La China que viví y entreví - Marcela de Juan - E-Book

La China que viví y entreví E-Book

Marcela de Juan

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Beschreibung

Esta es la sorprendente historia de una mujer a caballo entre la cultura china y la europea en el Madrid de mediados del siglo XX. Bien podría ser un cuento chino por su singularidad, pero es la historia real de Huang Masai, 黄玛赛. Su nombre se convierte en Marcela de Juan como transcripción libre de Masai, y de su apellido paterno, Hwang. Hija del embajador de China en Madrid, pronto se habitúa a una doble identidad que pasa por evitar que el padre le vende los pies, según la horrenda tradición, o que la prometa a los tres años con un príncipe, pero también por que sea educada como una mujer independiente, políglota y cosmopolita. La figura del padre, con su larga coleta y sus vistosos ropajes, lejos de pasar desapercibida, atraía amistades de toda índole: Pío Baroja, y Emilia Pardo Bazán, Mariano Benlliure o los políticos José Canalejas y el conde de Romanones. Marcela de Juan y su hermana Nadine, quién con los años se hará coronel de aviación del ejército chino, comienzan una segunda vida cuando la familia se instala en Pekín. La adolescente Marcela se inicia en la cultura china, frecuenta a intelectuales, estudia poesía y teatro, y vive acontecimientos como la boda del emperador Pu Yi o la visita del propio Mao a su casa. Una casa en la que, como ella recuerda en estas trepidantes memorias, "se desayuna a la francesa, se come a la europea y se cena a la china". En su vuelta a Madrid, esta sorprendente dama comienza una vida de mujer independiente como traductora del Ministerio de Asuntos Exteriores, conferenciante por toda Europa, ya que hablaba siete idiomas, y articulista y corresponsal para varios medios como Revista de Occidente, para la cual realiza en India una entrevista a Indira Gandhi. Una rara flor exótica en el oscuro Madrid de la dictadura.

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LA CHINAQUE VIVÍY ENTREVÍ

MARCELADE JUAN

PRÓLOGO DEMARISA PEIRÓ

COLECCIÓN VIAJES LITERARIOS Nº8

LA CHINA QUE VIVÍY ENTREVÍ

MARCELA DE JUAN

Título original: La China que ayer viví y la China que hoy entreví,

publicado originalmente en 1977 por Luis de Caralt, Editor

Título de esta edición: La China que viví y entreví

© Marcela de Juan, 1977

La Línea del Horizonte Ediciones no ha podido localizar a los herederos

e Marcela de Juan y declara su disposición a satisfacer los derechos

de autor derivados de la publicación de La China que viví y entreví

Primera edición en La Línea del Horizonte Ediciones: marzo de 2021

© de esta edición: Festina Lente Ediciones SLU, 2021

La Línea del Horizonte Ediciones,

un sello editorial de Festina Lente Ediciones, SLU

C/ Mesón de Paredes, 73 | 28012 (Madrid, España)

www.lalineadelhorizonte.com | [email protected]

© del prólogo: Marisa Peiró

De la maquetación y el diseño gráfico:

© Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico

Directora editorial: Pilar Rubio Remiro

Coordinador editorial: Miguel S. Salas

Corrección: Luis Porras

ISBN: 978-84-17594-86-2

THEMA: WTL, 1FPC

Todos los derechos reservados.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública

o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización

de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley

LA CHINA QUE VIVÍY ENTREVÍ

PrólogoPor MARISA PEIRÓ

UN POCO DE PREHISTORIA

LA CHINA QUE AYER VIVÍ

Llegada a china

Pekín

El colegio

Año nuevo

Amistades

El barrio de las legaciones

El teatro

Mis últimos años en Pekín

LA CHINA QUE HOY ENTREVÍ

Cuarenta y siete años después

Pekín, la ciudad sin par

Shanghái

Los estudiantes

De todo un poco

Recorrido turístico

Y la larga marcha sigue

LA CHINA QUE VIVÍY ENTREVÍ

MARCELA DE JUAN

PRÓLOGO

Para aquel que escuche hablar de ella por primera vez, es probable que la biografía de Hwang Ma Cé, o Huáng masài (esto es, el nombre de nacimiento de Marcela de Juan), le parezca un cuento chino, pero, como sucede a menudo con los grandes personajes, la realidad es capaz de superar cualquier ficción. Nacida en La Habana, de padre chino y madre belga, y criada a caballo entre Madrid y Pekín, Marcela no solo se convertiría en una de las primeras y principales traductoras del chino al español, sino que sus singularísimas circunstancias, intereses y aptitudes la perfilaron como la verdadera pionera de la difusión cultural sobre China en España, tiempo antes del nacimiento de los primeros estudios sobre Asia Oriental —ahora, presentes en muchas de las universidades españolas.

Conocedora de que su incesante actividad (personal y profesional) era tan o más interesante que sus conferencias y traducciones, fue la propia Marcela de Juan (1905-1981) quien puso por escrito sus andanzas, ya en los últimos años de su vida, en el libro que se reedita en esta ocasión1, en el que la autora perfila sus vivencias en China y España, dos países que en aquellas décadas, a pesar de sus enormes diferencias, sufrieron irreversibles cambios políticos a los que la autora asistió de primera mano.

Cronista de hechos singulares, su perfil y labores despertaron el interés de la sociedad madrileña en un momento en el que la afinidad por lo exótico quedaba, a menudo, eclipsada por lo castizo, pero su figura fue paulatinamente cayendo en el olvido hasta que, en los últimos años, una serie de investigadores se dedicaron a señalar y recuperar su papel, especialmente en lo que se refiere a su labor como traductora2. A todos ellos agradezco su trabajo, especialmente a los más tempranos, ya que fueron el punto de partida de mi interés por el personaje. Mi primera aproximación a la vida de Marcela se produjo cuando, en el trascurso de la investigación para mi tesis doctoral, en la que profundizaba sobre la difusión cultural sobre China en los Estados Unidos durante el período de entreguerras (a partir de personajes como Pearl S. Buck, Lin Yutang, Soong May-Ling, Anna May Wong, Miguel Covarrubias o Mai-Mai Sze3), fue necesario conocer y establecer analogías con la situación del momento en España. Fue en consultas de hemeroteca donde, por primera vez, me topé con Marcela, cuya labor presentaba paralelismos con la de alguno de estos personajes, pero que destacaba porque, a pesar de sus circunstancias vitales, realizó sus logros sin el apoyo de una compleja red cultural china sobre la que apoyarse.

Sin lugar a dudas, Marcela de Juan fue una mujer singularísima y prolífica, pero debo advertir al lector que el objetivo de este prólogo no es realizar una biografía detallada (ya que esta es mejor leerla en las palabras de su protagonista), sino presentar y contextualizar las facetas más destacadas de una mujer sobresaliente y sin parangón en su tiempo.

MARCELA, LA MADRILEÑA CHINA

La que hoy podría entenderse como una ventaja (ser hija de madre europea y de padre chino) fue casi siempre un factor en contra de Marcela, empezando por su propio nombre. Ante la dificultad para interpretar e incluso pronunciar el nombre que le fue dado al nacer, 黄玛赛 (que la propia Marcela tradujo como «exposición de piedras preciosas»), su familia optó por castellanizarlo4. Lo mismo le había sucedido a su padre, el diplomático y mandarín chino Hwang Lü He, 黃履和 (también llamado Liju Juan), secretario de la legación china en España. Casado con Juliette Broutá-Gilliard, dama belga con la que, antes que Marcela, tuvo a su hija Nadine —de la que también hablaremos—, en 1905 fue brevemente trasladado a La Habana, y en ese breve lapso nació Marcela5. Con apenas ocho meses, Marcela vivió su primera gran mudanza, a Madrid, al ser nombrado su padre ministro plenipotenciario de la legación china. La primera estancia madrileña de Marcela transcurre entre el domicilio de la legación en la calle Velázquez —donde la familia se convierte en vecina y amiga de Natalio Rivas, ministro de Instrucción Pública—, un hotelito de Ciudad Lineal y una vivienda de la calle Alcalá. Ni Marcela ni su hermana acudieron a la escuela, pues recibieron la instrucción en casa, además de las más pintorescas visitas, como las de los escritores Pío Baroja (y su hermana Carmen, con la que acostumbraban a dar paseos por el Retiro) y Emilia Pardo Bazán, el escultor Mariano Benlliure, el torero Fuentes Bejarano o la actriz Rosario Pino, con la que su padre tuvo un idilio.

De las palabras de Marcela se aduce que su padre, aunque honorable, culto y respetuoso como buen mandarín, fue tradicional pero laxo en muchos de sus hechos y costumbres, empezando por el hecho mismo de casarse con una blanca, o siguiendo por las clases de toreo que recibía en la Casa del Frascuelo; no lo fue tanto en otros aspectos como el del vendaje de los pies de su hija (afortunadamente descubierto e interrumpido por la horrorizada madre), las reverencias ante los regalos enviados por la mismísima emperatriz Cixí o en comprometer a la joven Marcela con el igualmente jovencísimo hijo del príncipe chino Shen en su visita a Madrid. Autoproclamado liberal, Liju Juan sentía gran veneración por el conde de Romanones, al que veía ocasionalmente y de quien llegó a traducir al chino El ejército y la política. «Vivíamos pues, felices e ignorados» —escribe Marcela—, entre clases, visitas insignes y asistiendo a zarzuelas en el Teatro Apolo. Tras la proclamación de la República de China, al señor Juan «le faltó tiempo para cortarse la coleta» —en irónicas palabras de la propia Marcela— y para hablar, en los más positivos términos, de la opresión manchú y de la nueva y prometedora república de China en los diarios madrileños, pero poco después, en julio de 1913, fue trasladado a Pekín para ocupar un nuevo cargo en el Ministerio de Asuntos Exteriores.

MARCELA, LA CHINA EUROPEA

Debido al nuevo empleo de Liju Juan, la familia completa se trasladó a Pekín. De camino, pasaría por Bruselas, y en Marsella comenzaron un largo viaje por mar, haciendo escala en lugares que impactaron a la joven Marcela, como Colombo, Singapur o Shanghái, y en los que conoció por primera vez el racismo (según ella, eso en Madrid no existía), cuando a su padre y a las hermanas les fue negado viajar en primera clase. Marcela vivirá quince años en lo que ella define como un Pekín de transición, capital, a su pesar, de la nueva República burguesa, gobernada de facto por los Señores de la Guerra y en la que «todavía había concubinas y las mujeres de pies comprimidos trataban de desatárselos, sin el menor éxito», una época de «discriminación racial establecida sin ningún disimulo», en la que el «eurasiano», caso de Marcela o de su hermana Nadine, era «raro y escaso, doblemente despreciado por los unos y los otros». El racismo será uno de los temas transversales de su estancia, a pesar de lo cual Marcela habla con cariño y nostalgia sobre el arte, la medicina, los usos y costumbres, y el ceremonial y los rituales chinos, que describe con profusión en sus memorias. En ellas también hay espacio para la crónica política, camuflada —a menudo— de anécdota de sociedad, como cuando relata su amistad con el hijo de Yuan Shikai, o la visita que un joven estudiante hace a su padre en 1918, y que resultó ser Mao Zedong.

Tras el desembarco en Shanghái, ciudad que la deslumbra, Marcela adquirió la determinación de aprender chino, idioma del que no hablaba una palabra. Ya en Pekín, la familia se instaló en una casa de la zona de la Puerta Este de la Gran Muralla, que, a pesar de ser «de poca categoría», contaba con agua corriente y seis criados a su servicio. Marcela recibió en estos años una formación del todo inusual: con su padrino, un primo de su padre, comienza a aprender sobre arte chino y a visitar mercadillos y anticuarios; con la colección de libros de su madre, se aficiona a la literatura francesa. Gracias a su capaz cocinero, en la casa de los Juan se desayuna a la francesa, se come a la europea y se cena a la china. Similar multicultural situación tuvieron Marcela y Nadine en la escuela —a la que asisten, en Pekín, por primera vez—: en la Escuela del Sagrado Corazón, operada por monjas francesas, reciben la instrucción en inglés por la mañana, en francés por la tarde, y al mediodía toman lecciones de chino, que complementan con un tutor privado6. De él, Marcela aprendería no solo el idioma, sino también la poesía, la caligrafía y, en definitiva, la cultura, aunque solo estudió chino hasta los doce años; su padre le llegó a decir que nunca se iba a ganar la vida con este idioma, aunque, como ella bien se jacta en recordar, obviamente se equivocó.

Tras terminar la escuela, tanto Marcela como su hermana comenzaron a trabajar, tanto por el carácter pragmático de su padre como por cierta necesidad económica7. Marcela trabajó en la sucursal pekinesa de la Banque Française pour le Commerce et l’Industrie, mientras que Nadine8 fue secretaria del primer ministro del Gobierno del Norte de China, Pan Fu, que mantenía a siete concubinas y que propuso a Marcela convertirse en la octava.

Residente, como era, de una casa singular y de la alta sociedad pequinesa, en sus memorias, Marcela se prodiga en relatar la abundante y singularísima vida social de la que gozaban su hermana y ella en sus ratos libres. Los Juan recibían en su casa a importantes nobles y diplomáticos españoles, cubanos, italianos, alemanes y franceses; además, Marcela cita como visitantes a personalidades como los Durazzo, el joven conde Galeazzo Ciano, el Mariscal Joseph Joffré o el premio nobel Saint-John Perse. Entre las amistades chinas de su padre sobresalen dos de los mayores literatos de su tiempo, como Lin Yutang (a quien Marcela cita con admiración) y Hu Shi, así como la princesa Dan y la también eurasiana y medio belga Han Suyin, que más adelante se convertiría en una importante escritora.

En el libro también hay espacio para la descripción de sus salidas y excursiones (tanto a monumentos históricos como al teatro), para hablar de la gastronomía o de los difuntos en China, intercalándose esto con el relato de la evolución política y militar del país (la familia asiste, por ejemplo, a la boda de Pu Yi, el último emperador). Marcela también cuenta cómo ella y su hermana eran requeridas, a menudo, para entretener a diversas personalidades de paso por Pekín (como Vicente Blasco Ibáñez o Wallis Spencer): preparan paella, bailan sevillanas, acompañan a patinar al presidente Li Yuanhong o hacen carreras a caballo con el futuro Jorge VI de Inglaterra.

En aquellos años, Marcela fue cortejada por no pocos pretendientes, tanto chinos como europeos, pero su condición eurasiana pareció ser un problema a la hora de formalizar las relaciones. De entre los candidatos «serios», destacó Victor Hoo (que más adelante se convertiría en secretario adjunto de las Naciones Unidas) y el ruso blanco, Paul Hoyningen-Huene—por quien aprende ruso—, sobrino del barón que luego se haría un fotógrafo famoso, y al que abandonó, tras un flechazo, por François de Courseulles. Tras un noviazgo de varios años (en el que Courseulles la engaña habitualmente), el francés abandonó el país y dejó a Marcela mediante una dolorosa carta, de la que ella destaca las siguientes palabras: «Dirá que soy un monstruo, pero lo cierto es que no me puedo casar con una china; perdería mi puesto y mi carrera, todos me harían el vacío y no encontraría trabajo».

Ese mismo mes, falleció Liju Juan, y, para ganar un dinero extra, Marcela comienza su andandura en la prensa, pero acabaría decidiendo que es el momento oportuno para regresar a España. En contra de los deseos de su madre, y custodiada por el ministro de Brasil, Armínio de Mello Franco —que aprovecharía la ocasión para pedirle matrimonio—, Marcela emprende un viaje a España, con importantes paradas en Marsella y París, que iba a ser temporal pero que duraría hasta 1975.

MARCELA, LA SINÓLOGA

Una vez de vuelta en España, Marcela es acogida por su tío Julio Broutá en Segovia, en donde causa furor en las verbenas con sus trajes chinos, y donde se hace amiga de las hijas del ceramista Daniel Zuloaga (sobrinas del ilustre pintor). Viajando a Madrid para ayudar con un encargo editorial a su tío, coincide en el tren con un joven brasileño al que había conocido en París, que va acompañado por el que, muy pronto, y a pesar de las reticencias a lo que los Broutá consideran un cortejo inapropiado para una señorita decente, se convertirá en el marido de Marcela: el diplomático y ocasional pintor Fernando López Rodríguez-Acosta, perteneciente a la insigne familia granadina. El flechazo fue instantáneo, pero la relación fue igualmente breve, ya que Fernando falleció apenas dos años y medio después de la boda. La familia del marido convenció a Marcela de que renunciara a su parte de la herencia (en favor de la creación de la Fundación Rodríguez-Acosta) y, aunque la apoyaron económicamente durante un tiempo, Marcela dio, entonces, comienzo a una interesante y agitada carrera laboral y cultural9.

Los primeros años de Marcela en España coinciden con su presentación en sociedad: su pintoresco perfil (y, de paso, el de su hermana) fue objeto de artículos en la prensa española; al mismo tiempo, comenzaría a hacerse un hueco como divulgadora cultural: además de escribir artículos sobre temática china para diferentes publicaciones, empieza a dar conferencias sobre esta misma materia, recibidas con gran interés en los medios culturales10. Fruto de la necesidad general de un conocimiento intelectual sobre China, surgió entonces su primer libro, Escenas populares de la vida china (1934), publicado en Madrid con la editorial Plutarco.

Resulta llamativo que, en sus extensas memorias, Marcela apenas haga referencia alguna a su encomiable y pionera labor intercultural a la que dio inicio en aquellos momentos, pues se limita a agregar que «He seguido escribiendo en diarios y revistas. He publicado algunos libros y de este modo he ido matando el tiempo»11. Sin embargo, la modesta Marcela fue responsable, de la traducción y compilación, de las tres antologías más importantes de poesía china editadas en España12, así como de otras tres antologías de relatos chinos y orientales13.

Gracias a su destreza en, al menos, siete idiomas, Marcela entró a formar parte del cuerpo de lenguas del Ministerio de Asuntos Exteriores de España, en donde trabajó durante treinta años, hasta el momento de su jubilación. Además de ejercer de intérprete en congresos internacionales, esto la hizo viajar con cierta frecuencia: en uno de estos viajes realizó su célebre entrevista a Indira Ghandi (publicada en la Revista de Occidente), y también ocupó, durante un año, un puesto en el Consulado General de España en Hong Kong.

En 1955, fundó, junto con Consuelo Berges, la Asociación Profesional Española de Traductores e Intérpretes. Marcela ejerció un estilo particular de traducción, parco en notas al pie, pues prefería alterar directamente el texto cuando esto podía facilitar una mejor comprensión al lector, o incluir las aclaraciones necesarias en el prólogo. Sus traducciones del chino fueron de las primeras hechas en nuestra lengua que carecían de intención evangelizadora o comercial; su carácter de mediadora intercultural requirió su presencia cada vez que en España tenía lugar algún asunto chino relevante, ya fuera la visita de políticos taiwaneses, la actuación en Barcelona de la Ópera de Pekín o, incluso, el rodaje —a las afueras de Madrid— de la película de Samuel Bronston 55 días en Pekín (1962) —ambientada en el levantamiento de los bóxers y protagonizada por Charlton Heston y Ava Gardner—, para la cual fue contratada como asesora técnica debido a su conocimiento de primera mano del ambiente diplomático de Pekín a principios del siglo xx.

En los últimos años de la vida de Mao, y, especialmente, tras su muerte, se reanudaron de manera formal las relaciones diplomáticas entre el reino de España y la República Popular de China, y Marcela aprovechó la ocasión para viajar al país que tanto amó. De sus tres viajes —realizaría el primero en 1975— surgirá la idea y el relato que aparece en La China que ayer viví y que hoy entreví, libro pionero pero de escaso impacto, en el que, en los albores de la Transición, Marcela describió con admiración y minuciosidad los logros de la China maoísta: desde la vida en el nuevo Pekín a la seguridad y limpieza de la nueva China, pasando por los sistemas de planificación familiar y el nuevo orden sexual, la vida en las comunas, la robotización de las fábricas o el movimiento estudiantil.

Tan discreta y sencilla fue Marcela que ni siquiera queda claro si su muerte, en agosto de 1981, tuvo lugar en Madrid o Ginebra. Ella, que bien podría haber explotado la baza de delicada y refinada princesa china14 —así llegó a llamarla la prensa en alguna ocasión—, siempre prefirió presentarse como mujer autónoma, moderna y modesta, haciendo un gran esfuerzo por lo que hoy denominaríamos comunicación intercultural; además de alimentar el deseo de conocimiento sobre China (nunca exento de cierta dosis de exotismo), se aplicó en promover una correcta y actualizada representación de las mujeres chinas. En pleno auge del peligro amarillo, que invadió la política y las producciones literarias y audiovisuales de todo tipo, obcecadas en presentar a las mujeres chinas como desgraciadas, malas e, incluso, feas, Marcela incluyó poetisas clásicas en sus compilaciones y, siempre que tuvo ocasión, habló maravillas de las modernas mujeres chinas (tanto de las de la primera época republicana como de las del período maoísta):

Ahora, las muchachas chinas salen solas de sus casas; van a las universidades a estudiar; a trabajar en las oficinas públicas, en los talleres, en los periódicos, en los comercios; asisten a bailes… Hacen la misma vida que las mujeres europeas y alternan, diariamente, como ellas, con los hombres, y aceptan de marido el que quieren, el que les gusta… […] Seguramente nuestras abuelas vivían contentas en su retiro, junto al esposo que el azar les había dado, ignorantes y tranquilas. Seguramente encontrarían insensata nuestra existencia actual… Pero nosotras nos hemos adherido a ella, y aunque nos traiga penas y trabajos nuevos, la queremos. La queremos y nada podrá hacer que volvamos hacia atrás.15

Toda una providencial declaración de intenciones pronunciada en 1928. Ahora sabemos que no se equivocaba.

MARISA PEIRÓ

UN POCO DE PREHISTORIA

«Pero ¿por qué no te pones guantes para hablar?», le decía mi padre (que era chino) a mi madre (que era belga). Como buen chino, a mi padre le gustaba utilizar aforismos y metáforas, y mi madre, como buena belga, llamaba al pan, pan y al vino, vino. Al escucharles me parecía estar oyendo un diálogo de sordos. Pero ni pensar en explicárselo; ellos eran felices así de contradictorios, así de dispares.

Me han dicho que tengo que escribir mis memorias o los recuerdos de mi vida. Siempre he deseado escribir un libro sobre mi padre y mi madre, y, para mí, mis padres —no solo mi padre, aunque mi madre fuera europea— representan a China y lo que yo sepa sobre China. Pero la verdad es que no sé ni por dónde empezar ni cómo empezar. Vaya por delante que me interesa todo lo que no lleve afeites y que siempre me ha gustado lo natural, lo verdadero. En consecuencia, lo único que puedo asegurar es que cuantos detalles o hechos figuren en este libro son auténticos, y que los he reproducido tan exactamente como me lo permiten el inventario y la identificación histórica y anecdótica de lo que, a lo largo de los años y de mis varias vidas, se ha ido acumulando en los almacenes de mi memoria.

Sabido es que en China por los siglos de los siglos se siente y se practica el culto a los antepasados, es decir, que la Familia fue siempre, y probablemente sigue y seguirá siendo, la base fundamental de la sociedad china. La vida de mis padres, como la mía propia, empiezan y se centran, pues, en la Familia.

Mi padre era oriundo de Han Cheu, provincia de Che Kiang, al sur de Shanghái, del pueblo de Yu Han, famoso por su té y por su vecindad con el lago Si Hu.

Han Cheu se encuentra en la orilla del Yang Tse Chiang (Hijo de los océanos), ese grandioso río que nace en el Tíbet y atraviesa toda China antes de llegar al mar.

Por los innumerables canales que llevan sus aguas a todo el país, el comercio efectuado a través de su larguísimo lecho, la fertilidad de «la buena tierra» de sus orillas, la profundidad y la anchura de su cauce —si cauce puede llamarse tan desmesurada corriente—, merece, indudablemente, su destacada fama entre los ríos más famosos del mundo.

La orilla derecha del río Yang Tse (chiang quiere decir «río») es más hermosa y opulenta que la izquierda, por el encadenamiento de montañas que se elevan unas tras otras, todas cubiertas de riquísima y variada flora, y no solo a distancia, sino partiendo desde la misma orilla y mojando su borde.

El viajero que baja por el Yang Tse puede contemplar una de las ciudades más bonitas e importantes de China: Han Cheu, conocida por su belleza y su buen clima, así como por la belleza de sus mujeres. El dialecto que allí se habla es muy dulce. Dicen que de esa provincia salió la mayoría de los letrados.

Como antes indiqué, al lado de Han Cheu y muy cerca de Yu Han está el lago más célebre de China, el Si Hu, tan a menudo cantado en la poesía y que se encuentra en una zona de indescriptible belleza, enriquecida aún por los monumentos religiosos que lo rodean, tales como el monasterio de la Misericordia, el Kien Tung, etc. Siempre me contaba mi padre que cada año, en determinada fecha, se produce en ese lago una violenta irrupción del mar entre dos rocas y que mucha gente acude a contemplar este curioso acontecer de la naturaleza. Desgraciadamente, yo nunca estuve en Han Cheu ni en Yu Han, pueblo de mi padre y cuna de mis antepasados, y de China solo conozco Pekín, Tientsin y Shanghái.

Mi padre siempre nos aseguró que descendía del célebre emperador Hoan Ti, fundador del cesarismo chino y que subió al trono en el año 246 a. C., cuando aún no contaba trece años. Tenía, dice la historia, «la nariz prominente, los ojos grandes, el pecho de un ave de presa, la voz de un chacal y el corazón de un tigre o de un lobo». Fundó el imperio chino unificando el vasto territorio. Un imperio que, pasando por varias dinastías, duró dos mil ciento treinta y tres años (de 221 a. C. a 1912 de nuestra era).

Hoan Ti gobernó directamente el pueblo por el pueblo para el pueblo. Creía que hay algunas voluntades sobrehumanas que vencen cualquier obstáculo natural o celeste. Quiso ser el hombre auténtico capaz de andar en el agua sin mojarse y de penetrar en el fuego sin quemarse.

Cierto que mi padre tenía la nariz prominente, los ojos grandes y un corazón de tigre, pero al cabo de dos mil años...

La realidad es que pertenecemos a la rama quinta del emperador campesino Wang-li (o Huan Li), décimo tercer emperador de la dinastía Ming (1620), como lo prueba nuestro Libro de generaciones, y mis antepasados fueron agricultores como el propio Wang Li (este emperador fue el que permitió entrar en la corte imperial al jesuita italiano Mateo Ricci y le asignó una pensión encargándole de enseñar sus saberes a su hijo).

Lo único, pues, que sé auténticamente de mi bisabuelo paterno es que cultivaba aquel té refinadísimo hecho únicamente con los brotes tiernos del árbol que se cría en el pueblo de Yu Han, y que dirigía un comercio importante con cientos de portadores que caminaban penosamente cargados cada uno con doscientas libras de té prensado en forma de ladrillos, franqueando mesetas y montañas hasta alcanzar Shanghái, desde donde se exportaban.

Quizá convenga aclarar que Asia Oriental es una gran llanura o planicie que se extiende desde Pekín al norte hasta Hue-ho al sur, desde la vecindad de Layan al oeste hasta el espolón montañoso de Shantung al este, con una superficie de 324 000 kilómetros cuadrados. El Hoang Ho, o río Amarillo, y otros ríos menores dan a esta planicie una fertilidad natural que ha suscitado en el hombre chino la vocación agrícola.

Digo esto porque, como la inmensa mayoría de los chinos, mis antepasados se dedicaron a «la buena tierra», a la vida agrícola y sedentaria en los confines de la gran planicie, lo cual les distinguió de las tribus nómadas y guerreras de las estepas septentrionales de Shensi y de Shansi, de esas tribus «bárbaras» que cercaron el reducido dominio primitivo chino, al que «chinizaron» a finales del período arcaico. Aún hoy día, tanto en China como en Formosa, la agricultura sigue siendo primitiva y manual, sin máquinas ni instrumentos modernos, como si fuera el cultivo de un grandísimo huerto. Ninguna vida es más laboriosa que la del campesino chino, y nadie tiene más paciencia que él. Así eran mis antepasados, y no sé de quién heredó mi padre el genio tan vivo que tenía.

Mi abuelo paterno murió joven y mi abuela no le sobrevivió mucho tiempo, de suerte que mi padre, huérfano, fue criado por su tío el virrey del Sian y por su tía, una señora violenta y autoritaria que lo tenía atemorizado. Se ocuparon de sus estudios con esmero y le mandaron a Pekín para los exámenes de mandarinato en la Academia de Hanlin. Papá me contaba cómo los pasó, igual que los demás examinandos, encerrado en una celda durante tres días con sus tres noches, sin que pudiera salir para nada, y cómo compuso allí su tesis.

Me contó, además, que a los quince años aprobó en Han Cheu un primer examen, después del cual podría presentarse al examen final. En el Gran Salón de Oposiciones se reunieron los diez mil candidatos de toda la provincia de Che Kiang; a las dos de la mañana se cerraron las puertas y, a las cuatro, empezaron a pasar lista. Esta ceremonia duró largas horas. Los candidatos estaban tensos y nerviosos; unos reían, otros guardaban silencio, algunos se irritaban. Había entre ellos mayores de setenta años que aún aspiraban al codiciado título de mandarín de primer grado y, por eso, seguían siendo «muchachos candidatos», a pesar de su edad.

A veces, algunos de estos septuagenarios se presentaban al examen al mismo tiempo que sus hijos o que sus nietos.

No todos tenían la suerte de ser, como mi padre, descendientes de letrados, pero la gran mayoría sí lo eran. Cualquier chino podía aspirar al mandarinato, excepto los campesinos, los músicos, los actores, los esclavos, los verdugos, los mendigos y los jueces.

Mi padre esperaba ansioso que llamaran su nombre, y, mientras tanto, como lo había hecho tantas veces, repetía de memoria cada línea de su trabajo. Este trabajo tenía que contener un determinado número de caracteres y terminar en determinado sitio de la hoja de papel, sin llevar la menor corrección o tachadura. Lo que no se podía prever es si, en su celda, cubículo de cinco pies por tres, se filtraría el agua de algún chaparrón veraniego y mancharía el papel. El cielo diría.

Mi padre había llevado sus propios pinceles y su tinta china, pues el papel lo daban los examinadores. Durante un período de dos meses se celebrarían dieciséis sesiones al día, y cada sesión duraría un día entero.

Cuando penetró en su celda, mi padre se entusiasmó con el tema; comentar la máxima del filósofo Mencio: «Aunque seas su superior, si no te das cuenta de lo que experimenta el hombre corriente, no eres hombre cabal». Esta norma coincidía perfectamente con las ideas de mi padre. Había pensado tanto sobre ello que estaba preparado a todo evento y sin perder un minuto tomó el pincel y empezó a escribir.

Por fin, aprobó este primer examen que le permitía ir a Pekín a someterse al examen final. Antes de su marcha, la familia le honró con un banquete, pero mi padre sabía que aún le quedaba lo más difícil, así que salió en seguida hacia la capital a correr su suerte.

Allí, la pequeña celda donde había de pasar tres días era aún más angosta. Hacía frío y las mantas eran ligeras. La celda tenía dos mesas y un armario diminuto. Por la noche se juntaban las mesas y servían de cama. Mi padre llevó su propia comida y los correspondientes utensilios, pues, aunque había un cocinero por pasillo, como siempre fue muy delicado para comer, no quiso fiarse de la cocina «mandarineril».

En esa celda estuvo mi padre tres días con sus tres noches, como dije antes, y al fin salió triunfante del examen con el título de mandarín y con derecho a la primera borla en su sombrero. Obtuvo así el grado de siu t’sai («talento magnífico») justo antes de que, en 1905, y bajo la presión de ideas extranjeras, se abolieran los exámenes tradicionales.

Y, ya letrado, mi padre optó por la carrera diplomática, que le ofrecía el aliciente de los viajes al extranjero…

Mi abuela materna era sobrina lejana del famoso barón Empain, que tantos hijos naturales dejó por el mundo y que de todos se acordó en su testamento. Aún no hace mucho pasaron por mis manos escrituras testamentarias de este antepasado belga. Era una familia muy «bien pensante», lo que no impidió que mi abuela se enamorase locamente de un hombre casado (mi abuelo)1 y abandonara a su familia para irse a vivir con él. El escándalo fue monumental y se le cerraron para siempre las puertas de la alta sociedad belga. Pero era una mujer dulce y sencilla, y «la sociedad» la tenía sin cuidado. Vivieron unidos esperando una anulación que nunca vino, y la mujer de mi abuelo acabó muriendo dos días después que él.

Mi abuela, descontada la honda pesadumbre de esa situación, fue muy feliz con mi abuelo, que la adoraba y respetaba, y que le dio cinco hijos. Mi madre era la mayor de ellos. Era de una belleza fuera de lo corriente, con su cabello rojizo, sus ojos azules y un cutis por el que se volvía la gente a mirarla en la calle. Pero era de una timidez casi enfermiza y de una modestia excesiva; nunca creyó en su belleza.

Mi madre se casó en primeras nupcias con el viudo de una tía suya, mucho mayor que ella y con hijos ya adultos, de modo que pasó a ser madrastra de sus primos. Más tarde me decía: «La primera vez me casé por amor y fui muy desgraciada; la segunda vez me casé casi por conveniencia y fui muy feliz».

Efectivamente, su primer marido, Vanwert, llevaba una vida muy complicada, había tenido muchas amigas y la última lo sometió a un chantaje amenazándole con decirle todo a mi madre; un día, al regresar esta a casa encontró el cadáver ensangrentado de su marido en el suelo: se había suicidado... y mi madre esperaba un hijo. El niño se murió de escarlatina a los tres años, y mi madre decidió abandonar Bruselas, de tan triste recuerdo, e irse a París. Con este fin escribió a su amiga, la baronesa Henriette de Gunsburg, proponiéndole hacerle compañía. Era muy corriente en aquel entonces tener una dama de compañía, y nada mejor que hallar una amiga íntima para tal menester. Pero, a pesar de disfrutar en París de una vida holgada y agradable, mi madre lo que quería era tener una familia propia, volverse a casar. Le escribió a mi tío Julio Broutá, que había venido a España como corresponsal del Berliner Tageblatt y aquí se quedó (tradujo al español, para Aguilar, varias obras de Bernard Shaw). Le expuso su deseo. Mi tío la invitó a pasar el verano en San Sebastián. Esto era en 1897...

Entretanto, mi padre, después de obtener el mandarinato y ya diplomático, solicitó que le destinaran a una embajada de habla española, idioma que en esa época no hablaba ningún chino en China y que, por eso mismo, eligió. Fue destinado a Madrid.

Pero habían pasado los años y mi padre, cosa rara en China, ya había cumplido los treinta sin contraer matrimonio. Había que decidirse. Escribió a su tía, la esposa de su tío el virrey, rogándole que le buscara novia, como era de usanza entonces en China. Pasados muchos meses —ya que la correspondencia con país tan lejano tardaba a veces años en llegar— recibió mi padre la contestación de su tía. Le decía: «Tienes demasiado mal genio para que te busque novia. Encarga de eso a alguien que te conozca menos que yo». Como era cierto que mi padre tenía un genio muy vivo, cogió inmediatamente el pincel, y, con su caligrafía más cuidada, le contestó: «No me hace falta tu ayuda. Me casaré con una blanca». ¡Qué horror! A la tía debió de darle un síncope al recibir esta disparatada misiva.

En estas circunstancias, fue mi padre un verano a San Sebastián con su legación, como era costumbre. Y, como era amigo de mi tío Julio Broutá, allí conoció a mi madre. Nada más verla, recibió el flechazo de su extraordinaria belleza. E, inmediatamente, decidió pedir su mano. Como él hablaba solo el chino y el español, y ella desconocía ambos idiomas, la petición tuvo que hacerse con ayuda del diccionario.

Así como a mi padre lo repudió su tío el virrey por querer desposarse con una blanca, mis abuelos maternos también negaron su consentimiento a mi madre para casarse con un amarillo. Pero ambos eran mayores de edad y no necesitaban el consentimiento de nadie. Se casaron en Londres el 4 de junio de 1901.

Una vez casados, mis padres vinieron en seguida a vivir a España, lugar de destino de mi padre, y se instalaron en Madrid. Un año después, el 9 de marzo de 1902, nacía mi hermana, a quien llamaron Nadine, nombre que, por su fonética, tradujeron al chino por «Na Ting», que significa «calladita y quietecita», exactamente lo contrario a la realidad, pues mi hermana era revoltosa y parlanchina. Y, pasados dos años, mi padre fue trasladado a La Habana, donde nací yo, el 1 de enero de 1905, en la calle de la Amistad, 104. Para mi hermana, mi llegada fue un gran disgusto. Ya no era hija única. Y cuando la llevaron a la cuna y le dijeron: «¡Mira tu hermanita, qué mona!», se inclinó, me pegó un mordisco en un brazo y exclamó: «¡Qué fea, parece un gato!».

A mí me pusieron de nombre Marcela, traducido caprichosamente al chino por «Ma Cé», que significa «exposición de piedras preciosas», y me dieron el nombre chino de «E Len», que suena como Helen y significa «amo la orquídea».

Cuando nací, Orestes Ferrara, entonces abogado de la legación de China en Cuba, y más tarde famoso escritor, me llevó en brazos al registro civil y, años después, al volverle a ver en Madrid lo recordamos. «¡Ya no te podría llevar en brazos tan fácilmente!».

Cuba aún no estaba saneada y, mientras yo era gordita y rubicunda, mis padres y mi hermana adelgazaban a ojos vistas y sufrían profundamente del clima cálido y húmedo.

Pero de Cuba no puedo contar nada porque, cuando tan solo tenía ocho meses, trasladaron nuevamente a mi padre a Madrid, adonde volvió encantado: era un enamorado de España.

Regresaba, además, en calidad de jefe de misión e instaló la legación (entonces no había embajadas) en la calle Velázquez, justo al lado de donde vivía don Natalio Rivas, por aquella época ministro de Instrucción Pública, como se llamaba entonces el hoy Ministerio de Educación y Ciencia. Circunstancia por la que Natalio Rivas intimó mucho con los chinos y asistió a alguna de nuestras ceremonias, como él mismo cuenta en sus memorias.

Estimando que en Madrid el aire estaba «contaminado», mi padre alquiló para la familia un hotelito (todavía no se llamaban «chalets») en el Madrid moderno en la Ciudad Lineal. Hacia ese lugar convergen invariablemente mis primeros recuerdos de la infancia, casita que, como digo, alquiló mi padre en las afueras de la ciudad por considerarlo más sano para sus hijas.

Se accedía a un minúsculo jardín bajando unos escalones de hierro de los que conservo un doloroso recuerdo porque rodé por ellos el día en que mi hermana Nadine se creyó lo bastante robusta para llevarme a cuesta, pero era una excesiva presunción de sus fuerzas: me dejó caer bruscamente. Al principio, el susto me impidió llorar, luego lo impidió el puño que mi hermana apretaba sobre mi boca para atenuar los gritos que esperaba, y que inevitablemente habrían atraído las reprimendas o los cachetes de mi padre.

El acontecimiento más importante que puedo recordar fue la noche en que mi madre, al dar a luz su última hija a los cincuenta y dos años, tuvo una hemorragia que casi le costó la vida y de la que murió la criatura. Aquella noche mi hermana y yo, muertas de sueño, abandonadas de papá y de la servidumbre alocada, nos refugiamos en un gran sillón del comedor estrechamente abrazadas. Teníamos miedo sin saber de qué. De los nueve hijos que tuvo mi madre, solo quedamos mi hermana y yo. Todos los demás se malograron, proporción nada infrecuente en aquellos tiempos.

También recuerdo algunas tardes en que paseábamos por la calle con otros niños del barrio, casi todos vecinos, mientras que nuestros padres se reunían en el jardín de uno de ellos que llevaba el curioso nombre de Santiago Tenorio.

Por unos céntimos comprábamos «cerillas», especie de fuegos artificiales en miniatura que intercambiábamos por cuentos con los vecinitos, unos cuentos que yo apenas sabía descifrar.

Una vez (el día de mi cumpleaños) mi madre me dio unas monedillas con la recomendación expresa de no gastarlas. Huelga decir que, tan pronto como escapé a la atención de los mayores, me precipité a la tienda a comprar los dátiles que me gustaban con locura, y me siguen gustando, y que comí hasta ponerme mala.

También recuerdo que en casa me solían llamar «doña Enriqueta», nombre que daban a nuestra casera, una viejecilla fea y malhumorada. Esta comparación me humillaba profundamente.

Yo tenía tres años y me pasaba fácilmente dos o tres horas delante de un espejo charlando conmigo misma. Por primera vez me di cuenta de la incomprensión que tienen los mayores con los niños, pues en casa creían que me miraba al espejo por coquetería, cuando yo vivía ya entonces mi vida recóndita y aislada, solo mía. Desde esa edad no he dejado de hacerlo (hablar conmigo misma, quiero decir, no mirarme al espejo, pero de pequeña me parecía tener así un interlocutor).

Pronto volvimos a Madrid porque, realmente, la Ciudad Lineal resultaba demasiado lejana, y fuimos a parar a la calle de Alcalá, 104, frente a lo que se llamaba «la casa de las bolas» y que todavía existe. Por la parte de atrás los balcones daban a la avenida de los Toreros y los domingos nuestra mayor distracción era ver pasar las calesas con los diestros y sus cuadrillas. Así es como, un día en que toreó por última vez en Madrid, vimos salir a hombros a Ricardo Torres Bombita, rodeado de una inmensa multitud enardecida que chillaba, gritaba y le arrancaba cuanto llevaba encima.

A la calle de Alcalá venía a darnos clase de francés mademoiselle Hugelmann. Era bajita, fea, coja y además bebía. Nos asomábamos al balcón del cuarto de estudio para verla venir, y cuando aparecía su torpe silueta nos precipitábamos sobre los libros para aparentar una aplicación que estábamos muy lejos de practicar. También venía mister Brown a dar clases de inglés a mi hermana, cosa que me irritaba. ¿Por qué razón le daban a Nadine clases de inglés y a mí no? No quería admitir que todavía era demasiado pequeña.

Un día vinieron a vernos unos amigos ingleses. Le faltó tiempo a mi padre para lucir nuestra sabiduría.

—Niñas, para que vean cómo sabéis el inglés, cantadnos esa canción que os ha enseñado mister Brown.

No sé cómo empezaba, pero la canción terminaba por: «Güillu, güillu, güillu, comapitifá»2.

Aquellos pobres amigos nuestros tuvieron que confesar que no entendían ni una palabra, y mi padre, disgustado y decepcionado, suprimió al profesor de inglés.

Mamá, que era profundamente creyente, nos contaba el nacimiento del Niño Jesús y nos enseñaba a rezar, pero papá no quería que se nos hablara de religión hasta que tuviéramos edad de comprender, y no permitió que nos bautizaran. Pero unos amigos españoles —mi hermana había nacido en Madrid— se encargaron de que fuera bautizada sin saberlo mis padres. Como mi padre pertenecía al cuerpo diplomático, los curas esperaban unos sustanciosos «honorarios», pero, cuando se habló del asunto, aquellos amigos se hicieron los distraídos, y en el registro de bautismo de mi hermana figura que «fue bautizada por pobre» y esta fórmula se repite por tres veces, cosa que más tarde comentaban con ironía mis padres.

De niñas nunca conocimos esas preciosas fantasías de los Reyes Magos o de Papá Noel. Mi padre pensaba que estaba mal hacer creer a un niño tales maravillas que luego se trocaban en penosas desilusiones.

En 1906 llegó a Madrid el príncipe Shen, enviado extraordinario y plenipotenciario para asistir a la boda del rey Alfonso XIII. El día del acontecimiento, cuando vino el landó abierto a recoger al príncipe y a mis padres para llevarlos a Palacio, se formó un revoloteo en la calle. No era para menos: los dignatarios chinos salían con su atavío de mandarín; su coleta colgándoles sobre la espalda, su dedo meñique con un uñero largo de oro, sus altas botas de seda y su sombrero con el fleco rojo y la borla de jade. Esta borla indicaba el grado de mandarinato, según que fuera de seda, de cristal, de porcelana, de plata, de oro, de jade. Esto debió sugerirle a Palacio Valdés un pasaje de su novela Años de juventud del doctor Angélico, descripción que, por su expresividad, por la lección que encierra y por su indudable relación con mi familia, me parece oportuno reproducir aquí.

El capítulo del libro de Palacio Valdés que trata de los chinos se titula: «Más aventuras de mi amigo Pérez de Vargas».

Y nos cuenta cómo quiso Pérez de Vargas dar una broma a su suegra invitando a los chinos a tomar el té, y cómo los describe a su amigo antes del acontecimiento. Dice:

—El embajador es una excelente persona, un político muy respetado en su país, bondadoso, instruido; pero el secretario... el secretario es un sabio.

Seguía diciendo:

—Hallé su compañía en extremo grata. La cortesía de los chinos es proverbial y tan exagerada que para nosotros resulta ridícula. Ninguno permanece sentado cuando alguno de los presentes se pone en pie con cualquier motivo. Esta ceremonia termina por hacerse enfadosa, pues nos obliga a no movernos de la silla. Al revés de nosotros los europeos, estos orientales jamás hablan de sí mismos como no se les pregunte, y en cambio manifiestan vivo interés, natural o afectado, por lo que atañe a los demás. No imagino medio más seguro para hacerse simpático en el mundo. Sin embargo, no he podido menos de observar cierta inquietud y embarazo en sus ademanes, que por lo que vine a entender depende de un sentimiento de temor de ser menospreciados. Piensan, al parecer, y no andan descaminados, que los tenemos por un pueblo bárbaro aún y que solo por condescendencia nos avenimos a tratarlos como iguales. Esta idea les roe el corazón y para sacudirla de sí afectan hallarse al corriente de todos los usos y ceremonias del mundo civilizado. Sus recepciones y sus tés son exactamente iguales a los que se dan en cualquier otra casa particular española; los criados, el servicio, el mobiliario, todo igual y flamante. Te confieso que este sentimiento de humillación que se trasluce me apena y que, desde luego, hice cuanto me fue posible por desvanecerlo, mostrando respeto y estimación, no solamente a sus personas, sino también a su país. Con esto tuve la fortuna de hacerme simpático, y me lo demuestran por cuantos medios están a su alcance. Hoy, por primera vez, los he invitado a tomar el té en mi casa. No he dicho nada a mi mujer ni a mi suegra para divertirme un poco a su costa, sobre todo de esta última, que no los conoce siquiera de vista. Martín me... llevó al salón donde ya estaban su mujer y su madre política, a las cuales me presentó en términos excesivamente lisonjeros. Pero con ellas se hallaba un viejo general vecino y gran amigo de la familia. Su presencia contrarió bastante a mi amigo, según me hizo saber en voz baja... En efecto, la visita de tal caballero no podía resultar oportuna en la presente ocasión y comprendía la inquietud de Pérez de Vargas. Como este había advertido previamente a los criados, poco tiempo después de hallarnos reunidos en el salón, uno de ellos levantó la cortina y profirió en voz alta y solemne:

—El señor embajador del Imperio chino.

El embajador, su secretario y dos agregados penetraron gravemente en la sala haciendo reverencias a la europea. Pérez de Vargas se apresuró a salir a su encuentro y los presentó con toda ceremonia a su esposa, a su suegra, y luego al general, a su hija y a mí.

La sorpresa de las señoras fue grande, pero sobre todo la estupefacción de la mamá no tuvo límites, y temí por un momento que se pusiera enferma. Quedó pálida, sobrecogida, y cuando su yerno le fue presentando a sus nuevos amigos, no supo qué decir ni hacer otra cosa que abrir los ojos desmesuradamente.