La chispa - Vi Keeland - E-Book
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La chispa E-Book

Vi Keeland

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Beschreibung

Algunas chispas prenden llamas Autumn regresa de un viaje en avión y al abrir la maleta descubre que contiene ropa de hombre. Se ha confundido al recoger el equipaje, así que llama al número que aparece en la etiqueta para ver si esa persona tiene su maleta. Responde un hombre de voz grave y sexy. Su nombre es Donovan y tiene su maleta, así que deciden verse en una cafetería para intercambiárselas. Un café lleva al postre, y el postre a un fin de semana juntos. Pero Autumn no está preparada para una relación y desaparece de la casa de Donovan sin decir nada. En Nueva York, donde viven ocho millones de personas, ¿qué posibilidades había de volver a encontrárselo un año después… justo cuando Autumn había empezado a salir con el jefe de Donovan?   Una novela adictiva de la autora best seller del New York Times y el USA Today

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Seitenzahl: 474

Veröffentlichungsjahr: 2023

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La chispa

Vi Keeland

Traducción de Sonia Tanco

Contenido

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Epílogo

Agradecimientos

Sobre la autora

Página de créditos

La chispa

V.1: Septiembre, 2023

Título original: The Spark

© Vi Keeland, 2021

© de la traducción, Sonia Tanco, 2023

© de esta edición, Futurbox Project S. L., 2023

Los derechos morales de la autora han sido reconocidos.

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial.

Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Corrección: Marta Araquistain

Publicado por Chic Editorial

C/ Roger de Flor n.º 49, escalera B, entresuelo, despacho 10

08013 Barcelona

[email protected]

www.principaldeloslibros.com

ISBN: 978-84-19702-00-5

THEMA: FRD

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

La chispa

Algunas chispas prenden llamas

Autumn regresa de un viaje en avión y al abrir la maleta descubre que contiene ropa de hombre. Se ha confundido al recoger el equipaje, así que llama al número que aparece en la etiqueta para ver si esa persona tiene su maleta. Responde un hombre de voz grave y sexy. Su nombre es Donovan y tiene su maleta, así que deciden verse en una cafetería para intercambiárselas. Un café lleva al postre, y el postre a un fin de semana juntos. Pero Autumn no está preparada para una relación y desaparece de la casa de Donovan sin decir nada. En Nueva York, donde viven ocho millones de personas, ¿qué posibilidades había de volver a encontrárselo un año después… justo cuando Autumn había empezado a salir con el jefe de Donovan?

Una novela adictiva de la autora best seller del New York Times y el USA Today

«De los personajes masculinos que ha creado Vi, Donovan ya es mi favorito. ¡Estoy deseando que conozcáis a esta pareja!»

Penelope Ward, autora best seller

Capítulo 1

Autumn

«Me estoy haciendo demasiado mayor para esto».

Lancé una pila de cartas al sofá y me dejé caer junto a ella. Solo eran las seis, pero no me habría importado meterme en la cama y dar el día por finalizado. Necesitaba unas vacaciones para recuperarme de mis minivacaciones de cuatro días. Suerte que me había tomado un fin de semana libre. En el viaje de chicas/despedida de soltera anticipada de mi amiga Anna en Las Vegas (escapada en la que íbamos a relajarnos en la piscina y hacernos unos tratamientos de spa) habíamos pasado todas las noches de fiesta y casi había perdido el vuelo de vuelta a casa porque se me habían pegado las sábanas. Hacía tiempo que no bebía más de dos copas de vino en una semana y el viernes por la tarde antes de que se hubiera puesto el sol ya sentía el peso de mis veintiocho años. Menos mal que no tenía que trabajar al día siguiente.

Me planteé curarme la resaca con alcohol y tomarme un vodka con arándanos mientras desconectaba viendo Netflix, pero sonó el teléfono y me trajo de vuelta a la realidad.

Uf…

La palabra «Papá» apareció en la pantalla. Debería haber hablado con él para quitármelo de encima, pero no tenía fuerzas. No obstante, ahorrarme el estrés de hablar con mi padre me recordó inevitablemente la otra tarea que debía hacer y que llevaba toda la tarde evitando: la colada. Era una de las tareas que menos me gustaban, sobre todo porque implicaba que tenía que quedarme en la sucia lavandería de mi edificio. Hasta hace unos meses, ponía la lavadora en marcha y volvía cuarenta y cinco minutos más tarde para meter la ropa en la secadora, pero había dejado de hacerlo después de que, en una ocasión, mi ropa desapareciera: una lavadora llena de ropa interior y sujetadores mojados. ¿Quién demonios robaba ropa mojada? Por lo menos llévatela seca. Sin embargo, me había servido de lección y ya no salía del sótano hasta haber lavado y secado la ropa.

Suspiré y me dirigí a regañadientes a mi habitación. La maleta seguía sobre la cama y abrí la cremallera. Encima de todo había guardado una falda de lino que al final no me había puesto; tenía la intención de colgarla en el baño y esperar que las arrugas desaparecieran tras un par de duchas calientes. Odiaba planchar casi tanto como odiaba hacer la colada en el sótano.

Sin embargo, cuando abrí la maleta, la falda de lino no estaba. Al principio pensé que me habrían registrado el equipaje y no habrían colocado las cosas como antes… Pero, sin duda alguna, el zapato de vestir que encontré no era mío.

«Mierda».

Presa del pánico, rebusqué en el interior.

Pantalones, ropa de correr, una camisa de vestir de hombre… Me entraron náuseas y me apresuré a comprobar la etiqueta del equipaje. No había rellenado la tarjeta de identificación con mis datos, pero mis iniciales estaban grabadas en el cuero del revestimiento exterior.

Y esa maleta no tenía iniciales.

Mierda. Mierda. Mierda.

Había cogido la maleta equivocada de la cinta de equipaje. Empecé a sudar. ¡Tenía todo el maquillaje en la maleta! Por no mencionar mis mejores modelitos y zapatos para una semana. Tenía que recuperarla. Me precipité hacia la cocina, tomé el móvil que tenía cargando en la encimera y busqué el teléfono de la compañía aérea en Google. Después de escuchar unos cuantos mensajes de una centralita, llegué al aviso:

—Gracias por llamar a American Airlines. Debido al elevado volumen de llamadas, su tiempo de espera aproximado es de cuarenta y un minutos.

¡Cuarenta y un minutos!

Resoplé. Genial. Lo que me faltaba.

Mientras me tenían en espera escuchando esa horrible música, caí en la cuenta de que el dueño de la maleta podía tener la mía. Ni siquiera había leído la etiqueta del equipaje para ver si, al contrario que yo, había rellenado la información con sus datos de contacto. Corrí por el pasillo hacia mi habitación.

¡Bingo!

«Donovan Decker». Un nombre interesante. ¡Y vivíamos en la misma ciudad! Por suerte, Donovan también había apuntado su número de teléfono. «No podía ser tan fácil, ¿no?». Lo dudaba, pero, teniendo en cuenta que todavía faltaban cuarenta minutos para que me atendiera alguien de la compañía, no perdía nada por intentarlo. Así que colgué el teléfono. Comencé a marcar los números de la etiqueta y después decidí ocultar mi número antes de hacer la llamada. Con la suerte que tenía, el tipo no tendría mi maleta, pero sería un baboso.

Una voz grave de hombre respondió al primer tono y me pilló desprevenida. Todavía no había decidido qué iba a decirle.

—Ehhh. Hola. Me llamo Autumn y creo que tengo tu maleta.

—Qué rápido. Hemos hablado hace dos minutos. —Debió de pensar que llamaba de la aerolínea.

—Oh, no, no trabajo para American. He vuelto a casa esta mañana y debo de haber cogido la maleta equivocada en el aeropuerto JFK.

—Dime tus iniciales.

—¿Mis iniciales?

—Sí, la primera letra de tu nombre y la primera de tu apellido.

Puse los ojos en blanco.

—Ya sé lo que son las iniciales. Solo que no sé por qué me preguntas… ¡Oh! ¿Significa eso que tienes mi maleta? Tengo las iniciales grabadas en la etiqueta.

—Depende de cuáles sean tus iniciales, Autumn. La primera letra coincide.

—Mis iniciales son AW.

—Bueno, pues parece que sí eres la ladrona que se ha llevado mi equipaje.

Vale, no había comprobado la etiqueta de la maleta, pero me ofendía que me llamara ladrona.

—¿No seríamos ladrones los dos? Dado que tú también tienes mi maleta.

—Yo me he llevado la tuya porque era la única que circulaba por la cinta. Al contrario que tú, he comprobado la etiqueta la primera vez que ha pasado y, cuando he visto que no era la mía, la he dejado para que se la llevara su legítimo dueño. Pero la cola de atención al cliente era muy larga y tenía una reunión a la que llegaba tarde, así que me he quedado la que tengo como rehén hasta que la aerolínea lo solucione.

—Oh, lo siento. —Dejé caer los hombros.

—No pasa nada. ¿Estás en Nueva York?

—Sí. ¿Podemos vernos para intercambiar las maletas?

—Claro. ¿Cuándo y dónde? Ahora mismo estoy fuera, pero volveré en una o dos horas.

En la etiqueta aparecía una dirección del Upper East Side, pero yo vivía en el West Side, mucho más céntrico.

—¿Podríamos vernos en el Starbucks de la calle 80 con la Avenida Lexington? —A él le quedaba más cerca, pero por lo menos yo solo tendría que arrastrar la maleta hasta una parada del metro.

—No veo excusa para no hacerlo, ¿a qué hora?

Era una forma un poco rara de decir que sí, y el énfasis que había puesto en la palabra «excusa» me pareció peculiar. Pero, bueno, iba a recuperar mi maleta, así que ¿qué más daba que fuera un poco raro? Por lo menos había ocultado mi número de teléfono e íbamos a quedar en un sitio público.

—¿Qué tal a las ocho?

—Allí estaré. —Parecía a punto de colgar.

—Espera… —le dije—. ¿Cómo sabré quién eres?

—Seré el que lleve tu maleta, Autumn W.

Solté una risita.

—Ah, sí. Perdón…, ha sido una semana muy larga en Las Vegas.

Me agaché y saqué el zapato de lo alto de la maleta. Ferragamo. Eran zapatos caros. Y muy grandes. Un vistazo rápido me reveló que eran un 46. Mi adolescente interior no pudo evitar pensar: si tiene los pies grandes, también tendrá grande… Además, el tipo tenía una voz grave y sexy. Seguiría revisando su maleta cuando colgara.

—Nos vemos a las ocho —dijo.

—Hasta luego. —Estaba a punto de colgar cuando se me ocurrió una cosa. Oh, no—. ¿Hola? ¿Sigues ahí?

Tardó unos instantes, pero la voz sexy volvió a sonar por el altavoz.

—¿Qué pasa?

—Oye… ¿Has abierto mi maleta?

—He abierto la cremallera en el aeropuerto para asegurarme de que no era la mía cuando he visto las iniciales de la etiqueta.

—¿Has visto… algo?

—Había un tanga rosa arriba del todo, así que me ha quedado bastante claro que no era la mía. Pero no he hurgado en ella, si es lo que me preguntas.

Me había olvidado de que había metido el tanga en el último momento. Estaba en el fondo de uno de los cajones cuando revisé la habitación del hotel por última vez antes de salir. Pero prefería que hubiera visto mi ropa interior antes que las otras cosas que llevaba en la maleta. Suspiré aliviada.

—Oh, genial. Gracias. Nos vemos a las ocho en la cafetería.

—Eh, espera un momento, no tan rápido. Parecías nerviosa al pensar que podía haber rebuscado en tu maleta. ¿Escondes algo siniestro en ella? No voy a ir por ahí con una maleta llena de drogas o algo por el estilo, ¿no?

Esbocé una sonrisa.

—No, claro que no. Es solo que… preferiría que no la revisaras.

—¿Tú has rebuscado en la mía?

Eché una ojeada al zapato que tenía en la mano. Sacar un mísero zapato no se consideraba rebuscar, ¿verdad?

—No.

—¿Y piensas hacerlo? —preguntó.

No tenía ni idea del aspecto que tenía ese hombre, pero aun así intuí por su tono de voz que sonreía.

—No —mentí.

—Muy bien. Hagamos un trato, yo no rebuscaré en tu maleta y tú no rebuscarás en la mía.

—Vale, gracias.

—¿Me das tu palabra, Autumn W? Puede que tenga algunas cosas que preferiría que no vieras.

—¿Como qué?

Rio.

—Nos vemos a las ocho.

Después de colgar, lancé el zapato dentro de la maleta y me agaché para cerrarla. Sin embargo, al echar mano a la cremallera, me venció la curiosidad. ¿Se estaba quedando conmigo o de verdad tenía algo dentro que no quería que viera? Sabía que yo sí tenía algo que esconder, lo cual me hizo sentir más curiosidad.

Sacudí la cabeza y empecé a cerrar la cremallera. A la mitad, me puse a reír a carcajadas. ¿A quién quería engañar? Ahora que no tenía que hacer la colada, tenía casi dos horas libres antes de quedar con el señor Pies Grandes. Y la maleta estaría provocándome todo el tiempo. Lo más seguro era que, tarde o temprano, acabara rindiéndome, así que ¿por qué no terminar con mi sufrimiento y echar un pequeño vistazo ahora? Así conseguiría relajarme. Nunca sabría que no había cumplido mi parte del trato. Por no mencionar que, hasta donde yo sabía, él estaba revisando mi maleta a fondo en esos momentos. Y, en tal caso, lo más justo sería que yo también revisara la suya, ¿verdad?

Me mordisqueé el labio durante unos segundos mientras me invadían los remordimientos, pero los expulsé de mi mente a toda prisa. «Pues claro que sí».

Convencida del todo, abrí la maleta y dediqué un minuto a tomar nota mental de cómo estaba colocado el contenido: en la parte de arriba había una camisa de vestir blanca doblada y un zapato a cada lado con las suelas hacia arriba. Los saqué con cuidado y los dejé en la cama, en el mismo orden, junto a la maleta. La siguiente capa contenía más ropa doblada: dos camisas de vestir caras, un pantalón de chándal, calzoncillos y unas cuantas camisetas. Una de ellas tenía algo estampado en la parte delantera (una palabra que empezaba por HA y cuyas letras me resultaban familiares), así que la desdoblé para ver qué ponía. «Harvard Law».

Uf. Era uno de esos. Así que había estudiado Derecho en Harvard, no me extrañaba que pudiera permitirse zapatos Ferragamo.

Bajo la pila de ropa había una bolsa blanca de las que te dan en los hoteles para la lavandería y que la mayoría de personas utiliza para separar la ropa sucia. Sin ganas de revisar calcetines malolientes, comencé a guardarlo todo de nuevo en la maleta con una punzada de desilusión. Pero al alisar la pila de ropa noté algo abultado y duro en la bolsa, así que volví a sacarlo todo y eché un vistazo al interior con la esperanza de encontrar… no sé muy bien qué. Aunque, sin duda, lo que encontré no era lo que esperaba.

La bolsa contenía al menos veinte o treinta botellitas de champú de las que te dan en los hoteles. Para ser exactos, cuando las revisé con más atención descubrí que algunas contenían acondicionador y otras, crema hidratante. Enterrados en el fondo había también tres costureros pequeños y unos cuantos cepillos de dientes envueltos en plástico, de los que puedes pedir en la recepción del hotel si te has olvidado el tuyo.

¿Qué diablos había hecho el señor Pies Grandes? ¿Asaltar un carrito del personal de limpieza? Ese tipo de cosas, aunque en menor cantidad, eran las que normalmente encontrabas en mi maleta, ya que siempre estaba sin blanca. Pero no lo que esperarías ver en la maleta de un hombre que había estudiado en Harvard y que llevaba zapatos de setecientos dólares.

Ahora sentía más curiosidad por conocer a Donovan Decker.

***

Llegué a la cafetería casi veinte minutos antes, así que decidí darme el gusto y comprar online un café flat white con leche de almendras y miel. El mero hecho de pedir y pensar en la bebida dulce y cremosa me hizo salivar. Los cafés caros eran mi vicio, pero, con un precio de cinco dólares y mi escaso presupuesto, no me daba el capricho muy a menudo.

Me encontraba al final del mostrador, esperando a que me sirvieran la bebida y mirando el móvil distraídamente, cuando me llamó la atención un hombre que acababa de entrar por la puerta principal.

«Oh, vaya».

Era muy atractivo. No bastaba con decir que era alto, moreno y guapo, ni por asomo. El pelo negro azabache enmarcaba un rostro magnífico con una estructura ósea marcada y masculina, labios carnosos y una nariz romana. Y no fui la única que se dio cuenta. Vi que el adonis daba un paso atrás para sostenerle la puerta a una mujer que salía de la cafetería y a la pobre le bastó con echarle un vistazo para tropezar con sus propios pies.

Al parecer, sin ser consciente de que era el causante del incidente, él le ofreció la mano para ayudarla a levantarse, le dedicó una sonrisa arrebatadora y entró en la cafetería. Escaneó la sala con sus brillantes ojos azules y vio que me lo comía con la mirada. Avergonzada porque me hubiera pillado, desvié la atención rápidamente al teléfono móvil. Unos segundos más tarde, mientras todavía fingía que estaba absorta en la pantalla, unos pasos se detuvieron justo delante de mí. Levanté la mirada y pestañeé un par de veces. El hombre de la puerta me ofreció una sonrisa torcida.

—¿Has podido controlarte?

—¿Perdón? —Arrugué el ceño.

Los ojos le brillaban divertidos y bajó el tono de voz:

—Seguro que no.

Me lo quedé mirando durante un momento muy incómodo y al final sacudí la cabeza.

—¿De qué narices hablas?

El hombre frunció el ceño.

—Teníamos un trato, ¿recuerdas? ¿Yo no revisaría la tuya si tú no tocabas la mía?

Lo había visto entrar, lo había tenido delante por lo menos un minuto y no me había dado cuenta hasta ese momento de que llevaba algo en la mano.

—Madre mía, ¡tienes la maleta!

—¿De qué creías que hablaba? —Rio, pero seguía perplejo.

—No lo sé… Estaba muy confundida.

—Pensaba que me habías visto entrar.

«Pues sí, pero no he pasado de la cara».

—No, no me había dado cuenta. Perdona, supongo que estaba distraída.

El camarero del mostrador gritó mi nombre y me sentí agradecida por tener una excusa para poner algo de distancia entre nosotros. Necesitaba un momento para recuperar la compostura. Aunque cuando volví todavía me sentía algo descentrada.

—Gracias por quedar conmigo para intercambiar las maletas —le comenté—. Siento mucho haberme llevado la que no era.

—No pasa nada.

Arrastré su maleta hacia él y solté el asa, pero el adonis no hizo lo mismo. De hecho, se acercó mi maleta al cuerpo.

—Antes de intercambiarlas… —Ladeó la cabeza y me examinó el rostro—. Tengo curiosidad por saber si has mantenido tu palabra.

—¿Qué pasa si no lo he hecho? —Imité su pose e incliné la cabeza.

—Pues que tendrás que pagar una multa por infringir las condiciones de nuestro acuerdo.

Arqueé una ceja, intrigada.

—¿Una multa?

—Eso es, hay una multa —confirmó.

Reí y di un sorbo al café.

—Acabo de volver de un fin de semana de chicas en Las Vegas. Estoy convencida de que me he gastado los últimos cinco dólares de mi cuenta en esta bebida carísima.

—No me refería a una multa económica.

—¿A qué tipo de multa te referías, entonces?

Se frotó la barba incipiente de la barbilla durante unos instantes.

—Tendrás que tomarte un café conmigo.

¿De verdad este tío pensaba que eso sería un problema para mí? Deliberé cómo responder. Si le decía la verdad sería incómodo. Es decir, había rebuscado entre sus pertenencias. Aunque tendría la oportunidad de admirarlo un poco más si nos tomábamos un café. Pero, por otro lado, estaría accediendo a pasar más tiempo con un completo desconocido. Sin embargo, cada vez que conocía a un chico por internet quedábamos, por lo general, en una cafetería, y probablemente sabía más de este chico tras haber registrado su maleta que lo que podría haber descubierto en una conversación en línea. Por no mencionar que ninguna de mis últimas citas de internet había tenido el aspecto de Donovan Decker. De hecho, hacía tiempo que ninguna había ido más allá del café.

El adonis me observaba mientras consideraba mi respuesta. Su sonrisa de satisfacción me dio a entender que ya sabía que había rebuscado en su maleta. Así que ¿por qué no?

Levanté la cabeza y lo miré a los ojos.

—¿La señora de la limpieza resultó herida en el atraco?

Entornó los ojos un momento, pero, después, una amplia sonrisa le cruzó la cara. Señaló las mesas con una mano.

—Después de ti, Autumn W.

Capítulo 2

Donovan

Casi diez meses después

—Es ridículo. Me han registrado la casa, la han puesto patas arriba y ni siquiera lo han recogido todo antes de irse. Y se han llevado mis cosas. ¿Qué vas a hacer al respecto?

—Ya le advertí que iba a ser inminente —le respondí—. ¿Ha hecho lo que le pedí la semana pasada?

—Sí.

Al cliente le empezó a temblar el párpado derecho. Ese cabrón nunca podría subir al estrado. Me había reunido con él tres veces antes de ese día, durante un total de quizá seis horas, y ya sabía que tenía un tic en el párpado derecho cuando mentía. Por no mencionar que estaba a unos treinta segundos de sacar un pañuelo sucio del bolsillo y limpiarse el sudor que se le empezaba a acumular en la frente rojiza.

Suspiré y dirigí la mirada a la mujer que tenía sentada al lado. Ella me sonrió con un brillo en los ojos. Qué patético. Apuesto a que podría decirle a la prometida de veinticinco años de Warren Alfred Bentley que tenía que hablar con ella de la estrategia en privado y hacérselo encima de mi escritorio. Aunque no es que me interesara. Las cazafortunas no eran lo mío.

—Warren… —Volví a pasar la mirada del administrador consentido de sesenta años a su princesita rubia platino y señalé la puerta con la cabeza—. Tal vez deberíamos hablar en privado.

—Todo lo que tengas que decirme puedes decirlo delante de Ginger.

—En realidad, no funciona así exactamente. Ginger no es su mujer, y…

—Es mi prometida. ¿Qué diferencia hay? —me interrumpió.

Joder, ¿es que ni siquiera veía Ley y Orden?

—Pueden obligar a testificar a una prometida, pero no a una esposa.

Sacudió la cabeza.

—Ginger nunca testificaría.

«Claro que no. El abogado de la acusación solo tendría que amenazarla con acusarla de cómplice durante diez minutos para que se volviera en tu contra, viejo chocho». Pero tenía que seguirle el juego… por lo menos delante de aquella mujer.

—Claro que no, pero el secreto profesional entre abogado y cliente no solo lo protege a usted, también protege a Ginger. Le interesa que el fiscal del distrito no pueda investigar a la futura señora Bentley, ¿no?

—Por supuesto.

—Entonces, ¿por qué no le pido a mi secretaria que le haga a Ginger un cappuccino de la nueva máquina que acabamos de poner en la sala de espera? Todos están encantados con ella.

«Por los veinte mil dólares que he oído que han pagado para que una máquina prepare las bebidas con espuma, más vale que haga un café decente».

Warren miró a Ginger, que asintió, y gruñó:

—Vale.

—Solo será un minuto. —Me puse en pie, rodeé la mesa e indiqué a Ginger que pasara delante—. Por aquí.

Mi secretaria no estaba en su mesa, así que le enseñé a la prometida florero la sala de espera y le aseguré que le enviaría a Amelia en cuanto regresara. Cuando empecé a alejarme, Ginger me agarró del codo. Me rodeó el cuello con los brazos y me abrazó antes de que pudiera detenerla.

—Muchas gracias, señor Decker. Estoy muy preocupada por Warren.

Apretó sus pechos firmes contra mi torso. Debían de ser una nueva adquisición y no se habían ablandado todavía.

Me separé de ella educadamente y me aparté.

—No es necesario que me dé las gracias. Solo hago mi trabajo.

Una vez en el despacho, deduje que había llegado el momento de ir al grano con el cliente. Me quité la americana y la arrojé a la silla junto a Warren antes de volver a mi mesa y remangarme la camisa, algo que casi nunca hacía, porque dejaba al descubierto más tinta en los antebrazos de la que la mayoría de mis clientes ricos y estirados estarían dispuestos a aceptar.

—Señor Bentley, todavía no nos conocemos mucho, pero hay dos cosas que debería saber sobre mí. Una, si me pide un consejo, se lo voy a dar. A menudo eso significa que no le gustará lo que tengo que decir, pero no me pagan para decirle lo que quiere oír. No soy su amigo, ni su lacayo. Soy su abogado, y el mejor que encontrará. Dado que está sentado al otro lado de mi mesa y no en otra parte, asumo que ya lo sabe porque lo ha averiguado por ahí. Así que no me pregunte y espere una respuesta comedida. Me paga por horas, así que no voy a malgastar su tiempo vendiéndole humo. Obtendrá la respuesta que necesita, pero, como he dicho antes, no siempre será la respuesta que quiere.

Respiré hondo. Vi que estaba a punto de interrumpirme, así que levanté la mano.

—Por favor, discúlpeme, pero voy a continuar para que no haya malentendidos. Lo segundo que debe saber sobre mí es que se me da muy bien leer a las personas. De hecho, es el motivo principal por el que puedo cobrar mil doscientos dólares la hora. A menudo, este talento que poseo juega a su favor. Sé cuándo un fiscal va de farol y cuándo un miembro del jurado está de acuerdo conmigo, o no, y hay que llegar a un acuerdo. Pero a veces este talento puede jugar en su contra, porque normalmente también sé cuándo me mienten. Y no trabajaré con un cliente que me mienta. Si no puedo confiar en usted, ¿cómo espera que consiga que el jurado confíe en usted? Así que, si descubro que se dedica a mentirme, lo despediré como cliente.

Warren se puso rojo.

—Espera un momento, debes saber…

Lo interrumpí.

—Soy consciente de que es miembro del mismo club de campo que uno de los socios mayoritarios. No es la primera vez que he tenido un cliente que se codea con los mismos círculos sociales que los socios de este bufete. Y tampoco sería la primera vez que he despedido a un cliente que tenga ese tipo de contactos. Sí, Dale o Rupert no estarían contentos conmigo, pero, a fin de cuentas, yo les hago ganar millones cada año. Así que lo superarán. Usted, en cambio, no. La acusación del gobierno contra usted es irrefutable. Y si tiene que buscar otro bufete y otro abogado, le caerán veinticinco años, porque soy la única oportunidad que tiene de ganar, señor Bentley. Algunos dirían que soy un engreído por decirlo, pero me importa una mierda. Porque, aunque puede que lo sea, también estoy diciendo la verdad.

Me recosté en la silla y mantuve un duelo de miradas con el señor Bentley. Estaba furioso, seguro que hacía décadas que nadie le hablaba de ese modo. Y en esos momentos se planteaba si despedirme o no. Pero, al final, los clientes que acaban al otro lado de mi mesa, aquellos que se ven envueltos en complots fraudulentos y complicados y acaban con el agua al cuello, no son estúpidos. Son inteligentes. Y mucho. Les encanta la libertad. Así que la mayoría han hecho los deberes antes de entrar por mi puerta y saben que soy su mejor baza para mantenerla.

Después de haber dado mi discurso jugaríamos al tira y afloja. El primero que hablara, perdía.

Pasaron tres o cuatro minutos (demasiado rato para estar mirando fijamente a una persona en silencio), pero al final Warren cedió. Se inclinó hacia delante y puso las manos sobre las rodillas.

—Muy bien. ¿Y qué vamos a hacer ahora?

Dediqué los siguientes cuarenta y cinco minutos a repasar nuestra estrategia. No se alegró mucho cuando le expliqué que lo más probable era que no pudiera pagar su fianza cuando el FBI le bloqueara las cuentas. Pero todavía era pronto, así que en parte se encontraba en estado de negación y creía que sus amigos y socios acudirían en su ayuda.

Y quizá lo hicieran si la fianza fuera de cincuenta mil dólares, pero la suya iba a ser de siete dígitos.

Cuando ya habíamos discutido la estrategia, el cliente exhaló.

—¿Cuánto tiempo tengo hasta que me arresten?

—Un día, dos como máximo.

—¿Y qué hago hasta entonces?

—¿Está seguro de que quiere que le aconseje sobre eso? —Lo miré fijamente.

Frunció el ceño, pero asintió.

—Váyase a casa, señor Bentley. Contrate a un chef privado que le cocine su plato favorito y fóllese a su atractiva prometida. Porque tendrá las cuentas bloqueadas por la mañana y, cuando ella se dé cuenta, empeñará el pedrusco que lleva en el dedo para pagarse un vuelo de primera clase de vuelta a casa.

***

—¿Me enseña su carné, por favor?

Me recliné sobre la silla y sonreí con suficiencia a mi amigo por encima de la mesa.

—Vete a la mierda —gruñó Trent mientras sacaba el carné de conducir de la cartera. Ni siquiera me había visto la cara, pero sabía que estaba disfrutando de la situación.

La camarera examinó el carné con detenimiento y se lo devolvió. Esta rutina era algo bastante frecuente. Trent Fuller tenía treinta años, pero no aparentaba más de dieciocho. Nunca lo había visto con vello facial, y eso que habíamos estado en despedidas de solteros en Nueva Orleans que habían durado cuatro días.

—Todavía no ha llegado a la pubertad. ¿Quieres ver el mío? —Sonreí a la camarera.

—No hace falta. Aparenta más de veintiún años.

—¿Estás segura? ¿Ni siquiera para echar un vistazo a mi dirección, por si vives en el mismo barrio?

La camarera se sonrojó. Solo bromeaba, ya que, aunque era guapa, era un poco joven para mí.

—Enseguida les traigo las bebidas.

Trent cogió un colín del centro de la mesa y le dio un mordisco.

—¿Quién era la rubia sexy que iba con su padre y con la que estabas en recepción esta tarde?

—El viejo es su prometido, no su padre. Pero, si estás interesado, estoy casi seguro de que muy pronto estará en el mercado buscando a algún otro bobo. Mi cliente está a punto de perder algunos de los bienes que lo hacen tan atractivo.

—Joder, al departamento de propiedad intelectual nunca vienen mujeres así.

—Si quieres codearte con los peces gordos, tendrás que aprender a nadar en aguas más profundas.

Trent arrugó el ceño.

—¿Qué cojones significa eso?

—Ni idea. —Sonreí—. ¿Cómo van las cosas con la mujer a la que conseguiste no ahuyentar hace unas semanas?

Mi colega y yo salíamos a tomar algo o a cenar una o dos veces al mes. Ambos trabajábamos ochenta horas a la semana en el bufete, así que no nos sobraba el tiempo libre.

Trent hizo una mueca.

—La llevé a cenar a un restaurante muy bonito. Le dejé un mensaje al día siguiente para decirle que me lo había pasado muy bien y ahora no me devuelve las llamadas.

—¿Pasaste toda la cena divirtiéndola con tus conversaciones fascinantes sobre derechos de autor y patentes?

—Que te den.

Reí. Solo bromeaba, en realidad Trent era un tío bastante divertido. Era listo e ingenioso. Ella se lo perdía, aunque nunca se lo diría directamente.

—¿Y tú? —continuó él—. ¿Qué tal fue con la morena que conociste? Parecía muy simpática.

—Se acabó. No ha pasado la segunda prueba.

Trent sacudió la cabeza.

—Tú y tus ridículas pruebas. ¿Cuándo fue la última vez que alguien superó la segunda?

La camarera regresó y dejó el vino de Trent y mi cerveza antes de volver a desaparecer. Sabía perfectamente la última vez que alguien había superado mis ridículas pruebas, como él las había llamado, aunque no tenía por qué mencionar que había pasado mucho tiempo y darle la razón a mi amigo.

—En serio, ¿cuándo? —insistió.

—No lo sé…

—Claro que lo sabes. Recuerdas cosas que oíste en el útero, Decker. —Sacudió la cabeza—. Fue la mujer del equipaje, ¿verdad? La pelirroja con la que pasaste aquel fin de semana y que se esfumó el lunes por la mañana. ¿Cómo se llamaba? ¿Summer?

Di un sorbo muy largo a la bebida.

—Autumn.

Habían pasado diez meses desde que había entrado en aquella cafetería para que intercambiáramos las maletas, y tres días menos desde que la había visto por última vez. Habíamos quedado solo para el intercambio, pero nos acabamos quedando en aquel Starbucks hasta que cerró. Después fuimos a cenar y, luego, cuando el restaurante también cerró, a mi casa. «Autumn W.». Hasta había faltado a trabajar el día que me dejó plantado; era la primera vez que lo hacía desde que había empezado a trabajar en Kravitz, Polk y Hastings hacía siete años.

Apenas dormimos ese fin de semana, a pesar de que no nos acostamos. Otra primera vez para mí, pasar tres noches con una mujer con la que no me acostaba. Sin embargo, no había estado tan nervioso por pasar tiempo con alguien en mi vida y pensé que el sentimiento era mutuo. Por eso me había sorprendido tanto salir de la ducha aquel lunes por la mañana y encontrarme el apartamento vacío. Ni notas, ni números de teléfono. Ni siquiera sabía su apellido. Lo único que conservaba era un pedazo de papel doblado, una lista rara que había olvidado meter en su maleta después de rebuscar en ella. La llevaba en la cartera en ese momento, otra cosa que tampoco le iba a mencionar a Trent.

—¿Sabes por qué no le encontraste ningún defecto? —Trent dio un sorbo al vino—. Porque pasó de ti. Si no lo hubiera hecho, habrías buscado alguna prueba que pudiera suspender. A lo mejor deberías añadir «No pasar de mí» a tu lista de pruebas, así no suspirarías por una mujer que te ha dejado plantado. Pero bueno, ¿qué ha pasado con la que conociste en McGuire’s la semana pasada?

—Fuimos a cenar la noche siguiente… y nada alarmante. Así que le pregunté si le gustaba el hockey. Dijo que era una gran fan y vino a ver el partido al día siguiente, pero estuvo mirando el móvil todo el primer tiempo. Ni siquiera sabía cuántos cuartos tenía un partido.

—Crees que es un problema que alterara un poco la verdad, pero yo creo que es bueno que te dijera que le gustaba el hockey. Demuestra que está dispuesta a ceder y quedarse ahí mientras ves un partido solo para pasar tiempo contigo. ¿O es que tienen que gustarle los deportes y ver cada minuto?

—No, claro que no. Pero cuando le pregunté si le gustaba el hockey, respondió: «Me encanta. Lo veo siempre». Y entonces se da un problema de coherencia. Si lo que dice y lo que hace no coinciden desde el principio, no es buena señal. —Di un trago a la cerveza—. Además, al día siguiente me envió una foto de sus tetas.

Trent volvió a sacudir la cabeza.

—Solo tú ves eso como un punto negativo en una mujer.

Nada de fotos desnuda durante un mes, aunque yo las pida. Soy consciente de que pedirle algo a una mujer y después echarle en cara que lo haga me hace parecer un cabrón, pero es lo que hay.

—Me gustan las fotos de desnudos tanto como a cualquiera, pero si una mujer te envía una cuando hace menos de una semana que la conoces… No es buena señal. —Negué con la cabeza.

—Lo que tú digas. Yo aceptaré una foto de una chica desnuda siempre que me la quieran enviar.

Sonreí con suficiencia.

—El problema en tu caso es que las únicas mujeres a las que atraes son las que parecen de tu edad, así que se consideraría pornografía infantil.

—Imbécil.

Como siempre, nuestra conversación pasó de nuestra patética vida social a los deportes antes de volver, al final, al bufete. Podríamos criticar ese sitio durante días, aunque últimamente nuestras conversaciones se centraban en si iba a conseguir que me hicieran socio o no.

—¿Cómo va el recuento de votos? —preguntó Trent.

Me enfrentaba a una competencia muy dura. Cada cinco años, el bufete abría las puertas a dos de sus mejores asociados. De media, para convertirse en socio se necesitaban entre diez y doce años. Yo llevaba trabajando en Kravitz, Polk y Hastings casi siete cuando el viejo de Kravitz me había dicho hacía unos meses que estaban pensando en ofrecérmelo a mí. Si lo consiguiera, sería la persona más joven en ascender a socio en toda la historia del bufete, algo que deseaba. Ser el primero en batir el récord significaba más para mí que el dinero extra que ganaría. Ya no tenía tiempo suficiente para gastar todo el dinero que ganaba.

—Creo que solo necesito los votos de Rotterdam y Dickson para conseguir las dos terceras partes que necesito.

—El capullo de Dick será fácil de convencer. Está en tu departamento.

—Lo sé. Pero últimamente no me ha dado la oportunidad de hacerle la pelota. Y también acabo de descubrir que si me vota y me hacen socio, batiría su récord. Él tardó ocho años en conseguirlo.

—Mierda. Bueno, pues entonces espero que su ego sea más pequeño que el tuyo.

—No me lo recuerdes.

Cuando nos fuimos del restaurante ya eran casi las once. Mientras salíamos, me vibró el móvil. Miré la pantalla y sacudí la cabeza.

—Hablando del rey de Roma.

—¿Quién es?

—Dick.

—Es muy tarde para que llame, ¿no?

—No me digas. Supongo que nunca es demasiado tarde para besar culos. —Contesté la llamada—. Donovan Decker.

—Decker, necesito un favor.

—Por supuesto. ¿Qué pasa, jefe? —Agité el puño cerrado de arriba abajo, el gesto universal de pajearse, cuando Trent me miró.

—Necesito que aceptes otro caso pro bono.

«Joder». Ya había cumplido la cuota anual. Lo que necesitaba era facturar todas las horas que pudiera antes del voto de los socios, no malgastar horas en un caso no facturable. Sin embargo, necesitaba el voto de Dickson, así que le seguí el juego.

—Sin problema. Envíame el expediente y le echaré un vistazo a primera hora de la mañana.

—Necesito que empieces ahora mismo.

—¿Ahora?

—¿Puedes ir a la comisaría 75?

Era el último sitio al que quería ir en cualquier momento del día. Fruncí el ceño, pero respondí:

—Sí, claro.

—El chico se llama Storm. Es menor.

—¿Es su nombre o apellido?

—Creo que es su apellido. Se hace llamar Storm, así que no sé su nombre. Su asistenta social va de camino y se reunirá contigo allí.

—De acuerdo, no hay problema.

—Gracias, Decker. Te debo una.

Colgué. Más valía que el cabrón se acordara de mí en un par de meses.

***

Hacía más de trece años que no pisaba ese lugar, pero, en cuanto entré, reconocí el olor familiar. Traté de ignorar el recuerdo y me dirigí al sargento de recepción.

—¿Qué tal? ¿Tenéis a un chico llamado Storm? No sé si es su nombre o apellido.

—¿Quién lo pregunta?

—Soy su abogado.

El viejo me miró de arriba abajo.

—Imagino que se trata de un caso pro bono para algún bufete sofisticado.

—Has dado en el clavo. Supongo que está aquí.

El policía cogió el teléfono y marcó unos números.

—Ha venido un guaperas a por Storm. Tiene pinta de ser más caro por horas que el capullo del abogado de divorcios de mi exmujer que tuve que pagar yo, así que… no hay prisa.

Los policías no eran precisamente admiradores de los abogados defensores. Sacudí la cabeza.

—Deberías buscarte un pasatiempo más original. Ser desagradable con los abogados es bastante cliché. En cualquier caso, no debería tener que recordarte que se acabó el interrogatorio. Y supongo que habrás seguido el principio de buena fe y habrás intentado contactar con los padres o tutores legales del chico antes de preguntarle nada.

—¿Estás seguro de que el chico y tú no sois parientes? Sois igual de encantadores. —Señaló al otro lado de la sala y volvió a clavar la mirada en el ordenador—. Ponte cómodo en el bonito banco de madera. Te llamaré cuando saquemos algo de tiempo.

Suspiré, pero sabía que, por lo general, discutir en una comisaría de policía era inútil. Así que hice lo que me pedía y planté el culo en el banco. Media hora más tarde, estaba absorto respondiendo emails cuando oí que se abría y cerraba la puerta de la comisaría. No me molesté en levantar la cabeza hasta que oí al sargento decir el nombre Augustus Storm. Volvía a hablar por teléfono mientras una mujer lo esperaba de pie al otro lado de la mesa.

Así que Augustus, ¿eh? Sonreí. No me extrañaba que el chico se hiciera llamar Storm. Ya era lo bastante difícil ganarse el respeto de los demás en ese vecindario sin tener que cargar con un nombre como Augustus. Me enderecé la corbata y me puse en pie con la intención de dirigirme a la mujer que supuse que era la asistenta social del chico. Pero eché un vistazo a su perfil y vacilé.

Me detuve en seco.

El perfil me resultaba sumamente familiar…

Mientras la miraba, volvió a dirigirse al sargento, así que me incliné hacia ellos y presté especial atención.

Esa voz.

Conocía ese sonido dulce y ligero, era un tono de voz que podía mandar a una persona a la mierda sin que esta se diera cuenta.

Cuando el sargento señaló en mi dirección y la mujer se volvió hacia mí, me di cuenta de que a mí sí que me había mandado a la mierda, no en el sentido literal, pero sí con sus acciones. Nuestras miradas se encontraron y le sonreí, aunque ella no hizo lo mismo. En su lugar, puso los ojos como platos cuando me acerqué.

—Hola, Autumn.

Capítulo 3

Autumn

«Mierda».

El sargento, totalmente ajeno a nuestras reacciones, señaló a Donovan con la mano.

—El abogado del chico está allí.

—Ehh… sí. Gracias.

Di unos pasos vacilantes. Dios, era mucho más atractivo de lo que recordaba. Madre mía.

Si ya de por sí tenía los ojos de un color gris azulado excepcional, el brillo que emanaba de ellos en ese momento hacía que fuera imposible apartar la vista de él.

—Hola. —Me aclaré la garganta.

Él extendió la mano.

—Por la cara que has puesto, supongo que tú tampoco esperabas verme.

Sacudí la cabeza.

—La verdad es que no.

Seguía extendiendo la mano y se la miró.

—Está limpia, te lo prometo. Me las he lavado en el baño hace un rato.

Me sentía tonta al evitar el contacto, así que le estreché la mano. Igual que la primera vez, sentí un chispazo cuando nos tocamos. Se me aceleró el pulso y un escalofrío me recorrió el brazo, subió por el hombro y me erizó el vello de la nuca. Solo que esta vez fue mucho peor que la primera, porque ahora sabía lo que se sentía cuando esas manos me recorrían el cuerpo… Fue con diferencia la mejor química sexual que había tenido en mi vida, y eso que no llegamos a acostarnos.

Era casi medianoche y parecía que Donovan no se había cambiado después de una larga jornada de trabajo, lo que significaba que seguramente no se había puesto colonia desde esa mañana, y aun así olía de maravilla. Me sujetó la mano durante más tiempo del que dura un apretón formal y no apartó la mirada de mi rostro. El aire pareció chisporrotear a nuestro alrededor con la misma electricidad que la primera vez que nos vimos y tuve que apartar la mirada para tranquilizarme. Pero mirar nuestras manos solo hizo que me fijara en las iniciales bordadas en su camisa de vestir negra y en el reloj con aspecto caro que le rodeaba la masculina muñeca. Era un callejón sin salida.

Retiré la mano y la guardé a salvo en el bolsillo.

—¿Has venido por Storm?

—Así es —asintió él.

—¿Trabajas para Kravitz, Polk y Hastings?

—Has vuelto a acertar.

—No tenía ni idea —murmuré en voz baja, o al menos pretendía decirlo en voz baja.

Inclinó la cabeza.

—¿Cómo ibas a saberlo? Ni siquiera me dejaste un número de teléfono para que pudiéramos conocernos mejor.

No solía sonrojarme, pero noté cómo me subía el calor a la cara. Desvié la mirada para intentar desenredarme de la red en la que me sentía atrapada.

—Ehhh… ¿Has podido hablar con Storm?

—No. No me han dicho ni por qué lo han detenido.

—Por pelearse. Otra vez —suspiré.

—Así que ya se ha metido en problemas antes.

Asentí con la cabeza.

—Desde luego. Se ha metido en muchas peleas y una vez lo detuvieron por hurto.

Algo cambió en el hombre que tenía delante. Todavía conservaba el brillo en los ojos, pero ya no parecía estar centrado en mí del mismo modo. Donovan puso los brazos en jarras y se metió en el papel de abogado.

—¿Cuántos años tiene?

—Doce, los cumplirá en menos de una semana.

—Mejor. El trece es un número mágico aquí en Nueva York, así que me alegro de que no los tenga todavía.

Asentí.

—Pero la última vez el juez amenazó con trasladarlo. Vive en Park House, que es uno de los mejores hogares juveniles. Le dijo que si lo volvía a ver, lo metería en un reformatorio. Y no podemos dejar que eso ocurra, solo serviría para empeorar su situación.

La puerta que daba al área donde estaba el resto de policías se abrió y alguien gritó:

—¡Storm!

Donovan extendió el brazo para indicarme que pasara. En la puerta, el policía levantó un portapapeles.

—¿Nombre?

—Soy Autumn Wilde, la asistenta social de Storm.

—Donovan Decker, su abogado —añadió Donovan detrás de mí.

Nos hicieron cruzar la oficina y recorrer un pasillo muy largo. El policía abrió la última puerta a la derecha. Storm estaba esposado a un banco que había contra la pared.

—¿De verdad son necesarias las esposas? —preguntó Donovan—. Mi cliente no tiene ni doce años.

El policía se encogió de hombros.

—Le ha roto la nariz a un adulto. Se le considera peligroso.

—Correré el riesgo. Quítale las esposas.

El policía sacudió la cabeza, pero hizo lo que Donovan le pedía. Storm se frotó las muñecas en cuanto le quitaron las esposas.

—Gracias, cerdo —escupió Storm.

Donovan pasó muy cerca de mí, se puso delante de su cliente y lo miró desde arriba. Señaló al policía y habló con un tono severo y firme.

—Augustus, pídele disculpas al amable policía.

—Pero…

—Ahora.

Storm puso los ojos en blanco.

—Vale. Como quieras. Siento que seas un cerdo.

—Así no, Augustus —le advirtió Donovan.

—Vale. Lo siento.

El policía nos miró cuando salía.

—Buena suerte con él.

En cuanto se cerró la puerta, Storm se puso en pie y comenzó a decir que no era culpa suya. Donovan solo levantó la mano y le lanzó una mirada de advertencia. Sorprendentemente, Storm cerró la boca.

—Siéntate y responde solo a las preguntas que te hagamos.

Storm estaba enfurruñado, pero se calló y se sentó a la mesa. Donovan retiró una silla y la señaló con la cabeza para que me sentara.

—Gracias.

Hablé con Storm mientras Donovan rebuscaba en su cartera y sacaba sus cosas de abogado.

—Ya sabes lo que dijo el juez la última vez, Storm.

—No ha sido culpa mía, ha empezado el otro.

Donovan apretó el botón del bolígrafo y preparó un bloc de notas con las páginas amarillas.

—Empecemos por ahí. ¿Cómo se llama el otro?

—Sugar.

—Necesito su verdadero nombre.

Storm se encogió de hombros.

—No lo sé. Todos los del barrio lo llaman Sugar.

—De acuerdo. Explícame por qué os peleasteis Sugar y tú.

Durante los siguientes veinte minutos, Storm urdió un cuento muy elaborado que empezaba con el robo de su bicicleta y acababa con él peleándose con un chaval de dieciocho años. Ya hacía tres años que lo conocía y había aprendido a no tomarle la palabra cuando estaba asustado. Y la comisaría lo asustaba, aunque no lo admitiera por miedo a parecer vulnerable.

Donovan hizo algunas llamadas, no sé a quién llamó a medianoche para preguntar sobre un tipo llamado Sugar, y después salió de la sala para hablar con la policía.

Cuando volvió, anunció:

—Tengo buenas y malas noticias. La buena noticia es que he conseguido que te dejen pasar la noche aquí en lugar de trasladarte a la cárcel del condado. Como eres menor, tendrás una celda para ti solo, y por la mañana te llevarán al juzgado para la lectura de cargos. Pero la mala noticia es que te acusarán de agresión. Le has roto la nariz al tipo y le has desviado el tabique. Tendrán que operarlo.

Sacudí la cabeza.

—Ostras. Bueno, no nos queda más remedio que ir por partes. —Miré a Storm—. Me alegra que por lo menos puedas pasar aquí la noche.

Un rato después, Donovan y yo nos despedimos de Storm. Odiaba dejarlo solo, pero no era la primera vez que lo hacíamos y tampoco tenía alternativa. Prometimos que nos reuniríamos con él en el juzgado y le aconsejamos que intentara dormir un poco.

En las escaleras de entrada a la comisaría, solté un suspiro.

—Gracias por venir, ya no sé qué hacer con él.

—¿Tiene familia?

—Su madre es drogadicta. Cuando lo encontraron vivía solo en un edificio abandonado. Vivía en un coche con ella y su nuevo novio, hasta que el novio le dio un ultimátum a la madre: o se iba el niño o se iba él. Storm se fue al día siguiente, porque el coche tenía calefacción y no quería que su madre se quedara en la calle a la intemperie. No conoce a más familiares y su madre dice que no tienen a nadie más.

Donovan se pasó una mano por el pelo.

—Qué pena.

—Y además es un niño muy inteligente. No hace los deberes ni se esfuerza y aun así saca buenas notas en todos los exámenes. También habla castellano y ruso con bastante fluidez, y sabe un poco de polaco.

—¿Habla tres idiomas? ¿Su madre es bilingüe?

—No. Creo que es alemana, pero solo habla inglés. Cuando le pregunté, me dijo que se habían mudado por todo Brooklyn. Cuando vivían en Brighton Beach, fue al colegio con un montón de chicos rusos y se le quedaron muchas cosas. El polaco lo aprendió cuando vivían cerca de Greenpoint. Y el castellano lo ha absorbido de varios amigos a lo largo de los años.

—Qué listo. Su cerebro parece una esponja.

—Lo es. Y aun así no consigo conectar con él.

—Los niños que están solos no suelen aceptar ayuda o escuchar a los demás. Aunque supongo que no hace falta que te lo diga.

Asentí.

—Solo espero que no lo envíen a un reformatorio. Algunos son tan duros con los críos como las cárceles.

—Lo sé. Haré todo lo posible por evitarlo —asintió Donovan.

De pronto, me di cuenta de lo tranquilo que estaba todo fuera de la comisaría. Solo estábamos los dos, lo cual me hizo sentir la necesidad de huir lo más rápido posible.

—¿Necesitas algo para la lectura de cargos?

—No, solo es una formalidad.

—Ah, vale. Bueno, gracias otra vez. Nos vemos por la mañana. —Incómoda, me despedí con un gesto y comencé a alejarme de él.

Pero Donovan me cogió de la mano.

—No tan rápido…

«Mierda».

Me atreví a mirarlo y arqueó las cejas en silencio, como si esperara que yo hablara.

—¿Qué? —le pregunté.

—¿Vamos a fingir que aquel fin de semana nunca ocurrió?

Me mordí el labio inferior y recé para que se tratara de una pregunta retórica. Cuando el silencio se alargó, conseguí responderle:

—Estaría bien. Gracias.

Donovan sonrió.

—Buen intento, pero ni de broma.

Suspiré.

—Volví a aquella cafetería cada día durante dos semanas, esperando verte allí. —Se detuvo y me miró a los ojos—. Porque te fuiste de mi casa y no me diste ninguna forma de contactar contigo, ni siquiera sabía tu apellido hasta que se lo has dicho al policía. Wilde… —Sonrió—. Te pega.

Se me encogió un poco el corazón. Había pasado casi un año y aun así seguía pensando en él cada vez que pasaba por delante de cualquier Starbucks. Pero, al contrario que él, tras nuestro fin de semana juntos había evitado ir donde nos habíamos conocido.

—Lo siento, yo…

Frunció el ceño.

—¿Estás casada?

—Dios, no.

—¿No te lo pasaste bien? Porque pensaba que sí. —Esbozó una media sonrisa que dejó al descubierto sus hoyuelos, algo que hizo que me temblaran un poco las piernas—. Pensaba que te lo habías pasado bien. Todas las veces.

No pude evitar reírme.

—Sí, me lo pasé bien.

—¿Y por qué te libraste de mí?

—Es solo que… buscaba un rollo. Nada más.

Pareció asimilarlo durante un minuto antes de asentir.

—Podrías habérmelo dicho, ya soy mayorcito. Me habría gustado despedirme. O incluso hacerte el desayuno… o un café, por lo menos.

Me sentía muy avergonzada y me alegré de que todo estuviera tan oscuro.

—Lo siento, no se me dan bien estas cosas.

Donovan se frotó el labio inferior con el pulgar. Era una de las cosas que me habían atraído de él cuando nos conocimos. Se tomaba su tiempo y escogía bien las palabras en lugar de hacer lo que hacía la mayoría de la gente: soltar lo primero que se le pasara por la cabeza. Eso y los hombros anchos, los ojos hipnotizantes y las facciones dignas de ser la quinta cabeza esculpida en el monte Rushmore. Que les den a los presidentes. Eso sí que iría a verlo.

—¿Lo sientes? ¿Eso significa que te sientes mal por cómo acabaron las cosas?

—Sí, por eso me he disculpado. —Arrugué la cara.

—Bueno, dado que te sientes mal, debería dejar que me lo compenses. Para que estemos en paz.

Solté una carcajada.

—¿Y cómo quieres que te lo compense?

—Tómate el café que no te tomaste conmigo… ahora. —Señaló la acera de enfrente con la cabeza—. Hay una cafetería abierta las veinticuatro horas a una manzana.

Era tentador, pero sabía que era mala idea. Le dediqué una sonrisa conciliadora.

—Es muy tarde, debería irme a casa.

Donovan forzó una sonrisa, pero vi que estaba decepcionado. Sinceramente, yo también lo estaba. Metió las manos en los bolsillos.

—Entonces, ¿nos vemos mañana?

Asentí.

—Buenas noches, Donovan.

Pensé que nuestra conversación había finalizado y los dos empezamos a marcharnos, pero, tras dar unos pasos, gritó:

—¡Eh, pelirroja!

Me detuve y me volví. Aunque tenía el pelo castaño rojizo, era la única persona que me había llamado así.

—La lectura de cargos solo nos llevará una hora, así que no será muy tarde para tomar un café después.

Reí.

—Buenas noches, señor Decker.

—Sí que ha sido una buena noche. —Sonrió—. Y estoy deseando que llegue mañana.

Capítulo 4

Donovan

—No debes hablar a menos que el juez te pregunte directamente y yo te diga que puedes contestar. ¿Entendido?

—Como quieras.

Pasar la noche encerrado en una celda no había ayudado a mejorar el carácter risueño de mi cliente. Y aunque un cliente maleducado normalmente me ponía de mal humor, me costaba parecer enfadado con ese crío. Me recordaba tanto a mí a su edad que me divertía.

Me aclaré la garganta.

—Como quiera, no. Dime que has entendido lo que he dicho y que harás lo que te diga.

—Vale. Hablaré solo cuando me hablen. Lo he pillado, ¿vale? —Storm puso los ojos en blanco.

—Mucho mejor.

Me arremangué para comprobar la hora en el reloj. Todavía nos quedaban unos minutos hasta que el guarda lo llamara para la rueda de reconocimiento y la marcha de delincuentes hasta la sala del juzgado. Solo los abogados tenían permitido visitar a los clientes antes de la lectura de cargos, así que era la primera vez que estaba a solas con él. Intenté sacar provecho de la oportunidad.

—¿Cuánto tiempo hace que trabajas con tu asistenta social?

Él se encogió de hombros.

—No lo sé, supongo que un par de años.

—¿Todo bien con ella?

—Tiene un buen culo. —Volvió a encogerse de hombros. Lo señalé con el dedo.

—Eh, no seas irrespetuoso, enano.

—¿No te gusta su culo? Es bonito y redondo.