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"La cabaña del Tío Tom", es hoy en día un clásico de la literatura norteamericana y un emotivo alegato contra la esclavitud. Sin embargo, cuando fue publicada por primera vez en 1852, se convirtió en un éxito instantáneo, vendiendo más de 300.000 copias el año de su publicación, haciendo que la novela se transformase en el ariete de los abolicionistas del Norte contra los esclavistas del Sur, y -según reza la leyenda- uno de los motivos por el que comenzó la Guerra de Secesión norteamericana. La novela narra las vicisitudes de Tom, esclavo de una familia acomodada del norte, que es vendido para pagar las deudas de su amo; desde ese momento Tom irá conociendo sucesivos amos (buenos, como Santa Clara y su hija Eva, y otros nefastos como el malvado dueño de plantación Legreé). Ahí se enfrentará de primera mano con la dura realidad de la esclavitud: hambre, dolor y trabajo sin fin. Pero a pesar de todo el sufrimiento, la fe y dignidad de Tom nunca desfallecen. Harriet Beecher Stowe fue profesora, escritora, y sobre todo una activista abolicionista que con la publicación de "La cabaña del Tío Tom" pretendió denunciar el sistema esclavista de la época. El impacto del libro fue tremendo en la sociedad norteamericana, y llegó a ser el segundo libro más vendido del siglo XIX por detrás de la Biblia. En esta edición se presenta una cuidada edición ilustrada, adaptada al público más joven, y para los adultos que quieran revisitar las vicisitudes del Tío Tom, Elisa, Santa Clara, Eva y el resto de entrañables personajes de la novela de una manera rápida y amena.
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Créditos
ÍNDICE
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
LA CABAÑA
DEL TÍO TOM
*
Harriet Beecher Stowe
EDICIÓN JUVENIL ILUSTRADA
Traducción y adaptación: Javier Laborda López
Ilustraciones: Claude Beaumont
La cabaña del Tío Tom (Uncle Tom´s Cabin)
© Harriet Beecher Stowe 1852
© De la presente traducción y adaptación Javier Laborda López 2016
© Ilustraciones: J.C. Beaumont 1984
Capítulo I . El Drama De Los Negros
Capítulo II. El Esclavo Fiel
Capítulo III. El Valor De Una Madre
Capítulo IV. Un Nuevo Amo Para Tom
Capítulo V. La Lucha Por La Libertad
Capítulo VI. Amos Y Esclavos
Capítulo VII. Bondadosas Iniciativas
Capítulo VIII. Presagios Funestos
Capítulo IX. La Muerte De Eva
Capítulo X. Días Tristes
Capítulo XI. La Espantosa Esclavitud
Capítulo XII. El Gran Triunfo
EL DRAMA DE LOS NEGROS
EN UNA TARDE desapacible del mes de febrero, dos hombres conversaban en el confortable salón de la mansión Shelby. Uno era bajo y grueso y el otro esbelto y elegante.
— De acuerdo, Haley: saldaré mi deuda entregándole a mi criado Tom. Le aseguro que es muy trabajador.
Su interlocutor realizó un gesto despectivo.
— ¡No hay un negro decente! Y tengo razones para decirle esto, señor Shelby.
— Creo que Tom es diferente. Lamento profundamente separarme de él: es insustituible.
El negrero Haley estalló en sonoras carcajadas.
— Sólo lo hago por tratarse de un amigo. En ningún otro caso realizaría el cambio. Aunque deberá entregarme, además de Tom, algún otro muchacho...
— Me resulta imposible entregarle a nadie más —protestó el señor Shelby—. Y si no fuera por la gravedad de mi situación económica, Tom tampoco sería suyo.
Entró en ese preciso momento en el salón un gracioso negrito, de unos cinco años de edad, dando saltos, y su dueño, el señor Shelby, para mostrar sus habilidades al visitante, le arrojó un racimo de uvas, que el chiquillo recogió diestramente de otro salto. Luego se acercó a su amo y éste le acarició suavemente sus cabellos, al tiempo que le decía:
— Ahora, Henry, canta y baila ante este caballero.
Y el negrito, de la mejor gana, entonó una de las melancólicas canciones de su raza, mientras movía su cuerpo rítmicamente.
Tan bien actuó, que el negrero exclamó entusiasmado:
— ¡Magnífico, Shelby! ¡Este crío es una joya! Entréguemelo con Tom y saldo la deuda que le atormenta.
Llegó entonces una joven negra de veintitantos años, explicando tímidamente que iba a llevarse a su pequeño Henry. A una seña del señor Shelby, salió con él.
— Le compro también esa negra, Shelby —propuso Haley, dirigiendo aún su mirada hacia donde había desaparecido la muchacha.
— Elisa no se halla en venta, señor Haley —declaró secamente el señor Shelby—. Mi mujer no se desprendería de ella por nada del mundo.
— Bueno, en ese caso, me entregará usted al chiquillo. Soy de buen conformar.
El señor Shelby miró fijamente al negrero.
— ¿Qué hará usted con él? —le preguntó.
— A buen seguro que podré venderlo fácilmente. Los ricos los emplean para pajes.
— Es doloroso separar a un hijo de su madre —murmuró el señor Shelby—. No puedo vendérselo.
— Es natural —dijo Haley, sonriendo cínicamente—. Pero la separación se puede realizar hábilmente. Se dice a la madre que emprenda un viaje de una o dos semanas; a su regreso, se le regalan, en compensación, unas baratijas.
— Eso es cruel. No haré tal cosa con Elisa.
— Por lo que me dice, deduzco que usted supone que los negros son como los blancos. Pero a ellos se les pasan en seguida los disgustos. Reconozco que, a veces, alguna madre empieza a gritar como loca cuando se ve separada de su hijo. Es lo que hay que evitar, para que el negocio no se malogre.
Y, al darse cuenta de que Shelby le observaba en silencio, prosiguió:
— Le diré, señor Shelby, que yo casi siempre entrego mis lotes de negros en excelentes condiciones físicas. Me resulta más provechoso tratarlos humanitariamente. No se estropean. En cambio, mi antiguo socio, Thomas Loker, era un bárbaro. Golpeaba a los negros con su látigo sin compasión, a pesar de que es el hombre más bondadoso que existe en el mundo. Nada conseguía yo con advertirle que estropeaba la mercancía, que los inutilizaba para el trabajo, y de este modo bajaban de precio. Al final, hube de separarme de él.
— Así, que su procedimiento es más eficaz, ¿verdad? —inquirió el señor Shelby, que le contemplaba desaprobadora mente.
— Por supuesto —afirmó el negrero—. Y, además, no los vendo ante sus compañeros, sino aparte.
— Con mis negros no darían resultado sus métodos.
— Se equivoca —dijo Haley—. No crea que sus negros son diferentes. El afecto que siente que le profesan sólo es debido a que saben que son sus esclavos. Concediendo que esos negros hayan tenido alguna vez sentimientos, los latigazos que han recibido antes de llegar a usted se los han arrancado de raíz.
Sonrió y agregó suavemente:
— Convénzase de que yo me comporto con ellos excesivamente bien... Entonces, ¿estamos de acuerdo?
— Permítame que hable con mi esposa —dijo el señor Shelby.
— Como quiera. Pero le advierto que han de resolverlo pronto.
— Vuelva por mi casa a las siete.
Cuando el negrero salió, el señor Shelby apretó los puños y sus ojos despidieron fuego.
¡Inhumano! —exclamó, airado—. ¡He estado a punto de abofetearle el rostro! Pero sabe que me hallo entre sus garras a causa de esa deuda, y se aprovecha de ello. ¡Y he de vender a mi buen Tom! Es lo único que me cabe hacer. ¿Qué dirá, Dios mío, mi esposa?
De entre los Estados del Sur, Kentucky era donde los negros estaban mejor considerados. Pero la terrible ley que regía a los demás, existía también en él, y por ella los negros quedaban transformados en objetos aptos para ser vendidos o cambiados, según el capricho o necesidad de sus dueños. El señor Shelby jamás había maltratado a ningún esclavo, y los que vivían a sus órdenes sentían que les mandaba un verdadero padre. Sin embargo, aquella vez, las circunstancias habían cambiado: los malos negocios le habían obligado a firmar pagarés que guardaba el desaprensivo Haley.
Esa era la causa de que éste se hubiera presentado en la mansión y exigido el pago, para satisfacer el cual iba a ser sacrificado el mejor de los esclavos de Shelby: Tom.
Aquella charla, accidentalmente, fue escuchada por Elisa, quien se enteró de lo que se pretendía hacer con su querido Henry. Desde aquel momento, no acertó a hacer cosa derecha. Al observar que algo anormal le sucedía, la señora Shelby, bondadosamente, le preguntó qué le ocurría. Elisa rompió en amargos sollozos.
— Bueno, bueno, Elisa... ¿puede saberse qué te sucede?
Haciendo un esfuerzo, la madre reprimió su llanto.
— El señor quiere entregar a mi hijo al negrero Haley —exclamó—. Se lo he oído decir.
— Pero si él... decide venderlo... ¿me promete usted que lo impedirá por todos los medios?
— Naturalmente que sí —aseguró la señora Shelby—. A tu pequeño Henry lo considero como hijo mío.
Más calmada, Elisa siguió vistiendo a su ama, considerando que su gran bondad convencería a su esposo y le haría desistir de cualquier proyecto que afectara a su hijo. Sabía Elisa que la señora Shelby poseía un gran ascendiente sobre su marido, y que siempre conseguía que prevalecieran sus deseos, en los asuntos referentes a los negros. Desgraciadamente, Elisa ignoraba que las razones que movían a actuar de aquel modo al señor Shelby eran muy poderosas.
Cuando la dama salió de la casa a girar su visita, Elisa notó que una mano se posaba en su hombro. Se volvió y vio que era George, su esposo. Silenciosamente, le condujo a su cuarto, situado cerca de las habitaciones de su ama. En él, estaba Henry, que miró a su padre sonriendo graciosamente.
— Tenemos un hijo que es un tesoro, ¿verdad, George? —comentó Elisa, acariciando al pequeño.
Pero el esposo murmuró sombríamente:
¡Le hemos traído a un mundo perdido!
Elisa se aproximó a él y le miró asustada e interrogante.
— Discúlpame, querida —suplicó George—. Pero hubiera sido mejor no haber llegado a conocernos.
¡Calla, George! —exclamó ella—. Tú has sido mi felicidad. ¿Por qué hablas así?
— Ha sucedido algo que hace que odie a nuestros amos. A todos —George trataba de contener su dolor y su ira—. Mi amo me cedió al dueño de una industria, donde he aprendido a desmotar el algodón... y he conseguido inventar una máquina capaz de realizar este trabajo en menos tiempo y mejor. Pero mi amo, furioso al saber mi triunfo, me sacó de aquel lugar y me llevó a sus campos, obligándome a realizar las labores más ingratas. El anterior dueño quiso comprarme, pero mi amo se negó obstinadamente. Me ha azotado con crueldad, lo mismo que su hijo. ¡Ya no puedo resistir más!
¡Pobre George! —se lamentó su esposa, llorosa—. ¡Es terrible!
— Y, no contento con eso —prosiguió George—, me ordenó que matara a un perro al que yo tenía por excelente compañero, alegando que bastante era con darme de comer a mí. Le dije que no, y él me lo arrebató, le ataron una piedra al cuello y lo arrojaron sin piedad al lago. Jamás olvidaré la mirada que el pobre animal me dirigió cuando le estaban sujetando la piedra; con ella me preguntó: "Amito, ¿no puedes ayudarme?".
¡Oh, qué bárbaros! —casi gritó Elisa.
— He llegado al límite de mis fuerzas. Un hombre no puede resistir tanto. ¡Acaso no tarde mucho mi amo en probar la fuerza de mi brazo!
Su esposa se asustó al oírle hablar de aquella manera. Le abrazó y, entre sollozos, le aconsejó:
¡Olvida los agravios y perdónale, George! ¡Confía en el Señor!
— Tu caso es diferente, Elisa —dijo George, más calmado—. Vives en una casa donde tus amos te tratan benévolamente. Ni tú ni yo hemos podido olvidar que el habernos casado lo debemos a la señora Shelby, que nos ayudó con su bondad habitual y sufragó todos los gastos. A ti sí que te es posible, Elisa, conservar aún alguna esperanza en el mundo. Pero, yo... Te referiré lo peor de todo.
— ¿Es que te ha hecho sufrir más? —preguntó Elisa, temerosa, con voz quebrada.
— Escucha: mi amo jamás estuvo de acuerdo con mi boda con una esclava de los que él llama orgullosos Shelby. A ello achaca mi supuesto orgullo, a que lo he heredado de ti. Y el malvado ha forjado un plan diabólico: separarme para siempre de ti. Va a venderme a los negreros del Sur.
¡Pero nosotros estamos casados tan legalmente como los blancos! —expuso Elisa, espantada ante la terrible revelación—. ¡Nada ni nadie nos puede separar!
George sonrió dolorosamente y dijo:
— Nadie... excepto el amo al que pertenezcamos. Somos negros, Elisa. Nos encontramos a merced de lo que quieran hacer con nosotros nuestros dueños.
Miró a su hijo, que, sin preocuparle aquella conversación, se entretenía jugando por el cuarto, y agregó:
— Y lo más terrible es pensar que a él le aguarda un porvenir semejante.
— Mi amo es bueno y no admitirá que nuestra separación se lleve a efecto —aseguró confiada Elisa.
— Pero si fallece, estaremos perdidos. He decidido salir del país y marchar al Canadá, a hacer fortuna con la que poder rescataros a los dos. Entonces, viviremos felices... ¡y libres!
Elisa le miró aterrorizada, no atreviéndose a creer lo que acababa de oír.
— Te matarán en el camino —exclamó.
— Será mejor que volver a ser esclavo —opinó George, en su desesperación.