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En las sombras de la Segunda Guerra Mundial, el monasterio de Montecassino se erige como testigo de historias de valor y sacrificio. A través de relatos entrelazados de personajes reales y ficticios, La cruz de Montecassino nos sumerge en un viaje de lucha, amor y fe. Desde la prisionera polaca destinada al trabajo forzoso hasta el osezno enrolado en el ejército, cada página revela el indomable espíritu humano frente a la devastación.
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Seitenzahl: 92
Veröffentlichungsjahr: 2024
CRISTINA PAJÓN
Pajón, CristinaLa cruz de Montecassino : relatos de gloria y olvido / Cristina Pajón. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5266-2
1. Relatos. I. Título.CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
La ilusión implícita de una Europa descarnada por la guerra
Introducción
Sangre Sagrada
La abadesa
El sueño del Gran Capitán
Wojtek
De Melancholia
El jardinero
El Gringuito
La cruz de Montecassino
Dedicado in memoriam a Stanisława Grigianiec, mi abuela materna, ejemplo de resiliencia y amor.
«Disponer de una infancia mágica es la fuerza del débil».
Adorno, Th
Hay una doble misión cumplida en los cuentos que componen La cruz de Montecassino. Una de estas dos misiones es transcribir hechos de la historia, de las pasiones de quienes la protagonizaron. La otra es dar testimonio de estos hechos para las generaciones que vienen. Nuestros abuelos nos refirieron en primera persona las desventuras y los desafíos de los años de la guerra europea y esta fue nuestra referencia inexorable a la hora de leer, de escribir, pero también de mirar y de sentir.
Nuestros abuelos ya no están y su relación de esa parte de sus vidas -y de nuestras familias- se ha perdido. La historia se comprime hacia el pasado a medida que los tiempos corren. Estos cuentos expanden, para los que van a venir, las moléculas de hechos que de otro modo se sublimarían. Y es la modernidad la que nos hizo intensamente conscientes, como nunca, de esta necesidad innata y profusa de dejarlos asentados.
Cada guerra es más atroz que la anterior y la misma modernidad multiplica sus números atroces hasta el infierno. Los crímenes de la Segunda Guerra se aplastarían en la indiferencia fáctica de la historia, si el arte no hiciera resonar sus mantras de sangre y acero.
En las delicadas criaturas que encarnan como fractales las fibras de su abuela y de su abuelo, Cristina afirma: nosotros, los nietos de inmigrados. En el desmonte a que dan lugar sus cuentos, da fe de una realidad tan evidente, pero que de otra manera quedaría oculta: ella misma es sus ancestros y su voz a la hora de traerlos a nuestros ojos y nuestros oídos.
Silvio Plotquin
Historiador de la arquitectura, UTDT 2011.
Fin de otoño de 2024
Todas las crónicas de este libro se basan en personajes y acontecimientos reales. Son un ejercicio de intertextualidad por haber nacido de la lectura de libros y blogs de internet sobre la Segunda Guerra Mundial1.
Quizás, el único mérito que el lector pueda encontrar en estas páginas se halle en la particular selección de las historias que tienen al monasterio de Montecassino como su centro. En efecto, la abadía se yergue como eje único o vara de Esculapio, en la que se entretejen los relatos a lo largo de las distintas épocas. Más allá de las referencias históricas, me permití recrear el mundo interior de los protagonistas y colorear los sucesos con algo de ficción.
La abadía de Montecassino fue fundada por San Benito en el año 529 sobre las piedras basales de un antiguo templo de Apolo. Como si en lugar de haber sido dedicado al dios de la belleza el templo original hubiera venerado a Marte, la historia del monasterio estuvo signada por recurrentes batallas a través de los siglos.
En la abadía residieron algunos de los mayores estudiosos y célebres intelectuales del Medioevo, entre ellos, Constantino, El Africano, médico cartaginés traductor de tratados de medicina en árabe. Allí se tradujeron al latín obras fundamentales de Cicerón, Horacio, Ovidio, Virgilio y Séneca, entre otros clásicos.
Se dice que solo Belisario, en el 536, se había animado a atacar Roma desde el sur. Lo cierto es que el mismo escenario geográfico que ocuparon los aliados durante la Segunda Guerra Mundial ya había sido elegido en 1503 por el capitán español Gonzalo Fernández de Córdoba para vencer a los franceses en las guerras napolitanas.
A inicios del siglo XX, la abadía era conocida por albergar las tumbas de San Benito y Santa Escolástica, por sus frescos barrocos y renacentistas, y por su biblioteca de valiosísimos volúmenes antiguos. Durante la Segunda Guerra, gran parte de las obras de arte que podían transportarse (especialmente códices antiguos y la inmensa biblioteca) fueron enviadas al Vaticano por el general alemán Fridolin von Senger und Etterlin, en diciembre de 1943.
En 1944, no todos los caminos conducían a Roma desde el sur sino justamente aquel, el de Montecassino, que por sus condiciones geográficas tenía un valor estratégico único. Por ello, las tropas polacas tuvieron un merecido protagonismo y consiguieron marcar un hito histórico al tomar las ruinas de la abadía. Esta victoria permitió a los aliados obtener la rendición del gobierno de Mussolini y avanzar a Ancona para liberar completamente a Italia de las fuerzas del Eje.
Albert Dziewulski, mi abuelo, nació en la aldea rural de Iszczołniany (Nowogródek), en Polonia Oriental, en 1914. A los 26 años, tras la invasión rusa, fue deportado a Siberia, de donde pudo salir para integrar las filas del II Cuerpo Polaco de Infantería del general Anders, con el que combatió en la península itálica durante la Segunda Guerra Mundial.
Apenas finalizada la guerra, conoció a Stanisława Grigianiec, mi abuela, en el norte de Italia. Oriunda de Stare Święciany (Wilno), también en la Polonia Oriental, había sido deportada a Austria por el nazismo, el 28 de mayo de 1942, donde fue obligada a realizar trabajos forzosos en el hotel Osttirol de Heiligenblut. En 1946, desde Villach, logró llegar a Italia después de cruzar los Alpes a pie por senderos fronterizos.
Desde el momento en que mis abuelos se conocieron siguieron juntos, primero, por tierra italiana, para luego ir por mar hasta el sur de Inglaterra, a donde arribaron el 8 de noviembre de 1946. Se casaron en Winchester, Southampton, el 11 de octubre de 1947. En 1948, tras la desmovilización militar de Albert, decidieron emigrar a Argentina.
Nunca llegué a conocer a Albert o “Alberto”, como lo castellanizaron en el recuerdo sus propios hijos, porque murió por la guerra, aunque a largo plazo y en tiempos de paz, con menos de diez años de inmigrante en Argentina, a diferencia de muchos de sus compañeros de armas que cayeron en el mismo lugar en el que combatieron. No obstante, crecí escuchando los relatos de Stanisława, por quien supe que mi abuelo había recibido la cruz de Montecassino y otras condecoraciones que orgullosamente ostentaba en el pecho el día de su boda, tal como lo atestigua una foto en sepia que sobrevivió por años en un viejo ropero.
Solo de adulta, cuando mi abuela ya desandaba los caminos de la memoria por el párkinson, se despertó mi interés por armar el inmenso rompecabezas de sus historias de vida antes de arribar a Argentina. Si bien muchas preguntas quedaron sin respuesta, a lo ya oído desde mi niñez se sumaron los documentos, cartas y fotos que Stanisława conservaba y que ayudaron a completar algunos espacios en blanco de la transmisión oral familiar.
Con este libro busco homenajear a mis ancestros al integrar sus microhistorias como piezas de la gran historia universal, en un escenario que ha sabido ser testigo de amor, destrucción, devoción, dolor y fe como pocos en el mundo.
Cristina Pajón
La sangre de los antepasados fluye a través de las generaciones uniéndolas en un ingente conjunto sometido al sino, al ritmo y al tiempo.
La decadencia de Occidente,
Oswald Spengler
Cuentan crónicas medievales que, por el año 914, un príncipe danés llamado Briccius o Briktius, Federico para la traducción latina, fue sepultado por un alud de nieve cuando cruzaba los Alpes austríacos, en el camino de regreso desde Constantinopla a sus tierras vikingas.
No se sabe con certeza si fue como consecuencia de prácticas de pillaje en la capital del Imperio bizantino o por devoción cristiana, resultado de la naciente evangelización en sus dominios, que Federico traía una pequeña botellita con Sangre Sagrada incrustada en su pierna derecha, técnica ingeniosa por si se encontraba con ladrones que quisieran hacerse de tan exótico botín en su largo retorno a casa.
En la nieve compacta, milagrosamente, crecieron tres espigas justo en el lugar donde yacía el cuerpo del príncipe. Fue por este indicio que unos campesinos lo encontraron.
Al querer darle sepultura cristiana, la pierna derecha de Federico se empecinaba en salir a la luz hasta que los enterradores descubrieron la secreta reliquia encarnada.
La noticia del hallazgo se extendió rápidamente. Fieles y curiosos de todas partes comenzaron a llegar para venerar el precioso líquido, que pasó a darle un nuevo nombre al pueblo: Heiligenblut2.
El sol tibio, arropado en nubes grisáceas, ya estaba alto cuando Anna se despertó. Se levantó sobresaltada, con la espalda fría por la humedad del pasto. Las ovejas se habían dispersado. Corrió a juntarlas con un mal presentimiento. Las contó. Volvió a contarlas. Agitada, respiró profundo para calmarse: faltaba una. Los lobos acechaban de nuevo. No les temía, a pesar de que su padre, el invierno anterior, a poco de internarse en el bosque lindero por leña, había hecho un macabro descubrimiento. Los perros que siempre lo acompañaban en sus faenas habían enloquecido tras un rastro en la nieve que los llevó hasta un claro. Escarbaron frenéticamente en el hielo con patas y hocicos, como poseídos, hasta hallar la presa: una bota ennegrecida por sangre seca que conservaba en su interior, intacto, el pie congelado de un leñador.
Llevó el rebaño de regreso a su corral y caminó pesadamente hacia la casa. Solo pensaba en cómo habría de decirle a su padre lo de la oveja, sin llegar a confesar que se había quedado dormida durante el pastoreo.
Al entrar a la cocina, encontró a su madre sentada, llorando en silencio, los codos apoyados en la mesa oscura de maderos gruesos, la cabeza pesada entre las manos. El agua bullía en la olla desatendida y el vapor había empañado los vidrios de todas las ventanas. De pie, detrás de ella, percibió a contraluz la silueta de su padre, aferrado al respaldo de la silla, con las manos crispadas y la vista perdida en el suelo. En el centro de la mesa, un papel, el emisario innegable de una desgracia.
Anna sintió el pecho alborotado como si en él cientos de pájaros oscuros, despavoridos, se hubieran echado a volar ante un disparo. Al acercarse más, confirmó la corazonada de que la aparición del lobo había sido un mal augurio. Era una notificación oficial dirigida a su nombre. La hoja estaba dividida en dos párrafos verticales. El de la izquierda, escrito en alemán; el de la derecha, en polaco. La citaban a presentarse en el ayuntamiento, ante la oficina de trabajo, en tan solo una semana, con sus efectos personales y una vianda para viaje: partiría inmediatamente a prestar servicios al