La caza del águila - Máximo Canicoba Jaimes - E-Book

La caza del águila E-Book

Máximo Canicoba Jaimes

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Beschreibung

Hunter Jesmai, un periodista consagrado, no consigue dejar atrás su pasado. Al tiempo que trabaja en lo que cree que será la obra cumbre de su carrera, un viejo amor reaparece en su vida, desatando una confusión que llevará a Hunter al borde del abismo. Sus sentimientos hacia ella complicarán la conclusión de su trabajo y ocuparán su mente hasta rayar la obsesión. En una carrera trepidante contra el tiempo, deberá sortear los obstáculos que se interpongan en su camino para llegar a la verdad de la investigación y obtener justicia después de tanto tiempo. Viajando por el mundo, regresando a sus raíces en busca de respuestas, persiguiendo antiguas huellas y conectándose con los más altos jerarcas de Oriente y Occidente, el protagonista se enfrentará a fraudulentos hechos enmascarados por las esferas políticas y empresariales de los Estados Unidos. Pero no sólo deberá luchar contra sus miedos: Henry McKenzie, embajador norteamericano en Argentina será designado para seguirle la pista y evitar a toda costa que la verdad salga a la luz.

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Canicoba Jaimes, Máximo

La caza del águila / Máximo Canicoba Jaimes. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Guardián Literario, 2025.

(Biblioteca de autor)

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-6665-00-3

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A860

© 2025, Máximo Canicoba Jaimes

Corrección de textos: Mónica Costa

Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.

El guardián literario es un sello de Editorial Bärenhaus

Todos los derechos reservados

© 2025, Editorial Bärenhaus S.R.L.

Publicado bajo el sello El guardián literario

Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.

www.editorialbarenhaus.com

ISBN 978-631-6665-00-3

1º edición: marzo de 2025

1º edición digital: febrero de 2025

Conversión a formato digital: Numerikes

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.

Sobre este libro

Hunter Jesmai, un periodista consagrado, no consigue dejar atrás su pasado. Al tiempo que trabaja en lo que cree que será la obra cumbre de su carrera, un viejo amor reaparece en su vida, desatando una confusión que llevará a Hunter al borde del abismo. Sus sentimientos hacia ella complicarán la conclusión de su trabajo y ocuparán su mente hasta rayar la obsesión.

En una carrera trepidante contra el tiempo, deberá sortear los obstáculos que se interpongan en su camino para llegar a la verdad de la investigación y obtener justicia después de tanto tiempo. Viajando por el mundo, regresando a sus raíces en busca de respuestas, persiguiendo antiguas huellas y conectándose con los más altos jerarcas de Oriente y Occidente, el protagonista se enfrentará a fraudulentos hechos enmascarados por las esferas políticas y empresariales de los Estados Unidos. Pero no sólo deberá luchar contra sus miedos: Henry McKenzie, embajador norteamericano en Argentina será designado para seguirle la pista y evitar a toda costa que la verdad salga a la luz.

Sobre Máximo Canicoba Jaimes

Nació en Argentina. Tiene veintidós años y vive en el barrio porteño de Palermo. Sus grandes pasiones son el fútbol y la escritura. A los doce escribió Mil emociones, su primer libro de cuentos de fútbol con una impronta bien xeneize, la cual lo caracteriza. Hasta los dieciséis jugó en Platense. Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos Aires. Pasando por la literatura de Horacio Quiroga, Francis Scott Fitzgerald y Fiódor Dostoievski, siempre creyó que la escritura es la cristalización del espíritu, donde la verdad sale a la luz.

IG: @mayu_canicoba

Índice

Cubierta

Portada

Créditos

Sobre este libro

Sobre Máximo Canicoba Jaimes

Dedicatoria

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

XXXI

XXXII

XXXIII

XXXIV

XXXV

XXXVI

XXXVII

XXXVIII

XXXIX

Hitos

Tabla de contenidos

A mi dulce novia,

quien volvió real un personaje ficticio.

 

A mi madre y a mi padre,

sin ellos esto no hubiera sido posible.

I

Hunter abrió los ojos. Lo primero que vio fue el techo descascarado de su casa, que era atravesado por una gran tela de araña. Exceptuando ese detalle su cuarto estaba bien cuidado y además rebasaba de originalidad. Las paredes de su habitación eran amarillas y había varios cuadros colgados: personajes como Blondie y Hendrix exhibían sus rostros, a la par de una fotografía de una bicicleta. El piso estaba cubierto por una alfombra de estilo victoriano color bronce; al lado de su cama había una mesa de luz y del otro lado una biblioteca repleta: tomos sobre estrategia militar, las obras completas de Dostoievski, Oliver Twist, la biografía de Mao Tse Tsung… y en uno de los estantes una fotografía de él junto a una chica; ella sonreía mordiéndose el labio mientras Hunter le besaba la mejilla. Por la ventana que daba la espalda a la cama escuchó el arranque de un automóvil, y el rugir del motor introdujo a Hunter en el desvarío habitual del mundo.

Despejándose los rulos castaños de la frente se observó en su antiguo espejo de mesa; este tenía unas roturas en la base, aunque para Hunter eso demostraba valor existencial. Su reflejo devolvía esos vivos y profundos ojos miel, que se llevaban todo el baboso amor de su madre cuando era chico. Así como no lograba escapar de ese maternal cariño, tampoco podía escapar de la insoportable transparencia de sus pupilas, que delataban sus sentimientos a simple vista. Tenía unas cejas muy tupidas, pero que armonizaban con el resto de sus facciones. La barba de hacía unas semanas atrás tapaba su expresión más infantil.

Bajó de la cama y se acercó a la ventana con pasos amplios, dejando bailar su camisa de noche. Le quedaba apenas suelta, y su espalda mostraba una postura firme y musculosa, pero no en exceso. En una ojeada veloz halló la casa de ladrillos de su vecina Luisa; a través de la ventana la veía caminar por la habitación, moviendo sus curvas pronunciadas mientras acomodaba lo que parecía ser el desorden de la noche anterior; se agachaba y recogía ropa, iba de una punta a la otra y guardaba pilones en el armario, todo bajo la atenta mirada de Hunter, que no se perdía ni un segundo de esa morena suavidad; caminaba por el cuarto sin advertir que estaba siendo observada. Sin interrumpir su visualización, manoteó el cigarro que yacía a medio morir en su cenicero, lo encendió y manteniéndolo en la boca comenzó a hacer lagartijas contra el alféizar de la ventana: “Uno, dos, tres, cuatro”, murmuraba a la vez que inspiraba grandes bocanadas del cigarro de tabaco y marihuana. Satisfecho al llegar a las veinte, apagó el faso en el cenicero y se dirigió al baño. Tosió roncamente y se miró al espejo. Su rostro no reflejaba muchas arrugas, su amplia frente inspiraba lozanía; los verdaderos pliegues yacían dentro de él. Abrió la canilla y bebió un poco de agua, se lavó la cara y los dientes, y bajó por las escaleras que llevaban tanto al garaje como a la cocina de su casa, y se dirigió a esta última.

Del teléfono salía la voz de un mensaje postergado, Hunter lo desoía mientras tarareaba “That old feeling”; sus expresiones de gusto eran provocadas por la trompeta y voz de Chet Baker. Entretanto el disco de pasta giraba, Hunter marcaba el compás con su pie. El equipo de sonido AKAI les procuraba una gran fidelidad a los emotivos aullidos; el estéreo solía ser de su padre Ramón, lo había comprado en los años setenta dejando una buena moneda, pero, según él, un buen sonido no tenía precio; ahora Hunter lo cuidaba como una reliquia.

Mientras bailaba se deslizó sobre el piso de madera flotante, en dirección a su roja heladera Siam, la abrió de un latigazo y sacó la leche y unos cubos de hielo; enfrentada a la heladera se encontraba una larga barra de madera encerada, y arriba de ella una repisa en la que se exhibían distintos licores, dispuestos uno al lado del otro en un estante cuales trofeos; ginebra; Cointreau; Johnnie Walker; Jack Daniels, viejos conocidos le miraban desde arriba con aprobación. Estirando su fuerte y moreno brazo bajó la botella de Jack Daniels Honey.

En un bowl echó los cubos de hielo, el Jack, la leche y unos cereales de chocolate, sus favoritos. Engullía su desayuno mientras anotaba en una libreta: “Elegir asientos de viaje a Panamá; investigar índices de inversión del gobierno neuquino y de la Overseas Private Investment Corporation”. Al terminar, dejó el bol reposando en la bacha metálica y tomó una naranja, la cortó a la mitad y hundió sus dientes en los gajos.

Unas Puma Suede celestes, el pantalón de jean holgado traído del exterior y una camisa florida envolvían el cuerpo de Hunter. Fue hacia el centro del living, donde estaba su televisor sobre una mesa rodante, enfrente a él estaba su sillón Chesterfield marrón y entre el medio de ambas una mesa ratona de cristal. Se recostó en el sillón y encendió el televisor.

—Las noticias informan: “Rusia puja por territorios inhóspitos en el oeste asiático; La renga se presenta en Huracán; El presidente de la nación Raúl Lopemedio anunció el nuevo plan de infraestructura comercial entre Estados Unidos y Argentina; “Estados Unidos continúa en conflicto político con Irak”.

Mientras escuchaba las noticias observó su viejo reloj Harley Davidson; el velocímetro marcaba las 10 de la mañana. Estiró sus piernas plácidas, revoloteó por el living y salió a la calle.

El aroma del sereno en el césped indujo a Hunter en una positividad natural, como si en su imaginación pudiese revivir momentos de su pasado rural. Su rostro ya despierto y sus ojos miel paseaban por el espectáculo callejero; la señora de la esquina paseaba a su Poodle bizco y flácido, una pareja joven se tomaba de las manos e iba embobada; otro tipo venía calle arriba con una remera tres cuartos, de mangas amarillas y torso blanco. Por supuesto, nunca faltaba el inadaptado que quebraba esa bella calma con un bocinazo, aquellas eran las situaciones que Hunter no digería bien y lograban que sus cables se cruzaran generando chispazos.

Un día como cualquiera, pero varios años atrás, reventó de un golpe a un idiota que iba manejando desenfrenadamente. Una señora de unos ochenta años se encontraba cruzando la calle cuando no le correspondía el paso; la Renault 5 Turbo corría chirriante calle abajo y al llegar al cruce por poco hace volar a la anciana diez metros hacia el cielo. Justo antes de frenar estampó su bocina en el ambiente, aturdiendo a Hunter de tal manera que le causó un dolor de cabeza que le duraría todo el día. La escena fue tan repentina y pasmosa que la abuela estuvo a punto de caer desmayada al suelo, solo corriendo llegó Hunter a alcanzar su cuerpo que caía inerte. Para colmo el idiota comenzó a gritar que salieran del camino.

—Muévanse, imbéciles —gritó mientras sus ojos segregaban una ira amarillezca cual bilis. Tenía la clásica cara de boludo, indescriptible pero fácil de reconocer. Colocando rápidamente a la mujer en la pared de un local se dirigió al automóvil; el pendejo puteaba con deleite, pero Hunter no escuchaba, solo avanzaba impasible hacia el auto. Al llegar tomó por el cuello al muchacho, sacó mitad de su cuerpo por la ventanilla, y cuando estuvo totalmente a merced le encestó una trompada en el centro de su nariz, que comenzó a sangrar profusamente, a fin de que la próxima vez analizara bien en qué gastaría su aliento.

Hunter no se arrepentía cuando actuaba así, de hecho, se arrepentía cuando no lo hacía.

Se alejó del césped frontal de su casa y fue hacia su Volvo descapotable, en él estaban sus discos; su maletín y sus lentes de sol “Aviador”. Abrió el auto, pescó los lentes y el maletín, y enfiló sobre la calle Francia hacia la estación de tren. El traqueteo lo tranquilizaba enormemente, y era por eso que numerosas veces elegía el trayecto férreo para ir al centro de la ciudad, donde se encontraba su despacho, allí ejercía su trabajo como periodista.

Su viaje fue tranquilo y cultural. Poca gente se hallaba en los vagones y él, de su maletín de cuero negro, sacó su libro “Consolación de la filosofía” de Boecio y examinó algunas páginas; por supuesto ya se encontraba familiarizado con la “rueda de la fortuna” y los numerosos círculos que se encuentran dentro de ella, tan inesperados. Un vagabundo que olía a encierro y a perro mojado hablaba solo, mientras se atoraba en frases inaudibles; Hunter lo miraba de reojo, como si fuera importante no desapegarse. El pobre hombre llevaba unos harapos y miraba al infinito con el vacío del despojado. Por un largo rato Hunter continuó prestando atención a ese triste paisaje. Le recordaba a la mirada de algunos de los campesinos que supo conocer, que después de terminar el largo día de trabajo veían con esos mismos ojos al crepúsculo dar lugar a la noche; era ese ínfimo momento de calma que terminaba revelando sus pupilas. Hunter los observaba escondido detrás de los árboles, con la curiosidad e inocencia de un niño. Hoy los comprendía.

Llegó a la terminal de Retiro y caminó hasta el edificio donde se encontraba su oficina. Al arribar a la puerta cristalina ya se había topado con un generoso número de simios que iban y venían por las callejuelas céntricas de la ciudad; eran como las estrellas, incontables.

Había excepciones claro está.

Una de ellas era el señor Horacio Jacinto, almacenero de antaño que tenía su puesto a una cuadra de la estación. Lo conoció cuando era apenas un joven, allá por los años setenta. Recordaba muy a menudo sus ojos preocupados, aunque también sus arrebatos locuaces en charlas futbolísticas y de política eran memoriosos. Su pelo canoso era abundante.

Otra singularidad era su vecina.

Pensándolo bien, decidió que finalizado el día laboral hablaría con ella. Detrás de su imaginación exaltada por el placer debía haber una buena noche. Aquellos ojos debían ser dos chispas en la cama… o eso esperaba.

Traspasó la puerta del edificio y saludó al guardia Mario, digno de respeto por su estoicismo y prestancia; su rostro moreno y taimado le recordaba al de un jefe azteca. Subió por el ascensor hasta el decimotercer piso. Su despacho se encontraba al final de un extenso pasillo, cruzado por gélidas ráfagas de aire y decorado con sillones modernos, carentes de gracia.

Su oficina, en cambio, estaba revestida por una enorme fotografía enmarcada contra una de las paredes. La imagen era en blanco y negro, y retrataba un Mustang pilotado por Steve McQueen. Debajo de esta se hallaba un sillón Chesterfield, situado para proveer una vista panorámica del centro de la ciudad, una cómoda de madera, una biblioteca, y una mesa ratona; un escritorio de madera con una máquina de escribir, y un gran butacón reclinable eran su espacio de trabajo. El vidrio que revestía la mesa estaba plagado de calcomanías de viajes, entradas de recitales y pases de prensa de viejos eventos. Ya habían pasado diez años desde que se había instalado allí; anteriormente había trabajado para distintas revistas y diarios, pero luego del éxito y la repercusión de su investigación sobre el conflicto bélico entre Estados Unidos e Irak, decidió alquilar aquella modesta pero brillante oficina y trabajar como freelance. Estaba lo suficientemente ocupado como para mantenerse allí y darse algunos gustos.

En la Remington de su escritorio se veía un artículo periodístico de su autoría. Añadió algunas elucubraciones que tenía rondando en su mente; era un escrito sobre el impacto del narcotráfico en la ciudad de Edimburgo para la revista “El Adversario”. Esos yonquis reventados eran una cosa de locos… la suciedad de los pisos donde “vivían”, el moho arraigado a las paredes de sus cuartos, las cucharas y jeringas descartadas, ver eso con sus propios ojos le heló la sangre, y le hizo pensar cómo ciertos designios son de muerte; estuvo tres meses en Edimburgo, durante su estada se hizo de unos cuantos amigos que se dedicaban a robar comida y cobrar su parte de inadaptados por el seguro social. Durante el tiempo que estuvo allí se le presentó en numerosas ocasiones la posibilidad de probar heroína, pero eso iba mucho más allá de lo que él tenía en mente; podía aceptar unas buenas borracheras constantes y sonantes, incluso algún ácido, pero eso era demasiado.

Marcó el número de teléfono de la aerolínea, y mientras esperaba giraba en su butaca. Lo atendió una muchacha de voz empalagosa, y Hunter le indicó el asiento que quería.

—Sí, sí, primera clase, fila 8, butaca E, claro… al lado de la ventanilla.

Le agradeció y cortó. Debía viajar a Panamá en cuatro meses para encontrarse con dos viejos conocidos, que le facilitarían información importantísima.

El efecto de la luz blanquecina de su oficina hizo que le latiera el ojo. Cómo odiaba esa luz… siempre decía que la cambiaría, pero nunca compraba un nuevo foco. Su sien comenzó a hincharse y tuvo que sostenerse el rostro con la mano, ocultándose, intentando respirar. Con las ruedas de la butaca fue desplazándose por la oficina, hasta quedar bien cerca del cristal que lo dividía del vacío. Contempló el centro de la ciudad desde las alturas; sus ojos miel observaban con cierto pesar, reflejaban ese esplín que comienza poco a poco a sofocar, hasta llegar al tedio, y que hace florecer la vieja añoranza de que el pasado pueda ser rescatado, de que alguno de los ingredientes que condimentan la alegría aparezcan, aunque sea salpicados, todo eso parecían mostrar las húmedas pupilas de Hunter.

Fue hacia la amplia cómoda de madera tallada, sobre ella había una botella de Smirnoff; una jarra llena de jugo de naranja; dos vasos y una cubetera; tomó uno de los vasos y sirvió tres hielos, un quince por ciento de vodka y el resto de jugo. Bebió un gran sorbo y se palpó los labios; estaba hecho con naranjas frescas, podía sentirlo. Del bolsillo de su pantalón sacó una llave, y abrió una de las puertas de la cómoda. Dentro había un pilón de archivos, distintas insignias y un par de trofeos, pero los corrió, y sacó del fondo un largo estuche de roble con ornamentos de plata, que llevaba grabado su nombre y apellido “Hunter Jesmai”. Lo abrió, y su revólver Smith & Wesson resplandeció; lo sacó y con una franela comenzó a limpiarlo, desplazó el tambor y con una varilla repasó todos los orificios y el cañón. Luego la sostuvo un largo rato en su mano, sintiendo el mango frío y comenzó a recordar su niñez.

Era una húmeda mañana, el sol intentaba filtrar sus rayos entre las espesas nubes; los campesinos y peones descansaban profundamente entre el pajonal y la madera. Era domingo y el clima invitaba a pasar el día encerrado en la casa haciendo fiaca, pero Hunter se encontraba un poco alejado del hogar. Estaba en el “polígono”, una invención suya detrás del tambo para practicar tiro. Cuando sus padres dormían, él llevaba cuidadosamente la escopeta de campo e iba a estallar la pólvora. La base de un árbol talado por él le servía para apoyar el objetivo: las botellas de alcohol que dejaba su padre. Pasaba horas allí, con su chaqueta de cazador haciendo volar los cristales; iba afinando su puntería cada vez más, volviéndose uno con el cañón. Se erguía relajado, apuntaba, inspiraba hondo, y disparaba; luego los pájaros salían volando de sus ramas. Se sentía un hombre grande, que inspiraba temor; sabía en el fondo que lo único capaz de proporcionarle a un chico de doce años ese sentir era un arma.

Despejó los cristales rotos de la base y colocó una botella de whisky barato. Tomó distancia y levantó la escopeta. Respiró profundamente y disparó, justo cuando sentía que alguien se acercaba. La botella estalló salpicando el césped.

—Dejá eso, pendejo. —Le dijo Ramón a Hunter, que lo miró desde lo bajo, con un ojo aún cerrado, entregándole la escopeta. Con el arma en mano, su padre se dirigió a donde había estallado la botella, y reconoció que todavía le quedaba licor.

—Ahora vamos a ordeñar a las vacas. —Ramón salió dándole la espalda y se encaminó a la casa. Hunter lo miraba con la cara roja. Lo esperó a mitad de camino entre el tambo y la casa, hasta que su padre salió. Venía con esos ojos desgastados, el entrecejo ceñudo y marcado de los años y una leve joroba. Esa imagen deteriorada se mezclaba en su mente con la de su primera infancia, en la que arreaba el ganado, cabalgaba con prestancia, y jugaba con sus hijos hasta el atardecer, pero luego se perdió en el llano, alejándose, dedicándose a rememorar el océano que tanto extrañaba, o por lo menos eso imaginaba Hunter, ya que hacía tiempo que Ramón no hablaba de sentimientos; en cambio un hermetismo por momentos vulnerable era lo que lo caracterizaba. Mientras iban por el pasto en silencio, Ramón lo miró y le dijo:

—No tirás nada mal.

Hunter lo miró con pequeñez, sonriéndole, y Ramón posó su brazo sobre el hombro de su hijo; así siguieron camino, entre las pasturas dejadas por los caballos y un sol declinante.

Hunter guardó el revólver, cerró la cómoda, y salió de la oficina. Al abrir la puerta pasó al lado de Alicia y ambos tropezaron, sujetándose el uno del otro para evitar caerse. Alicia era una jovencita divina, con pecas en las mejillas y cabello colorado; tenía chispas en los ojos y la boca como una flor; era realmente bella, digna de frenar la marcha para observar. Iba tan suelta y despreocupada por los pasillos, que dejaba a su paso una extraña sensación. Era su secretaria, tenía veinticinco años, y Hunter sabía qué podía hacer y qué no, por eso mismo la trataba con cariño, pero con la distancia marcada de los años.

—¿Cómo estás? No te vi cuando llegué.

—Ahh, sí, tuve que salir un momento a hacer unos trámites… espero que no haya problema.

—No, no para nada, ningún problema.

—¿Te vas a tu casa?

—Sí… estoy cansado, por hoy ya tuve suficiente.

—No te olvides que mañana tenés una reunión con Zabaleta.

—Ahhh, sí, perfecto, ¿a qué hora?

—A las nueve.

—Bueno, nos vemos mañana. —Hunter le dio un beso en la suave mejilla y un leve rubor subió por su rostro. Alicia se alejó, dejando flotar su vestido rojo.

Una vez en la calle se dirigió a la estación de tren. Ya se acercaba a su casa, había dejado el centro atrás. Las calles de su barrio eran únicas, tenían el aire distintivo de los árboles frondosos, y los vestigios de lo que algún día supo ser una experiencia bucólica; iba mirando cada mínimo detalle y se cruzaba con sus guaridas… esas que tanto habían significado para él y ella en ese entonces.

Al pasar por el antiguo puente y la estrambótica garita, vio la espalda de una muchacha de pelo rubio, este levitaba como una ola iluminada por el sol; era voluminoso y sano, la chica tenía el aura que envuelve a la juventud, inexplicable pero que emana energía y dulces aromas. Caminaba con gran postura, sus piernas eran flacas y fuertes a la vez. Hunter miró por la ventana con detenimiento, y a cada paso de la chica su emoción iba acrecentándose, seguía atentamente su perfil mientras el coche avanzaba lento, y en el momento cúlmine que es la revelación del rostro; en ese momento donde el corazón parece salirse del pecho, toda su ilusión se vino abajo. Se sintió un idiota, obviamente no podía ser ella, pero se parecía tanto.

Llegó a su casa; entró directamente por la puerta del garaje; no bien puso un pie dentro su mascota “Indio” se abalanzó sobre él. Era un perro callejero de tamaño grande, con la cola cortada y pelo atigrado, sin duda ese era su mayor atractivo, las manchas y líneas negras que llevaba comenzaban a la altura del hocico e iban expandiéndose por todo su lomo, contrastando con el marrón de su pelo. Lo había sacado de la calle hacía unos cinco años; era un día precioso e iba caminando por Palermo, cuando al girar en una esquina vio una caja de cartón que contenía varios cachorritos. La idea de adoptar un perro nunca había cruzado su mente, le representaba una carga, una responsabilidad… pero cuando vio los ojos de Indio sintió que debía llevárselo. Hasta el día de hoy no comprendía qué había visto en los ojos de ese simple perro, pero desde ese momento fue suyo. Hunter se dirigió a la cocina y tomó un cigarrillo; volvió al garaje, sujetó a Indio de la correa y salió a la calle.

Era una preciosa tarde de febrero, el cielo comenzaba a fundirse en un violeta mezclado con naranja, y pasear con el perro era una buena excusa para ver esa pintura. El calor comenzaba a aminorar, todo parecía perfecto.

La tarde dejó espacio a la noche y Hunter se fue a la cama. Acostado, pensó en qué le depararía el futuro; tenía que ver a Zabaleta, viajar a Panamá para conseguir los últimos datos de su investigación… y su libro estaría más cerca del final. Cuánto había pasado ya desde ese día en el que, con los ánimos vigorosos de la juventud, decidió encarar un proyecto que, aunque le tomara toda su vida, debía finalizarse. Cuando caía en el cinismo y en el abandono, recordaba a ese Hunter lleno de audacia e ilusiones, y se apeaba de vuelta al camino. Con todo esto en mente, logró conciliar el sueño y dormir.

Al otro día llegó a la oficina a las ocho y media; tenía tiempo de sobra para prepararse y ver a su viejo… conocido, no sabía realmente cómo llamarlo. No eran amigos, ni colegas ni compinches; tenían una buena relación y se veían de tanto en tanto, pero en realidad el hilo entre ellos era un acuerdo para llegar a un punto beneficioso, a veces Hunter debía otorgarle algún soplo como fuente anónima, otras veces era Zabaleta quien jugaba ese papel. Era la clásica relación periodista-funcionario; se necesitan mutuamente para avanzar, pero la destrucción simbiótica es siempre una posibilidad implícita. Cuando Hunter necesitaba datos precisos sobre inversiones, infraestructura, o dinero destinado a obras públicas para sus investigaciones acudía a Hernán, que se lo brindaba a cambio de algún soplo que dejara fuera de carrera a un posible adversario; un escándalo de corrupción, una infidelidad, un problema doméstico, todas eran maneras eficaces de arruinar la reputación de un hombre, y Hunter no tenía problema en ceder en esto. Era por un bien mayor.

Estaba sentado en su butacón, comenzando a dormirse, cuando escuchó la voz de Alicia recibiendo a su invitado. Abrió la puerta y vio los ojos azules de Hernán Zabaleta, que aún relampagueaban por el cruce con Alicia. Era pintón, tenía la mandíbula marcada, una dentadura perfecta y facilidad con las palabras; era ideal para la política, detrás de toda esa apariencia había un tenaz competidor, que no daba el brazo a torcer. Tenía cincuenta años, y parecía conservado en formol.

—Hernán, ¿cómo va todo? —le dijo tomándolo del brazo, mientras Alicia observaba en segundo plano—. Podrías traernos dos cortados, por favor —dijo mirando a Alicia, que se apuró a salir.

Hunter hizo pasar a Hernán a la oficina y se sentaron en el Chesterfield.

—Te traje lo que me pediste —dijo Hernán, abriendo su maletín y sacando una carpeta de papel celeste con varias hojas dentro—. No me fue fácil traer esto, y menos sin que nadie se entere, espero que valga la pena. —Y le sonrió.

—Gracias, Hernán, está perfecto todo esto… ¿están los nombres de los funcionarios que habilitaron el proyecto?

—Míralo vos mismo. En la foja 3 creo que está.

—Ahh, sí. Henry McKenzie, embajador norteamericano en Argentina, encargado de controlar el proyecto de inversión llevado a cabo por la Overseas Corporation en la provincia de Neuquén. Carlos Unzúe también aparece… ¿qué pensás sobre él?

—¿Sobre Carlos? Nada, se da vuelta como una media con tal de subir… como todos, pero a diferencia de otros es tan boludo que quiere siempre estar bien con Dios y con el Diablo y así no podés. Está como secretario de Infraestructura y Vialidad porque necesitan a uno que se coma el garrón cuando las cosas vuelen, porque lo que están haciendo ahí ya es un abuso… pero bueno, por ahora la cosa está tranquila, viste, al ser parte del gabinete y con la justicia como está… no debería saltar nada.

—Claro, sí —dijo Hunter rehuyendo a esos ojos magnéticos—. ¿Y vos, cómo venís? ¿Te están presionando en la Jefatura?

—Está todo un poco enquilombado, la imagen del gobierno estuvo cayendo estos últimos meses y nos están pidiendo “creatividad”. Pero es lo de siempre, bailás con esa hasta que salís reelecto o perdés. Lo más difícil es caer parado después.

Alicia apareció con una bandeja y los dos cafés, los dejó en la mesa frente a ellos y se fue. Hernán siguió con la mirada su partida.

—¿Jugaste ahí? —preguntó Hernán sonriendo.

—No, no… es muy jovencita, y además es mi secretaria. No quiero tener que conseguir otra.

—Está que raja la tierra.

Ambos parecieron estar de acuerdo en ese silencio que flotó unos momentos.

—Qué pedazo de vista que tenés, hijo de puta.

—Ja, ja… no es para cualquiera.

—De eso me doy cuenta.

Observaban el panorama mientras bebían café.

—Che, no te voy a preguntar para qué me pediste esos archivos, ni tampoco te voy a explicar justo a vos el cuidado que hay que tener con los intereses de Estados Unidos, pero sabé que están muy atentos… Esta inversión está cubierta por mucho misterio. Parece una pelotudez que te lo diga así, pero como no tengo mucha idea no te puedo aseverar bien de qué se trata, pero es ultraconfidencial. Son pocos los que tienen acceso… yo tuve que hacer malabares para conseguir eso. Tenelo en cuenta —la sonrisa y toda la caradurez de Hernán parecieron sepultadas, y su semblante ahora poseía seriedad marcial.

—Sí, Hernán. Te tomo la palabra —dijo Hunter.

—Bueno —Hernán sorbió lo que le quedaba de café—. Estamos al habla, ¿eh?

—Sí.

—Dale… y cuidame a la chica. —Hunter se rio en voz alta y así se despidieron.

En la soledad de su despacho volvió a revisar las fojas que tenía en sus manos. Ahora que tenía la información off the record solo bastaba contrastarla con la que el gobierno publicitaba, y el chanchullo se revelaría casi por sí solo. Pero tenía que manejar el asunto con mucho cuidado, no podía precipitarse; y sin duda debía mantener el secreto.

El día continuó y para las 12 Hunter ya había enviado el fax con el artículo sobre los yonquis de Belfast, y el editor jefe de “El Adversario” lo había recibido con poco entusiasmo. Hunter lo puteó entre dientes. Ya eran pocos los que buscaban información veraz mezclada con los ingredientes gonzos de antaño, que todo avispado lector desea leer; ahora se sembraba la condena moral y las rectificaciones de actitud. Había tiempos en los que la prensa escrita era una mezcla entre arte y oficio, ahora solo quedaba la languidez de los achatados periodistas.

Con aburrimiento decidió dejar la oficina. Se dirigió en su Volvo descapotable al barrio de Palermo.

—¿Desea algo más, señor Jesmai? —inquirió el mozo.

—No… Muchas gracias —dijo Hunter con mirada extraviada.

Era un buen camarero Américo, poseía los viejos modales, indispensables para atender un cafetín como el Pingüino. Mientras el sol descansaba en su rostro y el café humeaba, veía pasar a las personas; mujeres coquetas, atorrantes del barrio. Era una esquina peculiar, un rescoldo de antigüedad latía en el corazón del cafetín, esa picardía porteña tan palermitana también. Las torcazas volaban y Hunter era capaz de atraparlas al vuelo.

Decidió marchar, pero antes encendió un puro y se dedicó a observar la mañana con parsimonia. Recordó la noche anterior, en la que sin éxito había buscado a su vecina Luisa. Aunque al llegar al umbral de su casa notó las luces apagadas y un silencio sepulcral, llamó a la puerta. Dedicó nuevamente unos segundos a fantasear con aquel cabello cobrizo, con sus ojos ardientes… realmente deseaba encontrarla.

Mientras las volutas de humo ascendían sobre su cara, cubierta por un sombrero borsalino, meditaba sobre qué hacer en aquella soleada mañana… sin duda que volver a la oficina sería un dolor de cabeza… lo mejor sería ir a Corrientes… y, una vez ahí, posiblemente… entrar en algún cine… sí... sí… Corrientes y Uruguay; allí le espera el San Martín, o una cuadra más y el Lorca le abraza en oscuro silencio… sin duda que era lo mejor.

Bajó en la estación de Tribunales y caminó hasta Corrientes; una vez allí fue hasta el San Martín y ojeó la vidriera… ningún film llamó su atención, y así fue hasta el Lorca. El cristal de la entrada exhibía el afiche de la película “Sus ojos se cerraron” aquella película de antaño que veían sus padres… traspasó el umbral, pagó la entrada correspondiente y se adentró en la sala 1, la mejor de aquel fotomatón a su gusto. Todavía recordaba la primera vez que había ido, la sala se le antojó fascinante; la disposición de los asientos en una descendencia ladeada le recordaba al recorrido de una ola o al de un bandoneón… tenía mística aquella sala.

“Golondrina de un solo verano” clamaba el zorzal criollo en un canto de arrabal. Hunter miraba fascinado la puesta en escena. Buenos Aires, años 30… tiempos del Morocho del Abasto.

En la sala, además de Hunter, había un señor de unos sesenta años con aspecto de paria bondadoso; una muchacha y un joven completaban el paisaje. Finalizada la película, el paria se levantó y arrastró sus pies por la alfombra hacia el exterior; Hunter estaba reclinado y seguía mirando la pantalla, ahora totalmente oscura; quedaban él y la pareja simplemente.

Escuchó unos susurros y risas por lo bajo. Hunter movía su cabeza de lado en lo que parecía un intento por escuchar mejor… le entró una curiosidad insospechada… algo había en una de las voces… de repente la sala quedó silenciosa; Hunter no cambiaba su postura y la pareja no se levantaba. El eco mudo, las butacas rojas, nada cambiaba por allí.

En un aparente arrebato, Hunter se levantó discretamente y caminó en dirección hacia las voces que renacían por lo bajo; a cada paso las frases se hacían más audibles, y Hunter comenzaba a sentir un extraño escalofrío. Se esforzaba por hacer el menor ruido posible, como si caminase sobre cristales rotos, en puntas de pie… sin soltar el aire; ya estaba a pocos metros de ellos cuando la escuchó. No podía ser. Simplemente no podía ser ella. Un pánico helado recorrió su nuca, sin embargo, no dejaba de avanzar en su dirección; esa sensación de vértigo inexplicable solo pueden causarla quienes han provocado un vuelco en la vida de uno… y quizás era por eso que Hunter necesitaba corroborar, ver con sus propios ojos ensimismados. Lo separaba tan solo una fila de butacas, el encuentro era inminente… y allí vio su largo pelo rubio, su inconfundible perfil, la piel tersa de muñeca; allí la vio, hablando y riendo con aquel extraño. No supo qué hacer, seguía inmóvil, como esperando; respiraba entrecortadamente, sus pies eran dos pesadas anclas… de pronto las luces se encendieron e invadieron toda la sala y todo secreto. En un segundo Hunter se volvió y patinó velozmente a la salida.

En ese momento Gabriela se daba vuelta y veía cómo un tipo se marchaba a toda prisa.

Se quedó extrañada por un momento, pensando en quién era el hombre que había estado allí hace unos momentos, dejando a su paso un aroma tan familiar.

 

***

 

Caminaba presurosamente por la calle, como con ojos en la nuca; el aire se le presentaba rancio, las caras extrañas, las miradas vacías. Se dirigía a no sabía dónde, solo necesitaba seguir caminando; el ruido de la calle se le hacía sordo, como si estuviese debajo del agua viendo todo a través de un film. La conmoción no soltaba a Hunter y este se inclinaba al colapso; parecía no comprender lo que sucedió en la sala. No concebía la idea de cruzarse a Gabriela después de tantísimos años, tantísimos años de extrañeza, de ficción.

La última vez que la vio ella partía en un viaje.

—Voy a volver antes de que te des cuenta de que me fui. —Le dijo, mostrando su sonrisa partida. Y había sido así, tanto tiempo había pasado que parecía sepultada toda vivencia con ella. Sin embargo, nada parecía haber cambiado. Todo el escalofrío y el nerviosismo habían puesto a Hunter al límite, como si le hubiesen arrastrado a su pasado a la fuerza, devolviéndolo a su procaz juventud.

Entre tanto, ni se había percatado de que se había detenido frente a una familia de indigentes, que le hablaba, pero él no escuchaba. Acercándose a ellos, todavía sin escuchar, se sentó a su lado.

Poco a poco se fue tranquilizando, dejando a su conciencia respirar; quizás había exagerado con tanto alboroto… sí, a lo mejor sí. Después de todo, ¿por qué se ponía así por tal pequeño suceso? Hace años que no veía a Gabriela, a la cual había admirado y amado con fervor, a la cual le había contado sus secretos y planes… sin embargo ella se mudó de continente sin más que una vana promesa. No debía él, sino ella, alterarse.

De refilón miró a quien parecía ser el padre de aquella familia, no presentaba mal aspecto ni nada por el estilo. Tampoco sus dos hijos y su mujer, simplemente se hallaban en la acera esgrimiendo su desolación. Pensó en que al menos ellos se tenían los unos a los otros.

Él no había podido, o no había querido, o no había sucedido.

—¿Busca algo, señor? —dijo de repente el padre de la familia.

Hunter giró sobre su hombro lentamente y lo contempló durante unos instantes.

—Sí… de hecho sí —Hunter se incorporó extrañado y asintió con su sombrero a modo de saludo.

Sin quererlo, sentimientos invasivos empezaron a alterarlo nuevamente; ahora se preguntaba si habría hecho bien en irse sin más, huyendo como un cobarde de su pasado. No podía tenerse quieto, el fastidio ocupaba su cabeza. Se levantó con estrépito, cavilando. Comenzó a caminar nuevamente hacia el cine, pero a paso lento.