La casa herida - Horst Krüger - E-Book

La casa herida E-Book

Horst Krüger

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Beschreibung

UN LIBRO DECISIVO EN LA LITERATURA ALEMANA DEL SIGLO XX.Un clásico fundamental en la historia de las letras germánicas de posguerra. Una perfecta radiografía «de esos alemanes inocuos  que nunca fueron nazis, pero sin los cuales los nazis nunca hubieran podido hacer su trabajo». «El pasado de Alemania no se puede superar. A lo sumo, puede hacerse presente. Y eso es precisamente lo que ha hecho Krüger».  Marcel Reich-Ranicki, Die Zeit «Este libro no ofrece revelaciones, no pretende competir con los informes fácticos; es la verdad luchando contra la mentira, un cálculo difícil que nunca termina de cuadrar, un portentoso intento de comprensión». Wolfgang Koeppen La Alemania de este libro no es la de la cruz gamada, los grandiosos desfiles a la luz de las antorchas y las interminables hileras de brazos extendidos. Es la Alemania de Eichkamp, el pequeño suburbio berlinés donde los padres del autor vivieron una vida cívica y apolítica: creían en Dios y en la Ley, respetaban a los «buenos judíos», eran los sensatos y trabajadores herederos de los seculares valores austrohúngaros. El relato de cómo paso a paso fueron seducidos por la visión mesiánica de Hitler e, intoxicados por las promesas del nacionalsocialismo, se entregaron cómodamente a su delirio, conforma un drama aún más escalofriante por su falta de violencia, tanto más condenable por su total ausencia de maldad consciente. La reciente reedición de La casa herida con motivo del centenario del nacimiento de su autor fue saludada en Alemania como todo un acontecimiento. Un libro fundamental en la historia de las letras germánicas de posguerra en el que Krüger no solo relataba con agudeza su propia infancia bajo el Tercer Reich, sino que proponía al mismo tiempo una lúcida radiografía de toda una clase social, de esa pequeña burguesía a la que su familia y él mismo pertenecían, «el prototipo de hijo de esos alemanes inocuos que nunca fueron nazis, pero sin los cuales los nazis nunca hubieran podido hacer su trabajo».

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Edición en formato digital: mayo de 2021

 

The translation of this work was supported by

a grant from the Goethe-Institut.

 

 

Título original: Das zerbrochene Haus. Eine Jugend in Deutschland

En cubierta: fotografía de © Catherine MacBride/Stocksy United

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Schöffling & Co. Verlagsbuchhandlung GmbH, 2019

Originally published in 1966 by Rütten & Loening, Munich/Hoffmann und Campe Verlag, Hamburg

Published by arrangement with Casanovas & Lynch Literary Agency, S. L.

© De la traducción, Virginia Maza

© Ediciones Siruela, S. A., 2021

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-18708-79-4

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Un lugar como Eichkamp

Una misa de difuntos por Ursula

Mi amigo Wanja

El arresto

1945. La hora cero

El día del juicio

Epílogo. Diez años después

MARTIN MOSEBACH «La casa herida» Con motivo del centenario de Horst Krüger

 

«La verdad no puede escribirse sino en lucha contra la mentira ni puede ser genérica, elevada ni ambigua. De tal especie, esto es, genérica, elevada y ambigua, es precisamente la mentira».

BERTOLT BRECHT

Un lugar como Eichkamp

Berlín es un mar infinito de edificios en el que desemboca sin cesar un torrente de aviones. Es un desierto de piedra vasto y gris que me conmueve cada vez que vuelo a su encuentro: Magdeburgo, Dessau, Brandeburgo, Potsdam, Zoo. Están construyendo nuevas autopistas urbanas y líneas de metro rápidas, ingeniando intercambiadores viales sofisticados y erigiendo audaces torres de televisión. Todo eso es el nuevo y moderno Berlín, el carrusel técnico de la ciudad-isla que gira impulsado desde dentro por el humor áspero y lacónico de sus habitantes y alimentado por el capital desde fuera. Qué espléndido y radiante es ese nuevo Berlín, aunque yo no me siento en casa hasta que no estoy en el suburbano que traquetea por el Oeste, prácticamente vacío a estas horas y con el aire raído de la RDA. Este es mi Berlín, el trauma de mi infancia que suena atronador de fondo, un juguete destartalado de hojalata que, con su golpeteo rápido e insistente, parece decir: «Estás aquí, estás aquí de verdad, siempre ha sido así y siempre lo será». Berlín es un banco de madera amarillo, reluciente y duro; una ventana sucia con gotas resecas de lluvia, y un vagón con el olor indescriptible del Reichsbahn, una mezcla de humo estancado, de hierro y de cuerpos de trabajadores que vienen de Spandau, se han echado un bocadillo con margarina entre pecho y espalda, se confirmaron a los catorce y desde entonces leen el Morgenpost a diario. Berlín es todo eso y, también, una máquina expendedora en el andén que entrega caramelos de menta —blancos y verdes, envueltos en papel plateado— por diez peniques. Es el sonido seco de las puertas eléctricas al cerrarse y el aviso en la estación de Westkreuz: «¡Quédense atrás!». Aunque el grito ya no asusta a nadie ni nadie tiene que quedarse atrás, el aviso continúa, lo mismo que el hombre con la señal y el arranque inesperado del tren. Berlín es un billete de viaje amarillo y gastado de cincuenta peniques. Incluso ahora, se puede ir desde Spandau hasta la capital de la República Democrática de Alemania por cincuenta peniques.

Voy en el suburbano rumbo a Eichkamp. Tengo claro que Eichkamp no es lo que hoy se tiene por «tema de actualidad» para un artículo. Los reportajes sobre Berlín están muy demandados, «¿Por qué no prepara algo sobre el Muro o sobre la nueva Filarmónica?», «Escriba sobre el Centro de Congresos o sobre el mercadillo de Navidad»... Asuntos así siempre son bien recibidos, pero ¿Eichkamp? ¿Eso qué es? ¿Para qué? Eichkamp no aparece en ningún catálogo de atracciones turísticas de Berlín; no pasarán por allí ningún rey tribal africano ni ningún estadounidense que haya cruzado el charco para dejarse seducir por Kurfürstendamm y escandalizar por el Muro. En el fondo, Eichkamp no es más que una población pequeña e irrelevante entre Neu-Westend y Grunewald, que no se diferencia en nada de todas las zonas residenciales que llenan las afueras de la gran ciudad, allí donde el mar de edificios se disuelve poco a poco en el verde y el campo. A decir verdad, Eichkamp tan solo es un recuerdo para mí. Es el lugar adonde fui niño. Allí crecí, en esas calles jugué a las canicas y a la rayuela, allí fui al colegio y volvía a comer y a dormir cuando estaba en la universidad. Eichkamp es, sencillamente, mi hogar, y yo —este extraño— quiero volver a verlo después de más de veinte años.

Regreso convertido en ciudadano de la República Federal. Hoy he dejado al otro lado mi trabajo, mi automóvil y mi mundo. Regreso solo, y no lo hago porque me resulte conmovedor y hermoso rastrear los pasos de mi infancia siendo adulto. Detesto la nostalgia de los hombres que, al envejecer, anhelan refugiarse en sus primeros años; qué obscenos los ancianos que pasan el rato en parques infantiles con el corazón desbocado, como si fueran a descubrir allí paraísos que los acojan. Eichkamp no fue para mí ningún paraíso, ni mi niñez, un sueño acogedor. Eichkamp solamente fue el lugar donde crecí en tiempo de Hitler y quiero volver a verlo para hacerme por fin idea de cómo eran las cosas con él. Ya ha pasado más de una generación. Todo lo que era el Tercer Reich —las marchas de antorchas en Unter den Linden, los gritos de júbilo por la radio y el éxtasis por la renovación— ha pasado, ha quedado atrás y olvidado. También quedaron olvidados hace mucho los cupones para el pan, las bombas sobre Eichkamp y los hombres de la Gestapo que llegaban a veces del centro de la ciudad en coches negros. Creo que ahora sería preciso entenderlo de una vez. Nos separa prácticamente una vida entera, el éxtasis y la depresión se han ido apagando y todo se ha vuelto nuevo y diferente. Soy ciudadano de la República Federal, vengo del Oeste y estoy yendo a Eichkamp porque me atormenta la pregunta de cómo fue realmente aquello que hoy no alcanzamos a concebir. Ahora, eso creo, sería preciso entenderlo.

Algunas noches, los sueños me llevan de vuelta a Eichkamp. Son sueños pesados y angustiosos, de los que amanezco hecho trizas a eso de las seis. Treinta años es mucho tiempo, el tiempo de una generación, tiempo para olvidar. ¿Por qué no puedo olvidar?

Esto es lo que sueño: llego a Eichkamp y estoy a las puertas de nuestra casa. Unas grietas enormes recorren las paredes y se ven los daños causados por las bombas de fuel. Es una casita adosada de dos plantas en las afueras de Berlín, un edificio de construcción barata y rápida de los años veinte. Han hecho una reparación precaria, con puertas y ventanas que no cierran y suelos astillados de madera. Mi madre está en el gabinete, leyéndole un libro a mi padre. Es una habitación pequeña, de techos bajos y amueblada con ese estilo indescriptiblemente inarmónico que en la época se consideraba burgués, esto es: baratijas de grandes almacenes ennoblecidas con herencias de los viejos y buenos tiempos. Una mesa redonda con mantel de encaje, una lámpara de pie con pantalla de cartón y un escritorio barato de madera de pino con herraje de latón. Al fondo de la habitación, hay colgada una araña exageradamente grande y con largos abalorios de cristal: herencia de Buckow. Un armario enorme de roble ocupa prácticamente la tercera parte de la habitación: herencia de Stralau —nuestro armario barroco, le decíamos en casa—. Mi padre está sentado con apatía en el escritorio lacado en negro. Como siempre, tiene delante una pila de documentos y, como siempre, se está rascando la herida de la cabeza: Verdún, 1916. Mi madre se ha acomodado tras la mesa redonda, en una butaca tapizada de tela y con lamparones —nuestrobutacón, le decíamos—. La luz de la lámpara cae con suavidad sobre el libro. Sus manos son finas y con unos dedos largos y delicados que se deslizan nerviosos sobre los renglones. Tiene ojos católicos: oscuros, devotos, penetrantes y saltones. Su voz suena a prédica. El libro que está leyendo se titula Mi lucha. Estamos a finales de verano de 1933.

No, mis padres nunca fueron nazis. Es por eso por lo que la escena me desconcierta tanto. Leyeron el libro del nuevo canciller del Reich con los ojos como platos, perplejos igual que niños. Lo leyeron expectantes e inquietos: aquellas páginas debían de contener una esperanza colosal para Alemania. Aparte de ese, no tenían más libros que la guía de direcciones del Gran Berlín, la Biblia y, por supuesto, Jettchen Gebert. Tampoco oían otra cosa que a Paul Lincke —Frau Luna, por ejemplo—, El murciélago en el Admiralspalast por Navidad, algún que otro concierto radiofónico a petición de los oyentes y la obertura de Donna Diana como el sumun1. Mis padres eran apolíticos de forma conmovedora, como casi todos los habitantes de Eichkamp por entonces. En los doce años de gobierno de Hitler, nunca me topé con un auténtico nazi en Eichkamp. Eso es lo que me hace regresar. Todo eran familias burguesas, laboriosas y de bien, estrechas de miras y algo cortas de entendimiento; pequeños burgueses que arrastraban los horrores de la guerra y el miedo a la inflación. Lo que querían era vivir tranquilos por fin. Se mudaron a Eichkamp a comienzos de los años veinte porque era una isla nueva y verde. Allí había pinos en los jardines y solo quedaba a un cuarto de hora del lago Teufelssee, para que se bañaran los niños. Querían tener un pequeño huerto y regar el césped el fin de semana. Casi olía a campo. Mientras, en la ciudad, se agitaban los dorados y desenfrenados años veinte, se bailaba el charlestón y sonaban los primeros pasos de claqué. Brecht y Einstein arrancaban su desfile triunfal. Los periódicos informaban de peleas callejeras en Wedding y de barricadas a las puertas de la casa sindical. Sin embargo, a nosotros todo eso nos resultaba lejano, como si nos separaran siglos. Eran unos desórdenes tan detestables como incomprensibles. En Eichkamp aprendí desde muy temprano que un alemán decente nunca entra en política.

 

 

Qué sensación tan extraña la de llegar en tren a la estación de Eichkamp. Guardar en la memoria, olvidar y recordar de nuevo, los tiempos se metamorfosean: ¿eso qué es? Lo que está pasando no es nuevo, lo que estás haciendo ya lo has hecho y siempre ha sido igual. Levántate del banco amarillo y reluciente, coge tus cosas de la redecilla, ábrete paso entre desconocidos, agarra la manija de latón y presiona con el pulgar, gira despacio hacia la derecha, tira y abre. Un arranque de valor. Mientras el tren corre a toda velocidad junto al andén, te asomas y notas el viento en la cara, y, cuando la velocidad aminora, sientes la deliciosa tentación de bajar de un salto. Sé que está prohibido, lo pone en la puerta. Ya estaba prohibido con Hitler, pero ahora me invade otra vez el impulso que tan irresistible me resultaba cuando era un estudiante de secundaria: si se salta en el momento adecuado y los pies consiguen absorber la fuerza centrífuga del cuerpo, terminas directamente en lo alto de las escaleras y llegas el primero a la barrera, sales el primero y eres el primero en estar en la explanada verde de fuera y en el sendero que conduce al pueblo.

Los demás van por detrás, a distancia y sin prisas. Hay un par de caballeros con maletines —inspectores, empleados y funcionarios— y unas ancianas con vestidos de flores que han estado de compras en Charlottenburg o Zoo y regresan a casa tan cansadas que apenas se tienen en pie; también llegan muchachas de visita a casa de su tía, y jóvenes con botas de fútbol bajo el brazo que doblan a la derecha para ir hacia las pistas deportivas. Antes, algunos llevaban camisetas de color azul. Eran jóvenes judíos que acudían al campo deportivo sionista de Eichkamp.

¿Qué es el tiempo? ¿Qué es el recuerdo? ¿Cómo puedes estar haciendo otra vez todo esto, igual que si tuvieras catorce años? Cuatro cursos en la escuela primaria de Eichkamp y nueve en el instituto de Grunewald; nueve años saltando del suburbano en marcha todos los días y viendo aparecer la cruz gamada sobre Eichkamp en uno de ellos, viendo el escepticismo al principio y el entusiasmo después porque las cosas volvían a irnos bien. Los Katzenstein, los Schick y los Wittkowski se habían marchado. La verdad era que no se notaba. Ellos eran los buenos de nuestros judíos; los malos vivían por la zona de Alexanderplatz.

En Eichkamp, todos teníamos al menos a un buen judío. Mi madre, por ejemplo, prefería a los médicos judíos. «Son muy sensibles», nos decía. En aquella época, Arnold Zweig vivía en Eichkamp. Su casa tenía un moderno tejado plano, contrario al carácter alemán, que hubo que convertir a dos aguas al poco de su huida. Ludwig Marcuse vivía a tres casas de nosotros y también huyó en 1933. No se notaba nada. En la casa de al lado, vivía Elisabeth Langgässer. A veces venía a visitarnos para escuchar la emisora de Beromünster. Siempre decía que Hitler iba a estar finiquitado en tres o cuatro meses. Estuvo convencida durante doce años y se mantuvo en sus convicciones hasta el final.

Llegaron las cartillas de racionamiento. 1 de septiembre de 1939: Estoy a las puertas del economato y, de buenas a primeras, ya no puedo comprar lo que me ha encargado mi madre. La mantequilla está racionada y hacen falta cupones para el pan. La gente de Eichkamp tiene un humor de perros. «¿No está pasando lo mismo que en el diecisiete?». Más tarde, los primeros aviones. Estoy en el jardín y oigo tres motores ingleses rugiendo por los aires. Langgässer se acerca a la valla. Es bajita y regordeta, lleva unas enormes gafas de concha y maquillaje extravagante. Cuando pasa por nuestra calle, los niños le gritan: «¡Que viene la caja de pinturas! ¡Que viene la caja de pinturas!». Entornando los ojos de miope, me dice: «Ahí tienes a nuestros libertadores, Horst» y mira hacia el cielo con desconfianza. Al tiempo, fue el turno de los grandes bombardeos y después el de los rusos, que aquí también dispararon, también destruyeron casas y también fueron a por las mujeres, «¡Mujer, ven aquí!». ¿Merecía Eichkamp algo así? Tras los rusos, vinieron los ingleses y los años del hambre, las casas parcheadas, el esplendor del mercado negro, la reforma monetaria y el bloqueo. Y, entonces, la ciudad volvió a remontar lentamente.

Me resulta extraño que Eichkamp vuelva a estar como antes. Es como si apenas hubiera pasado nada, como si todo aquello no hubiera sido más que una espantosa alucinación, una pesadilla, un error de la historia. Y un error que se reparó hace ya mucho. Ahí siguen las viejas casas adosadas, con un par de chalés asomando entre ellas. Las viejas casas son altas y estrechas, tienen las paredes recubiertas de mortero amarillento y parras silvestres. En los jardines, los jardines de Eichkamp (¿acaso esto sigue siendo Berlín?), huele a jazmín y la lila vuelve a florecer en pesados racimos violetas y blancos. Los gladiolos se yerguen derechos como velas en sus macizos y, a su lado, crecen fresas y cebollas, eneldo para la cocina, lechugas, colinabo, col lombarda y perifollo, con pinos al fondo, pinos de Brandeburgo de troncos altos, finos y cimbreantes. También está la torre de la radio y los tilos en flor. «Es inmortal el aroma de los tilos»2. ¿No fue en Eichkamp donde lo leí por primera vez?

Estoy a punto de ponerme sentimental. Por supuesto..., voy de camino a casa. Y, como ocurre siempre que regresas a casa después de décadas de ausencia, todo se hace más pequeño, las casas, los jardines, las calles... ¿Cómo podíamos vivir tras unas ventanas tan diminutas? Schmiedt el carnicero sigue vendiendo salchichas y carne picada, ya debe de ser un anciano. El panadero Labude también está o, por lo menos, allí continúa la panadería donde por cinco peniques compraba caracolas, unos panecillos dulces en forma de espiral, y pastelitos Bienenstich en fin de semana, cuatro por diez peniques, para merendar el domingo.

Recorro el mismo camino que entonces: Fliederweg, Lärchenweg, Buchenweg, Kiefernweg, Vogelherd, Im Eichkamp. Son todas callecitas estrechas y agradables que continúan sin acera, iluminadas con faroles de gas y flanqueadas por casas diminutas con jardincillos, ventanas anticuadas y persianas de color verde detrás de las que gente honrada y de bien cuida de su profesión, de su negocio o de su oficina. Eichkamp era el mundo de los buenos alemanes. Su horizonte solamente se extendía hasta Zoo y Grunewald, Spandau y el lago Teufelssee..., nunca más allá. Eichkamp era un pequeño universo de color verde. ¿Qué podría querer Hitler de este sitio? Aquí solo se votaba a Hindenburg y a Hugenberg.

Sin darme cuenta, he llegado, pero no hay nada. Aquí no hay más que un solar: cascotes, madera podrida, piedras resquebrajadas, mucha tierra, la hierba que ha vuelto a crecer por encima y una maleta rota tirada en un sótano que está devorado por la vegetación, el abandono y el olvido. Es un despojo de la gran guerra, restos de la batalla por Berlín, unas ruinas de las que se ven de vez en cuando junto a edificios nuevos y funcionales. Por todas partes sigue habiendo huecos como este, espacios en blanco sobre el mapa de la flamante prosperidad alemana. Los propietarios han muerto o están desaparecidos, viven en el extranjero o han olvidado el mundo de entonces y no quieren que nadie se lo recuerde. Mientras, yo estoy aquí y me digo: «Aquí tienes tu pasado, este es tu legado, esto es lo que te han dejado. Aquí te criaste. Este era tu mundo. Apenas son treinta metros cuadrados de planta, pero ahí estaba nuestra casa, con sus dos alturas y un humilde cuarto para el servicio. A estos treinta metros cuadrados te trajeron en 1923, cuando tenías tres años, y los pisaste por última vez en 1944, convertido en un soldado de primera de veinticuatro. Venías del frente en Italia y trajiste contigo un bidón de gasolina de veinte litros. Viniste de la guerra con veinte litros de aceite de oliva y enfermamos todos, por comer las patatas que pudimos volver a freír con el sabroso aceite. No podíamos dejar de vomitar». Por entonces, el «nosotros» éramos mis padres y yo. Mi hermana se había suicidado ya en 1938.

Así que estoy otra vez en casa. Estoy en Eichkamp. Estoy frente a nuestra propiedad, los tilos están en flor y tengo la sensación de que, si pudiera comprender todo lo que sucedió en esta casa, sabría cómo eran las cosas, lo que pasó con Hitler y con los alemanes. En Charlottenburg debe de haber una oficina del catastro. «Sin duda, constarás en el registro de la propiedad. Es incontestable. Esta ruina sigue siendo tuya, eres el dueño de este sótano devastado y, si pudieras recordar, la casa se levantaría de nuevo: este hogar pequeñoburgués anodino, sobrio y terrible del que procedes». Siento cierto pudor por venir de este hogar pequeñoburgués insulso y estrecho de miras. Me gustaría ser hijo de un erudito o de un jornalero, me encantaría ser el hijo de Thälmann o de Thomas Mann..., eso sería ser alguien; pero solo soy un chico de Eichkamp. Soy el hijo típico de aquellos alemanes mansos que nunca fueron nazis, pero sin quienes los nazis no podrían haber realizado su obra. Así son las cosas.

Recordar, recordar... ¿Cómo se va a recordar todo? Mi primer recuerdo de Hitler es de alborozo. Lo lamento, porque hoy los historiadores ven las cosas de otra manera, pero yo al principio solamente escuchaba vítores. No venían de Eichkamp, sino de la radio. Llegaban de la lejana y ajena ciudad de Berlín, de Unter den Linden y de la puerta de Brandeburgo, que estaban a veinte minutos de viaje en suburbano. Así de lejos.

Era una noche fría de enero y había marcha de antorchas. El locutor —que cantaba y sollozaba más que relataba— debía de estar viviendo algo inefable; en el bulevar de la capital del Reich tenía que reinar un júbilo indescriptible, y todos los alemanes auténticos, jóvenes y complacientes debieron de acudir en masa para —por lo que escuchaba— rendir homenaje al anciano mariscal y a su joven canciller. Los dos estaban asomados a la ventana. Tuvo que ser algo así como un aleluya de los redimidos: Berlín, una alegre celebración; Berlín, un mito de la primavera de la nación. Cánticos, marchas, aclamaciones y ovaciones cerradas, entremezclados con la voz sollozante de la radio que canturreaba algo sobre el despertar de Alemania y añadía —como en un estribillo— que, a partir de entonces, todo, realmente todo, iba a ser mejor y diferente.

En Eichkamp eran escépticos. Mis padres lo escucharon con estupor y cierta inquietud. De algún modo, tanta felicidad y semejantes dimensiones no cabían en nuestras pequeñas habitaciones, en esas piezas llenas a rebosar de todo tipo de trastos y antiguallas. Poco después de las once, mi padre apagó la radio y se marchó a la cama algo perplejo. «¿Qué estaba pasando? ¿Qué mundos había ahí fuera?». Sin embargo, con el tiempo, el anciano mariscal, su joven canciller —que últimamente siempre iba de frac— y lo que se pasó a denominar «gabinete de concentración nacional» también acabaron desfilando sobre Eichkamp, convertidos en esperanza. Los escépticos se calmaron, los tibios reflexionaron y los dueños de pequeños negocios se ilusionaron. De repente, en ese pequeño oasis verde de los que no entraban en política estalló la tormenta venida del mundo de fuera..., aunque no era una tormenta política, sino de primavera, una tormenta de rejuvenecimiento alemán. ¿Y quién no iba a desplegar las velas para dejarse arrastrar por los nuevos vientos?

A las banderas de colores negro, blanco y rojo que los habitantes de Eichkamp siempre habían preferido a las de negro, rojo y gualda, se sumaron otras con la cruz gamada, muchas banderas grandes y pequeñas, a menudo cosidas en casa, con una esvástica negra sobre fondo blanco. Con las prisas, algunas esvásticas iban del revés, pero lo que contaba era la intención. Eran tiempos de renovación. Un día, mi madre llegó a casa con un pequeño banderín triangular y me dijo: «Esto es para la bicicleta. Todos los niños de Eichkamp llevan estos bonitos banderines en la bici». Por supuesto, fue un gesto apolítico, como todo lo que hacía ella. Lo que pasaba era que en aquel entonces todo era tremendamente solemne y ceremonioso. En Potsdam, el anciano mariscal y su joven canciller acababan de intercambiar un apretón de manos histórico. Fue imponente: la iglesia de la Guarnición, los Hohenzollern, las antiguas banderas y los estandartes de los regimientos prusianos ondeando. Después de la ceremonia, siguió una interpretación edificante e inspiradora de la canción del buen camarada, «él caminaba a mi lado»3. Así que, en cuanto aquello terminó, mi madre fue directa a la tienda de Hermann Tietz —que era judío— y compró el primer banderín con la esvástica.

Los nazis tenían un instinto infalible para los efectos teatrales provincianos. Disponían de todo el atrezo necesario para representar una ópera de Wagner en cualquier ciudad de las afueras, incluida la magia de fantasía del Fresno del Mundo4 y el ocaso de los dioses, de forma tal que aquella gente acostumbrada a escuchar Frau Luna o El murciélago se sintiera transportada y embelesada. Éxtasis y transfiguración son las consignas para la fachada del fascismo, su cara visible, del mismo modo que terror y muerte son las de su reverso. Y creo que los habitantes de Eichkamp se dejaban extasiar y transfigurar con gusto. Ese era su punto flaco. De improviso, se era alguien. Se era algo mejor, parte de algo superior: un alemán. Lo sagrado empapaba la tierra alemana.

Así fue como, ese otoño, mi madre comenzó a leer el libro del nuevo canciller del Reich. Ella siempre había albergado aspiraciones elevadas, lo llevaba en la sangre. Provenía de una antigua familia de Silesia que, venida a menos y siempre ahogada por las deudas, había emigrado paulatinamente de Bohemia a Prusia. Al igual que Hitler, mi madre tenía sensibilidad artística y era católica en cierta manera. Practicaba un catolicismo personal e indefinible: espiritual, nostálgico y embarullado. Le apasionaban la Roma antigua y el carnaval renano; cuando perdía las llaves, rezaba con fervor a san Antonio, y, de vez en cuando, nos daba a entender a los niños que, por su apellido, le correspondía un destino más elevado: ser ursulina. Nunca quedó claro por qué esa mujer agitada y delicada que pasó temporadas entregada a la antroposofía y al vegetarianismo acabó casada con el hijo bonachón de un artesano de Berlín-Stralau. A él no solo le faltaba su nivel social, sino que representaba ese protestantismo berlinés y grosero que solo sabe expresar su fe a través de un anticatolicismo burlón y desconsiderado.

Mi padre no hizo carrera con los estudios. Como para tantos alemanes, su oportunidad le vino con la guerra. No es que fuera militarista, de hecho, era una persona pacífica y de buen corazón, pero la guerra lo facilitó todo. Debió de ser disciplinado y valiente, puesto que resultó herido ya en 1916, a las puertas de Verdún. Desde entonces, su discreta carrera de servicio fue en continuo ascenso. Primero, la herida en la cabeza —que fue como un golpe de suerte—; luego, la Cruz de Hierro; después, lo nombraron sargento; al tiempo, brigada, y terminó de alférez. En 1918 volvió de la guerra con un sable de oficial y un documento que lo autorizaba a comenzar su carrera pública. Lo hizo desde cero, acarreando documentos de un lado para otro; después, se dedicó a arrastrar un carrito por los largos pasillos del Ministerio de Cultura de Prusia y, con el tiempo, se convirtió en asistente auxiliar, asistente, supervisor y, por fin, inspector.

Con eso, por supuesto, no terminó el progreso de mi padre. Cuando nos mudamos a Eichkamp, ya debía de ser inspector jefe, un funcionario vitalicio que podía costearse una casita, recibió un aumento de sueldo del ministerio y llegó a ser un alto cargo en tiempos de Brüning. Eso le hizo sentir en la cumbre de su carrera, el culmen apoteósico por el que debía lealtad y sumisión vitalicias al Estado. Cada día de su vida, marchó al ministerio en un compartimento de segunda clase del tren de las ocho y veintitrés minutos de la mañana; en casa leía el DAZ y el Lokal-Anzeiger, nunca se afilió al Partido, no supo nada de Auschwitz ni se suscribió al Völkischer Beobachter5, que le resultaba demasiado estridente y combativo. Sin embargo, cuando pasaba por delante del quiosco de prensa de la estación de Eichkamp, a eso de las ocho y veinte, compraba el Völkischer Beobachter y lo sostenía bien abierto durante los veinte minutos que tardaba en llegar a la estación de Friedrichstrasse, para mostrar a todos su lealtad por el nuevo Estado nacional-popular6. En Friedrichstrasse, dejaba el periódico, y en el ministerio, dentro de su círculo más estrecho, rezongaba a veces contra las groseras vulneraciones de la legalidad de los nuevos jefes. También se permitían chistes políticos; los que más le gustaban a él eran los que comenzaban por «Hermann...».

Toda su vida regresó en el tren de las dieciséis horas veintiún minutos. Siempre en el mismo vagón de segunda, siempre junto a la ventana del rincón si el asiento estaba libre y siempre con el maletín lleno de trabajo en la mano derecha, para enseñar con la izquierda el abono mensual que guardaba en un estuche de hojalata. Y nunca saltó del tren en marcha. Había alcanzado su meta, era un funcionario alemán y eso lo obligaba a prestar lealtad y fidelidad, sin importar que fuera a Noske o a Ebert, a Scheidemann o a Brüning, a Papen o a Hitler. Su cargo era su mundo, y el cielo, su esposa. Y, en esa época, ella estaba leyendo Mi lucha, era católica en cierta manera y, aunque solo por un tiempo, se hizo política.

 

 

No sé cómo era la vida en todas esas casas baratas, pequeñas y laberínticas antes de Hitler, pero imagino que no sería muy diferente a la nuestra. Nos levantábamos a las seis y media, nos lavábamos, desayunábamos con buena cara, íbamos al colegio, volvíamos a casa, comíamos en la cocina, subíamos a hacer los deberes con la ventana abierta y nos tentaba la vida, pero no había que levantar la vista del libro; a eso de las cuatro y media, llegaba papá y cada vez que llegaba teníamos la esperanza de que pasara algo —de que trajera algo de la ciudad—. Pero en casa nunca pasaba nada, todo era como siempre y siempre igual de ordenado. De no ser por las enfermedades de mi madre —unas enfermedades espléndidas y novelescas de una mujer llena de fantasía—, todos los días de mi niñez en Eichkamp habrían sido exactamente iguales, un único día de quince años en el que no habría pasado nada, sin altos ni bajos, alegrías ni penas. Quince años de obligaciones y sofocante neurosis obsesiva de un funcionario de bien.

Por supuesto, lo peor eran los domingos. Había que levantarse tarde, por ser domingo. Domingo de 1931 en Eichkamp: El desayuno en la planta de abajo se eterniza y mis padres están serios y formales, por ser domingo. Conversación con monosílabos sobre los huevos, que están demasiado duros o demasiado blandos. Intentos de ser dominicalmente amables entre nosotros e intentos de hablar sobre el tiempo, unas palabras malentendidas, primeros signos de discusión y vuelta al silencio. Lo interrumpe la pregunta absurda y algo malintencionada de si alguien querría servir más café. Vamos de domingo y hay que tener un cuidado de mil demonios para llenar la taza.

En esas situaciones, me acostumbré desde muy pronto a mirar por la ventana, imperturbable y con terquedad. Imaginaba que no estaba sentado en aquella mesa, sino en el jardín, desayunando sobre la hierba, disfrutando y celebrando mi soledad. Sin duda, era una forma perversa y desdeñosa de ignorar a los demás. Ya a los trece años, podía pasar cinco minutos enteros dando vueltas al café ausente por completo, observando con detenimiento cómo se movían los pinos mecidos por el viento, mientras mis padres intercambiaban monosílabos sobre una picadura de abeja, sobre la sirvienta o sobre el estado de nuestro armario barroco. De todas formas, por ostentosa que fuera mi ausencia, nadie se percataba. En nuestra familia, nadie se percataba de nada. Estábamos sentados como marionetas, incapaces de acercarnos al otro. Colgábamos de hilos.

Terminado el desayuno, había ciertos momentos álgidos. Mi padre daba cuerda al reloj de pie que daba lustre al comedor y que parecía un ataúd enorme puesto de pie contra la pared. Desatrancaba el tablero tallado de madera de roble, abría con ceremonia la puerta de cristal y sacaba la llave gigante de latón de la vitrina. Acto seguido, paraba el pesado péndulo con un toque decidido de la mano. Desaparecía el tictac. En la habitación el silencio era opresivo, hasta que daba cuerda al resorte y el engranaje comenzaba a girar y a rechinar. El polvo subía en remolinos por el aire. El procedimiento se repetía porque también había que reajustar el repique del carillón, por supuesto. Y así, era como si mi padre transmitiera su fuerza por arte de magia a resortes y engranajes, que podían seguir haciendo tictac y repicando una semana más. Estaba todo listo para que comenzara la semana: el deber del domingo estaba cumplido, y la caja del reloj, cerrada. Entonces encendía un puro Boenicke que costaba veinte peniques.

Después llegaban las discusiones de siempre por la visita a la iglesia. Aunque jamás lo entendí, se había decidido que uno de nosotros debía acudir a la iglesia cada domingo. No es que fuéramos devotos ni creyentes, pero aun así... Mi padre quedaba descartado automáticamente por consideración, dado que era protestante y los protestantes de Berlín no van a misa. Por su parte, mi madre siempre había tenido una gran necesidad de aliento espiritual y le gustaba el contacto con poderes superiores (incluso antes de Hitler). En la iglesia, esperaba encontrar apoyo y consuelo. También le recordaba sus días en el convento y eso le hacía sentir bien. Por desgracia, sin embargo, su mala salud rara vez se lo permitía. Como casi todas las mujeres, tenía el corazón delicado y, precisamente los domingos a eso de las once, en el momento exacto en el que se disponía a ponerse el imprescindible abrigo de piel, era fácil que sufriera una de sus taquicardias repentinas. Cuando eso ocurría, había que salir corriendo a por las gotas y tumbarla en el sofá. Así las cosas, lo de ir a misa solía tocarme a mí. Le caía en suerte al más débil. Yo tenía doce años y no era católico ni protestante, no era nada, como casi todos los habitantes de Eichkamp. En todo caso, era el pequeño de la familia, no podía defenderme y tenía que acudir a la iglesia en representación de toda ella, como el chivo expiatorio de los judíos.

Así eran más o menos las cosas en Eichkamp antes de Hitler. A mediodía, olía por todas partes a carne en adobo o a cabeza de ternera, a espinacas y colinabo. Al volver, tenía que contar lo que había dicho el cura, pero nunca me enteraba bien ni hacía por que la cosa cambiase. Aquello sacaba de sus casillas a mi madre, que, exagerando las maneras, empezaba a manejar el cuchillo y el tenedor con gesto estirado y elegante, hurgando en las patatas como si sostuviera unos palillos chinos entre los dedos. Parecía que, con esos gestos rituales y elaborados, pudiera disipar los remordimientos por mi falta de fe. A veces, mi padre hacía un comentario burlón sobre el catolicismo mientras se ponía la servilleta en el cuello, a lo que mi madre siempre respondía sentándose todavía más envarada. Entonces comenzaba la discusión y, mientras discutían, nos pedían que les pasáramos la salsa o las patatas y yo me ponía a mirar por la ventana.

Por la tarde, a las tres en punto, íbamos al cine. Pase infantil: entrada, treinta peniques. Casi nunca me apetecía ir, pero tenía que acompañar a mi hermana al Rivoli de Halensee siempre a la misma hora. De nuevo ese vagar sin sentido ni propósito por las calles de Eichkamp, yendo de un lado para otro como marionetas movidas por hilos, cerca, pero sin tocarnos. Poco antes de llegar a Halensee, pasábamos por los talleres del Reichsbahn. El camino atravesaba luego un túnel largo y oscuro, paredes grises de hormigón, curvas de techos bajos y, de repente, la luz: una calle larga y triste, el silencio de las afueras, adoquines, trozos de papel y malas hierbas en las cunetas, un inesperado mundo proletario. En esa calle vivían los trabajadores del Reichsbahn. Las casas eran grises, monótonas y deslucidas, al estilo de cuartel prusiano de los años ochenta del XIX, con caras ajadas por el trabajo tras las ventanas. Mis padres nos habían advertido que esos eran «los rojos». Apenas podía yo imaginar qué habría detrás de aquel nombre, pero bastaba verlos para saber que los rojos eran peligrosos. También debía de haber una razón para que pasaran una existencia miserable entre Eichkamp y Halensee, en una especie de tierra de nadie de Berlín y como detrás de los muros de una prisión. Esa era la chusma roja. «Chusma» era la palabra favorita de mis padres para todos los que estaban por debajo de nosotros: obreros, personal de servicio, mendigos y los afiladores que tocaban al timbre por la mañana, con la verdadera intención de desvalijarnos, por supuesto.

También vivía chusma roja en la periferia oriental de Eichkamp, poco antes de llegar a la estación. Era una zona de casas baratas que la Organización de Beneficencia Obrera7 había levantado poco antes, para consternación de los habitantes de Eichkamp de toda la vida. Las casitas eran tan sencillas y de tan mala calidad como las nuestras, verdaderas gotas de agua, pero mis padres se empeñaban en decir que eran algo completamente diferente, productos de fabricación en serie miserables y chapuceros que desentonaban con el estilo respetable de los residentes de siempre. De todas formas, era cierto que los rojos de esa zona vivían de otra manera que nosotros. Las casas quedaban al fondo de unos jardines largos y estrechos, como si quisieran esconderse. Unos caminitos de piedra flanqueados por flores llevaban hasta la puerta de entrada, con gallinas correteando alrededor y mujeres con delantales a la cintura y tocas de color azul claro en la cabeza, llevando tinas de madera y palanganas de metal de un lado a otro, bulliciosas y atareadas con las maneras de las trabajadoras alemanas. Qué extraño y ajeno era ese mundo en el que nunca había puesto un pie. Durante nueve años, pasé por delante de los cercados de los rojos con la cartera bajo el brazo y una mezcla de curiosidad y desprecio; al fin y al cabo, estaba en el instituto e iba a ser el primero de la familia en llegar a la universidad. Solo me atrevía a mirar de reojo aquel mundo lejano, apartado, prohibido e inferior, con esperanza y miedo hacia los de abajo. Esperanza y miedo de que los rojos invadieran Eichkamp.

Nuestro Eichkamp era algo más elevado y decente. Mi madre nunca llevaba toca azul ni acarreaba palanganas de acá para allá. En cambio, solía estar enferma y hablaba de su delicado estado de salud, lo que le confería una aureola de superioridad. Nunca supe cuál era su dolencia, pero solía valerle la ayuda de sirvientas que olían a sudor, costaban treinta marcos al mes, tenían los antebrazos gordos y blandos y, por lo general, acababan despedidas de manera fulminante —como decían mis padres— al cabo de cuatro o cinco meses. Siempre se quedaban embarazadas y, de pequeño, asociaba el embarazo con el olor a sudor. Al tiempo, habría de saber que «las de la chusma» eran indescriptiblemente obscenas y lascivas, que los domingos tenían un comportamiento disoluto con soldados y que, al cabo de cinco meses, el cielo castigaba esa falta de moralidad con una criatura.

En casa, nunca me explicaron de dónde vienen los niños. Además de apolíticos, mis padres eran aeróticos y asexuales. Puede que vaya todo unido. Callaban lo mismo de amor que de política. Era todo demasiado vulgar. Sin embargo, lo que debía de ser vulgar y grosero hasta lo indecible era el sexo. Cuando tenía dieciséis años y hacía tiempo que me masturbaba, como todos los muchachos de Eichkamp, mis padres debieron de advertir algo y tuvieron una larga conversación. En efecto, algo advirtieron.