La chica del cumpleaños - Sue Fortin - E-Book
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La chica del cumpleaños E-Book

Sue Fortin

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Beschreibung

"Queridas Carys, Zoe y Andrea, Me gustaría que os unieseis a mí en un fin de semana de aventura por mi cuarenta cumpleaños. Estará lleno de sorpresas y misterios que no os podéis ni imaginar". Las amigas de Joanne aceptan, a regañadientes, la invitación a su cumpleaños. Pronto se verá que hay mucho más de lo esperado detrás de este fin de semana. Una de ellas esconde un secreto. Y Joanne planea revelarlo. Un fin de semana en una casa en el bosque suena divertido, hasta que te das cuenta de que nadie puede escuchar tus gritos de auxilio. Cuatro amigas. Una fiesta para morirse. ¿Quién sobrevivirá? "Conmovedor, vívido, dramático, emocionante, inteligente, brillante y mucho más... cada una de sus páginas vale la pena". Sky's Book Corner "Pasé por todo tipo de emociones leyendo este libro, también pánico y miedo… Una novela brillante". Crooks on Books "Sue Fortin crea, de un modo muy inteligente, una atmósfera de suspense y ritmo que te invita a no parar de leer". Laura's Little Book Blog "Un buen equilibrio entre los acontecimientos de suspense, la profundidad psicológica y el elemento romántico, que culmina en un final sorprendente". Bookboodle

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

La chica del cumpleaños

Título original: The Birthday Girl

© Sue Fortin 2017

© 2020, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK

© De la traducción del inglés, Carmen Villar

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Rudesindo de la Fuente - www.rudydelafuente.com

Imágenes de cubierta: Getty Images y Shutterstock

 

ISBN: 978-84-9139-566-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Cita

Capítulo 1

VIERNES

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

SÁBADO

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

DOMINGO

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

LUNES

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

MARTES

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

MIÉRCOLES

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

A mis encantadoras amigas, Laura, Catherine y Lucie que, sin dudarlo, aceptaron mi invitación de pasar un fin de semana fuera, en nombre de la investigación.

 

 

 

 

 

 

amigo

 

1. sustantivo

Un amigo es alguien a quien conoces y te cae bien, pero con el que no te une ninguna relación de parentesco.

2. sustantivo en plural

Ser amigos, si eres amigo de alguien quiere decir que tú eres su amigo y él es tu amigo.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Las amistades se forjan en torno a los detalles que importan. Afinidad vital, intereses comunes, cosas que gustan y cosas que no, buenas y malas rachas. Las amistades son importantes y son tangibles. Como estrellas en el cielo nocturno, las amigas pueden iluminar la oscuridad. A veces, puede que olvidemos que están ahí y, aun así, sabemos que siempre podremos contar con ellas. También hay amistades que entran en nuestras vidas como una exhalación y nos ciegan con la emoción de la novedad, seduciéndonos con promesas de aventura. Algunas cumplirán con esa promesa, otras se desvanecerán con un chisporroteo e incluso las habrá que cruzarán el cielo nocturno entonando un último hurra antes de desaparecer de nuestras vidas.

Creo que puedo contar a mis mejores amigas con los dedos de una mano, y todavía me sobraría alguno. Joanne, Andrea y Zoe son las estrellas en mi cielo nocturno. Juntas creamos una estupenda constelación. Permanecemos unas al lado de las otras. Nos cuidamos mutuamente. Nos perdonamos.

Esto último me viene a la mente mientras sostengo la invitación en la mano, consciente de que debería aceptar, con elegancia y madurez, la rama de olivo que representa.

 

Queridas Carys, Zoe y Andrea:

Os invito a la celebración de mi cuarenta cumpleaños.

Acompañadme en un fin de semana de aventuras, lleno de misterios y sorpresas que no os podéis ni imaginar.

La gran revelación tendrá lugar la tarde del domingo.

Del viernes 8 al lunes 11 de septiembre.

Nos encontraremos en la catedral de Chichester a las nueve de la mañana del viernes.

 

Un beso,

Joanne

 

P. D.: Como el cumpleaños de Carys es el lunes, he pensado que también podríamos celebrarlo.

 

Hace dos meses, Joanne nos pidió que reserváramos esa fecha o, más bien, ese fin de semana, y nos aseguró que más adelante nos daría más información. Con sumo gusto habría ignorado la llegada de mi trigésimo noveno cumpleaños, pero Joanne había insistido mucho en que ese fin de semana debía ser una celebración doble. También insistió en que, a pesar de ser su cumpleaños, todo el fin de semana iba a ser una sorpresa para mí. Tenía la esperanza de que nos diera los detalles antes, y lo cierto es que avisar justo la noche anterior no dejaba mucho margen, pero hasta ahora se había negado categóricamente a desvelarnos nada.

Le doy la vuelta a la tarjeta y veo que hay un mensaje manuscrito; la alargada, casi puntiaguda, caligrafía de Joanne es inconfundible.

 

P. D. 2: Sé que últimamente las cosas han sido un poco difíciles, pero ya es hora de hacer las paces. Por favor, anímate, es importante que vengas.

 

Me siento a la mesa de la cocina y releo la invitación. No estoy segura de qué va lo de la segunda posdata del reverso, pero suena… raro. Creo que esa es la mejor forma de describirlo. Le doy vueltas a su posible significado, pero antes de que pueda llegar a una conclusión clara, suena mi teléfono móvil.

El nombre de Andrea Jarvis resplandece en la pantalla.

—Holi —respondo mientras me quito las zapatillas de correr.

Pequeñas escamas de barro seco de mi carrera de media tarde campo a través caen desperdigadas por las baldosas del suelo como si fueran sucios copos de nieve. Dejo escapar un suspiro para mis adentros al observar el desastre. A veces parece no haber diferencia entre mi hijo adolescente y yo. Paso por encima de la suciedad de un brinco en dirección a la nevera, la abro, saco una botella de vino y me sirvo una copa, algo que normalmente me reservaría para la noche del viernes, pero teniendo en cuenta que mañana partimos bien temprano, me parece que un poco de alcohol está perfectamente justificado.

—No me digas más: te ha llegado la invitación.

—Exacto —dice Andrea—. ¿La tuya también tiene una segunda posdata?

—¿Donde dice eso de «hacer las paces»?

—¿Qué querrá decir?

Me encojo de hombros aunque sé que Andrea no puede verme.

—Ni idea. Puede que simplemente quiera asegurarse de que vayamos, que piense que quizá nos veamos tentadas a rajarnos ahora que tiene toda la pinta de que se trata de un fin de semana tipo aventura en la naturaleza.

—A mí eso no me preocupa —responde Andrea—. Ni que fuera la primera vez que hacemos una cosa así. El año pasado todas nos apuntamos a esa caminata benéfica en Snowdon. Y antes de eso, a la ruta en bicicleta de montaña. En cualquier caso, tú vas a estar en tu salsa.

Tiene razón. Soy una yonqui de los deportes de aventura y, últimamente, el hecho de trabajar en el centro local de actividades de ocio al aire libre tiende a satisfacer mi adicción por el piragüismo, la escalada y demás. También echo una mano con las actividades al aire libre del Premio Duque de Edimburgo, así que no me amedrenta particularmente la perspectiva de lo que sea que Joanne nos haya preparado.

—Va a ser como si trabajara en fin de semana, la verdad —digo—. Y tú también te las vas a apañar.

—Sí, puede ser, pero desde que adquirí el gimnasio me paso la mayoría de los días atada a la pata del escritorio, en la oficina. Di una clase de aeróbic de alto impacto el otro día y después de aquello pensé que las piernas no me iban a responder nunca más.

—Te irá bien. ¿Has hablado con Zoe de la invitación? —pregunto mientras me siento de nuevo a la mesa. Echo un vistazo a la carta de aspecto oficial que también me estaba esperando en el felpudo de entrada cuando llegué a casa esta tarde y la aparto a un lado para leerla después.

—Tampoco tiene ni idea de qué significa todo eso. Pero se ha puesto en modo cachorrito de labrador: está emocionadísima, deseando que llegue el fin de semana. Además, piensa que Joanne es absolutamente maravillosa.

Suelto una breve carcajada mientras me acerco la copa y Andrea imita a la perfección la voz de Zoe, que se va haciendo cada vez más chillona cuanto más emocionada y entusiasmada está acerca de algo.

—Es demasiado tarde para cambiar de opinión —le digo.

—Sería terrible que un virus estomacal me dejara en cama hecha una pena, ¿no? —dice Andrea.

—Ni se te ocurra. Tenemos un trato, ¿recuerdas?

—Puede que me encontrara bajo los efectos del alcohol cuando me comprometí a toda esa mierda del «una para todas y todas para una».

—Lo prometiste, y no se puede romper una promesa. Y menos tratándose de una de tus mejores amigas. Además, también es mi cumple.

—Creo que a eso se le llama chantaje.

Me río mientras imagino el rostro con el ceño fruncido de Andrea.

—Ahora en serio, Andrea. No puedes echarte atrás. Joanne te mataría.

—Mmm. Cuando dijo que se trataba de una sorpresa, me esperaba algo más tipo fin de semana de spa. Ya sabes, albornoces peluditos y blancos, manicuras… Toneladas de mimos y relajación.

—Mira, como te he dicho, creo que esta es su forma de compensarnos por haber estado tan distante últimamente.

A la vez que pronuncio estas últimas palabras, para mis adentros me doy cuenta de que más bien me estoy refiriendo a cómo ha sido mi relación personal con Joanne de un tiempo a esta parte. Antes estábamos muy unidas, pero pasaron muchas cosas y el equilibrio de la balanza de nuestra amistad se vio alterado, abriendo un vacío entre nosotras.

Se hace un breve silencio mientras ambas evaluamos cómo nos sentimos respecto al fin de semana. Andrea es la primera en hablar.

—Supongo que se lo debo. Ya sabes, darle la oportunidad de compensarme por la forma en que se ha comportado desde que tomé las riendas del gimnasio.

—¿Todavía no habéis zanjado todo ese tema? Pensaba que ya se habían calmado las aguas.

—Más o menos. Por mi parte, he hecho borrón y cuenta nueva, pero Joanne no. Tengo la sensación de que está enfadada conmigo. No es algo evidente o que pueda explicar, pero cuando hablo con ella es como si existiera entre nosotras una especie de tensión invisible. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Sí, desde luego. —Parece que Andrea está describiendo mi propia relación con Joanne.

—En fin, como te digo, le daré la oportunidad de «hacer las paces», pero si empieza con eso de tener que trabajar para mí en lugar de ser mi socia, lo siento, pero no pienso quedarme callada. Me da igual que sea su cuarenta o su noventa cumpleaños.

—¿Y desde cuándo te quedas callada, querida? —le pregunto.

—Creo que lo hice en una ocasión, allá por 1986. Aunque, bueno, puede que me falle la memoria —responde Andrea entre risas—. En fin, pues ya que no me dejas escaquearme, más vale que averigüemos de qué va todo esto mañana. Al final, ¿Alfie viene a mi casa a pasar el finde?

—Todavía no ha llegado del instituto, creo que dijo que se quedaba a echar un partido de cinco contra cinco. Pero sí, sin duda irá para allá. Va para tu casa con Bradley. ¿Estás segura de que a Colin no le importa?

—Para nada, va a estar en su salsa. Comida a domicilio y videojuegos. Va a ser todo un fin de semana de chicos.

—Qué majo. Muchas gracias.

—No hay de qué. Ya lo sabes. Sin embargo, me sorprende que Alfie no se quede en casa de Joanne, con Ruby y Oliver.

Ignoro el vuelco que da mi estómago al oír mencionar a la hija de Joanne. Es el tipo de sensación ingrávida que uno experimenta cuando una montaña rusa llega a lo alto del primer tramo de subida del recorrido y tus órganos internos tardan unos segundos en reaccionar a la caída. Estoy acostumbrada a esa sensación. Igual que dos y dos son cuatro, siempre que surge el nombre de Ruby en una conversación experimento esa misma sensación. Y, como siempre, me recupero como si tal cosa.

—Al parecer, Tris también está fuera este fin de semana, así que Ruby se quedará en casa de la madre de Joanne.

Intento mantener un tono neutro mientras mis pensamientos se desvían del rumbo previsto y cambian de trayectoria. Si mis amigas son como una constelación que guía mi vida en los momentos más complicados, Ruby es el agujero negro cuya fuerza gravitacional es tan enorme que nada, ni siquiera la luz, puede evitar sentirse atraído hacia él para finalmente ser engullido. Sé de lo que hablo. He sido testigo de cómo algunas estrellas de mi particular cielo nocturno cruzaban el punto de no retorno, el horizonte absoluto del agujero negro, hasta desaparecer para siempre, y ahora observo cómo otras se tambalean en los extremos, viéndose arrastradas cada vez más sin darse cuenta de lo que ocurre hasta que finalmente les resulta imposible regresar al punto de partida.

Me obligo a concentrarme en la conversación. Andrea está hablando de una película que están echando en el cine a la que puede que Colin lleve a los chicos. Dejo que hable sin interrumpirla durante un rato antes de que la conversación llegue a una pausa natural y Andrea le pone punto final.

—Bueno, pues nada. Tengo que ir colgando. Te veo mañana por la mañana.

—Sipi. Hasta mañana. No me dejes tirada.

—¿Alguna vez lo he hecho?

Después de colgar me quedo un rato sentada a la mesa de la cocina con la mirada fija en la invitación y las palabras de Andrea retumbando en mi cabeza.

Nunca me ha dejado tirada. En los momentos más bajos, cuando Darren se suicidó, ella estuvo ahí para mí. «Eso es lo que hacen las amigas», me dijo una vez. «Cuidan las unas de las otras».

Doy un pequeño suspiro, pestañeo y aparto de mi mente el recuerdo de Darren, para centrarme en lo que me espera en los próximos cuatro días. Pese a haberle asegurado a Andrea que va a ser un fin de semana estupendo, me empiezan a surgir dudas. Puede que tenga demasiadas esperanzas puestas en la reconciliación. ¿De verdad vamos a poder dejar atrás todo lo ocurrido? Incluso aunque así lo queramos, ¿de verdad podemos reparar esta amistad fracturada o no es más que otro agujero negro en un horizonte no muy lejano?

 

 

 

 

 

 

¿Cuántas veces te has engañado a ti misma? Supongo que habrás perdido la cuenta. Seguro que te mientes cada día de tu vida. Tanto es así que las mentiras brotan con facilidad de tu lengua y probablemente incluso te las creas de verdad. Puede que seas capaz de engañar a todo el mundo, pero a mí no.

Escucho la lástima en la voz de la gente, veo la compasión en sus ojos mientras intercambian miradas cuando hablan de ti. No sabes cuánto lo odio. No eres digna de su empatía y, aun así, puedo perdonarlos. Has sido muy cuidadosa a la hora de construir una historia falsa, escondiéndote detrás de la figura de viuda afligida si los amigos se acercaban demasiado a la verdad, o si mostraban demasiado interés en tu pasado y empezaban a hacer preguntas que podrían dar al traste con las capas de engaño que has creado.

Como dijo Shakespeare, «La verdad saldrá a la luz». He sido muy paciente, he esperado a que llegara el momento oportuno para hacerte pagar por lo que has hecho. Y ahora ese momento ha llegado, casi no me lo creo. Mi cuerpo se estremece de expectación y emoción ante la perspectiva de lo que ocurrirá en los próximos días. Tengo el poder y lograré llevar a cabo mi venganza.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

—Alfie, me voy ya —digo mientras asomo la cabeza por la puerta de la habitación de mi hijo. Me quedo de piedra al ver que todavía no se ha levantado de la cama—. ¿No deberías ir levantándote?

—No seas pesada. —La contestación llega amortiguada por el edredón que se echa sobre la cabeza.

Echo un vistazo al reloj de pulsera; no me puedo permitir ni un segundo más, así que, sin pensármelo dos veces, agarro el edredón de Alfie por el extremo de los pies y le pego un tirón, dejando a la vista su cabeza y sus hombros.

—Venga, tienes que levantarte ya.

—¡Eh! —Alfie se incorpora y se aferra al edredón—. ¿A qué ha venido eso?

—Es hora de levantarse. Vas a llegar tarde al instituto y yo me tengo que marchar ya.

—Adelante, no pienso detenerte.

—¡Alfie! Levántate ahora mismo.

Me dispongo a tirar del edredón de nuevo, pero esta vez está prevenido y lo sostiene con fuerza a la altura de los hombros.

—¡Déjame en paz! ¡Lárgate!

Hago caso omiso de sus malos modales. Hay batallas que no merecen la pena.

—Levántate de la cama —insisto.

No espero que se levante demasiado rápido, pero en apenas un segundo, Alfie se ha puesto en pie de un brinco y se ha plantado frente a mí, desafiante.

—Ya me he levantado. ¿Contenta? —me gruñe con el rostro pegado a unos centímetros del mío; está tan cerca que me llega de lleno su aliento mañanero.

—De acuerdo —concedo mientras doy un paso atrás, e instantáneamente me digo a mí misma que ojalá me lo hubiera pensado dos veces antes de presentar batalla.

Noto cómo mi talón golpea la parte inferior de la puerta de la habitación, que vibra violentamente cuando el canto de la hoja se encaja entre mis omóplatos. Dejo escapar un tímido grito de dolor.

—Creo que a eso se le llama karma —dice Alfie. Me empuja cuando sale de la habitación, golpeándome con el hombro de manera deliberada—. ¿No te tendrías que ir ya? Llegarás tarde si no te vas ahora mismo.

Entra en el baño y cierra la puerta de un portazo.

Mis intentos por obtener una respuesta de Alfie cuando me despido de él a través de la puerta del baño son ahogados por el sonido del agua de la ducha a toda presión.

Normalmente haría un esfuerzo por suavizar las cosas antes de irme, pero hoy voy contra reloj y creo que Alfie se está entreteniendo en la ducha más de lo habitual a propósito para evitar calmar mi culpa al despedirnos de manera amistosa.

Mientras camino calle abajo, llego a la conclusión de que la batalla de hoy ha resultado bastante floja. A veces, las discusiones y los enfrentamientos pueden ser mucho peores, y entonces pienso en el futuro, cuando ya no vivamos juntos, y me pregunto si nuestra relación será mejor. Estoy cansada de este statu quo,que me drena emocionalmente, en el que estamos encallados, y ansío la llegada de días más tranquilos, cuando viva sola. Antes de llegar al final de la calle, ya me siento culpable por desear que llegue ese momento, y recuerdo que la forma de ser de Alfie no es culpa suya. Es toda mía.

Me duele la espalda de cargar con la mochila los apenas ochocientos metros que llevo recorridos desde que salí de casa, y estoy segura de que el golpe que me he dado antes contra la puerta no hace más que empeorar la sensación ya que, a poco que toque la zona, la noto sensible.

Giro por South Street, donde los oscuros escaparates y los cierres metálicos echados, todavía a la espera de ser despertados de su hibernación con la llegada de los madrugadores dependientes, parecen un reflejo del cielo encapotado que se cierne sobre ellos, anunciando la posibilidad de lluvia. Ajusto las correas de la mochila y la subo un poco más hacia los hombros mientras me dirijo hacia el final de la calle, donde confluyen cuatro calles comerciales y la catedral de la ciudad se levanta en una de las esquinas. Echo un vistazo rápido a los bancos cercanos, alineados con la acera, con vistas a los jardines de la catedral.

Andrea está sentada en el banco de en medio sosteniendo una taza de café desechable en una mano y el teléfono móvil en la otra. Me ve y me saluda con la mano en la que tiene el teléfono. Me aproximo a ella con pesadez.

—¡Bien! Has venido. Y eres la primera. Debes de estar ansiosa por la aventura.

—Sí, no he podido dormir en toda la noche pensando en qué nos deparará el fin de semana —dice Andrea, sarcástica—. Lo cierto es que Colin me acercó en coche y no tuve que coger el bus. No confundas mi aversión hacia el servicio de transporte público con entusiasmo por lo que nos espera. —Echa la mano hacia el suelo y recoge una taza de debajo del banco. Me la tiende—. Toma, te he cogido un café con leche.

—Gracias. —Cojo la taza y me la llevo a los labios con indecisión. Le doy un sorbo para comprobar la temperatura—. ¿Todavía no sabemos nada de Zoe?

—Me ha enviado un mensaje. Ha dicho que llegará en cinco minutos.

—¿Y Joanne te ha comentado algo acerca de lo que va a pasar ahora?

Le doy un trago al café más convencida después de haberme asegurado de que tiene una temperatura aceptable para poder beberlo.

—No. Nada de nada. Así que no nos queda otra que sentarnos y esperar —concluye Andrea, que se recuesta contra el respaldo de madera del banco a la vez que frunce los labios como suele hacer cuando algo le ronda la cabeza. Espero a que continúe—: Sé que dijiste que esta era una buena oportunidad para arreglar nuestra relación con ella, pero no estoy demasiado segura de que las cosas puedan volver a ser como antes entre Joanne y yo. Los roles han cambiado, y me parece que ella no va a ser capaz de hacerse a la idea.

—Intenta ser positiva. Esta puede que sea su manera de disculparse. —Lo último que quiero es avivar las ascuas de la duda que logré extinguir con éxito anoche antes de irme a dormir—. Mira, es el cuarenta cumpleaños de Joanne, y puede que se haya dado cuenta de lo importante que es tener buenas amigas. Sí, es posible que no estemos siempre de acuerdo y que riñamos de vez en cuando, pero al final, la amistad es mucho más valiosa.

Andrea me mira con cara de pocos amigos.

—Vas a tener que esforzarte más para convencerme.

—Seré sincera. Anoche, después de hablar contigo, pensé que esto no era muy buena idea. Que quizá fuera mejor olvidar el pasado.

—¿Acaso no es eso lo que llevo diciendo todo el tiempo?

—Lo sé, pero una parte de mí está convencida de que esta es la forma que Joanne tiene de disculparse, de que es una oportunidad inmejorable de aclarar las cosas entre nosotras. De este modo, quizá las cosas sí que puedan volver a ser como antes.

—Cierto, pero todo esto va a ser muy incómodo para Zoe. No creo que ellas hayan peleado ni reñido por nada.

—Yo también había caído en eso. Mi teoría es que Zoe va a ejercer de embajadora de buena voluntad en este viaje.

—Pero ¿a qué viene todo este secretismo? ¿Por qué no limitarnos a comer fuera y ya está? ¿Acaso no es eso lo que hace la gente normal?

—Recuerda que es de Joanne de quien estamos hablando. Le encanta todo ese rollo de intriga y misterio. —Le doy una palmadita en el muslo—. Estoy segura de que lo vamos a pasar fenomenal.

Mientras nos bebemos nuestros cafés, distingo en la distancia la inconfundible silueta de casi metro ochenta de Zoe atajando por el jardincillo de la catedral. Lleva una bolsa de viaje colgada del hombro, la melena rubia recogida en una coleta y viste unos leggins con deportivas. Tiene más pinta de ir directa al gimnasio que a disfrutar de un fin de semana de aventura. La saludo con la mano.

—Hola, chicas —dice Zoe—. ¡Por fin he llegado! ¡Oh, café! ¿Es para mí? —Acepta la taza que le tiende Andrea—. ¡Genial! ¿Estáis listas para este misterioso fin de semana de aventuras? —Nos dedica una amplia sonrisa y me recuerda a un niño emocionado en Nochebuena.

—Sí, Andrea no cabe en sí de la emoción —digo, y le guiño un ojo a la recién llegada.

Zoe saca la tarjeta del bolsillo. Reconozco la escritura en blanco sobre el fondo negro de la invitación inmediatamente y la segunda posdata escrita por Joanne. Zoe la lee en voz alta:

—«Un fin de semana de aventuras, lleno de misterios y sorpresas que no os podéis ni imaginar». —Nos mira—. ¿Qué es lo que no os gusta?

—La parte de la sorpresa es lo que no me convence demasiado —dice Andrea—. Por no mencionar esa en la que pone «hacer las paces».

Zoe se encoge de hombros.

—A mí me encantan las sorpresas. Me pregunto qué nos tendrá preparado.

—Madre mía. No sé si voy a ser capaz de soportar tu entusiasmo a estas horas de la mañana —dice Andrea a la vez que niega con la cabeza—. Gracias a Dios que me he traído una botella de vodka en la mochila. ¿Dónde la habré metido?

Andrea empieza a revolver en su mochila y Zoe y yo nos reímos.

—Menos mal que tus clientes no te conocen de verdad —dice Zoe—. Bueno, y ahora ¿qué? ¿Sabéis qué hacemos aquí?

—Supongo que toca esperar a Joanne —digo mirando a mi alrededor en busca de algún rastro de nuestra infame anfitriona.

Como si fuera una señal, un monovolumen negro se detiene a nuestra altura junto a la acera. La puerta de atrás se abre automáticamente, deslizándose, y el conductor hace sonar el claxon.

—Debe de venir a por nosotras —dice Zoe—. Qué emocionante.

—O puede que estemos a punto de ser secuestradas —añade Andrea recogiendo su mochila.

Yo me cuelgo la mía del hombro y sigo a Zoe hacia el coche; de camino tiro mi café con leche a medio beber en una papelera.

Zoe se sube al coche sin dudarlo.

—¡Oh, qué elegante! —nos grita desde el interior.

Cruzo una mirada con Andrea en cuanto llegamos a la altura del coche. Andrea examina el vehículo.

—Al menos no es una furgoneta. Me ha tranquilizado un poco ver que tiene toda la pinta de ser un monovolumen pijo, exactamente del tipo que Joanne alquilaría.

—Venga, subid, hay un montón de sitio —dice Zoe—. Y un sobre a nuestro nombre.

—¿Ni rastro de Joanne? —Primero meto mi mochila y luego me acomodo en el asiento situado de espaldas al sentido de la marcha. Echo un vistazo al conductor por encima del hombro. Por lo que acierto a ver, se trata de un hombre de mediana edad vestido con camisa y corbata—. Buenos días —le saludo con una sonrisa.

—Buenos días —responde sin volverse, pero observándome por el espejo retrovisor.

—¿A dónde vamos?

—Me temo que no puedo decírselo. Solo estoy autorizado a proporcionarles la información mínima necesaria —responde dándose un golpecito en el lateral de la nariz con el dedo. Se desplaza ligeramente en el asiento y extiende la mano hacia el asiento del copiloto para alcanzar una pequeña bolsa de tela azul—. La señora Aldridge me ha encargado que les diga que deben guardar sus teléfonos móviles en esta bolsa.

—¿Cómo dice? —Andrea se deja caer en su asiento de golpe—. De eso nada.

—Lo siento, pero la señora Aldridge ha dicho que forma parte de la sorpresa. Al parecer, todo viene explicado en el interior del sobre.

—Dame eso —dice Andrea arrebatándole el sobre a Zoe. Lo abre de un tirón y lee en voz alta la carta que hay en su interior.

 

Queridas amigas:

Bienvenidas a bordo de la Fase Uno del viaje. Espero que este medio de transporte sea de vuestro agrado. ¡Siempre lo mejor de lo mejor para mis mejores amigas!

Supongo que tú, Zoe, estarás superemocionada y ansiosa por descubrir a dónde vais. Te encantan los secretos y las sorpresas, puede que incluso más que a mí, pero creo que en esta ocasión seré yo la que ría la última.

Andrea, me imagino que ahora mismo tendrás el ceño fruncido y estarás maldiciéndome por tanto secretismo. Lo siento, sé que toda esta situación va en contra de tu naturaleza y tus dotes de mando.

Carys, en tu caso, me imagino que estarás ahí sentada tratando de asimilar todo lo que ocurre y de anticiparte a mi siguiente movimiento, preguntándote cómo jugar esta baza y analizando si podrás ser más lista que yo. ¿Estoy en lo cierto? Seguro que sí. ¡Jajajaja!

Bueno, queridísimas amigas, no malgastéis el tiempo tratando de sonsacarle al conductor; he pagado generosamente por su silencio. Os queda por delante casi una hora de viaje, así que os recomiendo que os pongáis cómodas y os relajéis.

Venga, sed buenas y entregad vuestros móviles. No quiero que hagáis trampas y os pongáis a seguir la ruta con el GPS.

¡Por cierto! Disfrutad del espumoso que hay bajo el asiento. ¡Chin, chin!

Besos, Joanne.

 

El conductor ondea la bolsita de tela delante de nuestras narices y me la entrega. A regañadientes, introduzco mi teléfono en su interior.

—Lo mejor es que le sigamos el juego —digo, aunque soy la primera que no está en absoluto conforme con las instrucciones.

¿Y si Alfie necesita algo y me llama? O Seb. Me consuelo con la idea de que seguro que Joanne nos los devuelve en cuanto lleguemos. No es más que una forma de mantener en secreto el lugar al que nos dirigimos.

—Venga, solo es un caprichito de cumpleaños —dice Zoe. Ella también introduce el móvil en la bolsa.

Ambas miramos a Andrea con expectación. Una expresión de desafío se apodera de su rostro durante un segundo y luego, con un exagerado resoplido y una melodramática caída de hombros, se saca el móvil del bolsillo de la chaqueta.

—Y no queremos disgustar a la cumpleañera, ¿verdad? —dice con muy poca gracia. Me entrega el teléfono y lo meto en la bolsa para luego entregársela al conductor.

—Pues hale, ya está —digo.

—Eeeh —masculla Andrea tirando la carta sobre el regazo de Zoe antes de disponerse a rebuscar bajo su asiento—. ¿Dónde está el espumoso? —Con brusquedad, saca una neverita y escuchamos el inconfundible tintineo del entrechocar del cristal—. ¡Ajá! Allá vamos. A ver, ¿qué tenemos aquí? Prosecco y tres copas de cristal, no de plástico. Todo muy Joanne. —Formalidades aparte, Andrea reparte las copas y abre la botella con un sonoro pop justo cuando el coche se pone en marcha. A pesar de que nos topamos con algunos baches, Andrea llena las tres copas con éxito—. ¡Salud!

No estoy muy segura de que mi estómago pueda soportar demasiado alcohol tan temprano, pero como no quiero ser una aguafiestas, decido unirme a la celebración y le doy un sorbito a mi copa.

—Y bien, ¿quién se ha quedado a cargo de Alfie? —pregunta Zoe.

—Va a pasar el fin de semana en casa de Andrea. Supongo que Bradley y él no se despegarán de los videojuegos, y solo se levantarán para comer.

—Colin también va a estar en su salsa —añade Andrea—. Va a poder disfrutar de los canales de deportes sin interrupciones.

—¿Quién se ha quedado con tus chicos? —le pregunto a Zoe.

—Se lo he pedido a mi madre. Los niños intentaron convencerme de que ya tienen quince y diecisiete años y que se pueden quedar en casa solos durante el fin de semana sin problema. —Zoe pone los ojos en blanco—. ¡No soy tan tonta! Si su padre no viviera tan lejos, podrían haberse quedado con él, pero lo de mandarlos a Liverpool solo durante un fin de semana es prácticamente imposible. Además, no quería pedirle ningún favor.

Zoe enfatiza eso de «su padre». No creo que la haya escuchado nunca referirse a su exmarido por su nombre. Zoe es la incorporación más reciente a nuestro grupo de cuatro; se mudó a nuestra zona como un año después de que se rompiera su matrimonio. Un nuevo comienzo, nos dijo la primera mañana que compartimos un café juntas. No recuerdo quién se hizo amiga suya primero. Apareció un día en nuestra clase habitual de mantenimiento físico y poco después ya habíamos entablado conversación y estaba sentada con nosotras tomando café después de clase. Encajó a la perfección. Era como si ella nos conociera de siempre y nosotras a ella. Una nueva estrella que se sumó a nuestra constelación.

Mientras el monovolumen abandona Chichester sin complicaciones, echo un vistazo al exterior en busca de pistas que me descubran a dónde nos dirigimos. Vamos hacia el norte, y esbozo mentalmente un mapa de la zona y de los lugares a los que podemos llegar en el transcurso de una hora. Podemos salir de Sussex, eso desde luego. Aunque también cabe la posibilidad de que sea parte de la sorpresa y volvamos al punto de partida. No me extrañaría nada viniendo de Joanne.

Media hora después, el coche toma una salida y se desvía por una estrecha carretera secundaria bordeada de árboles que no dejan pasar demasiada luz solar. El vehículo toma otro desvío, pero no alcanzo a leer el letrero. Ninguna de mis compañeras de viaje parece preocupada lo más mínimo por el lugar al que nos dirigimos. La botella de prosecco está vacía y Zoe se afana en abrir otra mientras Andrea nos habla de la clase de spinning que impartió al equipo local de rugby ayer.

—Me gusta mi trabajo, pero hay días que me gustan más que otros —dice—. Esos jugadores de rugby…, ¡madre mía!, sí que tienen resistencia. Qué piernas más musculosas. No sabía a dónde mirar. Bueno, en realidad, sí que lo sabía, ¿lo pilláis? —Se abanica con la mano y suspira.

—Anda, no nos vengas con esas. ¡Si solo tienes ojos para Colin! —le digo.

Por mucho que a Andrea le guste hacer como que se queda embobada con todos esos hombres bien bronceados que se dejan caer por el gimnasio, Colin y ella son una pareja estable.

El coche empieza a aminorar la marcha y, poco a poco, los árboles a ambos lados de la calzada empiezan a ser cada vez más escasos hasta que desparecen por completo a nuestra izquierda. Un pequeño aeródromo aparece ante nosotras.

—«Aeropuerto Farnstead» —leo el cartel en voz alta mientras el conductor cruza el portón del recinto y se detiene en una plaza de aparcamiento—. ¿Está seguro de que este es el lugar al que debía traernos?

—Segurísimo —responde el conductor. Abre la guantera y extrae otro sobre—. Estas son las siguientes instrucciones. Mientras las leen, llevaré esto a la terminal de salidas. —Recoge la bolsa de tela azul y nos deja con el sobre.

Zoe se encarga de leer la información en esta ocasión:

—«Bueno, ya habéis llegado al aeropuerto de Farnstead. Habéis completado la Fase Uno del viaje. Ahora, ¡a por la Fase Dos! Por favor, dirigíos a la terminal de salidas. Una vez allí, descubriréis que tenéis un vuelo reservado a vuestro nombre. No os preocupéis, no necesitáis el pasaporte, solo el carné de identidad. Disfrutad de las vistas y ¡hasta pronto!». —Zoe levanta la mirada hacia nosotras. Le brillan los ojos de la emoción—. ¡Nos ha reservado un vuelo, nada menos!

Veinte minutos más tarde estamos sentadas en una avioneta, todavía sin idea alguna de hacia dónde nos dirigimos.

—Está claro que no vamos a salir de Reino Unido —dice Andrea—. Aunque lo cierto es que no me está haciendo mucha gracia estar encerrada en esta cosa. Nada que ver con un Boeing 747.

—A mí me parece emocionante —dice Zoe.

Andrea mira hacia el techo, desesperada.

—Venga ya, Andrea. No seas ceniza —le digo dándole un empujoncito con mi pie al suyo—. Joanne se ha tomado muchas molestias. Relájate y disfruta.

Andrea me dedica otra mirada de exasperación, pero adivino que es fingida.

—Me relajaré cuando hayamos llegado a donde quiera que nos dirijamos y mis pies estén pisando tierra firme de nuevo. —Curiosea debajo de su asiento—. Nada de prosecco en esta ocasión.

Zoe y yo intercambiamos una sonrisa. A Andrea le encanta interpretar el papel de heraldo del pesimismo.

El piloto es muy agradable, pero Joanne también ha pagado por su silencio, así que no nos queda otra opción que mirar por la ventana y hacer estimaciones de las localizaciones del Reino Unido que estamos sobrevolando y especular sobre a dónde vamos. Reconocer que esta situación escapa totalmente a mi control empieza a inquietarme. La idea de «sorpresa» que tiene Joanne ha alcanzado nuevas cotas, literalmente. Y no me gusta la sensación de estar a su merced.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Cuanto más al norte nos dirigimos, más convencida estoy de cuál será nuestro destino.

—Creo que vamos a Escocia —digo.

—¿Escocia? Allí fue donde Joanne pasó las vacaciones el año pasado —añade Zoe—. Tris, ella y los niños fueron a practicar espeleología, piragüismo y demás.

—Pues vaya vacaciones —concluye Andrea.

Zoe y yo miramos perplejas a Andrea.

—Pues tengo entendido que se lo pasaron fenomenal —digo.

—Seguro que sí. —El sarcasmo en la voz de Andrea es más que evidente.

—¿Qué quieres decir? —pregunto.

—No me hagas caso. Es que todo eso de crear vínculos practicando actividades de tiempo libre en la naturaleza es muy Joanne, y no es precisamente la idea que tengo yo de unas vacaciones. —Andrea me pone ojitos—. ¿Qué pasa?

—Las dos sabemos que no es eso lo que querías decir.

—No te gusta nada Tris, ¿a que no? —dice Zoe.

Parece que Andrea está a punto de protestar, pero la parte rebelde de su naturaleza sale a la superficie, sin duda, alentada por las copas que se ha tomado antes.

—No es más que un choque de personalidades.

—Y una mierda —digo fingiendo un golpe de tos que contengo con la mano, a lo que Andrea reacciona dedicándome su mejor y menos convincente mirada de inocencia.

—Totalmente de acuerdo —añade Zoe. Cambia de postura en su asiento—. ¿Por qué no te cae bien?

—Pues ya que lo preguntas, te diré que creo que está demasiado pagado de sí mismo —responde Andrea—. Va por ahí convencido de que es un regalo enviado por los dioses para satisfacer a las mujeres.

Me río.

—Siempre ha sido así. Os juro que tarda más tiempo en arreglarse que Joanne. Deberíais ver todos los productos de belleza que tiene. Que si un antiarrugas por aquí, que si una crema que potencia tu brillo natural por allá. Debe de gastarse una fortuna.

—A las pruebas me remito —dice Andrea.

—Que un tío cuide su aspecto no es razón para que no te caiga bien. Me parece un poco frívolo, incluso para ti.

Noto el tono quisquilloso en la voz de Zoe y me doy cuenta de que hay un cambio en el humor de Andrea.

—No tiene nada que ver con que yo sea más o menos frívola, gracias por la parte que me toca. Lo cierto es que tengo otras razones.

—¿Por ejemplo? —Está claro que Zoe no tiene pensado dejarlo correr.

—Pues como… —Andrea hace una pausa—. Muy bien, pues si tanto interés tenéis… En una ocasión se me insinuó.

—¿Cómo? —decimos Zoe y yo al unísono.

—Hace un par de Navidades. En aquella fiesta a la que fuimos, ¿os acordáis?

Asiento con la cabeza y recuerdo que tuvo lugar en las últimas Navidades que Darren estuvo vivo. El ambiente estaba un poco enrarecido aquella noche, y no era solo por la discusión que habíamos tenido Darren y yo antes de llegar a la fiesta. Joanne había estado realmente nerviosa y Tris ya estaba bastante borracho desde primera hora de la tarde. He rememorado aquella noche en muchas ocasiones desde entonces y he llegado a la conclusión de que la hija de Joanne, Ruby, ya había lanzado el bombazo y los efectos colaterales estaban fraguándose en mis narices, tan a cámara lenta que fui incapaz de percibirlo en el momento.

—¿Tris se te insinuó? ¿En serio? ¿Estás segura? —La voz de Zoe me devuelve al presente.

—Pues claro que estoy segura, joder —responde Andrea—. Hombre, estar esperando a que quede libre el baño y de pronto encontrarte envuelta por los abrigos colgados del perchero mientras te intentan meter la lengua hasta la campanilla y la mano entre las piernas, creo que va un poco más allá de la insinuación.

La expresión del rostro de Zoe es una mezcla de ira e incredulidad.

—¿Hizo eso? ¿Tris te metió mano?

—Creo que el término legal es que me agredió sexualmente —puntualiza Andrea.

—Dios mío —digo entre susurros dejando escapar un largo suspiro—. ¿Y qué pasó? ¿Se lo dijiste a Colin o a Joanne? —Me pregunto si este fue el punto de inflexión entre Andrea y Joanne. Si este fue el momento en que su amistad empezó a hacer aguas.

—No —responde Andrea—. Todos estábamos bastante borrachos. Le pegué un empujón y le dije que se fuera a la mierda. Se disculpó y nos lo tomamos a broma.

—Salvo que, en realidad, no parece que de verdad te lo hayas tomado a broma —añado.

—Pues no. Así que ahora, como comprenderéis, tiene sentido que no sea la admiradora número uno de Tris.

Andrea mira a Zoe.

—No me lo puedo creer. No viniendo de Tris —dice Zoe y rápidamente añade—: Es decir, claro que te creo, pero nunca imaginé que Tris sería capaz de algo así. ¿Por qué lo haría? No te ofendas.

—Para nada —dice Andrea—. Sé perfectamente que soy irresistible. —Sonríe y se dispersa la tensión que se acumulaba en el ambiente—. Me gustaría decir que todo fue culpa del alcohol, pero Tris se pavonea constantemente, es todo un pretencioso. Creo que intenta compensar su falta de destreza en la cama.

Niego con la cabeza. Honestamente, a veces Andrea es terrible.

—¿Y qué insinúas con eso? —exige saber Zoe. Debe haber captado la expresión de sorpresa que se dibuja en mi rostro de manera involuntaria al percibir el tono defensivo de su voz, porque rápidamente reformula la pregunta—. Es decir, ¿cómo lo sabes? Joanne nunca me ha dicho nada referente a… temas de alcoba.

—No me corresponde a mí contártelo. —Andrea nos mira y sospecho que, a pesar de la advertencia, va a contárnoslo—. Pero… ya sabéis cuánto le gusta a Joanne controlarlo todo, ¿no? —Ambas asentimos con la cabeza y Andrea continúa—: Pues también se aplica a la cama. Una vez me dijo que no tenía ninguna intención de dejar que Tris tuviera el control, que podía ser un psicólogo cualificado, pero que ella le manipulaba a su antojo.

—Para ser sincera, no me sorprende —digo conociendo a nuestra amiga—. A Joanne no se le da bien cumplir con las órdenes de nadie.

—Y yo más que ninguna debería saberlo —añade Andrea—. Si no fuera mi amiga, estoy segura de que a estas alturas ya la habría despedido por la forma en que me habla, en especial frente a otros miembros del personal. Francamente, ¡parece que ella es la dueña y no yo!

La conversación se ve interrumpida cuando el avión vira a la derecha y escuchamos la voz del piloto a través del interfono informándonos de que deberíamos abrocharnos los cinturones y prepararnos para el aterrizaje.

Mientras me ajusto el cinturón, echo un vistazo hacia Andrea. Las últimas revelaciones respecto al estado del matrimonio de Joanne tan solo sirven para confirmar mis propias suposiciones: puede que seamos amigas, pero es mucho lo que desconocemos las unas de las otras. Todas tenemos nuestros secretos y, en mi caso, tengo la firme intención de que siga siendo así.

—Creo que vamos a aterrizar en un puñetero campo —exclama Andrea mientras mira por la ventanilla. Zoe y yo nos esforzamos por atisbar el espacio que se extiende a nuestros pies. No hay ni rastro de ninguna pista de aterrizaje.

Un minuto más tarde, el tren de aterrizaje hace contacto con la hierba y todas experimentamos una ligera sacudida provocada por la inercia del aterrizaje. Zoe deja escapar un gritito, pero está claro que el piloto cuenta con una dilatada experiencia y, en cuanto las tres ruedas se hallan en el suelo, la velocidad desciende rápidamente y el motor ronronea de un modo suave y contenido a medida que nos deslizamos por tierra firme.

—Hemos aterrizado en un campo, literalmente —dice Andrea—. Ni siquiera acierto a ver una torre de control ni nada semejante.

El avión se detiene tras una serie de trompicones, pero el motor sigue en marcha. El piloto sale de la cabina sosteniendo algo que se está convirtiendo en una tradición: un sobre blanco.

—Creo que es para ustedes —dice tendiéndome el sobre—. Yo me despido. Espero que hayan disfrutado del vuelo.

—¿Y nuestros teléfonos? —pregunto.

—Me los quedaré por ahora —responde—. No se preocupen, viajarán con ustedes.

Un inesperado frescor en el aire nos envuelve cuando salimos del avión. Dejo la mochila en el suelo para poder abrocharme el forro polar. Efectivamente, nos encontramos en mitad de un campo. Miro a mi alrededor y me pregunto si habrá alguna granja o algo parecido en las inmediaciones, pero no hay ninguna señal de vida. El paisaje es de esos en los que varios campos se extienden hasta donde alcanza la vista para terminar fundiéndose en un océano de colinas finalmente coronadas por el contorno de las montañas.

—¿Vas a abrir la carta o qué? —dice Andrea mientras deja caer su bolsa de viaje en el suelo junto a la mía.

La complazco y leo el mensaje de Joanne.

—«¡Bienvenidas a la hermosa Escocia! Espero que hayáis disfrutado del viaje en avioneta. Y ahora, si os dirigís al extremo más alejado del campo, encontraréis un portón, donde la Fase Tres de vuestro viaje os espera. Dios, cómo lo estoy disfrutando. ¡Espero que vosotras también!».

—¿Lo estás disfrutando? —le pregunto a Andrea, divertida.

—Claro, ¿acaso no se nota? —responde sombría.

Me río ante la expresión melancólica de Andrea y sonrío a Zoe, que mantiene su entusiasmo inicial mientras da un giro de trescientos sesenta grados para deleitarse con el paisaje que nos rodea. Debo admitir que mi entusiasmo está disminuyendo por momentos. Mi estómago se queja ante la falta de alimento y podría matar a alguien por una taza de té. Miro campo abajo, en dirección al portón.

—Venga, vamos para allá —digo.

Sin embargo, en cuanto llegamos al portón no hay ni rastro de la Fase Tres.

—Supongo que ahora nos toca esperar.

—Supongo que sí —coincide Andrea—. No parece que nuestro superpiloto salido de Top Gun vaya a irse a ningún lado por ahora, así que no nos vamos a quedar tiradas. Además, todavía tiene nuestros móviles. Imagino que él también estará esperando a quienquiera que nos vaya a venir a buscar para dárselos en mano.

—Me siento prácticamente perdida sin mi teléfono —confieso sin quitarle el ojo a la bolsita azul que el piloto lleva en la mano—. Le dije a Seb que le mandaría un mensaje cuando llegáramos para que se quedara tranquilo.

—¿Y cómo está el encantador Seb? —pregunta Zoe—. Supongo que igual de encantador que siempre, ¿no?

—Sí. Sigue igual de encantador —respondo sonriendo.

—Oooh, ¿se escuchan campanas de boda? —dice Andrea mientras me da un codazo cariñoso.

—No lo creo. Casarnos no está entre nuestros planes. No en los míos, al menos. —Me doy la vuelta y apoyo los brazos en el portón con la esperanza de no quedarnos aquí atrapadas durante mucho tiempo—. Esto es precioso —digo en un intento por desviar la conversación.

—Sí que lo es —coincide Andrea. Se apoya contra el portón, junto a mí—. Y ahora, cuéntanos por qué el matrimonio no entra en tus planes.

—Eso. ¿Por qué no? —interviene Zoe—. Por lo poco que conozco a Seb, me parece que está totalmente enamorado de ti.

Suspiro y me resigno ante la idea de que el tema de conversación no va a cambiar.

—No solo debo pensar en mí a la hora de valorar el matrimonio. Ya sea Seb o cualquier otro, tengo que pensar en Alfie.

—Tienes razón, pero a estas alturas el año que viene ya estará en la universidad. Y ya no tendrás que preocuparte por él entonces —dice Zoe.

—A mí me parece que estás utilizando a Alfie como excusa. —Andrea se tira a la piscina, como de costumbre—. ¿Cuál es el trasfondo? ¿Darren?

No puedo responder de inmediato, Andrea es demasiado perspicaz. Zoe extiende la mano hacia mí y me aprieta cariñosamente el brazo.

—No puedes dejar de vivir tu vida para siempre. Darren está muerto. No puedes cambiar lo que pasó. Tienes que aceptarlo.

—No puede chantajearte desde la tumba —añade Andrea—. Te mereces algo mejor que eso. Hay que joderse…, ¡con lo que te hizo pasar, no sé cómo sigues siéndole tan leal! Tu matrimonio ya era lo bastante malo; la separación, desagradable; pero hacer lo que hizo… Y no solo a ti, lo que también le hizo a Alfie… Fue diabólico.

Que Andrea sea mi mejor amiga es maravilloso la mayor parte del tiempo, pero hay ocasiones en las que puede llegar a ser brutalmente honesta. Cierro los ojos con fuerza ante el súbito recuerdo de lo que ocurrió hace dos años, cuando llegué a casa del trabajo y me encontré a Alfie en la puerta. Darren se las había arreglado para entrar; se había encerrado dentro y había dejado a Alfie fuera. Nunca olvidaré lo que me encontré en cuanto atravesé el umbral. Darren se había colgado de la barandilla de las escaleras. Intenté utilizar mi cuerpo como escudo para evitarle el trago a Alfie y echarlo de la casa, pero ya era tarde. Lo había visto. ¿Cómo puede un chaval de dieciséis años superar algo así?

—Andrea, para. —La voz de Zoe es suave y su tono es de preocupación. Noto cómo me acaricia la mano con los dedos.

—Lo siento —dice Andrea—. No pretendía disgustarte, pero a veces me frustra muchísimo que estés constantemente castigándote por lo que le ocurrió a Darren.

—¡Andrea! —interviene Zoe de nuevo—. Ya es suficiente.

—No importa. —Le dedico una media sonrisa a Andrea—. Sé que tienes razón, pero todavía cargo con una pesadísima sensación de culpa, y no importa lo que haga, no soy capaz de quitármela de encima. —Lo cierto es que no me merezco que desaparezca, no después de lo que ocurrió aquel día.

—Lo entendemos —añade Zoe, y le da un codazo a Andrea—. ¿A que sí?

—Sí, por supuesto.

—¿Podemos no volver a sacar el tema? Por lo menos no este fin de semana. —Miro primero a una y luego a la otra—. Se supone que estamos aquí para pasar un par de días celebrando el cumpleaños de Joanne.

Evito mencionar la verdadera razón por la que no quiero hablar de mi recientemente fallecido marido. Reflexiono sobre la expresión «recientemente fallecido marido» y pienso en lo ridícula que suena. ¿Recientemente? Lleva muerto dos años. Un marido de mierda, un marido egocéntrico, un marido inseguro, o incluso un marido cabrón, habrían sido una mejor descripción. Como siempre, relego estos pensamientos a lo más profundo de mi mente, lo que permite que mi lealtad hacia Darren se malinterprete.

El sonido del motor de un coche pone fin al silencio que se ha hecho entre nosotras. Todas miramos hacia la carretera. El rugido del motor va aumentando y se aproxima una furgoneta negra tipo Transit que se detiene al otro lado del portón.

Un hombre vestido con un peto de color azul, de unos treinta años, sale del vehículo.

—Buenos días, señoras —nos saluda con un marcado acento escocés—. Me alegro de que hayan llegado bien. —Abre la puerta corredera lateral de la furgoneta y luego se dirige hacia el portón, lo desengancha y lo abre de par en par. Nos señala la furgoneta—. Suban por favor, su anfitriona las espera.

Miro hacia el piloto y me siento aliviada al verle acercarse con los teléfonos. Solo cuando he visto que le ha entregado la bolsa y me aseguro de que no se separarán de nosotras, me subo al vehículo.

La parte de atrás de la furgoneta está forrada de contrachapado y a cada lado cuenta con asientos tipo banco. Las ventanillas de atrás han sido tapadas completamente, así que no hay riesgo de que veamos a dónde vamos. El asiento del conductor y la parte de atrás están divididos por un panel también de contrachapado, que tiene un pequeño rectángulo recortado en el medio.

—Esto es ridículo —dice Andrea tomando asiento a mi lado—. ¿Qué ha sido del lujoso monovolumen y de la avioneta privada? Ahora nos encontramos en una furgoneta tipo Transit sellada a cal y canto.

—Venga ya —dice Zoe—. Es divertido.

Andrea refunfuña, pero lo deja estar. El conductor aparece en la puerta.

—¿Se han abrochado los cinturones? Bien. Así me gusta. No queremos ningún accidente en el camino. Estoy seguro de que la señora Aldridge quiere que lleguen de una pieza.

—Por favor, dígame que esta es la última fase del viaje —pide Andrea mientras se cruza de brazos y suspira contrariada.

—Efectivamente. En menos de treinta minutos habrán alcanzado su destino final —nos dice el conductor antes de deslizar la puerta para cerrarla y dejarnos en penumbra. Un pequeño rayo de luz se cuela por el hueco del panel de contrachapado.

No sé muy bien por qué, pero me estremezco involuntariamente al escuchar la forma de hablar del conductor.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

Permanecemos en un incómodo silencio mientras la furgoneta avanza con dificultad, provocando un vaivén que nos mece de un lado a otro a medida que el conductor atraviesa lo que presupongo serpenteantes y estrechas carreteras. No estoy muy convencida de que los cinturones abdominales sean de mucha ayuda en caso de que tuviéramos un accidente y, justo cuando la furgoneta coge un bache que nos sacude hacia delante, me aprieto el mío por si acaso. Aunque fuera corre el aire, aquí no hay ventilación y empiezo a sentirme un poco sofocada. Apoyo la cabeza contra el contrachapado que reviste la furgoneta. Aunque estoy lúcida y sé que todo esto no es más que un poco de diversión para Joanne a nuestra costa, y que pronto saldremos de aquí, mi cuerpo interpreta la situación de otro modo.

Percibo mi ritmo cardiaco acelerado y noto cómo el sudor se me está acumulando bajo los brazos. Me concentro en inspirar lentamente por la nariz y en controlar la espiración por la boca; técnicas de relajación que me he visto obligada a aprender desde la muerte de Darren.

Dejé de ir a terapia hace seis meses y es posible que esta sea la primera vez que me he sentido bajo tanta presión desde entonces. Desde lo de Darren, los espacios reducidos pueden conmigo. Desconozco lo que originó esta sensación de claustrofobia cuando me lo encontré ahí colgado, pero desde luego es un síntoma. Mi terapeuta sugirió que podría ser algo tan sencillo como el haber cerrado la puerta tras de mí aquel día, la sensación de sentirme encerrada en una casa y tener que enfrentarme a la imagen devastadora que se presentaba ante mis ojos. De algún modo, mi mente conectó ambas cosas.

Veo mi mochila en el suelo de la furgoneta. En el bolsillo lateral está mi cajita de pastillas. Hace poco he descubierto una nueva forma de enfrentarme a los ataques de pánico. Ni Andrea ni Zoe saben nada de las pastillas. De hecho, nadie lo sabe; ni siquiera mi médica de cabecera.

—¿Te encuentras bien, Carys? —La voz preocupada de Andrea se cuela en mis pensamientos.

Me yergo en mi asiento y respiro profundamente mientras abro los ojos. Me giro hacia ella y le dedico una sonrisa.

—Sí. Solo que ahora no me parece todo tan divertido.

Andrea asiente.

—Típico de Joanne. Llevar las cosas un poco más lejos de lo debido.

Se echa hacia delante y da un golpe al panel de contrachapado que nos separa del conductor.

—¿Qué ocurre? —dice la voz a través del hueco.

—¿Cuánto falta? —grita Andrea para hacerse oír por encima del rugido del motor—. Esto ya me está tocando las narices.

—Paciencia, señoras, paciencia —responde—. Ya casi hemos llegado.

La furgoneta aminora y gira inesperadamente a la izquierda. El sonido de las ruedas contra el suelo cambia. Ahora parece que cruzamos una pista de tierra. Alcanzo a oír piedras chocando contra las llantas de las ruedas, y el vaivén de la furgoneta aumenta, como si sorteara baches y badenes en el terreno irregular.

Vuelvo a cerrar los ojos y me rindo ante el hecho de que gritar y estresarme no va a hacer que lleguemos antes. Hago un esfuerzo consciente para que mis pensamientos sean más optimistas. Es más fácil decirlo que hacerlo. Pienso en Seb y se me alegra el corazón en cuanto evoco su rostro. Su tez clara y sus casi translúcidos ojos azules. Sonrío mientras lo recuerdo contándome por qué lleva el pelo tan corto.

—Es para impedir que los malos me puedan dar un tirón, y así me ahorro una pelea —me había dicho, haciendo referencia a su trabajo como detective de la policía metropolitana.

Después de responderle con la admiración apropiada, rompió en una amplia sonrisa antes de continuar.

—No puedo mentirte. La verdad es que, si me dejo crecer el pelo, se convierte en una maraña de rizos…, parece vello púbico.

Ambos nos reímos durante un buen rato al imaginarnos esa posibilidad. Creo que fue en ese momento cuando me di cuenta de lo mucho que disfrutaba de la compañía de Seb y de pasar mi tiempo libre con él. Le echo de menos cuando no está conmigo y quiero que esté más presente en mi vida. Sin embargo, mi siguiente pensamiento es para Alfie, y debería ser positivo, pero no lo es.

Antes de que pueda darle más vueltas, la furgoneta aminora. Reduce la marcha y el ruido del motor se atenúa. Finalmente nos paramos; una ligera sacudida nos indica que el conductor ha echado el freno de mano y que el motor se ha detenido.

La voz del conductor nos llega a través del hueco.

—Señoras, ya pueden desembarcar. El servicio ha llegado a su fin.

—Aleluya —dice Andrea.

La puerta lateral se abre y emergemos de las entrañas de la furgoneta parpadeando a causa del chorro de luz que nos deslumbra. El conductor se acerca al trote hasta la pequeña casa rural, abre la puerta principal y deja la bolsa de tela azul con nuestros móviles en su interior. Cierra la puerta y regresa corriendo a la furgoneta.

—Disfruten del fin de semana, señoras —nos dice subiéndose al vehículo.

Observamos cómo hace un cambio de sentido y desaparece por la pista de tierra.

Miro a Andrea y a Zoe, que me devuelven la mirada con igual desconcierto.

—Bueno, no cabe duda de que este ha sido el traslado vacacional más extraño de mi vida —dice Andrea.

La diversión se ha desvanecido y dedicamos un momento a estudiar el edificio que se presenta ante nosotras.

Se trata de una típica croft[1] escocesa, una casita de campo de piedra compuesta de planta baja y primera planta. Una sólida puerta de roble preside la fachada, flanqueada por ventanas a cada lado. En el tejado hay dos tragaluces y junto al edificio, una ampliación de una sola planta que, a juzgar por el color más claro del mortero empleado en la factura, probablemente se hizo después.

—Pues aquí estamos —digo innecesariamente—. Será mejor que entremos. Supongo que Joanne ya estará dentro.

—Yo no daría nada por supuesto a estas alturas —dice Andrea—. Puede que esa sea su sorpresa.

—¿El qué? —inquiere Zoe, frunciendo el ceño.

—La sorpresa es que ella no está aquí —responde Andrea.

Recojo mi mochila.

—Solo hay un modo de averiguarlo. —Le doy un codazo a mi amiga—. Venga.