La Casa Nucingen - Honoré de Balzac - E-Book

La Casa Nucingen E-Book

Honore de Balzac

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Escrita en 1837, "La casa de Nucingen" es considerada por la crítica como la novela más venenosa de "La comedia humana" y forma parte del tomo centrado en la temática de las altas finanzas. "—Puedo concebir que una mujer rica le haya solucionado la vida a Rastignac, y se la haya solucionado bien; pero ¿de dónde sacó su fortuna personal? —preguntó Couture—. Una fortuna tan considerable como la que tiene hoy en día debe haber salido de alguna parte. Y nadie lo ha acusado nunca de que se le hubiera ocurrido un buen negocio. —Heredó —dijo Finot. —¿De quién? —dijo Blondet. —De los tontos con los que se fue encontrando —añadió Couture. —No se ha quedado con todo, hermosos míos —dijo Bixiou—: … Reponeos de un espanto tan grave. Vivimos unos tiempos muy amigos del fraude." Godofredo de Beudenor, un antiguo diplomático, desea pasar página en su vida y empezar de nuevo. Por eso, decide vender sus propiedades y confiar su capital a Nicingen, famoso banquero parisino de origen alsaciano. Poco después, durante un baile en casa de Nucingen, Godofredo conoce a Isaura d'Aldrigger, la huérfana de un banquero alsaciano con el que Nucingen empezó su carrera. Godofredo e Isaura se enamoran y deciden casarse y continuar viviendo sin preocuparse por su futuro financiero, el cual parece estar en las buenas manos de Nucingen. Lo que Godofredo no se imaginaba es que Nucingen estaba preparando uno de sus golpes para vaciar su casa y desaparecer sin dejar rastro. Esta obra ofrece un retrato fiel del mundo financiero parisino y tiene gran valor documental. Además, se trata de un texto representativo del mundo que Balzac creó con su comedia humana, ya que está repleto de personajes clásicos y prevalentes en la obra de Balazac. La mansión Nucingen fue llevada a la gran pantalla en 2008 a manos del cineasta francés Raoul Ruiz.

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Seitenzahl: 133

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Honoré de Balzac

La Casa Nucingen

 

Saga

La Casa Nucingen

 

Original title: La Maison Nucingen

 

Original language: French

 

Copyright © 1838, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726672480

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Sabido es lo delgados que son los tabiques que separan los reservados en los más elegantes cafés de París. En Véry, por ejemplo, el salón de mayor tamaño lo divide en dos una mampara que se coloca y se retira a voluntad. No sucedió ahí la escena, sino en un sitio agradable que no me conviene nombrar. Éramos dos, y diré, en consecuencia, igual que el Prudhomme de Henri Monnier: «No querría comprometerla». Estábamos jugueteando con los manjares de una cena exquisita por más de un concepto, en un saloncito en donde hablábamos en voz baja, tras haber comprobado la poca consistencia del tabique. Habíamos llegado al asado sin que hubiera vecinos en el recinto contiguo, en donde sólo sonaba el chisporrotear del fuego. Dieron las ocho y oímos fuerte ruido de pisadas; se cruzaron frases, los mozos trajeron velas. Todo ello nos puso al tanto de que la sala estaba ocupada. Al reconocer las voces, supe con qué personajes nos las teníamos que haber.

 

Eran cuatro de los más atrevidos cormoranes nacidos en la espuma que corona las olas continuamente renovadas de la generación actual: agradables muchachos de existencia problemática, a quienes no se les conocen ni rentas ni posesiones y que viven bien. Estos ingeniosos condottieri de la Industria moderna, que se ha convertido en la más cruenta de las guerras, les dejan los desvelos a sus acreedores, se quedan con los goces y no tienen más preocupación que la indumentaria. Son, por lo demás, tan valientes que se fumarían, como Jean Bart, un puro subidos a una tonelada de pólvora, quizá para no faltar a su papel; más burlones que las gacetillas, tan burlones que se burlan de sí mismos; perspicaces e incrédulos, rebuscadores de negocios; ávidos y pródigos; envidiosos del prójimo, pero satisfechos de sí mismos; penetrantes políticos a salto de mata, que todo lo analizan y todo lo adivinan, y no han podido aún salir a flote en los ambientes en los que quieren destacar. Sólo uno de los cuatro había ido a más, pero únicamente había llegado al pie de la escala. Tener dinero es lo de menos, y un advenedizo no sabe cuánto camino le falta aún por recorrer sino tras seis meses de lisonjas. Poco hablador, frío, estirado, sin ingenio, ese advenedizo, llamado Andoche Finot, tuvo el arrojo de humillarse ante quienes podían serle útiles y la agudeza de mostrarse insolente con aquéllos a quienes no necesitaba ya. A semejanza de alguno de los personajes grotescos del ballet de Gustave, es marqués por detrás y villano por delante. Ese prelado de la industria mantiene a un caudatario, Émile Blondet, redactor de prensa, hombre ingeniosísimo, pero deshilvanado, brillante, capaz, perezoso, conocedor de que lo explotan y consentidor en ello, pérfido o bondadoso por capricho; uno de esos hombres que agradan, pero a los que no se estima. Sagaz como doncella de obra cómica, incapaz de negarle la pluma a quien se la pide ni el corazón a quien se lo pide prestado, Émile es el más atractivo de esos hombres-mujerzuelas de quienes dijo el más original de nuestra grey de ingeniosos: «Me gustan más con zapatos de satén que con botas». El tercero, de nombre Couture, se mantiene con la Especulación. Injerta un negocio en otro, el éxito de uno compensa el fracaso de otro. Y vive, por lo tanto, a flor de agua, lo sustenta la fuerza nerviosa de su juego, la forma seca y audaz de cortar la baraja. Bracea acá y acullá, buscando en el inmenso mar de los intereses parisinos un islote lo suficientemente discutible para poder darle acogida. No está, por descontado, donde le corresponde. En cuanto al último, el más malicioso de los cuatro, bastará con decir su nombre: Bixiou. No es ya, por desdicha, el Bixiou de 1825, sino el de 1836, el misántropo bufo a quien se le conoce más ingeniosa facundia y más mordacidad, un demonio enrabietado por haber despilfarrado tanto talento para nada, furibundo por no haberse hecho con su pecio durante la última revolución, que a todos y cada uno les da la patada que les corresponde como un auténtico Pierrot de Les Funambules, que se conoce de carrerilla su época y las aventuras escandalosas y las engalana con sus ocurrentes inventos, que brinca por encima de todos los hombros como un payaso mientras intenta dejarles marca, como un verdugo. Tras haber satisfecho las primeras exigencias de la gula, nuestros vecinos llegaron al punto de la cena en que nosotros estábamos: los postres; y, gracias a nuestra queda compostura, se creyeron a solas. Entre el humo de los puros, con ayuda del vino de Champaña, mediante las fruslerías gastronómicas del postre, se entabló, pues, una íntima charla. Marcada con ese ingenio gélido que endurece los sentimientos más elásticos, frena las inspiraciones más generosas y presta a la risa un toque chillón, aquella plática, rebosante de esa agria ironía que convierte el regocijo en sarcasmo, mostró el decaimiento de almas sin más recursos que los propios, sin más meta que satisfacer el egoísmo fruto de la paz en que vivimos. Únicamente aquel panfleto contra el hombre que Diderot no se atrevió a publicar, El sobrino de Rameau, aquel libro que no es desaseado sino para dejar algunas llagas al aire, puede compararse con este otro panfleto expuesto sin segunda intención alguna, donde ni la palabra respetó lo que el pensador aún debate, donde sólo edificaron con ruinas, donde negaron todo, donde nada más admiraron lo que el escepticismo prohíja: la omnipotencia, la omnisciencia, la omniconveniencia del dinero.

 

Tras haber dirigido el fuego graneado contra el círculo de los conocidos, la maledicencia comenzó a fusilar a los amigos íntimos. Me bastó con una seña para manifestar el deseo de quedarme y atender cuando Bixiou tomó la palabra como veremos a continuación. Oímos entonces una de esas terribles improvisaciones a las que ese artista debe la reputación que tiene ante unas cuantas cabezas de vuelta de todo; y, por más que interrumpida con frecuencia, reanudada y vuelta a reanudar, mi memoria la tomó en taquigrafía. Ni opiniones ni forma, nada encaja en las condiciones literarias. Pero es que así fue: un batiburrillo de cosas nefastas que describen nuestra época, a la que sólo se le deberían contar, por cierto, historias de éstas, cuya responsabilidad dejo por lo demás a su principal narrador. La pantomima, los ademanes relacionados con los frecuentes cambios de voz a los que recurría Bixiou para retratar a los interlocutores que salían a colación debían de ser perfectos, pues sus tres oyentes lanzaban exclamaciones de aprobación e interjecciones regocijadas.

 

—¿Y Rastignac te dijo que no?

 

—preguntó Blondet a Finot.

 

—Categóricamente.

 

—Pero ¿lo amenazaste con la prensa? —dijo Bixiou.

 

—Se echó a reír —contestó Finot.

 

—Rastignac es el heredero directo del difunto De Marsay; irá lejos tanto en política como en sociedad —dijo Blondet.

 

—Pero ¿cómo hizo dinero? —preguntó Couture—. Estaba, en 1819, con el ilustre Bianchon, en una pensión mísera del Barrio Latino. Su familia comía abejorros tostados y bebía vino de pasto para poder mandarle cien francos al mes; las propiedades de su padre no valían mil escudos; tenía a su cargo a dos hermanas y un hermano, y ahora…

 

—Ahora tiene una renta de cuarenta mil libras —siguió diciendo Finot—. Dotó espléndidamente a las hermanas, que se han casado muy bien, y le ha dejado a su madre el usufructo de las propiedades… —En 1827 —dijo Blondet— todavía lo vi sin una perra.

—Eso fue en 1827 —dijo Bixiou.

—Bueno —añadió Finot—. ¡Pues ahora lo vemos en trance de convertirse en ministro, en par de Francia y en todo lo que quiera ser! Hace tres años que terminó con Delphine como Dios manda y no se casará como no sea sobre seguro. ¡Él sí que puede aspirar a una joven de la nobleza! El buen mozo tuvo el sabio criterio de arrimarse a una mujer rica.

 

—Amigos míos, tenedle en cuenta las circunstancias atenuantes —dijo Blondet—. Cayó en las manos de un hombre hábil al salir de las garras de la miseria.

 

—Conoces bien a Nucingen —dijo Bixiou—; en los primeros tiempos, a Delphine y a Rastignac les parecía bueno; era como si para él una mujer en su casa fuera un juguete, un adorno. Y esto es lo que, en mi opinión, hace a este hombre tan directo: Nucingen no se recata en decir que su mujer es el símbolo de su fortuna, algo indispensable, pero secundario en la vida a alta presión de los políticos y los grandes financieros. Dijo, delante de mí, que Bonaparte había sido más necio que un burgués en sus primeras relaciones con Josefina y que, después de haber tenido el coraje de usarla de estribo, cayó en el ridículo de querer convertirla en compañera.

 

—Todo hombre superior está en la obligación de tener opiniones orientales acerca de las mujeres —dijo Blondet.

 

—El barón ha amalgamado las doctrinas de Oriente y las de Occidente en una deliciosa teoría parisina. De Marsay lo horrorizaba, porque no se dejaba manejar, pero Rastignac le agradó mucho y le sacó el jugo sin que lo notara: le largó todas las cargas de su vida doméstica. Rastignac se echó a cuestas todos los caprichos de Delphine, la llevaba al Bosque de Boulogne, la acompañaba a los espectáculos. Ese gran politiquillo se ha pasado la vida durante mucho tiempo leyendo y escribiendo notitas primorosas. Al principio, Eugène tenía que aguantar riñas por naderías, se alegraba con Delphine cuando ella estaba alegre, se entristecía cuando ella estaba triste, aguantaba la carga de sus jaquecas y de sus confidencias, le entregaba todo su tiempo, todas sus horas, su preciosa juventud para colmar el vacío de la ociosidad de esa parisina. Delphine y él celebraban serios conciliábulos para decidir cuáles eran los atuendos más indicados; Rastignac padecía el fuego de los enfados y los disparos de las burlas mientras ella, por la ley de la compensación, se mostraba encantadora con el barón. El barón se reía para su capote; luego, cuando veía a Rastignac a punto de desplomarse bajo el peso de esas cargas, hacía como si sospechase algo y unía a los dos amantes en un temor compartido.

 

—Puedo concebir que una mujer rica le haya solucionado la vida a Rastignac, y se la haya solucionado bien; pero ¿de dónde sacó su fortuna personal? —preguntó Couture—. Una fortuna tan considerable como la que tiene hoy en día debe haber salido de alguna parte. Y nadie lo ha acusado nunca de que se le hubiera ocurrido un buen negocio.

 

—Heredó —dijo Finot.

 

—¿De quién? —dijo Blondet.

 

—De los tontos con los que se fue encontrando —añadió Couture.

 

—No se ha quedado con todo, hermosos míos —dijo Bixiou—: … Reponeos de un espanto tan grave.

 

Vivimos unos tiempos muy amigos del fraude.

 

»Voy a contaros los orígenes de su fortuna. ¡Para empezar, el hombre tiene talento! Nuestro amigo no es un buen mozo, como dice Finot, sino un gentleman que conoce el juego, que conoce las cartas y a quien respeta la galería. Rastignac tiene cuanto ingenio es preciso en un momento dado, igual que un militar que no invirtiera su valor sino a ochenta días, con tres firmas y garantías. Parecerá cortante, cabezota, sin continuidad en las ideas, pero si surge un negocio serio, un apaño del que merezca la pena estar pendiente, no se desperdigará, como haría Blondet aquí presente y que disputa, entonces, por cuenta del vecino; Rastignac se ensimisma, se agazapa, estudia el lugar contra el que hay que arremeter, y se lanza a paso de carga. Con el valor de Murat, deshace los cuadros de infantería, a los accionistas, a los fundadores y todo el tinglado: cuando la carga ha hecho mella, regresa a su vida muelle y despreocupada, vuelve a ser el meridional, el voluptuoso, el que dice futilezas, el ocioso Rastignac, que se levanta a las doce de la mañana porque no se acostó en todo el tiempo que duró la crisis.

 

—Todo eso está muy bien; pero a ver si llegas a lo de la fortuna —dijo Finot.

 

—Bixiou no dará más que una carga —añadió Blondet—. La fortuna de Rastignac es Delphine de Nucingen, una mujer notable en la que se suman la audacia y la previsión.

 

—¿Es que te ha prestado dinero? —preguntó Bixiou.

 

Estalló una carcajada general.

 

—Tenéis todos una opinión equivocada de ella —le dijo Couture a Blondet —; su talento consiste en decir cosas más o menos picantes, en querer a Rastignac con una fidelidad molesta y en obedecerlo ciegamente; toda una italiana. —Si dejamos aparte el tema del dinero —dijo con acritud Andoche Finot.

 

—Vamos, vamos —siguió diciendo Bixiou con voz melosa—, después de lo que acabamos de comentar, ¿se atreverá alguien a reprocharle al pobre Rastignac que haya vivido a costa de la Casa Nucingen, de que le pusieran piso ni más ni menos igual que hizo tiempo ha nuestro amigo Des Lupeaulx con la Torpedo? Sería caer en la vulgaridad de la calle de Saint-Denis. Para empezar, y hablando en abstracto, como dice Royer-Collard, la cuestión puede soportar airosa la crítica de la razón pura; y en cuanto a la crítica de la razón impura…

 

—Ya está lanzado —le dijo Finot a Blondet.

 

—Pero si es que está en lo cierto —exclamó Blondet—. Es un tema muy antiguo; fue la bien conocida clave del famoso duelo a muerte entre La Châteigneraie y Jarnac. A Jarnac lo acusaban de hallarse en excelentes relaciones con su suegra, que contribuía al boato de aquel yerno querido en exceso. Cuando algo es tan cierto, no debe decirse. Por abnegación para con el rey Enrique II, que se había permitido esa maledicencia, La Châteigneraie la dio como propia; y de ahí vino aquel duelo que aportó a la lengua francesa la expresión «estocada de Jarnac» para un ataque imprevisto.

 

—¡Ah! ¿El dicho viene de tan antiguo? Entonces es noble —dijo Finot.

 

—Podías no saberlo siendo como eres ex propietario de diarios y revistas —dijo Blondet.

 

—Hay mujeres —siguió diciendo Bixiou muy serio—, y hay también hombres que puede dividir la existencia y no entregar sino parte de ella, ¡fijaos en que os fraseo esta opinión ateniéndome al enunciado humanitario! Para esas personas, cualquier interés material queda al margen de los sentimientos; entregan la vida, el tiempo y el honor a una mujer y les parece que no está bien el mutuo despilfarro de ese papel de seda en que va escrito: «La ley castigará al falsificador con la pena de muerte». A la recíproca, esas personas no le aceptan nada a una mujer. Sí, todo se convierte en deshonroso si además de unirse las almas se unen los intereses. Es una doctrina que se profesa y pocas veces se aplica…

 

—¡Bah! —dijo Blondet—. ¡Qué nonadas! El mariscal de Richelieu, hombre galante si los hubo, le concedió una pensión de mil luises a la señora de La Popelinière tras la aventura de la placa de la chimenea. Agnès Sorel, ingenuamente, le brindó al rey Carlos VII toda su fortuna y el rey la aceptó. Jacques Coeur mantuvo a la corona de Francia, que se lo consintió y fue ingrata como una mujer.