La conjura de la sangre - Varios autores - E-Book

La conjura de la sangre E-Book

Varios autores

0,0
9,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.

Mehr erfahren.
Beschreibung

Oculta en la espesura del bosque, la fortaleza de las Espigas de Arroz —antiguo granero convertido en bastión— es ahora un lugar olvidado… salvo por Sahobime y su hermanastro Sahobiko. Unidos por un amor prohibido, hacen de ese refugio el escenario de sus encuentros secretos. Pero la pasión se verá pronto amenazada por un destino inexorable: Sahobime debe casarse con el emperador Ikumeiribiko. ¿Podrá el amor sobrevivir a la ambición y al deber? Por qué te atrapará esta historia: - Romance prohibido y tensión dramática en el Japón ancestral. - Intriga, emociones y dilemas que desafían las normas. - Ideal para amantes de la novela histórica y las historias intensas.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 161

Veröffentlichungsjahr: 2025

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Índice

PERSONAJES PRINCIPALES

EL TEMOR DE LA DAMA

NOCHES DE LUNA LLENA

LAS PRUEBAS DEL AMOR

LA TRAICIÓN

EL PODER DE LA SANGRE

GALERÍA DE ESCENAS

HISTORIA Y CULTURA DE JAPÓN

NOTAS

© 2023 RBA Coleccionables, S.A.U.

© 2023 RBA Editores Argentina, S.R.L.

© Marta Funes por «La conjura de la sangre»

© Juan Carlos Moreno por el texto de Historia y cultura de Japón

© Tenllado Studio por las ilustraciones

Dirección narrativa: Ariadna Castellarnau y Marcos Jaén Sánchez

Asesoría histórica: Gonzalo San Emeterio Cabañes y Xavier De Ramon i Blesa

Asesoría lingüística del japonés: Daruma, servicios lingüísticos

Diseño de cubierta y coloreado del dibujo: Tenllado Studio

Diseño de interior: Luz de la Mora

Realización: Editec Ediciones

Fotografía de interior: Jordan Schnitzer Museum of Art/Wikimedia Commons: 102; Utagawa

Kuniyoshi/Wikimedia Commons: 105; Seichi Gishin Den/ Wikimedia Commons: 107;

Tsukioka Yoshitoshi / Wikimedia Commons: 109; Wikimedia Commons: 110;

The Floating world of Ukiyo-e /Wikimedia Commons: 113; Wikimedia Commons: 116.

Para Argentina:

Editada, Publicada e importada por RBA EDICIONES ARGENTINA S.R.L.

Av. Córdoba 950 5º Piso “A”. C.A.B.A.

Distribuye en C.A.B.Ay G.B.A.: Brihet e Hijos S.A., Agustín Magaldi 1448 C.A.B.A.

Tel.: (11) 4301-3601. Mail: [email protected]

Distribuye en Interior: Distribuidora General de Publicaciones S.A.,

Alvarado 2118 C.A.B.A.

Tel.: (11) 4301-9970. Mail: [email protected]

Para Chile:

Importado y distribuido por: El Mercurio S.A.P., Avenida Santa María N° 5542,

Comuna de Vitacura, Santiago, Chile

Para México:

Editada, publicada e importada por RBA Editores México, S. de R.L. de C.V.,

Av. Patriotismo 229, piso 8, Col. San Pedro de los Pinos,

CP 03800, Alcaldía Benito Juárez, Ciudad de México, México

Fecha primera publicación en México: en trámite.

ISBN: en trámite (Obra completa)

ISBN: en trámite (Libro)

Para Perú:

Edita RBA COLECCIONABLES, S.A.U.,

Avenida Diagonal, 189. 08019 Barcelona. España.

Distribuye en Perú: PRUNI SAC RUC 20602184065

Av. Nicolás Ayllón 2925 Local 16A El Agustino. CP Lima 15022 - Perú

Tlf. (511) 441-1008. Mail: [email protected]

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: diciembre de 2025

REF.: OBDO610

ISBN: 978-84-1098-504-9

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

PERSONAJES PRINCIPALES

SAHOBIME — hija del príncipe Hikoimasu, miembro de la familia imperial, y de su esposa Sahono. Está asentada en la corte como dama de compañía del emperador Ikumeiribiko y destaca por su belleza y su discreción.

SAHOBIKO — hijo del príncipe Hikoimasu y de una de sus concubinas; es por tanto medio hermano de Sahobime, pocos años mayor que ella. Disfruta de una vida acomodada como miembro de la nobleza y es aficionado a la caza.

IKUMEIRIBIKO — undécimo emperador de Japón. Años después de la muerte de su esposa, la madre de su única hija, decide contraer matrimonio de nuevo.

YAMATOHIME — hija del emperador Ikumeiribiko y su primera esposa. Es una doncella piadosa dedicada con devoción al culto de la diosa Amaterasu. Un poco más joven que Sahobime, trabará con ella una profunda amistad.

EL TEMOR DE LA DAMA

a luna llena brillaba en lo alto del cielo, vertiendo su luz lechosa sobre los muros recios de la fortaleza de las Espigas de Arroz. Esta era un antiguo granero, elevado sobre una alta plataforma para evitar que la humedad procedente de la tierra penetrara en el cereal, pero, cuando las disputas entre clanes pusieron en peligro el liderazgo de la familia imperial, los ancestros del príncipe Hikoimasu ordenaron fortificar su vieja propiedad para contar con un nuevo bastión donde defenderse de los ataques enemigos. A partir de entonces, una robusta empalizada de madera rodeaba la estructura para ofrecerle protección.

Sin embargo, aquellos tiempos convulsos se habían diluido en las aguas del pasado y el fervor por ver derramada la sangre del rival yacía adormilado al son del canto de los grillos. En esa noche de verano perfumada de gardenias, la torre de vigilancia que remataba el viejo almacén ya solo servía para otear la espesura del bosque cercano, con su verdor profundo bailando al viento como las olas que mecen el mar y comprobar que ninguna otra sombra, más que la que proyectaban las hojas de los árboles, se aproximaba indiscreta a la fortificación. En el eco de los antiguos gritos de batalla que habían inundado la fortaleza solo resonaban ahora los gemidos de amor de Sahobime.

La hija del príncipe Hikoimasu y su esposa, Sahono, estrechaba su pecho contra el de su amante con desesperación. Sus dedos tensos recorrían la espalda del muchacho hasta la cadera, que atraía hacia sí en cada embestida. Pero, cada poco, evitaba los labios de él en su boca, la lengua resbalando por su cuello, el mordisco febril en el lóbulo de la oreja, para abrir, pávida, los ojos en la oscuridad de la noche y aguzar el oído. Aunque solo ellos dos recordaran la existencia de aquella fortaleza abandonada, no podía escapar del temor a ser descubierta.

Ignorante de este miedo, el joven continuaba deslizando las manos palmo a palmo por el cuerpo de la muchacha, como para medir la distancia entre su mandíbula y su pecho, su axila y su ombligo, su pubis y su ingle. Recorría con detalle su piel como si la explorara por primera vez, como si no conociera ya de memoria cada recoveco y cada pliegue, la carne de gallina en ese territorio breve del antebrazo, las cosquillas traviesas en la concavidad de la cintura.

Así había amado Sahobiko a su hermana, desde que sus pechos empezaron a despuntar y los juegos infantiles transformaron el calor de los abrazos castos en una pasión desbordada que incendiaba la piel al más mínimo contacto.

Él había nacido solo unos pocos años antes que ella, fruto del amor entre su padre, el príncipe Hikoimasu, y una de sus concubinas. Cuando la princesa Sahono quedó por fin embarazada, él no era más que un chiquillo. Pero tras el nacimiento de Sahobime se elevaba suficientes palmos del suelo para asomarse al regazo de la esposa de su padre a contemplar desde su incipiente altura los ojos negros del bebé gordinflón brillando sobre esas mejillas sonrosadas como suaves melocotones. Siempre buscaba su contacto para acariciarlas con dos dedos y provocar la carcajada cantarina que las fruncía en hoyuelos. Por eso, Sahobiko se colaba a menudo en las dependencias donde las nodrizas cuidaban a la niña y, cuando no miraban, le ofrecía una dulce fruta a sus tiernos labios, que ella mordisqueaba con deleite. De su mano, Sahobime dio los primeros pasos y, cuando la soltó, por fin aprendió a correr y saltar. Se perseguían como sombras por el jardín para encontrarse ante el cerezo y descubrir juntos los matices de color de sus flores, cambiantes como la luz de un amanecer. Y ante los setos, el muchacho enseñó a su hermana el nombre de las camelias, revelándole cada espiral infinita de pétalos blancos, rosados y rojizos oculta en la espesura. En el silencio del jardín, el susurro del viento acariciaba sus pisadas rápidas sobre la hierba, acompañado solo del canto de los pájaros. Fue así como ella conoció el ulular grave de las aves que arrullaban a la pareja escogida para toda la vida o el trino alegre y despreocupado del zorzal.

La luna llena brillaba en lo alto del cielo, vertiendo su luz lechosa sobre los muros recios de la fortaleza de las Espigas de Arroz.

Arropados por los sonidos familiares del jardín, la luz chispeó en los ojos de Sahobime el día en que su hermano le propuso un nuevo juego. Y al dar caza a su hermana adolescente tras el tronco de un árbol, sedienta y jadeante, las manos de Sahobiko buscaron por primera vez la carne de ella con más prisa y más ansia que otras tardes de juegos. Sin saber cómo, la boca de Sahobime se encontró con la de su hermano para que sus lenguas enredadas calmaran al fin una sed que no entendía.

Rendida al fin y sin aliento, abrazada a su amado, las imágenes de aquellos recuerdos volaban fugaces ante los ojos cerrados de Sahobime, al ritmo de los latidos cálidos de su pecho. Los músculos de Sahobiko seguían tensos y brillantes de sudor, alumbrados solo por el dorado parpadeo de la pequeña fogata a sus pies, esforzados en obtener un nuevo rastro de la alegría en el cuerpo de su amada. Una expresión de armonía ensanchaba los labios de Sahobime tras cada beso del joven rodando desde la oreja hasta el cuello y la clavícula. La risa de la muchacha, brotando en síncopa, respondía al trazado caprichoso que dibujaban las yemas de los dedos del joven en su costado. Su voz grave y pausada susurraba lentos remolinos de amor en los oídos de ella con una paz que no conocía fuera de aquel lecho.

—Así… Así me gusta verte. No hay nada que me haga más feliz que esa sonrisa. —Y deslizaba dos dedos expertos por su mejilla, buscando el hoyuelo.

—Tuya es. Para ti. Te la regalo —contestó ella desplegando con ilusión los labios.

—¿Es así? ¿Me pertenece?

Sahobime asintió, soñadora.

—Dilo, entonces. Di mi nombre.

—Sahobiko…

—«Tu señor Sahobiko» —corrigió él.

—Mi señor Sahobiko —respondió ella, dócil—, tuya es mi sonrisa.

—¿Y eso por qué? —Él se enderezó sobre ella con gesto firme, como un maestro que preguntara la lección a un alumno indolente.

—No hay razón, así ha sido siempre. Mis labios no conocen otro camino que el sabor de tu piel. —Y se incorporó para besar su pecho, embriagada de amor.

Sahobiko la apartó con ternura y la miró a los ojos.

—Hay una razón. Y te azotaré hasta hacerte sangrar si no la reconoces —amenazó entre risas—. Dilo. Di mi nombre.

—¿Otra vez? —preguntó Sahobime fingiendo hastío.

Él se puso en pie junto a ella para hacer valer su poderosa envergadura ante el cuerpo menudo de su hermana.

—Sabes por qué. Dilo —añadió. Y no necesitó decir más.

—Porque te amo, mi señor Sahobiko —contestó ella, arrodillada y cabizbaja.

—No necesito robarte esa sonrisa, entonces —dijo él mientras se aproximaba a su rostro—. Me pertenece.

Y se cobró aquel bien preciado. La sonrisa de Sahobime se deshizo en la boca de Sahobiko, cuando el joven la abrió y empezó a morder los labios de ella con fruición. Cayeron de nuevo al lecho enredados en carcajadas y caricias sin fin.

Un búho ululó en la distancia y su aleteo agitó la copa de un árbol, alzando fuera de la fortaleza el sonido ligero de las ramas al entrechocar. Sahobime se incorporó alarmada y, todavía desnuda, se aproximó a la estrecha ventana que se abría en el lado sur del muro. En esa dirección, muy lejos de allí, se levantaba el palacio imperial. Asomó los ojos por la abertura, tratando de ocultar el resto del cuerpo y su sombra. Buscaba evitar ser vista, como si la fortaleza no hubiera quedado olvidada años atrás. Se giró inquieta.

—Apágala —suplicó—. Ahoga las llamas, por favor.

Sahobiko derramó un cubo de agua sobre la fogata y, a partir de ese momento, solo la luz de la luna contempló sus cuerpos desnudos. La noche dormía inmóvil alrededor del viejo granero. Ni una sombra se deslizaba en el llano donde se erguía el edificio ni entre los árboles que formaban la orilla del bosque.

—Tranquila —dijo Sahobiko, acariciando su hombro.

El muchacho, colocado tras ella, le ofrecía el calor y la protección de su cuerpo, pero no era suficiente para que la joven dejara de temblar.

—No podemos permitir que lo averigüen —sollozó, girándose hacia su hermano.

Refugiada en sus brazos, Sahobime se dejó deslizar por Sahobiko con la espalda pegada al muro hasta que ambos quedaron sumergidos por completo en la sombra aterciopelada de la fortaleza.

—Nadie podrá alcanzarte mientras estés entre mis brazos.

El joven la besó de nuevo, pero una lágrima rodaba por la mejilla derecha de ella, carente ya de la curvatura minúscula de su hoyuelo. Ella sabía que nada sería capaz de protegerla, ni siquiera aquellos brazos bienintencionados, si la voluntad del emperador Ikumeiribiko se cruzaba en su camino.

Desde los pasillos de palacio, los guardias la observaban en silencio cada día, como a todas las damas de compañía del emperador. Los ojos atentos de esos soldados, estaba segura, debían llevar un registro minucioso de cada largo paseo por el jardín, de cada puerta que quedaba entornada por las noches, como al descuido, para facilitar la entrada y salida de los amantes furtivos. Ninguna amenaza se lanzó, ningún castigo se ejecutó jamás ante los rostros amedrentados de las muchachas, que apenas se atrevían a compartir su inquietud entre cuchicheos. Pero el pensamiento de Sahobime engendraba las imágenes más aterradoras cuando sospechaba que podían descubrirla en brazos de su hermano. Ignoraba cuáles serían las consecuencias —desde la pena de muerte hasta la expulsión de la corte—, pero esa incertidumbre sobre su destino bastaba para alimentar día a día su temor.

—Debo regresar cuanto antes —insistió.

Apenas había sentido por primera vez la miel del amor de su hermano en los labios, apenas había empezado a descubrir los secretos de su cuerpo y el placer infinito en que estallaban las olas gigantes de su deseo, cuando comenzaron los sangrados. Y, con ellos, la amargura de saberse arrancada de la vida que conocía. Era su obligación, insistía el príncipe Hikoimasu, ingresar en la corte. Debía cumplir con el honor más alto que podía reservarse a una mujer de su familia: acudir a la llamada del emperador, atender a sus demandas cada día y responder a los deseos que expresara para buscar su mayor dicha. Era preciso lograr que en el palacio imperial reinase la armonía propia del Altiplano del Cielo, que el emperador disfrutase de las bendiciones y placeres de la vida como todo gobernante merece. Solo de esta manera el emperador Ikumeiribiko haría un uso justo y mesurado de su poder y la paz de la corte redundaría en la paz del pueblo.

Era la misión que le habían encomendado desde niña y para eso había recibido la esmerada educación propia de la hija de un príncipe. No solo aprendió a elegir las ropas más adecuadas para cada ocasión, a componer con ellas la imagen de belleza de una diosa descendida a la tierra; también se vio adiestrada para servir a los deseos de su señor y ofrecerle el entretenimiento, la comida y el lecho con los modales más delicados. Cultivó la música y la poesía para complacerlo. Y, cuando su destreza con la flauta demostró la perfección que sus dedos podían arrancar de aquel humilde instrumento, llegó la hora de abandonar el hogar y cumplir el mandato asignado por su padre. Hikoimasu tenía garantizada la consideración del emperador por los lazos de parentesco que los unían, pero su ambición apuntaba más alto: no solo buscaba una posición segura para su familia en la corte, sino el privilegio de ver a su hija, de codiciada belleza, favorecida por el emperador y elevada al rango de emperatriz.1

En cuanto tuvo conciencia de ello, Sahobiko fue el primero en revelarle a su hermana esta áspera verdad. Sahobime nunca quiso creerla. Ambos albergaron siempre la secreta esperanza de que su padre no llegara a cumplir su palabra. Y aquella noche de pasión y lágrimas, la muchacha se reprochaba con dureza la ingenuidad de su corazón, que, despreocupadamente, había elegido ignorar sus deberes y le había impedido prepararse para afrontar la vida que otros habían forjado para ella.

—Vamos —apremió a su hermano, tomando del suelo su hitoe.2

—Espera. —Sahobiko se lo arrebató de las manos y empezó a vestirla despacio, como si la cubriera con una última y larga caricia.

El muchacho terminó colocándole el cinto y atándole el nudo, tensándolo una y otra vez y aprovechando el gesto para atraerla hacia sí y besarle la nuca.

—Ahora, tú —ordenó.

Ella obedeció. Él le acarició las manos con la punta de los dedos cuando Sahobime le ciñó la vestimenta. Recorrió su dorso hacia el antebrazo descubierto por la corta manga hasta alcanzar el hombro. Tomó entonces su rostro entre las manos y la besó, añadiendo:

—Este nudo que me atas será prueba de mi fidelidad. Jamás lo desataré hasta que vuelva a encontrarme contigo. Solo tus manos podrán soltarlo y alcanzar la piel que cubren estas ropas.

Ella se refugió en su pecho con un suspiro y cerró los ojos.

—Tú harás lo mismo —reclamó él.

Sahobime emergió entonces de la ensoñación en que se recreaba, levantando la cabeza. Aturdida por la petición de su hermano, sus labios esbozaron una leve sonrisa.

—Sabes que no puedo prometerte eso. No puedo negarme ante el emperador si me reclama —explicó.

Sahobiko bajó la vista y apretó la mandíbula, dolido, pero ella acarició su rostro con ternura para buscar de nuevo su mirada.

—No te preocupes, volveremos a vernos pronto. Dejaré una flor seca ante tu puerta para avisarte —añadió con dulzura.

En aquella pequeña estancia próxima a las dependencias privadas del emperador flotaba siempre un suave perfume a incienso mezclado con el aroma de las flores frescas. Como cada día, una muchacha muy joven se entregaba a la tarea de renovar el agua de los jarrones y retirar las flores ajadas y mustias que estuvieran empezando a perder los pétalos, teñidos ya de colores pardos. Era Yamatohime, la hija de Ikumeiribiko y su primera esposa, fallecida años atrás. Sumergida en el devenir de sus pensamientos, abandonaba la estancia y se dirigía al jardín para escoger nuevos capullos que más tarde crecerían bajo su mirada atenta. Los mimaba y disponía con cuidado para que, una vez abiertos, mostraran sus más delicados colores, desprendieran su aroma fragante y compusieran el adorno más exquisito ante el altar de Amaterasu. Solo las flores más bellas y lozanas servían para rendir el homenaje que merecía la diosa del Sol, la divina iniciadora de la estirpe imperial, madre de sus ancestros.

Mientras se preguntaba cómo alcanzar la pureza y dignidad para venerar a la diosa madre y agradecerle los dones que había recibido en su vida, Yamatohime colocaba una ofrenda de arroz ante el altar. Todos los seres de la tierra se veían favorecidos por la luz y el calor que la diosa del Sol desplegaba sobre ellos, pero eran los agricultores quienes más le debían, pues con su ayuda veían cumplida la tarea de obtener los frutos que alimentaban al pueblo. La muchacha comprendía la importancia de aquella ofrenda para mantener el ciclo de la vida, las estaciones y las cosechas y, al mismo tiempo, se sabía insignificante ante la magnificencia de Amaterasu.

Pasó con cuidado un paño húmedo por el Yata no Kagami, el espejo sagrado que presidía el altar, regalo que la diosa madre entregó a su nieto Ninigi, fundador de la dinastía imperial, cuando este abandonó la morada de los dioses y descendió a la tierra.3