud, sorprendido, levantó la cabeza.

—¿Quién? ¿El presidente? —preguntó.

Cuando los ojos de su marido se encontraron con los suyos,

Severina tuvo un brusco sobresalto que la despertó. Sintió que un súbito frío le helaba las mejillas. Quiso contestar, pero no pudo articular ni una sola palabra, ahogada por una especie de parálisis.

—Pero —dijo Roubaud—, tú me has dicho siempre que era tu madre quien te había dejado esta sortija.

En ese instante, ella todavía hubiera podido deshacer aquella frase dejada escapar en un momento de completo olvido. Habría bastado que riese, que se hiciera la distraída. En vez de esto, se obstinó. Había perdido el dominio de sí misma.

—Querido —respondió—, no te he dicho nunca que mi madre me había dejado este anillo.

De pronto, Roubaud, palideciendo a su vez, la miró firmemente.

—¿Cómo? —dijo—. ¿Que no me lo has dicho nunca? ¡Si me lo dijiste veinte veces! No hay nada malo en que el presidente te diera una sortija. Te dio mucho más que esto. Pero, ¿por qué me lo ocultaste? ¿Por qué me mentiste, diciendo que era de tu madre?

—No he hablado de mi madre, querido, estás equivocado —repitió Severina.

Esta obstinación era estúpida. Veía claramente que se perdía, que él la penetraba con la mirada, y hubiera querido desdecirse, corregir el sentido de sus palabras; mas era tarde, sentía cómo su rostro la traicionaba, cómo, a pesar suyo, la confesión se desprendía de toda su persona. El frío de sus mejillas había invadido su faz entera, una contracción nerviosa retorcía sus labios. Y él, espantoso, con un rostro en el que había reaparecido súbitamente un rubor tan violento que parecía que la sangre iba a hacer saltar las venas, tomando sus muñecas, la miró a los ojos de cerca, para leer mejor, en el pánico que reflejaban, lo que no decían sus labios.

—¡Maldita sea! —balbuceó—. ¡Maldita sea!

Severina tuvo miedo. Inclinó la cara para esconderla bajo su brazo, esperando el puñetazo. Un hecho, pequeño, miserable, insignificante, el olvido de una mentira a propósito de un anillo, acababa de ofrecer la evidencia, después de un par de palabras cambiadas. Un minuto había sido suficiente. Arrojándola violentamente sobre la cama, Roubaud se abalanzó y comenzó a golpearla con ambos puños, a ciegas. En tres años no le había dado ni siquiera una bofetada, y ahora la machacaba, ciego, ebrio, en un paroxismo de salvaje, con su furia de hombre de gruesas manos, que en otro tiempo habían empujado pesadas vagonetas.

—¡Puta de Dios! ¡Te has acostado con él! ¡Con él! ¡Acostado con él!

Su furia crecía a cada repetición de estas palabras, y cada vez que las pronunciaba, abatía los puños sobre ella, como queriendo que entraran en su carne.

—¡Con un viejo chocho! ¡Acostado con él! ¡Acostado con él!...

Era tal su ira que silbaba sin que la voz llegara a salir de su garganta. Fue entonces cuando oyó que ella, ablandándose bajo sus golpes, decía, “no”. No encontraba mejor defensa, negaba para que no la matara. Y este grito, esta obstinación en la mentira, acabó de enloquecerle.

—¡Confiesa que te acostaste con él!

—¡No! ¡No!

Había vuelto a agarrarla, sosteniéndola derecha entre sus brazos e impidiendo así que recayese sobre la cama con el rostro hundido en la manta, como una pobre criatura que se esconde. La forzaba a mirarlo.

—Confiesa que te acostaste con él —repitió.

Pero ella, deslizándose entre sus brazos, se escapó y corrió hacia la puerta. Con un salto, Roubaud se lanzó de nuevo sobre ella con el puño levantado y, alcanzándola junto a la mesa, la derribó tras un solo golpe furioso. Se tendió en el suelo, a su lado; la agarró de los cabellos para mantenerla allí clavada. Durante un minuto, los dos permanecieron así, tumbados, cara a cara, inmóviles. Y en medio de un horrible silencio, se oían, procedentes del piso de abajo, los cantos y risas de las señoritas Dauvergne, cuyo piano rabiaba, sofocando los ruidos de la lucha. Era Clara la que estaba cantando canciones infantiles, mientras Sofía la acompañaba, vigorosamente.

—Confiesa que te acostaste con él.

Severina ya no se atrevía a negar. No contestó nada. —¡Confiesa que te acostaste con él, perra de Dios, o te destripo! Iba a matarla, lo leía claramente en su mirada. Al caer, había

visto sobre la mesa la navaja abierta; veía claramente el brillo de la hoja y le pareció que Roubaud alargaba el brazo. La cobardía se apoderó de ella: sintió un deseo de entregarse, abandonando toda resistencia; deseo de acabar de una vez.

—Pues sí, ¡es cierto! —dijo—. ¡Suéltame!

Lo que sucedió entonces, fue abominable. La confesión que había exigido con tanta violencia le hirió en plena cara como algo imposible y monstruoso. Le parecía que jamás habría sospechado semejante infamia. Cogió su cabeza y la golpeó contra una pata de la mesa. Ella resistía desesperadamente, y él la arrastró por los cabellos a través del cuarto, derribando las sillas. Cada vez que hacía un esfuerzo para levantarse, la arrojaba de nuevo sobre los ladrillos del piso. Y todo eso lo hacía jadeante, con los dientes apretados, con encarnizamiento salvaje y estúpido. La mesa, apartada con violencia, por poco hizo que se volcara la estufa. Adheridos a una esquina del aparador, aparecían algunos cabellos y una mancha de sangre. Cuando al fin, embrutecidos, llenos de horror y cansados de dar y recibir golpes, los dos recobraron el aliento, se vieron otra vez junto a la cama, en la postura de antes: ella revolcándose sobre el suelo, y él, en cuclillas, agarrándola de los hombros. Respiraron. Abajo, seguía oyéndose la música, y las risas de las Dauvergne subían volando, sonoras y juveniles.

De pronto, Roubaud hizo enderezar a Severina, apoyándola contra la cama. Y, de rodillas, pesando sobre ella, por fin se puso a hablar. Ya no le pegaba; ahora la torturaba con sus preguntas, con su insaciable afán de saber.

—¡Conque te has acostado con él, perra! —decía—. Repítelo, repite que te acostaste con el viejo... ¿Cuándo? ¡Di! ¿De muy niña, de muy niña, verdad?

Bruscamente, Severina se deshizo en lágrimas; sus sollozos no le permitían hablar.

—¡Maldita sea! ¿Contestarás por fin? Aun no tenías diez años cuando ya le dabas gusto a este viejo, ¿eh? ¡Fue por eso por lo que te crió con tanto mimo, fue por sus porquerías! ¡Di, habla ya, o vuelvo a pegarte!

Ella lloraba, incapaz de pronunciar una palabra. Roubaud levantó la mano y la aturdió con una bofetada, y como no obtuvo de ella más contestación que antes, la abofeteó tres veces más repitiendo su pregunta:

—¿Cuántos años tenías? ¡Dilo, perra! ¡Dilo ya! —gritaba.

¿Para qué luchar? Severina sentía desvanecerse toda su voluntad. Sabía que él era capaz de sacarle el corazón con sus endurecidos dedos de antiguo obrero. Y el interrogatorio continuó; ella lo confesaba todo, tan aniquilada de vergüenza y miedo, que sus palabras, exhaladas en voz muy baja, casi no se oían; mientras él, devorado por sus celos atroces, enloquecía cada vez más ante las visiones que evocaba el relato de su mujer. Se mostraba insaciable en saber, la obligaba a volver a los mismos detalles, a precisar los hechos. Mientras oía ávidamente la confesión de la infeliz, agonizaba, manteniendo a pesar de sus sufrimientos, la amenaza de su puño levantado, dispuesto a golpearla de nuevo tan pronto como se detuviese.

Una vez más, todo el pasado de Severina, Doinville, su niñez, su adolescencia, desfilaron ante Roubaud. Aquello, ¿sucedió en el fondo de los macizos del gran parque? ¿En algún rincón de un corredor del castillo? ¿Así, pues, el presidente ya la deseaba cuando, a la muerte del jardinero, la hizo educar con su hija? Sin duda la cosa había comenzado en aquellos días en que las otras niñas, abandonando su juegos, huían al verle aparecer, mientras ella, sonriente y con el “hocico” alzado, esperaba que, al pasar, le diera una palmadita en la mejilla. Y más tarde, si osaba hablarle sin bajar la mirada, si conseguía todo de él, ¿no era porque sabía que le dominaba? Él, tan digno y severo hacia los otros, la compraba con sus atenciones de seductor de criadas.

¡Qué asco! ¡Ese viejo se hacía besuquear como abuelo, observando cómo crecía, probándola, preparándola un poco más a cada hora, sin la paciencia de esperar a que se hiciera madurar!

Roubaud jadeaba.

—En fin, ¿a qué edad? —insistía—. Dímelo más claramente. —Dieciséis y medio.

—¡Mientes!

—¿Por qué habría de mentir? —contestó al mismo tiempo que encogía los hombros, llena de resignación y fatiga inmensas. —Y, ¿dónde sucedió por vez primera?

—En La Croix-de-Maufras.

Roubaud vaciló durante un segundo, sus labios se movían. Un reflejo amarillo turbaba sus ojos.

Luego ordenó:

—Quiero que me digas lo que te hizo.

Severina permaneció muda, pero viéndole blandir el puño, murmuró:

—No me creerías.

—No importa, dímelo... No pudo hacer nada, ¿eh?

Contestó ella con un movimiento de cabeza. Había acertado. Entonces, Roubaud se cebó en aquella escena: quiso conocerla en sus más íntimos detalles y no retrocedió ante palabras crudas ni ante interrogaciones inmundas. Ella ya no desplegaba los labios, limitándose a decir “sí” o “no” con la cabeza. Tenía la oscura esperanza de que ambos tal vez sintieran alivio cuando hubiese terminado la confesión. Pero él sufría aún más al conocer estos pormenores que debían atenuar su culpa. Una intimidad normal, completa, habría evocado en él imágenes menos atormentadoras. Las imágenes de aquella anormalidad teñían todo de podredumbre, mientras hundían y revolvían en su carne los cuchillos envenenados de los celos. Ahora, todo había terminado: ya no habría, para Roubaud, vida posible; siempre tendría ante sus ojos aquella execrable visión.

Un sollozo le desgarró la garganta.

—¡Maldita sea! —gimió—. ¡Maldita sea!... ¡No puede ser verdad, no, no! Es demasiado... ¡No puede ser verdad!

Luego, bruscamente, la sacudió, gritando:

—Pero, ¿por qué te casaste conmigo? ¿No comprendes que es innoble haberme engañado así? Más de una ladrona, de las que están en presidio, no tienen la conciencia tan cargada como tú. ¿Es que me despreciabas? ¿Es que no me querías? ¡Di! ¿Por qué te casaste conmigo?

Severina hizo un vago ademán. ¿Acaso, en aquel momento, ella misma lo sabía exactamente? Al casarse con él, se había sentido feliz esperando terminar con el otro. ¡Hay tantas cosas que no queremos hacer y que, sin embargo, hacemos, porque, a pesar de todo, resultan ser las más prudentes! No. No lo quería. Y lo que evitaba decirle era que, sin aquella historia, nunca habría consentido en ser su mujer.

—¿Fue él, en verdad, quien deseaba casarte? —insinuó Roubaud—. Y encontró un bobo, ¿eh? Deseaba casarte para que aquello pudiera continuar. Y continuó, ¿eh? Durante tus dos viajes al castillo. ¿Era por eso por lo que te llevaba allí?

Con un movimiento de la cabeza, ella confesó, una vez más, que así fue.

—¿Y fue también por eso por lo que te invitó esta vez? Así, pues, aquellas porquerías habrían empezado de nuevo. ¡Y empezarán de nuevo si no te mato!

Sus manos convulsas se alargaban para agarrarla por el cuello. Mas, esta vez, ella se rebeló.

—Eres injusto —dijo—. Fui yo quien no quería ir. Tú me mandaste allá e insististe tanto que me enfadé. Acuérdate. Ya ves que no quería continuar. Había terminado. Nunca, te lo juro, nunca quise que aquello continuara.

Roubaud sintió que decía la verdad, pero ello no le produjo ningún alivio. El horrible dolor, ese hierro que permanecía metido en su pecho, lo que había sucedido entre ella y aquel hombre, era irreparable. Sufría terriblemente por su impotencia para hacer que aquello no hubiera sucedido. Sin soltarla todavía, se había aproximado a su rostro; parecía fascinado, atraído por él, como si esperase encontrar, en la sangre que corría por aquellas finas venas azuladas, todo cuanto ella le había confesado.

—En La Croix-de-Maufras, el cuarto rojo —murmuraba alucinado—. Lo conozco. La ventana da a la vía. La cama se halla frente a la ventana. Y fue allí, en aquel cuarto... Comprendo que piense dejarte la casa. ¡Bien te la ganaste! ¿Y por qué no había de proteger tu dinero y darte una dote? Sabía lo que pagaba... ¡Un juez, un hombre con millones, tan respetado, tan culto, de tan alta posición! En verdad, se le va a uno la cabeza... Escucha, ¿y si fuese tu padre?

Severina, con un brusco esfuerzo, se puso en pie, rechazándolo con fuerza extraordinaria en un pobre ser vencido.

—¡No, no, eso no! —protestó, violenta—. Haz lo que quieras. Pégame, mátame, pero no digas eso. ¡Es mentira!

Roubaud retenía una de sus manos entre las suyas.

—¿Acaso sabes algo de ello? —insinuó—. Si te indignas tanto, debe ser porque tienes dudas.

Y al tratar ella de librar su mano, Roubaud sintió la sortija, aquella pequeña serpiente de oro con cabeza de rubíes, olvidada en su dedo. Se la arrancó y, en un nuevo acceso de ira, la aplastó con el tacón sobre los ladrillos. Luego se puso a andar de un extremo a otro del cuarto, mudo y aterrado. Ella, sentada en el borde de la cama, le miraba con sus grandes ojos fijos. Y el terrible silencio continuó.

La ira de Roubaud no se calmaba. Apenas había comenzado a disiparse cuando volvía, en grandes olas redobladas, arrastrándole hacia el vértigo. Entonces ya no era dueño de sí y, convertido en juguete del viento de violencia que le golpeaba, se debatía en el vacío: sólo obedecía a la necesidad única de apaciguar la bestia que aullaba en él. Era una necesidad física, espontánea, como la sed de la venganza que le retorcía el cuerpo y que ya no le daba tregua alguna hasta que la hubiera satisfecho.

Sin detenerse un solo instante, golpeaba sus sienes con ambos puños, balbuceando con voz angustiosa:

—¿Qué es lo que he de hacer?

A esa mujer, a la que no había matado en seguida, ahora ya no la mataría. Su cobardía, al perdonarle la vida, exasperaba su furia. Era un cobarde, y si no la había ahogado con sus manos, era porque seguía deseándola. Sin embargo, no podía conservarla a su lado después de lo sucedido. ¿Entonces, la echaría fuera? ¿La arrojaría a la calle para no volverla a ver nunca? Y una nueva oleada de sufrimiento le invadió, una execrable náusea le agobió cuando se dio cuenta de que ni siquiera eso haría. Entonces, ¿qué? ¿Habría de resignarse a aceptar la abominación y a llevarse a esta mujer a El Havre; a continuar la apacible vida con ella, como si no hubiera pasado nada? ¡No, no! ¡Antes la muerte, la muerte para los dos, al instante! Y Roubaud se sintió presa de una angustia tal que, perturbado, gritó:

—¿Qué he de hacer?

Desde la cama, en la que había permanecido sentada, Severina continuaba siguiéndole con sus grandes ojos. Movida por la serena afección que le inspiraba su marido, se apiadaba de él viendo su dolor desmesurado. Las brutales palabras, los golpes, los habría ella excusado; pero aquel arrebato le causó una sorpresa de la que aún no se había repuesto. Ella, tan pasiva, tan dócil; que, ya de niña, se había sometido a los deseos de un anciano; que, más tarde, se había dejado casar, queriendo, únicamente, arreglar las cosas: ella no lograba comprender tal explosión de celos por una falta de antaño, de la que se arrepentía, que había realizado sin vicio, en la que sus sentidos apenas si habían despertado. Severina, en su seminconsciencia de niña dulce y casta a pesar de todo, miraba a su marido, que iba y venía y daba vueltas con furia, como habría mirado a un lobo, a un ser de especie diferente. ¿Qué era lo que le movía? ¡Había tantos que desconocían la ira! Lo que le espantaba era ver desencadenada, enloquecida y presta a morder, a la bestia que había adivinado en él desde hacía años, escuchando ciertos gruñidos sordos. ¿Qué decirle para impedir una desgracia?

A cada vuelta, Roubaud pasaba, cerca de la cama, ante Severina; ella esperaba que una vez se aproximara más. Al fin osó hablarle.

—Querido —empezó—, escucha...

Pero él no la oía. Ya se dirigía hacia el lado opuesto del cuarto, como una paja azotada por la tempestad, repitiendo sin cesar:

—¿Qué haré, Dios mío, qué haré?

Por fin, cogiéndole de la muñeca, logró ella detenerlo por un instante.

—¡Vamos, querido! Si yo misma me negué a ir... —dijo—. ¡Yo no habría ido nunca, nunca! Te quiero a ti.

Y se volvía cariñosa, atrayéndolo hacia sí, tendiéndole sus labios para que los besase. Pero Roubaud, dejándose caer a su lado, la rechazó con un movimiento de horror.

¡Ah, perra! Ahora sí quieres. Hace un rato, no quisiste, no tuviste ganas de mí. Ahora quieres, para no perderme, ¿eh? Cuando se tiene a un hombre así sujeto se le tiene sólidamente. Pero me quemaría si te toco. ¡Sí, siento que me quemaría la sangre como un veneno!

Se estremeció. La idea de poseerla, la imagen de sus cuerpos arrojados sobre la cama le atravesaba como una llama. Y en medio de la turbia noche de sus impulsos, desde el fondo de sus manchados deseos que sangraban, de pronto se irguió la necesidad de la muerte.

—Para que no reviente al seguir contigo, ¡es preciso que reviente el otro! —exclamó—. ¡Tengo que matarlo, tengo que matarlo! Su voz crecía. Se había levantado y, al repetir la palabra, parecía él crecer. Se diría que esta decisión le calmaba. Calló y, avanzando lentamente, se aproximó a la mesa, fascinado por el brillo de la navaja abierta. Con un movimiento maquinal, la cerró y se la metió en el bolsillo. Y con las manos pendientes, y la mirada perdida a lo lejos, permaneció inmóvil, en el mismo lugar. Meditaba. Los obstáculos que surgían ante su espíritu, le obligaban, al parecer, a un gran esfuerzo mental, pues dos grandes arrugas cruzaban su frente. Para encontrar la solución, se acercó a la ventana. La abrió y bañó su rostro en el aire fresco del crepúsculo. Detrás de él, su mujer, oprimida de nuevo por el temor, se había levantado y, sin osar hacer preguntas, tratando de adivinar lo que estaba pasando en aquel cráneo duro, esperaba, erguida frente al vasto cielo. 

Anochecía. Las casas lejanas se dibujaban negras sobre el fondo; el extenso espacio de la estación se llenaba de bruma violada. Por el lado de Batignolles especialmente, la profunda trinchera parecía sumergida en cenizas que iban borrando las armaduras del Puente de Europa. Hacia París, un último reflejo del día convertía en pálidas las vidrieras de las grandes salas de los andenes cubiertos, mientras que, por debajo de los tejados, las tinieblas flotaban densas. De pronto, saltaron chispas y algo comenzó a centellear: encendían las lámparas de gas a lo largo de los andenes. Una gran claridad blanca aparecía allí: el faro de la locomotora del tren de Dieppe, que atestado de pasajeros, con las portezuelas ya cerradas, sólo esperaba, para salir, la señal del jefe segundo de servicio. Acababa de surgir un obstáculo: la luz roja de la aguja cerraba ya la vía, cuando una pequeña máquina entró para llevarse algunos coches que, por una maniobra mal ejecutada, se habían quedado en el camino. Sin cesar huían los trenes por la sombra creciente en medio del inextricable entretejido de rieles e hileras de vagones estacionados en las vías de reserva. Uno salía hacia Argenteuil, otro hacia Saint-Germain; un tercero, muy largo, llegaba de Cherbourgo. Se multiplicaban las señales, los silbidos, los toques de bocina, y por todas partes, uno tras otro, aparecían fuegos encarnados, verdes, amarillos, blancos. Era una confusión, corriente en esa hora turbia de entre el día y la noche; y parecía que todo se iba a romper, que todo pasaba, se desprendía, se rozaba con un mismo movimiento suave y lento, apenas visible en medio del crepúsculo. Ahora la luz roja de la aguja se extinguió, el tren de Dieppe silbó y se puso en marcha. Desde el pálido cielo comenzaban a bajar volando algunas raras gotas de lluvia. La noche iba a ser muy húmeda.

Cuando Roubaud volteó, su rostro parecía hinchado de obstinación y como invadido por la sombra del anochecer. Estaba decidido. Su plan estaba hecho. A la luz del moribundo día, miró hacia el cuadrante del reloj de cuclillo y dijo en voz alta:

  —Las cinco y veinte.

Sintió asombro: ¡una hora, una hora apenas! ¡Y cuánto había pasado! Hubiera creído que hacía semanas que los dos estaban allí, en aquel suplicio.

—Las cinco y veinte. Tenemos tiempo.

Severina, que no osaba interrogarlo, no había dejado de seguirle con sus ansiosas miradas. Lo vio rebuscar en el armario, luego sacar de un cajón algunas hojas de papel, un pequeño frasco de tinta y una pluma.

—¡Toma! —ordenó Roubaud—. Ahora vas a escribir.

—¿A quién?

—A él... Siéntate.

Y como ella, instintivamente, se alejaba de la silla, ignorando aún lo que Roubaud iba a exigirle, éste la hizo volver y la sentó con tanta fuerza ante la mesa, que Severina se quedó allí.

—Escribe... “Salga esta tarde en el expreso de las seis y treinta y procure no mostrarse hasta Rouen”.

La pluma temblaba en su mano, y su miedo en tal grado crecía ante lo desconocido que ocultaban estas sencillas dos líneas, que tuvo el valor de levantar la cabeza con un movimiento de súplica.

—Amor mío, ¿qué vas a hacer? —preguntó—. Te ruego que me expliques...

Pero Roubaud repitió con su voz alta e inexorable:

—¡Escribe! ¡Escribe!

Luego, con los ojos fijos en los suyos, sin ira, sin palabras fuertes, pero con una obstinación cuyo peso la aplastaba, añadió: —Verás lo que voy a hacer... Y que lo sepas, lo que voy a hacer, quiero que lo hagas conmigo. Así nos quedaremos juntos y habrá entre nosotros algo sólido.

Sus palabras la espantaban. Trató nuevamente de retroceder. —No, no, quiero saber... No escribiré hasta que sepa... Entonces, sin hablar, Roubaud le cogió una mano, una pequeña y frágil mano de niña y, estrechándola entre su puño de hierro, apretó más y más con la fuerza de un torno. Y su voluntad parecía entrar en la carne de ella, junto con el dolor. Lanzó un grito. Su ser se rompía, se entregaba por completo. Aunque seguía ignorando sus intenciones, su dulzura pasiva le aconsejaba la sumisión: instrumento de amor, instrumento de muerte.

—Escribe, escribe.

Y ella escribió penosamente, con su mano adolorida.

—Está bien, así me gusta —dijo en cuanto tuvo la carta—. Ahora arregla un poco esto y prepáralo todo. Volveré a buscarte. Estaba tranquilo. Rehizo el nudo de su corbata delante del espejo, se puso el sombrero y se fue. Severina oyó como cerraba la puerta con dos vueltas de llave. La noche progresaba con paso rápido. Permaneció un instante sentada, escuchando los ruidos del exterior. De la habitación de al lado, donde vivía la vendedora de periódicos, le llegaba un lamento prolongado y sordo: sin duda algún perrito olvidado por su ama. Abajo, en casa de los Dauvergne, se había callado el piano. Ahora se oía el alegre alboroto de las cacerolas y los platos. Las dos amas de casa estaban ocupadas en la cocina; Clara cuidando un guisado de carnero, Sofía limpiando una ensalada. Y Severina, anonadada, escuchaba sus risas en medio

de la horrible angustia de aquella noche cada vez más densa.

A las seis y cuarto, la locomotora del rápido de El Havre, desembocando por el Puente de Europa, se dirigió hacia su tren. La engancharon. Debido a una obstrucción, no habían podido colocar este tren bajo la marquesina de las líneas de gran distancia; esperaba al aire libre, en medio de las tinieblas, bajo un cielo color de tinta. El andén se prolongaba en forma de muelle angosto sobre el que la hilera de los pocos mecheros de gas, espaciados a lo largo de la acera, diseminaba una luz de estrellas humeantes. Acababa de caer una fuerte lluvia dejando tras sí un hálito húmedo y glacial que flotaba sobre aquel vasto espacio descubierto, cuyos límites, extendidos por las brumas, parecían alejarse hacia las débiles y pálidas luces de las fachadas de la calle de Roma. Aquel espacio era inmenso y triste, anegado en agua, salpicado acá y allá por fuegos sanguinolentos, confusamente poblado de masas opacas: locomotoras y vagones solitarios, trozos de trenes dormidos sobre las vías de reserva. Y desde el fondo de ese lago de sombra, llegaban ruidos cual respiración de monstruos jadeantes de fiebre; silbidos parecidos a los agudos gritos de mujeres violadas, y lejanos toques de bocina; lamentos en medio del sordo fragor de las calles vecinas...

Dieron órdenes en voz alta para que se añadiera un coche. Inmóvil, la máquina del expreso dejaba escapar por una válvula un gran chorro de vapor que subía a través de ese negro espesor, deshilachándose y sembrando con blancas lágrimas la inmensa manta de luto tendida sobre el cielo.