La ciudad prometida - Valentina Scerbani - E-Book

La ciudad prometida E-Book

Valentina Scerbani

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Beschreibung

Una novela fascinante sobre la pérdida y la esperanza, sobre la adolescencia y el fin de la pureza, la parte oscura de la naturaleza humana y el comienzo de la madurez.

Oscilando entre la decepción y la inseguridad, entre el desencanto y la desesperación, Ileana lucha por aferrarse a la idea de volver a ver a su madre, gravemente enferma, que la ha dejado al cuidado de sus tías. Pero el miedo la atenaza, sus sueños le devuelven pedazos de un pasado perdido, y su reflejo ha desaparecido de todos los espejos. La maestría narrativa de Valentina Şcerbani consigue establecer una atmósfera obsesiva, acentuada por la imponente presencia del paisaje, por la lluvia impenitente y por las relaciones humanas en una pequeña comunidad formada exclusivamente por mujeres.

La prosa de Şcerbani es oscura, desgarrada, siniestra e impactante. «La ciudad prometida» es un auténtico Nautilus literario: se sumerge en la psique humana y alcanza profundidades peligrosas e insospechadas.

CRÍTICA

«Una revolución de la escritura de la literatura rumana. Pone el cuchillo justo donde está la herida.» —Gabriela Fecerou, Monden

«La escritura de Valentina Scerbani es como una lluvia que desentierra las heridas más profundas y las lava.» —Tatiana Tîbuleac

«Discípula de Carlos Fuentes, la novela de Valentina Șcerbani cuenta, en un lenguaje empapado de poesía, la historia de una pérdida. Una novela sencillamente conmovedora» —Andrea Rotaru, Instituto Goethe

«Scerbani despliega hábilmente una historia dominada por el sufrimiento de la pérdida y la soledad. Un debut pleno de fuerza narrativa y poder de sugestión.» —Vatra

«La ciudad prometida parece una novela poética gótica escrita después de ver películas del neorrealismo italiano» —Revista Dilema

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a Alex, en la tierra

a mi madre, en el cielo

«Hay pecados o (llamémoslos como los llama el mundo) malos recuerdos que el hombre oculta en los lugares más sombríos del corazón, pero que permanecen allí aguardando. Él quizá permita que su memoria se oscurezca, los deje estar como si nunca hubieran sido y llegue a persuadirse de que no fueron o al menos de que fueron de otro modo.»

Ulises, James Joyce[1]

«Y llega una noche en que todo ha acabado, cuando tantas mandíbulas se han cerrado sobre nosotros que ya no tenemos fuerza para resistir, y la carne nos cuelga del cuerpo, como si todas las bocas la hubieran masticado.»

Trópico de cáncer, Henry Miller[2]

[1]. Traducción de José María Valverde (Editorial Lumen, 1976)

[2]. Traducción de Carlos Manzano (Editorial Alfaguara, 1978)

UNO

Esta mañana me he despertado vomitando agua. Me he sentado en el borde de la cama hasta encontrarme mejor, luego me he dado cuenta de que me dolían los brazos y de que estaba sudando. ¿Ha muerto mi madre? He soñado que un hombre me traía un sobre negro con una postal en la que ponía en ruso Тбоя мамь умерла. Приезжсай скорее.[3] Parecía estar lloviendo. Y las gotas de lluvia no rompían contra la superficie de madera delante de la casa, sino que se desperdigaban en muchas gotitas, gelatinosas, de mercurio.

Aquí, en nuestra ciudad, llueve raras veces. Dicen que el otoño de aquí es bonito. Hay un lago ceniciento en las inmediaciones, y a unos pocos kilómetros están las Cien Lomas y el Bosque de Robles o, como también lo llaman, el País de las Garzas. La garza real, la garza negra y la garceta anidan desde hace muchos años, pero, al igual que todos los demás, se marcharán dentro de poco. Los pájaros vienen y van, me decía mi madre, sin preocuparse por nada. Me he acercado a la ventana y he corrido la cortina. El sol se contraía delante del cristal con las venas hinchadas, a punto de reventar. Mi madre habría dicho: No pasa nada, las varices tienen un origen genético, pero, en su caso, es cosa de la edad. Aquí, en su ciudad, la mañana empieza muy temprano. Todo empieza muy temprano.

El cielo vestía una sombra nacarada, y el horizonte se mostraba salpicado de leche. Estábamos a comienzos de septiembre y la tristeza del otoño cumplía su destino.

Quería ver a mi madre inmediatamente.

En el aparador he encontrado una hoja de cuaderno en la que ponía «En la fábrica. La comida está en el frigorífico». La he guardado en el cajón junto a las otras veinticinco de este mes, con la misma información. Generalmente, ahí había extractos bancarios, libretas y sobres vacíos. Tenía todavía las mejillas sucias, y las manos rígidas, con las uñas talladas en madera. En el vestíbulo olía a harina de pescado. Yo olía a harina de pescado.

El sueño me atemorizaba. Era una señal premonitoria, un aire de muerte. De muerte temprana que soplaba en mi nuca. Me he sentado en un taburete y me he abrazado las rodillas con las manos. Durante varios minutos me he acunado con los ojos cerrados, intentando volver a ver el sueño con detalle. Era un sueño verdadero; a veces incluso la realidad es más ilusoria, más pálida. El hombre parecía un cartero o, más bien, el revisor de un tren. Pantalones, chaqueta, corbata y gorra. Al entregarme el sobre, tenía ojos de armiño. Así es; antes de él no había visto a ningún hombre con ojos de armiño. No consigo recordar su voz, creo que no tenía nada que decir. Pero su chaqueta y sus zapatos estaban llenos de barro, prueba de que había venido andando.

Sentía que me ahogaba por lo extraño del sueño y en vano intentaba zafarme de él; veía claramente la postal. He vuelto a la habitación y he hurgado en todos los cajones. Esperaba encontrar otra prueba de mi enfermedad. Los he vaciado todos y no he encontrado nada más que unos vales de restaurante, felicitaciones de navidad, fotografías antiguas, documentos, unas tijeras y unas hojas de cuaderno dejadas por la Señora. Un tufo a tabaco barato me ha envuelto y me han dado arcadas. En la cocina reinaba el silencio y he sentido por primera vez cómo todas las lágrimas se derramaban por el interior de mi cabeza. Un puñado de sal desparramándose por mis oídos.

Entonces he salido corriendo a la calle. He perdido el autobús y he ido caminando. No recuerdo las calles demasiado bien, solo el sentimiento de que estaban desiertas. Las cornejas volaban bajo, un vuelo a ras de suelo, y los caracoles sin casa trepaban por las vallas.

Cerca de la fábrica, dos mujeres gordas lanzaban cubos de agua al camino para aplacar el polvo y el bochorno. Ambas llevaban zapatos desgastados.

En la Fábrica de Pan el portero se columpiaba en un balancín improvisado.

—¿A donde la Señora?

—A donde la Señora.

Parecía un mamut peludo de la última era glacial. Además de la papada que rodeaba su cuello, de los hombros caídos y de una tupida melena, el portero caminaba pesadamente, arrastrándose, como un hombre sin casa. Me ha conducido a una sala en la que había cuatro mujeres con bonetes en la cabeza. Rellenaban de nata unos relámpagos en forma de cisne. He empezado a sudar de nuevo, esta vez por culpa de los hornos. Me he secado con la manga las gotas de sudor de la frente antes de que alguien se fijara en ellas.

«Come todos los que quieras», me dice una mujer enjuta, mientras que otra, desplegando un abanico, comenta: «El calor, Ileana, es el enemigo más temido».

Una radio anunciaba el empeoramiento del tiempo. Al otro lado, unas mujeres bajitas amasaban. Una tenía unos ojos menudos como dos canicas carbonizadas y secas, otra tenía un rostro ovalado y pálido. Las dos, en cambio, llevaban por debajo vestidos de terciopelo. Y medias blancas de seda. El cabello les llegaba hasta la cadera. El cabello largo es señal de nobleza, habría dicho mi madre, pero la nobleza también pasa. Un hombre delgaducho vaciaba un carro de bandejas y las cargaba en unos estantes de hierro.

—Esta semana nos sacaremos unos dos mil lei —dice sin que le pregunte nadie.

—Estaría mejor que te la sacaras igual de bien por la noche —le corta la mujer de ojos como canicas. Las otras ríen y se dan codazos. Un crujido metálico ahoga las carcajadas.

—Tenemos un pedido del Gobierno —le responde secamente el hombre.

Parecía pobretón, aunque las mujeres decían que tiene dinero. También la Señora tiene dinero, pero se comporta como los pobres. Yo odio a los pobres por su mirada triste. Imploran sin decir una palabra. Tienen las manos tendidas incluso cuando las llevan en los bolsillos. Solo mi madre no se parece a los pobres. No tiene defectos. Muestra bajo los ojos el cansancio de las cosas comprendidas enseguida.

Las mujeres siguen trabajando en silencio. Con los rostros crispados y mustios. Sus ojeras crecen. Rellenan dos cisnes por minuto. Una mira el reloj.

—No te preocupes, los terminaremos para esta tarde —susurra la otra.

Me he sentado a la mesa para esperar a la Señora. Me he portado bien, no me he reído, no he comido, así debe comportarse una chica. Me ha llamado una mujer para enseñarme las amasadoras y cómo se hace el pan. Unas máquinas motorizadas dosificaban la masa en panes de forma cuadrada. Siempre he comido pan de forma cuadrada. Luego, los dejaban fermentar en un lugar especial y, finalmente, los cocían en los hornos. Han debido de pasar un par de horas hasta que ha aparecido la Señora. En bata blanca, con el cabello amarillento, con la mirada serena. Me ha preguntado por qué había venido. «Te he dejado comida en el frigorífico.» «He soñado que mi madre había muerto», le he respondido.

Las ruedas del carro crujían en el pasillo. Su mugido iba acompañado de unos monosílabos lúgubres. La Señora me ha cogido las mejillas entre las manos. «¿Has atravesado toda la ciudad para decirme que tu madre ha muerto?» Una de las mujeres me ha mirado sin dejar de trabajar. El hombre se ha despojado, delante de ellas, de los pantalones, la camisa, las botas y ha arrojado todo a un fregadero lleno de agua. Me he inclinado para susurrarle a la Señora al oído:

—Ha sido un sueño verdadero, Señora.

—Ileana, los sueños verdaderos no existen. Tu madre no ha muerto. Va a venir —me ha respondido la Señora, la amiga de mi madre.

Era, al parecer, jueves.

[3]. «Tu madre ha muerto. Ven rápido.» (N. de la A.)

DOS

Los vecinos tomaban raki y disfrutaban de todo lo que veían a su alrededor. Reían incluso cuando les soltaban codazos en las costillas a las mujeres para poder tener, a continuación, una excusa para pedirles perdón. Ellos eran hombres y, a su manera, se permitían hacer lo que les daba la gana. Aquí las pérdidas, por grandes que fueran, seguían siendo solo pérdidas. Las mujeres, en cambio, odiaban a las otras mujeres, pero conseguías acostumbrarte a cualquiera. El mundo era bello a pesar de todas sus monstruosidades. La última vez que vi a mi padre beber raki, me hizo un agujero en el abrigo de lana. La oscuridad había lamido su rostro y se lo iluminaba. Su silla era demasiado alta y la ceniza de su cigarrillo nevó sobre mis brazos, sentada como estaba yo, obediente, en sus rodillas. Sucedió hace mucho, pero veo todavía ahora el cenicero, una antigua lata de conservas, llenándose de colillas. Sus amigos no tenían dientes y mi padre los tenía cubiertos de sarro. Mi madre, pobrecita, me decía: Incluso aunque solo sueñes que tomas raki, te sucederán muchas desgracias. Cuando le pregunté por qué, me respondió: Por culpa de la fruta fermentada.

Naturalmente, desde su altura de hombre gigante, mi padre conseguía seducir a cualquier mujer. Primero las paseaba en su Volga, el primer Volga de la ciudad, y luego en la motocicleta rusa con sidecar. Al principio, ellas se anudaban el pañuelo en la parte superior de la cabeza, sobre la frente, pero, al final, lo anudaban debajo de la barbilla. Cuando quieren comentarle a mi padre algo sobre mí, casi todas le dicen: Тбой ребенок сирота при жибом отце.[4]

Así pues, mientras miraba a los vecinos que tomaban raki en el patio del bloque y se lo pasaban bien, detrás de mí apareció Voica, de la casa de al lado, una joven enferma, de piernas largas y muy blancas. «¿Sabías que en nuestra ciudad hay una familia entera con labio leporino?», dijo con una sonrisa infantil, con todos los dientes machacados, con la lengua destrozada, con las mejillas enrojecidas y los ojos pequeños, dos pipas de sandía. Llevaba un amplio vestido a rayas. Me asusté y eché a volar sobre los pedruscos grisáceos y sobre los socavones, por callejuelas cubiertas de polvo, junto a la escuela, junto al cementerio con búhos, junto a la tienda de Melinte. En la calle contigua dos perros ladraban al sol escondido entre las hojas ovaladas del aliso, pegajosas y velludas, como dos manos de hombre que sostuvieran una bola en las palmas.

Entonces las vi.

Lo recuerdo como si estuviera sucediendo ahora mismo. Todo ocurrió tan rápido que no me di cuenta de que, de hecho, me estaban buscando a mí. Al principio eran dos puntos. Luego pasó el autobús y las cubrió con una pesada nube de polvo. Y volví a verlas. Las vio toda la gente de la ciudad.

Dos mujeres venían en bicicleta. A unos diez metros de distancia las reconocí. Eran las hermanas de mi madre. No había imaginado ni un solo instante que volvería a verlas. Llevaba tanto tiempo sin verlas que se me había olvidado incluso que existían. No tenía ningún motivo para esperarlas, no tenían ningún motivo para esperarme. Pero allí estaban, de carne y hueso.

—Ileana, mírala, Ileana —gritó de repente Maria, la hermana mayor.

—Es Ileana —confirmó la Otra, inclinándose hacia mí para hablar.

Varios jubilados se arremolinaron en torno a nosotras. Se comportaban como unos niños hipnotizados que vieran por primera vez a dos personajes disfrazados. Farfullaron algo entre dientes y al cabo de unos minutos se alejaron dejando a su paso un silencio abrumador. No dije nada, aunque la llegada de las hermanas de mi madre me inquietó. Una leve tristeza cubrió mis huesos de repente. Maria fue la primera en saltar de la bicicleta, en medio del camino, con las manos metidas en los bolsillos, con las piernas separadas. Tenía el cabello rojo y los labios morados, unas perlas verdes, una camiseta color sangre, una falda negra y medias amarillas. Sacó de una pitillera metálica un cigarrillo rosa, con el extremo retorcido como si fuera un caramelo. El mechero emitió un sonido extraño al encender, como si en lugar de gas líquido tuviera pólvora. La Otra vestía una gabardina corta que ocultaba su camiseta negra casi por completo. El pañuelo cubría de forma descuidada el cabello prendido atrás de cualquier manera. Estaba guapa, con los pantalones doblados para hacer sitio a las botas bien lustradas.

El pañuelo se deslizó por su cuerpo firme hasta el suelo, pero no lo recoge. El sol huye hacia el cielo. Me subí a una piedra para verlas mejor.

Unos cuantos vecinos paletos salieron del café de enfrente para observarlas. Los hombres, empujados por sus esposas, se situaron más atrás, y las mujeres, con pañuelos en la cabeza, se colocaron en primera fila. Vinieron también unos cuatro jóvenes, uno de ellos tenía un rostro solemne, como si estuviera recitando un poema de amor. Al cuello llevaba colgada una inscripción: «Poeta público. Deme cualquier tema y le escribo un poema».

—¿Se la van a llevar? —preguntó una mujer.

—Nos la vamos a llevar.

Las mujeres se quedaron allí, sin alejarse demasiado, mientras que los hombres se calaron sus sombreros de paja y regresaron a sus madrigueras. Un columpio de madera crujía a lo lejos.

—Que alguien les diga que la dejen aquí —gritó de repente una vecina.

Maria miró con desprecio las toscas cabezas de las mujeres y escupió para, poco después, frotar la saliva con la punta de la bota. A continuación, la Otra dio un paso hacia adelante para decirle a la mujer en cuestión que se metiera en sus asuntos. Sacó del bolsillo un lápiz y un papel arrugado para anotar algo. Las demás mujeres me miraron apenadas, pero no protestaron, que sea lo que tenga que ser.

Algunas se dirigieron hacia el centro de la ciudad, los chavales desaparecieron por las callejuelas llenas de polvo, hacia el monumento a Lenin. «Apesta a comunismo y a soledad», dijo finalmente Maria, y la Otra respondió tan solo «Ajá». La ciudad se estiraba como una serpiente, desde el camino hasta las puertas de madera de acacia.

En casa, la Señora echó las cortinas «para que la luz del sol no penetre en la habitación». Dejó tan solo una ventana sin cubrir «para dulcificar el aire». Las dos hermanas me pidieron que preparara mi equipaje y que las esperara en la planta baja.

—¿Ha muerto mi madre? —les pregunté.

—No digas tonterías —respondieron a dos voces. Empecé a sollozar y me senté en el suelo, detrás de la puerta. Oía solo retazos de palabras, frases rotas, y algunos vocablos eran ininteligibles. Las tres hablaban en susurros y pocas veces elevaban el tono de voz. Empecé a darme golpes en el pecho y a respirar por la nariz, cálmate, cálmate.

Siguió un silencio bastante largo. Un crujido de papeles. Luego un suspiro. Después, la Señora les sirvió un café y les ofreció un kilo de levadura. Traía mucha levadura de la Fábrica y todos los vecinos la apreciaban por ello. También mantequilla. Comíamos mantequilla hasta saturarnos. Mis tías aceptaron y, además, le preguntaron si no tenía por casualidad conservas o embutidos. La Señora abrió de inmediato el armario en el que guardaba los cereales y otras exquisiteces para llenarles una caja de cartón con pasta, trigo, paté de cerdo, conservas de pescado y levadura. Embutido no tenía, pero les dio las últimas costillas ahumadas. Maria chasqueó la lengua satisfecha: «Eres la mejor amiga de nuestra hermana».

Por los ruidos y los movimientos, comprendí que se disponían a partir. Antes de cerrar la puerta, Maria le dijo a la Señora: «De acuerdo, como quieras; que se quede hoy, pero mañana nos la envías en el primer autobús».

Cuando salieron, la Señora siguió de pie durante largo rato. Tenía cuarenta y tres años. Me preguntó si estaba bien y le respondí que sí. Recuerdo que mi madre siempre me habló bien de ella. Las dos se licenciaron en la misma escuela de economía. Tenían también unas fotos en Murmansk. Y en Odesa.

Esto no es como Odesa, decía mi madre a veces, en Odesa está el Mar Negro. Mi madre me hablaba casi cada día sobre los lugares y las ciudades con mar adonde íbamos a trasladarnos, porque una ciudad sin mar es una casa sin ventanas.

Además de a Odesa, a mí me habría gustado ir a Praga. En un sueño más antiguo estuve en Praga, después de ver unas calles empedradas en una revista del National Geographic. El titular: «Praga es inmensa». Me alojé en casa de una mujer a la que había conocido en un sueño anterior, solo que era más joven. No sabía que la gente de los sueños envejece y se traslada de un país a otro. Incluso ellos emigran. Pero se ve que también los sueños tienen su desenlace. Cuando me vio, exclamó: ¡Ileana, cuánto has crecido! Luego, me ofreció un helado casero. En realidad, no había probado nunca el helado casero. Era amarillo, tiene yema de huevo. Se estaba bien en Praga. Me habría gustado echar raíces allí.

Aquella noche, bajo el edredón, vi el cielo morado, con el sol clavado en él como un broche de oro, ni se contraía ni se dilataba. Algún día engulliré la tierra, decía el sol de vez en cuando, engulliré la tierra. Deliraba, yo no le respondía nada para que no se acabara la historia de debajo del grueso edredón. Luego, cuando se apagaban todas las luces, entraba en una casa bonita, pintada en cuatro colores, con cortinas de terciopelo y ventanales enormes, al igual que las puertas, como los bloques de cuatro pisos, y allí me quedaba horas y horas, y luego regresaba corriendo, pasando de una habitación a otra, con la esperanza de no encontrar un camino de vuelta; hasta que empezaba a temblar como un perro fiel en el borde de la cabaña, en el borde de la cama. En mi antiguo mundo, la Señora me abrazaba del hombro.

«Tu madre está bien», me acariciaba la cabeza. «Tu madre está bien», me acariciaba la cabeza.

Aquella noche me crecieron las uñas. Tenían manchas blancas.

«Te recuperarás», me acariciaba la cabeza. «Te recuperarás», me acariciaba la cabeza.

[4]. «Tu hija es una huérfana con un padre vivo.» (N. de la A.)

TRES

Entretanto, junto a las paredes de nuestra casa: los violines aullaban en la radio, los violines aullaban en la radio, los violines aullaban en la radio hasta que acababan fatigados, martirizados, en la menor. Tenía los brazos quemados por el sol y el cabello corto. La Señora me preparó un paquete con fruta y dos bocadillos. «Aquello es bonito. Te va a gustar. Tienes que escribirme.» El autobús llegó puntual. Podía oír los latidos de mi corazón. La Señora le dijo al chófer que me dejara en Toltre, junto al arrecife de coral. El autocar estaba cubierto de polvo, olía intensamente a gasolina y tenía las ventanillas sucias. El chófer le respondió asintiendo. Parecía uno de esos suslik