La casa de las novias - Jane Cockram - E-Book

La casa de las novias E-Book

Jane Cockram

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Beschreibung

La vida y carrera de Miranda es una montaña rusa. Su ascenso meteórico como influencer en la industria del bienestar y estilo de vida se ha convertido en una caída humillante después de promover unos productos controvertidos. Está desesperada por huir de los haters y trolls que la avergüenzan por todo internet. Es entonces cuando recibe una carta de un primo que la sumergirá en un oscuro misterio familiar. La curiosidad por saber más sobre su familia, a la que no conoce prácticamente, ya que su madre murió cuando era una niña, y su necesidad de huir, la llevan a Barnsley. Allí la casa familiar es ahora un pequeño hotel regentado por Daphne, la mujer de su tío Max, que es la nueva novia de La Casa de las Novias (en honor al título del libro de su madre que las hizo famosas, a la casa y a ella). Pero la casa no es lo que espera. El destino lujoso y ganador de varios premios de restauración ya no existe y nadie sabe dónde está Daphne. ¿Qué ha pasado en la casa? ¿Qué oscuras mentiras esconde La Casa de la Novias? «Un debut sorprendente y atmosférico, en el que la tensión y el suspense fluyen sin decaer jamás». — BOOKLIST «Inteligente y con una atmósfera cautivadora... La trama de Cockram crepita con tensión, tocando todas las notas adecuadas para los lectores aficionados a las historias con sabor gótico». — PUBLISHERS WEEKLY «La Casa de las Novias es un sinuoso paseo por la campiña inglesa. Ambientada en una espeluznante casa solariega en una costa rocosa, es la historia de sucesivas generaciones de mujeres poderosas cuyas acciones conducen a un misterio que serpentea a través de los siglos. Las descripciones de Cockram son tan exuberantes que no tendrás problemas para sumergirte en esa atmósfera…, pero no estarás preparado para el explosivo final. Encantará a los fans de Jane Eyre, Cumbres Borrascosas y Rebecca». — ELLEN LACORTE, autora de EL FRAUDE PERFECTO

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Seitenzahl: 509

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

La Casa de las Novias

Título original: The House of Brides

© 2019, Jane Cockram

© 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado originalmente por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

 

© De la traducción del inglés, Celia Montolío

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Caroline Johnson

 

Imágenes de cubierta: © Des Panteva/Arcangel; © Andrzej Kwolek/Arcangel

 

ISBN: 978-84-9139-628-4

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para Alice y Edward

 

 

 

 

 

 

La familia, ese querido pulpo de cuyos tentáculos nunca nos escapamos del todo, ni, en nuestro fuero interno, deseamos hacerlo.

 

DODIE SMITH

Prólogo

 

 

 

 

 

AYER ME ENCONTRÉ con un artículo sobre Barnsley House en una vieja revista. Tardé unos instantes en reconocer el lugar; no me esperaba toparme con él, y, además, solo lo había visto en invierno. Me impresionó verlo bañado por un sol resplandeciente, y sin darme cuenta ya había arrancado las páginas para saborearlas más tarde, lejos de las miradas fisgonas de los demás.

En una de las fotografías aparece la curva azul de la bahía llena de veleros y traineras. Debieron de sacar las fotos hace muchos años, cuando se abrió el hotel. Tal vez en primavera, cuando empezaba a hacer bueno y el calor del verano aún no había agostado los campos de los alrededores. Max dice que en esa época del año el cielo está lleno de drones que fotografían casas de campo a punto de salir a la venta y que filman el famoso litoral para programas de televisión sobre estilos de vida.

Eso es lo que veo cada vez que cierro los ojos, pero cuánto mejor es tenerlo aquí delante: el prado que en su suave descenso oculta los acantilados y el pueblo al fondo, la línea de la costa que disimula bancos de arena bajo las engañosas olas. Desde Barnsley no se ven ni el puerto empedrado ni el muelle desde el que zarpa cada hora, con permiso de la marea, el pequeño ferri que recorre el litoral. No se ven ni los establecimientos de pescado con patatas fritas, ni las galerías de vidrio soplado ni los apartados cafés y callejuelas de los hostales, y sin embargo en las fotografías aquí están todos, como si fueran parte del hotel.

Es fácil recordar lo que sentí la primera vez que vi Barnsley. No en una foto sino en vivo, cuando la imponente casona apareció ante mis ojos. La belleza de la caliza es difícil de apreciar en una fotografía, y aún más difícil de explicar. Es una piedra distinta de la del resto de las casas de la zona, más suave, por así decirlo, y, según Max, en verano se mantiene caliente durante semanas sin fin. Algunos días, cuando el sol no lucía lo suficiente para que sus fríos huesos australianos entrasen en calor, Daphne se apoyaba contra la pared con la esperanza de que el calor traspasase el vestido veraniego y la chaquetita. Eso fue antes de mi llegada; desde entonces, solo ha hecho frío, un frío glacial.

¿Volverá algún día a ir viento en popa el hotel? ¿Servirá de algo el artículo, o simplemente dirigirá a acaudalados turistas estadounidenses hacia una casa de fantasmas? Es un hotel que ha perdido el rumbo y también a la mujer que lo dirigía, y no en este orden. Debo confiar en que podremos transformar Barnsley, porque en cierto modo se me ha metido en la sangre, de la misma manera que se metió en la sangre de las mujeres que me precedieron.

1

 

 

 

 

 

—UN BRINDIS A la salud de Miranda —dijo mi padre, levantando el vaso para chocarlo con el de mi madrastra—. Por una carrera profesional larga y colmada de éxitos en Grant and Farmer.

No era la primera vez que mi padre brindaba con motivo de un cambio de rumbo en mi carrera; sabe Dios que antes de irme a pique ya me había dado unos cuantos batacazos, pero era la primera vez que él había intervenido para encontrarme trabajo. Y, francamente, después de todo lo sucedido no me quedaba más remedio que aceptar el puesto.

Mi padre había tenido que cobrarse algunos favores. Y sospecho que, al ver que no servía de nada, había tenido que prometer cosas. Que comprometerse. No creo que llegase a haber dinero de por medio, pero no estoy segura. La vaga amenaza que detecté en su voz, el énfasis nada disimulado con que pronunció la palabra «larga», no eran fruto de mi imaginación.

—Miranda, cielo, ¡buena suerte en Grace and Favour! —dijo Fleur, mi madrastra, sumándose al brindis a pesar de ya iba por la segunda copa de champán.

No pude evitar reírme. Fleur solo era graciosa durante un ratito cada día, en algún momento entre su segunda y su cuarta copa. Una franja temporal mucho menor de lo que cabría esperar, dada la soltura con que consumía champán y vino blanco seco.

Además, quería disfrutar del festejo mientras durase; era la primera vez desde hacía tiempo que teníamos algo que celebrar. A juzgar por la expresión de mis dos hermanastras pequeñas, que, en medio de todo el jolgorio, guardaban silencio mientras removían los cubitos de hielo de sus limonadas, también ellas sabían que las cosas podían cambiar de un momento a otro. «Ya veréis como también la lía esta vez», decían sus rostros.

—¿Qué se supone que va a hacer una licenciada en Escritura Creativa en una empresa de relaciones públicas? —me preguntó Denise, mi madrina, una vez pasada la efusión del brindis.

Como siempre, mi familia había decidido pasar un tupido velo sobre mis estudios de posgrado en Alimentación y Nutrición. Los camareros fueron dejando las bandejas de los aperitivos a nuestro alrededor: lustrosos pimientos morrones asados, gruesas lonchas de jamón y grandes aceitunas sicilianas. Era mi restaurante italiano favorito, el lugar en el que nos reuníamos siempre para las celebraciones familiares, y el hecho de que hubiera encontrado otro trabajo bien merecía una. Al menos, eso parecía que había querido decirme mi padre al invitar a toda la familia, incluidos mis padrinos, a la cena.

—¿Qué va a hacer una licenciada en Escritura Creativa… donde sea? —voceó mi padre desde la otra punta de la mesa, riéndose con ganas de su propio chiste y mirando en derredor para asegurarse de que también se reía algún que otro comensal de las mesas vecinas. Adiós a mis esfuerzos por pasar desapercibida.

—Pero las relaciones públicas se basan en la escritura creativa, ¿no? —intervino Fleur—. ¿O me estoy confundiendo con las fake news?

Me inquietó que acabásemos hablando de cómo me había metido en un lío por culpa de la escritura creativa, así que me concentré en Denise cuando respondí:

—Creo que al principio solo voy a ser algo así como una ayudante de dirección…, no voy a tener trato directo con clientes. Puede que con el tiempo pase a la edición y cosas así, supongo.

No fingí un entusiasmo que no sentía. La edición estaba a años luz de todo lo que hacía antes. Había dirigido mi propia empresa. Había tenido un blog de éxito. Un acuerdo para escribir un libro. Los medios decían que era una influencer.

—¿Qué es una ayudante de dirección? —preguntó de repente una de mis hermanastras.

Esta vez fue Ophelia, pero lo mismo podría haber sido Juliet, teniendo en cuenta que la cultura general de la una brillaba tanto por su ausencia como la de la otra. Y sí, en efecto: las tres nos llamamos como personajes de Shakespeare. Mi madre inició la tradición, y mi madrastra la continuó. Mi nombre significaba algo para mi madre, pero sospecho que mi madrastra tuvo que recurrir a Google. Siempre dice que tiene un cerebro matemático; un cerebro de mosquito, diría yo.

—Reservan vuelos, organizan salas de reuniones…, cosas así —susurró mi madrastra, acariciando tiernamente el pelo de Ophelia para contrarrestar la naturaleza potencialmente ofensiva de su explicación—. Y por eso no os conviene estudiar una carrera de letras.

Ophelia y Juliet asintieron solemnemente con la cabeza, a pesar de que faltaban muchos años para que tuvieran que decidir nada sobre sus estudios superiores. Me concentré en llenar mi plato con un surtido de aperitivos, prestando más atención de la necesaria en colocar bien las porciones, parpadeando para contener las lágrimas que amenazaban con caer sobre los platitos de terracota.

—A mí me suena de maravilla —dijo Denise dándome un estrujoncito en la mano, pero el tono de conmiseración no hizo sino empeorar las cosas. Seguro que estaba pensando en mi madre, su mejor amiga, y preguntándose cómo había podido yo salir tan mediocre con una madre tan extraordinaria. Me dije que ojalá volviese a Londres con esa familia suya tan perfecta y me dejase con aquellas personas que no esperaban demasiado de mí. Era más fácil así.

La conversación giró hacia un viaje de esquí que habían planeado Denise y Terence. Noté que desconectaba, que me ponía a pensar en los casarecce con berenjena y salchicha italiana que me iban a servir de un momento a otro, y en el tiramisú que me pediría después si estaba dispuesta a exponerme a las críticas de Fleur.

—Y por eso no consigue mantener ningún trabajo de verdad —oí decir a mi padre justo cuando me daba cuenta de que el camarero estaba intentando servirme el plato—. Siempre soñando despierta.

Tenía razón, era una soñadora. En otros tiempos, esto a mi padre le había hecho gracia, incluso le parecía que tenía su encanto, pero últimamente no paraba de hacer todo tipo de comentarios mordaces. «No puedes seguir con este despiste toda tu vida, Miranda. Ya tienes veintiséis años…, ¿no crees que es hora de que te enfrentes a la realidad?».

Entendía su preocupación. No me veía a mí misma sentada todo el santo día a una mesa de oficina, prestando atención en largas reuniones, recordando cifras, nombres, fechas…, pero era eso lo que iba a hacer cuando me incorporase a Grant and Farmer.

Todos se rieron: risas agudas las de Fleur, corteses las de Denise. Vi que volvía a mirarme, y esbocé una débil sonrisa para demostrar que estaba contenta.

El ruido del restaurante iba subiendo de volumen a medida que avanzaba la velada. Los clientes arrastraban las sillas cada vez que se levantaban para saludar a alguien, el sumiller descorchaba botellas de prosecco y los camareros no paraban de sacar cuencos de humeante pasta de la cocina. El ambiente era alegre; los aromas, deliciosos, y en las mesas de alrededor la gente sonreía, reía, daba sorbitos al chianti y al pinot grigio y se arrimaban para oírse bien los unos a los otros en medio del bullicio.

Todas las mesas menos la nuestra. De no haber sido por la comida y por la charla que nos permitía entablar, habríamos estado prácticamente en silencio. «¿Qué has pedido? Spaghetti alle vongole. Qué buena pinta, aunque no parece que te haya madurado mucho el gusto, ¿eh? Este barolo está delicioso, Bruce. Sí, es uno de nuestros vinos favoritos. Este lugar no cambia nunca, ¿no? Por eso nos gusta, Terence».

Lo de invitar a los O’Halloran no había sido buena idea: en cierto modo, la presencia de personas ajenas a la familia subrayaba la incomodidad a la que me había ido acostumbrando a lo largo de los años, y me daba cuenta del aspecto que debía de tener nuestra familia recompuesta vista a través de sus ojos. De haber estado allí mi madre, nuestra mesa habría sido idéntica a las otras, y estoy segura de que no era yo la única que lo pensaba. El tiramisú tendría que esperar a otro momento. Necesitaba salir de allí.

—Chicas, ¿queréis que os acerque a casa? Tendréis que hacer deberes o que ensayar con el oboe, ¿no?

Una expresión de alivio asomó al instante a los rostros de Juliet y Ophelia. El resto de la velada prometía: un delirio de redes sociales, Netflix y llamadas telefónicas hasta que volvieran sus padres. No era fácil criarse con mi padre y todas sus normas:

 

Prohibido llamar después de las 21:00.

Prohibidos los móviles en los dormitorios.

Prohibido ver la tele de lunes a viernes.

Prohibido invitar a dormir a chicos.

Prohibido sentarse a la mesa con el móvil.

Prohibidos los piercings.

Prohibidos los tatuajes.

Prohibido el alcohol.

Prohibidas las drogas.

Prohibido. Prohibido. Prohibido.

 

Lo sé de sobra, viví con él mucho tiempo. Demasiado tiempo, para ser sincera. Él diría lo mismo. Y Fleur también.

Y ahora estoy otra vez en casa.

A Juliet y a Ophelia todavía les parezco guay, aunque solo sea porque las puedo llevar por ahí en coche y uso el móvil cuando me da la gana. Incluso les parece guay que ahora esté trabajando en una tienda de ropa deportiva y les consiga descuentos en las medias de compresión que usan ellas y sus amigas. Por desgracia, mi padre no se deja impresionar tan fácilmente.

—Coge mi coche, cielo. —Mi padre sacó la llave del coche del bolsillo de forma ostentosa y cerró su mano sobre la mía—. Nosotros ya llamaremos a un Uber.

Como si me hiciera un favor.

En el coche, Juliet y Ophelia estuvieron hablando todo el trayecto del colegio, de chicos, de sus amigas, de La Voz…

—¿Cómo es que no habéis dicho ni mu durante la cena? —pregunté al cabo de diez minutos, cuando por fin conseguí meter baza—. Ahora no paráis.

—Denise es muy rara. Nos mira mal cuando hablamos. Nos odia —dijo Juliet.

—Y odia a mamá —añadió Ophelia, que por lo visto compartía la opinión de su hermana.

—No es verdad.

Nunca lo había visto de esa manera. Para mí, Denis y Terence simplemente formaban parte de la familia.

—Sí que lo es. Y a ti no hace más que mirarte con una cara muy rara. ¿No te has dado cuenta?

Doblé la esquina para entrar en mi antigua calle sin apenas fijarme en la calzada. Aunque hacía varios años que me había ido de casa, todavía podía conducir hasta aquí con el piloto automático.

Para mí, seguía siendo mi hogar: la casa estilo Federación que habían comprado mis padres con idea de reformarla, cuando acababan de casarse y pensaban que tenían por delante todo el tiempo del mundo para estar juntos. Resultó que no tuvieron tanto tiempo, y la reforma no se terminó hasta muchos años después, cuando aparecieron Fleur y su comitiva de arquitectos y constructores caros.

—No —mentí.

Denise, en efecto, había estado mucho tiempo mirándome fijamente durante esta visita. La gente siempre me había dicho que no me parecía en nada a mi madre, que era clavadita a mi padre. «Tu madre era guapísima», decían acto seguido, por si acaso no entendía la insinuación.

Pero ¿y si Denise veía algo en mí? ¿Quizá con los años me estaba pareciendo cada vez más a mi madre? Intenté ver mi reflejo en el espejo retrovisor mientras me paraba junto a la casa, pero a la tenue luz del crepúsculo no pude ver nada. Las ruedas se dieron contra la cuneta y oí un fuerte chirrido. Eché pestes entre dientes al comprender que el servicio de recogida de basuras había dejado los cubos vacíos en medio del acceso para los coches.

—Ay, papá te va a matar —susurró Juliet. Regodeo; sin duda, en su voz había regodeo—. Venga, confiesa: ¿cuánto champán has bebido? ¡Borrachuza! —Se rieron al unísono, como si tuvieran un colocón de libertad, limonada y alegría por la desgracia ajena.

—Ni siquiera me terminé la primera copa. —Era cierto, apenas bebía. Seguramente habría pedido una Coca-Cola light si no hubieran estado Denise y Terence—. ¿Podéis apartar los cubos, por favor?

La respuesta a mi petición fueron dos portazos, y a continuación subieron corriendo los escalones de piedra.

Bajé la ventanilla.

—¿Ophelia? ¿Juliet? ¿Apartáis los cubos, por favor, cualquiera de las dos?

—Venga, Miranda, que estoy que reviento. —Ophelia se puso a dar saltitos exagerados cambiando de pie, un movimiento que debía más a las clases de declamación y teatro a las que asistía desde hacía años que a ninguna necesidad apremiante de su vejiga—. Tú deja ahí el coche y ya está. A papá seguro que no le importa.

Miré el árbol que se alzaba por encima del coche. Su savia había sido objeto de numerosas discusiones familiares. La rueda estaba pegada al bordillo… si se había producido algún destrozo, solo se vería cuando apartase el coche.

—Vale —suspiré—. La próxima vez no bebas tanta limonada.

Solo iban a ser unos segundos, me dije; después, en cuanto despachase a las chicas, saldría a apartar los cubos y el coche. Las seguí, admirando el jardín mientras subía las escaleras.

Fleur tendría muchos defectos, pero había que admitir que la jardinería se le daba de perlas. O la arquitectura de paisajes, como se apresuraba siempre a corregirme. En esta época del año, el jardín estaba impresionante, y la iluminación estratégica resaltaba la jacaranda florecida en todo su esplendor. A mi madre le habría encantado. Una de las pocas cosas que había sido capaz de deducir de sus escritos era su amor por el mundo natural, su apego a los espacios abiertos.

El olor de la casa me asaltó nada más abrir la puerta. Después de un día entero cerrada, parecía como si quisiera manifestar su fragancia: los restos de las omnipresentes velas de higuera, gardenias flotando en un cuenco sobre la mesa del vestíbulo y el aroma inconfundible de un pino navideño. Y, por debajo de todo ello, el olor del hogar. Algunas cosas no habían cambiado, a pesar de todo.

—¿Tan pronto, el árbol de Navidad? —pregunté, revisando distraídamente el correo de la mesita del vestíbulo mientras Ophelia pasaba de largo sin acordarse ya, al parecer, de su urgente necesidad de ir al baño.

Durante mucho tiempo, no había habido correo para mí. Revistas del colegio de vez en cuando. Catálogos. Nada interesante.

Y luego habían empezado a llegar los gruesos sobres de los bufetes legales. Algunos días los había a montones. Otros, solo uno o dos. Pero durante unos meses, no pararon de llegar.

Solté un suspiro de alivio al ver que no había nada para mí.

—Ya conoces a mamá —respondió a lo lejos Ophelia. La oí desplomarse en el sofá a la vez que el ruido de la tele iba en aumento. Estaba en su casa, tenía derecho a desconectar. A través de las cristaleras del fondo de la casa, vi a Juliet.

A punto estuve de pasar por alto el sobre. Papel marrón con una esquina completamente cubierta de sellos color rubí con el perfil de la cabecita de la reina. El tipo exacto de sobre que había estado esperando toda mi infancia.

La dirección había sido tachada y escrita de nuevo dos veces. Daba la impresión de que llevaba mucho tiempo en manos del servicio postal, y era evidente que había dado media vuelta al mundo. Pero no era eso lo raro. Lo raro era a quién iba dirigida.

A mi madre.

2

 

 

 

 

 

EL SOBRE ESTABA abierto. La solapa, en su momento diligentemente pegada con varias capas de cinta adhesiva, seca e inservible a estas alturas, estaba medio suelta. El remite me era familiar; más simbólico que otra cosa, un faro del pasado más que un sitio de verdad. Barnsley House. Era como recibir una carta del Polo Norte o del cielo.

Por supuesto, en mi juventud había estado pendiente de aquel remite. En el reverso de las tarjetas de cumpleaños y de los sobres. Cada vez que llegaba una carta con el sello regio en la esquina, cada vez que veía la cabeza de la reina sobre el fondo azul, morado y verde azulado, esperaba que la carta fuera de Barnsley.

Al final, mi padre me compró un álbum de sellos. Había interpretado mi interés por el correo como un entusiasmo por la filatelia. Durante años me dediqué a arrancar con esmero los sellos y a dejarlos en un platito lleno de agua para quitarles el papel, a pesar de que no me interesaban lo más mínimo. Lo único que quería era encontrar una carta con el mismo remite que el del sobre que tenía delante de mí en estos momentos.

Por unos segundos me bastó con clavar la mirada en la secuencia mística de aquellas letras.

Respiré hondo en un intento por rebajar un poco mis ilusiones. Al cabo de veinte años, me había imaginado este momento de mil maneras distintas. Una vinculación pequeña pero significativa. Un mensaje navideño. Una propuesta de adopción.

Pero esto era distinto. La carta iba dirigida a mi madre. ¿No sabían que estaba muerta?

Atenta a los movimientos de mis hermanastras, pasé al estudio de mi padre y cerré la puerta detrás de mí sin emitir un solo ruido gracias a la mullida moqueta. El crepúsculo se había ido adueñando rápidamente de la habitación y me resultaba más difícil leer las palabras, así que me acerqué a la ventana y, cada vez más sofocada, me obligué a sentarme y respirar hondo.

Abrí la carta despacio, fijándome en el grueso papel color crema mientras me lo acercaba a la nariz. Desprendía un vago olor a moho. Incluso a humo. Me había esperado un momento proustiano…, una vaharada del perfume de rosa de té de mi madre o una refrescante colonia varonil…, pero me llevé un chasco. No me traía ningún recuerdo; como mucho, de la chimenea que había en la húmeda cabañita playera de Wilsons Prom que alquilábamos cada Semana Santa.

Leí la carta, la primera vez deprisa y la segunda despacio, buscando detalles que no daba.

 

Querida Tessa:

Encontré tu foto por casualidad. No debería haber fisgoneado. Papá siempre dice que no debería ser tan curiosa, pero eso es lo que pasa cuando nadie te cuenta nada.

Lo malo de este lugar es que te pones a buscar respuestas a una pregunta y al final te topas con un montón de secretos completamente distintos.

En fin, el caso es que encontré una foto tuya, y tu aspecto era simpático, normal. No como el de las personas que salen en las fotos antiguas, con peinados chocantes y jerséis rarísimos.

En el dorso de la foto ponía «Tessa, 19», escrito con letra antigua y enmarañada, como si la persona que lo escribió hubiese tenido miedo de apretar demasiado con el bolígrafo.

No sé por qué, pero nunca te había considerado como una persona de verdad. Es decir, sabía que escribiste «El Libro», sabía que llevabas mucho tiempo fuera. Pero nunca había pensado que pudieras ayudarnos. En realidad, hasta ahora nunca habíamos necesitado ayuda.

Ha ocurrido algo malo. A mi madre le pasa algo. Papá dice que alguien tiene que cuidar de nosotros, pero que no puede enterarse nadie que no sea de la familia. Va a meternos en un internado después de Navidad. Incluso a Agatha. A pesar de lo que ha pasado.

¿Vendrás a ayudarnos? Por favor.

Un beso,

Sophia Summer (tu sobrina)

 

Me impresionó oír una voz joven y contemporánea procedente de Barnsley. Una voz que podía ser la de cualquier chica joven, una voz como la de Ophelia o como la de Juliet. Había leído La casa de las novias cientos de veces. El libro de mi madre fue un best seller nada más publicarse y vendió cientos de miles de ejemplares antes de quedar descatalogado a finales de la década de 1990. Pero hasta ahora no había pensado en lo que podría significar el libro para los habitantes actuales de Barnsley. Que pudieran referirse a él como «El Libro», singularizándolo con el mismo tono reverencial que utilizaba yo.

La casa de las novias era mi único vínculo con mi madre y su pasado, pero ni siquiera era el vínculo más personal. Lo que sabía sobre Barnsley House era lo mismo que sabían todos los lectores. Y lo que recordaba de mi madre también era más o menos lo que sabían ellos. Era más que eso: mi madre era el libro, y el libro era la razón por la que yo me matriculé en Escritura Creativa en la universidad.

La casa de las novias entraba a fondo en la historia de Barnsley House a través de las mujeres que se habían incorporado a la familia por medio del matrimonio, todas ellas aportando fama y prestigio. Eran escritoras, arquitectas, mujeres de mundo, mujeres que, cosa rara en su época, habían ensanchado los límites y habían conocido el éxito. Sarah Summer. Beatrice Summer. Conocía mejor sus nombres que los de algunos de los parientes vivos de mi padre. Entre aquellas mujeres y mi madre, la presión para que hiciera algo especial con mi vida era muy grande.

Había escudriñado el libro en busca de pistas sobre mi madre, pero todo fue en vano. A diferencia de la tendencia moderna de los escritores a insertarse ellos mismos en los relatos de no ficción, mi madre, curiosamente, estaba ausente. Notaba su atención a los detalles, la fluidez de su escritura, pero no había nada más de ella en el libro, nada aparte de la conocida foto de su rostro: el cabello rubio y sedoso, la sonrisa ancha y cordial.

El libro era una historia honesta de Barnsley House y de las mujeres que habían vivido allí durante varias generaciones. Había escándalos, sí. Suicidios, amoríos secretos y los obligados tropos góticos, como habitaciones secretas, fantasmas e incendios inexplicables, pero era un libro de historia. Recreaba el pasado típico de una casa de campo de otra época, pero siempre me había imaginado que en la actualidad Barnsley sería un lugar apacible. ¿Y si estaba equivocada?

Durante todo este tiempo había querido que viniese a buscarme alguno de los habitantes de Barnsley. Pero ahora que alguien daba señales de vida, ya no tenía tan claro que fuera eso lo que quería.

3

 

 

 

 

 

BARNSLEY HOUSE. Tecleé el nombre y me quedé mirándolo, atenta a los sonidos de la casa, a la espera de que algo me indicase que era seguro continuar. Fuera, la calle estaba tranquila, al margen de alguna que otra puerta de coche cerrándose de golpe o algún que otro balonazo contra el tablero de baloncesto que tenía el vecino en la entrada. No disponía de mucho tiempo antes de que mi padre y Fleur volvieran de la cena, y todavía no quería responder a sus preguntas acerca de lo que estaba haciendo. En realidad, todavía no sabía qué estaba haciendo.

Wikipedia, casas solariegas de Inglaterra, TripAdvisor…, salieron montones de resultados. Pinché en el enlace de Wikipedia, segura de que lo mejor para empezar sería una visión de conjunto.

 

 

Barnsley House

 

Barnsley House, también llamada Barnsley House Hotel, se encuentra en un lugar único desde el punto de vista geográfico, en lo alto de dos caletas de la escarpada costa del West Country inglés. Casa solariega de la familia Summer durante más de doscientos años ininterrumpidamente, pasó a manos de Maximilian Summer en 1987 y en la actualidad es un hotel rural que cuenta con el restaurante Summer House, galardonado con estrellas Michelin. Se cree que el jardín fue diseñado por Hugo Bostock, pero no hay documentación que lo acredite, y la mayoría de los historiadores considera que está demasiado al sur de la zona habitual de Bostock y que, por tanto, lo más probable es que sea una imitación.

La casa aparece por vez primera en los mapas en el siglo XVII, con el nombre de Barnslaigh. En el siglo XVIII acogía un pequeño embarcadero con una línea de ferris que durante los meses de verano unía las aldeas esparcidas por el litoral. Las aguas tenían fama de bravas, y hoy en día el servicio de ferris solo funciona en los meses más cálidos. Posteriormente, la tierra y la pequeña mansión fueron vendidas a un agricultor de la zona, Montgomery Summer, que estaba expandiendo sus ya cuantiosas propiedades. Summer construyó la casa que conocemos en la actualidad.

Cosa rara para la época, Barnsley se construyó con piedra traída de los montes Cotswold, lo cual explica su impresionante aspecto y también que no tenga par en la zona. Los jardines, que en sus buenos tiempos eran supervisados por dieciocho jardineros y empleados varios, han sido restaurados y han recuperado su antigua gloria gracias a su dueño actual.

Barnsley House tiene una historia larga y pintoresca, y en la zona se la conoce como«la casa de las novias»,en referencia al éxito de ventas del mismo nombre escrito por Tessa Summer. El título del libro se refiere al protagonismo de las sucesivas hacendadas de Barnsley. Aunque la casa ha estado a punto de venderse en varias ocasiones, han sido siempre estas mujeres emprendedoras e ingeniosas las que han conseguido evitar que pase a manos ajenas a la familia.

La primera «novia», y la más destacada, fue Elspeth Summer, que convenció a su marido para que le construyera una casa en una islita cercana a la costa, justo enfrente de la casa principal. Le puso el acertado nombre de Summer Room. Elspeth era una ermitaña redomada, y se negaba a acompañar a su marido en sus viajes al extranjero. Este le trajo una colección de plantas raras de todo el mundo y Elspeth cosechó un gran éxito con su jardín casi tropical. Su afición al vino blanco francés era bien conocida, y quiso poner en marcha un viñedo en la isla para cultivar las uvas con las que elaborarlo. El proyecto fracasó debido a las condiciones adversas, pero la familia cambió el nombre de la isla, que pasó a llamarse isla Minerva en honor a una rara variedad de uva francesa, la minervae. El nombre se ha mantenido hasta hoy, y a pesar de ser una isla privada se abre a grupos turísticos durante los meses de verano.

La nuera de Elspeth, Sarah Summer, acompañó a su marido en muchos de sus viajes, algo inusual en la época, y desarrolló un profundo interés por la arquitectura. Inspirada por los viajes, protagonizó la polémica supervisión de la transformación de la cercana capilla anglicana de St. John’s in Minton en una réplica casi exacta de una diminuta iglesia italiana que había visto en la Toscana.

Mucho después, a comienzos del siglo XX, Barnsley House fue el hogar de la famosa escritora Gertrude Summer, una rica heredera estadounidense que se casó con el que era el propietario en aquel momento y aportó su fortuna. Utilizó la casa como telón de fondo para sus novelas policíacas, satirizando a la clase alta británica, que le vedó el acceso a su círculo íntimo. Mientras tanto, Barnsley House cosechó casi la misma fama que sus libros, cuyas ventas, junto con la herencia de Gertrude, sirvieron para mantener la propiedad durante muchos años. El matrimonio terminó entre acusaciones de infidelidad, y Gertrude se mudó a otro punto del litoral, donde habría de vivir el resto de sus días.

La casa quedó en muy mal estado después de la Segunda Guerra Mundial, durante la cual había cobrado cierta fama como campo de instrucción para oficiales del cuerpo de inteligencia. Conoció un fugaz resurgimiento con Maximilian Summer padre y su esposa Beatrice, famosos por sus desenfrenadas fiestas en una época en la que la mayoría de las casas solariegas se estaban vendiendo y cada vez se organizaban menos festejos. El tristemente célebre y efímero Festival Barnsley empezó y terminó con ellos dos.

Para cuando el propietario actual, Max Summer, heredó de su padre Maximilian, la casa estaba decrépita y las deudas se habían acumulado. Junto con su esposa, Daphne, Max Summer ha revitalizado Barnsley House como un hotel rural de lujo.

 

Casi todo esto ya lo sabía, o me sonaba vagamente. No mencionaba que hubiera sucedido nada malo en los últimos tiempos, a pesar de lo que decía Sophia en su carta.

Di por hecho que Sophia era hija de Max y Daphne. La página de Wikipedia no hablaba de hijos, así que pinché en el enlace de Daphne Summer. Me dirigió a un artículo publicado en julio en el Daily Telegraph, y lo leí con avidez, ansiosa por encontrar algo sobre Daphne que estuviera escrito desde el punto de vista de una persona ajena.

Durante muchísimo tiempo no me había preocupado más que por mí misma. O, para ser más exacta, por lo que otras personas pensaran de mí. Toda mi existencia giraba en torno a proyectar una imagen de mi estilo de vida, y si algo no salía en Instagram, significaba que no había ocurrido. Me había perdido muchas cosas. El mundo real. Amigos. Familia. Un mínimo sentido de la decencia.

Daba gusto pensar en otra cosa.

4

 

 

 

 

 

EL SOL DE LOS SUMMER

POR KELLY O’HARA

 

 

Da la sensación de que a Daphne Summer —chef famosa, columnista de prensa y autora de libros de cocina— no le gusta ser el centro de atención. De hecho, parece que lo detesta. Si pudiera dar permiso a la comida para que hablase por sí misma, dice, lo haría.

A diferencia de otros chefs actuales, no tiene la urgente necesidad de reinventar la rueda ni de cambiar la forma de comer de nuestra nación; solo quiere cocinar comida buena, y con ingredientes de la zona. Ah, y quiere que los demás hagamos lo mismo.

También interrumpe este deseo con su característica risotada autocrítica, y mientras charlamos en el jardín del restaurante Summer House se aparta de un soplido el flequillo que le tapa los ojos y dice: «Bueno, puede que después de todo sí que quiera cambiar la forma de comer de la gente». Está descansando entre un frenético turno de comidas —abarrotado de excursionistas y de lugareños, que, explica, son su principal sostén— y la cena, para la que se han agotado las reservas. En el césped que tenemos enfrente retozan sus tres hijos, la viva imagen de la salud y de la felicidad, y solo llaman la atención de su madre de vez en cuando para que vea cómo hacen el pino o la voltereta lateral.

Su acento australiano, que apenas se percibe en su programa de televisión, es más pronunciado al natural, y dice que si no fuera por Max Summer, con quien contrajo un romántico matrimonio una semana después de conocerse a finales de los años noventa, habría vuelto a su añorado Sídney. Pero le conoció…, por fortuna para nosotros, porque lo que acabo de comer en Summer House no se parece a nada que haya probado nunca en esta parte del mundo.

Los sabores son delicados sin ser historiados, y da la impresión de que casi no se han tocado los ingredientes, señal inequívoca de que detrás hay mucho trabajo. La procedencia de cada plato viene indicada en la carta, que está escrita a mano: los mariscos proceden de los pescadores de la zona, cuyas diminutas embarcaciones se balanceaban en la caleta mientras comía; el cordero, de la granja que hay pegada a Barnsley House y que también ha estado dirigida por la familia Summer desde hace muchas generaciones; y los condimentos que animan cada plato se recogen todas las mañanas en los grandes huertos que bordean la casa, por los que Daphne nos ha invitado a pasear mientras charlamos.

Daphne no recibió una formación formal, sino que aprendió sus técnicas en los restaurantes de lujo que había en los hoteles londinenses de cinco estrellas. Al principio, la joven y pobre mochilera australiana fregaba los platos, y después fue ascendiendo en la cocina por méritos propios hasta terminar cocinando a las órdenes de algunos de los enfants terribles más famosos de la escena gastronómica de los años noventa. Fue a la entrada de una de esas cocinas donde conoció a su marido.

Al terminar su turno, cuando salía a hurtadillas para fumarse un cigarrillo, se topó con Max, que había salido del comedor huyendo de una cita desastrosa.

Daphne interrumpe la charla a menudo para señalar cosas de su huerto. «Está a años luz de la vieja parcelita de hortalizas con la que me crie», dice mientras va echando habas a un colador esmaltado. «Mi padre trabajaba en el banco, pero le encantaba su jardín y tenía una parcelita para las hortalizas. Aunque no tenía nada que ver con esto; la mitad del tiempo había un excedente desbordante de acelgas y ruibarbo y el resto del tiempo los caracoles daban cuenta de las cosas antes que nosotros. En cualquier caso, me hizo comprender lo que cuesta cultivar una zanahoria, así que, ahora que soy cocinera, cada vez que tengo una zanahoria entre las manos me aseguro de tratarla con respeto».

Se ve que Daphne insiste en evitar la palabra «chef» para referirse a sí misma, y que prefiere la palabra «cocinera». A pesar de todos los premios recibidos, dice que le hace sentirse más cómoda. «No soy una chef. Solo soy alguien a quien le encanta la comida y quiere compartirla con el mayor número de gente posible. Mi familia solo puede comer hasta cierto punto, así que tuve que convertir mi pasión en un trabajo. Nada más». Un comentario típico de esta modesta mujer cuyo libro de cocina Verano en Summer House fue uno de los mayores éxitos de ventas del año pasado.

Despampanante todavía a sus cuarenta y pico años, me imagino que debía de ser todo un bellezón cuando conoció a Max. Cuando se lo digo, vuelve a soltar su risotada antes de mirarme fijamente con ojos brillantes. «A Max le gustan las personalidades fuertes, y desaprueba la debilidad. Muy a menudo, una cara bonita puede confundirse con cualquiera de las dos cosas». Se niega a entrar en detalles, limitándose a servirme más vino rosado cuando volvemos a la terraza.

Y ¿qué hay de los rumores de que el año pasado se suspendió la producción de su primera serie debido a un problema con el alcohol? Daphne solo da un sorbito a su vino de vez en cuando, y escoge con cuidado sus palabras. «Es algo habitual en esta industria: el estrés del oficio combinado con el goce de tomarse un trago al acabar la jornada, y lo uno puede desencadenar lo otro. Hubo un incidente, y se hizo una montaña de un grano de arena. Desde entonces he reducido el consumo de alcohol, pero para mí comer sin vino no es comer».

La remota ubicación de Barnsley House, en un litoral espectacular aderezado por una serie de playas rocosas, resulta muy atractiva para todos aquellos que quieren escapar de la rutina. La sensación de que estamos en el fin del mundo es agradable para una visita, pero la vida aquí debe de ser muy solitaria. Sin embargo, Daphne no está de acuerdo. «Podría vivir aquí el resto de mis días. No paran de invitarme a Londres para que asesore o cocine en todo tipo de eventos, pero yo soy feliz aquí, tengo todo lo que necesito».

Dicho esto, muerde la punta de un haba y la escupe al huerto, apretando los espléndidos brotes verdes para que los vea. «¿Te das cuenta? ¿Qué más podría desear?». Razón no le falta, Barnsley House es lo más parecido que hay al paraíso.

Para más información, visite barnsleyhousehotel.co.uk. La autora fue invitada por la Junta de Turismo del West Country.

 

 

ESTABA REFLEXIONANDO sobre lo que acababa de leer cuando oí que se detenía un coche en la entrada. Borré a toda prisa el historial de búsquedas y cerré las pestañas. Desde la ventana veía a mi padre saliendo del Uber, sonriendo al conductor, para después sujetarle la puerta a Fleur. La sonrisa se le borró nada más ver su coche aparcado debajo del árbol. Incluso desde la casa pude ver que la savia pegajosa que tanto detestaba ya le había dejado el techo hecho un asco, y lamenté al instante mi impulsiva decisión de dejar allí el coche.

Mi padre, que me había ayudado a superar el año anterior. Que me había apoyado mientras el resto del mundo me llamaba mentirosa, y con razón. Que había removido cielo y tierra para conseguirme un trabajo con unos viejos amigos, un trabajo en el que, francamente, suerte tendría si llegaba al final del periodo de prueba de tres meses.

Algo me decía que aquella noche no era el momento de sacar a relucir la carta; el instinto me decía que ni siquiera la mencionase.

Llevada por un impulso —¿qué iba a ser si no?— volví corriendo al escritorio de mi padre y abrí la pequeña caja fuerte de debajo de la silla. El código seguía siendo el cumpleaños de mi madre, siempre lo había sido; simplemente, no había tenido que utilizarlo antes.

Mil novecientos sesenta y ocho. El verano del amor. Protestas estudiantiles en París. Y mi madre, viniendo al mundo en medio de la nada. En Barnsley House. Me pregunté si su vida habría transcurrido por distintos derroteros de haber nacido en otro lugar.

El interior de la caja fuerte estaba oscuro, y no me daba tiempo a encender la luz. Mi padre y Fleur habían subido ya las escaleras de la entrada.

—¿Tanto le cuesta meter el coche en el garaje?

—Andaría distraída…

Fleur debía de esta harta de dar la cara por mí.

—Lo hace adrede. Es una puñetera desagradecida.

«¡Con todo lo que he hecho por ella!», me adelanté para mis adentros, metiendo la mano hasta el fondo de la caja mientras, en efecto, oía a mi padre pronunciar estas mismas palabras al otro lado de la ventana.

Llamaron con insistencia al timbre. Las llaves de papá estaban en el vestíbulo. Como era de esperar, mis hermanastras guardaron el más absoluto silencio. A estas alturas, Ophelia seguramente se habría dormido en el sofá y Juliet estaría fuera, hablando por el móvil. Por fin, cerré los dedos en torno al librito azul, que estaba casi nuevo y tenía los bordes rígidos por falta de uso. Cerré de un portazo la caja fuerte y volví a colocar la silla en su sitio.

—¡Miranda!

Sonaba enfadado. Salí corriendo a la puerta y medio tropecé con la alfombra a la vez que mi móvil empezaba a sonar sobre el escritorio, donde lo había dejado.

Mi padre me había escondido el pasaporte en la época más terrible de mi tormento. Temía que me diese a la fuga. Pero yo siempre había sabido dónde lo había metido; sencillamente, no tenía adónde ir. Me lo metí en la cinturilla de las mallas mientras abría el pestillo de la puerta de la calle. Por si acaso. En el último momento, también me guardé allí la carta.

5

 

 

 

 

 

MI PADRE NO ENTRÓ inmediatamente. Fleur y él estaban discutiendo en voz baja sobre algo que no pude distinguir a pesar de que estaba al otro lado de la puerta, callada y conteniendo la respiración mientras me preguntaba si me daría tiempo a ir a por el móvil. Habían criado juntos a tres hijas, de manera que estaban muy versados en estas lides. También yo había practicado la escucha durante muchos años, aunque sin éxito porque mis oídos no desempeñaban mucho mejor su función que mis ojos a pesar de haber comido tantos plátanos durante años. #potasio#oyeoye#bienestar.

La cosa no pintaba bien. Si mi padre estaba medianamente enfadado, pronunciaría el nombre de la hija culpable nada más abrir la puerta de la calle. Convocada de esta manera, la hija aparecía, ligeramente cauta pero tan pancha porque sabía que cuando la infracción era grave primero había que pasar por una charla con Fleur. Se hablaba de los motivos y del carácter de la infractora y al final se acordaba un castigo, todo ello en voz muy baja. Una orden de comparecencia es en sí misma una especie de indulto.

Soy una mujer adulta, y sé que esto funciona así. Debería haber guardado el coche. Debería haber apartado los cubos. No debería haber sido tan perezosa ni haber hecho caso a unas adolescentes. Hacer caso a adolescentes ya me había traído problemas en ocasiones anteriores.

Decidí arriesgarme. Sabía por experiencia que estas conversaciones podían durar bastante. Volví corriendo al despacho y agarré mi móvil.

—¡Miranda!

Pegué un bote. Había estado tan atenta a oír ruidos suaves que no estaba preparada para los fuertes. El pasaporte se me resbaló de la cinturilla casi sin que me diera cuenta, lo cual me sorprendió porque últimamente me estaba muy apretada.

—¿Papá?

La puerta se abrió más. Me quedé paralizada en medio de la habitación. Demasiado tarde para fingir que estaba haciendo otra cosa. La mano se me fue instintivamente al colgante de oro rosado que llevo al cuello, una reliquia familiar heredada de mi madre. Nunca me la quito, a pesar de que cuelga mucho y me molesta cuando corro. O me molestaba cuando aún salía a correr.

—¿Qué haces aquí? —vociferó mi padre.

La pregunta salió como catapultada; ni le dio tiempo a pensar las palabras. Una de sus numerosas normas: prohibido merodear por su despacho.

—Nada… Consultando una cosa en tu ordenador, nada más.

Con suerte, la habilidad de mi padre con los ordenadores seguiría siendo igual de rudimentaria que siempre. El año anterior me había sorprendido al contratar a un informático para que tapase historias negativas que salían de mí en la red con una serie de historias más recientes y positivas…, lo cual no sirvió de nada, dicho sea de paso. Dice un viejo refrán que «la nata siempre acaba flotando en la superficie», y puede que tuviera sentido en los tiempos en los que la gente tenía una vaca en el patio trasero, pero en el ciberespacio es, sencillamente, falso. Los residuos aguachinados, todo lo que no tiene ni sabor ni consistencia, es lo que permanece en los tiempos que corren.

En fin, el caso es que no quería que supiera que había estado buscando Barnsley House en su ordenador.

—Quiero hablarte de otra cosa.

Miré por la ventana; el coche ya estaba cubierto de aquella savia pegajosa que tanto le repateaba. Fleur había desaparecido por la otra punta de la casa. Había vuelto a decepcionarles y no quería estar presente para constatarlo.

—El coche. Lo siento.

Papá miró por la ventana y le cambió la cara. Relajó un poco los hombros, como si la batalla para la que se estaba preparando se hubiera cancelado de repente. Exhaló un sonoro suspiro. Cuando habló, su voz sonó cansada. Ya fuera por el exceso de carbohidratos o por el barolo, estaba agotado.

—Ya te he pedido otras veces que metas el coche en el garaje, Miranda. Al cabo de unas horas, la savia causa estragos en la pintura.

Quise decir que era culpa de Ophelia, que necesitaba ir al baño urgentemente, y que pensaba salir a cambiarlo de sitio, pero incluso a mí me sonó como una sarta de excusas mezquinas. Por la voz de papá, noté que estaba harto de mis excusas.

—Perdona. Mañana por la mañana lo llevo a lavar.

Cincuenta dólares. Eso costaba el único túnel de lavado por el que permitía papá que pasara su coche. Cincuenta dólares eran un buen pellizco de mi sueldo actual.

—¿Qué has hecho con la carta?

Estaba tan enfrascada en lo del lavado del coche que no vi venir la pregunta.

—¿Qué carta? No he visto ninguna carta…

No sonaba convincente bajo ningún punto de vista; desde luego, no bajo el mío.

—¡No me mientas, Miranda! Estoy harto de tus mentiras.

Papá avanzó hacia mí, y por un momento, solo un momento, pensé que esta vez me había pasado de la raya. Con todo lo que habíamos sufrido juntos, nunca había reaccionado así.

Di un paso atrás y me choqué con el escritorio. Me tenía arrinconada. El impacto del escritorio contra mi cuerpo le hizo volver en sí, y suspiró. Un suspiro largo y lleno de frustración.

—Miranda.

Me tendió la mano, esperando que me diera por vencida.

De modo que eso hice. Me saqué la carta de la cinturilla de las mallas, la agarró y se la guardó en el fondo del bolsillo sin echar siquiera una ojeada a su contenido.

—Sé lo que estás pensando, Miranda.

Me impresionó, porque ni yo sabía qué estaba pensando. Lo único que sabía era que había encontrado una carta en la que una persona de mi familia a la que no conocía de nada pedía ayuda. Que llevaba toda la vida esperando tener noticias de alguien de Barnsley, fuera quien fuera. Que en estos momentos estaría bien ser útil. Empezar de cero. Aunque yo no lo llamaría «pensar». «Pensar» es una palabra demasiado precisa para el torbellino de emociones que estaba experimentando.

—Bueno, ¿y qué estoy pensando?

—Que esta podría ser una manera de huir de todos tus problemas.

Me imaginé a mí misma en el aeropuerto. Equipaje de mano solamente. Despidiéndome con la mano de mi padre y de Fleur en la puerta de embarque, los dos con lágrimas en los ojos. Mejor aún, me imaginé mi llegada a Heathrow. Una gran familia recibiéndome. Un tío anciano, una pandilla de adolescentes simpáticos. Un perro lobo grandullón y desgreñado. ¿En un aeropuerto? Bueno, a fin de cuentas era una fantasía.

—Pero si la semana que viene empiezo un trabajo nuevo…

Esperaba que la frase me saliera con más convicción de la que sentía.

—Ya.

—No tengo dinero.

—Ya.

—No conozco de nada a esta chica.

—No.

—No tengo ninguna obligación con ella. Le envió esa carta a mi madre. Ni siquiera sabe que existo.

Papá parecía receloso.

—¿Y sabe que existo yo? —preguntó.

La casa estaba en silencio, como si estuviera conteniendo la respiración a la vez que yo. Fuera, el chico de la casa de al lado estaba botando un balón de baloncesto a un ritmo constante, tan solo interrumpido por golpetazos descompasados contra el tablero. Mi padre solía soltar suspiros de exasperación por esta incesante banda sonora vespertina, pero esta vez no pareció ni darse cuenta. Lo que sí que hizo fue retroceder para cerrar con cuidado la puerta del estudio, como si no se hubiera fijado en lo ensimismadas que estaban Ophelia y Juliet y lo poco que podía interesarles nuestra conversación.

—Tu madre y yo intentamos mantener la relación con ellos. Les enviamos fotos cuando naciste. Al morir tu madre, me puse en contacto con su hermano. ¿Y sabes cuál fue la respuesta? Una carta de un abogado.

Vaya. Conocía bien esa sensación. Mi padre se frotó los ojos. La euforia provocada por el vino de la cena se había desvanecido, dejándole desinflado.

—¿Qué decía?

Intenté ignorar la abrumadora desilusión que se iba apoderando de mí. Intenté olvidar los años que estuve pensando que podría llegarme una carta de la familia de mi madre. Que tenía que haber alguna razón de peso para que no se hubieran puesto en contacto conmigo. Por la cara que había puesto mi padre, tampoco parecía que esta carta pudiera ser la que llevaba yo esperando todos estos años.

—Poca cosa. La típica jerga de los abogados. Que ni tu madre ni ninguno de sus descendientes tenía derecho a reclamar la heredad de Barnsley.

—¿Nada más?

—Supuse que sería por lo que pasó con tu madre cuando se marchó. Pero ahora no sé si el abogado lo sabría siquiera.

—¿Qué pasó?

Mi padre movió la cabeza. No dijo ni pío, como cuando le preguntaba de niña por mi madre y su familia. Se acercó al aparador y se sirvió un whisky en uno de los vasos de cristal impecablemente colocados por Fleur.

—¿No será peligroso beberse eso?

En todos los años que llevaba allí el whisky, había dado por supuesto que solo estaba de adorno. Uno más de los toques personales de Fleur. De hecho, hasta ese momento no había estado cien por cien segura de que no fuera un producto de limpieza. A juzgar por la mueca que hizo mi padre, tampoco él.

—En fin, lo que intento decirte es que no sé qué plan disparatado te traes entre manos, pero allí no hay nada para ti. Y te conozco mejor de lo que te conoces tú misma… Aunque aún no se te haya ocurrido, en algún momento de las próximas veinticuatro horas, más o menos, volverás a acordarte de esta carta que tengo en el bolsillo y pensarás que quizá, solo quizá, deberías implicarte.

—No estaba…

Mi padre levantó la mano que sostenía el vaso enérgicamente, y una pizquita de whisky le salpicó. Me quedé mirando la gotita, cualquier cosa antes que cruzar la mirada con él; no me veía capaz de disimular la emoción.

—Hay cosas, personas, a las que más vale dejar en el pasado. Puede que pienses que es buena idea acercarte hasta allí a ver qué puedes hacer para ayudar. Que puedes compensar lo… —Vaciló—. Que puedes arreglar las cosas para todos. Que puedes hacer algo excepcional. Pero Miranda —y esta vez me miró fijamente y no tuve más remedio que sostenerle la mirada—, ya es hora de que madures. Ya es hora de que aceptes que la vida es vulgar y corriente.

Y entonces supe que se equivocaba. Sabía que estaba destinada a hacer algo importante. Sí, de acuerdo, había empezado con mal pie un par de veces. Sí, había cometido unos cuantos errores. Pero si algo me había enseñado mi madre, era que la vida no tenía por qué ser vulgar. Yo no tenía por qué ser vulgar y corriente.

El día que mi madre y yo habíamos mantenido la conversación yo era muy pequeña, pero mi madre había estado muy insistente. La cadena con el colgante era una parte de mi madre, su esencia; se la había quitado en la bañera y, al agacharme para que me la pusiera, el agua caliente me había caído por el cuello y por debajo de la chaqueta del colegio. No sabía que era un regalo de despedida, que las palabras que pronunció aquel día eran un legado muy calculado. Que ya debía de saber lo enferma que estaba.

—Esto era de mi madre. Y ahora te lo doy yo a ti. Es un recordatorio de mi lugar de origen. De tu lugar de origen. —Paró a coger aire, no sé si debido a su enfermedad o a que siempre había sido aficionada a las pausas dramáticas—. Barnsley House.

Seguí esperando mientras estudiaba de cerca el collar. Aunque siempre había colgado de su cuello, ahora era mío, y cada curva de los preciosos eslabones dorados me pertenecía. Mis dedos recorrieron las iniciales grabadas en la placa:

 

P.G.

 

No tenía sentido. Mi abuela se llamaba Beatrice, el mismo nombre que mi madre había decidido ponerme de segundo: Miranda Beatrice Courtenay.

—El lugar más hermoso del mundo —dijo, recorriendo con una mirada desdeñosa su actual entorno. Aún no se había hecho la reforma del cuarto de baño, y, aunque mi madre se había esforzado por mejorarlo con una bañera de patas de garra de segunda mano, las tablas del suelo no tenían aún la moqueta y el papel pintado se había despegado en algunas zonas. En muchas, más bien—. Algún día puede que vayas allí.

Cerró los ojos.

—¡Barnsley es precioso! Precioso… Es magnético. Tiene algo que atrae a la gente. A la gente especial. —Abrió los ojos de par en par y me miró fijamente—. Gente como tú y como yo.

—¿Quién es P.G.? —pregunté, contenta de que me prestase atención. Le enseñé la plaquita, pero desvió la mirada y cambió de tema.

—¡Ah, la casa de las novias…!

Por aquel entonces yo era demasiado pequeña para conocer o comprender la mitología de Barnsley House. Lo único que sabía era que La casa de las novias era el libro de mi madre. El libro. La casa de las novias era ella.

—Sarah… Gertrude… Elspeth… En esta familia ha habido mujeres increíbles. —Mi madre se incorporó, el agua le caía a chorros por el cuerpo. Miré hacia otro lado para proteger su intimidad, pero me agarró la mano y me obligó a mirarla. Intenté no fijarme en lo huesudos que tenía los dedos, en la fragilidad de aquel cuerpo que tan fuerte había sido—. Prométemelo, Miranda. Prométeme que no serás una persona vulgar y corriente —dijo con una leve mueca de desprecio—. Prométeme que tú también serás una mujer increíble.

Al acordarme, se me puso la piel de gallina. Alguien gritó en la casa de al lado y un balón de baloncesto botó con fuerza calle abajo antes de estamparse con un golpe sordo contra el capó del coche de mi padre; una milésima de segundo después, la alarma del coche taladró el silencioso aire nocturno. Nos quedamos mirándonos un momento, como si unos segundos más pudiesen despejar el ambiente entre nosotros y hacer que desaparecieran por arte de magia la decepción y las penas del último año. Finalmente, mi padre suspiró y se dio media vuelta para marcharse. Le oí coger las llaves del coche del platito del vestíbulo, y luego, de repente, volvió a asomar la cabeza por la puerta.

—Grant and Farmer, Miranda. El lunes que viene. Sin excusas.

Y salió de casa dando un portazo.

6

 

 

 

 

 

AL FINAL, fue la vergüenza la que me hizo reaccionar. Dicen que no se puede huir de los problemas, pero sí que se puede. Basta con encontrar un lugar como Barnsley, con una conexión a Internet poco fiable y unas personas tan ensimismadas que les traiga sin cuidado lo que pueda estar haciendo el resto del mundo. Me asombró toparme con gente que ni sabía ni le importaba lo que estaba sucediendo en Instagram y en las redes sociales. Era justo lo que necesitaba.

De todos modos, no fue la carta lo que me dio el último empujón, a pesar de lo que dijo mi padre aquella noche en el estudio. Por entonces, yo no tenía ningún plan. Pero puede que se plantase la semilla, y que lo único que hiciera falta fuese que alguien la alimentase. Al final, fue una mujer a la que ni siquiera conocía la que me hizo tocar fondo. Una desconocida. Fue una de las pocas personas que me dijeron algo a la cara. La mayoría se escondía detrás de sus perfiles de Twitter o intentaba suavizar el golpe de lo que escribía con hashtags interminables: #auténtica#farsante#bienestar.