La boda de sus sueños - Cara Colter - E-Book
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La boda de sus sueños E-Book

Cara Colter

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Beschreibung

El marido adecuado... Se suponía que, al cabo de solo dos semanas, Lacey McCade estaría dando el "sí, quiero" al hombre con el que soñaban todas las mujeres... excepto ella. Por eso cuando le ofrecieron un trabajo temporal en el rancho Black's Bluff, pensó que era la oportunidad ideal de disponer de un poco de tiempo para pensar. Y eso era exactamente lo único que podía hacer con el sexy Ethan Black: pensar. Su guapísimo jefe conseguía acelerarle el pulso con sola mirarla, pero Ethan había cerrado su corazón a cal y canto. No obstante... había algo en sus ojos que hacía concebir esperanzas a Lacey de que la boda de sus sueños pudiera convertirse en realidad...

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Seitenzahl: 186

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1999 Cara Colter

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

La boda de sus sueños, n.º 1779 - agosto 2014

Título original: Weddings Do Come True

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4702-6

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Sumário

Portadilla

Créditos

Sumário

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Publicidad

Capítulo 1

Ethan Black miró por la ventana que estaba encima del fregadero de la cocina, con las manos llenas de jabón. Estaba atardeciendo y la silueta de los árboles resaltaba contra el color naranja del cielo. En la lejanía se oía el mugido de una vaca.

La cima de las montañas todavía estaba ligeramente iluminada y, aunque ya no podía ver la carretera que atravesaba el valle pasando por Sheep Creek Ridge hasta llegar a su casa de Black’s Bluff, sabía que podría ver las luces de un coche que estuviera a cuatro millas de distancia.

Pero no había ninguna luz que anunciara la llegada de nadie.

Ethan frunció el ceño. Gumpy, su ayudante, debería de haber regresado ya de Calgary con los refuerzos.

«Refuerzos», pensó. «La señora Betty-Anne Bishop».

Retiró la vista de la ventana y miró la pila de platos que había en el fregadero. Montones y montones de platos. Hacía algún tiempo, fregar los platos significaba abrir el grifo de agua caliente y enjabonar un solo plato. Dos, si Gumpy había comido con él.

Hacía algún tiempo... Solo dos semanas atrás. ¿Cómo podía parecerle que había pasado mucho más tiempo?

El sonido de una risa estridente retumbó en el pasillo y Ethan cerró los ojos.

Se separó del fregadero, con cuidado para no mancharlo todo de jabón, y se asomó al pasillo. Había luz en su habitación.

Los dos niños estaban saltando en su cama, riéndose y gritando sin parar.

Eran gemelos y, a pesar de que no eran idénticos, se parecían muchísimo. Ambos tenían el pelo corto y oscuro. Doreen tenía los ojos azules y Danny los tenía negros como la pizarra. Los pómulos de ambos reflejaban la sangre india de su abuela paterna. «Tsuu-T’ina», Ethan recordó la voz de Gumpy corrigiéndolo. Gumpy se disgustaría si se enterara de que Ethan se sentía aliviado porque sus sobrinos no tendrían que sufrir los insultos que él recibió en el colegio. Lo llamaban mestizo y cosas peores. Eso hizo que se esforzara para demostrar que era igual o mejor que los demás. Más fuerte. Más duro. Más salvaje. Más valiente.

Observó a los pequeños un instante y pensó que debía decirles que pararan, porque si no uno de ellos acabaría cayéndose al suelo.

Por otro lado, no estaban peleándose, así que decidió regresar a la cocina y terminar de lavar los platos. Cuando terminó de fregar los del desayuno y los de la comida, se dirigió a recoger la mesa de la cena.

—Esto no me gusta, tío —le había dicho Doreen, su sobrina de cinco años, media hora antes.

—Cómetelo.

Los ojos de la pequeña se habían llenado de lágrimas silenciosas. La niña no había probado la carne ni la patata asada que tenía en el plato; solo se había comido un poco de lechuga, pero, al parecer, era suficientemente nutritiva puesto que tenía mucha energía para saltar en la cama.

Ethan dejó los platos en el fregadero. Le dolía la espalda, ya que para fregar tenía que estar ligeramente agachado. Por supuesto, el dolor también tenía que ver con un toro llamado Desire. Las cicatrices y los dolores que tenía, bastantes para tener treinta años recién cumplidos, eran el resultado de los encuentros que había tenido con los toros que había montado durante los siete años que fue jinete de rodeo.

Ninguno de esos encuentros había sido tan aterrador como el momento en que Doreen y Danny, su hermano gemelo, aparecieron en la sala de espera del aeropuerto agarrados de la mano, con una tarjeta con su nombre en la solapa y los ojos bien abiertos.

Cuando uno de ellos se cayó de la cama, oyó un fuerte golpe. Esperó a oír un grito y, al ver que no era así y que los muelles de la cama volvían a chirriar con cada salto, se relajó.

Los niños ya no estaban asustados. Quizá nunca lo habían estado. Quizá era su propio temor el que se reflejaba en sus miradas. Le resultaba humillante imaginar a un hombre que había pasado casi toda la juventud y parte de su vida adulta montando toros de gran tamaño con un ataque de nervios a la hora de enfrentarse a un par de niños pequeños.

Su hermana Nancy y Andrew, su marido, eran médicos misioneros en un país llamado Rotanbonga. Ethan todavía no sabía pronunciarlo correctamente. Los gemelos habían nacido allí, y él estaba satisfecho de verlos crecer desde la distancia. Su tarea principal como tío era acordarse de mandar sus regalos de Navidad por correo a finales de septiembre. Cada año les enviaba un oso de peluche y una muñeca, gracias a que podía comprarlos por catálogo y así evitarse la vergüenza de ir a comprarlos en persona.

Pero unas semanas atrás su hermana lo había llamado muy nerviosa. Se oía muy mal, pero él pudo entender que una epidemia se extendía por el país causando montones de víctimas y que no era conveniente que los niños se quedaran allí, pero que Nancy y Andrew no podían marcharse cuando muchas personas dependían de sus conocimientos médicos.

¿Qué se suponía que debía decir un tío en esas circunstancias? ¿Que tenía que encargarse del rancho?

Por supuesto, en el momento que dijo que sí no se imaginaba que con dos niños de cinco años le resultaría imposible encargarse del rancho. Ni que estaría tan agotado a la hora de meterse en la cama como si hubiera atrapado, marcado y vacunado a miles de cabezas de ganado él solo.

—Vamos, Gumpy —suplicó mirando la carretera oscura.

Esperaba que la vieja camioneta no se hubiera averiado por el camino. Gumpy siempre llevaba un rollo de cinta aislante y algunas piezas de repuesto por si tenía que improvisar algún arreglo, pero aun así, no causaría muy buena impresión a la señora Bishop.

No iba a gustarle tener que esperar en la cuneta una fría noche de noviembre mientras Gumpy trataba de solucionar el problema. Y Ethan solo quería que la señora Bishop estuviera contenta.

La señora Betty—Anne Bishop era la prima de su vecina. Había contactado con ella después de contarle a sus amigos y vecinos lo que le había pasado.

Eso fue tres días después de que llegaran los gemelos. La colada se multiplicaba por momentos, había que desparasitar al ganado, y Ethan todavía no había descubierto si Danny y Doreen entendían inglés.

Había entrevistado a la señora Bishop por teléfono. Tenía cincuenta y siete años y había criado a sus cuatro hijos, de los cuales ninguno estaba en la cárcel.

Y eso era suficiente.

Tampoco le preocupaba que ella viviera en Ottawa, a mil quinientas millas de distancia. Incluso, le había pagado el billete de avión hasta Calgary sin dudar un instante.

—¡Es mío! —gritó Doreen.

—¡No! —contestó Danny.

Ethan suspiró y cerró los ojos.

Se estaban peleando. En cierto modo, lo prefería porque así había descubierto que sabían inglés.

Se asomó al pasillo y miró hacia su dormitorio. Los niños estaban encima de la cama peleándose por su sombrero de vaquero. ¿Acaso no sabían que el sombrero de un hombre era sagrado?

—¡Eh! —les gritó.

Doreen dio un respingo y soltó el sombrero. Se cayó sobre la cama y miró a su tío de forma acusadora. Desde el pasillo, Ethan pudo ver cómo sus ojos azules se llenaban de lágrimas.

Arrugó el paño de cocina que llevaba en la mano, soltó una palabrota y se dirigió hacia ellos.

Minutos más tarde, Ethan estaba sentado en el sofá del salón con Doreen a un lado y Danny en el otro. Los pequeños estaban acurrucados contra él esperando a que empezara la película Toy Story.

—¿Cuántas veces hemos visto esta película, tío? —preguntó Doreen con una sonrisa.

—Veintisiete —contestó él.

Ella suspiró y Danny comenzó a tararear la canción que aparecía en la película. Ethan sentía que cada vez le pesaban más los párpados.

Le parecía que solo habían pasado unos minutos cuando despertó, pero la pantalla de la televisión era de color azul y Danny y Doreen estaban profundamente dormidos. Ambos tenían la cabeza apoyada sobre su pecho. Danny roncaba ligeramente y Doreen le estaba llenando de baba la camisa. De no haber sido porque tenía la camisa mojada, habría pensado que estaba soñando.

Porque había un ángel en la habitación.

Era preciosa. Su cabello era espeso y largo, dorado como la miel, y aunque llevaba algunos mechones recogidos, el resto le caía sobre los hombros. Sus ojos eran de color marrón oscuro, tenía pómulos prominentes y una nariz afilada; en sus labios apenas quedaba resto de pintalabios, pero aun así eran muy sensuales.

¿Pintalabios? ¿Desde cuándo los ángeles llevaban pintalabios?

¿Desde cuándo los ángeles vestían trajes de seda de color rosa, como el color del caramelo de algodón? Llevaba una falda tan corta que Ethan sintió que se le secaba la garganta al ver las piernas esbeltas que dejaba al descubierto.

—Cariño, ya estamos en casa —dijo Gumpy con voz socarrona.

Ethan dirigió su mirada hacia él. Gumpy, con el pelo cano que enmarcaba su rostro bronceado y lleno de arrugas, parecía excesivamente contento consigo mismo.

Ethan se levantó con cuidado para no despertar a los niños. Tropezó con la mesa de café, ignoró a Gumpy y miró a la bella intrusa.

—¿Quién diablos es usted? —preguntó con brusquedad como para defenderse de sus bonitas piernas.

Lacey McCade miró al vaquero con asombro. Era alto, y las facciones del rostro mostraban su fortaleza en los pómulos prominentes, en la hendidura de su barbilla y en la rectitud de su nariz. Tenía el pelo muy corto, espeso y negro como la noche, y las pestañas, muy largas. Su piel brillaba como el cobre, y ella supo enseguida que, en parte, descendía de los indios americanos.

Su cuerpo era delgado pero fuerte. Llevaba las mangas de la camisa arremangadas y Lacey pudo contemplar la musculatura de su antebrazo, y la fuerza de sus muñecas. Ethan dobló la mano y ella se fijó en la cicatriz que tenía en la base del pulgar. Bajo la camisa llevaba una camiseta ceñida que resaltaba sus hombros y su pecho.

Vestía unos vaqueros que no ocultaban la fortaleza de sus muslos. Tenía unos ojos preciosos, grises y claros como el agua de montaña.

—Hola —dijo ella con nerviosismo.

—¿Quién diablos es usted? —repitió él.

Tenía derecho a estar enfadado. Lacey miró a Gumpy, su rescatador. ¿O era ella quien lo rescataba a él? En el aeropuerto todo había parecido mucho más sencillo.

Lacey había terminado de hablar con Keith por teléfono, y este no se había tomado muy bien la noticia de que ella cancelaría la boda. Es más, le había dicho que tomaría el primer vuelo y que tenían que hablar.

Ella no estaba de humor para hablar, así que decidió esconderse en la habitación de un hotel. Pero, después de hacer treinta y dos llamadas, descubrió que todos los hoteles de Calgary estaban llenos porque en la ciudad se celebraba un congreso de fontaneros. ¿Quién iba a imaginarse que los fontaneros celebraban congresos?

De pronto, se fijó en el hombre mayor que estaba frente a ella. Era un indio americano. Tenía los ojos negros como el carbón, la piel bronceada, y el pelo largo y libre, como una nube de humo blanco. A Lacey le gustaron sus ojos, porque a pesar de que movía el sombrero que tenía en las manos con nerviosismo, mantenían una expresión calmada. Su mirada denotaba sabiduría. Acerca de todo, de los secretos de la vida y del universo.

—¿Es usted la niñera? —le había preguntado con timidez, mostrando que le faltaban los dos dientes delanteros.

Ella se quedó mirándolo durante un instante. Era abogada, y nunca se había dejado llevar por los impulsos. Ese día, en lugar de regresar a su despacho después de una difícil reunión con un cliente, se había dirigido hacia el aeropuerto, había estudiado los vuelos de salida y había elegido Calgary como destino.

No tenía un motivo concreto para ir allí.

Excepto que de pequeña había deseado ir para asistir al Calgary Stampede, un rodeo mundialmente conocido.

Y entonces, un desconocido con unos ojos maravillosos le preguntó si era la niñera, y una ternura infinita se apoderó de ella. Por supuesto, le habría dicho que no si él la hubiera dejado hablar.

—Si no es la niñera, supongo que estoy metido en un lío —dijo el hombre con tristeza.

Pero su mirada no transmitía lo mismo. Sus ojos brillaban como si estuviera a punto de compartir una broma estupenda con ella, y la invitaban a decir que sí a la aventura. Él sabía que no era la niñera.

Lacey sintió que era ella la que se estaba metiendo en un lío, y aunque una voz interior le decía que no hiciera ninguna locura, trató de acallarla.

Lo cierto era que deseaba hacer una locura por una vez en su vida. Quería actuar de manera impulsiva y espontánea. Quería tener la oportunidad de que en su vida sucediera algo maravilloso e impredecible.

Y tras haber catado el lado salvaje de la vida, y de sentir la libertad, probablemente estuviera preparada para regresar a casa y casarse con Keith.

—Soy la niñera —contestó Lacey, y le tendió la mano.

Él se la estrechó, y ella sintió cómo todas las dudas que tenía se desvanecían. Su tacto era cálido y tranquilizador.

—He perdido el papel en el que ponía su nombre, señorita.

Ella dudó un instante. Sabía que en el momento en que le dijera su nombre, el hombre se daría cuenta de su error. Y la aventura terminaría en ese mismo instante. Tomaría el siguiente avión y regresaría a casa.

—Lacey. Me llamo Lacey McCade.

—Nelson —dijo él con una amplia sonrisa—. Nelson Go—Up the Mountain —cuando ella le dijo que nunca había oído un nombre tan bonito, él inclinó la cabeza con timidez—. ¡Cáscaras! Llámeme Gumpy, sin más.

Lacey nunca había oído que alguien dijera ¡cáscaras! Quería preguntarle todo sobre los niños, pero recordó que debería saberlo.

—¿Su equipaje? —le preguntó Gumpy.

—Lo han perdido —se sentía culpable por mentir, pero se percató de que esa palabra tenía mucho significado. El hecho de que hubiera ido al aeropuerto implicaba que una parte de sí misma estaba perdida.

—Lo encontraremos —contestó él.

Ella lo miró y lo creyó, y enseguida supo que él tampoco se refería a su equipaje.

Más tarde, al contemplar al hombre que tenía delante, su elección le pareció ridícula en lugar de arriesgada.

Incluso dormido con esos dos niños a su lado, aquel hombre no tenía nada de vulnerable.

—Cuida tus modales, Ethan —le dijo Gumpy—. Esta es nuestra nueva niñera.

—¡Anda ya! ¿Dónde has estado? ¿Y qué has hecho?

—Lo que me dijiste. Fui al aeropuerto a recoger a la niñera.

—Cincuenta y siete. Te dije que Betty—Anne tenía cincuenta y siete años. Nadie que tenga cincuenta y siete años tiene este aspecto. Esta chica no tiene más de veinticinco —dijo, mirándola de arriba abajo.

—Esta mujer —corrigió ella—. Y tengo treinta.

Él la miró un instante y después desvió la mirada a otro lado.

—Gumpy, empieza a hablar —dijo con dureza—. ¿Dónde está la señora Bishop?

Detrás de Ethan, los niños se movían en el sofá. Dormidos, se buscaron el uno al otro y se abrazaron. Ella sintió una punzada de ternura en el corazón.

—Esta es la única niñera que encontré en el aeropuerto —dijo Gumpy—. Y créeme, busqué bien.

—Cualquiera que la vea se da cuenta de que no es una niñera. Necesitamos a alguien que sepa cocinar, limpiar y cuidar de los niños, Gumpy, no una experta en hacer la manicura.

Ella se miró las uñas en lugar de enfrentarse a la fría mirada de Ethan. Las tenía largas y del mismo color que su traje, algo de lo que había estado orgullosa por la mañana, cuando era una persona completamente diferente.

—Doreen y Danny se llevarán bien con ella —dijo Gumpy.

—Espero que no estés sugiriendo que se quede.

Ella levantó la vista y vio que Gumpy asentía.

El duro tono de voz que utilizó Ethan hizo que los niños se despertaran. Se sentaron en el sofá y, frotándose los ojos, miraron a Lacey con curiosidad. Después, se pusieron de pie y salieron corriendo por el pasillo.

—No toquéis mi sombrero —gritó Ethan.

Los niños se rieron y continuaron corriendo, algo que indicaba que iban directos a por el sombrero. Aunque en esos momentos, Lacey no creía que nadie fuera capaz de desafiar a Ethan.

Pero Gumpy lo desafió.

—Creo que debe quedarse.

—¡Viejo estúpido! No va a quedarse. Vas a meterla en la camioneta y llevarla al lugar donde la encontraste.

—Así que ahora me llamas viejo estúpido. Pero cuando necesitas algo me llamas abuelo.

—¿Es usted su abuelo? —preguntó Lacey sorprendida.

—¡No! —soltó Ethan.

—Para el pueblo, abuelo es un término que denota respeto —dijo Gumpy con suavidad. Tenía la mirada clavada en los ojos grises de Ethan.

Lacey se sorprendió al ver que Ethan era el primero en bajar la mirada. Los músculos de su mentón estaban en tensión. Pero cuando levantó la vista y miró a Gumpy de nuevo ya no había furia en su mirada.

—No puede quedarse —dijo él.

—Tiene razón —intervino Lacey, y puso la mano sobre el brazo de Gumpy—. Por supuesto que no puedo quedarme. He cometido un terrible error. Me iré. De verdad.

Gumpy la miró con detenimiento y al ver que parecía decidida, suspiró.

La niña apareció bailando en el salón.

—Gumpy, he tirado tus llaves por el retrete —Ethan blasfemó en voz baja—. ¿No te gusta tirar de la cadena del váter? —preguntó la niña mirando a Lacey.

«Tiene unos ojos preciosos», pensó Lacey. Miró de reojo a Gumpy y vio que estaba conteniéndose para no soltar una carcajada.

—Sí, me gusta —dijo Lacey, aunque tenía que admitir que nunca había pensado en ello—. Me gusta mucho tirar de la cadena.

El hermano de Doreen apareció en la habitación y se colocó frente a Lacey.

—Yo soy Danny.

—Hola —dijo Lacey.

—Y yo soy Doreen —dijo la niña.

—Puedes usar mi camioneta —dijo Ethan con brusquedad—. Llegarás a tiempo para que podamos utilizarla para dar de comer al ganado.

Lacey miró a Gumpy con preocupación. ¿Acaso pretendía que estuviera conduciendo toda la noche y después regresara para dar de comer al ganado?

—Da igual —dijo Ethan—. La llevaré yo.

Salió de la habitación y Lacey sintió que el ambiente se relajaba. Notó que su corazón latía con fuerza cuando él estaba delante.

Danny y Doreen corretearon por el salón y se marcharon por el pasillo.

Lacey se fijó en la habitación. El sofá era viejo pero parecía cómodo. En el suelo había una alfombra que, sin duda, servía para mantener los pies calientes en las frías noches de invierno. Sobre la mesa de café había una taza medio llena y un libro desgastado que parecía un manual sobre ganado. No había ni una foto en las paredes.

«Keith odiaría esta habitación», pensó. A él le gustaban las alfombras persas y las vasijas antiguas, pero ella encontraba atractivo que la habitación no estuviera llena de trastos.

Se fijó en las películas de vídeo que había bajo la televisión y se preguntó si le darían algún dato sobre el hombre que vivía en aquella casa. Toy Story, Las tortugas ninja y Bailando con lobos. Gumpy se sentó en el sofá y, aunque parecía tranquilo, ella se sintió obligada a disculparse.

—Lo siento, Gumpy —le dijo—. Nunca debimos llegar tan lejos.

Él sonrió.

Oyeron que un cajón se cerraba en la cocina.

—¿Dónde diablos están mis llaves?

Desde otra parte de la casa provenían las risas de los niños.

—¿Doreen? ¿Danny? —Ethan llamó a los pequeños, pero solo obtuvo el silencio como respuesta—. ¿Dónde están mis llaves? —se oyeron unas risitas.

Lacey se volvió para mirar a Gumpy.

—¿En el retrete? —le preguntó.

Él asintió y ella esperó la inminente explosión, pero no fue así.

Ethan regresó al salón, se sentó en el sofá y cerró los ojos. Parecía cansado y desanimado.

—Seguro que ni siquiera sabe cocinar —murmuró.

—No sabrás lo que es comer hasta que no pruebes mi chili vegetariano —dijo ella, orgullosa.

—¿Vegetariano? —dijo él con desagrado.

Incluso Gumpy la miraba del mismo modo.

—¿Vegetariano?

Oyeron que los niños tiraban la cadena una y otra vez y que no paraban de reírse.

—En estos momentos, mi vida no podía ser peor —dijo Ethan despacio. A Lacey le pareció prudente permanecer callada—. ¿Señorita? —dijo Ethan abriendo un ojo.

—Señora —lo corrigió ella.

—Está en un rancho —le dijo cerrando los ojos de nuevo—. Criamos ganado y promocionamos la carne roja.

—Ah.

Sonó el teléfono y durante unos momentos pareció que ambos hombres estaban dispuestos a ignorar la llamada.

—¿Sabes quién es, no? —le preguntó Ethan a Gumpy.

—Ni idea.

—Es una mujer furiosa, de cincuenta y siete años, que ha criado a cuatro niños con éxito a base de carne y patatas.

Se levantó del sofá y se dirigió a contestar el teléfono.