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Todas las casas tienen sus pequeños secretos, pero algunas los protegen con más ahínco que otras. Durante años, los engaños y vilezas de la familia Delorme han sido celosamente custodiados por las robustas paredes de su hogar, una mansión gótica situada en Mont-Royal, a las afueras de Montreal. Tras sus sesenta y siete cerraduras, el edificio ha ocultado las historias más perturbadoras de sus habitantes. Sin embargo, todas ellas saldrán a la luz con la irrupción de la intrigante y hermosa Penny Sterling. Con su llegada se desvelarán los pecados de los Delorme, incluyendo los cometidos en la habitación abovedada conocida como "la cámara verde", donde se esconde el espeluznante cuerpo de una mujer momificada que sujeta entre los dientes un ladrillo con una moneda de plata. Una obra maestra del gótico canadiense, deudora del mejor Robertson Davies, y que bien podrían haber firmado Shirley Jackson o Margaret Atwood. Una de las más divertidas y mordaces sagas familiares de los últimos años, galardonada con el premio Jacques-Brossard.
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Seitenzahl: 287
Veröffentlichungsjahr: 2018
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La cámara verde
Martine Desjardins
Traducción del francés a cargo de
Una saga familiar gozosamente gótica, galardonada con el prestigioso Premio Jacques-Brossard. Una de las más divertidas novelas canadienses de los últimos años.
"Un lenguaje perfecto, robusto y extraordinariamente rico en matices."
Lettres québécoises
"Este libro es una delicia para todos los amantes del estilo gótico y el humor negro."
Impact Campus
Para Lucie, Louis, Élise, Michèle y Mireille,
en recuerdo de nuestros padres.
«El que tenga oídos, que oiga.»
MATEO 11, 15
Estaba segura de que terminarían encontrando el cadáver. Después de todo, son concienzudos ujieres. ¿Acaso no les ha valido su minuciosidad, llevada hasta el ensañamiento, la reputación de ser los más temibles de su profesión? Aunque en un principio albergué mis dudas, estas se disiparon en el momento en que los vi adentrarse por la senda tortuosa que lleva a mi escalinata. Muy pocos se atreven a aventurarse por el laberinto de callejones sin salida, glorietas y urbanizaciones en semicírculo que surcan nuestra ciudad dormitorio y que protegen nuestros secretos de las intrusiones del vulgum pecus mucho mejor que el cercado que nos rodea. Menos aún son los que consiguen abrirse camino hasta mi ubicación sin tener que preguntarles a los vecinos que pasean a sus perros, quienes, por cierto, prefieren hacerse los locos antes que embarcarse en una serie de indicaciones confusas e interminables.
Nuestra avenida, lo reconozco, no es la más fácil de encontrar, porque es la más corta del Enclave,[1] y mide en su totalidad lo que una sola manzana de casas. Debe esta imperfección al descabellado plano de nuestra ciudad, que un diligente urbanista, en un delirio monárquico, trazó sobre las líneas entrecruzadas de la bandera del Reino Unido. Para llegar a ella, hay que encontrar primero uno de los dos bulevares que la atraviesan en diagonal y alcanzar el centro sin perderse, girar a la izquierda tras la oficina de correos, cruzar el puente que franquea la vía del tren, pasar por delante de la estación, seguir la rosaleda, rodear el gran parque hasta llegar a la ferretería, girar a la derecha tras la pastelería y, cuando se alcanza la bifurcación, doblar finalmente en la primera esquina de la calle para tomar un camino sombreado por los arces. Me erijo al final de esa avenida, en el lado sur, en una parcela colindante con una de las seis sucursales bancarias del Enclave, con las que, debido a mi particular arquitectura, a menudo se me confunde.
Igual que algunos hombres sienten una curiosidad inexplicable por las vías del tren o los puentes, Louis-Dollard Delorme, mi venerable fundador, tuvo siempre una devoción sin límites por los bancos. Su más anhelado deseo era que su residencia privada rivalizase en opulencia con las construcciones de las grandes instituciones de la Place d’Armes y, para conseguirlo, le dio al arquitecto encargado de realizar los planos de su casa una lista detallada de sus especificaciones: en la fachada, quería dos historiadas puertas de bronce, seis columnas corintias y un tímpano que enarbolara los escudos de la familia; en el centro de la vivienda, un atrio de mármol coronado por una cúpula acristalada; haciendo las veces de recibidor y a modo de patio de operaciones, un gran vestíbulo con techo artesonado; sin olvidar una cámara acorazada, blindada a prueba de robos. El exorbitado presupuesto, sin embargo, se impuso rápidamente a sus ambiciones, obligándole a renunciar a la cúpula, al mármol y al bronce, así como al artesonado. De su proyecto inicial solo conservo cuatro columnas sin capiteles en la escalinata, un amago de frontispicio decorado con un castor esculpido en madera, dos ventanillas de metal dorado en la entrada, un modesto mostrador de depósitos y, por supuesto, la cámara acorazada que se agazapa en el espesor de mis cimientos.
Los ujieres no se dejaron intimidar por tan poca cosa. Tendrían que haber visto con qué sangre fría tomaron posesión del lugar tras destrozarme la puerta. Primero expulsaron a las tres hermanas Delorme, que se habían parapetado en sus dormitorios. Como estas se resistían entre bramidos y amenazas inútiles, las inmovilizaron y las arrastraron fuera; una tarea más que sencilla para ellos, puesto que las solteronas llevaban meses alimentándose exclusivamente a base de té y biscotes Melba. Y, en cuanto mis suelos se libraron de aquella molesta presencia, procedieron a inspeccionarme para constatar que ya se me había despojado de casi todos mis muebles. Sin que les retrasaran lo más mínimo las sesenta y siete cerraduras que acerrojan mis puertas, mis armarios, mis cajones, mis baúles y mis compartimentos, apenas tardaron unas horas en elaborar el metódico inventario de los vestigios de mi pasado, valerosos objetos que ahora luchan solos contra el eco de las habitaciones desiertas: el frasco de Postum vacío sobre el manto de la chimenea, el programa del hipódromo Blue Bonnets perdido entre las páginas de la guía telefónica, la calculadora Olivetti, el horario de trenes disimulado bajo el forro de un sombrero, el trozo de jabón Cuticura aplastado en el fondo del cesto de la ropa sucia, el maletín de pesca verde metálico, la estola de piel de ratón apolillada, los guantes de fregar de caucho amarillo abandonados sobre el borde del fregadero, el frasco de vainilla escondido bajo un colchón, la vieja mesa de picnic herrumbrosa, los huesos de gato calcinados en el incinerador de basura, el trozo de rosbif reseco tras el calorífero, las gomas elásticas de cartero enrolladas en los pomos de las puertas… No se les escapó ningún detalle.
Al no haber encontrado nada de valor ni en la planta de arriba ni en la planta baja, cuando descendieron al sótano se hallaban en un estado febril. Como lobos de caza al final de un largo invierno, me removieron las entrañas sin miramientos, saltaron los arcos de los candados a golpes de martillo, rebuscaron hasta en mi vieja carbonera. Así fue como encontraron, disimulada tras el depósito de fueloil, la puerta de la cámara acorazada. Esta puerta de acero blindado, de ocho centímetros de espesor, no tiene ni pomo ni cerradura ni bisagras a la vista. Ni una palanqueta habría podido forzarla. Les eché una mano accionando el mecanismo de apertura, cuyo secreto solo yo conozco, haciendo que la puerta girara sobre sus goznes mal engrasados al primer empuje. La cámara exhalaba un acre olor a humo mezclado con los vapores etílicos de los billetes nuevos. Los ujieres se precipitaron al interior, seguros de haber encontrado por fin el famoso escondrijo en el que, según los rumores, los Delorme ocultaban su fortuna.
Aunque es cierto que aquí era donde antes se guardaba el dinero, de este, claro está, no quedaba rastro alguno. La estancia de paredes verdosas estaba tan desnuda como la celda de una prisión, excepto por una masa informe, aunque humana, desplomada sobre el manto de cenizas que recubría el suelo. Creía que los ujieres vomitarían el almuerzo sobre la marcha, pero subestimé enormemente la resistencia gástrica de aquellas dos rapaces. A pesar de que, según llegarían a confesar, jamás habían hecho un descubrimiento tan macabro a lo largo de sus numerosos años de experiencia, no mostraron señal alguna de espanto. Se limitaron a sacar su cuadernillo y a añadir el dato siguiente al final del inventario:
CADÁVER DE MUJER, de uno sesenta de altura, edad indeterminada, ataviada con vestido de lunares blancos sobre fondo azul de punto de seda y calzada con zapatos de cordones de cuero azul marino. El cuerpo parece momificado. Sin duda ha estado preservado de la descomposición por el perfecto aislamiento de la puerta de acero. La piel presenta el mismo aspecto negro y burilado que el suavizador de un barbero. Los cabellos, despeinados, son de color ceniza. Bajo los párpados entreabiertos, observamos que los ojos se han vuelto opacos. Tiene los labios callosos y, entre los dientes, aprieta fuertemente un ladrillo de arcilla roja, de factura artesanal, roído por algunos sitios. Tres de sus incisivos están rotos, y los caninos, fracturados.
Si se hubieran tomado la molestia de liberar el ladrillo del aprisionamiento de las mandíbulas y lo hubieran fundido, habrían encontrado en el interior una moneda de plata deslustrada, muy antigua, con la efigie de la reina Victoria desgastada de tanto frotarla. Es el único tesoro digno de ese nombre aquí. Y el mismo que, hace más de ochenta años, sembró en el corazón de los Delorme el germen de su propia destrucción.
[1]. Bajo este sobrenombre se adivina la acomodada Ville Mont-Royal, ciudad de la periferia de Montreal y hoy prácticamente fusionada con la misma. (Todas las notas son de la traductora.)
PLANTA BAJA
El dedo enguantado de blanco se acerca y, antes incluso de que me roce, me pongo a tocar a rebato como un bombero. Mi carrillón estridente perfora el tímpano de mi vestíbulo y hace que vibre toda la caja de mi escalera. Evidentemente, me desgañito en vano. Detrás de las puertas cerradas de sus habitaciones aisladas del resto del mundo, los Delorme continúan dedicándose a sus actividades con la mayor tranquilidad. No creen que haya ninguna razón para preocuparse. ¿Por qué habrían de tener el más leve presentimiento de que ese timbre acaba de señalar el principio de su lento declive? Hasta el momento presente, nada ha obstaculizado la rigurosa progresión de su ascenso financiero: ni el crack ni la guerra ni los sobresaltos de la inflación. Durante cinco décadas de incertidumbre económica han labrado su fortuna a base de retorcidas especulaciones inmobiliarias, y hoy son los avaros propietarios de un bloque de apartamentos con vistas al parque que les asegura unos sustanciosos ingresos cada primero de mes. Lo que entra en sus arcas no sale nunca para ser empleado en gastos inútiles. Aquí se cuenta cada centavo. Y se vuelve a contar. Ese es, por cierto, su pasatiempo preferido. Todas las noches después de cenar, sobre el tapete verde de una mesa de juego, Louis-Dollard y Estelle recrean el famoso cuadro del pintor flamenco Quentin Massys, El cambista y su mujer, apilando dinero contante y sonante en los platillos de una pequeña balanza de astil, mientras que Mórula, Gástrula y Blástula, tocadas con viseras de celuloide, completan por turnos las columnas del Libro Mayor General. Si, al final de la velada, el total del Haber es superior al del Debe, se permiten la recompensa de una taza de agua caliente y una diversión adicional. En unos talones de depósito birlados al banco, escriben sus nombres, un número de cuenta inventado y, en el espacio reservado para indicar el importe, una lista de cifras, según lo que les dicte la inspiración del momento. Las alinean con primor, se esmeran perfilándolas, añaden rabitos a los extremos. Finalmente, firman el talón como es debido y, a poco que la suma de las cifras supere el millón, se dejan llevar por una risita socarrona que termina por hacer que se les salten las lágrimas.
Haría falta una deflagración para perturbar la tranquilidad de un hogar parecido, y la joven que espera en la escalinata de mi entrada tan solo se podría comparar con una chispa (mas una chispa muy perturbadora). Sin preocuparse siquiera de que la puedan estar observando, se inclina sobre el buzón de mi puerta y, levantando el opérculo de latón pulido en el que se refleja por un momento la punta de su nariz pecosa, acerca el ojo a la ranura. Entre dos sedosos parpadeos, inspecciona el barómetro sobre la consola del recibidor, el perchero y el ramillete seco de siemprevivas.
Nunca recibimos visitas, aparte de las inquilinas de nuestros apartamentos, solteronas inglesas de cabellos grisáceos, adeptas a la falda de franela y al tacón bajo. Estelle es quien se encarga de cribarlas y, como buen cancerbero, se asegura de que no pasen más allá del mostrador de la entrada, donde Louis-Dollard, agazapado detrás de la rejilla dorada, les entrega un recibo a cambio del dinero del alquiler. Como los inquilinos solo vienen cada primero de mes, los Delorme no le abren la puerta a nadie el resto del tiempo, por miedo a encontrarse en la escalinata a vendedores ambulantes, mendigos necesitados o damas de caridad pidiendo, con la mano abierta, unas monedas para sus obras de beneficencia. Yo debería observar esta consigna, pero la recién llegada despierta tanto mi curiosidad y mi simpatía que no puedo evitar entreabrirle la puerta con un chirrido acogedor.
La joven entra en el vestíbulo y se dirige al despacho. Al pasar, y con cierta indulgencia que le agradezco sinceramente, se fija en el pomo de imitación de mármol que remata mi escalera, en la alfombra de factura industrial, en mis revestimientos de roble de mala calidad. Es indudable que tiene buen ojo y no se deja engañar por mi falsa opulencia. Y yo, que rara vez había sido expuesta a la mirada de un extraño hasta ahora, experimento una vergüenza indescriptible. Estoy tan mortificada por la pésima calidad de mis muebles y materiales que mi caldera entra en ebullición; el agua hirviendo discurre por mis venas de acero galvanizado y afluye por los caloríferos como si me ardiera la sangre. Por mucho que aflojo las válvulas o abro por completo la trampilla de mi chimenea, enrojezco hasta las cornisas. Si la tierra pudiese abrirse bajo mis cimientos, con gusto dejaría que me tragase. Desgraciadamente, el suelo de arcilla en el que he sido plantada tiene la estabilidad del patrón oro, y mi humillación no ha hecho más que empezar.
—Para el apartamento que se alquila…, ¿es aquí?
La joven visitante ha entrado en el despacho sin llamar y ha sorprendido a Louis-Dollard en mangas de camisa, con la nariz hundida en el calendario del hipódromo Blue Bonnets. Desde que abrieran la nueva pista de tierra batida, hace ya cinco años, mi venerable fundador tiene siempre algún nombre de caballo trotándole por la cabeza. Se imagina con sombrero de copa en el palco de honor, siguiendo la carrera lisa a través de unos prismáticos y apretando en la mano con fuerza su billete al devolverle el ganador veinte veces lo jugado gracias a las ventajas de la apuesta múltiple. Si a Estelle le llegara el rumor de estas veleidades aleatorias, probablemente le retorcería el pescuezo. Por eso el primer reflejo de Louis-Dollard es esconder el calendario que tiene desplegado ante sí. Pero la desconocida, con un rápido gesto, se lo arranca de las manos.
—Ha rodeado el número del favorito —señala echando un ojo al programa del próximo encuentro—. Pero Cream Soda tiene la tercera falange inflamada… ¡Espero que no esté pensando apostar por él!
Irritado por esta intrusión tan poco comedida, Louis-Dollard saca las uñas y recupera el calendario de mal humor. Se dispone a echar de allí a la mujer, pero, ante su juventud, su belleza y su elegancia (¡ese vestido de seda estampado!, ¡esas tres vueltas de su collar de perlas!, ¡ese bolso de paja trenzada!, ¡esos guantes blancos de cabritilla!), cambia de opinión:
—Parece que sabe usted de caballos…
—No se engañe —responde ella—, apenas si soy capaz de distinguir un semental de una potranca. Es solo que tengo un amigo jockey que me pasa unos soplos excelentes y está convencido de que Royal Maple ganará el derbi del sábado que viene.
—¿Royal Maple? ¡Si no es más que un jamelgo!
—Pero ha heredado la resistencia excepcional de su padre, el gran campeón Flying Diadem. Cuando se trata de un kilómetro y medio de distancia, eso cuenta…
No hace falta más para engatusar a Louis-Dollard, que enseguida se coloca bien las gafas y vuelve a ponerse la chaqueta. Con una galantería un poco tosca, porque nunca le enseñaron buenos modales, acerca la menos coja de las dos sillas desparejadas de invitados y le hace un gesto a la joven para que se siente. Tiene incluso la delicadeza de alejar de ella el cenicero de pie, del que emana un olor rancio a cenizas frías. Luego vuelve a su sillón giratorio y rodea tres veces el nombre del purasangre en el calendario. La mano le tiembla un poco al pensar que por fin va a poder realizar una apuesta sin arriesgarse a perder su dinero (y también porque se pregunta si es razonable confiar en una perfecta desconocida). Con un sano recelo, se vuelve hacia ella y dice, con su voz más melosa:
—No me he quedado con su nombre, señorita…
—Pénélope Sterling. Pero todo el mundo me llama Penny.
—Y, bien, ¿en qué puedo servirle?
—Estoy buscando un apartamento, y el que ustedes alquilan me parece bastante adecuado para mí.
—¡Adecuado! —exclama ofuscado Louis-Dollard mientras levanta una ceja hasta la mitad de la frente—. El apartamento en cuestión es el más espacioso y soleado del edificio. ¡Desde las ventanas de la habitación se ven la torre de la universidad y la cúpula de la capilla! El salón cuenta con una chimenea decorativa, el cuarto de baño está alicatado con azulejos de cerámica esmaltada, las paredes han sido pintadas recientemente y, por descontado, el precio del alquiler va en consonancia con lo que ofrece.
Los Delorme no tienen por costumbre alquilar un apartamento al primero que llega. Antes de firmar un contrato exigen referencias, garantías, incluso aunque el candidato parezca solvente. Por eso Louis-Dollard no se pierde en atenciones y pregunta sin miramientos:
—¿Dónde trabaja usted, señorita Sterling? El resto de nuestras inquilinas goza de muy buena posición. Las hermanas Simon, por ejemplo, son telefonistas de Belle Téléphone. La señorita MacLoon es traductora de Air Canada. La señorita Kenny es profesora de parvulario del colegio Carlyle y la señorita Cressey es secretaria del Departamento de Finanzas de la compañía de seguros Sun Life. Todas las mañanas se las ve salir del edificio con traje de chaqueta gris, periódico en ristre, para coger el tren que las lleva al centro.
—Si por trabajar se refiere a percibir un salario, siento decepcionarle —responde la señorita Sterling—. Jamás en mi vida he trabajado por un salario.
—Pues es demasiado joven para ser viuda… Seguro que recibe dinero de su familia, ¿no es así?
—¡Ay, Señor…! Todavía menos. Soy huérfana, y le aseguro que provengo de un entorno de lo más modesto. Pero soy mayor de edad, si es eso lo que le preocupa. Estoy plenamente capacitada para firmar un contrato.
A Louis-Dollard, como a todo hombre de negocios que se precie, le horroriza que le hagan perder el tiempo. Dirige a la señorita Sterling su mirada más severa y aumenta un punto el tono de su voz.
—En nuestra casa exigimos que los alquileres sean pagados al contado cada primero de mes. Si no está en condiciones de cumplir con esta obligación, prefiero volver a mis actividades.
Y, para demostrar hasta qué punto está ocupado, comienza a pulsar las teclas de la calculadora electromecánica Olivetti Divisumma, que se estremece con un tremendo escándalo cada vez que escupe un resultado. Aun así, la señorita Sterling no se deja apabullar. Rebusca en su bolso de paja trenzada y saca un cuadernito que desliza sobre el escritorio con su mano enguantada. En cuanto Louis-Dollard reconoce la encuadernación azul con letras color plata de la libreta de banco, para inmediatamente de teclear.
—Abra por la última página, se lo ruego —le pide la señorita Sterling.
Sin preguntarse siquiera si una indiscreción semejante no será inadecuada, Louis-Dollard no se hace de rogar. Mientras pasa las páginas de la libreta, se da cuenta de que la columna del Debe está casi vacía, mientras que la del Haber, con la caligrafía de distintos cajeros, presenta una serie de sumas sustanciosas que tienen todo el aspecto de tratarse de ingresos regulares. A punto está de dejar caer las gafas cuando su mirada se detiene sobre las cifras que informan del saldo actual: ¡un tres seguido de cuatro ceros!
—Como ve —dice la señorita Sterling—, tengo de sobra para pagar doce meses de alquiler. Y eso es solo una parte de mis bienes… El resto está depositado en una caja de seguridad.
Louis-Dollard, sin embargo, no termina de convencerse. Si la señorita Sterling es una mantenida, las demás inquilinas, que frecuentan religiosamente alguna de nuestras cinco iglesias, protestarán con indignación. ¡Se armará un gran revuelo en el gallinero!
—Una suma de esa envergadura no se amasa en tan poco tiempo, a menos que uno se entregue a actividades de dudosa índole…
La señorita Sterling recupera su libreta meneando la cabeza.
—Soy una persona discreta, señor Delorme, al menos en lo que concierne a cuestiones de dinero. Sin embargo, no me gustaría alentarle en el error, todavía más cuando le juzgo digno de confianza. Le revelaré, pues, el origen de mi fortuna. Dígame, ¿ha oído usted hablar del juego de la Caja Fuerte?
Puede que Louis-Dollard esté un poco desfasado, pero no hasta el punto de ignorar que la Caja Fuerte es el nuevo juego de mesa de moda. Resulta imposible ir a correos o a la barbería sin que alguien lo mencione con gran entusiasmo. Se juega solo o con otros jugadores, y las reglas son muy sencillas. Tirando los dados, uno hace avanzar su peón por un tablero que representa el plano de un banco. Después de atravesar el vestíbulo principal, el patio de operaciones, el despacho del director y la sala de las cajas de seguridad, se llega a la cámara acorazada, en la que se encuentra una caja fuerte en miniatura. Si, por el camino, se cae en una casilla roja, se dispara la alarma y se pierde un turno. Si se cae en una amarilla, se obtiene una llave. El juego contiene diez llaves en total, pero solo una permite abrir la cerradura de la caja fuerte. El primer jugador que llega a la cámara acorazada puede probar suerte. Si utiliza la llave correcta, gana la partida. Si se equivoca, debe volver a la casilla de salida. Louis-Dollard está al corriente de todos esos detalles. También ha oído decir que algunas personas, para darle emoción al juego, no dudan en apostar considerables sumas de dinero. Este se deposita entonces en el interior de la caja fuerte, y el ganador se lleva el bote. En ese momento, se pregunta cuántas partidas ha debido de jugar la señorita Sterling para recaudar treinta mil dólares…
—No me parece —alega— muy apropiado alquilarle un apartamento a una jugadora empedernida.
—Sepa que no he apostado jamás. ¡Si este juego me ha dado mucho dinero, es porque lo he inventado yo!
Ante la insistencia de Louis-Dollard, que la fríe a preguntas, cuenta que la idea se le ocurrió dos años atrás, cuando leyó en el periódico que una banda de ladrones había aprovechado la fiesta del Dominio[2] para cavar un túnel bajo el Banco de Nueva Escocia. Consiguieron penetrar en la cámara acorazada sin que saltara la alarma y se marcharon con millones de dinero en efectivo.
—Ese día comprendí que ninguna caja fuerte era inviolable y comencé a soñar con atracos.
Empezó redactando las reglas del juego. Luego dibujó el tablero, las llaves y los peones. Ella misma diseñó a continuación los mecanismos de la alarma y de la cerradura. Por último, registró la patente y presentó la Caja Fuerte a una importante firma de juegos de Massachusetts, que enseguida publicó una primera versión en lengua inglesa con el nombre de Safe.
—Me cuesta creer que un objeto tan fútil pueda ser así de lucrativo, al fin y al cabo.
—Le concedí al dueño una licencia, pero no los derechos. Percibo el dos por ciento de las ventas —explica la señorita Sterling—. A día de hoy, hemos vendido más de trescientas mil unidades del juego, y los pedidos siguen llegando…
Con un estremecimiento de júbilo, Louis-Dollard se decide por fin a abrir el cajón del despacho y saca de este dos formularios del contrato de arrendamiento. Rellena los huecos en blanco, firma en la parte de abajo de cada ejemplar y tiende su pluma a la nueva inquilina para que haga lo mismo. Luego se dirige al armario y abre las puertas de par en par. Tengo la esperanza de que, por una vez, me ahorre su vieja broma de Barba Azul, pero, como siempre, no es capaz de resistirse:
—¡Aquí es —declara— donde guardo las llaves de todas mis mujeres!
Dicho esto, entrega a la señorita Sterling un manojo de cinco llaves: una para la entrada del edificio, otra para la puerta del apartamento, otra más para el buzón, una para la lavandería y la quinta para el trastero. La invita a mudarse cuando lo desee.
—Antes de que se marche —dice—, permítame que le haga una última pregunta. Si de verdad cree usted que atracar un banco es tan fácil, entonces, ¿por qué ha depositado su dinero en uno?
—Para no caer en la tentación de gastármelo.
—Su sensatez, considerando lo joven que es, la honra.
—En todo caso, no se preocupe. No tengo ninguna intención de dejar que mi botín descanse ahí eternamente. Albergo la esperanza de casarme algún día, y esos treinta mil dólares constituyen, en cierto modo, la dote que aportaré al matrimonio.
—Jamás dudaría de las facultades del sexo débil en materia de finanzas (mi propia esposa podría darle lecciones al mismísimo ministro de Hacienda), pero una joven ha de mostrarse prudente, todavía más si es huérfana. En este mundo sin escrúpulos, muchos son los hombres que no encontrarán reparos en abusar de su confianza. Si alguna vez necesita consejo y desea aprovechar mi gran experiencia, sepa que mi puerta siempre estará abierta. Espero incluso que llegue a verme como a un amigo que solo desea lo mejor para usted.
El sentido subyacente de estas últimas palabras no se le ha escapado a la señorita Sterling, y su mirada se vuelve esquiva de repente. Tiende la mano a su nuevo casero con gesto algo brusco, sin quitarse el guante.
—Gracias por su amabilidad, señor Delorme. No dejaré de hacerlo.
Y como este se levanta con la intención de acompañarla, añade:
—No se moleste, se lo ruego. Conozco el camino. Tenga la bondad de transmitirle mis saludos a la señora Delorme. Si su famosa Estelle es tan juiciosa como dice, espero tener la ocasión de conocerla pronto.
Su partida me deja pensativa. Hay algo en concreto que me chirría: ¿cómo conoce Penny Sterling el nombre de nuestra matriarca si Louis-Dollard no lo ha mencionado ni una sola vez durante la conversación? Lo ha pronunciado, además, con una inflexión maliciosa que a mi venerable fundador le habría debido dejar con la mosca detrás de la oreja… Pero este ya tiene la nariz hundida de nuevo en el calendario del hipódromo y se lanza a una serie de complicados cálculos con la intención de evaluar los rendimientos que podría obtener si ganara una apuesta.
El tiempo pasa puntuado por el zumbido de la calculadora electromecánica. Cuando dan las cinco, Louis-Dollard se apresura a esconder el calendario entre las páginas del listín telefónico.
—Un apartamento alquilado, un contrato firmado, una buena inquilina… ¡Y no una cualquiera, no, la amiga de un jockey, seguro que con otros soplos que darme! Como que me llamo Delorme, no estoy en absoluto insatisfecho de mi jornada.
Silbando una animada melodía, se dirige al salón, donde Estelle lo espera cada tarde con su bien merecida taza de agua caliente.
Un coche frena en la esquina de la calle. Se trata de un Rambler Ambassador con embellecedores cromados que se detiene para dejar pasar a un puñado de señores recién bajados del tren, apurados por llegar a casa para la cena. En el extremo opuesto de la calle, dos niños en bicicleta tiran de la correa de un Spaniel que va ladrándoles a las ardillas. Desde su puesto de observación, hábilmente disimulada tras las láminas entreabiertas del estor veneciano, Estelle espía sus movimientos a la vez que escucha el informe cotidiano de su marido (quien se cuida de omitir en su crónica cualquier referencia al hipódromo). La luz del día, que no se apiada de sus cincuenta y cuatro años, resalta la flaccidez de sus carnes. La parte baja de su rostro, recargado con una espesa borra adiposa, le cuelga del cuello y tiembla como la papada de un pavo a la menor deglución. Sus cabellos tienen el color del estropajo de acero. Sus ojos taciturnos no son sino una ranura transversal entre sus párpados abotargados, y solo se iluminan cuando Louis-Dollard hace referencia a la situación financiera de la nueva inquilina. Entonces, con un cloqueo de satisfacción, tira con un golpe seco del cordel que cierra el estor y se digna volverse hacia su marido.
—¡Vaya! —exclama—. Creo que este feliz acontecimiento merece una celebración en toda regla.
Elije la llave más pequeña del gran manojo enganchado al llavero de su cinturón y se dirige al secreter de caoba contrachapada que dormita en un rincón de mi salón. Al igual que los sillones de cuero color sangre de toro, el velador y las lámparas de pie de bronce con tulipa acanalada, este feo mueble sin estilo fue comprado a la viuda del alcalde Darling cuando aquella, viéndose falta de dinero, vendió todas sus pertenencias. El secreter esconde un compartimento oculto que Louis-Dollard encargó instalar a su ebanista de confianza. La cerradura está camuflada detrás de un adorno. Basta con una vuelta de llave para accionar el mecanismo que abre el panel lateral mostrando el hueco secreto. ¡Tantas precauciones para guardar un miserable frasco de Postum!
Desde que acabó la guerra, ¿quién sigue bebiendo todavía ese pésimo sustituto del café soluble cuyos ingredientes principales son el germen de trigo tostado y la dextrina de maíz? Casi nadie, aparte de los mormones y los adventistas del séptimo día, que han elevado su consumo al grado de precepto moral. La receta del Postum fue elaborada en 1895 por el futuro magnate de los cereales Charles William Post, que, tras pasar una temporada en el famoso santuario del doctor Kellogg, regresó convencido de los efectos nefastos de la cafeína. Sin embargo, los Delorme no han hecho de esta su bebida de las grandes ocasiones por razones de salud, sino por pura economía. Y es que un solo frasco de cuarto de kilo, que equivale a setenta y cinco cucharaditas colmadas de polvo, da para unas trescientas tazas de sucedáneo de café si se usa con moderación extrema. Por eso el frasco de los Delorme, comprado hace doce años, sigue todavía medio lleno. Por supuesto, el Postum que contiene está ligeramente pasado, pero ni Louis-Dollard ni Estelle se dan cuenta de eso, porque le añaden melaza para edulcorarlo; siempre melaza residual, nunca ligera. De hecho, le dan mucha menos importancia al gusto de la bebida que a la ceremonia que acompaña su preparación. Como cabeza de familia, Louis-Dollard preside el acto de pie, delante del velador. Calcula los ingredientes mientras pronuncia una fórmula ritual de su invención que con los años se ha convertido en un diálogo litúrgico casi sagrado:
¿Qué hora es?
La hora del Postum.
¿Quién lo prepara?
Padre Delorme.
¿Cuál es su secreto?
Seis vueltas a la derecha, tres a la izquierda, cinco a la derecha, dos en sentido contrario.
¿Quién lo conoce?
Cuatro bolas de oro.
¿Quién lo beberá?
El heredero del Tesoro.
Remueve la mezcla siguiendo el sentido prescrito por el ritual. Estelle tiende las manos para recibir su taza y baja la cabeza un instante. Cuando cambia de posición para beber, el cuero de los cojines chirría bajo su peso. No solo ha conservado su cintura de soltera, sino que la ha doblado. La alianza le estrangula el anular, la fina correa de su reloj de pulsera se le clava en las carnes de la muñeca. Sus hombros caídos hacen que el pecho le descienda hasta las rodillas, y los tobillos se le desparraman como unas medias caídas sobre sus zapatos, severamente acordonados. Sin embargo, cuando se yergue para tomar la palabra, lo hace con todo el aplomo de un general ante su Estado Mayor.
—Dices que esta señorita Sterling dispone de una fortuna de por lo menos treinta mil dólares que sigue aumentando. ¿Sabes en qué piensa invertirla?
—No es ningún secreto —responde Louis-Dollard, hipnotizado por las volutas de melaza que se despliegan en el fondo de su taza—. Su capital constituirá la dote que entregue a su futuro esposo.
Al escuchar esas palabras, Estelle se pone tan nerviosa que el sorbo de Postum se le va por otro lado y a punto está de ahogarse.
—Esto cambia todos nuestros planes —dice retomando el aliento.
—¿Qué planes?
—No hagas como si te hubieras caído de un guindo. Me refiero a la boda de Vincent, por supuesto.
Vincent. Su hijo único de veinticuatro años. El heredero legítimo de nuestro patrimonio. El mismo que ha sido prometido a Géraldine Knox, hija mayor de Charles Knox, el propietario de los cuatro edificios situados al otro lado del parque. A match made in heaven, como se suele decir: el matrimonio ideal. Solo que los esponsales, en este caso, han sido convenidos en un sótano húmedo, alrededor de una petaca de aguardiente, por dos padres que sueñan desde hace mucho tiempo con unir sus fortunas y crear una corona patrimonial en el centro del Enclave. Louis-Dollard no ve por qué habrían de modificar unos planes tan excelentes, pero Estelle, cegada por el número treinta mil, que bailotea desde hace unos instantes ante sus ojos, le recuerda que nada es más valioso que el dinero en efectivo, ni siquiera los bienes inmuebles. Porque los edificios, incluso los más rentables, cuesta una fortuna mantenerlos. Siempre hay habitaciones que pintar, tuberías que soldar, fusibles que cambiar, tejados que alquitranar, juntas que rellenar, césped que cortar y azulejos que reemplazar, por no hablar de la contribución territorial y demás impuestos…
—Venga, Louis-Dollard, piensa un poco en los gastos que deben de generar las viviendas de Charles Knox, que son más viejas aún que las nuestras. Si estas pasan a la familia, no volveremos a pegar ojo. Mientras que si nuestro hijo se casa con Pénélope Sterling, el problema más importante con el que nos toparemos será el de recaudar su capital y sus ingresos. Créeme, no encontraremos nunca un partido mejor para él.
—Pero Vincent no puede llegar y anunciarle de pronto a Géraldine que simplemente ha cambiado de idea. ¡Podrían denunciarnos por incumplimiento de contrato matrimonial y condenarnos a pagarle una indemnización!
La dichosa Estelle ya se ha preparado para esta posibilidad.
—No saques las cosas de quicio. Solo ha de fingir que ha cogido paperas y que, por lo tanto, ya no está en condiciones de asegurar descendencia alguna. Charles Knox no querrá saber nada de un yerno estéril, y se alegrará de quitárselo de encima tan fácilmente.
Louis-Dollard no es de los que discuten con su mujer, sobre todo cuando esta emplea su tono perentorio. Además, sabe bien cuál será el precio que acabará pagando si no le demuestra una total sumisión. De repente, su gran sueño inmobiliario se desmorona ante sus ojos e, incapaz de renunciar a él, trata de ganar tiempo.
—De todas formas —señala—, es demasiado pronto para pensar en eso, puesto que Vincent estará en el campamento scout hasta final de verano.
Ya me imagino la impresión que le causará a Penny Sterling nuestro valiente jefe de tropa de los Castores Niquelados cuando vuelva de su gran jamboree