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Cuando Chiaki se entera de que su antigua casera acaba de fallecer, decide asistir al funeral. Y esa última visita a la anciana le devuelve a su infancia a través de unos recuerdos en los que se entrelazan la muerte de su padre, los viajes sin rumbo de su madre, una casa protegida por un enorme álamo, un niño que sabe escuchar, una joven que arroja comida a los gatos desde las ventanas... Y sí, la casera: esa mujer huraña con cientos de cartas en un cajón y el deber de llevárselas a los muertos en cuanto fallezca. La Casa del Álamo es una sorprendente novela que reconcilia el dolor de la pérdida con la esperanza de lo venidero.
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Seitenzahl: 183
Veröffentlichungsjahr: 2024
Título original: Popura no Aki
© de la obra: Kazumi Yumoto, 1997
Publicado por primera vez en Japón por SHINCHOSHA Publishing Co., Ltd. Tokio, en 1997
El acuerdo por la cesión de los derechos para la traducción al español
se ha cerrado con Kazumi Yumoto a través del Japan Foreign-Rights
Centre / Ute Körner Literary Agent, S.L.
www.uklitag.com
© de la traducción: Rumi Sato, 2017
© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.
c/ Medea, 4. 28037 Madrid
www.nocturnaediciones.com
Primera edición en Nocturna: noviembre de 2024
ISBN: 978-84-19680-80-8
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
LA CASA DEL ÁLAMO
1
—¿Qué te pasa? No pareces muy animada. ¿Has cenado ya? Espera, tengo algo que contarte. Acabo de recibir una llamada de la señorita Sasaki. Sí, la mujer de la Casa del Álamo.
Mientras escucho a mi madre hablar al otro lado de la línea, se me vienen a la cabeza los años que viví en ese lugar. Y, de pronto, se me ocurre: «Ah, eso es que la anciana ha muerto».
Me refiero a la casera del apartamento donde residimos mi madre y yo durante tres años. Mi padre murió cuando yo tenía seis. Un poco más tarde, dejamos nuestro hogar y nos mudamos a uno de los tres apartamentos de la «Casa del Álamo» que la anciana alquilaba. La señorita Sasaki, la mujer que ha contactado con mi madre, también estaba allí de inquilina.
—Cuando fue a verla por la mañana, no respondió nadie. Parece que murió mientras dormía.
—¿Por la mañana?
—Sí, esta mañana.
Respiro hondo. Si ha sido esta mañana, aunque su alma hubiera venido a mi cabecera para despedirse, estaría dormida; no habría advertido su presencia. Por alguna razón, cuando logro conciliar el sueño gracias a las pastillas, tengo terribles pesadillas. Anoche soñé que era el cadáver de un enorme pez que habían arrojado a un suelo de hormigón inundado. Es un sueño recurrente.
—¿Qué edad tenía? —pregunto.
—Noventa y ocho años. Una buena manera de morirse, ¿verdad?
Lo que significa que tenía ochenta cuando vivíamos allí. Sin embargo, me prometió, cuando yo tenía siete años, que trataría de mantenerse con vida hasta que me hiciera mayor. Resulta que ha cumplido fielmente su palabra.
—… y la señorita Sasaki me ha dicho que llamaba porque hay unas cartas.
—¿Unas qué?
—Car-tas —repite en voz baja, marcando las sílabas.
—¿Eso te ha dicho?
—Sí —afirma, pero enseguida cambia de tema—: ¿Quieres que mandemos flores…?
Tenía diez años cuando mi madre decidió casarse de nuevo y nos marchamos de la Casa del Álamo. Desde entonces, ninguna volvimos a ver a la señora, pero le escribimos varias veces, por supuesto, e incluso le enviamos fotos en alguna ocasión. En cualquier caso, sé con certeza que la señorita Sasaki no se refería a ese tipo de cartas. Son las que le confié a la casera cuando tenía siete años, las que guardaba en un cajón de su cómoda negra. Así que las ha conservado durante todo este tiempo…
—Envía las flores tú, mamá.
—¿Cómo?
—Yo iré al funeral. No tardo nada en avión.
—¿Vas a faltar al hospital? ¿Estás segura?
Hace casi un mes desde que dejé mi trabajo de enfermera; aún no se lo he contado.
—No te preocupes por eso.
—No estoy preocupada. —Después de un breve silencio, añade—: Siempre tomas tus propias decisiones sin consultar a nadie…
—Así es.
—Bueno…, dale recuerdos de mi parte a la señorita Sasaki.
—Descuida.
Tras colgar, permanezco ensimismada durante un rato. Me doy cuenta de la gran distancia que me separa de la casera y de la Casa del Álamo, del jardín con su gran árbol, de todo lo que me gustaba entonces sin saber por qué. Es como si aquellos tres años que pasé allí hubieran sido un sueño.
Preparo una maleta con una muda, las cosas de aseo y una bolsa de papel llena de medicamentos, y cierro la cremallera con brusquedad. Es absurdo llevarme todos los somníferos para un viaje de uno o dos días, pero, al mismo tiempo, otra parte de mi cerebro me recuerda: «En realidad, no debe de ser tan absurdo si no dejas de pensar en eso». Sacudo la cabeza. No sé qué pasará después, pero sí sé que, al menos esta noche, no me convertiré en un pez muerto. Y mañana tomaré un avión para despedirme de ella. Es lo que tengo que hacer.
Me meto en la cama y, despacio, cierro los ojos. Oigo el susurro de las hojas del álamo, que me proponen: «Hablemos. Hablemos». Es un agradable sonido de otoño y, de inmediato, me percato de que no viene de fuera.
2
Cuando por fin pasó todo el caos ocasionado por la repentina muerte de mi padre en un accidente de tráfico, mi madre se ocupó de las tareas domésticas igual que antes. Y un día, de repente, se fue a dormir. Dormía y dormía. ¿Cuánto tiempo permaneció así? ¿Una semana? Me parece que fue más, pero a lo mejor sólo pasaron tres o cuatro días. Yo estaba en primero de primaria. Todo lo que recuerdo es que, sin darme cuenta, habían llegado las vacaciones de verano y comía salmón enlatado cuando me entraba hambre mientras ella dormía. Me extraña que no hubiera más que latas de esas en el armario de la cocina. El salmón de la etiqueta tenía una mirada inexpresiva y sin duda no se trataba de alguien con quien poder mantener una conversación. Desde entonces, soy incapaz de comer conservas de salmón e incluso ahora, al ver un montón de latas apiladas en las tiendas, se me hielan las plantas de los pies.
Cuando terminé de consumir todas las latas de una vida en cuestión de días, mi madre se levantó tan de súbito como se durmió. Entonces comenzó a viajar en tren y me llevaba con ella. No teníamos un rumbo fijo. Sólo se subía, a la aventura, a cualquier tren que llegara, dejaba pasar el tiempo y se apeaba al azar en cualquier estación. Bajo el sol abrasador del verano, paseábamos por las calles de una ciudad en la que nunca habíamos estado. Parábamos a tomar fideos fríos o un granizado y cogíamos otro tren.
Apenas hablábamos durante esa etapa. Era consciente de que ella evitaba a toda costa hablar de mi padre. En cuanto a mí, la noticia de su muerte me había inundado de un profundo dolor. Cuando lo vi en el ataúd con la cabeza vendada, rompí a llorar a gritos. A pesar de todo, en aquellos días de excursiones, sentía como si tuviera la mente en una nube; ya no era capaz de recordarlo con claridad cuando estaba vivo. Se me había contagiado el intenso dolor de mi madre, que le hacía sentir rabia y rechazo contra el mundo.
Todas las noches regresábamos a casa agotadas, nos desplomábamos en nuestros futones, que mi madre no se molestaba siquiera en doblar ni guardar, y caíamos en un sueño profundo. No guardo buenos recuerdos de esos días. Yo, con seis años, sólo esperaba que mi madre sobreviviera gracias a esa rutina. Con seis años, ese era mi único pensamiento. Por lo menos, era mejor que comer salmón enlatado a diario.
En cualquier caso, encontramos la Casa del Álamo gracias a esos trayectos en tren. Aquel día llevábamos ya mucho tiempo montadas en un cercanías vacío. Nos bajamos, por casualidad, en una estación desde cuyo andén se veía la ribera de un río. Caminamos entrecerrando los ojos, deslumbradas por el sol que se reflejaba en el suelo de hormigón, hasta el extremo del andén. El río, las hierbas, el puente y el suelo polvoriento estaban expuestos a ese sol implacable. La escasa corriente fluía con mansedumbre. El cielo parecía inmenso. «¡Oh, qué maravilla!», quise exclamar, y respiré hondo.
—¿Quieres que salgamos? —propuso mi madre.
Me sorprendí mucho; desde que comenzamos aquellos viajes, no me había consultado ni una vez, ni me preguntó, por ejemplo: «¿Quieres que nos subamos a este tren?» o «¿quieres que nos bajemos en esta estación?».
—¿Quieres o no? —insistió.
Alcé los hombros.
—Como tú prefieras.
Luego, con un sentido enorme de la responsabilidad, me puse a caminar junto a ella, que se apresuraba a la vez que mantenía la mirada al frente.
Tras atravesar una zona de tiendas, llegamos a un parque de bomberos. Por delante transcurría un canal y lo seguimos a lo largo por una zona residencial de lo más corriente. Serían sobre las dos de la tarde. No había ninguna sombra en la acera que se prolongara al lado del canal, y el sol abrasaba con tal intensidad que parecía derretir incluso los sonidos. Las cigarras no cantaban, no había ni rastro de sombra, ni siquiera los pájaros volaban y, desde hacía mucho, no quedaba ni una gota de agua en mi cantimplora. Sin darme cuenta, me había separado de mi madre y procuraba dar un paso tras otro con la vista fija en su espalda.
—Lleguemos hasta allí.
Cuando se detuvo y me habló, yo ya tenía el cerebro paralizado; en cambio, mis pies no se detuvieron hasta que mi frente, empapada de sudor y con el flequillo pegado, se chocó contra su blando trasero y frené. Por fin, dirigí un vago vistazo hacia donde ella señalaba.
—Mira aquel árbol. Es enorme, ¿eh?
—Sí.
La copa de un árbol más alto que un poste eléctrico sobresalía entre los tejados. No corría ni un soplo de aire, pero las hojas de la parte superior se mecían de tal manera que se me secó el sudor de todo el cuerpo con sólo mirarlas.
—Acerquémonos a verlo.
—Vale. —Y asentí.
—Chiaki, estás empapada. ¿Y tu cantimplora?
—Ya me la he bebido, pero estoy bien.
De nuevo, sentí el deber de demostrar mi resistencia y comencé a caminar por delante de ella. Seguimos el mismo trayecto junto al canal y, cuando lo dejamos atrás y entramos en una calle tan estrecha por la que apenas podía pasar un coche, fuimos a parar al jardín que cobijaba ese gran árbol. Era un jardín caótico, aunque no tenía ni una mala hierba ni había plantas en exceso; no se podía decir que estuviera diseñado con buen gusto o que fuera de lo más normal. Era obvio que ese aspecto se debía al paso del tiempo y no al mantenimiento de su propietario. Había un arce de frondosas hojas verdes, un adelfo que extendía sus ramas de flores rojizas hacia el tejado del cobertizo de la casa vecina; también un laurel japonés moteado de follaje brillante, y las coronas de novia se esparcían por todas partes, los lirios anaranjados se asomaban aquí y allá sin seguir un orden. Un brasero de porcelana azul reposaba sobre la tierra. Y en el centro se erguía el gran árbol, que mecía sus hojas de vez en cuando al soplo de una ligera brisa. Mientras miraba hacia lo alto, me entraron ganas de sentarme allí mismo y dormir.
—Chiaki, Chiaki. —Mi madre me hizo señas con la mano—. Ya sé qué árbol es.
—¿Sí? ¿Cuál?
—Es un álamo. Mira. —Apuntó en otra dirección.
En una de las columnas del portón, hechas de bloques de hormigón, había una placa de porcelana blanca donde se leía: «Apartamentos Álamo». El nombre me sonó tan peculiar que repetí varias veces: «Apartamentos Ál-amo, Apartamentos Ál-amo».
—No es una casa corriente. Las habitaciones de arriba son apartamentos… —murmuró para sí misma.
El edificio de madera tenía una escalera exterior en el lado norte que daba a la calle del canal. En el pasillo exterior de la planta superior había tres puertas y dos lavadoras junto a dos de ellas. El conjunto no resultaba demasiado impresionante.
—Chiaki, ¿qué te parecería vivir aquí?
Esta segunda pregunta era tan inesperada que me quedé perpleja una vez más y sin saber qué responder. Al seguir su mirada, descubrí un cartel de cartón que colgaba en el portón de hierro, que estaba abierto.
—Se alquila apartamento.
—¿Que se alquila?
—Significa que quieren que alguien se mude aquí.
No me pareció una mala idea. Era vagamente consciente de que, tarde o temprano, tendríamos que dejar la casa en la que vivíamos, y me encantaba aquel jardín.
—Está bien, mamá, si tú quieres.
—¿Y a ti qué te parece, Chiaki?
—Estupendo.
Escudriñó mi rostro y luego, decidida, se apresuró al otro lado del portón.
La distribución del apartamento era la típica. Al entrar por la puerta principal, que daba al norte, estaba la cocina en un lado y el baño en el otro. A continuación, un pequeño cuarto entarimado y, al fondo, una habitación de unos diez metros cuadrados con seis tatamis, amarillentos por la luz del sol, que daba al sur. Nos mudamos con nuestras mínimas pertenencias, que cupieron en ese limitado espacio. Mi madre se había desprendido de nuestros enseres sin pesar, excepto de las cosas indispensables. Se encargó de todo: de elegir la nueva casa, de deshacerse de la anterior y hasta de la mudanza, con una rapidez impensable para una persona tan tranquila.
En la planta superior sólo había tres apartamentos. La señorita Sasaki, una mujer soltera que trabajaba para una empresa de confección, ocupaba el del extremo oeste; el señor Nishioka, taxista y también soltero, vivía en el del medio. Mi madre y yo nos convertimos en las residentes del apartamento del fondo, donde terminaban las escaleras.
La casera vivía sola en la planta baja. Había reformado la vivienda para añadir los apartamentos tras el fallecimiento de su esposo, un profesor universitario de Literatura China. Me enteré, más tarde, de que el nombre de los apartamentos, «Apartamentos Álamo», había sido idea del agente inmobiliario que le encontró el primer inquilino. Este nombre le sonaba más sofisticado que «Casa del Álamo», que era como quería llamar la señora al nuevo edificio. Sin embargo, cuando nos mudamos allí, los inquilinos, los vecinos e incluso el cartero lo llamaban «Casa del Álamo».
La casera me resultaba una persona muy inaccesible. Para ser sincera, sentía algún tipo de fascinación, como la curiosidad al mirar algo macabro, aunque en realidad el miedo superaba la curiosidad. En cualquier caso, era aterradora.
Su frente, con esas profundas arrugas, resultaba excesivamente redondeada y pronunciada. Su barbilla se inclinaba hacia arriba, tal vez porque sólo conservaba los tres dientes delanteros inferiores. No se podía negar que la combinación de los ojos, la nariz y la boca, amontonados en el centro de su cara, le hacía asemejarse a Popeye; era idéntica, más bien. Sus ojos, de mirada aguda, eran prueba suficiente para creer que su verdadera identidad se correspondía con un Popeye malvado tras haber tomado alguna poción.
El interior de su casa también era lo bastante lúgubre como para asustar a cualquier niño. Quizá detestara la luz: sólo tenía abierta una de las contraventanas. El día que llegamos atraídas por el gran álamo, desde la entrada descubrí que las paredes de la oscura habitación estaban cubiertas de estanterías repletas de libros antiguos y que un dragón de piedra clavaba su mirada en nosotras. Un talismán rojo, un rótulo en el que se alineaban caracteres chinos indescifrables, estaba colgado cerca del techo del vestíbulo. Era de un color tan vivo que podría aparecer en una pesadilla.
Sin embargo, la verdadera razón por la que temía a la anciana era más real. Nos avisó desde el primer momento de que no admitía a niños. Aunque acabó cediendo y nos permitió vivir allí tras los ruegos de mi madre, yo estaba muy nerviosa por no hacer nada que pudiera disgustarla y que nos echase. A pesar de tratarse de un simple apartamento, para mí constituía un lugar tranquilo en el que permanecer por fin, tras esa larga temporada de latas de salmón e interminables excursiones en tren.
Mi madre salía a buscar trabajo todos los días. Me pasé sola las últimas semanas de ese verano y no dejaba de observar el gran álamo por la ventana. Absorta, contemplaba sus ramas mecerse, los pájaros que acudían a él y las sombras de sus hojas superpuestas que variaban según la orientación del sol. Me ponía delante del cristal incluso para comerme las dos bolas de arroz rellenas que mi madre me dejaba para almorzar. Cuando la casera, con la cabeza cubierta con un pañuelo, salía al jardín al atardecer, depositaba el incienso repelente de mosquitos a sus pies y se ponía a quitar las malas hierbas, me retiraba un poco, sin apartar la mirada del gran árbol, para que no me descubriera. No era que yo hablase con el álamo, pero de esa manera no me aburría ni me sentía sola. Al volver la vista atrás, me doy cuenta de que no he disfrutado de un verano tan tranquilo desde entonces. Ahora mi recuerdo de aquel verano se compone por sombras que se volvían oscuras y profundas a medida que la luz se intensificaba y también por la tranquilidad que me daban.
Esos apacibles días llegaron a su fin en septiembre, cuando volví a la escuela. No a la escuela privada de niñas donde iba antes, sino a la pública que estaba cerca de la Casa del Álamo. El motivo del cambio era, por supuesto, la distancia, pero sobre todo que las cuotas mensuales de la privada eran una carga demasiado grande para mi madre, que acababa de colocarse en un salón de bodas. Aunque el salario de juez de mi padre debería haber sido bastante alto, no nos había dejado nada que pudiera considerarse una herencia. Yo estaba en el primer cuatrimestre de primero, de abril a julio, cuando murió, por lo que apenas sentía un apego especial por esa escuela; de hecho, me pareció desconcertante e innecesario que mi madre se disculpara por el traslado.
Aun así, me costó adaptarme. La multitud de compañeros que se precipitaba gritando hacia mí, el profesor que rugía vestido de chándal; todo era muy diferente. En medio de ese bullicio, no pude evitar tener la sensación de que ya era tarde para hacer amigos. Aunque esos no fueron los únicos motivos por los que me resultó duro.
Tan pronto como retomé las actividades escolares, no dejé de darle vueltas. Me preguntaba adónde se habría ido mi padre. Un día, de repente, se marchó. ¿Qué diablos significaba eso? ¿Cómo podía uno cesar de existir sin más? Era como si hubiese desaparecido, igual que un personaje despistado de dibujos animados que se hubiera caído a una alcantarilla…
Asistí a su funeral, claro; me asusté al advertir que su rostro, que descansaba dentro del ataúd, era diferente al que tenía cuando estaba vivo. No obstante, eso no quería decir que hubiera asimilado su muerte. ¿Adónde diablos se había ido?
Durante el verano que pasé con mi madre, e incluso en los momentos en que me quedaba sola en casa, nunca pensé en eso. No me puse a meditar sobre su muerte, o tal vez aún no era capaz. Sin embargo, al salir de nuestro nuevo apartamento, me daba la sensación de que el mundo era muy peligroso y estaba lleno de alcantarillas abiertas. Mi madre y yo también podríamos caernos y no regresar, como mi padre. Los compañeros de la escuela y el profesor eran tan alegres, ruidosos y rebosaban tanta energía que dudaba que alguno de ellos pudiera imaginarse esos espantosos agujeros. Me sentía sola. No revelaba mis temores a nadie, ni siquiera a mi madre.
Ella aún evitaba hablar de mi padre; hasta una niña como yo podía advertir el fuerte rechazo a aceptar su muerte. Poco después, empezó a resultarme insoportable su obstinada negación de esa dura realidad y me enfadé con ella. Pese a reprocharle su actitud cobarde, entendía que no debía mencionarle a mi padre. Era evidente que sufría. Y en su trabajo no se lo ponían nada fácil. Se casó con un hombre diez años mayor que ella justo después de graduarse en una universidad femenina y se dedicó a ser ama de casa desde antes de que yo naciera, por lo que apenas tenía experiencia laboral. Yo no podía causarle más preocupaciones, no cuando la veía, tan tranquila y apacible por lo general, estudiando y tomando notas hasta altas horas de la noche con expresión hostigada.
Un día me preguntó:
—¿Cómo te va en la escuela? ¿Ya tienes amigos?
—Sí. Es divertido —respondí.
Y a la mañana siguiente, salí de casa con los dientes apretados hacia un mundo lleno de alcantarillas negras sin fondo que Dios podría haber olvidado cerrar. Hacía los deberes y nunca me olvidaba nada de la escuela en casa. Pero todo lo que puedo evocar de esa época es que siempre andaba nerviosa, intentando no cometer ni un error. Estaba convencida de que no fallar era la única manera de evitar ser tragada por los oscuros agujeros que podían aparecer en cualquier lugar, en cualquier momento.
Mi ansiedad iba en aumento. Revisaba el contenido de mi mochila tres veces antes de irme a la cama y no me sentía segura del todo si no lo comprobaba una vez más antes de salir por la mañana. Comencé a temer que el horario de clases pudiera cambiar durante la noche sin que yo me enterara y llenaba mi mochila con todos los libros y cuadernos; los que no cabían los metía en una bandolera. Mi espalda, encorvada por cargar tanto peso yendo y viniendo por el mismo camino todos los días, hacía que pareciese, sin duda, la anciana avara de los cuentos.
Pero la ansiedad siempre nos persigue: cuando se arranca de raíz una preocupación, brota otra en su lugar. Así que, cuando casi descarté la posibilidad de olvidar algo, me asaltó una nueva inquietud. Como mi madre se iba a trabajar antes, la responsabilidad de cerrar la puerta con llave era mía. Me detenía de golpe a mitad de camino asaltada por la duda: «¿Habré echado la llave…?».