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Soñar de nuevo Cara Colter Daniel Riverton era guapo y… un soltero empedernido. Comprometerse le parecía aterrador, pero había algo que consideraba aún más pavoroso: ¡los niños! Cuando su vecina Trixie Marsh le pidió ayuda con sus traviesas sobrinas gemelas, el instinto le dijo que se mantuviera alejado. Sin embargo, había algo en Trixie que le impedía negarse a su petición. La dama del millonario Barbara Wallace Cuando la camarera Roxy O'Brien apareció en el despacho del abogado Mike Templeton con el caso de una posible herencia millonaria que podía salvar su bufete, Mike no pudo negarse a aceptarlo. Pero antes tendría que refinar un poco a su clienta. Tras un cambio de imagen, Roxy llegó a creer que podía ser una rica heredera. Pero cuando la relación profesional entre ellos se hizo más íntima, se dio cuenta de que no solo su futuro estaba en juego, sino también su corazón. Su lugar en el mundo Sophie Pembroke Era el sueño de Thea: una boda en La Toscana, el vestido de novia perfecto, un novio apuesto… y una ceremonia que iba a unir a las dos familias no solo en los negocios. En ese caso, ¿por qué solo cuando Zeke Ashton, el hermano del novio, se presentó tuvo la sensación de que la vida volvía a tener sentido?
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Seitenzahl: 538
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 523 - abril 2021
© 2014 Cara Colter
Soñar de nuevo
Título original: Rescued by the Millionaire
© 2013 Barbara Wallace
La dama del millonario
Título original: The Billionaire’s Fair Lady
© 2014 Sophie Pembroke
Su lugar en el mundo
Título original: A Groom Worth Waiting For
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2015, 2016 y 2016
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-425-3
Créditos
Índice
Soñar de nuevo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
La dama del millonario
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Su lugar en el mundo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
DE HIJOS y de bienes, tu casa llenes.
Daniel Riverton se tumbó en el salón analizando con evidente desagrado aquel dicho. Siempre había oído mencionar aquella expresión con ternura, sobre todo a su madre que parecía seguir albergando la esperanza de que algún día le diera nietos.
Su madre. Veintidós mensajes de texto aquel día. ¿Quién demonios le había enseñado a enviar mensajes?
Es urgente. Por favor, llama. ¿Me estás evitando?
Al menos, aquellas pisadas de pies pequeños le estaban sirviendo para distraerse. Estaba claro que esa expresión no podía ser empleada con ternura por quien vivía debajo del apartamento 602 de Harrington Place. Llevaba soportándolas los últimos cuatro días, especialmente sobre las tres de la madrugada, una hora en la que los dueños de aquellos pies diminutos deberían estar en la cama, durmiendo.
Al parecer, el dueño de aquellos pequeños pies se había despertado a la misma hora que él había llegado después de un largo día evitando las llamadas de su madre y dirigiendo los negocios de su compañía, River’s Edge Enterprises. Después de catorce horas trabajando, había cenado algo ligero con amigos y había vuelto a casa deseando disfrutar de uno de los placeres más simples: dormir a pierna suelta.
A las dos de la madrugada había salido del dormitorio después de que aquel pequeño monstruo del piso de arriba se pusiera a saltar en una cama situada justo encima de su cabeza.
Pero aquellos pasos parecían haberlo seguido. Durante la última hora no habían parado de correr en círculos justo encima de su sofá.
La encargada del mantenimiento del edificio, la señora Bulittle, se había mostrado indiferente ante sus quejas.
–Sí, señor Riverton, es un edificio solo de adultos, pero se permiten visitas infantiles.
Lo había dicho como si el molesto fuera él, Daniel, la víctima de aquel ajetreo.
Por suerte, era su hogar solo temporalmente. El Harrington era un edificio antiguo, rodeado de lilas, situado en una zona muy demandada del suroeste de Calgary, justo al límite de la parte baja de Mount Royal.
Aquellos apartamentos de los años setenta habían sido reconvertidos en pisos. A pesar de la atrevida mejora que Kevin había hecho al edificio, resultaba más que evidente que nadie había pensado en insonorizar las paredes. Aunque ¿habría servido para algo ante semejante ajetreo?
A pesar de que empezaban a molestarle todos aquellos dichos, Daniel decidió añadir otro refrán a su lista: A caballo regalado no le mires el diente. Las tres de la madrugada era tan buen momento para hacer una recopilación de refranes como para mirarle los dientes a un caballo.
Había sido una suerte que su amigo, Kevin Wilson, dueño del apartamento 502, se fuera al extranjero durante tres meses a realizar un reportaje fotográfico coincidiendo con la reforma que Daniel estaba haciendo en su lujoso apartamento. A la vez, podía esquivar mejor a su madre.
Era dueño del edificio. Su apartamento estaba justo encima de su negocio y era la única persona que vivía en el inmueble, una circunstancia que valoraría todavía más cuando volviera a su casa.
Se había decidido a hacer la reforma mientras salía con Angelica, una decoradora. Ya entonces, ambos sabían que no tenían futuro como pareja. Llevaban una vida profesional muy ajetreada y ninguno de los dos tenía interés en tener hijos, pero sus diseños le habían gustado.
La reforma ya duraba varias semanas más de lo que había durado su relación. La ruptura había sido amistosa, como lo eran la mayoría de sus rupturas.
Al quejarse a la encargada de los ruidos del 602 por tercera vez, la señora Bulittle había resoplado.
–Ni que el señor Wilson no hubiera dado ninguna fiesta.
Daniel estaba seguro de haber advertido una nota de ironía en su voz. Al fin y al cabo, la señora Bulittle vivía en el apartamento 402, justo debajo del 502. No sería de extrañar que hubiera pasado más de una noche en blanco por el alboroto de alguna de las fiestas a las que Daniel había asistido en aquel mismo apartamento.
Kevin y él llevaban vidas envidiables. Eran unos treintañeros de éxito, sin ataduras y decididos a seguir así por mucho tiempo, para disgusto de sus respectivas madres.
Daniel, ¿dónde estás viviendo durante la reforma de tu apartamento? No doy contigo. ¿Es esta la manera de tratar a tu madre?
Le contestó que estaba bien, aunque muy ocupado.
Le encantaba comunicarse mediante mensajes. Podía poner la excusa de que necesitaba tranquilidad y no estar haciendo nada. Para mitigar la culpabilidad que sentía por estar evitándola, le mandó flores, agradeciendo a los astros que su matrimonio con Pierre la hubiera llevado hasta Montreal, en donde se sentía muy a gusto viviendo. De no ser así, habría acampado ante su oficina.
Kevin era un fotógrafo internacionalmente conocido y Daniel, la cabeza de River’s Edge. Su compañía se dedicaba al diseño de software y había desarrollado algunas de las mejores tecnologías usadas en los yacimientos petrolíferos de Alberta.
En los últimos años, Daniel había dirigido su ambición y olfato empresarial hacia el negocio inmobiliario, invirtiendo en empresas de nueva creación que consideraba que tenían potencial. Así que no estaba acostumbrado a recibir reprimendas de la encargada del mantenimiento de un edificio.
–Le daré el nombre y el teléfono de la inquilina. Hable directamente con ella –le dijo con satisfacción contenida.
La inquilina en cuestión se llamaba Patricia Marsh. La había llamado y había tenido que hablar a gritos para hacerse entender por el jaleo que se oía de fondo. Le había dado la impresión de que estaba agobiada y exhausta. La mujer se había deshecho en disculpas y le había explicado que sus sobrinas estaban de visita, que eran de Australia y que, por la diferencia horaria, les estaba costando ajustarse a la rutina.
Le había asegurado que no volvería a repetirse. Patricia Marsh tenía una de aquellas voces graves que habrían transmitido credulidad en alguien menos cansado que él. Daniel había terminado la conversación bruscamente, más por los insistentes y continuos mensajes de su madre que por la propia Patricia Marsh, pero qué le iba a hacer.
Tras cuatro días con sus cuatro noches, ninguna de sus promesas se había materializado, así que cada vez le importaba menos haber sido tan descortés.
De repente, todo estaba en calma en el apartamento de arriba y, en vez de alegrarse, Daniel se dio cuenta de que el dolor de cabeza era persistente y que sus hombros estaban contraídos por la tensión.
Todo parecía indicar que las pequeñas estaban tranquilas en aquel momento. Deseaba disfrutar del silencio y lo intentó. Cerró los ojos y trató de volver a dormirse.
Al día siguiente iba a cerrar el acuerdo con el señor Bentley. Meses de duro trabajo estaban a punto de dar su fruto. Tenía que estar despejado y centrado. Necesitaba descansar. Pero en vez de dormirse, empezó a sospechar de aquel silencio, como si fuera un soldado a la espera de que el fuego comenzara de nuevo.
Cinco minutos, diez, quince… Tras media hora de silencio, respiró hondo y empezó a dejarse llevar por la sensación de calma. La tensión de su frente empezó a desaparecer y sus hombros se fueron relajando.
Al día siguiente, se iría a un hotel hasta que las niñas se fueran. Conocía un pequeño y acogedor hotel al otro lado del río Bow. Tenía unas suites lujosas y confortables. Recordaba que había buenos senderos en Prince’s Island, así que podría correr por las mañanas antes de ir a la oficina.
Cerró los ojos. Ah, qué maravilla.
Trixie Marsh abrió los ojos y, por un momento, tuvo la agradable sensación de haber descansado. Pero enseguida se desvaneció.
Estaba muy oscuro en el apartamento. ¿Estaba sentada? Se sentía muy desorientada.
¡Las gemelas! No había dormido bien desde la llegada de sus sobrinas de cuatro años.
Si bien la idea de su hermana gemela Abby de dejarle a sus hijas le había causado cierta inquietud, a la vez se había sentido muy contenta de poder pasar tiempo con Molly y Pauline. Se había imaginado pintando con los dedos, jugando con plastilina, corriendo por el parque y contándoles cuentos para dormir. Trixie había pensado que el tiempo que pasara con las pequeñas sería un reflejo de la vida que siempre había soñado tener.
¡Pero qué equivocada estaba! La vida que siempre había querido tener era la vida que había tenido en su infancia, rodeada de familia y felicidad, con una sensación de seguridad y un sentido de unidad. Hasta que sus padres se habían matado en un accidente de tráfico el mismo año en que había acabado el instituto.
Desde entonces, parecía que cuanto más deseara lo que una vez había tenido, más lejos estaba de alcanzarlo.
Sus sobrinas preferían pintar con los dedos en la pared, en sus caras o en el gato y comerse la plastilina. Pasaban las noches en vela y el hombre que vivía en el apartamento debajo del suyo la había llamado para quejarse, con una voz tan sexy que la había dejado alterada.
–Ya está bien –se dijo en voz alta.
Se dio cuenta de que era de noche y de que su apartamento estaba en silencio. Tenía algo en la boca, como si su gato Freddy estuviera acurrucado junto a su cara. Hizo amago de apartarlo, pero no pudo.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que no podía mover los brazos ni las piernas. De repente, sintió un ataque de pánico y recordó.
–Tía, este es nuestro juego favorito y mamá nos deja jugar a él. Quédate sentada en la silla mientras Pauline y yo damos vueltas a tu alrededor con papel higiénico –le había dicho Molly.
Le había parecido un juego inofensivo, a la vez que tranquilo. Con lo que no contaba era con el efecto hipnótico que tendría ver a sus sobrinas dando vueltas en silencio a su alrededor. No se había dado cuenta de lo cansada que estaba y se había sentido aliviada de que jugaran sin armar alboroto.
Tampoco esperaba que tanto papel higiénico pudiera sujetar con tanta fuerza.
Tiró con fuerza de brazos y piernas. Estaba atada a la silla.
Un montón de posibilidades se le pasaron por la cabeza y ninguna de ellas tenía un final feliz. Iba a morir, lo sabía. Toda su vida pasó por delante de sus ojos: Abby y ella de niñas vistiendo siempre ropa igual, abriendo regalos bajo el árbol de Navidad, preparando galletas con su madre… y, de repente, aquellos golpes en la puerta. «Lo siento, ha habido un accidente».
Recordó también a Abby casándose y marchándose a vivir a Australia, y ella quedándose sola. Y cuando Miles, el único novio que había tenido, le había propuesto irse a vivir con él y no le había quedado otra opción. Tampoco la había tenido cuando la dejó.
Por un momento se lo imaginó irrumpiendo por la puerta, rescatándola, admitiendo sus errores y devolviéndole sus sueños.
Trixie parpadeó. Así había transcurrido toda su vida, como si fuera otra persona la que estuviera al mando de sus sueños y no hubiera tenido otra elección.
¿Iba a morir de la misma manera, como si estuviera desvalida? ¡No! Iba a luchar con todas sus fuerzas.
No solo ella estaba en peligro, sus sobrinas también. Todas podían morir allí si Trixie no actuaba rápidamente. Empezó a balancear la silla. ¡Bum!
Sonó como si hubiera habido una explosión justo encima de Daniel. Fuera lo que fuese que había caído al suelo, lo había hecho con tanta fuerza que los cristales de la lámpara de araña se movían, chocándose entre ellos. Daniel saltó del sofá, con el corazón latiéndole acelerado.
Esperó a que volvieran a oírse pisadas.
Nada.
El vello de la nuca se le erizó. Tenía la sensación de que algo malo había pasado en el apartamento de arriba.
Se detuvo un momento en la puerta para ponerse unos zapatos y salió corriendo de su apartamento, recorrió el pasillo y subió la escalera.
Ya delante de la puerta del apartamento 602, se preguntó qué estaba haciendo. Si tan seguro estaba de que algo malo había pasado, ¿por qué no llamaba al teléfono de emergencias?
Se quedó junto a la puerta, escuchando. Aquel silencio le resultaba inquietante. Llamó a la puerta y oyó aquellas pisadas infantiles, pero nada más. No se oyó ningún otro sonido, ninguna voz de adulto.
Volvió a llamar con más insistencia.
Después de largos segundos, volvió a oír las pisadas y luego el sonido del pomo al girar. La puerta se abrió unos centímetros, lo que permitía el cierre de cadena.
No parecía haber nadie. Hasta que miró hacia abajo.
Dos rostros idénticos y muy serios, llenos de churretes de lágrimas y lo que parecían restos de zumo, lo miraban.
–¿Está vuestra mamá?
–Mamá se ha ido.
Parecían a punto de cerrar la puerta.
–¡Tía! ¿Está vuestra tía Patricia?
–Nuestra tía se llama Trixie.
Empezaba a sentirse desesperado. Un sonido proveniente del apartamento, como si de unos gemidos se tratara, volvió a ponerle el vello de punta.
–Decidle a vuestra tía que venga –dijo, tratando de sonar autoritario, a la vez que amable.
Las pequeñas intercambiaron una mirada.
–Está muerta –dijo una de ellas.
–Abrid la puerta ahora mismo.
Fue a buscar el teléfono móvil que siempre llevaba en el bolsillo de la camisa, y se dio cuenta de que no llevaba camisa. Estaba en mitad del pasillo, vestido con unos pantalones de pijama y sus mejores zapatos.
No parecía precisamente la persona a la que unos niños deberían abrir la puerta.
–Por favor –añadió en tono dulce y sonrió.
Las pequeñas accedieron. Se sintió incómodo, consciente de lo vulnerables que eran los niños. Una de ellas le devolvió una sonrisa mientras la otra se ponía de puntillas para intentar alcanzar la cadena que impedía abrir la puerta.
–No llego.
–Apartaos –les ordenó–. Alejaos de la puerta.
Al oír las pisadas de aquellos pequeños pies supuso que le habían obedecido. O eso, o habían perdido interés y se había marchado a jugar. Arremetió con todas sus fuerzas contra la puerta y la cadena cedió. La puerta se abrió bruscamente y chocó estruendosamente con el armario de los abrigos. Daniel se encontró engullido por la oscuridad del apartamento.
Un enorme gato de pelo gris salió del armario, maullando indignado. Un velo blanco flotó en el aire tras el animal al doblar la esquina y desaparecer en uno de los dormitorios.
Daniel confiaba en que alguno de los vecinos hubiera oído el estruendo y hubiera llamado pidiendo ayuda.
–¿Patricia? ¿Patricia Marsh? Soy Daniel Riverton, su vecino de abajo.
Volvió a oír el lamento. La distribución del apartamento era la misma que la del de Kevin, así que supo orientarse para pasar por la cocina, recorrer un pequeño pasillo y entrar en el salón. A cada paso que daba, algo del suelo se le enredaba entre los pies.
Las niñas, evidentemente gemelas, se sentaron a oscuras en un sofá de estampado colorido junto a la ventana, y se quedaron mirando algo que tenían entre ellas.
–No os asustéis.
Una de ellas lo miró desafiante. En absoluto parecía asustada.
No sabía qué edad tendrían puesto que no estaba acostumbrado a tratar con niños, pero les calculaba unos cuatro o cinco años.
Iban vestidas con idénticos pijamas blancos y ahí terminaba toda apariencia de inocencia. Tenían el pelo negro, muy rizado, largo y enredado. Parecía como si se hubieran criado entre salvajes.
Como para confirmar aquella impresión, una de ellas levantó una mano llena de churretes como la cara y empezó a chupársela.
–¿Dónde está vuestra tía?
A pesar de que tenía la misma distribución que el apartamento de Kevin, Daniel empezó a sentirse desorientado ante aquel desorden. Parecía como si hubiera nevado dentro. Aquella cosa blanca estaba por todas partes, cubriendo el suelo y apilado en pequeños montones. Al fijarse, reconoció sobres hechos trizas entre aquel desorden.
Justo al salir del salón, en el comedor, en medio de aquel mar de sobres y papeles blancos, había una silla caída con una mujer atada a ella. De nuevo, la escena era tan surrealista, que se sintió aturdido al tratar de entender qué estaba pasando.
Daniel corrió y cayó de rodillas. Lo único que se veía entre aquellas capas blancas de papel higiénico eran los ojos más increíbles que había visto jamás, de un color azul intenso, y largas pestañas llenas de lágrimas que brillaban como diamantes.
Dijo en alto una palabra que estaba seguro que no debía haber dicho delante de las niñas, ni siquiera delante de unas que parecían un par de granujas sacados de Oliver Twist.
LO PRIMERO que Trixie Marsh vio fueron los zapatos. Le parecieron, sin ninguna duda, lo más bonito que había visto jamás y no porque fueran unos Berluti.
Trixie sabía de zapatos. Se había arrodillado ante miles de pares de zapatos masculinos de muy buena calidad para marcar el bajo de los pantalones cosidos artesanalmente en Bernard Brothers, el negocio de la familia de Miles y su anterior empleo, y uno de los establecimientos de ropa hecha a medida de más renombre en Calgary.
Daniel Riverton, al que hubiera reconocido por sus zapatos incluso si no se hubiera anunciado en la puerta, se agachó junto a ella.
¡Era increíble! ¡La realidad superaba la ficción! Había soñado con ser rescatada por Miles, pero aquello no tenía comparación.
Miles era un hombre corriente, todo lo contrario que Daniel Riverton. Nunca antes había tenido delante a alguien tan guapo. Sus ojos eran de un intenso color azul, como el de las aguas profundas del mar.
Era su expresión de preocupación, a la vez que el aire de tener la situación bajo control, lo que le había hecho suspirar de alivio, aunque se lo hubieran impedido las vendas que le cubrían la boca. Justo cuando había empezado a verse al borde de la muerte, había oído que llamaban a la puerta. Era como un cuento de hadas: un caballero rescatando a una dama en apuros.
–No llore, todo va a salir bien.
De nuevo, la sensación de estar aturdida se intensificó. Tenía una voz profunda y sexy, algo áspera. Y no porque supiera que era de uno de los empresarios más exitosos de Canadá.
Era solo porque había pasado la última media hora considerando todas las posibilidades del aprieto en el que se encontraba. Entonces, había aparecido él, su salvador, su caballero, su príncipe, y todos sus sentidos se habían puesto en alerta, haciendo que su voz le pareciera increíblemente sensual.
Allí caída, intentando contener las lágrimas, cubierta de la cabeza a los pies por aquel vendaje que la ataba a la silla volcada, Daniel Riverton la rodeó con sus brazos. Podía percibir su fresco olor a limpio y, a pesar de las capas de celulosa, sentía los fuertes músculos de sus brazos al rodearla con ellos. Sin apenas esfuerzo, la levantó.
Por un momento, Trixie tuvo que cerrar los ojos porque se sintió mareada. Cuando volvió a abrirlos, confió en tener una perspectiva más realista de su salvador.
Aquella primera impresión se hizo más intensa.
Era increíblemente guapo, lo que unido a la sensación que su roce le había provocado después de los momentos de angustia vivida, hacían que Daniel Riverton le pareciera irresistible.
–Por favor, deje de llorar. Estoy con usted.
De nuevo, sus palabras le parecieron las más bonitas que jamás había escuchado.
«Estoy con usted».
No había estado centrada desde la llegada de sus sobrinas. Incluso antes, ya estaba trastornada por la manera en que Miles había decidido salir de su vida.
Podía verlo con el ceño fruncido mirando las nuevas cortinas blancas que había puesto en la habitación, diciendo: «Esto no es lo que quiero».
¿Qué era lo que no quería? Trixie no había dejado de preguntárselo mientras había estado recogiendo sus cosas. ¡Eran solo unas cortinas!
Pero evidentemente, no había tenido nada que ver con las cortinas.
Así que Trixie estaba intentando acostumbrarse de nuevo a su vida de soltera, tratando de sacar adelante su negocio incipiente y sintiéndose tan sola como cuando sus padres murieron.
Pero esta vez, estaba decidida a tomarse su independencia como algo positivo.
–Estoy con usted –repitió Daniel.
Aquellas palabras suponían un bochornoso alivio para alguien decidido a ver su independencia como algo positivo.
Daniel puso su mano en su hombro momificado, e incluso a través de todas aquellas capas de papel higiénico, Trixie sintió la electricidad de su roce.
Asintió con la cabeza intentando contener las lágrimas, pero no pudo. Al ver a sus sobrinas sentadas en el sofá, se intensificaron. Las había puesto en peligro inconscientemente. ¡Vaya tía estaba hecha!
–Parece sacada de ese anuncio de los neumáticos –dijo él en tono jocoso.
Seguramente sus lágrimas lo estaban haciendo sentir incómodo.
–¿Sabe cuál? –continuó, con aquella voz tan seductora y reconfortante–. Ese en el que el hombre está cubierto completamente de neumáticos y solo se le ven los ojos.
Ella sollozó y tragó saliva. No podía ni secarse la nariz. Por eso, y por el intento que estaba haciendo aquel hombre por tranquilizarla, fue conteniendo el llanto.
Claro que sabía cuál era el anuncio de los neumáticos. Siempre le había caído bien. Pero el que un hombre tan atractivo la comparara con el hombre de los neumáticos en su primer encuentro resultaba humillante, por muy tranquilizadoras que fueran su voz y su presencia.
Daniel Riverton la observó atentamente, tratando de decidir por dónde empezar a desatarla.
Una revista lo había elegido el soltero más deseado de Calgary. Pero eso no debía importarle. Lo último que Trixie deseaba era un hombre en su vida. Apenas se había recuperado de la ruptura, por no llamarlo plantón, con Miles.
Aun así, aunque no buscara un hombre, había que estar inconsciente para no sentir aquel escalofrío que la sola presencia de uno como Daniel Riverton provocaba, especialmente en su versión rescatador y sin camisa. Su vista se deleitó en su pecho desnudo. Era fuerte y estaba bronceado, como si hubiera estado recientemente en un sitio cálido.
Aquel semidesnudo Daniel Riverton decidió empezar por su oreja y tiró del papel higiénico.
–Está más fuerte de lo que pensaba –murmuró y comenzó a desenrollarle el papel por la cabeza.
Estaba tan cerca de ella que podía ver la perfección de su piel. Su olor, masculino y sensual, llegaba a su nariz, a pesar del hecho de que estaba cubierta de varias capas de celulosa.
–Buscadme unas tijeras –dijo dirigiéndose a Molly y Pauline.
Su voz sonó autoritaria. A pesar de la rápida destreza con la que estaba liberando a Trixie, sus movimientos eran meticulosos.
–No nos dejan…
–Ahora sí –dijo muy serio.
Molly no estaba dispuesta a ceder tan fácilmente.
–Tú no me mandas.
–Por supuesto que sí.
Era el tono de voz de un hombre acostumbrado a dirigir una exitosa compañía y a dar instrucciones a sus docenas de empleados. Pero Molly ladeó la cabeza y entornó los ojos.
Aun así, aquella pequeña de cuatro años se dio cuenta de que no era un hombre al que enfrentarse y enseguida cedió. Se levantó del sofá, seguida de su fiel hermana Pauline. Trixie las oyó correr una silla en la cocina y rebuscar en un cajón.
–Bueno, el misterio está a punto de resolverse –dijo él con una nota divertida en su voz–. ¿De qué color tiene el pelo?
–Casaño.
–¿Cómo?
Trixie volvió a contestar, intentando hacerse entender mejor. Al parecer, no había acabado de quitarle el papel que envolvía su cabeza.
–Ah, castaño. Vaya, con esos enormes ojos azules, había imaginado que sería rubia. Ahora le veo el pelo. Es verdad, es castaño, como el color del whisky añejado en barrica de sherry.
¿Whisky añejado en barrica de sherry? ¡Santo cielo! Vaya manera que tenía aquel hombre de desenvolverse con las mujeres.
No dejaba de hablar continua y pausadamente, como para tranquilizarla. Era como si se hubiera encontrado a alguien a punto de saltar de un tejado y fuera su voz la que estuviera evitando que se acercara al borde.
–Supongo que su pelo no suele estar de punta en todas direcciones. Parece como si hubiera metido los dedos en un enchufe. Está cargado de electricidad estática.
Como si no hubiera sido suficiente su comentario acerca del color de su pelo, ahora eso. No hacía mucho que Trixie se había cortado su larga melena, pensando que así sería más cómodo arreglárselo. Sin embargo, si no se lo alisaba con una plancha, parecía un león.
El pelo empezó a crepitar, con el roce del papel al quitárselo.
–Es la electricidad que hay entre nosotros –dijo él con aquel tono de voz suave.
De nuevo, aquel comentario le hizo reparar en la peculiar manera que tenía de relacionarse con las mujeres. Aunque no se le pasaba por alto que su única intención era bromear.
–Tiene unas orejas muy pequeñas –continuó con su peculiar narración–. Tiene agujeros, pero no lleva pendientes. ¿Me pregunto qué clase de pendientes suele llevar? Supongo que nada demasiado llamativo, algo así como unos discretos diamantes, ¿me equivoco?
Más bien circonitas, pero si prefería imaginársela con diamantes, se lo tomaría como el contrapunto del comentario de los dedos en el enchufe.
Trixie era consciente de que aquel hombre estaba llevando el peso de la conversación con el único fin de tranquilizarla, y lo estaba consiguiendo.
–Piel de melocotón, nariz chata, ni gota de maquillaje, aunque si lo llevara, apuesto a que sería ligero y de polvos.
De nuevo, la sensación de que sabía mucho de mujeres.
Había quitado el papel suficiente para dejar de desenrollar y tirar de lo que quedaba en la cara. La miró con una medio sonrisa en los labios.
–Y no lleva los labios pintados de rojo. Son suficientemente carnosos sin necesidad de carmín. De hecho, retiro que se parezca al hombre de los neumáticos –dijo y su sonrisa se amplió al dirigir la mirada hacia su pelo–, aunque mantengo lo del enchufe.
Trixie tiró de los brazos para soltarse de las ataduras. Se moría por pasarse las manos por el pelo, pero seguía inmovilizada. Entonces, al intentar moverse, se dio cuenta de que le molestaba el hombro.
–¿Está herida?
–Sí, sobre todo en mi orgullo. También me duele el hombro –confesó–. Me siento una estúpida.
Estúpida no era exactamente la palabra. Se habría sentido como una estúpida si su vecina, la adorable señora Twining la hubiera encontrado así.
¿Pero que Daniel Riverton la encontrara en aquella situación?
A pesar de que su salvador pareciera sacado de un cuento, resultaba humillante. Su foto había aparecido en todas las portadas de las revistas de negocios en el último año, incluyendo Emprendiendo en Calgary, a la que estaba suscrita. La leía de cabo a rabo desde que la despidieran de Bernard Brothers y decidiera emprender su propio negocio.
–¿Qué demonios ha pasado aquí?
Cuando había hablado con él por teléfono días antes, no había pensado que fuera ese Daniel Riverton. Pero en aquel momento, teniéndolo delante de ella en carne y hueso, no le cabía ninguna duda. Nada, ni el haberlo visto en las revistas ni el haber escuchado su voz sexy y enojada por teléfono, hacía que estuviera preparada para aquel hombre.
Quizá le venía bien estar atada a la silla. En su estado de debilidad, después de cuatro días con sus sobrinas y de haber pasado la última hora presa del pánico con la adrenalina disparada, seguramente era el dolor que sentía bajando desde el hombro por el brazo lo que impedía que se desmayara.
Porque literalmente estaba viendo su carne. Sus brazos largos y ligeramente musculados, su ancho pecho desnudo, su suave piel sin apenas vello, sus pantalones de pijama caídos, sus marcados abdominales bajo el ombligo… La boca se le secó.
Tenía el pelo negro y su aspecto era impecable para estar recién levantado de la cama. Sus rasgos eran tan perfectos que parecía sacado de la portada de una revista de moda o, con aquel torso, de uno de aquellos calendarios de hombres imponentes.
Trixie se obligó a apartar la mirada. ¿Por qué se sentía tan ridículamente culpable porque Miles no la hubiera hecho sentir así nunca? Bueno, Miles nunca la había salvado de una situación límite, ese debía de ser el porqué.
Aun así, Miles, con su piel paliducha y su cabellera pelirroja, con su incipiente barriga y sus brazos regordetes, era la antítesis de aquel hombre.
Daniel tenía los pómulos altos, la nariz recta, la boca firme y los labios generosos, y el mentón cuadrado con un pequeño hoyuelo. La sombra de la barba asomaba en sus mejillas y mentón, lo que más que restarle atractivo se lo añadía. Sus ojos resultaban cautivadores. Las portadas de las revistas no reflejaban lo azules que eran.
Trixie se preguntó si aquella atracción que sentía por Daniel era ese algo más por el que Miles la había dejado para buscarlo.
Daniel seguía liberándola de sus ataduras con movimientos precisos.
–Debe de haber al menos una docena de rollos cubriéndola.
Trixie trató de ignorar las sensaciones que sus manos le estaban provocando al rozarle partes íntimas del cuerpo mientras le quitaba el papel. Le había preguntado qué había pasado y tenía que concentrarse para contárselo.
–Estaba muy cansada –comenzó a explicar–. Les cuesta mucho dormirse. Son de Australia. Me refiero a que Molly y Pauline no se acostumbran al cambio de hora.
–¡Como si no me hubiera dado cuenta!
–Después de hablar con usted por teléfono, me agobiaba que hicieran ruido. Acababa de acostarme y me despertaron saltando en la cama. Luego, que si tenían hambre, que si querían jugar a esto o a lo otro… Me contaron que su madre siempre les deja jugar a este juego. Yo tenía que sentarme en una silla y ellas me atarían con papel higiénico. No me pareció mala idea. Estaba dispuesta a lo que fuera con tal de que estuvieran tranquilas.
«Por usted».
Aunque no lo dijo en voz alta, una sonrisa irónica asomó en los labios de Daniel.
–Sí, claro, el vecino quejica.
–No le estaba culpando.
–Está bien.
–Aunque reconozco que por teléfono me pareció muy intimidatorio –dijo y alzó la barbilla–. Y un poco maleducado.
–Es lo que me pasa cuando no duermo bien. En fin, siga con su historia.
¿Su historia? Empezaba a resultarle cargante. Era uno de aquellos hombres tan seguros de sí mismos que resultaba irritante. Daniel Riverton era un hombre que comparaba el pelo de una mujer con el whisky y que trataba de adivinar qué pendientes llevaba, como táctica de seducción.
Aun así, posiblemente le debía la vida, así que tenía que darle una explicación.
–Así que las dos comenzaron a dar vueltas a mi alrededor, cada una con un rollo de papel. Estaban muy concentradas y, por una vez, se estaban portando bien, así que las dejé. Pero me causó un efecto hipnotizador y debí de quedarme dormida. No puedo creerlo. Claro que desde que han llegado, me paso los días trabajando y luego por las noches no me dejan dormir. He debido dar una cabezada. Cuando me desperté, estaba atada. Cualquiera habría supuesto que bastaría con tirar del papel para quitárselo, pero ya ve que no.
Se dio cuenta de que estaba más atento a su tarea de desatarla que a su historia, así que se calló. Las gemelas llegaron por fin con unas tijeras y rápidamente le quitó el resto del papel higiénico sin al parecer percatarse de que había dejado de hablar.
Al inclinarse sobre ella para cortar el trabajo artesanal de las niñas, Trixie se quedó mirando su pelo negro. Como sospechaba, no solo había papel higiénico, también había guata. Después de quedarse dormida, las gemelas debían de haber tomado algunas cosas de su estudio. Reparó en el material blanco esparcido por el salón y supuso que por fin habían conseguido hacerse con las bolsas de relleno de algodón. Desde que llegaran, no habían parado de pedirle que las dejara jugar con aquellas bolsas de nieve.
Y los sobres que con tanto orden había apilado en su escritorio temiendo abrirlos, estaban esparcidos por todo el apartamento. Gruñó y Daniel siguió su mirada.
–Veo que recibe mucho correo –comentó, deteniéndose para recoger un sobre–. Este está dirigido a Cat in the Hat, que si no me equivoco, significa gato con sombrero. ¿De qué va esto? ¿Tiene que ver con su pelo?
–¿Mi pelo?
–Lo siento –dijo él sonriendo a modo de disculpa–. Parece un gato mojado sacado de un sombrero.
–¿No decía que parecía que hubiera metido los dedos en un enchufe?
–Deje que lo piense mejor –dijo mirándola tan fijamente que Trixie sintió que sus mejillas se ruborizaban–. ¿Qué tal un gato mojado que hubiera metido la pata en un enchufe?
–Vaya, ¿tan mal está?
–Le estaba tomando el pelo, perdone.
¿Daniel Riverton tomándole el pelo? La vida daba muchas vueltas inesperadas, aunque aquella le gustaba. Le divertía que bromeara con ella.
En su relación con Miles no había habido diversión ni bromas, y no se había dado cuenta hasta ese momento.
Daniel se frotó los ojos y volvió a disculparse.
–No es la única que está cansada –dijo Daniel lanzando una mirada de evidente fastidio hacia las niñas–. ¿Por qué recibe correo para Cat in the Hat?
–Es una larga historia.
Por un momento, se imaginó confiándole todo. ¿Quién mejor que él para contárselo? Al fin y al cabo, era un exitoso hombre de negocios…
–Está bien, ya me lo contará en otro momento –dijo él.
Aquel tono de falsedad le recordó la arrogancia que se adivinaba bajo aquella fachada de hombre encantador.
–Creo que ya la he liberado –añadió.
Había llegado el momento de que se fuera. Seguramente no querría escuchar las penurias de un pequeño negocio incipiente en comparación con el suyo.
–Se la ve muy menuda debajo de todo esto –dijo observándola mientras sostenía en las manos una enorme bola de papel higiénico.
A pesar de que su libertad suponía que no volvería a ver a su vecino, Trixie se sintió aliviada de verse desatada. Por suerte, llevaba puesta una bata que se había hecho. ¿Qué habría pasado si hubiera estado con la ropa de dormir, en pantalones cortos y camiseta de tirantes? Toda aquella situación habría sido mucho más embarazosa.
Sacudió piernas y brazos para desentumecerlos, antes de acompañarlo hasta la puerta. Pero no pudo evitar hacer una mueca de dolor al mover el brazo derecho.
–¿Le duele? Es el lado sobre el que cayó con la silla, ¿no es cierto? Tiene un moretón en la sien. Justo aquí.
Le tocó la piel donde tenía el golpe. Su roce le resultó electrizante. Nunca había sentido aquello con las caricias de Miles.
Eso le hizo reconsiderar su determinación de dedicar unos años a su recién creado negocio. Iban a ser años de soledad y, con toda probabilidad, de mucho aburrimiento.
Por no mencionar que podía estarse perdiendo algo que nunca había conocido. Apenas unos minutos con Daniel y todos sus sentidos se habían alterado, una sensación que nunca antes había experimentado.
¿Y si Miles había tenido razón? ¿Y si había algo más? Tal vez les había hecho un favor a ambos.
Después de meses resentida con su exnovio, aquellas ideas le parecían una traición hacia sí misma. Daniel la estaba mirando atentamente, como si estuviera leyéndole los pensamientos, y mantuvo el dedo suavemente apoyado sobre su sien golpeada.
–¿Estará bien si se queda sola?
FURIOSA consigo misma, Trixie se movió para apartar su mano.
Aquel Daniel Riverton había ido a dar con la pregunta que no había dejado de hacerse internamente mientras proclamaba a los demás su alegría ante aquella nueva etapa de independencia en su vida. ¿Cómo era posible?
De repente, las preguntas eran otras. ¿Podría arreglárselas para llevar su nuevo negocio, a la vez que cuidaba de sus sobrinas y de sí misma? ¿Podría vivir sin la sensación que el roce de su mano sobre la sien le había hecho sentir?
¿Estaba bien? Lo cierto era que no lo estaba. El inesperado giro que había dado su vida la inquietaba.
–Estoy bien.
Deseosa de volver a tener su vida bajo control, Trixie trató de levantarse de la silla, pero al hacer fuerza con el brazo derecho, un quejido de dolor escapó de sus labios. Volvió a sentarse. Se sentía tan mal, que pensó que estaba a punto de desmayarse.
Daniel se arrodilló a su lado y la tomó del brazo.
Ella cerró los ojos. Sentía dos clases de dolor. Por un lado, el dolor que se extendía por su brazo. Por el otro, el dolor de estar cerca de un hombre tan atractivo, casi desnudo, en aquellas horribles circunstancias.
–Creo que se ha roto el brazo –dijo él, después de examinárselo–. O tal vez se lo haya dislocado, puede que por el hombro.
–No puedo romperme el brazo ni dislocármelo –protestó–. Ahora que empezaba a controlar a las gemelas.
Sus ojos se llenaron de lágrimas y Daniel la miró con el ceño fruncido.
–¿Dónde tiene el teléfono? Su brazo no está bien y se ha dado un buen golpe en la cabeza. Voy a llamar a una ambulancia.
–No.
–¿No?
Arqueó las cejas sorprendido, como si nadie le hubiera dicho esa palabra antes, algo que era muy posible.
–Deme el teléfono, por favor –insistió él.
A pesar de lo aturdida que estaba por todo lo que había pasado, se daba cuenta de que Daniel Riverton era un hombre acostumbrado a hacer las cosas a su manera. Y por muy tentador que fuera que alguien se hiciera cargo de la situación en un momento como aquel, no debía sucumbir. ¡Tenía responsabilidades!
–¿Qué pasa con mis sobrinas?
Él desvió la mirada hacia Molly y Pauline. La próxima vez que recordara lo atractivo que era, pensaría en aquel momento. ¿Qué clase de persona miraría a unas niñas inocentes con tanto desprecio?
Aunque, por mucho que le costara admitirlo, ya no le parecían tan inocentes después de que la hubieran atado a la silla con tan desastrosos resultados.
–No puedo irme en una ambulancia –anunció Trixie con rotundidad–. ¿Qué pasaría con ellas?
–¿Puede llamar a alguien para que se quede con ellas?
De nuevo, miró a las niñas con el ceño fruncido, sin disimular que le parecían insoportables. Trixie siguió su mirada. Habían abierto un tarro de mermelada de fresa y estaban comiendo con las manos aquella sustancia pringosa. Estaban en el sofá que, aunque no era nuevo, estaba recién tapizado con un moderno estampado en tonos rojos, naranjas y blancos al que Trixie no acababa de acostumbrase.
¿Podía llamar a alguien para que se quedara con sus sobrinas? No tenía ninguna duda de que su brazo necesitaba atención médica.
Trixie consideró llamar a Brianna. Su mejor amiga vivía al otro lado de la ciudad, lo que era el primer inconveniente. Tardaría al menos cuarenta y cinco minutos en llegar allí. Y en unas horas tendría que irse a trabajar, segundo inconveniente. ¿El tercero? A Brianna le horrorizaban las gemelas tanto como a Daniel Riverton. «Son terribles, Trix. ¿Cómo vas a sobrevivir a esto?», le había dicho un día, después de que llevara a su hijo Peter a jugar con ellas.
–Me temo que no tengo a nadie a quien recurrir.
–¿Y la señora Bulittle?
–Mi hermana Abigail me mataría si las dejara con una desconocida. Estoy convencida de que comprueba los antecedentes penales de cualquiera que se acerca a las niñas.
–Es increíble –murmuró él sin dejar de observar a las niñas–. Son unas delincuentes en potencia.
Quiso decirle que su comentario no le parecía divertido, pero no tuvo fuerzas. Además, tenía razón. Justo en aquel momento mientras las estaban mirando, una de ellas se limpió la mano pringosa en el sofá.
–¡Chicas! –dijo Trixie–. ¿Podéis sentaros en la mesa a comer eso?
Ambas niñas la ignoraron.
–¿Siempre se comportan así? –preguntó Daniel mirándola–. Me refiero a que parecen un poco…
–¿Traviesas? ¿Impertinentes? ¿Inquietas?
–Parecen salvajes. ¿Cuándo fue la última vez que se peinaron?
Parecía estarla juzgando. Bastante fracasada se sentía como para que le recordara su ineptitud.
–No me dejan ni peinarlas –dijo poniéndose a la defensiva–. Abby está haciendo un recorrido a caballo por las Montañas Rocosas de Canadá. No he podido ponerme en contacto con ella para confirmar si es cierto.
–Si es cierto qué.
–Dicen que solo su padre puede peinarlas –contestó bajando el tono de voz.
–Como la historia de que su madre las deja jugar a eso, eso tampoco me lo creo.
–Es usted un experto adivinando si un niño miente, ¿no?
–Soy un hombre sin ilusiones –respondió tranquilamente–. Soy un cínico en muchas cosas y como resultado soy despiadado juzgando a las personas. Los niños pequeños no me parecen encantadores. De hecho, todo lo contrario.
¡No le gustaban los niños! Sintió alivio. Ya no era el hombre perfecto, por muy agradable que le hubiera resultado la caricia en su sien.
–Así que –continuó él–, ¿no se da cuenta de cuándo esas dos pequeñas la están mintiendo, señorita Marsh?
Se quedó mirándolo, decidida a no darle la satisfacción de responder. Estaba dispuesta a defender a sus sobrinas a pesar de que pudiera tener parte de razón.
–No sea tan duro. Si se quejó por el ruido, señor Riverton, debería haber oído los gritos de Molly cuando intenté peinarla. Parecía que estuviera matando un gato. ¡Mi gato! ¿No se habrá quedado abierta la puerta del apartamento?
Era la primera vez que se acordaba de su gato desde que todo aquel desastre empezara.
–Creo que sí.
Tuvo el horrible presentimiento de que Freddy se había escapado en medio de aquel alboroto. No había estado a gusto desde la llegada de las niñas. ¿Se habría escapado aprovechando la puerta abierta para conocer más mundo y encontrar otro hogar?
–No creo que deba preocuparse por su gato. Cuando entré, lo vi por el pasillo en dirección a las habitaciones. Sospecho que se quedará allí por lo menos un mes.
–Iré a ver cómo está.
Una vez más, al hacer fuerza para levantarse, gimió de dolor. Daniel Riverton, al que hacía diez minutos que había conocido, sintió lástima por ella.
–No se mueva –le dijo.
«No quiero que entre en mi dormitorio».
Al parecer, aquellas cortinas de encaje eran un repulsivo para los hombres. Pero las palabras se le quedaron atrapadas en la garganta. Tenía que asegurarse de que Freddy no se hubiera escapado.
Oyó a Daniel cerrar la puerta principal y luego se lo imaginó entrando en su habitación. Después de haber pintado y cambiado las cortinas, se había alegrado del efecto acogedor que había conseguido.
Pero desde que Miles criticara el resultado, como si su gusto decorando fuera una manifestación de todos sus defectos, había dejado de gustarle.
Tenía nuevas ideas. Quería que aquel espacio fuera un reflejo de su nuevo yo: atrevida, cosmopolita, la antítesis del aburrimiento. Ya había comprado la nueva pintura, aunque no había encontrado el momento de ponerse manos a la obra.
Aun así, con Daniel Riverton paseando por su casa, deseó haber acabado de redecorar su habitación. No quería que la viera como estaba. Según Miles, decía mucho de ella, fundamentalmente que era una aburrida.
Preferiría que no le importara lo que Daniel pensara de ella. Pero ya era demasiado tarde.
–El gato está debajo de la cama –anunció Daniel–. Y para que lo sepa, no parece estar de buen humor. Él sí que parece que hubiera metido la pata en un enchufe.
Se quedó estudiando su expresión para comprobar si había sacado alguna conclusión sobre ella, pero al parecer, solo se había fijado en el gato.
–Es persa –dijo Trixie, levantando desafiante la barbilla–. Necesita cuidados. Por desgracia, no ha dejado de esconderse desde la llegada de ya sabe quién.
A los ojos de Daniel Riverton, toda su vida debía de parecer un caos.
–Sí, ya sé a quién se refiere. Por cierto, ¿dónde está su padre?
–En Australia. Mi hermana y él se están divorciando.
Trixie estaba convencida de que el inminente divorcio de sus padres y la desintegración de su mundo eran el motivo del comportamiento de las gemelas.
No parecía el momento más adecuado para hacer un viaje, lo que había despertado las sospechas de Trixie. Y aunque Abby no le había dicho nada, Trixie estaba convencida de que la emoción de su hermana por volver a Canadá y hacer aquel recorrido por las Montañas Rocosas, tenían que ver con algún nuevo pretendiente que habría conocido en internet.
–Tengo la impresión de que han hecho equipo y la tienen tomada con todo el mundo –comentó ella.
¿Por qué le había contado eso? No hacía falta que supiera aquel detalle, especialmente después de que se declarara un cínico al que no le gustaban los niños.
Pero por alguna razón, Trixie quería convencerlo de que eran buenas niñas.
–¿Equipo? Pero si parecen vikingas.
Eso le pasaba por confiar en él e intentar llegar a su lado más compasivo. Era evidente que no lo tenía. Su atractivo, que había valorado en once en una escala del uno al diez, debería estar perdiendo puntos.
Sin embargo, no era así. Eso le hizo pensar a Trixie que era más superficial de lo que se consideraba.
–Pero es una buena moraleja –dijo él, mirando pensativo a las gemelas–. Cualquiera que esté pensando en casarse, debería conocer estas situaciones. La gente debería preocuparse más en el final de una relación que en el comienzo.
Aquello le pareció un planteamiento cínico, pero dado que era la actitud que quería seguir en su vida, asintió.
–Estoy completamente de acuerdo.
Se quedó mirándola unos instantes y sus labios se curvaron, esbozando aquella atractiva sonrisa.
–No sé por qué, pero lo dudo.
Se quedó atónita ante su arrogancia. ¿Cómo podía pensar que la conocía, teniendo en cuenta la brevedad y las extrañas circunstancias de su encuentro?
–¿Y por qué iba a dudarlo? –preguntó, tratando de mostrarse distante.
–Porque, señorita Marsh, todo me dice, desde el color de las uñas de sus pies hasta el oso bordado de su bata, que no es una persona pesimista. El cariño por su gato, el exceso de colores lilas y encajes de su habitación y su determinación a pensar bien de esos pequeños monstruos que están sentados en el sofá, dice mucho sobre usted.
Así que se había fijado en su habitación y, al parecer, no le había gustado más que a Miles.
–Estoy redecorando mi habitación –dijo Trixie–. Ya he comprado la pintura y tengo una foto en la puerta de la nevera.
Se quedó mirándolo, confiando en que captara la indirecta y no dijera nada más. Pero no fue así.
–Sí, claro –intervino Daniel con autoridad, como si no hubiera oído su comentario acerca de redecorar la habitación–, está un poco pasado de moda, resulta algo infantil y parece abrigar demasiada esperanza en las bondades del mundo y de sus semejantes.
Era como si aquellas cualidades le resultaran reprobables.
Sabía que iba a arrepentirse de que viera su dormitorio.
–Piensa que soy aburrida.
–¿Aburrida? –repitió asombrado.
–Me hace parecer una optimista redomada. Resulta que soy una mujer completamente independiente.
–Sí, muy independiente –dijo él en tono irónico más que convincente–. Déjeme adivinarlo. Ha sufrido un revés, seguramente por culpa de un hombre. Se siente desengañada. Había puesto todas las ilusiones en tener hijos y una casa con jardín y piscina, y ahora tiene que dejar aparcados sus sueños, al menos temporalmente.
Abrió los labios, pero fue incapaz de articular palabra. Se había quedado sorprendida. Daniel había dado en el clavo. Era con lo que llevaba soñando desde pequeña.
Todo su mundo lo había descrito en unas pocas palabras. No se equivocaba. Seguía soñando con todas aquellas cosas, aunque le parecía una debilidad desear tan desesperadamente una vida que otros veían aburrida.
Miles había estado en lo cierto, aunque había tardado tiempo en llegar a la misma conclusión que Daniel Riverton había sacado en segundos.
Aunque le costara reconocerlo, tenía que admitir que Daniel tenía razón en casi todo. Por eso era tan bueno en los negocios. Podía adelantarse a situaciones y leer el pensamiento de las personas con bastante precisión, aunque con evidente falta de sensibilidad.
Pero Trixie estaba decidida a demostrarle que se equivocaba en lo más importante, en lo referente a la parte temporal. Al menos en eso, esperaba que estuviera equivocado.
–Nada de eso me importa –dijo Daniel antes de que ella pudiera protestar–. Tenemos que pensar cómo conseguir que un médico la vea.
Se giró para mirar a las gemelas, justo en el momento en que una de ellas se apartaba un mechón de pelo de la cara con una mano pringada de mermelada.
–No se preocupe. Si necesito ir al médico, me las arreglaré para ir en coche.
–Mire, tiene que ver a un médico. Además, dudo mucho que pueda conducir –dijo y se quedó mirándola–. La llevaré en mi coche –sentenció con la determinación de un soldado ofreciéndose voluntario para una misión arriesgada.
Iba a protestar diciendo que no era necesario, pero al mover el brazo unos centímetros, el dolor se hizo insoportable y gimió.
–Me temo que necesita mi ayuda, le guste o no.
–No –murmuró ella.
–Tengo que ponerme una camisa –dijo él mirándose el torso, como si acabara de darse cuenta de que solo llevaba el pantalón del pijama–. Iré por mi coche y la avisaré cuando esté listo.
A Trixie le daba la sensación de que Daniel sentía la necesidad de hacerse con el control de la situación.
–No.
De nuevo, Daniel Riverton parecía asombrado. Era como si nunca le hubieran negado algo y, menos aún, una mujer.
Le daba cierta satisfacción que ella, a quien él consideraba predecible y aburrida en todos los sentidos, hubiera conseguido sorprenderlo. Disfrutó tanto de aquella sensación, que volvió a pronunciar la palabra con más firmeza que la primera vez.
–No.
DANIEL Riverton miró enfadado a Trixie Marsh. No debía haberla hecho partícipe de lo que opinaba de ella. Parecía decidida a reafirmarse.
Suspiró. Trixie había elegido un mal momento para imponerse y a la persona equivocada para hacerlo.
–¿No? ¿No a que acerque mi coche o no a la camisa?
Trixie se sonrojó, algo que Daniel esperaba que sucediera.
A pesar del moretón de su frente, de la ausencia de maquillaje y de aquella bata sacada de una película cómica, con su pelo color whisky y sus delicados rasgos, no había ninguna duda de que Trixie Marsh era una mujer muy guapa.
Su mirada, incluso con aquel gesto de dolor, era clara y de un azul intenso que recordaba a los pensamientos morados y a aquellos pájaros azules que la gente asociaba con la felicidad. Además, irradiaba un algo que lo incomodaba.
Pero no era su tipo. Aunque se había mostrado de acuerdo con el comentario de que la gente debía preocuparse más por los finales que por los comienzos de las relaciones, se había sonrojado al estar cerca de un hombre sin camisa.
Era sencilla y natural, y probablemente entusiasta de las historias con final feliz a pesar de que insistía en que ese no era su sueño.
Seguramente mimaba a su gato y estaba convencido de que también sabía hacer galletas y pan. Nunca antes había salido con una mujer a la que le gustaran las tareas domésticas.
A pesar del comentario de Trixie de que iba a redecorar su dormitorio, los delicados tonos lilas y los encajes blancos parecían muy de su gusto. Era muy inocente y fácilmente se creía las mentiras de las niñas.
No parecía usar mucho maquillaje, a diferencia de las mujeres con las que solía salir que lo empleaban con generosidad. Tampoco el tipo de mujer que le gustaba estaría en casa con una bata estampada con osos de peluche y mucho menos cuidando de unas niñas que no paraban de esparcir mermelada en el sofá.
–No a su ofrecimiento de llevarme al hospital, ni a que se ponga una camisa –dijo y se sonrojó todavía más–. Quizá tenga razón y no pueda conducir, pero puedo llamar a un taxi e ir al médico.
–Está bien. Llámelo. Esperaré hasta que venga.
Se cruzó de brazos y trató de disimular el alivio de no tener que ver a aquellos pequeños monstruos llenos de mermelada dentro de su coche. Era nuevo y los asientos blancos de piel estaba impecables.
Ella frunció el ceño.
–Las gemelas tienen que ir sentadas en asientos infantiles de seguridad. Mi hermana me mataría si no. ¿Sabe si los taxis llevan esos asientos?
–¿Tengo pinta de saberlo? –preguntó.
Las mujeres con las que salía no tenían hijos.
–No, claro que no.
–Creo que en el momento en que su hermana decidió dejarle a sus hijas, perdió todo derecho a decidir cómo había que actuar en caso de una emergencia.
–Señor Riverton…
–Tuteémonos. Llámame Daniel.
Era su manera de decirle que ya que iban a tener que pasar un rato juntos, no tenía sentido seguir tratándose con tanta formalidad.
Se quedó pensativa unos instantes, antes de asentir.
–Está bien, Daniel, puedes irte. Puedo ocuparme de esto.
Al oírla pronunciar su nombre, sintió que se le erizara el vello de la nuca. Al momento se arrepintió de haber apartado aquella barrera de formalidad que los separaba.
¿Formalidad? ¡Ni siquiera llevaba camisa! Él, conocido por su habilidad para mantener la concentración incluso en los momentos de mayor estrés, estaba empezando a distraerse.
También se dio cuenta de que estaba negociando con una mujer que se había dado un golpe en la cabeza, que estaba dolorida y cansada, y que era imposible que pudiera hacerse cargo de la situación.
–Bueno, entonces, Trixie, ya está bien.
–¿Perdón?
–Se han acabado las negociaciones –dijo él, añadiendo una nota de frialdad en su voz–. Estamos en esto juntos.
«Para lo bueno y para lo malo», pensó acordándose de su madre.
No había dejado de escuchar aquella expresión durante su infancia. Era el sueño inalcanzable de su madre. ¿Cómo era posible que nunca lo hubiera alcanzado?
La última vez que había hablado con ella, estaba en las mismas.
–Con Phil es diferente –le había dicho–. Vamos a casarnos en junio. Se me ha ocurrido una idea maravillosa. ¿Qué te parece si eres mi padrino?
Desde entonces, la había estado esquivando.
–¿Estás bien? –le preguntó Trixie con expresión de preocupación.
La miró. Ella que era la que estaba malherida, le estaba preguntando cómo estaba.
–Ya que no sabemos qué hacer con esos pequeños demonios si llamamos a una ambulancia, déjame las llaves. Supongo que tu coche tiene asientos para las niñas.
Se quedó mirándolo. Por suerte, su expresión de preocupación desapareció. Tenía que poner fin a aquella situación. Trixie Marsh estaba pálida por el dolor.
–Eh, vosotras –dijo Daniel, girándose hacia las gemelas.
–Se llaman Molly y Pauline.
–Chicas, Molly y Pauline…
–Su madre odia eso.
Le dirigió una mirada que claramente decía que le daba igual lo que la madre pensara y volvió su atención a las niñas.
–Id a limpiaros esa mermelada.
Las pequeñas levantaron la cabeza y se quedaron mirándolo.
–Ahora mismo –ordenó con voz firme.
Las niñas se levantaron y al cabo de unos segundos oyó el agua correr. Se volvió hacia Trixie y vio que se había quedado sorprendida, con la boca abierta. Rápidamente la cerró.
–La suerte del principiante –dijo ella–. No suelen hacer caso.
–Estoy acostumbrado a que se me haga caso. Venga, dame las llaves. ¿Dónde tienes el coche?
Haciendo un gran esfuerzo, Trixie trató de levantarse de la silla. Daniel la tomó del codo para ayudarla, pero ella lo apartó molesta.
Se las arregló para ponerse de pie y fue a la cocina para recoger las llaves.
–Es el pequeño rojo.
Por alguna razón, ya se había imaginado que sería rojo y pequeño. Era de esperar en una mujer con osos de peluche en la bata, paredes lilas en el dormitorio y rosa en las uñas de los pies. No como los coches deportivos y caros que conducían las mujeres con las que salía.
Aunque ninguna de ellas había hecho que se le erizara el vello de la nuca con tan solo pronunciar su nombre.
–Iré a ponerme una camisa y traeré el coche a la puerta. ¿Puedes ocuparte de ellas?
–Claro que puedo.
–Me parece que, de momento, no lo has conseguido.
–¡Vaya!
Parecía molesta, así que se dio la vuelta rápidamente y salió de allí, antes de que usara su brazo bueno para lanzarle algo a la cabeza.
Trixie se quedó mirando la puerta después de que Daniel la cerrara. El corazón le latía acelerado y se dio cuenta de que había dejado su olor.
¿Qué le estaba pasando? Era arrogante y autoritario, demasiado seguro de sí mismo.
«Es un hombre sacado de una fantasía».
–¡Déjalo ya! –se dijo.
Se sentía demasiado susceptible. La había rescatado de una situación extrema y probablemente era lo normal. Sus sentidos se habían aguzado y todos sus músculos estaban tensos.
Con determinación, se apartó de la puerta y se dirigió por el pasillo al baño. Sus sobrinas habían llenado el lavabo y estaban subidas al escalón que les había comprado para que llegaran. Había agua por todas partes: en el suelo, en el espejo, en la encimera… Se las habían arreglado para lavarse las manos y limpiarse toda aquella mermelada.
–Las caras también –dijo Trixie.
Aprovechó para mirarse al espejo. Estaba peor de lo que imaginaba. Tenía el pelo de punta, alborotado y cargado de electricidad estática, con restos de papel higiénico y guata blanca.
La bata que se había hecho antes de la llegada de sus sobrinas pensando en que les parecería divertida, se veía ridículamente infantil.
–Ya he terminado –anunció Molly, mostrando las palmas de las manos.
–Buenas chicas. Venga, ahora buscad algo que poneros.
–Es hora de irse a la cama –dijo Molly–. Y para dormir, hay que ponerse el pijama.
–Vaya.
No iban a irse a la cama. No quería sacarlas al frío de la noche en pijama. La cercanía de Calgary a las montañas hacía que las noches fueran frescas, especialmente cuando el verano no había hecho más que empezar.
–Es un concurso –dijo Trixie–. Gana la que antes se vista. ¡Con calcetines y zapatos incluidos!
Las niñas salieron y se quedó contemplando su reflejo en el espejo.