La chica del verano - Elle Kennedy - E-Book

La chica del verano E-Book

Elle Kennedy

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Beschreibung

¿Puede un amor de verano durar para siempre? Cassie Soul lleva años sin pasar un verano en Avalon Bay, y cuando su abuela decide vender el pequeño hotel que la familia tiene allí, Cassie ve la oportunidad perfecta para regresar al encantador pueblecito costero, disfrutar de sus recién cumplidos veintiún años y, con suerte, vivir un romance de verano inolvidable. El candidato ideal resulta ser Tate Bartlett, instructor de vela y chico de oro de Avalon Bay, famoso por sus aventuras sin compromiso. Pero en cuanto ve a Cassie, Tate lo tiene claro: es demasiado especial como para jugar con ella y arriesgarse a hacerle daño. Lo suyo será solo una amistad, e incluso puede ayudarla a encontrar ese ligue veraniego que tanto desea. Sin embargo, a medida que pasa tiempo con ella, Tate se da cuenta de que ha cometido un gran error: Cassie es la chica con la que siempre soñó y no puede dejarla escapar así como así.   Una novela adictiva de Elle Kennedy, autora best seller de las series Kiss Me y Campus Diaries

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Seitenzahl: 568

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Primera edición: agosto de 2025

Título original: The Summer Girl

© Elle Kennedy, 2023

© de la traducción, Iris Mousumi Mogollón González, 2025

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2025

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial de la obra.

Se declara el derecho moral de Elle Kennedy a ser reconocida como la autora de esta obra.

Ninguna parte de este libro se podrá utilizar ni reproducir bajo ninguna circunstancia con el propósito de entrenar tecnologías o sistemas de inteligencia artificial. Esta obra queda excluida de la minería de texto y datos (Artículo 4(3) de la Directiva (UE) 2019/790).

Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imágenes de cubierta: Freepik (alfmaler, abscent, freepik, ihsan12, undrey)

Corrección: Nicolasa Marín, Raúl Fernández

Publicado por Wonderbooks

C/ Roger de Flor n.º 49, escalera B, entresuelo, oficina 10

08013, Barcelona

www.wonderbooks.es

ISBN: 978-84-10425-17-0

THEMA: YFM

Depósito Legal: B 11595-2025

Preimpresión: Taller de los Libros

Impresión y encuadernación: Liberdúplex

Impreso en España – Printed in Spain

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Elle Kennedy

La chica del verano

Traducción de Iris Mogollón

Capítulo 1

CASSIE

Julio

—Creo que ya no deberíamos seguir liándonos.

Dios mío.

No.

No, no, no, no.

Esto es exactamente por lo que deberían prohibirse las fiestas. No estoy de broma. Que vuelvan los tiempos de la ley seca, pero en lugar de prohibir el alcohol, que prohíban los eventos sociales. Es la única forma de evitar este tipo de vergüenza. O, mejor dicho, de vergüenza ajena, porque encima ni siquiera es a mí a quien están dejando.

Ese privilegio le toca al tío de la voz profunda y juguetona, que aún no ha pillado que la chica que lo está dejando va completamente en serio.

—¿Esto qué es, una especie de juego previo raro? No lo pillo, pero si es lo que te va, me apunto.

La voz de ella es seca, con ironía, sin azúcar:

—Hablo en serio.

Se queda callada un buen rato. Y yo, mientras tanto, me debato entre salir corriendo o quedarme donde estoy.

Me encuentro sentada a menos de tres metros, contra un tronco de madera, oculta por las sombras. Pero salir de ahí sin que me vean es complicado, porque han tenido la genial idea de romper justo en el peor sitio posible: donde la hierba de la playa se hace más fina y las dunas se aplanan en una franja de arena compacta. Mi cabeza lleva en modo Misión imposible,trazando rutas de escape, desde que ha empezado la ruptura. La pareja está de cara al océano oscuro, lo que significa que si intento volver a la fiesta por la playa, me van a ver. Pero si intento escabullirme por detrás, me van a oír. ¿Alguna vez has intentado caminar en silencio sobre hierba de playa? Es como llevar una campana colgada del cuello.

Así que nada, no me queda otra que quedarme escondida hasta que termine. La conversación y la relación. Porque nadie quiere que lo dejen, pero que te pase con público es mil veces peor. Así que, oficialmente, estoy atrapada aquí. Rehén de las normas sociales.

De todos los momentos para alejarme de la hoguera y ponerme a mirar las estrellas como una imbécil, voy y elijo este.

—Creo que esto ya no da más de sí —suelta ella.

No los veo bien. Solo son sombras. Una sombra alta y otra más baja. Creo que la bajita tiene el pelo largo; se le ve algún mechón suelto moviéndose en el aire nocturno.

Desde el otro extremo de la playa, a través del agua, me llega el murmullo de voces, risas y un poco de hiphop suave. Y me entran unas ganas locas de volver a la fiesta. No conozco a nadie allí, pero no recuerdo haber echado tanto de menos a un grupo de desconocidos como en este momento. La fiesta es en casa de un tal Luke, uno de por aquí. Se suponía que iba a encontrarme con mi amiga Joy, que me dejó plantada en el último momento. Estaba saliendo del coche cuando me llegó su mensaje; si me hubiese avisado un poco antes, habría vuelto a casa. Pero ya estaba aquí, así que pensé: «Venga, va, habla con alguien, socializa».

Tendría que haberme dado la vuelta. Salir cuando aún podía.

El chico por fin empieza a darse cuenta de que no es una broma.

—¿En serio? Pensaba que todavía nos lo estábamos pasando bien.

—¿La verdad? Últimamente no mucho.

Uf, qué bajón. Lo siento, tío.

—Eh, no me mires así. No lo digo por el sexo. Eso siempre ha ido bien. Pero llevamos con este rollito de amigos con derecho a roce casi un año. Sí, ha sido a ratos, pero cuanto más lo alargamos, más posibilidades hay de que uno de los dos acabe pillándose. Desde el principio dijimos que no queríamos nada serio, ¿te acuerdas?

—Sí, me acuerdo.

La sombra se lleva la mano al pelo y se la pasa por la cabeza. Eso, o tiene un gato minúsculo en la cabeza y lo está acariciando.

De verdad, aquí no se ve nada.

—Ahora mismo no me apetece meterme en una relación —añade—. No quiero un novio.

Hay una pausa.

—¿Y Wyatt?

—¿Qué pasa con él? Como le digo siempre: somos amigos. Y ahora lo que quiero es estar sola. —Se ríe entre dientes—. Mira, los dos sabemos que no te va a costar encontrar a otra amiga con derechos, Tate. Y si lo que quieres es algo más, tampoco te va a costar encontrar una novia. Solo que no seré yo.

Doble golpe.

Pero, eh, se agradece su sinceridad. No se anda con rodeos. No le está haciendo perder el tiempo. O sea, suena como si esto fuera más un asunto casual de amigos con derecho, pero eso a veces lo hace incluso peor. Empezar como amigos, pasar a lo otro, y luego pretender volver a ser solo colegas… complicado.

A mí nunca me han dejado oficialmente —bueno, para eso tendría que haber estado en una relación real—, pero si alguna vez me toca que me suelten un speech de ruptura, preferiría que fuese así: rápido y directo. Apagar la vela de un soplido, sin dejar una chispa. Fin. A otra cosa.

Bueno, eso lo digo ahora. Pero teniendo en cuenta que lloro con esos anuncios de mensajería en que la abuela recibe una postal de sus nietos por Navidad, lo más probable es que si me dejaran acabaría hecha un mar de lágrimas, a los pies de esa persona, y luego me metería en un retiro de esos carísimos alegando melancolía.

—Vale. Guay. —Él también se ríe, aunque con esa risa incómoda—. Pues ya estaría, ¿no?

—Ya estaría —repite ella—. ¿Estamos bien?

—Claro, tía. Nos conocemos desde los trece. No vamos a dejar de hablarnos solo porque hayamos dejado de follar.

—Te voy a recordar que has dicho eso —advierte ella.

Por fin, bendito sea todo lo que hay, han terminado. Se acabó la performance. Las chanclas de ella resuenan fuerte contra la arena mientras se aleja por la playa, de vuelta a la fiesta.

Una menos.

Queda uno.

Y para mi desgracia, el tío se va hacia el agua y se queda allí plantado, como una estatua, mirando el mar. Desde ahí le da un poco la luz de la luna y puedo verlo mejor. Es alto. Fuerte. Lleva bañador y camiseta, aunque no sé de qué color porque está oscuro. Me da que tiene el pelo rubio. Y un buen culo. No suelo fijarme en los culos —de hecho, ni siquiera sabía que me iban—, pero este destaca. No se puede ignorar.

Está de espaldas, así que tengo vía libre para escabullirme. Me pongo lentamente en pie y me limpio las manos sudorosas en mis shorts vaqueros. Tío, no me había dado cuenta de lo tensa que estaba. Solo me sudan las manos así antes de un primer beso o cuando me toca una conversación jodida con mi madre. O sea, casi todos los días. Ergo, mis manos siempre están sudadas.

Inspiro. Doy un paso pequeño.

Siento alivio cuando el tío no se gira hacia mí. Sí, claro que puedo hacer esto. Solo tengo que llegar hasta esa duna, está a tres metros. Si me ve después, puedo fingir que vengo del otro lado. «¡Ay, perdona! Solo estaba dando un paseo, no te había visto».

La escapatoria está al alcance, puedo saborearla. Entonces, como era de esperar, avanzo apenas metro y medio antes de que mi móvil decida fastidiarlo todo con una alerta estridente de un mensaje.

Y luego otra. Y otra más.

El tío se gira de golpe, sobresaltado.

—Eh. —Su voz profunda y desconfiada viaja hacia mí en la brisa nocturna—. ¿De dónde coño has salido tú?

Siento cómo se me calientan las mejillas. Menos mal que está oscuro y no puede ver el color tomate.

—Perdón —suelto—. Yo… eh… —Mi cerebro intenta inventarse una excusa decente. Falla—. No he oído ni un segundo de vuestra ruptura, lo juro.

Genial, Cassandra. De puta madre.

Él se ríe un poco.

—¿Ni un segundo, dices?

—No, ni uno. De verdad. Te juro que no me he quedado ahí sentada escuchando cómo te dejaban. —Mi boca ha tomado el control. Ahora está al mando y es la capitana. Otra cosa habitual cuando estoy nerviosa: no paro de hablar—. Y oye, por lo que vale, lo llevaste bien. Quiero decir, no te pusiste de rodillas, ni te agarraste a sus piernas llorando para que no se fuera. Así que gracias. Nos ahorraste a los dos pasar más vergüenza, ¿sabes? Es casi como si supieras que estaba atrapada detrás de ese tronco.

—Créeme, si hubiera sabido que estabas ahí sentada, habría subido el drama mínimo un doscientos por ciento. Algunas lágrimas, un grito al cielo, lamentarme por mi pobre corazón roto…

Se acerca tranquilo y, cuando le veo mejor la cara, se me acelera el corazón. Hostia, es guapísimo. Pero ¿en qué estaba pensando esa chica al dejarlo escapar?

Le repaso la cara con la mirada. Rasgos de los que llaman «clásicamente guapos». Ojalá pudiera distinguir el color de sus ojos, pero está demasiado oscuro. Aunque tenía razón en lo del pelo rubio, así que supongo que tiene los ojos claros. Azules, o tal vez verdes. Con esos pantalones cortos y la camiseta ligeramente arrugada, parece un surfista de un anuncio de colonia.

—¿Y por qué habrías hecho eso? —pregunto.

—Pues para ponerte más incómoda todavía. Castigo por estar espiando.

—Espionaje involuntario.

—Eso dicen todos. —Su boca se curva en una sonrisa traviesa, que me da la sensación de que es su expresión por defecto. Ladea un poco la cabeza, pensativo—. Pero ¿sabes qué? Te lo voy a perdonar. Soy incapaz de enfadarme con una chica mona.

Las mejillas se me calientan aún más.

Madre mía.

¿Ha dicho que soy mona?

A ver, elegí el conjunto de esta noche con esa idea. Unos shorts que hacen que mis piernas parezcan más largas, y una camiseta de tirantes ajustada. Negra, porque es el único color que hace que mis tetas parezcan más pequeñas. Si me pongo colores claros, parece que llevo dos pelotas de playa, y eso que el sujetador es de los que sujetan.

Pero me doy cuenta de que no ha mirado ni una sola vez hacia mi escote. O si lo ha hecho, ha sido tan disimulado que ni me he enterado. Sigue con los ojos clavados en mi cara y por un momento me quedo sin palabras.

En Boston veo tíos guapos a montones. Mi universidad está prácticamente infestada. Pero hay algo en este que hace que me tiemblen las rodillas.

Antes de que se me ocurra una respuesta ingeniosa a lo de «chica mona» —o cualquier respuesta, en realidad—, el móvil suena otra vez. Miro la pantalla. Otro mensaje de Peyton. Y otro más.

—Alguien es popular —bromea.

—Eh… sí. O sea, no. Es mi amiga. —Aprieto los dientes—. Es una de esas insoportables que te mandan diez sms de una línea en vez de un solo párrafo, y entonces no paran de llegar notificaciones y el móvil no deja de sonar y acabas con ganas de estampárselo en la cabeza. Lo odio. ¿Tú no lo odias?

Se le desencaja la cara.

—Sí —dice con tanta sinceridad que no puedo evitar sonreír. Niega con la cabeza—. Lo odio con toda mi alma.

—¿A que sí?

Suena un último ding. En total: seis sms de Peyton.

Echo un vistazo a las notificaciones y, otra vez, agradezco la oscuridad, porque estoy segura de que mi cara está ardiendo.

Peyton: ¿Qué tal la fiesta?

Peyton: ¿Algún chico guapo?

Peyton: ¿Con quién nos vamos a liar?

Peyton: ¡Intenta sacar fotos a los candidatos!

Peyton: Quiero formar parte de todo el proceso.

Peyton: ¡Ojalá estuviese allí!

Me gustaría decir que Peyton está de broma. Por desgracia, no es así. Mi principal propósito para venir a la fiesta esta noche era encontrar un candidato decente para mi rollo de verano.

Hacía tiempo que no pasaba un verano entero en Avalon Bay, pero aún recuerdo ver a varias amigas, año tras año, meterse de cabeza en romances de verano. Esos amores apasionados, acelerados, intensos, en los que no podéis apartar las manos del otro y todo parece tan urgente e intenso porque sabéis que es solo temporal. Que cuando llegue septiembre, es un adiós. Siempre tuve una envidia tremenda de esas chicas y deseaba tener mi propio amor de verano, pero era difícil centrarme en los chicos y en el romance cuando en mi casa todo era un caos constante.

Después de que mis padres se divorciaran, cuando yo tenía once años, mamá y yo seguimos viniendo los veranos, al menos al principio. La familia de mamá, los Tanner, lleva muchos años vinculada a Avalon Bay. Mis abuelos tienen una casa en la playa en la parte pija del pueblo, y daban por hecho que íbamos a hacerles la visita anual. Por aquel entonces, mamá y papá seguían fingiendo cordialidad por mi bien. Sin embargo, cuando papá se volvió a casar, se acabó el teatro. La ira y el desdén de ambos ya no tenían filtro, y volver a Avalon Bay se convertía en una especie de guerra psicológica.

Afortunadamente, mamá se volvió a casar poco después y anunció que ya no pasaríamos los veranos en este pueblo costero de Carolina del Sur, donde yo había nacido y crecido. No puedo negar que me sentí aliviada, ya que significaba que cuando volviera de visita, podría ver a papá en paz. Disfrutarlo, incluso. Claro que luego volvía a Boston, donde mamá me interrogaba y exigía que le contara palabra por palabra todo lo que mi padre había dicho sobre ella, lo cual era un rollo, y bastante injusto, pero aun así era mejor que estar atrapada en el mismo lugar con los dos.

—¿Vas a contestarle?

La voz de él me saca del bucle mental.

—Ah, no. Le escribiré luego.

Meto el móvil en el bolsillo de atrás a toda prisa. Y mira que escuchar cómo lo dejaban había sido incómodo, pero si llega a ver los sms de Peyton, me muero.

Se me queda mirando un momento.

—Me llamo Tate —dice por fin.

Dudo un segundo.

—Cassie.

—¿Vienes a pasar el verano?

Asiento con la cabeza.

—Estoy en casa de mi abuela, vive por la zona sur. Pero en realidad crecí en Avalon Bay.

—¿Ah, sí?

—Sí. Me mudé a Boston con mi madre cuando mis padres se divorciaron, pero mi padre sigue viviendo aquí, así que básicamente me convertí en una chica del verano. Bueno, no una chica del verano oficial, porque normalmente solo vuelvo una o dos semanas cada julio. Pero este año me quedo hasta después del Día del Trabajo, así que supongo que ahora soy una chica del verano de verdad.

«¡Deja de parlotear!», me grito por dentro.

—¿Y tú qué? —pregunto, desesperada por quitarme el foco de encima y del hecho de que he repetido la expresión «chica del verano» unos cuatro millones de veces en una sola frase.

—Todo lo contrario que tú. Me mudé a la Bahía al empezar la secundaria. Antes de eso vivíamos en Georgia. En la isla de St.Simon. —Tate suena un poco triste—. Te envidio por lo de Boston, la verdad. Me habría gustado mudarnos a una ciudad, en vez de cambiar un pueblo costero por otro. ¿Estudias allí?

—Sí, en la Universidad de Briar.

—Una chica Ivy, ¿eh?

Nos sincronizamos a la hora de andar y nos dirigimos hacia la fiesta. No lo hablamos, simplemente pasa.

—Este año empiezo mi último curso —añado.

—Guay. ¿Qué estudias?

—Literatura inglesa. —Lo miro como pidiendo perdón—. Lo sé. Totalmente inútil a menos que quiera ser profesora.

—¿Quieres ser profesora?

—Nope.

Sonríe y, por un segundo, veo unos dientes blancos y rectos a la luz de la luna. Su sonrisa es perfecta. De las que te pueden dejar colgada.

Me obligo a mirar hacia adelante y me meto las manos en los bolsillos mientras caminamos.

—¿Sabes lo que me cabrea, Tate?

—¿Qué te cabrea, Cassie? —Y sé que sigue sonriendo, lo noto sin mirarlo.

—Todo el mundo dice que te encuentras a ti mismo cuando estás en la universidad, ¿verdad? Pero, por lo que yo he visto, no es más que un montón de fiestas cutres, noches completas de estudio y clases eternas con un pelmazo soltando el mismo rollo de siempre en un aula de gente medio dormida. Y mientras, tú te sientas ahí fingiendo que has disfrutado el libro que te mandaron leer, cuando en realidad es más divertido ver cómo hierve el agua que leer la mayoría de los clásicos. Ya está, lo he dicho. Los clásicos son un coñazo, ¿vale? Y la universidad es un tostón.

Tate se ríe.

—Igual no vas a las fiestas adecuadas.

Tiene razón, no he ido a esas fiestas. Porque nunca, nunca he ido a una fiesta en la que haya hablado largo y tendido con un tío que se parezca a Tate.

A medida que nos acercamos a la hoguera, nuestro camino queda claramente iluminado. La música sigue sonando fuerte, con una canción de reggae lenta que tiene a varias parejas abrazadas, todas moviéndose al ritmo sensual del beat. Todo el grupo parece de por aquí. Al menos, si hay alguien del club de campo, no lo reconozco. Los veraneantes no suelen relacionarse con la gente que vive aquí todo el año. Joy cree que la única razón por la que la habían invitado esta noche fue porque ese tal Luke esperaba ligar. «A esos chicos de aquí les flipa seducir a las niñas bien», había bromeado durante la comida.

No es que yo lo sepa por experiencia. Nunca me ha seducido alguien de aquí. Tampoco me considero una «niña bien», aunque supongo que lo soy. La familia de mi madre tiene pasta. Bastante, de hecho. Pero yo siempre me voy a ver como la chica que creció en Sycamore Way, en una casita acogedora en las afueras, no muy lejos de esta parte de la Bahía.

Con la luz de la hoguera iluminándonos, Tate me mira mientras jugueteo con la coleta y suelta un gruñido exagerado.

—Eres pelirroja —me acusa, con los ojos brillantes. Son azul claro, tal y como sospechaba.

—No me etiquetes de pelirroja —protesto—. Soy «cobriza».

—Eso no existe.

—Soy cobriza —insisto. Me agarro la coleta y se la acerco a la cara—. ¿Ves? Rojo oscuro. ¡Es prácticamente marrón!

—Ya, ya. Sigue creyendo eso, pelirroja.

Ahora parece distraído. Su mirada se desplaza por el fuego y mi mirada lo sigue, hasta que los dos acabamos mirando a una chica de pelo rojo brillante. Una auténtica pelirroja. A diferencia de mí, que soy «cobriza», muchas gracias.

La pelirroja está charlando con otras dos chicas, y las tres son guapísimas. Tienen pelo brillante, caras perfectas, ropa mínima. Y tienen esos cuerpazos de playa que te hacen sentir un poco mierda. Siempre me he preguntado cómo sería tener proporciones normales. Probablemente, sea increíble.

La expresión de Tate se torna dolorosa por un momento antes de apartar rápidamente los ojos de la chica.

Entonces lo pillo.

—No. ¿Es ella? ¿La que te ha dejado?

Suelta una carcajada.

—No me ha dejado. Además, seguimos siendo amigos, eso no va a cambiar. Simplemente, me ha tomado por sorpresa, eso es todo. indentmente soy yo el que termina con ese tipo de cosas.

—¿Quieres que vaya y le parta la cara? —le ofrezco.

Él me mira de arriba abajo, frunciendo los labios como si evaluara mis posibilidades. Mido un metro sesenta y poco y soy bastante delgadita. Bueno, delgada, excepto por mi enorme pecho. En realidad, mis tetas son probablemente armas más eficaces que mis puños.

—Nah —responde, con una media sonrisa—. Creo que no me sentiría bien siendo responsable de tu muerte.

—Qué amable.

Se ríe.

—¡Tate! —grita alguien, y ambos nos giramos hacia el grito.

Un tío muy alto, con barba rojiza, está cerca y sostiene un porro. Lo agita tentadoramente hacia Tate y arquea una ceja. Una invitación. Tate le hace un gesto con la cabeza y con la mano le indica que va para allá.

—¿Por qué hay tantos pelirrojos aquí? —pregunto—. ¿Es una convención o algo así?

—Dímelo tú. Esta es tu gente, después de todo.

Gruño, y él se ríe otra vez. Me gusta el sonido de su risa.

—¿Quieres que te presente? —me pregunta Tate.

La duda se apodera de mí. Estoy indecisa. Por un lado, sería divertido quedarme y pasar el rato. Pero la chica pelirroja ahora nos está mirando, tiene esa cara perfecta y una expresión como de diversión tranquila, como si no supiera si le damos risa o lástima. No es la única. De hecho, me doy cuenta de que hay muchos ojos puestos en nosotros. Tengo la sensación de que un tío como Tate atrae este tipo de atención y, de repente, desearía que siguiéramos envueltos en la oscuridad de la playa, él y yo solos. Además, no me quiero imaginar la cantidad de cosas sin sentido que soltaría de los nervios con cada persona nueva que conozca, así que niego con la cabeza.

—En realidad, me voy ya. Tengo otro sitio al que ir —digo.

Él sonríe.

—Está bien. Como quieras, Señorita Popular.

Ya. Claro. El único sitio al que voy a ir después de esto es a casa. Pero probablemente sea mejor dejarle creer que revoloteo de fiesta en fiesta los viernes por la noche, como una mariposa social imposible de atrapar. Peyton aprobaría ese plan. «Dejarlos siempre con ganas de más» es el lema de mi mejor amiga.

—¿Has dicho que te quedarás hasta septiembre?

—Sí —respondo, como si nada.

—Genial. Entonces seguro que nos volvemos a ver.

—Sí, puede ser.

Mierda. Eso ha sonado demasiado indiferente. Lo que debería haber dicho es algo en plan tímido y coqueto, como un «eso espero»… y luego pedirle su número. Me doy una bofetada mental mientras intento pensar cómo arreglarlo, pero ya es demasiado tarde. Tate ya se está alejando hacia sus amigos.

«Si se gira, es buena señal». Eso es lo que siempre dice Peyton.

Trago saliva con fuerza mientras contemplo su espalda alejarse, con su larga zancada dejando huellas en la arena.

Y entonces…

Se gira.

Respiro aliviada y le hago un gesto torpe con la mano antes de darme la vuelta. El corazón me late deprisa mientras subo por el camino de hierba que lleva a la carretera, donde he aparcado el Land Rover de mi abuela. Saco el móvil del bolsillo justo cuando otro mensaje ilumina la pantalla.

Peyton: ¿¿¿Y bien??? ¿Hemos encontrado al afortunado?

Me muerdo el labio y vuelvo a mirar hacia la fiesta.

Sí.

Sí, creo que sí.

Capítulo 2

CASSIE

A la mañana siguiente, encuentro a mi abuela en la cocina. Está sacando una bandeja de magdalenas del horno. La coloca sobre la rejilla de la encimera, junto a las otras tres bandejas que ya estaban allí.

—Buenos días, cariño. Elige tu veneno —me dice la abuela casi cantando mientras me echa un vistazo por encima del hombro—. Tenemos de plátano y nueces, de salvado, de zanahoria y las de arándanos acaban de salir, así que necesitan reposar un poco para enfriarse.

Sin duda, lleva cocinando como una loca desde las siete de la mañana. A pesar de tener más de setenta años, sigue teniendo una vida increíblemente activa. Y eso que, por fuera, parece muy frágil. Es de complexión delgada, tiene las manos delicadas y su piel se ha afinado con la edad, hasta el punto de que siempre se le marcan las venas azuladas por debajo.

Y aun así, LydiaTanner es una fuerza de la naturaleza. Ella y mi abuelo Wally dirigieron un hotel durante cincuenta años. Compraron el terreno junto a la playa por cuatro duros a finales de los sesenta, después de que el abuelo resultara herido en Vietnam y causara baja en el ejército. Lo más fuerte es que tenían mi edad cuando construyeron el Hotel El Faro desde cero. No me imagino construir y luego gestionar un hotel a los veinte años, en especial uno tan grande como El Faro. Y hasta hace dos años, la propiedad frente al mar era el orgullo de mis abuelos.

Pero entonces el abuelo falleció, y el último huracán que arrasó la costa dejó el hotel casi destruido. El Faro ya había sido víctima de tormentas anteriormente —dos veces, para ser exactos—, pero, a diferencia de en esas ocasiones, ahora nadie de la familia había querido renovarlo ni devolverlo a la vida. La abuela era demasiado mayor y estaba demasiado cansada para hacerlo ella sola, sobre todo sin el abuelo Wally a su lado, y sé que, aunque no lo diga, está decepcionada porque ninguno de sus hijos decidió tomar el relevo. Pero ni mi madre ni sus hermanos estaban interesados en salvar El Faro, así que al final la abuela decidió venderlo. No solo el hotel, también su casa.

La venta de la casa se cierra en dos meses, y El Faro reabrirá en septiembre bajo el liderazgo de un nuevo propietario. Por eso hemos vuelto. La abuela quería pasar un último verano en Avalon Bay antes de mudarse al norte para estar más cerca de sus hijos y nietos.

—¿Qué tal la fiesta? —pregunta, y se sienta en una silla de la mesa de la cocina.

—Bien. —Me encojo de hombros—. No conocía a casi nadie.

—¿Quién era el anfitrión?

—Un tal Luke, es instructor de vela en el club. Así es como lo conoció Joy. Y hablando de Joy: ¡ni apareció! Me invita a una fiesta y luego me deja tirada. Me sentí como una espontánea.

La abuela sonríe.

—A veces eso es más divertido. Ir a un sitio donde nadie te conoce… —Arquea una ceja finísima—. Puede ser emocionante reinventarse un poco y hacerse pasar por otra persona por una noche.

Pongo cara de horror.

—Por favor, no me digas que tú y el abuelo solíais quedar en los bares de los hoteles y os hacíais pasar por desconocidos para darle vidilla al matrimonio.

—Como quieras, cielo. No te lo diré.

Sus ojos marrones brillan, lo que le da un aire juvenil. Es curioso, la abuela parece muy elegante e inaccesible en público. Siempre va vestida como si acabara de bajarse de un yate, con esos modelitos preppy más propios de la elegante Nantucket que de la tranquila Avalon Bay. Juro que tiene mil pañuelos Hermès. Y, aun así, cuando está con la familia, su gélido exterior se derrite y se convierte en la mujer más cálida que puedas imaginar. Me encanta pasar tiempo con ella. Y es divertidísima. A veces, de la nada, suelta una guarrada en una cena familiar y nos deja a todos muertos de la risa. Dicho con su delicado acento sureño, sorprende un montón. A mi madre le horroriza. Aunque, claro, mi madre no tiene sentido del humor. Nunca lo ha tenido.

—¿Has hecho nuevos amigos? —pregunta la abuela.

—No, pero no pasa nada. Veré a Joy mientras esté aquí, y puede que Peyton venga de visita una o dos semanas en agosto. —Me acerco a las bandejas de magdalenas y estudio mis opciones—. Sigo pensando que no debería haberte hecho caso cuando me dijiste que no buscara trabajo este verano.

La abuela arranca un trocito de su magdalena de salvado. Desde que tengo uso de razón, su desayuno siempre es igual: una magdalena y una taza de té. Probablemente, así es como ha mantenido su figura todos estos años.

—Cass, cariño, si hubieras conseguido un trabajo, no podrías desayunar conmigo, ¿verdad?

—Eso es cierto. —Elijo una magdalena de plátano y nueces, cojo un platito de cristal de la alacena y me siento junto a ella en la mesa. Se me cae una nuez de la magdalena y me la meto en la boca—. ¿Y hoy qué hacemos?

—He pensado que podríamos ir al centro y echar un vistazo a las nuevas tiendas que han abierto. Levi Hartley se ha encargado en persona de renovar todo el paseo marítimo. Su empresa de construcción va local por local, arreglando lo que destrozó el huracán. El otro día pasé por delante de una sombrerería muy mona. No me importaría echarle un vistazo.

Solo la abuela Lydia querría ir a una sombrerería. La única gorra que me he puesto en toda mi vida es la de Briar U que nos dieron en las jornadas de orientación de primer año, y eso porque nos obligaron a ponérnosla para jurar lealtad a nuestra nueva universidad. Creo que ahora estará en algún lugar del fondo de mi armario.

—Compra de sombreros. Me muero de ganas.

Suelta una risita.

—Yo necesito encontrar un regalo para el cumpleaños de las niñas, así que tampoco me importaría pasar por alguna de esas tiendas para niños. Ah, ¿y podríamos pasarnos por el hotel? Me muero de ganas de ver qué han hecho dentro.

—Yo también —dice la abuela, con un leve gesto de preocupación en los labios—. La joven que lo compró, MackenzieCabot, prometió que conservaría el espíritu, que mantendría su encanto y su carácter. Me mandó los planos de las reformas que harían y fotos de los trabajos. Y sí, todo parecía indicar que lo de restaurar el espacio para mantenerlo fiel al original iba en serio. Pero no he recibido nada desde principios de junio.

Su preocupación es evidente. Sé que ese era el mayor temor de la abuela: que El Faro se volviera irreconocible. El hotel era su legado. Sobrevivió a tres huracanes y mis abuelos lo reconstruyeron con amor dos veces. Pusieron todo lo que tenían ahí. Sangre, sudor y lágrimas. Amor. Y me molesta, aunque sea un poco, que ninguno de sus cuatro hijos luchara por mantenerlo en la familia.

Mis dos tíos, Will y Max, viven en Boston con sus esposas y cada uno tiene tres hijos pequeños. Ambos dejaron muy claro que no iban a trasladarse al sur para reformar un hotel que les daba exactamente igual. La tía Jacqueline y su marido, Charlie, tienen una casa en Connecticut, también tres hijos y ningún interés en dedicarse a la hostelería. Y luego está mamá, que tiene una apretada agenda social en Boston y está ocupada gastando el dinero de su exmarido, lo cual, a estas alturas, es por puro despecho porque ella ya era rica antes de casarse; los Tanner valen millones. Pero mi expadrastro, Stuart, cometió el error de pedir el divorcio, y mi madre, si algo guarda, es rencor.

Me zampo el resto de la magdalena antes de levantarme de la silla de un salto.

—Vale, si vamos al centro, déjame que me ponga algo medio decente —digo, señalando mis pantalones cortos hechos polvo y mi camiseta ancha—. No puedo ir a comprar sombreros de esta guisa. —Dirijo una mirada acusadora a los chinos impecablemente planchados, la camisa sin mangas y el pañuelo de seda a rayas de mi abuela—. Y menos a tu lado. O sea, por Dios, señora, parece que vas a comer con un Kennedy.

Se ríe entre dientes.

—¿Has olvidado mi regla de vida más importante, querida? Sal siempre vestida de casa como si te fueran…

—… a asesinar —termino, y pongo los ojos en blanco—. Ya me acuerdo.

En ocasiones, la abuela puede ponerse sombría. Pero, oye, es un buen consejo. Lo pienso más a menudo de lo que me gustaría admitir. Una vez salí accidentalmente de mi dormitorio con las bragas de «necesito poner una lavadora», unas de color naranja neón con un enorme agujero en la entrepierna. Cuando me di cuenta, casi me entró urticaria. Pensé que si fueran a matarme ese día, el forense me desnudaría sobre la mesa de acero y el agujero de mi entrepierna sería lo primero que vería. Me convertiría en el único cadáver sonrojado de la morgue.

Subo a cambiarme y encuentro un vestido rosa de verano, me lo pongo y me hago una trenza. Justo cuando le doy la última vuelta al coletero, suena el móvil. Es Peyton. Anoche no la llamé cuando llegué a casa, pero le envié un mensaje de texto intencionadamente críptico que sabía que la volvería loca.

—¿Quién es? —exige nada más ponerla en altavoz—. Cuéntamelo todo.

—No hay nada que contar. —Me acerco al tocador y me miro la barbilla. Noto que me está a punto de salir un grano, pero el espejo dice que son imaginaciones mías—. Conocí a un tío que estaba muy bueno, rechacé su invitación a quedarme con él en la fiesta y me fui a casa.

—Cassandra —dice Peyton, atónita.

—Lo sé.

—Pero ¿qué coño te pasa? ¡El objetivo de que fueras anoche era conocer a un tío! ¡Y encontraste uno! ¿Y encima dices que estaba bueno?

—El más bueno que he visto en mi vida —gimo.

—Entonces ¿por qué te fuiste? —Su confusión suena más a acusación que otra cosa.

—Me rajé —confieso—. ¡Era demasiado intimidante! Y tendrías que haber visto las chicas con las que estaba: eran unas diosas perfectas, altas y en forma. Con tetas perfectamente proporcionadas… a diferencia de alguien que conoces.

—Ay, por favor, Cass. Para. Ya sabes lo que opino de que te critiques a ti misma.

—Sí, sí, que me quieres dar un puñetazo en la cara. Pero no puedo evitarlo. En serio, esas tías eran preciosas.

—Y tú también. —Un sonido de frustración resuena por el altavoz—. Mira, de verdad, odio a tu madre.

—¿Qué tiene que ver mi madre con esto? —Suelto una risita incómoda.

—¿Lo preguntas en serio? He estado en tu casa. He oído cómo te habla. De hecho, el otro día estuve charlando con mi madre al respecto, y me decía que toda esa mierda hiriente seguro que te jode la autoestima.

—¿Por qué hablas con tu madre sobre mí? —exijo, y siento cómo la vergüenza sube por mi garganta.

A veces, tener una mejor amiga cuya madre es psicóloga clínica es, sin duda, un coñazo. Conozco a Peyton desde que teníamos once años —nos conocimos poco después de que mamá y yo nos mudáramos a Boston— y su madre husmeaba constantemente en mi psique cuando era niña. Siempre intentaba que hablara del divorcio de mis padres, de cómo me hacía sentir, de cómo me afectaban las críticas de mi madre… Bla, bla, bla. No necesito que una psiquiatra me diga que hay una correlación directa entre mis inseguridades y los ataques verbales de mi madre. O que mi madre es una zorra despiadada. Lo sé muy bien.

En las raras ocasiones en que papá y yo hemos hablado de ella, él ha admitido que mamá siempre se ha inclinado más hacia el «yo, yo, yo» en la escala del altruismo. Pero el divorcio realmente la afectó. Hizo que empeorara. Desde luego, no ayudó que se volviera a casar al cabo de un año y medio y que ahora tenga otras dos hijas.

—Mi madre dice que tenemos que silenciar a tu crítico interior, también conocido como la horrible voz de tu madre en tu cabeza.

—Siempre callo a mi crítico interior. ¿Recuerdas mi regla de vida? ¿La del lado bueno?—Porque mientras que la regla de vida de mi abuela es asegurarse de que te maten con tu mejor ropa de domingo, la mía siempre ha sido mirar el lado positivo. Encuentra el lado positivo de cada situación, porque la alternativa, que es sumergirte en la oscuridad, te acaba destrozando.

—Por supuesto, Pequeña Miss Sunshine —dice Peyton burlonamente—. Siempre buscando el lado bueno de las cosas, ¿cómo podría olvidarlo? —Su voz adquiere un tono desafiante—. De acuerdo. Entonces, dime, ¿cuál es el lado positivo de dejar escapar al buenorro?

Lo pienso un momento.

—Está demasiado bueno —respondo finalmente.

La risa estalla en el teléfono.

—Esa sería la razón para no dejarlo escapar. —Hace un fuerte zumbido—. Vuelve a intentarlo.

—No, en serio —insisto—. ¿Te imaginas que el primer tío con el que me acueste está así de bueno? ¡Arruinaría a todos los hombres futuros para mí! Querré que todos los hombres que vengan después sean un diez perfecto, y cuando nadie esté a la altura me va a entrar la depresión.

—Eres imposible. ¿Le pediste el número, al menos?

—No, ya te he dicho que salí corriendo como un conejito nervioso y parlanchín.

Deja escapar un fuerte y pesado suspiro.

—Esto es inaceptable para mí, CassandraElise.

—Mis más sinceras disculpas, PeytonMarie.

—Si lo vuelves a ver, lo invitas a salir, ¿entendido? —Mi mejor amiga se ha puesto en modo totalitario—. Nada de parlotear. Sin excusas. Prométeme que la próxima vez que lo veas, lo invitarás a salir.

—Lo haré, lo prometo —digo a la ligera, pero solo porque estoy segura de que no volveré a verlo.

Spoiler: la que se ríe soy yo.

Cinco minutos más tarde, en cuanto la abuela y yo salimos de casa, me encuentro nada más y nada menos que a Tate en el camino de entrada.

Capítulo 3

TATE

Tardo un segundo en darme cuenta de que la pelirroja del porche es la misma de la fiesta de anoche. Tenía razón, su pelo tira más a cobre que a pelirrojo. Supongo que la hoguera lo hacía parecer más claro. Luego la mirada se me va a su pecho, solo un vistazo rápido para confirmar que lo de ayer no fue una fantasía de adolescente. Y no, no me lo imaginé. Lo de esta chica es objetivamente espectacular. Demándame por darme cuenta. Soy un hombre, siempre me fijo en unas buenas tetas.

Lleva un vestido de verano corto que le llega hasta la mitad del muslo y no pega nada con las uñas de los pies pintadas de rojo que sobresalen de sus sandalias de tiras. Me mira como si no estuviera segura de qué hace este tío delante de su casa.

—Señor Bartlett, ¿qué le trae por aquí esta mañana?

Mi mirada se dirige hacia la mujer mayor que está junto a Cassie.

—Buenos días, señora Tanner.

Le dedico esa sonrisa fácil que, según mis amigos, podría desarmar a un dictador. No es que LydiaTanner sea una dictadora; es una señora muy agradable, a juzgar por lo poco que hablamos cuando estuve cuidando la casa de al lado. Este es el cuarto verano en que me alojo en la lujosa propiedad frente al mar de Gil y ShirleyJackson, justo al lado. Llevo semanas esperando este momento.

—Solo quería que supiera que volveré a cuidar la casa de los Jackson este verano —le digo—. Así que, si ve luces encendidas a horas raras o, ya sabe, chicos guapos paseando desnudos, no se alarme… y siéntase libre de seguir mirando. —Le guiño un ojo.

Cassie suelta una carcajada sarcástica.

—Cassandra —la regaña Lydia—. Dejemos que el chico crea que nos está conquistando.

—¿Que crea? —Me burlo con buen humor—. Sabe que me desea, señora Tanner.

—Como te dije el año pasado, puedes llamarme Lydia. Esta es mi nieta, Cassandra.

—Cassie —corrige.

—En realidad, nos conocimos anoche —informo a Lydia—. Nos encontramos en una fiesta. ¿Cómo te va, pelirroja?

—Ni se te ocurra llamarme así. —Cassie me fulmina con la mirada.

Lydia se vuelve hacia su nieta.

—Bueno, ahí tienes, querida. Estábamos hablando de que no tenías a nadie con quien hacer planes este verano, y mira, ahora tendrás un amigo justo al lado. ¡Y ya te ha puesto un mote divertido! ¡Estupendo! —Alarga la mano y le da unas palmaditas a Cassie en el brazo, como si estuviera tranquilizando a un cachorro nervioso.

Las mejillas de Cassie se sonrojan.

—Eres lo peor —refunfuña a su abuela.

Lydia desciende los escalones del porche con una risita.

—Voy a arrancar el coche.

—Lo ha dicho a propósito para avergonzarme —murmura Cassie. Me mira con los ojos entrecerrados—. Tengo amigos.

Parpadeo con inocencia.

—Eso parece, sí.

—Tengo amigos —insiste, con un gruñido en la garganta.

Contengo la risa. Joder, es mona. Ridículamente mona. Me gustan las chicas con pecas. Y las que se sonrojan cuando les sonrío.

—¿Eso significa que no quieres ser mi amiga? —pregunto, mirando a Cassie con diversión.

—La amistad es un compromiso muy serio. Probablemente, deberíamos limitarnos a ser vecinos. Pero estás de suerte, porque eso significa que podemos hacer muchas cosas de vecinos divertidas. —Hay una pausa—. No sé muy bien qué. ¿Quizá ponernos en ventanas que estén una frente a la otra y usar linternas para enviar sms en código morse?

—¿Crees que eso es lo que hacen los vecinos?

—No lo sé. La ventana de mi dormitorio da a una pared de ladrillo, así que nadie me envía sms ocultos. A menos que cuentes al chico borracho de la fraternidad que siempre se pierde de camino a Greek Row y se queda dando tumbos, gritando que la luna no es real. Y no soy amiga de ningún vecino de la casa de mi madre en Boston. No es que tú y yo seamos amigos, eh. A ver, ni siquiera te conozco. Somos unos completos extraños. Aunque vi cómo te dejaban, lo cual fue traumático para ambos, y esa clase de humillación compartida crea una intimidad forzada que nadie debería tener que experimentar jamás… —Se corta en seco—. ¿Sabes qué? Mejor me marcho. La abuela y yo vamos al centro. Adiós, Tate.

Intento contener la sonrisa, pero me tiembla la boca.

—Vale. Muy bien. Hasta luego, vecina.

Resopla y se va a toda prisa. Y en cuanto se da la vuelta, la sonrisa me estalla en la cara. Inevitablemente, la mirada se me va a su culo. Joder, un buen par de tetas y un buen culo. Aunque es un poco bajita. Siempre me han atraído más las chicas altas. Mido un metro noventa, no quiero romperme el cuello agachándome para besar a alguien. Cassie medirá, ¿qué? ¿Uno cincuenta y cinco? ¿Uno sesenta, con suerte? Pero hay algo en la disposición de sus hombros y en su forma de andar que le confiere más estatura. Y es graciosa. Un poco rara, pero graciosa. Ya estaba deseando pasar las próximas ocho semanas en casa de los Jackson. Tener a Cassie al lado durante el verano es la guinda de un pastel ya de por sí delicioso.

El Range Rover blanco se dirige al final del camino circular con la señora Tanner al volante. Lo veo desaparecer y me dirijo a la casa de al lado. Como en este tramo del paseo marítimo las casas están construidas en una pendiente, no hay mucho espacio entre ellas, al menos en el lado que da a la calle, lo que significa que siempre ves a tus vecinos. Pero la ubicación alta, hacia el oeste, también implica unas vistas espectaculares de Avalon Bay y puestas de sol inigualables.

La casa de los Jackson sufrió algunos daños en la última tormenta, pero Gil contrató de inmediato a un equipo para arreglarla y a un paisajista para retirar todos los árboles caídos y los escombros. Lo único que queda ahí son los robles cubiertos de musgo y otros árboles maduros que se han mantenido fuertes y con orgulloso durante décadas. La propiedad está llena de encanto. Me impresiona cada vez que vengo.

Paso entre las elegantes columnas blancas hacia el porche cubierto y entro por la puerta principal. Dentro, echo un vistazo rápido a la impecable planta principal. Siempre me pongo paranoico cuando cuido esta casa, me imagino rompiendo algo carísimo o derramando cerveza sobre alguna alfombra pija. Entro en la cocina profesional y me dirijo a la isla más larga que he visto en mi vida. Mis dedos rozan el elegante roble pintado de azul marino. El ama de llaves, Mary, estuvo aquí ayer, así que todo está limpio y sin una mota de polvo. El olor a limón y pino se mezcla con el familiar aroma salado que entra por las puertas traseras. Lo primero que hice al llegar fue abrir los tres juegos de puertas francesas que forman toda la pared trasera del salón. Mi estado de ánimo siempre es mil veces mejor cuando puedo oler el océano.

Mi teléfono vibra, lo saco del bolsillo y veo que es un mensaje de mi madre.

Mamá: ¿Ya estás instalado?

Respondo al momento.

Yo: Sí. Ya he sacado todo de la maleta y estoy listo para dos meses de libertad. La verdad es que me estabais cortando el rollo.

Mamá: Sí, estoy segura de que toda esa comida casera era una verdadera lata.

Yo: Mierda. Vale. Echaré de menos esa parte, aunque Gil ha añadido un FountainLightning a su flota privada, así que creo que eso podría compensar toda la comida grasienta para llevar que comeré.

Mamá: Te traeré unas lasañas congeladas. La intoxicación por grasa no es ninguna broma.

Yo:¿Cómo están mis hijos? ¿Me echan de menos?

Mamá:Bueno… Fudge acaba de dormir una siesta de cuatro horas y Polly se ha comido un bicho. Así que diría que… ¿no?

Yo:Bah, suena como una forma para sobrellevar mi ausencia. Deberías dejarles dormir en tu cama mientras no estoy para que no se sientan solos.

Mamá: ¡Por supuesto que no!

Sonrío al teléfono. Mis padres son unos sádicos que se niegan a que los perros de la familia duerman en su cama. Nunca lo entenderé.

Yo: En fin, tengo que dejarte. Te escribo mañana.

Mamá: Te quiero.

Yo: Yo también te quiero.

No me importa si eso me convierte en el mayor pringado del planeta, pero a veces pienso que mi madre es mi mejor amiga. Sin lugar a dudas, es la tía más guay que conozco. Y le cuento casi todo. A ver, obviamente me guardo mi vida sexual para mí, pero, quitando eso, hay muy pocas cosas que no le confíe a mamá. A papá también. De hecho, creo que también podría ser mi mejor amigo.

Joder, puede que sí sea un pringado.

Dejo el móvil en la encimera, me acerco a las puertas francesas y miro hacia fuera. Más allá del patio de piedra, la parrilla y la chimenea hay una escalera de madera que lleva a la cubierta superior. Y detrás, está el camino que lleva a la terraza inferior y al largo muelle privado de los Jackson, con un elevador eléctrico para barcos y un embarcadero cubierto. Concentro mi mirada en el extremo del muelle y admiro las dos embarcaciones que hay amarradas en él. El preciado yate de Gil, el Surely Perfect, está amarrado en el puerto deportivo del club náutico, pero su lancha motora de alto rendimiento y su Boston Whaler Sport Fisherman las tiene a buen recaudo en casa durante la temporada.

Me recorre un escalofrío al contemplar la lancha roja y blanca. El Relámpago. Joder, mataría por sacarla, pero es ridículamente cara y ni se me ocurriría preguntarle a Gil si puedo usarla.

En serio, envidio la vida de este hombre. Gil es un promotor inmobiliario millonario que posee varias propiedades en todo el mundo y casi toda una flota de barcos. Él y Shirley van a pasar los próximos dos meses en Nueva Zelanda, donde planean añadir otra casa a su colección. Y, conociendo a Gil, otro barco de vela. Qué suerte tienen. Su vida me parece el paraíso: navegar por todo el mundo, explorar nuevos lugares…

Lo de navegar, en especial, es lo que me pone la sangre a mil. Ser instructor de vela a tiempo parcial en el club no me parece suficiente; durante años, he soñado con estar en el agua a tiempo completo, pero simplemente no es factible, ya que también necesito trabajar unas horas en Náutica Bartlett, el negocio familiar. Y ojo que no está mal. Y siempre es asombroso ver cuánto dinero está dispuesta a gastar la gente en sus barcos. Pero, aun así, prefiero estar en un barco que entregar las llaves a otra persona.

Como hoy es mi día de descanso —y tengo el permiso de Gil para usar la embarcación Whaler y la moto acuática Sea-Doo—, cojo el móvil de la encimera de la cocina. El tiempo es perfecto para pasar un día en el agua, así que repaso mis chats para ver a cuál de mis amigos puedo escribir.

Estoy casi seguro de que Danny, otro instructor del club, trabaja hoy.

Luke debería estar en casa, pero tengo la sensación de que tendrá demasiada resaca por la fiesta de anoche. Cuando me fui, sobre las dos de la madrugada, todavía estaba tomando chupitos de tequila con Steph y Heidi.

Le preguntaría a Wyatt, nuestro tatuador local, pero las cosas están un poco raras entre nosotros, aunque no por mi culpa. Yo iba a lo mío, quedando con Alana de vez en cuando, cuando Wyatt rompió con su novia de toda la vida y de repente decidió que también le molaba Alana. Lo siguiente que sé es que estoy en un triángulo amoroso del que nunca quise formar parte, por una chica que en realidad no nos quiere a ninguno de los dos.

Primero le envío un mensaje a Luke, que responde sin rodeos.

Luke: Tío, tengo tanta resaca que si salgo en barco voy a vomitarte en la cara.

A continuación, intento hablar con EvanHartley, aunque estoy bastante seguro de que anoche me dijo que él y su hermano Cooper estarían en una de sus obras. Le envío un mensaje de todos modos, porque es el gemelo más dispuesto a escaquearse del curro y venirse a beber conmigo en un barco.

Evan: No puedo. Vamos fatal con esta obra.

Joder, pues supongo que hoy estoy solo.

Evan: Pero vamos a pillar unas cervezas con Danny más tarde. En el Rip Tide, sobre las siete. ¿Te apuntas?

Respondo rápidamente.

Yo: Me apunto. Nos vemos allí.

Capítulo 4

CASSIE

—¿Crees que a una niña de seis años le gustaría esto? —Levanto una camiseta roja con un unicornio morado montado en una tabla de surf—. ¿Qué les gusta a las niñas hoy en día? No tengo ni idea de lo que es apropiado para ellas.

La risa de mi abuela resuena entre nosotras.

—¿Y yo sí? Acabo de cumplir setenta y cuatro, querida. Cuando yo tenía seis años, los dinosaurios aún vagaban por la Tierra.

Suelto una carcajada.

—Setenta y cuatro no es ser vieja. Y además, no los aparentas.

Vuelvo a poner la camiseta en el perchero. Me parece que los colores son demasiado chillones. Cuando vi a las niñas en Pascua, ambas iban vestidas con tonos pastel. Mmmm… pero eso podría haber sido solo una cosa de Pascua. Sé que a mi madrastra, Nia, le gusta vestirlas para las fiestas. Cuando las visité las pasadas Navidades, llevaban unos vestidos rojos a juego y unas bonitas diademas de muérdago.

Uf, esto es demasiado difícil, lo que solo pone de relieve lo poco que conozco a mis hermanastras, pero supongo que ese es el resultado cuando su madre se asegura de que pase el menor tiempo posible con ellas. Vamos, apuesto a que si fuera por ella, ni siquiera me dejaría verlas para celebrar su cumpleaños el mes que viene. Pobre Nia, probablemente se cabreó en secreto cuando sus gemelas nacieron el mismo día que yo. Y, joder, qué ironía… Las nuevas hijas de papá nacieron el mismo día que su hija mayor, lo que me borró efectivamente de su vida y…

«¡Hay que ver el lado bueno de las cosas!», grita la voz en mi cabeza antes de que me hunda más.

Sí. Respiro con calma. El lado bueno de compartir el cumpleaños con mis hermanas es que… hay una fiesta en lugar de dos. Consolidar siempre es una ventaja.

—No lo sé. —Mi mirada recorre de nuevo la estantería de ropa infantil—. ¿Y si vamos a la tienda de juegos de mesa? ¿La que está al lado de la tienda de batidos? —Comprar este regalo se ha vuelto sorprendentemente abrumador.

La abuela y yo salimos de la tienda y nos adentramos en el agobiante calor de julio. Había olvidado el bochorno que hay aquí en verano. Y la calle principal se convierte en un auténtico manicomio. Pero no me molestan ni el aire sofocante ni las multitudes. Avalon Bay no es solo el pueblo costero por excelencia, con su paseo marítimo, sus tiendas para turistas y su carnaval: es mi hogar. Yo nací aquí. Todos los recuerdos de mi infancia están ligados a este lugar. Podría ausentarme durante cincuenta años y esa sensación de familiaridad, de pertenencia, seguiría aquí.

—¿Cuándo vas a ver a tu padre? —pregunta la abuela mientras bajamos por la acera. El aire es tan caliente y húmedo que el asfalto prácticamente silba por el calor.

—El viernes —respondo—. Voy a cenar allí. Y el sábado por la noche podríamos llevar a las niñas a algún sitio. Quizá al minigolf.

—Eso será divertido. ¿No ha podido verte este fin de semana?

Aunque no hay juicio en su voz, no puedo evitar salir en defensa de papá.

—Las niñas tenían un montón de fiestas de cumpleaños a las que asistir. Supongo que todo su círculo social está formado por un grupo de bebés de julio.

«¿Y no podía venir una hora y llevarte a comer? ¿O a cenar? ¿Las niñas no tienen una madre que pueda cuidarlas un rato? ¿No se acuestan a las ocho?».

Todas habrían sido preguntas válidas si las hubiera hecho, pero la abuela tiene mucho tacto y sabe que mi relación con papá es complicada.

Para ser sincera, estoy acostumbrada a ser algo secundario para él. Durante años, ha hecho todo lo posible por evitar estar a solas conmigo, se aferraba a cualquier oportunidad para asegurarse de que Nia y las gemelas estén allí para servir de amortiguador. Estoy segura de que sabe que lo noto, pero ninguno de los dos menciona lo que sucede. Y así sigue creciendo entre nosotros esta montaña de palabras que no puedo decirle. Comenzó como una pequeña colina de palabras y ahora es un pico de proporciones imposibles de escalar, cargado de emoción y lleno de obstáculos. Pequeñas acusaciones que nunca diré en voz alta.

«¿Por qué no luchaste por la custodia? ¿Por qué no me querías?».

—¿Tienes ganas de ver a tus hermanas?

Dejo a un lado los pensamientos sombríos y me esfuerzo por mostrarle una sonrisa radiante a la abuela.

—Siempre me hace ilusión ver a las gemelas. Son muy monas.

—¿Todavía hablan francés? —pregunta curiosa.

—Sí, hablan francés e inglés con fluidez. —Mi madrastra es haitiana y creció hablando francés, así que insistió en que sus hijas conocieran su lengua materna. Es divertido ver a Roxanne y Monique hablar en francés. A veces es Roxy la que habla en francés y Mo la que contesta en inglés, o viceversa, lo que da lugar a divertidas conversaciones unilaterales. De verdad que adoro a mis hermanas, ojalá pudiera pasar más tiempo con ellas.

La abuela parece ir más despacio, así que ajusto mi paso al suyo.

—¿Estás bien? —le pregunto.

Llevamos dos horas de compras. No es que sea mucho tiempo, pero también estamos a treinta y siete grados y ella está vestida de seda de la cabeza a los pies. Me sorprende que la ropa no se le haya pegado al cuerpo, yo estaría hecha una sopa. Pero la abuela siempre está impecable, incluso cuando se está cociendo al sol.

—Sí que me está afectando el calor —admite. Se quita el pañuelo del cuello y con una mano pálida se abanica la piel expuesta. El sol sigue pegando con fuerza. Lleva un sombrero de ala ancha, pero yo voy sin nada, a pesar de nuestra visita a la sombrerería.

—¿Qué te parece si vamos directas a la tienda de juegos de mesa y luego volvemos a casa? —sugiero.

Ella asiente.

—Buena idea.

Estamos llegando a la tienda de batidos cuando veo a una traidora asomarse por la ventana del escaparate. Joy da unos golpecitos en el cristal y me saluda con la mano. Levanta un dedo para indicarme que tardará un segundo.

—Ay, Joy va a salir —le digo a mi abuela.

La cojo del brazo y nos apartamos de la acera para dejar pasar a un grupo de peatones. Es un flujo interminable de gente, Avalon Bay en su máximo apogeo turístico. Familias, parejas y grupos de adolescentes ruidosos ya pululan por las calles y llenan la playa, y como la feria acaba de instalarse al final del paseo marítimo, estará aún más lleno en las próximas semanas. Echaba mucho de menos este lugar.

Joy sale de la tienda chupando la pajita de su batido. Lleva un minivestido blanco que resalta su tez morena, sandalias de cuña y unas gafas de sol de gran tamaño. Todo cortesía de Gucci, su diseñador de confianza.

—¡Qué suerte encontrarte! —me dice, con sus ojos marrones brillando de felicidad—. Justo iba a escribirte para ver si te apetecía salir esta noche.

Le lanzo una mirada burlona.

—¿Por qué? ¿Para que me dejes plantada otra vez?

—Arg, lo sé, siento mucho lo de anoche —se lamenta arrepentida.

—¿Qué fue eso? ¿Me obligas a ir a una fiesta de un tío random del pueblo y luego ni siquiera apareces? —refunfuño.

—Lo siento —dice de nuevo, pero ahora su tono es más despreocupado y su remordimiento casi ha desaparecido. Joy ha sido voluble desde que la conozco, y no pierde mucho tiempo arrastrándose por la culpa. Una vez que se disculpa por algo, lo da por zanjado y sigue con su vida a la velocidad de la luz—. Salí del club y me iba a casa a cambiarme para la fiesta, tal y como te escribí, pero cuando aparqué el coche me encontré a Isaiah esperándome en la puerta.

Isaiah es el chico con el que ella ha estado de manera intermitente desde que teníamos dieciséis años. Aunque la última vez que hablamos, juró que había terminado con él. Chasqueo la lengua con desaprobación.

—Por favor, no me digas que habéis vuelto.

—No, no. Solo quería entregarme una caja de cosas que dejé en su casa. Y había algunas fotos que yo había impreso, así que nos pusimos a revisarlas, y una cosa llevó a la otra y… cúbrase los oídos, señora Tanner. Follamos.

Mi abuela suelta una carcajada.

—Yo también me alegro de verte, Joy —dice la abuela antes de acercarse para acariciarme ligeramente el brazo—. Cass, ¿qué te parece si vuelvo a casa y que Joy sea tu nueva compañera de compras?

—¿Estás segura? —Frunzo el ceño—. ¿Te parece bien conducir sola?

—Yo he conducido hasta aquí —me recuerda, y me ofrece esa digna mirada de ceja levantada que se traduce en «no cuestiones a tus mayores, querida».

Se lo pregunto de todos modos.

—Sí, pero has dicho que hacía mucho calor. ¿Y si tienes una insolación?