La Criadora de malvas - Laura Macías Pérez - E-Book

La Criadora de malvas E-Book

Laura Macías Pérez

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Beschreibung

—Como me enfades, puedo invocar a las malvas del jardín para que te estrangulen. —Yo no hago caso a los rumores, Criadora de malvas.   Bretaña, Francia Cuando Gael Tremille vuelve a casa de sus padres con el fracaso a cuestas y sin saber qué camino tomar en su vida, lo que menos espera es trabar amistad con la Criadora de malvas, la extraña chica que habita en la casa abandonada del cementerio y que todo el mundo evita; la que hace que las flores broten allá donde pisa; la que habla con las tumbas y corre por la playa retando a las olas. Ella le hará recordar su verdadero propósito, escondido entre capas de miedo: cuidar y proteger a los animales que lo necesiten. Odette Guillory se deja llevar por la vida sin más compañía que la de su gato, las malvas y las constantes habladurías sobre ella. Hasta que conoce a Gael, que parece dispuesto a acompañarla y desenterrar todas las malditas raíces de su pasado. El jurado ha dicho: "Me ha conquistado por completo. La forma de escribir me ha parecido delicada y firme al mismo tiempo, con mucha capacidad para transmitir emociones. Una novela llena de sensibilidad y amor por los animales. Esto, junto con la peculiar protagonista, han conseguido emocionarme mucho. También creo que el aura de misterio que envuelve a Odette está muy bien creada. Y la resolución, con esa caída a los abismos emocionales y ese resurgir sanador, está totalmente a la altura".  "La ambientación en la Bretaña, lo tierno que es el protagonista masculino (que encima es vegano, algo que se ve poquísimo en la romántica) y la relación que establecen poco a poco es muy especial. Es un cóctel muy bonito, con un subtono trágico, que te engancha".  "Me gustó mucho el aire un tanto poético que tiene; un corte tipo new adult; la ambientación, los personajes y sus circunstancias, cómo parece que los protas están todavía hallándose a ellos mismos". - Si alguna vez has pensado en huir y empezar de cero, esta novela es para ti. - Una reflexión sobre las decisiones que tomamos en nuestra vida para ser felices con lo que hacemos. - Se presentan los derechos de los animales desde un punto de vista tranquilo y cómodo, abierto al debate. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporáneo, histórico, policiaco, fantasía… ¡Elige tu románce favorito! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Seitenzahl: 463

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 Laura Macías Pérez

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

La Criadora de malvas, n.º 387 - mayo 2024

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 9788410627826

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Cita

Primera parte. Printemps

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Segunda parte. Été

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Tercera parte. Automne

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Cuarta parte. Hiver

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Epílogo. Printemps

Nota de autora

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para Sonia, por crecer a mi lado y enseñarme a vivir mil historias, incluso en la distancia.

 

 

 

 

 

 

And we become night time dreamersStreet walkers, small talkersWhen we should be daydreamersAnd moonwalkers and dream talkersIn real life.

 

Aurora, Daydreamer

Primera parte Printemps

Capítulo 1

 

ODETTE

 

 

 

 

 

A veces vivimos tan enfadados con la vida que tendemos trampas a nuestro futuro. Nos cortamos las alas por miedo a volar, con el único motivo de protegernos, incluso de nosotros mismos.

Yo salté cuando aún me daba miedo: no sabía si lograría volar entre las nubes o me estrellaría contra la superficie salada del mar. Lo hice sin pensar. Tenía cicatrices por todo el cuerpo y no quería dos más. Salí corriendo hacia un acantilado y salté.

Mis alas se desplegaron en el último momento, como las de un pájaro herido que se resiste a morir.

Desde aquel día me escondí entre las nubes, sin bajar a tierra, por miedo de no saber volar de nuevo; por no sentirme capaz de desplegar las alas una vez más.

No hay nada peor que no confiar en una misma.

¿No es acaso esta la trampa que yo misma me tendí?

 

 

«Sin embargo, una no puede vivir en el cielo y tener un gato», pensé, sobresaltada, mientras dejaba mi pluma sobre la libreta abierta. Había escuchado un maullido grave en el piso de abajo, después de un estruendo de cristales rotos.

Cheshire era el único vínculo que unía mi vida actual con la que dejé en tierra firme, un pequeño eslabón inofensivo.

Bajé los escalones de madera corriendo. El día era gris y apenas se veía nada en la cocina. Abrí la puerta de casa, que daba a un pequeño porche acristalado con el suelo de piedra. Nada. La lluvia me golpeó cuando salí a la calle; maldije.

Vi cristales rotos esparcidos frente al ventanuco por el que Ches se había malacostumbrado a entrar y salir de casa. Y sangre, aunque la lluvia se esforzaba por borrar el rastro. Mi corazón se aceleró y sentí que mi garganta se lanzaba a gritar. Me agaché para comprobar que eran botellas de alcohol rotas que algunos imbéciles habían decidido lanzar desde la calle contra los muros de mi casa.

Me lancé de nuevo hacia el interior, siguiendo el débil rastro rojizo que había visto, y encontré a mi gato debajo de la vieja mesa de café: tenía el pelaje gris empapado y una pata herida por los cristales que se había clavado al saltar a la calle. ¿O habría sido a propósito? ¿Alguien lo había visto y le había lanzado aquellas botellas? Noté lágrimas de rabia desbordarme. En cuanto me vio, Ches maulló con aquel tono grave que indicaba que sufría.

Una sombra pasó como un fantasma delante de mí.

Cuando afirmé que Ches es el único vínculo que me une a la tierra, no mentía: no hay nadie más en mi vida. No me importa la soledad. Incluso, a veces, la relamo como un pequeño tesoro; pero ante aquella imagen me di cuenta de que no podría soportarla sin él.

Le envolví en la primera sudadera que encontré y salí corriendo con él en brazos; me metí en el coche. Aquel día llovía a mares, como si el cielo hubiera hecho causa común con mi dolor.

Me lancé sin pensar a casa de los Tremille.

Maëllys es un pueblo pequeño, los rumores vuelan y la gente parece saber las cosas antes de que una misma las diga. No era un secreto que el hijo mayor de los Tremille llegaba aquel mismo día. Y era veterinario. ¿Estaba poniendo mucha fe en aquella habladuría? Intenté controlar mi respiración. El veterinario más cercano estaba en Saint-Malo, a media hora en coche. Comprobar si el rumor era cierto me podría ahorrar un tiempo valioso.

Cuando llegué a la casa, no había nadie, solo un cuatro por cuatro lleno de maletas y trastos aparcado en la puerta.

—Justo se acaba de ir al río —comentó una vecina desde la ventana, al verme maldecir con Ches en brazos. Asentí, en agradecimiento.

Me volví a lanzar al coche y esta vez lo aparqué de cualquier manera en una carretera medio derruida que había a la salida del pueblo, justo donde el bosque se espesaba y el río se hacía más ancho. Me metí entre los árboles y corrí como si me estuvieran persiguiendo para arrebatarme la vida, esquivando troncos y charcos llenos de barro.

Cuando llegué al río, creí ver a un hombre sentado en la orilla. Creí ver, sí, porque la lluvia que caía era tan densa que parecía un telón que una debía apartar con las manos para avanzar. Un perro grande, de pelaje blanquinegro, comenzó a ladrar nada más verme, avisando de mi llegada, lo cual agradecí. Cuando el hombre se giró, sorprendido, me miró de arriba abajo y debió de pensar que me había escapado de un loquero o algo por el estilo. En mi defensa diré que él tampoco tenía muy buen aspecto.

—Mi gato… se ha clavado unos cristales. Sangra mucho —dije yo, incapaz de conectar más de una frase. El chico se acercó a mí y entonces dejé de escuchar. Se me heló la sangre. Ya no había lluvia a mi alrededor. Ches dejó de maullar. Silencio. También se debió de agotar el aire, porque dejé de respirar. Di un paso atrás, sin querer.

Conocía a aquel hombre.

Cabello largo y negro. Ojos grises. Rostro cuadrado. Triskel de plata al cuello.

La expresión del chico cambió de confusión a preocupación cuando vio a Ches entre mis brazos, así que debía ser él. El veterinario. Sin decir ni una palabra más, eché a caminar de vuelta al coche; él entendió que quería que me siguiera. Me esforcé por recuperar la respiración; por pensar en Cheshire y en que necesitaba un veterinario.

—¡Möira, ven! —escuché su voz grave detrás de mí. Me estremecí. Su perra en seguida se lanzó tras él.

Se subió al asiento del conductor sin preguntar; a mí no me quedó otra que meterme por el lado del copiloto. Una vez dentro, con una sola mirada supe que me decía que podía confiar en él, que en mi estado de alteración era mejor que no condujera, y que conduciría tan rápido como lo habría hecho si fuera su perra la que corría peligro. Yo temblaba y lloraba, por primera vez me daba cuenta.

—Oye, ¿cómo te llamas? —preguntó, sacándome del templo de mis recuerdos, donde yo abría carpetas, cajones, tiraba por los aires papeles y libretas buscando el recuerdo en que aquel chico aparecía—. Tranquila, va a estar bien —añadió, al verme tan alterada.

—Odette —respondí en un susurro, sin mirarle.

Él pisó el acelerador y llegamos a su casa en un par de minutos. Entramos y me indicó que dejara a Cheshire sobre la mesa de la cocina.

—Que mala pata, pequeño.

Yo me aparté, buscando las sombras, mientras los ojos azules de mi gato me pedían que me quedara.

El veterinario se puso a trabajar, dedicando palabras de consuelo a Ches, algo que me calentó un poquito el corazón en mitad de aquella tormenta.

Mientras trabajaba, me fijé en el hijo mayor de los Tremille. Era mucho más grande y alto que en mis recuerdos, pero por lo demás, parecía seguir igual. Me recordé que debía coger aire.

Pensé en levantarme para salir de la cocina, pero me miró y me pidió que me quedara. Me dijo que Ches estaba tranquilo gracias a mi presencia, mientras le hacía efecto la anestesia. Después le sacó un pequeño trozo de cristal y le cosió las heridas: tenía dos cortes grandes, ambos en una de las patas traseras.

Cuando terminó de vendarle y revisar el resto de su cuerpo, ya era de noche. Mientras esperábamos a que Cheshire se despertara, ninguno habló. Me senté junto a la mesa mientras él recogía y limpiaba sus instrumentos. Su perra, Möira, se había hecho un ovillo bajo la mesa. Me di cuenta de que se parecía a su dueño y me transmitió calma. Porque, aunque todos mis sentidos gritaban, aquel chico parecía tener un don para transmitir tranquilidad. ¿Otra diferencia? Me obligué a parar de recordar.

Cuando Ches se despertó, al fin, me volqué sobre él para darle caricias y besos. Comenzó a ronronear, aún algo desorientado.

—Debería beber agua. A los gatos les cuesta, pero la necesitará, ha perdido mucha sangre. Y tiene que reposar, le dolerá caminar un par de días. ¿Tiene todas las vacunas puestas?

Asentí.

—Entonces no debería haber mayor problema.

—Muchas gracias. ¿Cuánto te debo?

Noté cómo se sonrojaba al hablar de dinero. Le pagué la cantidad que me pidió con una sonrisa nerviosa. Cogí a Cheshire en brazos y me dispuse a salir.

—Perdona, ¿quieres que te acerque a casa con el coche? —reaccionó, al verme salir a la noche lluviosa. Me paré, abracé a Ches con algo más de fuerza y negué, pero él ya había salido—. Es mejor que le tengas en brazos y no le sueltes para conducir. No me importa. ¿Dónde vives?

Quise gritar, de nuevo.

—En la casa del cementerio —respondí, sintiendo mis mejillas arder.

El chico permaneció un tiempo callado, como si estuviera asimilando la información. Después arrancó. Yo sentí que todo alrededor se caía en pedazos, como el cielo cayendo en forma de lluvia. Al día siguiente miraría hacia arriba y no quedaría nada, solo vacío. Al día siguiente, yo debería deshacerme también de aquel lugar.

—Ya estamos —me distrajo su voz. Alcé la mirada hacia mi casa, aquella de la que me debería despedir. Apenas la había ocupado un año—. Por cierto, yo no me he presentado. Soy Gael.

«Lo sé». Ya había encontrado el recuerdo en mi mente. Estaba guardado a buen recaudo, en una carpeta llena de hojas de eucalipto, de caracolas blancas, arena de playa, una cerveza clara, un par de flautas irlandesas y una guitarra.

Le miré a los ojos por primera vez y sentí un remolino en el corazón.

Sí, era él. Era el chico del festival.

Capítulo 2

 

GAEL

 

 

 

 

 

Suspiré cuando la maleta se abrió nada más entrar en mi cuarto, derramando todas sus entrañas de ropa.

—Podías haber aguantado unos segundos más —le eché en cara, mientras apartaba la ropa de una patada.

Mi habitación en casa de mis padres seguía igual, si no tenía en cuenta la bici estática y el televisor viejo que ahora ocupaba todo mi escritorio. También había cacharros viejos por el suelo, como una lámpara rota que había terminado en aquel trastero improvisado en vez de en el punto limpio. Lo único que no me molestaba de las novedades que habían instalado en mi cuarto era la colchoneta de mi perra.

Me tiré en la cama sin recoger nada. Mi cuarto era un caos. Como mi vida. Ya era la segunda vez que volvía a casa de mis padres después de haberme independizado. Me incorporé en la cama para evitar que mi mente entrara en un bucle de autocompasión. Lancé una mirada a mi botiquín, posado encima de la tele. No había pasado ni dos horas en Maëllys y ya había intervenido a un gato. El pueblo crecía cada vez más, pero no había visto ninguna clínica veterinaria. Seguro que tendría trabajo, me dije, observando el dinero que había sacado aquel día. No podía ver todo tan negro. Me daría tiempo a ahorrar y la siguiente vez sería la definitiva. Aunque, ¿qué haría? ¿Montar otra clínica? ¿La tercera? Solté una carcajada amarga.

—Gael, basta —me dije—. Recoge la maldita ropa, no le des más vueltas.

No, no había vuelto a Maëllys para fundar otra clínica. La atención a animales domésticos ni siquiera era mi especialidad; no podía hacer más que confiar en mis compañeros y administrar, no atender. Al fin y al cabo, yo era veterinario rural, por mucho que mi única experiencia en granjas hubiera sido nefasta, suficiente como para hacer que me mudara a la ciudad y convencerme de que no me dedicaría a ello jamás.

Había llegado a Maëllys aquella misma tarde, aunque mi familia me esperaba al día siguiente. Quería darles una sorpresa, pero al ver que no había nadie en casa, había decidido pasear por el río con Möira. Allí, donde cuando éramos jóvenes los chavales del pueblo habíamos construido una plataforma de madera para sentarnos encima del río y ver el agua correr por debajo de nuestros cuerpos. Cuando vi que la plataforma seguía en pie, con zonas musgosas y húmedas, pero en pie, sonreí por primera vez en mucho tiempo.

Después de curar al gato de aquella chica, también me sentí bien. Llevaba mucho tiempo sin tratar a un animal con la cercanía con la que había tratado a ese gato de ojos azules. Los últimos años había pensado como un empresario más que como un veterinario.

Comencé a recoger la ropa del suelo y a doblarla. Me mordí la lengua. ¿La vieja casa del cementerio? Desde los quince había ido allí con mis amigos y mi hermano a contar historias de miedo, a jugar a juegos de cartas, y más tarde, a beber cerveza. Me parecía increíble que alguien pudiera habitarla.

—¡No puede ser!

Me giré al escuchar la voz de mi hermano en la planta baja. Me reí cuando exclamó:

—¡No puede ser que mi hermano haya llegado a casa y nadie le haya recibido en condiciones!

Subió las escaleras de dos en dos y entró en mi cuarto como un tornado, con su típica sonrisa en el rostro.

—¡Gael!

Se lanzó a mis brazos.

—Erian, chaval.

—¿Chaval? ¿Has visto esta barba?

Le observé. En efecto, tenía una barba negra bien recortada. Aunque no le quitaba la cara de niño que siempre había tenido, admití que había cambiado. Fruncí el ceño de repente.

—¿Qué? ¿Qué le pasa a mi barba? —dijo preocupado.

—Nada —sonreí, dándole una palmada floja en la cara—. Es que… eres igual que yo cuando tenía tu edad.

Negó, mirándose en el espejo, en claro desacuerdo. Seguro que mis padres no se cansaban de repetírselo.

—Yo siempre he sido más delgado —añadió, echándome una mirada de arriba abajo.

Me reí. Solo esperaba que cuando tuviera treinta, como yo, no fuera otra réplica de mí. Me vería condenado a soportar ataques de nostalgia cada vez que le viera.

—¿Soy el primero en recibirte? Acabo de llegar de clase, pensé que llegarías mañana.

—Sí, tenía pensado llegar mañana, pero terminé de recoger todo muy pronto. Ya nada me retenía en París, así que salí hoy al mediodía.

—Entonces, ¿has visto a papá y mamá?

¿Era cosa mía, o estaba nervioso?

Negué con la cabeza, entrecerrando los ojos. Justo en ese momento, escuché la voz de mi madre en la planta de abajo.

—¿Erian? ¿Has llegado ya? Ven a ver lo que he encargado para tu hermano, el pastelero se ha lucido esta vez.

—¡Mamá, oye…! —gritó mi hermano, asomándose por el hueco de las escaleras. Pero mi madre no dejaba de hablar, mientras subía por las escaleras.

—Mira que tarta más…

Se quedó callada frente a mí, como si se hubiera encontrado a un grupo de fantasmas tomando coñac en mi habitación.

—Es bonita —dije, aguantando la risa—. La tarta, digo.

Era un pastel de calabaza con mi nombre escrito con virutas de avellana. Unté un dedo en la crema y me lo llevé a la boca, justo en el momento en que mi hermano estallaba en carcajadas.

—Sorpresa —dijo mi madre, Jacqueline, cerrando los ojos y riendo también. Le pasó la tarta a mi hermano y me dio un golpe en la mano antes de abrazarme—. Siempre te digo que no metas los dedos en la comida.

Su tono era cariñoso, más que de reproche. Parecía que disfrutaba con la idea de poder volver a regañarme durante otro período indefinido de tiempo.

—Y yo nunca te hago caso —dije, estrechándola entre mis brazos. La besé en la mejilla. Cada vez era más bajita, pero su imagen era la misma de siempre.

—¿Qué tal estás, cariño?

Entendí su tono.

—Bien, mamá. Estoy bien.

—Mi niño, no pasa nada…, no pienses en esto como un fracaso…

—Lo sé, no lo hago —mentí, sabiendo que no me creía. Me conocía demasiado bien—. Gracias por dejarme volver aquí.

—¿Cómo que gracias? ¿Dónde vas a estar si no es con tu familia? Bastante tiempo has pasado por ahí fuera, sin pisar Maëllys. Es tu hogar, cielo.

Evité lanzar un suspiro.

Bajamos al salón y comenzamos a preparar mi cena sorpresa. Mi familia decidió cambiar el plan de sorprenderme a mí por el de que yo sorprendiera a mi padre cuando llegara del trabajo.

Puedo quejarme de mil cosas en la vida, pero nunca de la familia que tengo. Me reí como nunca preparando el pastel de verduras con mi madre. Era una receta que hacía siempre, sobre todo desde que comencé a ser vegano.

—Tengo tu cuarto lleno de trastos, mi niño.

—Ya he visto. —Me ahorré decirle que tenía ya treinta años como para considerarme un niño. No le iba a importar lo más mínimo—. Pero no te preocupes. He pensado que a lo mejor me podría instalar en la caseta del jardín.

—¿En la caseta? Con el frío que hará ahí. Si te da pereza limpiar tu cuarto, la caseta no es mejor opción, Gael.

—No me da pereza —me defendí—. Solo quiero…, no sé. Intimidad.

—Bueno, haz lo que quieras. Si tu padre accede, toda tuya.

Si ponía un tono de voz tristón, lograría que mi madre me concediera lo nunca imaginable. Al menos, durante un tiempo.

—Gracias —dije—. Todo por no desmontar tu gran gimnasio. No quisiera ser el culpable de privarte de una vida sana…

Mi madre cogió el pulverizador de agua que tenía sobre la encimera y me echó en la cara, mientras Erian y yo nos reíamos. A mi madre le encantaba utilizarlo para regañar a Möira.

—Oye, deja de echar agua a mi perra —dije, tapando con la mano su pistola improvisada—. No es bueno para sus orejas, se le pueden infectar. Y los ojos. Le molesta.

—No se va a morir, señor veterinario. Además, ahora te estoy echando a ti.

Puse los ojos en blanco. Cuando escuchamos la cerradura, corrí a esconderme. Mi padre llegaba.

Al verme pegó un brinco de esos que jamás habría imaginado que mi padre daría. En el fondo, lo que más miedo me daba era enfrentarme a él. Pero la manera en que me abrazó y se rio, me sobrecogió.

Aquella noche fui feliz. Logré olvidarme de que había vuelto a Maëllys, de que había perdido todo mi dinero, de que mi negocio había salido mal dos veces y de que me habían echado de mi piso en París.

De que tenía treinta años y ninguna perspectiva de vida por delante.

Capítulo 3

 

GAEL

 

 

 

 

 

—¿Te acuerdas de Pinaux? ¿Gérard Pinaux?

Alcé las cejas mientras daba un sorbo a mi café. Cómo no acordarme de Pinaux, el dueño de la granja lechera más grande de Maëllys.

—¿El mismo que demandaba a la gente por mirar a sus vacas?

Mi padre me lanzó una mirada tal que casi me atraganto. Mi madre me dejó un vaso de agua al lado, como si me hubiera visto venir.

—Gracias —susurré, mientras me guiñaba un ojo.

—Demandaba a la gente que molestaba a sus vacas —me corrigió Lou—. La mayoría niñatos o gente impertinente.

Me ahorré contarle que una vez quiso demandarnos a Erian y a mí por querer ayudar a una vaca cuyos cuernos se habían quedado enganchados en una verja. Pensó que queríamos robarla. ¿Robar una vaca? Negué con la cabeza para deshacerme del recuerdo.

—¿Qué pasa con él?

Me llevé un trozo de tarta de calabaza a la boca. El desayuno estaba basándose en las sobras de la cena de ayer. En aquel momento estaba solo con mis padres; Erian se había marchado a clase una hora antes, no sin antes hacerme prometer que iría a hacer surf con él por la tarde, «como en los viejos tiempos».

—Estoy seguro de que valorará a un veterinario que pueda estar en la granja durante la jornada. Los veterinarios rurales que le atienden ahora son de Saint-Malo, pilla lejos. Si quieres, vamos a verle ahora.

—¿Y la tienda?

—Hoy avisé de que cerraría. Quería recibir a mi hijo en condiciones. —Sonrió. Se levantó y me dio una palmada en la espalda. Escuché cómo lavaba los cacharros de la pila y comenzaba a hablar con mi madre, pero mis pensamientos estaban ya lejos como para atender a la conversación.

Trabajar para Pinaux.

Preferiría meter la cabeza en la taza de café y ahogarme en él. Sería más digno. Pero ¿qué otra me quedaba? Estaba desempleado y sin un mísero ahorro. Si me ofrecía trabajo, no podía decir que no. Además, por cómo Lou me lo había ofrecido, parecía que la conversación ya había tenido lugar.

Me terminé el café y me levanté. Era una buena noticia. Las vacas de las granjas necesitaban más ayuda que ningún otro animal. Aunque, bueno, las curaría para enviarlas directamente al matadero, como me di cuenta en mi primera experiencia. O las preñaría para que pudieran explotarlas día y noche para sacar su leche. Llevaba diez años posicionándome en contra de la industria ganadera, sobre todo después de ver el trato que se les daba en la macrogranja donde trabajé nada más salir de la universidad. Por ello decidí dejar mi profesión y dedicarme a los animales domésticos, algo que tampoco me había funcionado. Gruñí. Sentía que me estaba engañando a mí mismo. Cerré los ojos. No podía elegir. No tenía por qué ser para siempre. Solo era el primer paso para ahorrar de nuevo. ¿Y luego qué?

«Ya pensarás en ello».

 

 

—¡Lou!

Pinaux se acercó al coche en cuanto nos vio entrar a la explanada principal de la granja. El cielo estaba gris y cuando salimos del coche, una ráfaga de viento nos sorprendió. La primavera estaba llegando, pero el invierno parecía reacio a dejarla pasar. Me recogí el cabello en un moño bajo mientras los dos hombres se saludaban. Miré a mi alrededor: la granja consistía en dos largos edificios grises donde estarían las vacas refugiadas del frío; rodeados de kilómetros de pradera verde. Sonreí ante la imagen. Hacía mucho tiempo que no veía más colores que los de París: todo gris o dorado. Sí, una ciudad bonita. Pero una ciudad, al fin y al cabo. Daba igual cuántas enredaderas colocaran en las fachadas de los restaurantes, para mí, la naturaleza siempre sería este lugar: Bretaña.

—¿Recuerdas a mi chaval? —escuché que decía mi padre. Me acerqué para estrechar la mano del granjero. Los años no parecían hacer mella en él, estaba como siempre. Tenía la cara rechoncha y sonrojada, poblada de una barba cana; una gran barriga escondida en un buen abrigo de plumas, y una colilla entre los dedos. La peste a tabaco nunca faltaba.

—Ton garçon? ¿Tu chaval? Pero si ya es un hombre, joder, Lou. —Soltó una carcajada llena de humo—. Ya se le ve maduro, no como cuando era un mocoso, siempre dando la tabarra, y tu hijo el pequeño siguiéndole a todas partes. No me acuerdo yo ni nada.

—Erian sí era trasto, pero este siempre fue más serio.

—Ya, ya, claro. Recuérdame tu nombre, anda, joven.

—Gael, monsieur Pinaux.

—Solo Gérard. O Pinaux, como me dice todo el mundo.

—Oui, monsieur —forcé la mejor de mis sonrisas.

—Dice tu padre que te has quedado en la calle.

Me aguanté el lanzar una mirada furibunda a mi padre.

—Sí, tuve que cerrar la clínica.

—¿Por qué? —escupió, con su tono brusco de siempre—. ¿Es que los parisinos no tienen animales? ¿O cuando se les mueren se compran otros nuevos en vez de curarlos? —Lanzó una carcajada y noté que mi padre se le unía por cortesía.

—No sé, monsie…, Pinaux. Por la razón que fuera, el último año no tuve tantos clientes y me era imposible mantener la clínica.

—¿Y la clínica de Cancale?

Pasaría un siglo entero y la gente me seguiría preguntando por la primera clínica, el primer fracaso, en el pueblo de al lado.

—Algo parecido.

—Pues sí que están mal las cosas, chico —dijo, y pareció que de verdad lo sentía por mí—. Yo estoy buscando un veterinario para que me ayude con las vacas. Mi hijo las cuida, las vacas confían en él, pero aún tiene mucho que aprender. Y yo no puedo estar siempre aquí, por desgracia. Ya sabes, los negocios y su administración. —Asentí. Entendía a lo que se refería—. El caso es que, si ocurre algo y no ando yo cerca, nadie sabe qué hacer. Ya se me han muerto tres vacas por ahogamiento con los puñeteros plásticos. Se los comen, las muy tontas, les deben saber a hierba o algo. Y la gente que es más cerda que nada y deja basuras tiradas por las praderas…, en fin. Si pudieras estar por aquí para cuidar de ellas y formar un poco a mi chaval, lo agradecería. Mira, Lou me dijo que necesitabas trabajo, yo lo hago por él. No me niego a un amigo.

Sonreí, mientras maldecía de manera interna que mi padre hubiera ido rogando trabajo para mí. No era un chaval de dieciséis años, no necesitaba que mi padre fuera pidiendo favores. Y además Pinaux necesitaba un veterinario de verdad, esto no era un favor, era una necesidad. Si mi padre no hubiera sido un bocazas, podría haber conseguido el trabajo sin ruegos. Ahora Pinaux se pasaría el día recordándome que debía estarle agradecido, como si con este trabajo me arreglara la vida. Pero en lugar de decir en alto todos estos pensamientos, me limité a poner una mano en su hombro.

—Suena perfecto, muchas gracias.

El resto de la mañana lo dedicamos a visitar la granja. Pinaux me enseñó las áreas: la de cría y las áreas de cubículos donde tenían a todas las vacas comiendo. Se me encogió el corazón al verlas todas apelotonadas, estirando su cuello para alcanzar los cubos de heno. Sentí la mirada de mi padre encima de mí. Me conocía bien, aunque nunca hubiera estado de acuerdo con mi forma de pensar. Mi madre y Erian siempre fueron los comprensivos. La última sala era la oficina, aunque el suelo estaba tan lleno de paja como el de los cubículos y el resto de las salas. En este cuarto tenían estanterías de metal con carpetas llenas de informes, unos armarios repletos de medicamentos e instrumentos y otros con ropa de trabajo. Pinaux me presentó a su hijo mayor, Adrien, unos años más joven que yo. Ambos nos reconocimos de la escuela, pero hicimos como si fuera la primera vez que nos veíamos. Había pasado mucho tiempo, de todos modos. Entre los dos buscaron ropa para ofrecerme en los armarios. Cuando salí de allí, lo hice con una camiseta y unos pantalones de trabajo, y con unas botas altas impermeables, todo color verde oscuro.

Quedé en volver al día siguiente por la mañana para comenzar.

 

 

Las olas aquel día eran altas. Lo bueno de que hiciera tanto viento era aquello: era un buen día para hacer surf.

«O lo malo», pensé, mientras desataba mi vieja tabla de la baca del coche. Nunca había sido un gran aficionado al surf, al contrario que mi hermano y todos nuestros amigos.

Aquello era algo que agradecí cuando me mudé a París: sin mar, no hay surf. En París solía ir al gimnasio o recorrer la ciudad con Möira, bajar a la orilla del Sena. He de admitir que no hice demasiados amigos. Me reencontré con compañeros de la universidad, sobre todo con Nino, pero poco más.

No me reconocía en la persona que había sido en París, pero tampoco terminaba de reconocerme en la vida del pueblo. Yo siempre había estado en las calles de Maëllys, en la playa, en los bosques, siempre con el mismo grupo de gente. No obstante, hacía mucho de aquello. Sentía que si mi «yo» adolescente me estuviera viendo ahora, se reiría de mí. O se quedaría aterrado de ver al tío asocial en el que se convertiría.

—¿Listo?

Asentí a mi hermano, mientras me quitaba la ropa y la dejaba perfectamente doblada dentro del coche, quedándome solo con el neopreno. Cogí la tabla y nos adentramos en la plage. Solo la arena grisácea de la playa ya estaba congelada, no quería ni imaginar cómo estaría el agua.

Allí vimos a Youenn, el mejor amigo de Erian, y en algún momento de la vida, también mío. Era nuestro vecino y salíamos los tres juntos desde siempre. Era un chaval larguirucho y con el cabello pajizo.

—¿Y Monique? —preguntó mi hermano extendiendo la toalla en la arena, mientras nosotros nos saludábamos.

—Dice que llega más tarde —le enseñó el móvil, como queriendo demostrar que no mentía.

—¿Sabe que está Gael aquí?

Youenn se encogió de hombros, como solía hacer siempre.

—Díselo, seguro que viene volando.

—Vale. ¿Aviso también a…?

—No. Sólo Monique.

Mi hermano me lanzó una mirada preocupada. Yo no me percaté. Algo había captado mi atención antes de poder escuchar aquel pedazo de conversación.

Capítulo 4

 

GAEL

 

 

 

 

 

—Ah, mira, es ella —escuché que susurraba Youenn poniéndose a mi lado y señalando en la dirección en la que yo ya miraba, emocionado de poder enseñarme algo nuevo —. La Criadora de Malvas.

Tragué saliva.

Era la chica del cementerio. Estaba sentada en la arena unos metros más alejada de nosotros, con los ojos cerrados y los dedos plantados en la arena como si fueran raíces. Tenía el cabello suelto y el viento se encargaba de arremolinarlo alrededor de ella. La noche anterior no me había fijado en lo largo que era, de color dorado.

Cuando vimos que abría los ojos, apartamos la mirada de golpe, aunque no habría ocurrido nada. La chica estaba observando el océano y parecía concentrada en cualquier otra cosa, desde luego no en los tres pringados del neopreno.

No obstante, al girarme para evitar la mirada de la tal «Criadora de Malvas» (me reproché no recordar su nombre), me encontré con otro par de ojos que me dejaron sin habla.

—Amandine —saludó mi hermano, con una voz tan impregnada de sorpresa que parecía que yo hubiera hablado a través de él—. No sabía que vendrías.

Pero no, yo no podía hablar. Con sorpresa o sin ella. Con una sola mirada dentro de sus ojos pude ver cómo pasaban por delante de mí las pocas mujeres con las que había estado en París. Ojos castaños, piel morena, cabello oscuro. Reí para mis adentros con sorna. Durante mucho tiempo me había dicho que ya no estaba enamorado de ella. Pero ¿cómo se explicaba entonces la puñalada que acababa de sentir en el pecho? ¿Cómo se explicaba que todas aquellas chicas hubieran sido tan parecidas? ¿Cómo no me había dado cuenta antes?

—Gael —saludó ella con la misma voz que hacía doce años, esa voz triste. Parecía pedirme perdón con cada palabra que emanaba de sus labios. Ella tampoco había cambiado en eso. Sonreí.

—¡Tremille! —Escuché un grito alegre, y antes de poder responder al saludo de Amandine, Monique se echó a mis brazos.

—Hola Monique —me reí, animado por poder saltarme la parte incómoda—. ¿Desde cuándo eres pelirroja?

—Desde hace un mes —me dijo, tocándose el cabello—. ¿Te gusta?

—Pareces la sirenita.

—No, gracias, estoy contenta con mis piernas. ¡Así podré coger esas pedazo olas! —terminó gritando al mar—. ¿Las habéis visto?

Lancé una carcajada. Monique había cambiado poco. Fue la primera en correr hacia el mar con la tabla bajo el brazo, uniéndose a un grupo de turistas. En verano, solían venir muchos grupos de surferos.

Amandine era la única que no llevaba neopreno.

—¿No surfeas hoy? —le pregunté, como si no hubieran pasado doce años y una ruptura de por medio.

Negó con la cabeza. Se produjo un silencio incómodo, al parecer. Yo estaba demasiado ocupado observando cada milímetro de ella, quería ver qué cosas habían cambiado y qué otras seguían igual.

—Bueno —dijo Erian, cortando el aire entre los dos con esa palabra como si de un cuchillo se tratara—. Estábamos hablando de la Criadora de Malvas —soltó rápidamente.

«¿En serio, Erian? ¿No había mejor tema?».

—Sí, ya he visto que está allí —comentó Amandine, mirando a mis espaldas—. Qué chica más curiosa. ¿No tiene frío?

Se removió en el interior de su cazadora.

—Es superrara —intervino Youenn—. Pero ¿qué más se puede esperar de alguien que vive en el cementerio?

—¿Desde cuándo vive allí? —le pregunté.

—Llegó a Maëllys a principios de invierno. Desde entonces el cementerio está repleto de malvas, flores de mal agüero. Por eso la llaman la Criadora de Malvas. Nunca habían salido tantas, ni siquiera cuando la casa estaba abandonada. Y ella no las corta —comentó, divertido—, sino que desaparece entre ellas. O eso dicen. Por decir, dicen que es la muerte en persona y que se dedica a cosechar cadáveres —añadió Erian, con los ojos en blanco— y la evitan por la calle.

Bufé.

—Ya —respondió mi hermano—. Pero es verdad que es rara. No sale del cementerio más que para lo justo y necesario, no se relaciona con nadie. Aunque yo creo que debe ser maja, pero tímida. O tal vez le ha pasado algo grave…

—Tú ves divertido y guapo a Elliot. Creo que el problema es que ves a todo el mundo con buenos ojos —intervino Youenn, riéndose al ver que mi hermano se sonrojaba al mencionar a ese tal Elliot. Vi que Amandine también le sonreía. Ya le preguntaría quién era—. Se dice de todo de ella.

—¿Cómo qué? —pregunté, girándome lo justo para poder observar a la joven sin ser cantoso. Ella seguía a su bola.

Di un brinco al escuchar a Monique a mi lado, con el cabello empapado.

—Como que es una bruja de esas que te leen el futuro en las líneas de la mano, o te echan las cartas. Ya, da escalofríos. —Me sacó la lengua—. Además tiene un gato. Todo coincide. Sé que las viejas de la iglesia mayor se ponen a rezar el rosario cada vez que la ven e intentan que no se cruce en su camino.

Monique contaba esto como si fuera la historia más divertida del mundo. Nos contó cómo había visto a madame Églantine correr para evitar que la muchacha le devolviera un guante que se le había caído. Yo no pude evitar reírme al pensar en la abuela corriendo. Madame Églantine tenía fama de entrar en discusiones tontas con cualquier persona que pasara por delante de la iglesia. Me hacía gracia imaginármela huyendo de una persona en vez de al revés.

—Yo he escuchado que habla sola —dijo Amandine, aunque no parecía querer criticar, sino sentir pena por ella—. Que como está sola la mayoría de las veces, habla para sí misma por la calle, o habla con los árboles del bosque. Incluso dicen que se sienta frente a las tumbas del cementerio y habla con la persona enterrada.

Amandine jugueteaba con la goma de pelo de su muñeca.

—Lo que aumenta las probabilidades de que sea una bruja —señaló Monique.

—O la muerte —añadió Youenn.

—No aumenta las posibilidades de que lo sea. Aumenta la cantidad de posibles habladurías que se puedan decir de ella —puntualizó Erian—. Lo que sí debe ser, es muy pobre.

Todos miramos en dirección a la chica.

—Quiero decir, todas sus posesiones son viejas. Y… ¿la casa del cementerio? Seguro que era la más barata del pueblo. Además, debe de tener mil cosas por renovar y dudo que lo haya hecho.

—De algo tendrá que vivir, ¿no trabaja? —Recordé de súbito el dinero que me dio la noche anterior y me sentí algo mal. Aunque tampoco parecía haber dudado en dármelo.

—Sí, hace manualidades. Pone un pequeño puesto en el mercado, pero nadie para en él. Es muy cutre, las cosas claras —bajó el tono de voz—. A mamá le da pena, así que le pidió a papá que le dejara vender en nuestro puesto, que es más grande. Además, así tendríamos ayuda extra; pero ella lo rechazó. No sé, tío, no puede ser posible mantener los gastos de una casa con el dinero que gana con su puesto. A ver si madame Paule le paga un dinerillo extra.

—¿Trabaja para Paule? —pregunté, curioso.

—Sí, aunque no digas nada. Vosotros tampoco —dijo a los demás, que también parecían enterarse en aquel momento—. Ya sabéis que los cotilleos en Maëllys vuelan. Paule quiere ayudarla, le ha ofrecido trabajar en su casa. La Criadora de Malvas va a arreglar cosas, limpiar, cocinar, lleva a monsieur Clearwater al médico… Paule se porta muy bien con ella. Ya sabes cómo es. En seguida quiso que la chica se sintiera bien en Maëllys.

Madame Paule era como nuestra segunda abuela. Recordé todas las tardes entre cacharrería vieja, jugando al escondite con Erian y Monique en su casa, que tenía mil puertas secretas, o jugando a los disfraces con los bombines de su marido, Richard Clearwater. Paule no era alcaldesa de Maëllys, pero desde luego, debería haberlo sido. El pueblo era su pasión. Quería atraer turistas, habitantes, demostrar que Maëllys podía ser el lugar ideal para todo el mundo. Por supuesto que habría sido la primera en ayudar a instalarse a una nueva joven.

—Hablando de la reina de Maëllys —dijo Erian, haciendo eco a mis pensamientos—, deberías pasarte a verla. Como se entere de que llevas ya un día aquí y no has ido a verla la primera…

—Lo haré —dije de corazón. Tenía ganas de estrechar a Paule entre mis brazos y que me regañara por la longitud de mi pelo. Me pasaría por la noche.

—Pero lo más fuerte sobre ella aún no se ha dicho —dijo Youenn, encendiéndose un cigarrillo—. Los viejos dicen que es…, ya sabéis. Prostituée.

Monique le pegó en el brazo.

—Eres idiota. Claro que no es una prostituta. Esos viejos son unos misóginos de mierda.

—Vive sola en la casa más alejada del pueblo, y como decís, tiene poco dinero.

—¿Y? ¿Qué pasa por eso? ¿Una mujer viviendo sola, tan raro te parece?

Youenn se encogió de hombros, mientras Monique no dejaba de murmurar «menuda panda de cerdos». Acto seguido, se volvió a lanzar al mar, enfadada. Erian y Youenn la siguieron, decididos a pasar del tema.

—¿Tú no vas? —escuché que me preguntaba Amandine.

—Sí, en un rato. ¿Qué harás tú? —¿Por qué me temblaban las manos? Ojalá no lo notara.

—He quedado… Me voy ya.

—Ah, bueno. Pásalo bien.

—Gracias.

Se dio la vuelta y mi corazón se relajó. No obstante, volvió a encararse conmigo.

—Gael. Oye…, ¿te acuerdas de Smael? ¿El chico que ayuda a mi madre en la frutería?

—No —mentí, no sé muy bien por qué—. No caigo ahora.

—Bueno… Vamos a casarnos.

Otra puñalada. ¿Qué esperaba? Si era sincero, había esperado que se hubiera casado ya, que se hubiera ido de Maëllys y que no hubiera estado presente para verme volver con el fracaso a cuestas, sin pareja, sin trabajo, por supuesto sin una familia, sin…

—Han pasado doce años desde lo nuestro —comentó. Manera suave de decir que había pasado mucho tiempo desde que me devolvió el anillo y me dejó. Sí, le pedí matrimonio a los dieciocho años. He cometido estupideces en esta vida, muchas. No me arrepiento de esa—. No creo que te importe ya, pero, no sé, no te volví a ver desde aquellos días, te fuiste en seguida a Cancale, luego a París, y…

—Está bien, Amandine —dije, restándole importancia al asunto con una carcajada que sonó demasiado seca—. Como dices, ha pasado mucho tiempo. Enhorabuena por el compromiso. Ahora me acuerdo de Smael. Hacéis buena pareja.

—Gracias.

Me dio un beso en la mejilla y se marchó. Me quedé allí plantado, sin saber muy bien qué hacer. Al cabo de un rato giré la cabeza cuando me sentí observado. La Criadora de Malvas me miraba, dándose cuenta por primera vez de mi presencia.

Mis amigos me habían puesto al día sobre todas las habladurías que perseguían a la chica, aunque todas parecían demasiado mágicas para ella. La chica que conocí el día anterior apenas hablaba en susurros, no parecía que pudiera hacer daño a nadie. Levanté la mano para saludar, de manera tímida. ¿Me recordaría? Anoche estaba tan agitada que tal vez hubiera eliminado todos los recuerdos.

Ella desvió el rostro, pero al final pareció recapacitar. Me lanzó una mirada larga y levantó la mano también, después enredó sus dedos en un mechón rubio. Quería haberme acercado para preguntar qué tal había amanecido Cheshire, su gato, pero justo entonces mis amigos me llamaron desde el mar.

Después de bastante tiempo surfeando, al salir del agua, miré hacia el lugar donde encontraría a Odette.

Odette, así se llamaba.

Sin embargo, ella ya no estaba.

Capítulo 5

 

ODETTE

 

 

 

 

 

Abrí la ventana.

Me asomé y admiré las vistas a mi jardín particular: hileras de lápidas y cruces de piedra. Me encogí de hombros. Al menos, a lo lejos, también había una explanada gigante de césped en la que se cavarían nuevas tumbas en caso de que alguien decidiera que su hora había llegado. Mientras tanto, a mí me servía para hacer yoga.

Dirigí mi mirada a la entrada, donde dos cipreses altos acariciaban el cielo rosado. Siempre he sido una persona madrugadora; me gustan los momentos en los que el mundo parece frenar un poco. Salí del cuarto y bajé las escaleras procurando que no chirriaran, un gran reto. Mi casa era una señora anciana y cascarrabias, no podía evitar quejarse de sus dolores.

De manera mecánica, puse la cafetera en el fogón más pequeño y encendí el fuego. Le cambié el agua a Cheshire y le puse comida en un cuenco. Después corrí a la parte trasera de la casa, donde había un pequeño lavadero bajo un tejadillo. Allí, refugiada del viento, había una caseta de madera que construí hacía cosa de un mes. Me agaché y me asomé a su interior. Estaba llena de mantas, pero frías. No habían dormido sobre ellas en toda la noche. Arrugué la nariz.

—Vespyr…

Suspiré.

Al fin y al cabo, era un animal salvaje. No estaba en su naturaleza permanecer con un humano, y era mejor así. De todas maneras, le cambié también el agua, por si acaso. Pensé en desmenuzar en su cuenco los últimos trozos que tenía de pollo, pero Cheshire los encontraría antes y se pondría las botas. Ya le daría a Vespyr el resto del pollo si se le ocurría volver.

Me dirigí a la parte delantera, crucé el porche y salí a la explanada de césped. Mis pies desnudos se enredaron entre las malvas, que cada vez crecían más y más por todas partes. Cerré los ojos y extendí las manos hacia los rayos de sol que se colaban entre las nubes. Estiré toda mi columna. Caminé a ciegas, guiándome por el olor a tierra húmeda, a rocío y a flores; por el cantar de los pájaros y el murmullo de los álamos al removerse con la brisa. La tierra bajo mis pies estaba blanda y fría. Me puse en equilibrio sobre una pierna y estiré la otra. Mi tronco se colocó paralelo al suelo y pronto comenzó a balancearse hacia abajo, siguiendo la trayectoria de mis manos, hasta que estas se posaron en la tierra. Mi cuerpo era libre para moverse de la manera en que más lo necesitara. Mi mente, mientras tanto, consciente y observadora. ¿Qué le esperaría en este nuevo día? Con un pequeño salto, levanté la pierna que tenía en el suelo y me quedé haciendo el pino. Al menos durante el segundo que duré concentrada. El sonido metálico de la cafetera me avisó de que tenía que ir a apagar el fuego. Me caí y rodé de espaldas entre las malvas, aplastando muchas de ellas en mi camino. Lancé un suspiro al cielo.

—Debería tener una conversación con esa cafetera, ¿no crees? —le pregunté a una flor que parecía mirarme desde las alturas—. Ya, lo sé. Solo hace su trabajo.

Me levanté y corrí hacia el interior de la casa. Apagué el fuego y me serví el café con mucha canela.

¿Qué hora sería? Ugh, ¿y mi móvil?

«Debería dejar de perder las cosas. Y también hacerme con un reloj de pared».

Me recogí el cabello en una coleta alta. Cuando por fin estuve lista, me despedí de Ches, que ya bajaba las escaleras con su pata aún vendada, en busca de su ansiado cuenco de comida.

—Buenos días, dormilón —dije al tiempo que le alzaba, separándole de la comida, muy a su pesar. Le planté un beso en la nariz—. Me voy a casa de madame Paule, ya lo sabes. Ten cuidado si sales al cementerio y no curiosees en las tumbas abiertas o rotas. Y no te acerques a nadie. —Le di un beso en la pata herida y después lo dejé en el suelo. Saltó sobre el bol de comida y comenzó a engullir.

Estaba a punto de cerrar la puerta cuando me acordé:

—Ah, Cheshire —le dije, y esperé a que me mirara con sus ojillos azules—. Si Vespyr vuelve, déjale dormir y no molestes. Y no bebas de su agua, tú tienes tu propio cuenco. Sí, ya, bueno, te conozco —añadí cuando maulló, antes de cerrar la puerta y marchar hacia el pueblo.

 

 

La casa de madame Paule Clearwater era mi segundo refugio en Maëllys, por mucho que me costara admitir que tal lugar podía existir.

Aquella mañana me subí entre las ramas del roble de su jardín. Desde fuera se veía poblado de hojas, pero una vez dentro de la copa, una parecía entrar a otro mundo. Paule me había encargado construir una caseta para pájaros y sólo me quedaba colgarla del árbol.

Mi trabajo no era tan idílico todos los días. La mayor parte del tiempo tenía que limpiar y hacer recados. Pero de vez en cuando había algún arreglo que hacer en la casa, los arbustos necesitan una poda o Paule requería mi presencia como pinche de cocina.

Aquel día era soleado, por fin, después de tantos días encapotados. Me moví entre las ramas con cuidado, buscando el mejor lugar para que los pájaros disfrutaran de la caseta de madera, mientras Paule me daba conversación desde el suelo. Le gustaba contarme los cotilleos del pueblo o los eventos que estaba organizando el ayuntamiento, siempre dejando claro que ella lo gestionaría mejor. Paule también escuchaba todas las historias que contaban sobre mí, por supuesto, pero era un tema que ambas solíamos evitar; como ella evitaba hablar de mí a los vecinos del pueblo. Prefería no contar que la Criadora de Malvas trabaja en su casa cada día. «¿Qué necesidad hay?», me decía, encogiéndose de hombros.

En aquel momento me estaba contando algo sobre la fiesta del pueblo: el Día de Maëlle, que se celebraría a mediados de agosto. Aún quedaba mucho tiempo, pero Paule había movido hilos en el ayuntamiento para comenzar a organizar todo con tiempo y poder presumir de un festival en toda regla que todos los pueblos vecinos envidiaran.

—Habrá música y carpas con comida y cerveza, obras de teatro en el bosque, una representación nocturna en la playa y un mercado con temática celta en la Place de la Mairie.

—¿Se hace todos los años? —pregunté entre dientes, mientras sujetaba un trozo de cuerda.

—Oui —dijo, alegre, parando su paseo por el jardín y lanzándome una mirada. Estaba preparando el almuerzo en una mesita. Típico de ella. Croissants, fruta, tartaletas o frutos secos—. Estoy deseando que veas todo lo que organizamos por el Día de Maëlle. Es un día mágico. Este año me encargaré personalmente de la promoción: visitaré Cancale, Saint-Malo, Saint-Coulomb y creo que bajaré a Rennes. Vendrá más gente que ningún otro año.

Rennes era la ciudad grande más cercana, estaba a una hora en coche. Paule parecía emocionada. Siempre que hablaba movía las manos como si además quisiera representar todo lo que ya expresaba con palabras.

—Si necesitas ayuda en algo, avísame, ya lo sabes.

Tiré de la cuerda para apretar lo máximo posible y pegar la caseta al tronco antes de poner los clavos.

—Muchas gracias, Odette. Aunque tendré ayuda de sobra, vendrá Margaux y una comisión de publicidad del ayuntamiento.

Asentí. Margaux era la concejala de cultura y juventud, una chica que pasaba mucho más tiempo del necesario en la oficina y parecía que siempre estaba al borde de un ataque de nervios, a pesar de sus veintipocos años. Negué para mí misma. Paule me había llevado a su oficina durante las primeras semanas casi como si fuera una abuela llevando a su nieta al colegio. Quería que encontrara amigos con los que integrarme. Y Margaux lo intentó, de verdad, pero yo no había llegado a Maëllys con el objetivo de hacer amigos. Los Clearwater habían sido la excepción.

—Hora del almuerzo, ma fille. Baja aquí, he cortado un poco de fruta. ¡Richard!

Me deslicé por las ramas hasta la escalera apoyada en el tronco y bajé, aún con la caseta en las manos.

—¿No logras engancharla al árbol?

Negué con la cabeza.

—Creo que necesito una cuerda más fina —murmuré mientras me ajustaba la coleta.

—En cuanto acabemos el almuerzo vamos al garaje a mirar. Richard, ¿tú sabes si hay cuerda en algún lado? —preguntó mientras comenzaba a servir macedonia en tres cuencos.

Me senté en una de las sillas metálicas y blancas, a juego con las paredes de color crema de la casa.

Paule era una mujer bajita y mayor, seguramente más de lo que aparentaba. Tenía el cabello grisáceo y corto bien peinado, la nariz recta y ojos seguros. Vestía de traje, aunque estaba en casa. Siempre decía que en cualquier momento alguien podría llamarla y debería salir corriendo, así que mejor estar arreglada.

—Bon appétit! —exclamó monsieur Clearwater, con el cuenco de fruta en las manos. Los tres comimos sentados al sol, en el jardín. Era mi parte favorita de la casa de los Clearwater, con sus dos robles gigantes, la fuente de agua y las curiosas estatuas de acero hechas a base de varillas que una se encontraba por todas partes. Desde una joven tocando el violín con la melena al viento, a un gatito escondido entre los matorrales.

Mientras comíamos, observé a la pareja de ancianos y mi corazón se encogió. De alguna manera se habían convertido en mi familia desde que llegara a Maëllys. Paule había sido la primera en tenderme la mano cuando más lo necesitaba, y a pesar de que me prometí que aquello duraría lo justo para instalarme, allí seguía, varios meses después.

Y monsieur Richard, su marido, apoyando todas las decisiones que tomaba ella, me acogió como si fuera su nieta. Era un hombre alto y delgado, con el cabello y el bigote tan blancos como la nieve. Se pasaba las horas muertas en la butaca del salón leyendo libros, haciendo crucigramas o fumando en su pipa, una mala costumbre que nadie lograba que dejara.

«Esta pipa me la compró mi mejor amigo en una de las mejores tiendas de todo Londres. Siempre que me apetece fumar, es porque él, allá lejos, también está fumando» —solía protestar—. «Así que el día que no me apetezca fumar, será porque él ya no está entre nosotros. Dios quiera que eso no pase hasta dentro de mucho».

La primera noche en casa de los Clearwater, Richard me preguntó por qué había llegado a Maëllys sola. Fue una pregunta cuidadosa y era la primera vez que se dirigía a mí con palabras. Era un hombre silencioso, cuando hablaba era para cosas importantes. Sus ojos hablaban por sí solos el resto del tiempo, contaban historias pacientes y comprendían los silencios, tanto largos como cortos. Y por eso, fue a la única persona a la que no le dije nada. Me limité a bajar la mirada y negar con la cabeza, envuelta en mantas a los pies de su butaca, frente al fuego, y acariciando el pelaje de mi gato, que en seguida se había hecho un hueco en su regazo. No me volvió a preguntar nunca más.

—¿Sabes qué he pensado? Que esas casetas para pájaros se venderían muy bien.

Observé la caseta. Era simple de construir y un buen complemento de jardín para la primavera. Incluso tal vez podría animarme a personalizarlas.

—Es buena idea —respondí sonriendo—. Gracias.

—Este domingo estarás en el mercado con los Tremille, ¿verdad?

Puse los ojos en blanco.

—Cielo —insistió ella, al ver mi gesto—, venderás más a su lado. El puesto de Lou Tremille es uno de los puestos más grandes del mercado; además ellos necesitan ayuda y no les importa. Los Tremille son buena gente, Odette —añadió, seria.

El rostro de Gael se me presentó, veloz. Negué.

—Odette —atacó ella de nuevo, seria como pocas veces la veía—. Jacques y Lou estarían encantados. Les pedí que te reservaran un puesto como un favor, no lo rechaces otra vez. Aprovecha esta oportunidad.

«Yo no quiero ninguna oportunidad. Me tengo que marchar de aquí», pensé. Pero no lo manifesté porque, en el fondo, me daba pena tener que dejar a los Clearwater atrás.

—Estamos a martes, me dará tiempo a hacer unas cuantas casetas para el domingo —respondí, arrastrando las palabras con cansancio—. Me pondré con los Tremille, pero solo este domingo.

Paule sonrió y apretó mi mano entre las suyas. Al fin y al cabo, ya no volvería al mercado de Maëllys, ¿no? No pasaba nada por dar una última alegría a mi amiga.

Cerré los ojos y disfruté unos instantes de los suaves rayos del sol, del dulzor de las fresas y el sabor del zumo de naranja antes de volver al trabajo.

—¿Conoces a su hijo mayor, Odette?