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Benito Pérez Galdòs

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La casa de Shakespeare; Portugal; De vuelta de Italia

Benito Pérez Galdós

Índice

Cubierta

Portada

Preliminares

La casa de Shakespeare; Portugal; De vuelta de Italia

LA CASA DE SHAKESPEARE

PORTUGAL

DE VUELTA DE ITALIA

Acerca de esta edición

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LA CASA DE SHAKESPEARE

I

¿Por dónde voy a Stratford?—La estación de Birmingham

Siempre que visité a Inglaterra tuve deseos vivísimos de hacer una excursión a Stratford-on-Avon, patria de Shakespeare. Unas veces por falta de tiempo, otras por distintas causas, ello es que no pude realizar mi deseo hasta el pasado año. Por fin, en Semptiembre último pisé el suelo, que no vacilo en llamar sagrado, donde están la cuna y sepulcro del gran poeta. Desde luego afirmo que no hay en Europa sitio alguno de peregrinación que ofrezca mayor interés ni que produzca emociones tan hondas, contribuyendo a ello, no sólo la grandeza literaria del personaje a cuya memoria se rinde culto, sino también la belleza y poesía incomparables de la localidad.

la mayor parte de los nombres son ingle-

Si en Inglaterra Stratford es un lugar de peregrinación muy visitado, pocos son los viajeros del continente que se corren hacia allá. En los voluminosos libros donde firman los visitantes, he visto que ses y norte-americanos; contadísimos los de franceses e italianos, y españoles no vi ninguno. Creo que soy de los pocos, si no el único español, que ha visitado aquella Jerusalem literaria, y no ocultaré que de ello me siento orgulloso rindiendo este homenaje al gran dramaturgo, cuyas creaciones pertenecen al mundo entero y al patrimonio artístico de la humanidad.

Y no crean mis lectores que ir a Stratford es obra tan fácil, aún hallándose en Inglaterra. La superabundancia de comunicaciones viene a producir el mismo efecto que la falta de ellas.

No conozco confusión semejante a la que se apodera de un viajero instalado en cualquier ciudad inglesa cuando coge el “Bradshaw” o Guía de ferrocarriles, y trata de investigar en sus laberínticas páginas el camino más corto y más breve para trasladarse de un confín a otro de la Gran Bretaña. El libro de los Vedas es un modelo de claridad en comparación del voluminoso “Bradshaw”. Si quisiéramos dirigirnos por cualquiera de las tres grandes líneas o redes que partiendo de Londres cruzan toda la isla, a saber, el “Uorth-Western”, el “Midland” y el “Great-Northern”, la tarea no es en extremo difícil; pero si intentamos buscar direcciones transversales por las infinitas ramas que enlazan estas líneas unas con otras y con las secundarias, vale más renunciar a indagar el camino, y confiarse al acaso, entregándose a las peripecias de un viaje de aventuras, y a la buena fe de los empleados del ferrocarril.

Verdadera maravilla de la ciencia y de la industria es la muchedumbre de trenes que ponen en movimiento todos los días de la semana, menos los domingos, las Compañías antes citadas, y además las del “Great Western” y “Great Eastern”, y la fácil exactitud con que las estaciones de empalme dan paso a tan enorme material rodante sin confusión ni retraso. La velocidad, acortando distancias, desarrolla en aquel país hasta tal punto la afición a los viajes, que toda la población inglesa parece estar en constante movimiento. Se viaja por negocio, por hacer visitas, por hablar con un amigo, por ir de compras a una ciudad próxima o lejana, por pasear y hacer ganas de comer.

Hallábame en Newcastle, y nadie me daba razón de la vía más breve para visitar “the home of Shakespeare”. Una rápida inspección del mapa simplificó la dificultad, pues viendo que Stratford está cerca de Birmingham, a esta ciudad había que ir por lo pronto. Después, Dios diría. Entre Newcastle y Birmingham, el viaje es entretenidísimo, pues se pueden admirar las catedrales de Durham y York, y después se atraviesa una de las comarcas industriales más interesantes, la del Hallamshire, donde está Sheffield, la metrópoli de los cuchillos. Sin detenerme recorro esta región contemplando la inmensa crestería de chimeneas humeantes que por todas partes se ve, y llego a Birmingham, ciudad populosa, una de las más grandes, ricas y trabajadoras de Inglaterra. Un poco más alegre que Manchester, se le parece en la animación febril de sus calles, en la negrura de sus soberbios edificios, y en la muchedumbre y variedad de establecimientos industriales.

¿En qué parte del mundo, por remota y escondida que sea, no se habrá visto la marca de esta ciudad aplicada a cualquier objeto de uso común y ordinario? La universalidad, la variedad y el cosmopolitismo de la industria de Birmingham se expresan muy bien en un elocuente párrafo de la obra de Burrit, “Paseos por el país negro”. Dice así:

“El árabe come su alcuzcuz con una cuchara de Birmingham; el pachá egipcio ilumina su harem con candelabros de cristalería de Birmingham; el indio americano se bate con el rifle de Birmingham, y el opulento rajah del Indostán decora su mesa con los cobres de Birmingham; el audaz ginete que recorre las estepas de Sud-América espolea su caballo con un acicate de Birmingham, y el negro antillano corta la caña de azúcar con su hacha de Birmingham... etcétera.”

No copio más porque es el cuento de nunca acabar, semejante al de las cabras de Sancho.

La estación de esta gran metrópoli industrial es de tal magnitud, y hay en ella un vaivén tan vertiginoso de trenes, y gentío tan colosal, que no extrañaría yo que perdiera el sentido quien desconociendo la lengua y las costumbres, se viera obligado a indagar en aquel laberinto una dirección cualquiera.

“¿En qué plataforma se toma billete para Stratford?”

Esta es la pregunta que se ve obligado a hacer el peregrino shakesperiano en la ingente estación de Birmingham.

No se crea que tal pregunta es contestada fácilmente. Muchos empleados no saben cual es el camino de Stratford, y lo más que hacen es informar con incierto laconismo: “Es de la otra parte”. Y recorra usted otra vez los puentes que comunican las inmensas naves por encima de las vías. Después pase usted por un túnel abierto debajo de otras, hasta llegar a las plataformas del costado Sur, y allí, échese a correr a lo largo del interminable andén.

Por fin, hay quien dé informes exactos de la vía que se debe tomar, del sitio donde está el “booking-office” o despacho de billetes, y de la hora del tren. Gracias a Dios, ya tengo en la mano el billete para Stratford; tomo asiento en un coche; el tren marcha. Mil y mil veces gracias al Señor.

II

Stratford al fin :: Shakespeare’s Hotel

Llego por fin a una comarca totalmente distinta de la Inglaterra de Birmingham, Manchester y Leeds. Han desaparecido las chimeneas, han huido aquellos fantasmas escuetos que se envuelven en el humo que vomitan, y que agobian el espíritu del viajero con su negrura satánica. Penetro en un país risueño, más agrícola que industrial, impregnado de amenidad campestre. No más fábricas, no más industria. La negra pesadilla se disipa, y el humo, que todo lo entristece, se va quedando atrás. Recorro un ramal del “Midland”, que enlaza esta gran red con la no menos importante del “Great Western”, y entramos en la provincia de Warwiek o Warwichshire, una de las más pintorescas de Inglaterra, y además ilustrada con interesantísimos recuerdos históricos.

Paso junto al célebre castillo de Kenilworh, parte en ruinas, que da nombre a una de las más afamadas novelas de Walter Scott. Perteneció aquella magnífica residencia al conde de Leicester, favorito de la reina Isabel, en honor de la cual se celebraron ruidosas y espléndidas fiestas. Omito la descripción de esas hermosas ruinas, así como la del castillo de Warwick, que me apartaría de mi objeto, y sigo en busca de la casa del poeta. ¡Kenilworth Leicester, Isabel! todo esto ha pasado, mientras que Shakespeare vivirá eternamente, y su humilde morada despertará más curiosidad e interés que todos los palacios de príncipes y magnates.

La impresión de descanso y de paz que produce en el ánimo del viajero este ameno y poético rincón de Inglaterra vale las penas y contrariedades del extraviado viaje. La campiña es deliciosa y revela las mayores perfecciones y progresos de la agricultura. Por fin el ramal de Midland enlaza con un ferrocarril puramente local, tranquilo, y más parecido a los nuestros que a los ingleses, porque no hay en él ni el vértigo ni la velocidad de las redes centrales de la isla, ni en las estaciones desmedida aglomeración de pasajeros.

Por fin llego a la estación y al pueblo de Stratfort, que es una villa de diez mil habitantes.

En la estación, lo mismo que en nuestras ciudades provincianas, hay un ómnibus que recoge a los viajeros y los va dejando en las casas o en las fondas. Es de noche. Todo en este simpático pueblo respira tranquilidad, bienestar y costumbres puramente campestres. El que sale de las populosas ciudades industriales para venir aquí, cree entrar en la gloria. Los nervios descansan del infernal ruido y de las impresiones rápidas y múltiples que constantemente recibimos en los grandes centros urbanos. La imaginación es la que no descansa, antes bien se lanza a los espacios ideales, representándose el tiempo en que vivía la eximia persona cuya sombra perseguimos en aquella apacible y poética localidad. No podemos separar al habitante de la morada, y nos empeñamos en trasladar ésta a los tiempos de aquél, o en modernizar al poeta para hacerle discurrir con nosotros por las calles, hoy alumbradas con gas, de su querida y placentera villa.

Dos hoteles hay en la patria de Shakespeare que merecen especial mención. Uno es el Mamado “Red Horse”, célebre porque en él escribió Washington Irving sus impresiones de Stratford; el otro, llamado “Shakespeare’s Hotel”, ofrece la particularidad de que los cuartos están designados con los títulos de los dramas del gran poeta. El que a mí me tocó se denominaba “Love’s Labours Lost”, y a la derecha mano vi “Hamlet”, y más allá, en el fondo de un corredor oscuro y siniestro, “Macbeth”.

La posada pertenece al género patriarcal, sin nada que lo asemeje a esas magníficas colmenas para viajeros que en Londres se llaman el “Metropolitan” y en París el “Gran Hotel”. Es más bien una de aquellas cómodas hosterías que describe Dickens en sus novelas, y de las cuales habla también Macaulay en su hermosa descripción de las transformaciones de la vida inglesa. Todo allí respira bienestar, “confort”, tranquilidad y aseo. El estrepitoso y chillón lujo de los hoteles a la moderna no existe allí. La escalera, de nogal antiguo ennegrecido por el tiempo; los muebles, relumbrantes de limpieza, revelan la domesticidad, la confianza, la vida de familia. Huéspedes y patrones viven en apacible concordia. La mesa es abundante y poco variada, el “roastbeef” excelente, el té magnífico, y luego vengan tostadas, “bacon”, huevos escalfados, ensaladas, patatas cocidas, y todo lo demás que constituye la sobria culinaria británica. La cerveza y la mostaza completan el buen avío. Para mayor encanto, el interior de aquel hernioso cuarto que lleva el título (estampado con claras letras en una tabla sobre la puerta) de “Love’s Labours Lost”, ofrece comodidades que en vano buscaríamos en los más aparatosos hoteles del Continente. Basta decir que las camas inglesas, grandes", mullidas, limpias como los chorros del oro, son las mejores del mundo, y que el ajuar de tocador que las acompaña no tiene rival. El dueño de la casa (y ésta revela en su interior una respetable antigüedad), queriendo sin duda que sus huéspedes se empapen bien en las ideas e imágenes shakesperianas, ha llenado el edificio, desde el portal hasta el último cuarto, de cuadros y estampas colocadas en vistosos marcos, todos de asuntos de los dramas del poeta. Cuanto ha producido el buril en el siglo pasado y en el presente, allí se encuentra. Hay grabados hermosos y otros deplorables. El viajero que pasa la noche allí, se ve acosado por la turba de ilustres fantasmas.

Se los encuentra en su alcoba, en el comedor y hasta en el cuarto de baño. Aquí “Lady Macbeth” lavándose la mano; más allá “Catalina de Aragón” reclamando sus derechos de reina y esposa, o el “Rey Lear”, de luenga barba, echando maldiciones contra el cielo y la tierra. Por otra parte el fiero “Gloucester”, de horrible catadura; el vividor “Falstaff”, panzudo y dicharachero; más lejos el judío “Shylock” ante el tribunal presidido por la espiritual “Porcia”. No faltan Antonio discurriendo ante el cadáver de César, ni “Kaliban” y “Ariel”, seres imaginarios que parecen reales; “Romeo” ante el alquimista; “Julieta” con su nodriza, “Ofelia” tirándose al agua; en fin, todas las figuras que el arte creó, y la humanidad entera ha hecho suyas, reconociéndolas como de su propia sustancia.

En el comedor del hotel encuentro tipos de los que Dickens nos ha hecho familiares. La raza inglesa es poco sensible a las modificaciones externas impuestas por la civilización. En algunos he creído encontrar aquella casta de filántropos inmortalizada por el gran novelista, y les he mirado las piernas esperando ver en ellas las polainas de Mr. Picwick.

Después de una noche de descanso en la cómoda vivienda en compañía de las imágenes trágicas que decoran las paredes de la habitación, la claridad del día nos permite hacer un reconocimiento de la villa, la cual es pequeña, pues sólo tiene quince o veinte calles y revela un perfecto orden municipal. Ya quisieran nuestras presumidas capitales del Mediodía tener una administración local que se asemejase a la de aquella aldea, situada en un rincón de Inglaterra. Los servicios municipales son allí tan esmerados como en los mejores barrios de Londres. Basta dar un paseo por las calles de, Stratford, paseo en el cual no se emplea més de media hora, para comprender que nos hallamos en un pueblo donde las leyes reciben el apoyo y la sanción augusta de las costumbres. La civilización tiende a la uniformidad y bajo su poderoso influjo hasta las más remotas aldeas toman las apariencias de ciudades populosas. En Stratford se encuentran tiendas tan bellas como las de Londres, y el vecindario que discurre por las calles tiene el aspecto de la burguesía londonense. Por ninguna parte se ven los cuadros de miseria que suelen hallarse en las ciudades industriales ni las turbas de chiquillos haraposos, tiznados y descalzos que pululan en los docks de Liverpool o en el “Quayside” de Newcastle. El bienestar, la comodidad, la medianía placentera y sin pretensiones se revelan en las calles de Stratford. Es algo como el olor de la ropa planchada que brota de la patriarcal alacena en esas casas de familia, más bien de campo que de ciudad, donde reinan el orden tradicional y la economía que se resuelve en positiva riqueza.