La chica que vive al final del camino - Laird Koenig - E-Book

La chica que vive al final del camino E-Book

Laird Koenig

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Beschreibung

Una obra maestra del gótico americano. Una novela de culto, tensa y aterradora, que inspiró la película protagonizada por Martin Sheen y por una jovencísima Jodie Foster. Rynn acaba de cumplir trece años y lo celebra sola en su casa. Nadie sabe mucho de ella. Solo que se hace la interesante, no habla con nadie, cobra los cheques de viaje de su padre y da esquinazo a las visitas inoportunas. En su casa hace lo que quiere: fuma cigarrillos, se entrega a la poesía de Emily Dickinson y establece una amistad peculiar con un muchacho cojo que dice ser mago. Hace tiempo que su padre no se deja ver por el pueblo, y los vecinos empiezan a hacer preguntas: ¿dónde está su padre? ¿Qué se oculta en esa casa que se alza al final del camino? Laird Koening nos ofrece con esta oscura novela una obra maestra de la literatura gótica americana, que inspiró la película protagonizada por una joven Jodie Foster y por Martin Sheen. Una vuelta de tuerca al género de lo inquietante.

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1

Era una noche de las que le gustaban a la niña.

Estaba frente a la ventana aquel último día de octubre, y observaba el mundo estremecerse al filo del invierno. El viento frío sacudía los tallos de las flores muertas del jardín y arrancaba las últimas hojas de los arces, arrojándolas a la oscuridad como jirones de papel negro. De un tirón, la niña corrió las cortinas y ocultó la noche.

Corrió descalza a la chimenea de piedra y, con un atizador de hierro, empujó los leños hasta que las ascuas crepitaron y volvieron a desprender llamas. Extendió las manos ante la lumbre y sintió su luz y su calor extenderse hacia el salón y la cocina de lo que, hasta hacía cien años, había sido una granja. El propietario había instalado una estufa de gas contra la pared, pero a la niña le encantaban la calidez del fuego y el olor acre que desprendían los leños de arce.

Con un par de pasos más, rodeó una mesita de café y una mecedora, y se acercó a los relucientes diales metálicos de un equipo de música. Subió el volumen y el sonido manó de los altavoces y se elevó hacia los huecos en sombra entre las vigas. El Concierto para piano n.º 1 de Liszt, interpretado por una de las mejores orquestas sinfónicas del mundo, se fue hinchando y alcanzó con sus latidos todos los rincones, hasta que pareció que la pequeña casa fuera la propia orquesta. El glorioso sonido envolvió a la niña e hizo que su corazón y la música palpitaran al unísono. Subió el volumen y la música cobró mayor presencia aún.

Nadie iba a llamar por teléfono ni aporrear la puerta para quejarse del ruido. El vecino más cercano vivía a un cuarto de milla, en el mismo camino cubierto de hojas muertas.

La niña se quedó inmóvil en el centro de la habitación. Esperó en la oscuridad casi total mientras la luz tenue y temblorosa del fuego empujaba las sombras hacia los rincones.

Esperó. Pronto llegaría el momento que durante tantos días había aguardado.

Desde primera hora de la mañana, con la salvedad de su paseo hasta el pueblo bajo la lluvia otoñal, había pasado el día limpiando la casa. De rodillas, había encerado el suelo de roble. Había quitado el polvo y sacado brillo a los sencillos muebles de madera sin pintar que, en septiembre, habían atraído en dos ocasiones a la casa a un anticuario con ropa ceñida de cuero negro y que olía a clavo, con ofertas crecientes para comprarlos todos. Cuando su padre le explicó que la mayor parte de las piezas no le pertenecían y que, por lo tanto, no las podía vender, el anticuario había negado con la cabeza, entristecido. Se trataba, les dijo mientras hacía el amor con la mirada a la mesa, las sillas, los candelabros, el sofá y la alfombra trenzada, de algunos de los mejores ejemplos del estilo colonial americano que había visto en su vida. El suelo y los muebles, pulidos por los años, brillaban a la luz de las llamas. Hasta la alfombra trenzada que había bajo la mesa de alas abatibles, y que supuestamente tenía siglo y medio de antigüedad, casi había recuperado su colorido original después de que la niña la sacara afuera y le quitara todo el polvo a golpes. En la cocina, separada del salón por una encimera de madera, el metal de unos modernos fogones y de la nevera reflejaba el brillo del fuego.

En la encimera de la cocina la niña abrió una caja de cartón y, con mucho cuidado, usando ambas manos, extrajo una pequeña tarta recubierta de glaseado amarillo pálido y la colocó en una fuente. Aunque se manchó las manos con el polvo de azúcar, no se chupó los dedos. Se limpió con papel de cocina.

Fue colocando trece velitas amarillas en la superficie reluciente y satinada de la tarta, bien erguidas y en círculo. El resto de las velas lo devolvió al cajón. Encendió una cerilla, la primera de las tres que iba a necesitar, y la fue desplazando todo lo rápido que pudo para dotar de vida a las velas; trece velas con llamas danzarinas. Cuando sacudió la cerilla para apagarla, la silueta de su mano resplandecía escarlata a la luz de las velas. Se quedó un buen rato observándola, del mismo modo que lo había mirado todo con especial atención por ser un día especial. Lentamente, volvió la mano. Los dedos, de un rojo sanguíneo en el contorno, eran casi transparentes salvo por la hilera de uñas, pequeñas y perfectamente cortadas.

Levantó la tarta deslumbrante, pero en vez de llevarla de inmediato al salón, fue al rincón en sombras junto a la puerta principal donde, bajo un perchero, brillaba un gran espejo. Antes incluso de llegar, el resplandor de las velas alumbró el rincón sombrío.

Se quedó muy quieta ante el doble círculo de llamitas. A la vacilante luz de las velas, sus manos y su cara parecían pálidas, blancas como la cera. El largo cabello, habitualmente del color de las hojas secas de roble, presentaba ahora un toque cobrizo. Se miró fijamente. Concluyó que era cierto: su cara tenía, tal como su padre había escrito en un poema, forma de corazón. Sin duda, la frente era amplia; la barbilla, afilada. Pálida y con forma de corazón y salpicada de pecas que parecían más oscuras a la luz del fuego, puntos dibujados a lápiz sobre un papel blanco. Le brillaban los ojos con una luz indómita. Ojos pequeños, pensó. Verdes pero pequeños. Una vez se había quejado a su padre de que otras niñas de su edad tenían los ojos enormes. Su padre, que estaba traduciendo un poema del ruso, había hecho un alto e insistido en que sus ojos no tenían nada de pequeños. Le explicó con un detenimiento quizá excesivo, ahora que lo pensaba, que tenía unos huesos preciosos y un rostro que había crecido hasta donde debía. Sus ojos tenían el tamaño adecuado para las dimensiones de su cara.

En aquel momento la niña ya era consciente de que a su padre lo cegaba el amor hacia ella; no la había convencido. Ni siquiera entonces. Tenía los ojos pequeños. En lugar de ojos pequeños y verdes, aunque ahora destellaran indómitos y estuvieran henchidos de luz, habría preferido unos ojos grandes, enormes, gigantescos.

—Feliz cumpleaños —le dijo a la niña del espejo. Tuvo cuidado de no sonreír, ya que una sonrisa habría dejado ver su paleta rota, y eso no podía soportarlo—. Me deseo feliz cumpleaños —dijo, y todas sus preocupaciones por sus ojos (que, cierto, eran verdes, y eso le encantaba) palidecieron frente a la amargura que le producía el diente roto. Se dijo, resuelta, que no debía pensar en el diente, no debía permitir que le estropeara su día especial.

Lentamente, como quien participa en una ceremonia, apartó el brillo de las velas del espejo. La música latía a su alrededor, y el viento nocturno que arremetía contra la casa pronto la llenó de un júbilo tan grande que cerró los ojos en un intento por atrapar esa felicidad, por impedir que el momento pasara.

Cuando se arrodilló junto a la mesita de café para dejar la tarta frente al fuego, casi se vio a sí misma como si estuviera interpretando un ritual, algo sacado de una obra de teatro o de una de aquellas viejas películas bíblicas que había visto en la BBC. Vio —casi como si hubiera abandonado su cuerpo— a una niñita delgada vestida con un largo caftán de lino blanco que su padre le había comprado en Marruecos. La prenda, su posesión más valiosa, tenía bordados azules en el cuello y las mangas, un color que la mantendría a salvo, según les había asegurado el vendedor al padre y a su hija, del mal de ojo. Estaba descalza sobre el suave suelo de roble. Sí, estaba satisfecha. Tenía un aspecto muy similar al de aquellas vírgenes tan solemnes de la mitología, una sacerdotisa depositando una ofrenda en un altar.

Plegó las piernas bajo el cuerpo y miró fijamente las llamas de las velas. Alargó un brazo hacia su espalda e hizo balancearse la mecedora. Volvió a cerrar los ojos, sintiéndose parte del calor de la chimenea, de las llamas de las velas, de la música, del viento nocturno.

De repente, un ruido le hizo contener el aliento. Se levantó de un salto y bajó el volumen de la música.

Golpes en la puerta.

Corrió hasta la ventana delantera, apartó un poco la cortina y se asomó. En la ventosa noche, un hombre alto con gabardina esperaba ante la puerta. Alumbrado por una extraña luz naranja, parecía brillar y oscilar, como las velas de su tarta.

Supo que se avecinaban más golpes, llamadas que la aterrorizaban, y de pronto lo único que quería era abrir la puerta a tiempo de impedirlas. Se produjeron antes de que pudiera llegar al recibidor: tres porrazos, más fuertes incluso de lo que esperaba.

—¿Sí? —preguntó desde detrás de la puerta.

—¿Señor Jacobs? —La voz al otro lado, allá en la noche, le era desconocida.

—¿Quién es? —La niña tenía acento inglés.

—Frank Hallet.

«Hallet»: el nombre no le decía nada. ¿Hallet? Se acordó entonces de la agente inmobiliaria que le había alquilado la casa a su padre. Hallet. Debía de ser su hijo. ¿Qué querría? La niña no se movió. Sabía que el hombre no se iría hasta que ella abriera la puerta.

—Un momento —pidió.

Fue corriendo a la mesita de café y abrió la pitillera. De un paquete de Gauloises, sacó un cigarrillo y, echándose hacia atrás el largo pelo, se inclinó hacia las llamas de su tarta de cumpleaños. Dio una calada, y la punta del cigarrillo brilló. Se irguió, se volvió y expulsó el humo tras de sí. Repitió varias veces la operación, lanzando humo hacia las cuatro esquinas de la estancia, antes de tirar el cigarrillo a la chimenea y volver corriendo al recibidor.

Giró la llave y abrió la puerta a la noche y al viento, que llenó de hojas el suelo de roble.

La razón por la que el hombre brillaba en la oscuridad era que llevaba en la mano una de aquellas calabazas doradas y naranjas que ella había visto en los campos y apiladas en tenderetes en los cruces de carretera. Aquel gran globo naranja estaba vaciado y la vela que ardía en su interior relucía a través de los ojos, la nariz y la enorme boca sonriente que alguien había tallado en la gruesa piel de la calabaza.

—Truco o trato. —La voz del hombre retumbó, casi un grito, para hacerse oír por encima del viento.

—¿Qué? —preguntó la niña. Pero no porque no lo hubiera oído.

Miró fijamente al hombre. Entró aire frío en la casa.

¿Qué era lo que quería?

—Truco o trato. —El hombre le acercó la sonriente calabaza como si los ojos ardientes y la fiera sonrisa pudieran responder la pregunta.

—Lo siento —dijo la niña.

Buscó sin éxito alguna forma de hacerle saber que no entendía por qué estaba allí ni qué quería. No se esforzó en ocultar que estaba temblando de frío. El preciado momento para el que llevaba todo el día trabajando se estaba desvaneciendo en el aire helado, al igual que el calor de la casa. Lo que quería más que cualquier otra cosa en aquel momento, lo que deseaba, lo que anhelaba desesperadamente, era encontrar la forma de que aquel hombre se largara de su puerta.

—Halloween —gritó el hombre, como si tratara de comunicarse con un extranjero que no hablara su idioma.

—¿Sí? —dijo la niña, preguntándose si se atrevería a apoyar la mano en la jamba, un movimiento que impediría al hombre dar el paso que lo llevaría del porche al interior de la casa.

El hombre fue más rápido. Un paso nada más, pero ya estaba en el recibidor, escudriñando el salón con la mirada.

—¿De quién es el cumpleaños? —Se quedó mirando las velas que brillaban sobre la tarta.

Bajo las largas mangas del caftán, las manitas de la niña se cerraron en sendos puños.

—¿Tuyo? —preguntó el hombre.

La niña asintió despacio. Bajo las mangas, abrió los puños nada más que para frotarse los brazos helados.

—Felicidades.

—Gracias —dijo ella con voz plana, esforzándose por vaciar las dos sílabas de todo sentimiento, pues le parecía que su única arma contra el hombre era no darle absolutamente ningún ánimo más allá de la cortesía más descarnada. Pensó en las ancianas londinenses que frecuentaban establecimientos como Harrods y salones de té como Richoux, capaces de dejar helados a dependientes y camareras con una displicencia maravillosamente estudiada. Si ella consiguiera crear esa clase de frialdad, el hombre se vería obligado a irse—. ¿Quiere que le diga a mi padre qué desea usted?

—Además de tu cumpleaños, resulta que hoy es Halloween —dijo él, gritando casi.

¿Es que pensaba que no lo podía oír? Una vez más, la niña se acordó de Londres y de un amigo de su padre, un viejo poeta de pelo mugriento que, pese a vivir en una habitación minúscula —apenas lo bastante grande para acoger el cúmulo de tazas de té a medio beber donde flotaban colillas, ya no digamos los libros amarillentos, los manuscritos desgarrados y el hedor de sus gatos—, siempre bramaba con una voz tan fuerte y ronca como la de aquel hombre. Al cabo de su primera visita, su padre le había explicado que su viejo amigo era sordo.

—Halloween. Truco o trato. —El hombre repitió las palabras con cuidado, para que no se las llevara viento.

Pese a que la niña le ofrecía una cara tan inexpresiva y renuente como su voz, él pareció sentir la necesidad de explicarse.

—Me llamo Hallet. Frank Hallet. Tu padre me conoce. —El hombre miró hacia atrás, donde el viento esparcía hojas en la oscuridad—. Mis dos chicos llegarán en cualquier momento. Andan por ahí de truco o trato. Ahora mismo están calle arriba en la casa de tus vecinos, esperando que se endurezcan las manzanas recubiertas de caramelo. Yo vengo como de avanzadilla. Para asegurarme de que en las casas a las que llamen no haya demonios de verdad. —Soltó una risita.

La niña estaba segura de que jamás había oído a un adulto emitir un sonido tan estúpido. Los ojos del hombre, cuya cara reflejaba la luz naranja de la vela, buscaron los suyos. Era una broma. Se podía interpretar de dos maneras. ¿Entendía ella lo que quería decir?

—Los viejos asquerosos que ofrecen caramelos a las niñas guapas, ¿no es eso?

Él volvió a soltar su risita.

La niña empezaba a pensar que su decisión de permanecer inexpresiva era un error. El hombre parecía sentirse en la obligación de hacerse entender.

—Te sorprendería —dijo él—. Hay gente muy rara. Aquí mismo, en el pueblo.

El viento le revolvió los largos mechones de cabello castaño, dejando a la vista una calva que brillaba como los muebles encerados del salón. Ajeno a la impavidez de la niña, Hallet arrancó a explicarle la relevancia cultural de aquella fría y ventosa noche.

—En Halloween hacemos truco o trato. ¿Sigues sin entenderlo? Tú eres inglesa, ¿no?

—Sí.

—¿No tenéis Halloween en Inglaterra?

—No.

—Oye —dijo él—, estamos dejando escapar todo el calor. —Se lanzó al interior, dando un segundo paso que obligó a la niña a retroceder—. Avisa a tu padre de que tienes visita.

2

«Avisa a tu padre», había dicho el hombre, colándose con su brillante calabaza en la casa. «Avisa a tu padre», había dicho, como si no necesitara pedirle permiso a ella para entrar, como si no fuera la casa de la niña, solo la de su padre.

Se quedó quieta junto a la puerta y, sintiendo un odio mucho mayor del que la mayoría de hombres y mujeres recuerdan que los niños pueden sentir, apretó los dientes cuando los zapatos mojados del hombre dejaron huellas embarradas en el brillante suelo de roble que ella había encerado. Él llegó a la ventana, apartó la cortina y colocó las manos a modo de pantalla para escrutar a través del cristal.

—Tus vecinos están demasiado lejos como para que los niños me oigan si los llamo —dijo, mientras su aliento empañaba el cristal que ella había limpiado esa tarde—. Pero los veo desde aquí. Uno va disfrazado de monstruo de Frankenstein. El otro, de esqueleto verde. —Simuló un escalofrío de miedo, soltó su risita.

La niña odiaba esa risita, y odiaba el olor a colonia, dulzón y pesado, que él dejaba tras de sí. Muda de rabia, lo único que se le ocurrió hacer fue cerrar la puerta de golpe.

Se quedó en el recibidor, mirándolo fijamente.

Era más alto que su padre. El aire frío le había encendido la cara, hinchada y roja. Se podía achacar al desagradable viento lo lloroso de sus ojos azules, pero ella había visto una mirada así en un amigo de su padre, otro poeta que según su padre bebía demasiado. Al ver que la niña lo estaba observando, el hombre dejó la calabaza en la mesa de alas abatibles y, con la mano izquierda, donde centelleaba una alianza de boda más voluminosa de lo común, se alisó el pelo mientras con la otra sacaba una barra de protector labial del bolsillo de la gabardina y se la aplicaba sobre los labios gruesos y rojos. Como el rastro de babas de un caracol, pensó la niña.

Devolvió el protector labial al bolsillo, cuyo borde estaba mugriento de grasa. Una suciedad similar formaba cercos en las mangas y el bajo de la gabardina. Los pantalones grises de franela sin planchar formaban bolsas sobre los zapatos de ante marrón mojados con los que había manchado el suelo. La mano rosácea seguía alisando hebras de cabello castaño de un lado a otro del cráneo, que relucía bajo la escasa capa de pelo. Todo en aquel hombre parecía sucio, brillante o encarnado.

—Si vas a vivir en Estados Unidos —dijo en una voz que seguía siendo demasiado alta— tienes que saber qué es Halloween. Porque es la noche en que todos los niños se disfrazan y llaman a tu puerta con máscaras y calabazas.

La niña, que no se había movido del recibidor, aferró la manilla.

—Cuando llaman a tu puerta —dijo el hombre—, gritan: «¡Truco o trato!», y tú tienes que hacer como si te asustaras. Si no les das algo, si no haces un trato con ellos, lo pagas con algún truco horrible. —La señaló con un dedo encarnado y soltó una risita—. Espeluznante.

El hombre volvió a pegar la cara sonrosada a la ventana para escrutar la oscuridad. Su aliento formó otra pequeña mancha de vaho en el cristal negro.

—Pero por lo de terrible y espeluznante —dijo— yo no me preocuparía mucho. Los míos solo tienen cuatro y seis años; no pueden hacer gran cosa.

La niña no podía imaginarse a aquel hombre alto y rosáceo, con un grueso anillo de boda, como padre de dos hijos. Comparado con su padre, parecía más un niño que un padre. Un niño que olía a colonia.

—¿Lo entiendes ahora? ¿Lo del truco o trato?

—¿Qué hay que dar para hacer un buen trato?

—Palomitas de maíz. Caramelos. Cualquier cosa.

—¿Les gustaría un trozo de tarta?

Tanto el hombre como la niña miraron la tarta iluminada por velas ante la chimenea. Unas pocas velas se habían consumido. Las demás flaqueaban.

—Pero es tu tarta de cumpleaños —dijo el hombre.

La niña se apartó de la puerta principal y fue a la cocina. Se abrió un cajón, la puerta de un armario se cerró de golpe. Con un cuchillo y un rollo de papel encerado, se arrodilló ante la tarta.

—No es necesario —dijo Hallet.

—¿El qué? —preguntó la niña, que ya había trazado una cuidadosa línea con el filo en el brillante glaseado.

—Cortarla. Solo por ellos, quiero decir.

—¿No les va a gustar?

—Claro que sí, pero… —Alzó una mano encarnada en un inicio de protesta, pero la dejó caer—. Qué bonita tarta.

La niña hundió el cuchillo en el nevado campo amarillo pálido.

Él se volvió para echar un vistazo por la ventana.

—¿Dónde está tu madre? —preguntó de pronto.

La niña fruncía el ceño, concentrada en cortar la tarta. El hombre esperó. ¿Es que no pensaba responder la pregunta? La niña estaba levantando la primera porción cuando habló por fin.

—Mi madre murió.

—Pero tu padre anda por aquí. —El hombre olfateó el aire, exagerando el gesto—. Fuma cigarrillos franceses, ¿verdad?

La niña arrancó un amplio trozo de papel encerado, lo extendió y, con cuidado, envolvió el primer trozo de tarta.

—¿He acertado? Con lo de los cigarrillos franceses.

—Sí.

Meneó el índice de la encarnada mano.

—Y buen diablo está hecho…

La niña, cortando la segunda porción, no levantó la vista.

—Cigarrillos franceses. Vaya, vaya. —La risita retorcida del hombre hacía a la niña partícipe de su mitología personal: la creencia de que cualquier cosa, hasta los cigarrillos, si provenía de Francia, era pecaminosa. Se rio de nuevo—. Cigarrillos franceses. ¿Aquí en la isla? ¿Fuera de temporada? Un diablo, sí señor. —Su insinuación habría quedado incompleta sin otra risita de conspiración.

La niña envolvió el segundo trozo de pastel. Con el cuchillo, rascó los restos de glaseado que se le habían pegado a los dedos, pero no se los comió.

—Mi padre no tiene nada de diablo. Es poeta.

Estaba mirando las llamas de las velas que aún ardían.

—¿Está arriba? —preguntó el hombre.

Ella miró por encima de las llamitas al hombre junto a la ventana.

—¿Quién?

—Tu padre.

—No —dijo ella—. En su estudio. Trabajando.

—Es poeta.

—Sí.

—Mi madre dice que ella también es poeta, y cuando mi madre dice algo, a ese algo no le queda más remedio que ser verdad. Cualquiera le chista a mi madre. Es la agente inmobiliaria que le alquiló la casa a tu padre.

La niña se levantó del suelo de roble y acercó los dos trozos de tarta a la ventana donde estaba el hombre.

El fuerte olor que desprendía le provocó una oleada de náuseas.

—A los niños les va a encantar —dijo él, y fue a tomar el regalo. Sus manos encarnadas tocaron los pálidos y finos dedos de la niña. Ella se apartó; a punto estuvo de dejar caer los trozos de tarta.

El hombre advirtió que la niña se había quedado mirándole las manos durante un momento demasiado largo. Manos. Según su padre, las manos decían más de una persona que su cara, y aquellas manos eran pequeñas y suaves como las de una mujer y, aunque estaban enrojecidas por el frío, tenían el dorso punteado por anchos poros, como los de una billetera de piel de cerdo que una vez le habían regalado a su padre, y de la que se había deshecho porque el cuero nunca terminó de perder su desagradable olor. La niña estaba segura de que, si aquel hombre volvía a tocarla, la carne se le desprendería de los huesos.

—Está despejando —dijo el hombre—. Ya no va a llover más esta noche. Pero quedarán charcos de barro para que los niños chapoteen.

La niña regresó a la mesa de café, recogió el cuchillo y el papel encerado y los llevó a la cocina.

—Qué silencio —dijo él, y por primera vez bajó la voz—. Escucha. A veces, desde esta casa se oye el mar. Esta noche solo se oye el viento.

En la cocina, la niña miró al hombre, que seguía al lado de la ventana.

—La mayoría de la gente piensa que este sitio es solitario en invierno —dijo él, frotando la mancha de vaho con la manga de la gabardina—. En realidad, tú y tu padre tenéis suerte de estar aquí en esta época del año. En cuanto llega el otoño todos los veraneantes hacen las maletas, cierran los postigos y se largan corriendo de vuelta a Nueva York, a encender la calefacción. Llega el invierno y por fin los judíos nos devuelven el pueblo a los de aquí. A los blancos anglosajones protestantes de toda la vida. Y a los espaguetis.

El hombre estaba mirando las velitas de la tarta de cumpleaños, que iban apagándose una a una.

—¿Tienes trece años?

—No.

—¿Entonces por qué hay trece velas?

—No tenía más.

—¿Catorce años?

—Mi padre publicó su primer poema con solo once.

—En Inglaterra, ¿verdad?

—Sí.

—Es más fácil ser poeta en Inglaterra. —Se pasó una mano enrojecida por el pelo, volviendo a estirarlo sobre la brillante calva—. Aquí, en Estados Unidos, con once años juegas en la liga infantil.

¿Es que no se daba cuenta de que a ella no le apetecía hablar?

—Yo escribía poesía —dijo él—. En el colegio. Para el periódico escolar. ¿Tú escribes poesía?

—Sí.

—¿Sobre qué?

Ella se encogió de hombros. Era la menor respuesta posible. ¿Por qué seguía él hablando? No había manera de desalentarlo.

—¿La has publicado? —No parecía en absoluto desanimado por el silencio de la niña—. ¿Tu poesía?

Ella asintió.

—¿En el periódico del colegio?

La niña cerró un cajón de la cocina, pero no respondió.

—¿En periódicos? ¿Revistas?

En la chimenea, un leño se consumió y cayó, desparramando ascuas por el suelo. La niña corrió a por el atizador.

—Me gustaría leer tus poemas un día de estos.

La niña devolvió las ascuas a la chimenea.

—Tu padre se llama Leslie Jacobs, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y tú?

—Rynn.

—¿R-Y-N-N? Es muy poco habitual.

La niña empujó un ascua hacia el fuego.

—Debes de ser muy lista. —Él miró a su alrededor—. ¿Tu padre y tú vivís solos aquí?

Ella no respondió, sino que levantó la tapa de la leñera y dejó caer dentro el atizador.

—¿Vosotros dos solos? —volvió a preguntar el hombre.

—Sí.

Hallet se acercó a la mecedora y con una mano encarnada la puso en movimiento.

—¿Es de él?

—Sí.

—Y a que a ti no te gusta que nadie más se siente en ella.

La niña se encogió de hombros a modo de respuesta. El hombre se estaba aplastando mechones castaños al cráneo con ambas manos.

—Vibras —dijo él—. Vibraciones. Las pillo. Percibo cosas. ¿A que sí? —Con el dorso de una de sus manos cerdunas detuvo el movimiento de la mecedora—. Hay gente que cree que mover una mecedora vacía trae mala suerte.

La niña no apartó la mirada del fuego.

—¿En Inglaterra también? Ahora no me vengas con que no sois supersticiosos.

Silencio.

—Tendrías que ser supersticiosa —dijo él—. Al fin y al cabo, es Halloween. También deberías tener un gato negro. Los gatos negros son casi obligatorios esta noche. —Miró a su alrededor como si esperara encontrarse con uno, pese a lo que dijera ella—. ¿No hay gato?

—No hay gato.

—A las niñitas les encantan los gatos.

La niña fue a un rincón junto a la leñera y se arrodilló para abrir una pequeña jaula de alambre.

—¿Qué tienes ahí? —La criatura que la niña sostenía entre las manos le sirvió de excusa al hombre para acercarse más—. ¿Una rata blanca?

Cuando Hallet se aproximó para mirar de cerca la rata, la niña hurtó la cara por el olor.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó a la rata.

La niña besó la nariz rosa del roedor.

—Tiene que tener nombre. Vamos, Rynn. Dímelo.

—Gordon —pero la niña se dirigía a la pequeña criatura de temblorosos bigotes, no al hombre.

—¿Es inglés?

Rynn asintió. Ni siquiera le había contado a su padre cómo había metido a Gordon de contrabando en Estados Unidos, escondido en su trenca de Marks and Spencer. Después de dar otro beso a Gordon, llevó la rata a la mesa y la posó delante de la tarta. La rata levantó la cabeza y sus ojillos rosas inspeccionaron la montaña de glaseado amarillo pálido, las velas que aún ardían. Rynn cogió una migaja y se la ofreció a la rata, que la mordisqueó. Los ojos de la niña brillaron a la luz de las velas. Gordon se irguió, las patas delanteras se hundieron en el glaseado.

—¿No tendrías que avisar a tu padre antes de que todas las velas se apaguen?

—No si está trabajando.

El hombre observó a la niña y a Gordon durante un rato largo y silencioso.

—¿Te han dicho alguna vez que eres una niña muy guapa? Tienes un pelo precioso. Sobre todo a la luz de las velas. —Estiró una mano, pero se detuvo antes de tocarle el pelo—. Una niña tan guapa, y además el día de su cumpleaños, ¿cómo no tienes novio?

La niña y su mascota se hallaban en su propio mundo, vetado al hombre. Ella se inclinó sobre la mesa para acercar la cara a la de Gordon.

Hallet estudió el pelo reluciente, el caftán que, al agacharse, se le ciñó a la espalda y las caderas.

—Venga. Seguro que sí tienes novio. Tendrás novios a montones. Una niña tan guapa.

De repente el hombre le dio un cachete en las nalgas. Rynn se giró para encararlo, la mirada brillante de odio.

Hallet soltó una risita nerviosa.

—No pasa nada. Hoy se puede. El día de tu cumpleaños tienen que darte unos cachetes. Uno por cada año. Y otro más para que sigas creciendo.

Los verdes ojos de Rynn se fijaron en los del hombre hasta que este apartó la mirada.

—Es un juego —protestó—. ¡Un juego de cumpleaños! —Su voz sonaba alta y chillona. Reculando hacia la mesa de alas abatibles, a punto estuvo de tropezar—. Piensas que… ¡Pero bueno! Mira, tengo dos hijos. Están ahí fuera. —Retrocedió hasta la ventana y echó un vistazo fuera—. ¡Eh, ahí llega el esqueleto verde! ¡Y el monstruo de Frankenstein!

Su exclamación fue casi jubilosa mientras rodeaba la mesa y recogía la calabaza iluminada. Se embutió los trozos de tarta en el bolsillo de la gabardina, arruinándolos.

—Gracias por el trato. Te garantizo el mejor comportamiento por parte de mis monstruos. No habrá truco que valga. —Retrocedió a zancadas hacia la puerta—. Dile a tu padre que siento no haberlo visto.

Abrió la puerta de par en par. Fuera, dos niños disfrazados esperaban entre las hojas que se arremolinaban por el viento.

—Casi se me olvida. ¡Feliz cumpleaños!

Pero Rynn no le dio las gracias. Con ojos cargados de un odio sorprendente, lo encaró.

Hallet soltó una risita y se escabulló afuera.

—¡Feliz cumpleaños! —gritó, pero el viento arrastró su voz hacia la noche.

La niña cerró la puerta y echó la llave.

3

El viernes podría haber sido un día de primavera; el aire tenía esa suavidad, bajo un cielo azul sin nubes. Por la tarde, sin embargo, el otoño volvió a hacerse notar. En el aire flotaba el olor acre a humo de leña; la granja de madera de chilla oculta tras las ramas de los árboles se hallaba embebida en una luz más ambarina que dorada, y las sombras se estiraban sobre las hojas muertas como solo lo hacen cuando el año toca a su fin.

Un Bentley de morro bajo, de 1966, inmenso y reluciente y de un rojo oscuro tan intenso que los vecinos decían que era de «color hígado», se acercó por el camino entre volutas de humo y se detuvo ante la casa.

En un silencio roto tan solo por los graznidos de los cuervos, se abrió una de las puertas del coche y una mujer de más edad de la que aparentaba a simple vista se apeó, cargada con una cesta. Su cabello, iluminado por el sol, tenía un brillo dorado, pero un dorado duro, antinatural. Cerró de golpe la pesada puerta del vehículo, le echó la llave y se ciñó un abrigo de tweed marrón. Sus manos, incluso a plena luz del día, eran tan lisas y sonrosadas como las del hombre que había visitado la casa en Halloween. Tal gordura rosácea, idéntica a la de Frank Hallet, mantenía terso su rostro salvo por dos profundas arrugas convergentes en el puente de la nariz, como las marcas que se pintan los hindúes. Unos ojos de un duro tono de azul brillaban como guijarros pulidos en su rostro suave y sonrosado.

Se acomodó la cesta en el brazo y se dirigió a buen paso a la casa; los zapatos de ante marrón aplastaban bellotas y esparcían hojas secas.

Entre las ramas de un árbol desnudo, el atisbo de un arrendajo azul. En un campo lejano mugían las vacas. Más lejos aún, las olas del océano rompían en la orilla.

A mitad del camino la mujer aminoró el paso para escuchar, pues tanto las ventanas como las puertas de la casa se hallaban abiertas como si respirasen el aire otoñal. Unos sonidos extraños la hicieron detenerse.

Oyó voces que entonaban palabras y frases, pero, aunque aguzó el oído, no alcanzó a entenderlas, ni siquiera a identificar el idioma.

En lugar de dirigirse a la puerta principal, se abrió paso entre las hojas caídas hasta la parte de atrás de la casa, donde había un pequeño jardín desatendido. La hierba allí estaba crecida. Los crisantemos, amarillos y naranjas, habían sobrevivido, pero las zinnias y las dalias, putrefactas, pendían de tallos quebradizos.

En una parra la mujer encontró racimos marchitos, cubiertos de moho. De un manzano sujeto a una espaldera, crucificado contra la fachada de la casa, colgaban unas pocas manzanas amarillas, pero las que no se habían comido los gusanos estaban empezando a pudrirse.

—Podrían haber fumigado —dijo para sí misma.

Tan solo los frutos de un membrillero alicaído se conservaban lozanos, verdes y dorados. Escogió los mejores. No tardó nada en llenar la cesta.

Atravesó la hierba seca para examinar la fachada lateral, revestida de madera de chilla. Parte de la madera, de un gris plateado a causa de los años, se encontraba astillada y se estaba desmoronado. Uno de los postigos de una ventana colgaba torcido de un gozne oxidado. La mujer tomó nota mental de llamar al manitas del pueblo, pero un segundo después la casera que había en ella decidió que la pequeña casa podía esperar hasta la primavera.

Frente a la ventana abierta las voces se oían más altas y nítidas, y todavía más inescrutables.

—¿Ha-u-JAL-le-tal-PEN-mi-PO?

Otra voz, mucho más suave, repitió:

—¿Ha-u-JAL-le-tal-PEN-mi-PO.

La mujer se asomó a la ventana. Para su asombro, nunca había visto el pequeño salón y la cocina tan limpios. Los muebles estaban encerados y el suelo de roble brillaba; los candelabros de peltre sobre la mesa de alas abatibles resplandecían al sol.

—¿Ha-tu-JAL le tal-PEN a-vu-RI?

Se percató de que una de las voces sonaba tan fuerte que solo podía provenir de un amplificador. ¿Pero y la otra?

—Ha-tu-JAL le tal-PEN a-vu-RI?