La condena - Franz Kafka - E-Book

La condena E-Book

Franz kafka

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Además del célebre relato que da título al volumen, escrito de un tirón en la noche del 22 al 23 de septiembre de 1912, aparecido por primera vez en 1913 en la revista "Arkadia" y publicado como libro independiente en 1916, "La condena" recoge -a excepción de "La metamorfosis", publicada por separado en esta misma Biblioteca de autor- la totalidad de los libros y relatos preparados y supervisados por Franz Kafka (1883-1924) en vida: "Contemplación" (1913), "Un médico rural" (1919), «En la colonia penitenciaria» (1919) y "Un artista del hambre" (1924). Completan el volumen «Conversación con el ebrio», «Conversación con el suplicante», «Estruendo» y «El jinete del cubo», publicados en distintas revistas. Traducción de Carmen Gauger

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Seitenzahl: 278

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Franz Kafka

La condena

Traducción de Carmen Gauger

Índice

Contemplación

Niños en la carretera

Desenmascaramiento de un timador

El paseo repentino

Resoluciones

La excursión a la montaña

La desdicha del soltero

El comerciante

Mirada distraída por la ventana

Volviendo a casa

Transeúntes

En el tranvía

Vestidos

El rechazo

Para que reflexionen los jinetes

La ventana a la calle

Deseo de ser piel roja

Los árboles

Desdicha

La condena

En la colonia penitenciaria

Un médico rural

El nuevo abogado

Un médico rural

En la galería

Un viejo manuscrito

Ante la Ley

Chacales y árabes

Una visita a la mina

El pueblo más cercano

Un mensaje imperial

La preocupación del padre de familia

Once hijos

Un fratricidio

Un sueño

Un informe para una academia

Un artista del hambre

Primer sufrimiento

Una mujercita

Un artista del hambre

Josefine, la cantante o El pueblo de los ratones

Conversación con el orante

Conversación con el ebrio

Estruendo

El jinete del cubo

Créditos

Contemplación

Niños en la carretera

Oía pasar los carros junto a la verja del jardín; a veces los veía también por los intersticios del follaje, que se mecía suavemente. ¡Cómo crujía, en el calor del verano, la madera de los radios y las lanzas! Los obreros del campo volvían del trabajo y reían que era una vergüenza.

Sentado en nuestro pequeño columpio, descansaba entre los árboles, en el jardín de mis padres.

Delante de la verja continuaba el ir y venir. Unos niños acababan de pasar corriendo; carros de espigas con hombres y mujeres sobre las gavillas oscurecían los macizos de flores; a la caída de la tarde veía a un señor que paseaba despacio con un bastón, y unas muchachas que se cruzaban con él cogidas del brazo le saludaban y se apartaban a un lado, a la hierba del borde del camino.

Luego unos pájaros se elevaban como un surtidor, los seguía con la mirada, veía cómo subían casi al unísono hasta que ya no creía que subían sino que yo caía, y de debilidad me agarraba con fuerza a las sogas y empezaba a columpiarme un poco. Pronto, cuando ya refrescaba, me columpiaba con más fuerza y en lugar de pájaros que volaban aparecían temblorosas estrellas.

Me servían la cena a la luz de una vela. A menudo ponía ambos brazos sobre el tablero y, ya con sueño, mordía mi pan con mantequilla. Las cortinas, perforadas con muchos calados, se hinchaban con la cálida brisa, y a veces alguien que pasaba por delante de la casa las sujetaba con las manos cuando quería verme mejor y hablar conmigo. Casi siempre se consumía pronto la vela y los mosquitos se concentraban en el humo oscuro y seguían revoloteando algún tiempo. Si alguien me hacía una pregunta desde la ventana, yo le miraba como si mirase las montañas, o el aire simplemente, y él tampoco tenía mucho interés en que le diera una respuesta.

Si entonces alguien saltaba sobre el alféizar y me anunciaba que los otros ya esperaban delante de la casa, yo, por supuesto, me levantaba suspirando.

«Bueno, ¿por qué suspiras? ¿Qué ha ocurrido? ¿Es una gran desgracia que no tiene remedio? ¿Nunca podremos recuperarnos? ¿De verdad está todo perdido?»

No estaba perdido nada. Corríamos a la casa. «¡Gracias a Dios, por fin estáis aquí!» «¡Pues tú siempre llegas tarde!» «¿Que yo llego tarde?» «¡Tú, sí, tú! ¡Quédate en casa si no quieres venir con nosotros!» «¡Sin cuartel!» «¿Sin cuartel? ¿Pero qué estás diciendo?»

Atravesábamos la tarde con la cabeza por delante. No existía el día ni la noche. A veces los botones de nuestros chalecos chocaban unos con otros como hacen los dientes, a veces corríamos guardando la misma distancia, con fuego en la boca, como animales de los trópicos. Cual coraceros de guerras antiguas, pisando fuerte y saltando en el aire, nos dábamos mutuo aliento para bajar la pequeña calle y, ya con ese impulso, continuar después carretera arriba. Algunos se metían en las cunetas y nada más desaparecer en el oscuro talud, estaban ya arriba en el camino vecinal, como personas ajenas, y miraban hacia abajo.

«¡Bajad!» «¡Subid vosotros antes!» «¿Para que nos empujéis hacia abajo? ¡Ni hablar! Tan tontos no somos.» «Tan cobardes sois, queréis decir. ¡Venga, venid, venid!» «¿De verdad? ¿Vosotros? ¿Vosotros vais a empujarnos para abajo? ¡Que os lo habéis creído!»

Nosotros iniciábamos el ataque, nos golpeaban en el pecho y nos tumbábamos en la hierba de la cuneta, dejándonos caer por nuestro propio impulso. Todo estaba igual de caliente, en la hierba no sentíamos ni calor ni frío, sólo cansancio.

Cuando uno se daba la vuelta sobre el lado derecho, y se ponía además la mano bajo el oído, le entraban ganas de dormirse. Uno quería levantarse otra vez, y con la frente bien alta, pero caía en una zanja más honda. Luego, protegiéndose con el brazo y doblando las piernas, quería correr contra el viento y caer luego, seguro, en una zanja más honda aún. Y aquello no tenía fin.

¡Ya habría tiempo de tumbarse en la última zanja, bien estiradas las piernas, para dormir y dormir! Pero en eso apenas se pensaba aún, y uno yacía de espaldas, como un enfermo, a punto de echarse a llorar. Se guiñaban los ojos cuando algún chaval, los codos pegados a las caderas, saltaba por encima de nosotros, oscuras las suelas, del terraplén a la carretera.

A la luna se la veía ya a cierta altura, a su luz pasaba una silla de postas. Se levantaba un vientecillo por doquier, también lo notaba uno en la zanja, y, cerca, empezaba a susurrar el bosque. Entonces ya no se tenía tanto interés en estar solo.

«¿Dónde estáis?» «¡Venid!» «¡Todos juntos!» « ¡Por qué te escondes, no hagas tonterías!» «¿No sabéis que ya ha pasado el correo?» «¡No es posible! ¿Que ya ha pasado?» «¡Pues claro, ha pasado mientras tú dormías.» «¿Que yo dormía? ¡De eso nada!» «Anda, cállate. ¡Si se te nota!» «¡Pero qué dices!» «¡Venid!»

Corríamos aún más en pelotón que antes, algunos iban cogidos de la mano; no se podía levantar del todo la cabeza, porque íbamos cuesta abajo. Alguno lanzaba un grito de guerra indio, las piernas se nos ponían al galope como nunca; al saltar, el viento nos levantaba por las caderas. Nada habría podido detenernos; íbamos tan a la carrera que, incluso al adelantarnos, llevábamos los brazos cruzados y podíamos mirar tranquilamente alrededor.

En el puente del arroyo Wildbach nos deteníamos; los que habían seguido corriendo, regresaban. El agua que corría por debajo golpeaba piedras y raíces como si la tarde no estuviera ya tan avanzada. No había ningún motivo para que alguno de nosotros no se subiera al parapeto del puente.

A lo lejos, tras la maleza, pasaba un tren, todos los vagones estaban iluminados, las ventanillas bien cerradas. Uno de nosotros empezaba a cantar una canción callejera, pero todos queríamos cantar. Cantábamos a mucha más velocidad de la que llevaba el tren, balanceábamos los brazos porque no bastaba con la voz, con nuestras voces nos embarullábamos, y así nos sentíamos a gusto. Cuando uno mezcla su voz con la de otros, queda enganchado como en un anzuelo.

Cantábamos, pues, con el bosque a la espalda, y nuestro canto llegaba a los oídos de los lejanos viajeros. Las personas mayores seguían despiertas en la aldea, las madres preparaban las camas para la noche.

Era ya hora. Daba un beso al que estaba a mi lado, tendía simplemente la mano a los tres siguientes, empezaba a retroceder por el mismo camino, nadie me llamaba. En la primera encrucijada, cuando ya no podían verme, doblaba por otro sendero y por caminos vecinales me metía de nuevo en el bosque. Me dirigía hacia el sur, a la ciudad de la que decían en nuestra aldea:

«¡Allí hay mucha gente! ¡E imaginaos, no duermen!»

«¿Y por qué no duermen?»

«Porque no tienen sueño.»

«¿Y por qué no tienen sueño?»

«Porque están locos.»

«¿Es que los locos no tienen sueño?»

«¡Cómo van a tener sueño los locos!»

Desenmascaramiento de un timador

Acompañado de un hombre al que yo conocía de antes, pero muy de pasada, y que, inesperadamente, había buscado otra vez mi compañía y me había hecho vagabundear con él durante dos horas por las calles, llegué por fin hacia las diez de la noche a la mansión señorial donde había una velada a la que estaba invitado.

«¡Bueno!», dije al tiempo que daba una palmada para indicar lo inaplazable de la despedida. Ya había hecho antes algún que otro intento menos categórico. Estaba cansadísimo.

«¿Sube usted ya?» preguntó. En su boca oí un ruido como de dientes que rechinan.

«Sí.»

Estaba invitado allí, se lo había dicho enseguida. Pero estaba invitado a subir a la casa, donde tanto me habría gustado estar ya, y no a seguir allí abajo, a pie firme delante de la entrada, con la vista puesta más allá de la cabeza de mi interlocutor. Y ahora, además, también a enmudecer con él, como si estuviéramos dispuestos a permanecer mucho tiempo en aquel lugar. Y enseguida participaron de ese silencio las casas de alrededor y la oscuridad que se cernía sobre ellas, hasta las estrellas. Y los pasos de paseantes invisibles, cuyas idas y venidas no tenía uno ganas de adivinar, el viento que iba a dar una y otra vez contra el lado opuesto de la calle, un gramófono que cantaba contra las ventanas cerradas de alguna habitación: todo era audible en aquel silencio, como si el silencio fuera propiedad suya, de siempre y para siempre.

Y mi acompañante se sometió en su nombre y –después de sonreír– también en el mío; levantó el brazo derecho a lo largo de la pared y, cerrando los ojos, apoyó en él su rostro.

Pero esa sonrisa no acabé de verla, porque la vergüenza me obligó a darme la vuelta. Fue esa sonrisa, en efecto, la que me hizo comprender que no era sino un timador. Y yo llevaba ya meses en esa ciudad, creía conocer bien a tales timadores: cómo aparecen por calles laterales por la noche y nos salen al encuentro con los brazos abiertos, como si fueran dueños de algún establecimiento público, cómo se esconden tras la columna de anuncios a la que nos hemos acercado y nos espían asomando un ojo por detrás de ella, como si jugaran al escondite, cómo de pronto aparecen en el bordillo de nuestra acera cuando nos detenemos, medrosos, en un cruce de calles. Y yo los entendía muy bien, pues fueron los primeros con quienes trabé conocimiento en las pequeñas tabernas de la ciudad, y ellos me ofrecieron por primera vez el espectáculo de una tenacidad cuya presencia en la tierra me parecía ahora tan ineludible que ya empezaba a sentirla dentro de mí. ¡Y seguían plantados delante de uno, incluso cuando ya se había quitado uno de en medio hacía tiempo, cuando, por tanto, ya no tenían nada a lo que echar la zarpa! Y se negaban a sentarse, pero no caían al suelo, sino que lo miraban a uno con miradas que, aunque lejanas, seguían convenciendo! Y sus métodos eran siempre los mismos: se plantaban con toda su humanidad delante de nosotros; trataban de impedir que llegáramos adonde queríamos ir; a cambio, nos preparaban una morada en su propio pecho, y si al final se rebelaba todo nuestro ser, ellos lo tomaban como unos brazos abiertos en los que se arrojaban, el rostro por delante.

Y esos viejos trucos yo no los reconocí esta vez hasta después de habernos tratado tanto tiempo. Me froté las yemas de los dedos para desvirtuar esa vergüenza.

Pero allí seguía apoyado mi hombre, como en tiempos pasados, aún se tenía por un timador, y su destino le producía una satisfacción que le teñía de rojo la mejilla libre.

«¡Te he calado!», dije dándole unos golpecitos en el hombro.

Luego subí corriendo la escalera, y los rostros tan hondamente leales de la servidumbre, arriba, en el vestíbulo, me alegraron como una hermosa sorpresa. Los miré a todos, uno por uno, mientras me ayudaban a quitarme el abrigo y me cepillaban las botas. Luego, erguido y respirando hondo, entré en la sala.

El paseo repentino

Cuando por la noche uno parece haber decidido definitivamente quedarse en casa, se ha puesto el batín, está sentado después de la cena ante la mesa iluminada y ha empezado con tal trabajo o con tal juego, terminado lo cual uno suele irse a la cama; cuando fuera hace un tiempo desapacible que normalmente invita a quedarse en casa; cuando uno ha permanecido ya tanto tiempo sentado a la mesa que marcharse tendría que provocar asombro general; cuando además la escalera ya está oscura y el portal cerrado con llave y cuando, pese a todo ello, uno se levanta atacado de un súbito malestar, se cambia de chaqueta, aparece enseguida vestido de calle, declara que tiene que marcharse, lo hace en efecto tras una breve despedida, cree dejar a sus espaldas más o menos irritación según lo deprisa que salga del piso dando un portazo; cuando uno se ve de nuevo en la calle con unos miembros que reaccionan con especial movilidad ante esa ya inesperada libertad que se les ha otorgado; cuando debido a esa sola decisión uno siente acumulada en su persona toda la capacidad de decisión; cuando uno reconoce, dándole a esta reflexión más importancia que de costumbre, que tiene el poder, más que la necesidad, de provocar y de soportar fácilmente el más rápido de los cambios, y cuando se recorren así las largas calles: entonces uno se ha separado por esa noche totalmente de su familia, que se hunde en lo insustancial, mientras que, lleno de firmeza, con precisos contornos en la oscuridad, golpeándose los muslos, se yergue en su verdadera estatura.

Todo se intensifica más aún si a esas tardías horas nocturnas se va a casa de un amigo para saber cómo le va.

Resoluciones

Salir de una situación desdichada tiene que ser fácil aun cuando uno aplique toda su energía. Haciendo un esfuerzo me levanto de la butaca, rodeo la mesa, movilizo la cabeza y el cuello, pongo fuego en los ojos, tenso los músculos que los rodean. Hago frente a todo sentimiento, saludo con entusiasmo a A., que va a llegar ahora, soporto amablemente a B. en mi habitación, con C. ingiero a bocanadas, pese al sufrimiento y al esfuerzo, todo lo que habla.

Pero aun así, con cada error, que es imposible dejar de cometer, quedará todo bloqueado, lo fácil y lo difícil, y otra vez tendré que empezar desde cero.

Por eso el mejor consejo sigue siendo aceptarlo todo, comportarse como un peso muerto aunque uno se sienta ligero como el viento, no dejarse llevar a dar un paso innecesario, mirar al otro con mirada de animal, no sentir arrepentimiento alguno, en resumen, aplastar con la propia mano el fantasma de vida que aún queda, es decir, aumentar más aún el último silencio de la tumba y no dejar que exista nada fuera de él.

Un movimiento característico de tal estado es pasarse el dedo meñique por las cejas.

La excursión a la montaña

«No sé», exclamé con voz velada, «de verdad, no sé. Si no viene nadie, pues que no venga nadie. Yo no he hecho nada malo a nadie, nadie me ha hecho nada malo a mí, sin embargo nadie quiere ayudarme. Absolutamente nadie. Pero no es así. Lo único es que nadie me ayuda, de lo contrario sería agradable estar con absolutamente nadie. Me gustaría mucho –¿por qué no?– hacer una excursión con un grupo de absolutamente nadie. A la montaña, por supuesto, ¿adónde si no? ¡Cómo se empujan unos a otros esos nadies, esos numerosos brazos extendidos y agarrados unos a otros, esos numerosos pies separados por pasos minúsculos! Se comprende que todos vayan de frac. Nosotros no caminamos ni bien ni mal, el viento pasa por los huecos que dejamos nosotros y nuestras extremidades. ¡En la montaña se aclara la garganta! Es un milagro que no cantemos.»

La desdicha del soltero

Parece tan duro quedarse soltero, ser un hombre de avanzada edad y, manteniendo a duras penas la dignidad, pedir que lo reciban a uno cuando se quiere pasar una tarde con seres humanos; estar enfermo y desde la cabecera de la cama contemplar durante semanas el cuarto vacío; despedirse siempre delante del portal de la casa, no subir a toda prisa la escalera al lado de la mujer; no tener en la habitación sino puertas laterales que llevan a pisos ajenos; volver a casa llevando la cena en una mano; tener que admirar a los hijos de otros y no poder repetir continuamente: «Yo no tengo hijos»; tomar como modelo, en la apariencia y el comportamiento, a uno o dos solteros que uno recuerda de cuando era niño.

Eso será así; pero también, hoy y más tarde, estará uno aquí en la realidad, con un cuerpo y con una cabeza real, por tanto también con una frente para golpeársela con la mano.

El comerciante

Es posible que algunas personas me compadezcan, pero yo no lo noto. Mi pequeño negocio me colma de preocupaciones que me hacen sentir un dolor interior en la frente y en las sienes, pero sin ofrecerme perspectivas satisfactorias, porque mi negocio es pequeño.

He de tomar disposiciones con horas de anticipación, mantener activa la memoria del empleado, prevenirle contra errores que pueda cometer y calcular en una estación del año las modas de la siguiente, no las que imperarán entre la gente de mi ambiente sino entre la inaccesible población campesina.

Mi dinero lo tienen personas ajenas; no puedo ver con claridad su situación material; no adivino la desgracia que podría acontecerles; ¡cómo voy entonces a poder prevenirla! Quizás son derrochadores y dan una fiesta en algún local con jardín, y otros demoran su huida a América y se quedan algún tiempo en esa fiesta.

Cuando por la noche de un día laborable se cierra la tienda y de pronto veo horas por delante en las que no podré trabajar nada para las continuas necesidades de mi negocio, entonces la excitación que aplacé por la mañana para mucho más adelante vuelve a mí con fuerza, como la marea que sube, pero no aguanta en mi interior y, sin meta alguna, me arrastra con ella.

Y sin embargo no puedo sacar provecho de ese estado de ánimo y no me queda sino irme a casa, porque tengo la cara y las manos sucias y sudorosas, la ropa llena de manchas y de polvo, llevo puesta la gorra de trabajo y las botas están arañadas por los clavos de los cajones. Entonces voy como llevado por las olas, chasqueo los dedos de ambas manos y a los niños que encuentro les acaricio el pelo.

Pero el camino es muy corto. Enseguido estoy en mi casa, abro la puerta del ascensor y entro.

Veo que ahora, de pronto, estoy solo. Otros que tienen que subir escaleras, se cansan un poco al hacerlo, han de esperar, con la respiración acelerada, hasta que acudan a abrir la puerta del piso, tienen así un motivo para irritarse e impacientarse, entran después en el recibidor, donde cuelgan el sombrero, y no están solos hasta que, después de atravesar el pasillo y pasar junto a varias puertas vidrieras, llegan por fin a su habitación.

Yo, en cambio, estoy enseguida solo en el ascensor y, doblando las rodillas, me miro en el pequeño espejo. Cuando el ascensor empieza a elevarse, digo:

«Guardad silencio, retroceded, ¿queréis meteros en la sombra de los árboles, detrás de los cortinajes de las ventanas, bajo la bóveda del follaje?»

Hablo entre dientes, y la balaustrada de la escalera, pasando junto a los cristales opalinos, se desliza hacia abajo como una cascada de agua.

«Alzad el vuelo; que vuestras alas, que nunca he visto, os lleven al pueblo, allá en el valle, o a París, si tal es vuestro deseo.

»Pero disfrutad de la vista desde la ventana cuando las procesiones vengan de las tres calles, no se eviten unas a otras, se mezclen unas con otras y sólo entre sus últimas filas vaya quedando otra vez libre la plaza. Saludad agitando los pañuelos, espantaos, conmoveos, alabad a la hermosa dama que pasa en coche.

»Atravesad el arroyo por el puente de madera, haced un gesto de saludo a los niños que están bañándose y quedad impresionados por el hurra de los mil marineros del lejano buque acorazado.

»Perseguid ahora a ese hombre insignificante y, cuando le hayáis metido de un empujón en algún oscuro portal, desvalijadlo y después, cada uno con las manos en los bolsillos, miradlo cómo sigue su camino lleno de tristeza y se mete por la calle de la izquierda.

»La policía, galopando dispersa en sus caballos, refrena las cabalgaduras y os hace retroceder. Dejadla, las calles vacías les traerán la desgracia, lo sé. Ya se marchan a caballo de dos en dos –¿qué decía yo?–, despacio al doblar las esquinas, volando al cruzar las plazas.»

Luego tengo que salir del ascensor y enviarlo hacia abajo, llamar al timbre de la puerta, y la chica me abre mientras yo saludo.

Mirada distraída por la ventana

¿Qué haremos en estos días de primavera ya tan cercanos? Esta mañana el cielo estaba gris, pero si uno va ahora a la ventana, se queda sorprendido y apoya la mejilla en el picaporte.

Abajo se ve la luz del sol, que ya está poniéndose, sobre el rostro de la joven, casi una niña, que camina y mira a su alrededor, y al mismo tiempo se ve la sombra del hombre que se acerca deprisa a ella por detrás.

Luego el hombre ya ha pasado de largo y el rostro de la niña está lleno de luz.

Volviendo a casa

¡Véase la fuerza de convicción del aire después de la tormenta! Mis méritos se me aparecen y me dominan, si bien no opongo resistencia.

Marcho y mi ritmo es el ritmo de ese lado de la calle, de esa calle, de ese barrio. Soy, a justo título, responsable de todos los golpes en las puertas, en los tableros de las mesas, responsable de todos los brindis, de los amantes en sus lechos, en los andamios de los edificios nuevos, apretados contra las paredes de las casas en oscuros callejones, en los divanes de los burdeles.

Confronto mi pasado con mi futuro, pero los encuentro excelentes los dos, no puedo dar la preferencia a ninguno y sólo repruebo la injusticia de la providencia que tanto me favorece.

Sólo al entrar en mi cuarto estoy un poco pensativo, pero sin haber encontrado, mientra subía las escaleras, nada digno de pensar en ello. No me sirve de mucho abrir de par en par la ventana y que en un jardín siga sonando la música.

Transeúntes

Cuando por la noche se va de paseo por una calle y nos sale al encuentro un hombre visible ya desde lejos –porque delante de nosotros la calle está en cuesta y hay luna llena–, nosotros no le echaremos mano ni siquiera si es débil y harapiento, ni siquiera si alguien corre gritando detrás de él, sino que le dejaremos que siga corriendo.

Porque es de noche, y no es culpa nuestra que haya luna llena y la calle esté en cuesta, y además, esos dos tal vez han organizado la persecución para divertirse, tal vez están persiguiendo ambos a un tercero, tal vez se ve perseguido el primero sin culpa alguna, tal vez el segundo quiere asesinar a alguien y nosotros nos convertimos en cómplices del asesinato, tal vez esos dos no saben nada uno del otro, y cada uno se va simplemente a la cama por su propia cuenta, tal vez son sonámbulos, tal vez el primero tiene armas.

Y finalmente ¿no podemos tener sueño? ¿No habremos bebido mucho vino? Estamos contentos de no ver ya tampoco al segundo.

En el tranvía

Estoy en la plataforma del tranvía y me siento completamente inseguro en cuanto a mi posición en este mundo, en esta ciudad, en mi familia. Ni siquiera de pasada podría indicar qué derechos, y de qué indole, podría yo reclamar en justicia. No puedo justificar en absoluto que yo esté en esta plataforma, que me agarre a este asidero, que me deje llevar por este vehículo, que la gente ceda el paso al tranvía o camine en silencio o esté parada delante de los escaparates. Nadie exige eso de mí, cierto, pero eso da igual.

El tranvía se acerca a una parada, una muchacha se sitúa junto a los escalones dispuesta a apearse. Para mí tiene una figura tan nítida como si la hubiera palpado. Está vestida de negro, los pliegues de la falda casi no se mueven, la blusa es ajustada y tiene un cuello de encaje blanco y tupido, apoya la mano izquierda, abierta, contra la pared, el paraguas que lleva en la derecha está sobre el segundo escalón. Su rostro es moreno, la nariz, ligeramente estrecha por los lados, es al final redonda y ancha. Tiene abundante pelo castaño y pelillos sueltos en la sien derecha. Su pequeña oreja está muy pegada a la cabeza, sin embargo, como estoy cerca, veo todo el dorso del pabellón derecho y la sombra que forma en el nacimiento de la oreja.

Yo me pregunté entonces: ¿cómo es posible que no se asombre de sí misma, que mantenga cerrada la boca y no diga nada sobre todo eso?

Vestidos

Muchas veces, cuando veo vestidos de múltiples jaretas, plisados y colgantes que caen con tanta gracia sobre unos cuerpos hermosos, pienso que no se mantendrán mucho tiempo en ese estado, sino que se formarán arrugas imposibles de alisar, que cogerán polvo que, acumulado en los adornos, ya no será posible quitar, y que nadie querrá hacer algo tan triste y ridículo como ponerse por la mañana ese precioso vestido y quitárselo por la noche.

Sin embargo veo muchachas jóvenes que son sin duda guapas y que presentan músculos y tobillos llenos de atractivo y una piel tersa y profusión de suaves cabellos, y que sin embargo aparecen día tras día con esa especie de disfraz natural, que siempre apoyan el mismo rostro en las mismas manos abiertas y miran cómo se refleja en el espejo.

Sólo a veces, por la noche, al volver tarde de alguna fiesta, se miran en el espejo y su rostro les parece marchito, abotargado, envejecido, ya visto por todos y apenas aceptable.

El rechazo

Cuando me tropiezo con una hermosa muchacha y le digo: «Ten la bondad de venir conmigo» y ella pasa de largo en silencio, lo que quiere decir es esto:

«Tú no eres un duque de nombre insigne, ni un fornido americano con porte y estatura de piel roja, con ojos rasgados y tranquilos, con una piel amasada por el aire de las praderas y de los ríos que las riegan. No has viajado a los grandes lagos ni navegado por ellos, que a saber dónde se encuentran. Así que, dime, ¿por qué yo, una hermosa muchacha, voy a irme contigo?»

«Olvidas que no te lleva un automóvil que avanza por la calle con largo y rítmico balanceo; no veo a los caballeros de tu séquito, embutidos en sus trajes, cantando tus alabanzas y marchando detrás en exacto semicírculo; tus pechos están bien ordenados en el corsé, pero tus muslos y caderas desmienten esa moderación; llevas un vestido de tafetán con plisados, de esos que en el otoño pasado nos gustaban tanto a todos, y sin embargo a veces –con ese peligro mortal sobre el cuerpo– sonríes.»

«Sí, los dos tenemos razón y, para no ser irremisiblemente conscientes de ello, más vale, ¿verdad?, que cada uno se vaya solo a casa.»

Para que reflexionen los jinetes

Si uno reflexiona sobre ello, nada puede inducir a querer ser el primero en una carrera de caballos.

La gloria de quedar como el mejor jinete de un país alegra tanto, cuando la orquesta empieza a tocar con entusiasmo, que a la mañana siguiente es imposible no arrepentirse.

La envidia de los adversarios, gente astuta y bastante influyente, tiene que dolernos en el estrecho pasillo que atravesamos a caballo en dirección a la llanura que pronto ha quedado vacía delante de nosotros, a excepción de varios aventajados jinetes que cabalgaban, minúsculos, hacia la línea del horizonte.

Muchos de nuestros amigos se apresuran a cobrar lo ganado y sólo por encima del hombro nos gritan el hurra desde las distantes taquillas; pero los mejores amigos no han apostado por nuestro caballo, porque temían que, si perdían, tendrían que enojarse con nosotros, sin embargo ahora que nuestro caballo ha sido el primero y ellos no han ganado nada, se vuelven de espaldas cuando pasamos a su lado y prefieren pasear la mirada por las tribunas.

Detrás, los competidores, firmes en los estribos, tratan de comprender la mala suerte que han tenido y la injusticia que en cierto modo se les ha hecho; aparentan rebosar fuerza y optimismo, como si fuera a dar comienzo otra carrera, una carrera seria después de aquel juego de niños.

A muchas señoras el vencedor les parece ridículo porque se pavonea y al mismo tiempo no sabe a qué viene tanto estrechar manos, tanto saludo militar, tanto hacer reverencias y saludar-a-lo-lejos, mientras que los vencidos tienen la boca cerrada y golpean suavemente los cuellos de sus caballos, que relinchan casi todos.

Por fin, del cielo que se ha ido cubriendo empieza a caer la lluvia.

La ventana a la calle

Quien vive solo y de vez en cuando quiere buscar compañía en algún sitio, quien –teniendo en cuenta las diversas horas del día y el estado del tiempo, también la situación profesional y circunstancias semejantes– quiere ver simplemente algún brazo en el que apoyarse, no llegará muy lejos sin una ventana a la calle. Y si lo que le ocurre es que no busca nada y sólo es un hombre cansado que, levantando y bajando la mirada entre el público y el cielo, se acerca al alféizar de su ventana, y ya no quiere nada y ha echado para atrás un poco la cabeza, entonces, abajo, los caballos lo arrastrarán a su desfile de coches y de estruendo y, así, por fin, al buen entendimiento con los hombres.

Deseo de ser piel roja

Quién fuera un indio americano, siempre en estado de alerta, y, con el caballo al galope, cortando el aire, vibrara una y otra vez sobre el suelo vibrante hasta dejar las espuelas, pues no hay espuelas, hasta soltar las riendas, pues no hay riendas, y ver delante el terreno como un prado recién segado, ya sin cuello de caballo ni cabeza de caballo.

Los árboles

Porque somos como troncos de árboles en la nieve. En apariencia están suavemente tumbados, y con un pequeño empujón debería de ser posible moverlos. No, no es posible, porque están fijos en la tierra. Pero he aquí que incluso eso es sólo aparente.

Desdicha

Cuando la situación ya resultaba insoportable –un día de noviembre, a la caída de la tarde– y yo recorría la estrecha alfombra de mi cuarto como una pista de carreras, cuando asustado al ver la calle iluminada me di media vuelta, y al fondo de la habitación, al fondo del espejo encontré una nueva meta, y grité sólo para oír el grito al que nada responde y al que nada quita tampoco la fuerza del grito, que se eleva, por tanto, sin contrapeso, y no puede cesar ni siquiera cuando enmudece, entonces, en la pared, se abrió la puerta con mucha rapidez, porque había que ser rápido, y hasta los caballos del coche, abajo, sobre el pavimento de la calle, se alzaron con la garganta al descubierto, como caballos enloquecidos en la batalla.

Cual pequeño fantasma salió un niño del tenebroso corredor en el que aún no estaba encendida la lámpara, y se quedó de puntillas sobre un madero del suelo que oscilaba imperceptiblemente. Cegado enseguida por la media luz de la habitación, quiso taparse el rostro con las manos, pero se calmó de repente con la mirada puesta en la ventana, donde el vapor ascendente de las lámparas de la calle quedó por fin detenido ante el parteluz, bajo la oscuridad. Con el codo derecho apoyado contra la pared de la habitación, se mantuvo erguido delante de la puerta abierta y dejó que la corriente de aire que venía del exterior le acariciara los tobillos, también el cuello, las sienes.

Miré un poco hacia allí, dije luego «Buenas tardes» y cogí mi chaqueta, que estaba colgada en la pantalla de la estufa, porque no quería estar allí medio desnudo. Durante un ratito mantuve la boca abierta para dejar escapar la agitación. Tenía la boca seca, en la cara me temblaban las pestañas, en resumen, sólo me faltaba esa visita, aunque ya la esperaba.

El niño seguía pegado a la pared en el mismo sitio, había apretado la mano derecha contra el muro y, con las mejillas arreboladas, no se cansaba de aquella pared encalada con pintura granulosa que raspaba las yemas de los dedos. Yo dije: «¿Viene usted realmente a mi casa? ¿No es una equivocación? Nada más fácil que equivocarse en este inmueble tan grande. Me llamo Fulano de Tal, vivo en el tercer piso. ¿Soy, pues, el que usted viene a ver?»