La conquista del reino occidental - Varios autores - E-Book

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Varios autores

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Beschreibung

La emperatriz regente Okinaga regresa triunfante tras conquistar Silla, navegando en la nave funeraria que transporta los restos del emperador Tarashi. En Toyura, la esperan multitudes para celebrar su victoria y el botín traído por su valiente general Kamowake. Pero entre los festejos y el luto, se tejen peligrosas intrigas: conspiraciones que buscan arrebatarle el poder a Okinaga, incluso mediante la guerra. ¿Podrá mantener el trono y la estabilidad del imperio frente a la traición y la ambición? Una novela histórica llena de acción, política y giros inesperados en el Japón antiguo.

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Seitenzahl: 150

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

Personajes principales

Capítulo 1

El oráculo

Capítulo 2

La ira de los Kami

Capítulo 3

La consorte guerrera

Capítulo 4

Rumbo a lo desconocido

Capítulo 5

La conquista de silla

Galería de escenas

Historia y cultura de Japón

Notas

© Marina Moix por las ilustraciones

Dirección narrativa: Ariadna Castellarnau y Marcos Jaén Sánchez

Asesoría histórica: Gonzalo San Emeterio Cabañes y Francesc Xavier De Ramon i Blesa

Asesoría lingüística del japonés: Daruma, servicios lingüísticos

Diseño de cubierta y coloreado del dibujo: Tenllado Studio

Diseño de interior: Luz de la Mora

Realización: Editec Ediciones

Fotografía de interior: Tsukioka Yoshitoshi /Wikimedia Commons: 102; EmperorMeiji-Empress-Shōken-Meiji-Shrine-c1926/Wikimedia Commons: 105; Tennō hyakunijūyondai Wikimedia Commons: 107; Imperial Throne Emperor ofJapan/Wikimedia Commons: 108a; Collar of the Supreme Order of the Chrysanthemum/Wikimedia Commons: 108b; Metropolitan Museum ofArt/Wikimedia Commons: 111a y 111b; Mie Prefectural

Museum/Wikimedia Commons: 112a y 112b; Saigen Jiro/Wikimedia Commons: 114

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: septiembre de 2025

REF.: OBDO599

ISBN: 978-84-1098-493-6

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

PERSONAJES PRINCIPALES

TARASHINAKATSUHIKO — soberano de Yamato, conocido en las crónicas posteriores como Chūai. Hijo del príncipe Ōusu (apodado Yamato Takeru) y sobrino de su predecesor, el emperador Seimu. Contrae matrimonio en segundas nupcias con Okinagatarashi no hime no Mikoto. Ofende gravemente a los kami al cuestionar sus designios.

OKINAGATARASHI NO HIME NO MIKOTO — conocida en las crónicas posteriores como la emperatriz Jingū. Esposa de Tarashinakatsuhiko, está versada en las artes mágicas y las marciales.

TAKEUCHI NO SUKUNE Y TAKEFURUKUMA NO MIKOTO — ministros imperiales y leales servidores del trono de Yamato.

KAMOWAKE — guerrero veterano y respetado general de las tropas imperiales de Yamato.

PRÍNCIPES KAGOSAKA Y OSHIKUMA — hijos del emperador Tarashinakatsuhiko y su primera esposa. Arrogantes y frívolos, recelan de su madrastra mientras aguardan en la corte de Toyura no Miya el momento de suceder a su padre.

HEULHAE — monarca del reino occidental de Silla.

EL ORÁCULO

l sol lucía radiante en lo alto del cielo, anclado a mitad de su diurna singladura. Apenas un par de jirones nubosos, semejantes a níveos rasguños, manchaban el vasto azul del firmamento y la luz del mediodía se derramaba sin obstáculo sobre el esplendente mar y las embarcaciones que lo surcaban rumbo al suroeste. Un viento favorable, suave pero pertinaz, hinchaba desde el alba las gruesas telas de los velámenes, atravesadas por juncos para mejor ceñirlo, y los curvos cascos de quilla plana hendían las aguas serenas sin apenas esfuerzo. La travesía había sido apacible desde que la flotilla imperial zarpara días atrás del puerto de Toyura no Miya, en la región de Anato, en la costa occidental de la isla central, la más grande de las Ocho Islas, y progresara costeando hasta avistar la bahía de Kashii, en la región de Chikuzen, al norte de la isla de Tsukushi, la más occidental. La augusta nave del emperador Tarashinakatsuhiko capitaneaba la media docena de barcos que conformaban la pequeña expedición a sus dominios meridionales, fletada con el objetivo principal de supervisar aquellos feudos y recibir, como cada año, la pleitesía y los tributos de los señores locales, vasallos suyos.

Sentado sobre un escudo de bronce en la cubierta, y protegido del sol por un dosel de seda sostenido por unos siervos, el mandatario observaba con cierto hastío el trajín que lo rodeaba en los mamparos de la embarcación. Era un hombre enjuto, de complexión sanguínea y pómulos afilados sobre la barba entrecana, esmeradamente recortada. Aunque instruido en su arte, no era un gran amante de la navegación y estaba ansioso por echar de nuevo pie a tierra y cambiar las incomodidades de a bordo por el confort del palacio de Kashii no Miya. Una vez se hubieron disipado a lo lejos las últimas brumas matinales, revelando el perfil del litoral y, más allá, el de las montañas interiores, el dignatario se inclinó hacia delante para contemplarlos con gesto meditabundo. Al fin y al cabo, el viaje desde las tierras que formaban parte del reino de Yamato hasta Tsukushi tenía para todos los de su estirpe algo de regreso, pues era allí donde se encontraban sus raíces.

Hacía muchas generaciones que su antepasado Iwarebiko no Mikoto, biznieto del dios Ninigi y nieto de la diosa del Sol, Amaterasu, había zarpado de Hyūga, en el litoral oriental de Tsukushi, en compañía de sus tres hermanos y de sus mejores hombres, para explorar y conquistar la más grande de las Ocho Islas. Iwarebiko no solo había derrotado a cuantos enemigos le habían salido al paso hasta unificar las exuberantes regiones centrales y domar la vasta y feraz llanura de Yamato, también había portado consigo la superior ciencia de los pobladores de Tsukushi —sus armas, barcos y herramientas— y el divino don del arroz y su cultivo, pacificando y civilizando aquellas tierras habitadas por hombres salvajes y belicosos, a mayor gloria de las deidades de la Alta Llanura Celestial. Tras su gesta, había fundado el luengo linaje imperial del que Tarashinakatsuhiko era el decimocuarto heredero. Desde aquellos lejanos días, Yamato se había convertido en un centro de poder en las Ocho Islas y los territorios bajo dominio imperial abarcaban también los reinos de la venerable isla de Tsukushi, incluido aquel desde el que un lejano día partieran rumbo al noreste los heroicos descendientes de Amaterasu.

La sombra de la leyenda y las asombrosas hazañas de Jinmu —el «guerrero divino», sobrenombre con el que las generaciones posteriores habían conocido al gran Iwarebiko no Mikoto— era tan alargada como las que el sol naciente proyecta al amanecer y a veces resultaba difícil a sus sucesores no sentirse empequeñecidos por ella. Tal era el caso de Tarashinakatsuhiko, quien había heredado un reino próspero y a quien no se le habían presentado todavía ocasiones para amasar triunfos y gloria de parejo calibre. Su propio padre, el príncipe Ōusu,díscolo vástago del emperador Keikō, había combatido y vencido a temprana edad a los kumaso,1 en el sur de aquella misma isla a la que ahora se dirigía, y sus gestas le habían valido ya de joven el sobrenombre de Yamato Takeru, «el valiente de Yamato». «Si al menos pudiera yo lograr una de tantas victorias como logró mi padre… O reinar durante siete décadas y vivir hasta los ciento veintisiete años como el viejo Jinmu», pensó el emperador, esbozando una sonrisa agridulce y recordando la legendaria longevidad de su antepasado, el primero de los emperadores, mientras los contornos del litoral de la región de Chikuzen cobraban cada vez más nitidez frente a sus ojos.

Pero no eran solo las gestas de sus predecesores y el recuerdo de tiempos más heroicos lo que teñía de una vaga melancolía el ánimo de Tarashinakatsuhiko en aquella esplendorosa mañana primaveral del año de mizunoe-saru.2 Lo cierto era que el emperador añoraba también la compañía de la emperatriz. Hacía escasos dos años que el dignatario había contraído matrimonio con Okinagatarashi no hime no Mikoto. Lo había hecho al poco de fallecer su primera esposa, con la cual había tenido dos hijos, los príncipes Kagosaka y Oshikuma, a los que había dejado, durante su ausencia, en el palacio de Toyura no Miya. En el tiempo que llevaba junto a Okinaga, esta no le había dado todavía ningún heredero, pero parecía haber insuflado nueva savia en sus venas y nuevo vigor a sus miembros, pues era un hombre que rebasaba la cincuentena.

Nieta del emperador Wakayamato Nekohiko e hija del príncipe Okinaga no Sukune, la emperatriz consorte unía a la instrucción y virtudes propias de su alta cuna cualidades que hacían de ella una mujer extraordinariamente singular. De hermosos rasgos y notable estatura para su sexo, poseía un carácter fuerte y resolutivo y una inteligencia despierta e inquisitiva. Su presencia había aportado nuevo brío a la corte imperial y, en muy poco tiempo, se había convertido en la principal consejera del emperador. Desde muy tierna edad, Okinaga había manifestado además poseer un raro don, aquel que solo poseían las hechiceras de las tribus más antiguas de las islas y que permitía la comunicación con las fuerzas ocultas de la naturaleza y con los espíritus y dioses que las gobiernan. Ese poder inspiraba en algunos un temor reverencial y redundaba aún más en el hechizo que Okinaga inducía en cuantos la rodeaban y en el propio Tarashinakatsuhiko, pues la envolvía en una aureola de misterio que la separaba de la mayoría de los mortales, incluido el todopoderoso mandatario. Al fin y al cabo, en los momentos de trance, la emperatriz se tornaba ella misma tan inaprehensible como ese plano de la realidad al que solo un puñado de elegidos por los dioses tenían acceso, una región liminar de lo existente en la que el propio poder imperial encontraba una inquietante frontera.

Hacía tan solo siete días que los esposos no se veían, pues asuntos de diversa índole los habían obligado a bifurcar sus caminos temporalmente antes de la partida de Tarashinakatsuhiko, pero al dignatario se le antojaban como siete años. Habían acordado reunirse de nuevo en el palacio de Kashii no Miya, aunque era probable que la emperatriz tardara todavía una o dos jornadas más en arribar a puerto. Así pues, pensó el mandatario, no le quedaba más remedio que entretenerse como pudiera mientras tanto.

El sonido de una caracola, que un marinero de una nave próxima hizo sonar, sacó al emperador de su ensimismamiento.

—Se acerca una nave a babor, excelencia. Parece que Kuma acude puntual a la cita— le informó Takeuchi no Sukune, el principal de sus ministros, junto con el también venerable Takefurukuma no Mikoto.

Takechi había servido con lealtad a su tío y predecesor, el emperador Seimu, antes que a él. A la de la lealtad, unía las virtudes de la discreción y la prudencia, tan valiosas en un consejero áulico, además de su competencia como estratega en el campo de batalla, si bien Tarashinakatsuhiko no había tenido que recurrir a esta última tanto como su tío y su padre en años más turbulentos. Bajo la elegante pero sencilla túnica verde de cuello con volantes, las anchas espaldas de Takechi y sus nervudos brazos delataban todavía al guerrero imponente que había sido en su juventud. Su recio porte, su imperturbable compostura y su penetrante inteligencia hacían que emanara de él una autoridad natural.

—Y parece que llega decidido no solo a honrarte, sino también a sorprenderte —añadió Takechi, escrutando la embarcación que se aproximaba a ellos y cuyo aspecto despertó exclamaciones de asombro entre la tripulación de la augusta nave imperial, donde los marineros se agolparon en la borda, curiosos, para contemplar mejor el espectáculo.

Kuma, «oso», era el sobrenombre del principal osa3 de los azumi que habitaban las tierras costeras de Chikuzen. Guerrero feroz, curtido en mil batallas, recientemente había asumido de manera oficial el mando de su uji —que ya ejercía de facto desde tiempo atrás—, tras la muerte de su padre nonagenario. Tarashinakatsuhiko y sus ministros habían temido que el temperamento fanfarrón y pendenciero del cabecilla lo impulsara a cometer alguna imprudencia al verse coronado al fin como líder de pleno derecho, pero Kuma era sabedor del lugar que ocupaba y del gran poder del emperador. El jefe local no solo había salido a recibir a su señor en el mar, como solía ser costumbre en aquellas visitas del mandatario, sino que, como parte de su ofrenda, y no conformándose con portar alguna rama de sakaki, había engalanado su nave talando un árbol entero, que lucía enhiesto en la proa, como si fuera un palo más del aparejo del barco. Sus ramas ondeaban al viento profusa y ricamente decoradas a su vez con espejos de cobre blanco que despedían mil destellos en su avance, así como con joyas y finas telas, entre otros tesoros y ofrendas para el emperador.

—A su bárbara manera, no se le puede negar ingenio ni voluntad de agradar —dijo Takeuchi no Sukune, volviéndose hacia el emperadorxon con los brazos enterrados en el forro rojo de las anchas mangas de sutúnica.

—Quieran los dioses que no nos tenga preparadas más sorpresas —se limitó a responder Tarashinakatsuhiko alzando una ceja.

Los azumi fletaron un bote y su cabecilla subió a bordo de la nave acompañado de una pequeña comitiva.

—Sé bienvenido a la isla de Tsukushi y a los predios de Chikuzen, majestad. Que los dioses de la Alta Pradera te colmen con sus bendiciones y te concedan tantos años como granos de arena hay en las playas de tu imperio —dijo Kuma, postrándose frente a Tarashinakatsuhiko—. Que preserven intacta la claridad de tu juicio como la superficie de cien espejos bruñidos y que tu reino siga gozando de paz y de prosperidad. Acepta, te lo ruego, este pequeño obsequio como signo de mi lealtad y la de todo mi pueblo —añadió, todavía postrado, pero tomando de manos de uno de sus acólitos, para ofrecérsela al emperador, una espada de excelente factura, de filo ligeramente curvo y espléndida empuñadura enjoyada—. Blándela contra aquel que ose desafiar tu poder. Tus enemigos son y serán mis enemigos, como los de tu padre lo fueron del mío.

Con una inclinación de cabeza, Takeuchi no Sukune tomó el magnífico presente en nombre del emperador, quien se dirigió al corpulento y barbudo Kuma con palabras más sobrias y escuetas, pero igualmente solemnes.

—Tus presentes me honran tanto como honran la amistad que une a nuestras casas desde antiguo. Ambas son más fuertes unidas y así han de permanecer. Tu recibimiento y el de tu pueblo me llenan de contento y gratitud.

No había acabado de pronunciar el emperador estas palabras cuando uno de los vigías anunció la llegada de otra nave, cuya aparición despertó nuevas exclamaciones y, esta vez, más de una sonrisa burlona entre los rostros asomados a la borda.

El barco que había aparecido por el horizonte pertenecía a Itode, osa de los uji de Chikugo, vecinos y rivales de los de Chikuzen. Habiendo tenido noticia del fastuoso recibimiento que Kuma estaba preparando para el emperador, Itode no había dudado a la hora de imitarlo y superarlo, talando no uno sino dos hermosos sakaki, que portaba ahora orgullosamente en la proa y en la popa de su embarcación, sus verdes ramas colmadas también de adornos y ofrendas.

—Por todos los dioses… —masculló entre dientes Kuma, todavía arrodillado, al ver aproximarse el doblemente engalanado barco del señor del predio colindante al suyo—. ¡Maldito!

Una vez que Itode hubo presentado sus respetos al emperador —ante la airada mirada de Kuma— y que otros dos señores de los predios costeros, llegados poco después con ofrendas más humildes, hicieran lo propio, la flotilla y su escolta local pusieron proa hacia el cercano puerto, desde donde la comitiva imperial había de dirigirse al palacio, lugar en que estaba previsto que el emperador recibiera al resto de los señores tributarios de la isla, allí convocados desde fecha muy anterior.

Pero las sorpresas no habían de terminar allí aquel día. Muy al contrario, en aquella jornada señalada aconteció todavía un prodigio que eclipsaría a cuantos espectáculos y golpes de efecto lo habían precedido y que habría de quedar grabado por siempre en la retina y memoria de quienes pudieron contemplarlo, ya fueran nobles señores, guerreros o humildes pescadores.

El sol había iniciado ya su lento descenso y los barcos ceñían el viento rumbo a la rada cuando, de súbito, se escuchó en el cielo, a su espalda, una gran algarabía de graznidos y aleteos. Vigías y tripulantes dirigieron la vista hacia la popa de las embarcaciones y todos quedaron completamente atónitos ante la imagen que se ofreció a sus ojos. Una gran embarcación avanzaba hacia ellos a toda vela y procedente del norte, escoltada ruidosamente por una legión de gaviotas y cormoranes. Lo más asombroso, sin embargo, no era la bandada de aves que la envolvía como una nube, sino el hecho de que, alrededor de su casco, las aguas parecían hervir con parejo frenesí. Solo cuando la nave estuvo más cerca descubrieron, estupefactos, los tripulantes de la flotilla que eran peces, cientos de ellos, si no miles, los que, saliendo imprudentemente a la superficie, chapoteaban de aquel modo insólito y frenético, tornando espumosas las aguas y reflejando en sus lomos plateados las postreras luces del día, mientras boqueaban anhelantes hacia lo alto hasta quedar flotando, inermes. Poco a poco, a medida que la embarcación iba aproximándose, fue haciéndose audible también entre el griterío de las aves y el chapoteo de los peces el sonido de una risa cristalina y musical, inconfundible para el oído del emperador. Era una figura esbelta y hermosa la que así reía, encaramada audazmente a la alta proa, y la que, asida a una regala con una mano, vaciaba desde lo alto con la otra una copa de sake sobre las aguas. Ataviada con un rico karaginu de color azafrán, de su grácil cuello pendía un espléndido collar de magatama de jade.

Varias barcas de pescadores que faenaban por la zona se habían aproximado a la gran embarcación y, siguiendo su estela, sus maravillados tripulantes llenaban la redes una y otra vez, cargando hasta el límite mismo de la flotabilidad sus frágiles esquifes, mientras dirigían palabras de agradecimiento a su risueña soberana y se postraban ante ella, pues era manifiesto que era ella quien de algún modo prodigioso había hechizado así a las criaturas marinas, embriagándolas a voluntad con el mágico licor.

Asomados a la popa de sus embarcaciones, Kuma, Itode y cuantos señores y guerreros locales habían salido a recibir al emperador, parecían embrujados también de puro inmóviles, sus ojos y bocas completamente

Asida a una regala con una mano, vaciaba desde lo alto con la otra una copa de sake sobre las aguas.

abiertos ante la imagen que contemplaban y que se les antojaba irreal. En el último año, habían llegado hasta ellos múltiples rumores sobre la nueva esposa del emperador, sobre su belleza y su magnética personalidad, pero también sobre sus extraños poderes. Ahora podían decir sin temor a equivocarse que todos aquellos rumores se quedaban cortos.

Por primera vez en toda la jornada, el emperador se había levantado, y, a una voz de Takeuchi no Sukune, todos los hombres de la tripulación se hicieron a un lado respetuosamente, formando un pasillo hasta la parte trasera del navío, desde donde el mandatario observó la llegada de su consorte, tan embelesado como los demás.