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La búsqueda del absoluto constituye una detallada crónica de la aventura espiritual de Balthazar Claës, arquetipo de héroe metafísico que intenta descubrir el secreto del absoluto, es decir, la unidad de la materia. Este genio sombrío arruinará a su familia; su esposa y su hija soportan su monomanía, no tanto para salvar sus bienes como por el amor que sienten hacia él. Las dos mujeres defienden el orden familiar y sentimental; el alquimista lo destruye en nombre de otro orden. La riqueza y la precisión en los detalles, la observación y descripción minuciosas de Balzac nos transportan a la pintura flamenca. En esta novela se encuentran muchos de los elementos de la literatura de este autor: es un maestro en los estudios de las costumbres y un visionario de una ciencia y una humanidad ideales. Están presentes todos sus temas habituales y, también, todos sus modos de composición.
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Seitenzahl: 355
Veröffentlichungsjahr: 2012
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LA BÚSQUEDA DEL ABSOLUTO
Honoré de Balzac
Presentación de Carlos Pujol
Título original: La recherche de l'absolu
© De la presentación: Carlos Pujol
© De la traducción: Javier Albiñana
Edición en ebook: abril de 2015
© Nórdica Libros, S.L.
C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B 28044 Madrid (España)
www.nordicalibros.com
ISBN DIGITAL: 978-84-15564-39-3
Diseño de colección: Marisa Rodríguez
Corrección ortotipográfica: Ana M.ª Patrón
Maquetación ebook: Caurina Diseño Gráfico
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Contenido
Portadilla
Créditos
Autor
Presentación de Carlos Pujol
Honoré de Balzac
(Tours, 1799-París, 1850)
Obligado por su padre, estudió leyes en París de 1818 a 1821. Sin embargo, decidió dedicarse a la escritura, pese a la oposición paterna. Entre 1822 y 1829 vivió en la más absoluta pobreza, escribiendo teatro trágico y novelas melodramáticas que apenas tuvieron éxito.
Balzac produciría cerca de 95 novelas y numerosos relatos cortos, obras de teatro y artículos de prensa en los 20 años siguientes.
En 1834 concibió la idea de fundir todas sus novelas en una obra única, La comedia humana. Su intención era ofrecer un gran fresco de la sociedad francesa en todos sus aspectos, desde la Revolución hasta su época.
Balzac afirmaba que así como los diferentes entornos y la herencia producen diversas especies de animales, las presiones sociales generan diferencias entre los seres humanos.
Entre las novelas más conocidas de la serie figuran Papá Goriot (1834); Eugenia Grandet (1833), y Las ilusiones perdidas (1837-1843).
Presentación
Carlos Pujol
La búsqueda del absoluto es uno de esos títulos que en sí mismos son ya literatura, y que ejercen tal fascinación que están destinados a engendrar otros títulos memorables; así suponemos que la novela de Proust debe la primera parte de su nombre a este relato de Balzac, y la segunda a Las ilusiones perdidas, con «tiempo» como puente entre los dos ecos de La comedia humana. Y es que recherche, búsqueda, es palabra con un reclamo muy fuerte, como lo era quête, su antepasada en el viejo francés, que se traducía por la «demanda» heroica y mística de los antiguos caballeros.
Quizá, puede argüirse, es un título que casi no parece de obra de imaginación, y en efecto podría ser el de un libro de filosofía, pero esta ambigüedad forma parte de su encanto, le añade un plus extraño y misterioso, y Balzac era muy consciente de ello (la novela se incluyó, naturalmente, entre los Estudios filosóficos). Lo que salta a la vista es que quería decir algo que para él era muy significativo y que eligió un rótulo que estuviese a la altura de sus ambiciones.
La filosofía de Balzac —tómese el término «filosofía» con la seriedad que se quiera—, por ejemplo en Louis Lambert y en La obra maestra desconocida, hace incompatible la misión del hombre superior con la felicidad terrena, y esta disyuntiva tan romántica, o la mediocridad dichosa o unas aspiraciones tan altas que conducen necesariamente al desastre, pone en funcionamiento la acción novelesca, que se recubre de un barniz costumbrista.
Los héroes tentados por grandes empresas, la perfección del arte, la clave del saber, la ciencia, también, como en La piel de zapa, el poder mágico que otorga un talismán, abrazan con estos ideales el infortunio, que es el precio que hay que pagar por su aventura titánica; no se puede tener a la vez, filosofa Balzac, el genio, que carece de medida y de proporción, acaso también de sentido común, y la felicidad de este mundo, que está hecha de cosas muy pequeñas.
El realismo que se atribuye al novelista le supone un escritor cuyas obras son fiel espejo de apariencias, pero aquí, como en tantas otras piezas de la Comedia humana, lo que se nos da es un espejo de sueños, siempre extremados e irrealizables, eso sí, con el detallismo con que los sueños visten la fantasía, para que creamos en ella y podamos reconocernos en sus imágenes. Estamos ante un visionario que maneja la realidad como el alquimista el plomo para obtener lo inasequible.
Y en este caso lo de la alquimia no es una simple metáfora, sino el ideal de Balthazar Claës, el personaje balzaquiano que se busca más allá de sí mismo, que no se conforma con las posibilidades humanas a su alcance y pone el gran objetivo de la vida más allá de lo que él o cualquier otro ser normal pueden conseguir. Afán de soñador o de loco, de artista o de inventor del futuro.
También genio incomprendido y extraviado que en su frenesí convierte inevitablemente en víctimas a los que le rodean, antes de que su superioridad le destruya a sí mismo en sus alturas irrespirables; es alguien que en su búsqueda irrumpe en una oscuridad final de la que ya no va a poder salir. Ha elegido la máxima ambición y con ella el fracaso de su vida.
La novela se inicia con largas y prolijas descripciones que tienen una minuciosidad de maníaco y que no perdonan detalle; o así nos lo parece, pero es que a nuestra acelerada época le cuesta comprender el tempo lento de la manera de narrar del siglo xix, que refleja otro ritmo vital, como a nuestra sensibilidad, embotada por la saturación de imágenes, hacerse cargo de que el lector de Balzac agradecía esos inventarios hoy suplidos por la mirada rapidísima, cómoda y tal vez empobrecedora de la fotografía, la televisión o el cine.
Pero lo que nos quiere decir el novelista es que la locura, entre admirable y espantosa, que va a describirnos se sitúa entre nosotros, en un mundo que es de veras, tangible y conocido; no se nos habla de una vaga antigüedad en la que cualquier cosa puede suceder, sino del presente (el desenlace se produce un año y medio antes de la fecha de redacción y publicación del libro, 1834), ni tampoco de lugares muy lejanos, sino muy próximos a la experiencia cotidiana.
El Flandes francés es una tierra diríase que más bien prosaica, con una reputación de sentido práctico en la que el texto no deja de insistir: una región, leemos, «desprovista de poesía» con «una vida ciudadana y burguesa» que aspira a «una felicidad cándidamente sensual». Todo aquí es bienestar, abundancia y sosiego, goces tranquilos y discretos que se saborean en paz y comodidad, y que se resumen en el doble símbolo de la cerveza y la pipa.
En Douai entraremos en la casa de Balthazar Claës para visitarla hasta sus últimos rincones de la mano del narrador: un ajuar rico y tradicional, muebles y utensilios, cortinones, tapices, vajillas de plata, porcelanas chinas, los bellos tulipanes propios del país y los cuadros de grandes maestros —Rubens, Van Dick, Teniers, Rembrandt, Hobbema— que forman uno de esos repertorios codiciosamente soñados por Balzac para su propia colección que nunca llegó a existir.
Y los personajes no se identifican con menudencia menor: todos tienen su carácter, su físico muy pormenorizado, una edad concreta, su historia familiar, un lenguaje característico, por así decirlo una voz propia, y desde luego unos bienes que se evalúan con la escrupulosa exactitud de un recaudador de contribuciones. Si nos tropezáramos con alguno de ellos por la calle le reconoceríamos instantáneamente como a un viejo amigo de quien lo sabemos todo.
Balthazar, por supuesto, es la más trabajada de esas personalidades, pero no se descuidan las de su esposa Pepita, medio española de origen, su hija mayor Marguerite, el criado Lemulquinier, sombra alucinada de su amo, el notario Pierquin, el anciano abate De Solis, severo español según el gusto romántico (es curioso el reiterado y apasionado toque de españolismo que tiene la historia, como para justificar actitudes vehementes y excesivas), y su joven sobrino Emmanuel.
Balzac primero cuenta cómo son las cosas y las personas, y cuando tiene la seguridad de ese punto de apoyo se sale del marco que él mismo ha trazado haciendo convivir «la persecución de lo imposible» con estas realidades tan sólidas. Estudio filosófico, sí, pero sin dejar de pisar tierra firme. Así la novela se hace absoluto sin dejar de ser pormenor, realidad precisa y habitual.
La resistente materialidad de la vida, que en el libro se encarna en el temperamento flamenco, es uno de los dos grandes polos de la novela, que forma un flujo y reflujo de dinero y bienestar: una pasión incurable devasta una y otra vez lo que la paciencia, el sacrificio y el trabajo consiguen restaurar penosamente, en espera de que aquella misma fuerza ciega e irresistible lo destruya todo de nuevo.
Se nos pinta una obsesión, una monomanía que llega a convertirse en impulso aniquilador; un sentimiento casi sobrehumano, o que tiende a serlo, y que consume la vida de un hombre y la de los que dependen de él, hasta olvidar todos los afectos e intereses. Es el sueño del creador en el sentido literal de la palabra, el que hace, o por lo menos rehace, el mundo como poeta, como artista, como filósofo o como sabio.
Aquí como sabio; si la naturaleza fabrica diamantes, el protagonista quiere averiguar cuál es el proceso de esta fabricación para reproducirlo en su laboratorio. Intento de un racionalismo llevado a sus últimas consecuencias —Balthazar es un hijo del Siglo de las Luces, eso queda bien claro— que le conduce al borde de la hechicería.
Tales empresas desmesuradas son, según Balzac, «un exceso constante» igual que el vicio, someten a «la tiranía de las ideas», infunden «el absorbente fanatismo que inspiran el arte o la ciencia». Su proyecto no puede tener buen fin, es una locura que pretende igualarse a Dios, pero es asimismo la misión más alta y terrible que pueda concebir un hombre, y por lo tanto el más extraordinario y arriesgado de los destinos.
Con estas opiniones prometeicas podría imaginarse a Balzac como un asceta que se consagra a su trabajo de escritor renunciando al mundo y a sus placeres, pero lo cierto es que nadie más aficionado que él a lo que se suele llamar la buena vida: la gastronomía más exigente, el mejor café, los trajes más caros cuando se lo podía permitir, muebles antiguos, objetos de lujo, etc., sin olvidar el capítulo amoroso, muy densamente poblado.
Quizá por eso la novela plantea una contradicción que no resuelve, entre otros motivos porque también era la del escritor. A un tiempo epicúrea y titánica, la sombra balzaquiana se proyecta sobre ese Balthazar Claës, que después de quince años de inalterable felicidad familiar se ve como poseído por un demonio que le hace olvidarlo todo para ser «investigador de causas ocultas».
Basta con que en 1809, en el turbulento período de las guerras del Imperio, un oficial polaco que se apellida Wierzchownia (como la finca de Madame Hanska, porque en 1834 estamos en el deslumbramiento de los primeros años de su amor por «La Extranjera», y cree que de Polonia tiene que venir la luz) pase unas horas en su casa de Douai para que el dignísimo patriarca flamenco se convierta en otro hombre.
A partir de entonces para él solo existe la búsqueda del principio común a toda la creación cuyo descubrimiento permitirá decir: «Hago los metales, hago los diamantes, repito la naturaleza». En otras palabras, hago lo que solo Dios ha hecho. El secreto del universo se esconde en la química, el hombre es un matraz, la vida una combustión, el mundo un crisol, todo es química, hasta las lágrimas, incluso el amor, según comprende su horrorizada esposa, la dulce Pepita.
Empezando por unos humildes berros, las investigaciones de Balthazar se van agigantando para estrellarse una y otra vez contra lo imposible, y en su laboratorio su fortuna y la de sus hijos se va «en gas y en carbón», se quema —«la idea del absoluto lo había devastado todo como un incendio»— lo mismo que su propia existencia. Claës pasa de científico aficionado que en su juventud estudió con Lavoisier a sabio, y de sabio a brujo y a demente.
En la novela lo de menos son las precisiones técnicas; quizá no quede muy claro en qué consiste lo de descomponer el ázoe, es decir, el nitrógeno, o lo de cristalizar el carbono o gasificar los metales, las explicaciones son algo brumosas o lo parecen al lector profano, tanto da; lo que nos impresiona es el uso de todas esas manipulaciones químicas que desembocan en una utopía fatal. La química, quién lo iba a pensar, nos introduce subrepticiamente en una parábola de ofuscación y de ensueño trágico.
Pero Balzac es siempre Balzac, ese delirio o chifladura grandiosa es algo que se mide en dinero; la enajenación de Balthazar Claës cuesta dinero hasta la ruina y también tiene por objeto producir dinero. Busco, dice el protagonista, «la felicidad, la gloria… tesoros, joyas, riquezas…». Solo unos puntos suspensivos separan la primera parte, más noble, de su ideal, de todo lo demás.
El dinero, que nunca deja de hacerse oír en las novelas balzaquianas, no puede faltar aquí: cuentas, deudas, créditos, hipotecas, intereses, tantos por ciento, activos y pasivos, herencias, precios detallados de todo (hasta Marguerite, tan espiritual, al decir del notario es «una muchacha de cuatrocientos mil francos»). Todo se cifra, se calcula, se compra y se vende, y el absoluto resulta ser también dinero, fortuna, diamantes.
Claës, que procede de una larga tradición que identifica la felicidad con la riqueza y el confort, el bienestar material y el desahogo económico, parece rebelarse contra esta visión un tanto estrecha para descubrir la embriaguez de una búsqueda que casi linda con lo irracional, con lo fantástico. Pero en ese punto en el cual la honrada química se transforma en alquimia, su objetivo es la obtención de incalculables tesoros.
A estas paradojas se suma otra característica de la novela que es infrecuente en la Comedia humana: en medio de la vorágine de números en la que viven sumergidos los personajes, es asombroso comprobar el desinterés de todos ellos. No cesan de hablar de dinero, de ganarlo, de gastarlo, de ahorrarlo, pero, curiosamente, nunca con afán de lucro, circunstancia rarísima en la codiciosa humanidad balzaquiana.
Balthazar quiere fabricar diamantes, pero solo para hacer más felices a los suyos (el ideal puro de la ciencia se confunde así ambiguamente con el punto de vista de un simple padre de familia), Pepita es el símbolo del desinterés heroico y sacrificado, y altruista es también el fiel Lemulquinier; incluso el único que se describe como «egoísta y calculador», Pierquin, es mucho menos ruin de lo que parece, y más sensible a la vanidad social que al dinero.
Hay, por otra parte, una zona de la novela de una sublimidad un poco empalagosa, la que representan Marguerite y Emmanuel, casi celestiales («se habían conocido en sus sueños», se nos dice poéticamente) y que comparten «la curiosidad del infinito»; angélica pareja de enamorados envuelta en una fraseología muy peculiar: «Vertía el rocío de sus lágrimas en el corazón de su amiga» o «el fulgor de su alma pura como un diamante brillaba sin nubes».
Hasta las almas son puras… como un diamante, la imagen traiciona al escritor, pero todo ese clima de sentimientos elevados sirve muy bien de contrapeso y de contraste a las obsesivas situaciones de la novela, en la cual, por obra de la necesidad, los jóvenes alternan encendidas miradas de amor y cándidos rubores con planes de inversión de capitales, compraventas, amortizaciones y previsiones de beneficios.
Todo Balzac está en esa sorprendente amalgama de amor y de dinero, de pasiones irresistibles y de vida regalada, de sueños y de materialidad. Pasa de un mundo a otro con un aplomo único, se mete en la piel de un notario para escribir una página como de contable, y luego ironiza sobre el espíritu positivo, se conmueve hasta las lágrimas con las víctimas inocentes y más tarde exalta la figura disparatada del loco inventor.
Bordea el ridículo con frases de almíbar un poco cursis, y en seguida encuentra el tono más vibrante, recio y eficaz, y sin abandonar del todo cierta retórica algo hueca descubre matices expresivos muy delicados, como lo primero que Marguerite le dice a Emmanuel cuando salen a pasear por el jardín, y que en francés suena como un hemistiquio de alejandrino: «Aimez-vous les tulipes?».
Qué importa el énfasis que a veces hace sonreír al lector actual, acostumbrado a un tipo de expresión más contenido, o pequeños lapsus de atropellamientos muy balzaquianos (el personaje «belga» antes de que Bélgica empezara a existir en 1830, o el nombre de uno de los hijos de los Claës, que se convierte de Gabriel en Gustave). Todos estos despistes, inconsecuencias y exageraciones nos lo hacen más vivo, más simpático.
Es posible que como lectores estemos viciados por las pautas que estableció Flaubert pocos años después de la muerte de Balzac: la novela como una máquina de narrar que no puede tener fallos, bien engrasada, en la que todo está previsto y donde cada escena, cada personaje, cada comparación, cada objetivo y cada adverbio, cada punto y cada coma están donde deben, y cualquier cambio menoscaba un arte perfecto.
La novela moderna, hija, nieta, bisnieta, etc., de Flaubert, es lo que es y valdrá lo que valga, pero a Balzac, en quien todo es más improvisado, lo cual no significa torpe, más intuitivo y, si se quiere, más arrebatador, hay que leerlo de otro modo; como quien no está de vuelta y todavía participa de un entusiasmo y de una calidez vital que siguen siendo referencias únicas de verdad humana.
Lo de menos es la adhesión que podemos prestar a sus ideas, quizá su prosa nos parezca a veces discutible (desde luego está mucho menos ajustada y vigilada que la de Flaubert), sus libros tienen altibajos y desmesura; pero hay que abandonarse a la pasión genial de uno de esos creadores que, como los héroes de sus novelas —de forma tal vez inconsciente Balzac estaba defendiendo su propio caso—, no pueden juzgarse por una escala común.
En La búsqueda del absoluto, a la muerte de Balthazar Claës, el instinto de conservación social, familiar, individual, reabsorben la anormalidad, todo ha de seguir como antes, se ha reparado el monstruoso desorden del genio, que muere pronunciando un patético e ilusorio «eureka». Se han gastado varios millones, siempre los números, una mujer ha muerto de dolor y un hombre bueno, sabio e inteligente se ha perdido en la busca de una quimera. Después del vendaval de ambición y derroche, las cosas volverán a ser como fueron.
Los demás personajes reconstruyen sin él la felicidad de cada día y su fortuna, que al parecer la hace posible, aquí no ha pasado nada, excepto la misma novela que hemos leído. Este sueño no fructifica, pero la búsqueda ha dado pie a una historia maravillosa; no podremos fabricar diamantes, pero nos acaban de contar la gran aventura de lo imposible en nuestras vidas, ficción y prototipo. Lo que queda después del fracaso es la palabra del escritor.
La búsqueda del absoluto
A la señora Joséphine Delannoy,* de soltera Doumerc
Quiera Dios, señora, goce esta obra de una vida más larga que la mía; la gratitud que me ha inspirado su persona y que, así lo espero, será equiparable al afecto casi maternal que me profesa usted, perduraría de ese modo más allá del término fijado a nuestros sentimientos. Ese sublime privilegio de prolongar mediante la vida de nuestras obras la existencia del corazón bastaría, suponiendo que se pudiera poseer alguna certeza al respecto, para consolar de todos los trabajos que cuesta a aquellos que tienen puesta la ambición en conquistarlo. Repetiré pues: ¡Dios lo quiera!
De Balzac
Existe en Douai en la calle de París una casa cuya fisonomía, distribución interior y detalles han conservado, más que los de ninguna otra mansión, el carácter de las antiguas construcciones flamencas, tan ingenuamente adaptadas a las costumbres patriarcales; pero antes de describirla, acaso convenga en interés de los escritores dejar sentada la necesidad de esas preparaciones didácticas contra las que protestan ciertas personas ignorantes y voraces que desean emociones sin soportar sus principios generadores, la flor sin la semilla, la criatura sin la gestación. ¿Habría de exigírsele, pues, al Arte que sea más fuerte que la Naturaleza?
Los acontecimientos de la vida humana, ya sea pública o privada, aparecen tan íntimamente ligados a la arquitectura, que la mayoría de los observadores pueden reconstruir las naciones o los individuos en toda la verdad de sus costumbres, según los restos de sus monumentos públicos o mediante el examen de sus reliquias domésticas. La arqueología es a la naturaleza social lo que la anatomía comparada a la naturaleza organizada. Un mosaico revela toda una sociedad, al igual que el esqueleto de un ictiosaurio entraña toda una creación. En una y otra parte, todo se deduce, todo se encadena. La causa permite adivinar un efecto, como cada efecto permite remontarse a una causa. El sabio resucita hasta las verrugas de los tiempos pasados. De ahí sin duda el prodigioso interés que inspira una descripción arquitectónica cuando la fantasía del escritor no distorsiona sus elementos; ¿acaso no puede todo el mundo relacionarla con el pasado mediante severas deducciones? Y, para el hombre, el pasado guarda singular semejanza con el futuro: ¿contarle lo que fue no equivale casi siempre a decirle lo que será? En definitiva, raro es que la descripción de los lugares en que transcurre la vida no recuerde a cada cual sus deseos traicionados o sus esperanzas en flor. La comparación entre un presente que burla las apetencias secretas y el futuro que puede hacerlas realidad constituye inagotable fuente de melancolía o de gratas satisfacciones. Por eso resulta poco menos que imposible no experimentar una especie de ternura ante la pintura de la vida flamenca, cuando sus accesorios aparecen bien expresados. ¿Por qué? Quizá sea, entre las distintas existencias, la que mejor entraña las incertidumbres del hombre. Danse en ella todas las fiestas, todas las relaciones familiares, un opulento desahogo que atestigua la continuidad del bienestar, un descanso que semeja beatitud; pero refleja sobre todo el sosiego y la monotonía de una felicidad cándidamente sensual en la que el goce ahoga el deseo anticipándose siempre a él. Cualquiera que sea el precio que conceda el hombre apasionado a las turbulencias de los sentimientos, jamás contempla sin emoción las imágenes de esa naturaleza social en la que los latidos del corazón están tan bien regulados que la gente superficial la acusa de frialdad. La multitud prefiere por lo común la fuerza anormal que desborda a la fuerza equilibrada que perdura. La multitud no tiene tiempo ni paciencia para percibir el inmenso poder oculto tras una apariencia uniforme. Y así, para sorprender a esa multitud arrastrada por la corriente de la vida, la pasión, al igual que el gran artista, se ve obligada a rebasar el objetivo, como hicieran Miguel-Ángel, Bianca Capello, la señorita de La Vallière, Beethoven y Paganini. Únicamente los grandes calculadores piensan que nunca hay que ir más allá del objetivo, y solo respetan la virtualidad impresa en una perfecta ejecución que confiere a toda obra esa honda serenidad cuyo hechizo captan los hombres superiores. Pues bien, la vida adoptada por ese pueblo esencialmente ahorrador se ajusta perfectamente a las condiciones de felicidad con que sueñan las masas para la vida ciudadana y burguesa.
La más exquisita materialidad aparece impresa en todas las costumbres flamencas. El confort inglés presenta tintes secos, tonalidades duras; en cambio, en Flandes, el viejo interior de los hogares deleita la vista por sus colores suaves, por una llaneza auténtica; sugiere el trabajo sin fatiga; la pipa evidencia una grata aplicación del far niente napolitano; refleja asimismo un sentimiento apacible del arte, su condición más necesaria, la paciencia, y el elemento que hace que sus creaciones sean duraderas, la conciencia. El carácter flamenco radica en esas dos palabras, paciencia y conciencia, que parecen excluir los ricos matices de la poesía y transmitir a las costumbres de ese país la misma falta de relieve que sus anchas llanuras, tan frías como su brumoso cielo. Pero nada más lejos. La civilización ha desplegado allí todo su poder modificándolo todo, aun los efectos del clima. Si observamos con atención las obras de los distintos países del globo, nos sorprende de entrada observar los colores grises y pardos especialmente asignados a las producciones de las zonas templadas, en tanto que los colores más esplendorosos distinguen las de los países cálidos. Las costumbres han de adaptarse necesariamente a esa ley de la naturaleza. Flandes, que otrora fue esencialmente pardo y abocado a tintes uniformes, halló el modo de hacer refulgir su atmósfera fuliginosa merced a las vicisitudes políticas que la sometieron sucesivamente a borgoñones, españoles y franceses, y que la hicieron confraternizar con alemanes y holandeses. De España, conservó el lujo de los escarlatas, los brillantes rasos, las tapicerías de vigorosos efectos, las plumas, las mandolinas y las corteses maneras. De Venecia, heredó, a cambio de sus telas y encajes, esa fantástica cristalería en la que el vino reluce y parece mejor. De Austria, ha conservado esa morosa diplomacia que, según un dicho popular, se anda con pies de plomo. El comercio con las Indias le ha legado los inventos grotescos de China y las maravillas del Japón. No obstante, pese a su paciencia en amasarlo todo, en no devolver nada, en soportarlo todo, Flandes tan solo podía ser considerado como el almacén general de Europa hasta el momento en que el descubrimiento del tabaco soldó con el humo los diseminados rasgos de su fisonomía nacional. Desde entonces, a pesar de las particiones de su territorio, el pueblo flamenco existió en virtud de la pipa y la cerveza.
Tras haber asimilado, por la constante economía de su conducta, las riquezas e ideas de sus señores o vecinos, este país, de natural tan apagado y carente de poesía, se creó una vida original y unas costumbres peculiares, sin, al parecer, pecar de servilismo. El Arte se despojó de todo idealismo para reproducir únicamente la forma. No le pidáis, pues, a esa patria de la poesía plástica ni la inspirada locuacidad de la comedia, ni la acción dramática, ni las inflamadas audacias de la epopeya o de la oda, ni el genio musical; en cambio, es fértil en descubrimientos, en discusiones doctorales que requieren tiempo y lámpara. Todo aparece marcado con el sello del goce temporal. Allí el hombre ve exclusivamente lo que es, su pensamiento se inclina tan escrupulosamente a servir las necesidades de la vida que en obra alguna se ha lanzado más allá del mundo real. La única idea de futuro concebida por ese pueblo fue una suerte de economía en política, su fuerza revolucionaria arrancó del deseo doméstico de tener campo libre en la mesa y de pasar agradables ratos bajo el alero de sus steedes. La conciencia del bienestar y el espíritu de independencia que inspira la fortuna engendraron, allí antes que en lugar alguno, ese afán de libertad que más adelante fermentó en Europa. Y así, la constancia en sus ideas y la tenacidad que transmite la educación a los flamencos los convirtió antaño en hombres de armas tomar en la defensa de sus derechos. Nada, pues, en ese pueblo se ejecuta a medias, ni las casas, ni los muebles, ni el dique, ni la cultura, ni la revolución. Y así, conserva el monopolio de cuanto emprende. La fabricación del encaje, obra de paciente agricultura y de más paciente industria, la de su tela son hereditarias como sus fortunas patrimoniales. Si hubiese que describir la constancia bajo su forma humana más pura, acaso atinásemos tomando el retrato de un buen burgomaestre de los Países Bajos, capaz, como tantos casos se han dado, de morir burguesamente y sin pena ni gloria por los intereses de su hansa. Pero las entrañables poesías de esa vida patriarcal aparecerán espontáneamente en la descripción de una de las últimas casas que, en los tiempos en que comienza esta historia, conservaban aún su carácter en Douai.
De todas las ciudades del departamento del Norte, Douai es, por desgracia, la que más se moderniza, donde el sentimiento innovador ha hecho más rápidas conquistas, donde más ha prendido el amor al progreso social. Día a día, desaparecen las vetustas construcciones, se desvanecen las viejas costumbres. En Douai reinan el tono, las modas, las maneras de París; y de la antigua vida flamenca, los douaisienses muy pronto solo conservarán la cordialidad de los cuidados hospitalarios, la cortesía española, la riqueza y la limpieza de Holanda. Los palacios de piedra blanca habrán sustituido a las casas de ladrillo. La opulencia de las formas bátavas habrá cedido ante la cambiante elegancia de las novedades francesas.
La casa en donde se desarrollaron los acontecimientos de esta historia se halla hacia la mitad de la calle de París y, desde hace más de doscientos años, ostenta en Douai el nombre de Casa Claës. Los Van Claës fueron en otro tiempo una de las más famosas familias de artesanos a las que los Países Bajos debieron, en varios productos, una supremacía comercial que han conservado. Durante mucho tiempo los Claës fueron en la ciudad de Gante, de padres a hijos, los jefes del poderoso gremio de Tejedores. A raíz de la sublevación de esta gran ciudad contra Carlos V, quien quería abolir sus privilegios, el más rico de los Claës se comprometió hasta tal punto que, previendo una catástrofe y obligado a compartir la suerte de sus compañeros, mandó secretamente bajo protección de Francia a su mujer, hijos y riquezas, antes de que invadiesen la ciudad las tropas del emperador. Las previsiones del síndico de los tejedores resultaron acertadas. Al igual que muchos otros burgueses, fue excluido de la capitulación y colgado como rebelde, cuando era en realidad el defensor de la independencia gantesa. La muerte de Claës y sus acompañantes dio sus frutos. Tiempo después, aquellos inútiles suplicios costaron al rey de las Españas la mayor parte de sus posesiones en los Países Bajos. De todas las semillas confiadas a la tierra, la sangre derramada es la que proporciona más pronta cosecha. Cuando Felipe II, que castigó la revuelta hasta la segunda generación, extendió sobre Douai su férreo cetro, los Claës conservaron sus cuantiosos bienes aliándose con la nobilísima familia de los Molina, cuya rama primogénita, pobre a la sazón, pasó a ser lo bastante rica como para comprar el condado de Nourho que poseía solo titularmente en el reino de León.
A comienzos del siglo diecinueve, tras una serie de vicisitudes cuya exposición carecería de interés, la familia Claës estaba representada, en la rama establecida en Douai, por la persona de Balthazar Claës-Molina, conde de Nourho, quien prefería ser llamado sencillamente Balthazar Claës. De la inmensa fortuna amasada por sus antepasados que daban quehacer a un millar de oficios, conservaba Balthazar unas quince mil libras de renta en bienes raíces en el distrito de Douai, así como la casa de la calle de París cuyo mobiliario valía por lo demás una fortuna. Por lo que atañe a las posesiones del reino de León, habían sido objeto de un litigio entre los Molina de Flandes y la rama de dicha familia que había permanecido en España. Los Molina de León obtuvieron las posesiones y tomaron el título de condes de Nourho, si bien solo tenían derecho a ostentarlo los Claës; pero la vanidad de la burguesía belga superaba a la altivez castellana. Y así, cuando se instauró el Estado civil, Balthazar Claës dejó a un lado los harapos de su nobleza española en pro de su gran ilustración gantesa. Tan arraigado está el sentimiento patriótico en las familias exiliadas que hasta los últimos días del siglo dieciocho permanecieron fieles los Claës a sus tradiciones, costumbres y usanzas. Tan solo emparentaban con familias de la más pura burguesía; exigían un cierto número de regidores y de burgomaestres por parte de la novia, para admitirla en su familia. Incluso iban a reclutar a sus mujeres a Brujas o a Gante, a Lieja o a Holanda, a fin de perpetuar las costumbres de su hogar doméstico. En las postrimerías del siglo pasado, su sociedad, cada vez más restringida, se limitaba a siete u ocho familias de la nobleza parlamentaria cuyas costumbres, cuya toga de anchos pliegues, cuya magistral gravedad en parte española, se avenían con sus hábitos. Los habitantes de la ciudad profesaban una suerte de religioso respeto a aquella familia, que constituía para ellos como un prejuicio. La constante integridad, la lealtad sin tacha de los Claës, su inconmovible decoro, los convertían en una superstición tan inveterada como la de la fiesta de Gayant,1 y bien expresada por ese nombre de Casa Claës. Se respiraba por entero el espíritu del antiguo Flandes en aquella mansión, que brindaba a los aficionados a las antigüedades burguesas el prototipo de las modestas casas que se construyó la rica burguesía durante la Edad Media.
El principal ornamento de la fachada lo constituía una puerta con dos batientes de roble guarnecidos de clavos dispuestos al tresbolillo, en cuyo centro los Claës habían mandado esculpir por orgullo dos lanzaderas acopladas. El vano de dicha puerta, edificado con piedra arenisca, terminaba en una cintra puntiaguda que soportaba una pequeña linterna rematada por una cruz en la que se veía una estatuilla de santa Genoveva hilando en su rueca. Pese a haber depositado el tiempo su pátina en las delicadas labores de aquella puerta y de la linterna, el exquisito celo con que las cuidaban los moradores de la casa permitía a los viandantes captar todos su detalles. Y así, el marco, compuesto de columnillas ensambladas, conservaba un color gris oscuro y brillaba como si estuviese barnizado. A ambos lados de la puerta, en la planta baja, se abrían dos ventanas semejantes a todas las de la casa. Su marco de piedra blanca aparecía rematado bajo el antepecho por una concha profusamente adornada, y arriba por dos arcos separados por el montante de la cruz que dividía la vidriera en cuatro partes desiguales, ya que el travesaño, dispuesto a la altura precisa para formar una cruz, daba a los dos lados inferiores de la ventana una dimensión casi doble que las de las partes superiores redondeadas por sus cintras. El doble arco quedaba realzado por tres hileras de ladrillos que avanzaban una sobre otra y en las que cada ladrillo salía o entraba cosa de una pulgada para formar una greca. Los vidrios, pequeños y en forma de rombo, se engastaban en finísimas varillas de hierro pintadas de rojo. Las paredes, de ladrillos fijados con argamasa blanca, estaban reforzadas a trechos regulares y en los ángulos por cadenas de piedra. En el primer piso se abrían cinco ventanas; el segundo únicamente tenía tres, y el granero recibía la luz a través de una amplia abertura redonda con cinco compartimientos, orlada de arenisca, y situada en medio del frontón irregular que describía el aguilón, como el rosetón en la portada de una catedral. En el remate se elevaba, a modo de veleta, una rueca cargada de lino. Los dos lados del gran triángulo que formaba la pared del aguilón estaban recortados a escuadra por unos a modo de escalones hasta el coronamiento del primer piso, donde, a derecha e izquierda de la casa, caían las aguas pluviales expulsadas por el hocico de un animal fabuloso. Al pie de la casa, una hilada de arenisca simulaba un peldaño. Por fin, postrer vestigio de las antiguas costumbres, a cada lado de la puerta, entre las dos ventanas había en la calle una trampa guarnecida con amplias tiras de hierro, por la que se penetraba en los sótanos. Desde su construcción, aquella fachada se limpiaba concienzudamente dos veces al año. Como faltase un poco de argamasa en una juntura, el agujero se tapaba de inmediato. Ventanas, antepechos, piedras, todo se restregaba como no se hace en París con los más preciados mármoles. No presentaba pues aquella fachada el menor síntoma de degradación. Pese a los tintes oscuros causados por la propia vetustez del ladrillo, se hallaba tan bien conservada como puedan estarlo un cuadro o un libro antiguos queridos por el coleccionista, que aún estarían nuevos, si no sufriesen, bajo la campana de nuestra atmósfera, la influencia del gas cuya malignidad nos amenaza a nosotros mismos. El encapotado cielo, la húmeda temperatura de Flandes y las sombras producidas por la escasa amplitud de la calle privaban muchas veces a aquel edificio del lustre que debía a su rebuscada limpieza, lo que, por otra parte, la hacía fría y triste a la vista. Un poeta habría echado de menos unas cuantas hierbas en los huecos de la linterna o algún que otro musgo en las grietas de la arenisca, habría deseado que aquellas hileras de ladrillos se hubiesen resquebrajado, que bajo los arcos de las ventanas, alguna golondrina hubiera confeccionado su nido en las triples casillas rojas que los adornaban. Y así, el acabado, el aspecto pulido de aquella fachada medio raída por el frotamiento le conferían un aire secamente honesto y decentemente estimable que, de fijo, habrían hecho mudarse a un romántico, como se hubiera alojado enfrente. Cuando un visitante tiraba del cordón de la campanilla de hierro trenzado que colgaba a lo largo del marco de la puerta, y cuando la criada llegaba del interior le abría el batiente en medio del cual aparecía una pequeña reja, aquel batiente, llevado por su peso, escapaba al punto de la mano y se cerraba produciendo, bajo las bóvedas de una espaciosa galería embaldosada y en las profundidades de la casa, un sonido grave y pesado como si la puerta fuese de bronce. Aquella galería, pintada de mármol, siempre fresca y sembrada de una capa de arena fina, conducía a un amplio patio interior cuadrado, pavimentado con anchas baldosas vidriadas y de color verdoso. A la izquierda se hallaban la lencería, las cocinas, la sala de la servidumbre; a la derecha la leñera, el depósito del carbón de piedra y las dependencias de la mansión cuyas puertas, ventanas, paredes aparecían adornadas con dibujos conservados con exquisita limpieza. La luz, tamizada entre cuatro paredes rojas rayadas de filetes blancos, cobraba reflejos y tintes rosados que conferían a las figuras y a los menores detalles una gracia misteriosa y fantásticas apariencias.
Una segunda casa absolutamente similar al edificio que daba a la calle, y que, en Flandes, recibe el nombre de bloque de detrás, se erguía al fondo de aquel patio, sirviendo exclusivamente de vivienda de la familia. En la planta baja, la primera estancia era una sala de visitas iluminada por dos ventanas abiertas al patio, y por otras dos que daban a un jardín tan amplio como la casa. Dos puertas vidrieras paralelas conducían una al jardín, otra al patio, y correspondían a la puerta de la calle, de suerte que, desde la entrada, un extraño podía abarcar el conjunto de la mansión y divisar hasta los follajes que tapizaban el fondo del jardín. La casa de delante, destinada a las recepciones, y cuya segunda planta albergaba los aposentos para invitados contenía, por supuesto, objetos artísticos y grandes riquezas acumuladas; pero nada podía igualar a los ojos de Claës, ni a juicio de un experto, los tesoros que adornaban aquella estancia, donde venía transcurriendo la vida de la familia desde hacía dos siglos. El Claës muerto por la causa de las libertades gantesas, el artesano de quien nos formaríamos una muy leve idea si el historiador omitiese decir que poseía cerca de cuarenta mil marcos de plata ganados en la fabricación de las velas necesarias a la todopoderosa marina veneciana; aquel Claës tuvo por amigo al célebre escultor en madera Van Huysium de Brujas. En innumerables ocasiones hubo de recurrir el artista a la bolsa del artesano. Algún tiempo antes de la revuelta de los ganteses, Van Huysium, ya rico, esculpió secretamente para su amigo un entablado de ébano macizo donde aparecían representadas las principales escenas de la vida de Artevelde, el cervecero que fuera un tiempo rey de Flandes. Aquel revestimiento, compuesto de sesenta paneles, contenía unos mil cuatrocientos personajes principales y pasaba por ser la obra capital de Van Huysium. El capitán encargado de custodiar a los burgueses a quienes decidiera colgar Carlos V el día de su entrada en su ciudad natal ofreció, según dicen, dejar huir a Van Claës si le daba la obra de Van Huysium; pero el tejedor la había mandado a Francia. Aquella estancia, totalmente enmaderada con los paneles que, por respeto a los manes del mártir, el propio Van Huysium fue a enmarcar con madera pintada en ultramar mezclada con molduras doradas, constituye pues la obra más completa de dicho maestro, vendiéndose hoy sus más pequeños fragmentos casi a peso de oro. Encima de la chimenea, Van Claës, retratado por Tiziano en su atavío de presidente del tribunal de los Parchons, parecía dirigir aún a aquella familia que veneraba en él a su gran hombre. La chimenea, primitivamente de piedra, con una campana muy alta, había sido reconstruida en mármol blanco durante el siglo pasado, y soportaba un viejo reloj y dos candelabros de cinco brazos retorcidos, de mal gusto pero de plata maciza. Decoraban las cuatro ventanas unos cortinones de damasco rojo, con flores negras, forrados de seda blanca, y el mobiliario, tapizado con la misma tela, había sido renovado en tiempos de Luis XIV. El parqué, evidentemente moderno, se componía de grandes listones de madera blanca enmarcados por tiras de roble. El techo formado por varias tarjetas, en el fondo de las cuales aparecía un mascarón cincelado por Van Huysium, había sido respetado y conservaba los tonos oscuros del roble de Holanda. En los cuatro ángulos de aquella sala de visitas se erguían columnas truncadas, rematadas por candelabros semejantes a los de la chimenea, una mesa ocupaba el centro. A lo largo de las paredes, se alineaban simétricamente mesas de juego. Sobre dos consolas doradas, con tablero de mármol blanco, se hallaban en la época en que arranca esta historia dos globos de vidrio llenos de agua donde nadaban sobre un lecho de arena y conchas unos peces rojos, dorados o plateados. Era aquella estancia a un tiempo brillante y oscura. El techo absorbía necesariamente la claridad, sin reflejarla en absoluto. Así como en la parte del jardín abundaba la luz y venía a centellear en las tallas de ébano, las ventanas del patio, por donde entraba poca luz, apenas hacían brillar los filetes dorados impresos en las paredes opuestas. Aquella estancia tan magnífica en días despejados quedaba así sumida, la mayor parte del tiempo, en esos suaves tintes, esos tonos melancólicos y rojizos que derrama el sol en otoño sobre la cima de los bosques. Inútil es continuar la descripción de la Casa Claës en cuyas otras partes habrán de desarrollarse varias escenas de la presente historia; basta, en este momento, conocer sus principales disposiciones.
