La debilidad de los peones - Santiago Casanova - E-Book

La debilidad de los peones E-Book

Santiago Casanova

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Beschreibung

Un instante y tu vida cambia para siempre. La existencia de Danilo Halych es previsible y sencilla. Es un funcionario gris en una república comunista de la órbita soviética. Pasa su tiempo libre jugando al ajedrez y paseando con su novia, mientras hablan de libros. Pero un día le roban el maletín con la recaudación de las pólizas de entierro y todo su mundo se viene abajo. Una vorágine de acontecimientos le arrastra hasta un callejón sin salida. A través de una larga confesión, el protagonista relata lo ocurrido a un joven escritor, dejando retazos de su infancia, sus amores frustrados y su participación en la Segunda Guerra Mundial, mientras, poco a poco, esa narración nos va mostrando la crueldad de un gobierno capaz de destrozar la vida de cualquier persona, porque ese sistema necesita que siempre haya un culpable.

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Seitenzahl: 421

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

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El autor

La presente obra ha ganado el XXVII PREMIO TIFLOS DE NOVELA, convocado por la ONCE, otorgado por un jurado presidido por D. Andrés Ramos Vázquez, vicepresidido por D. Ángel Luis Gómez Blázquez y D.ª Imelda Fernández Rodríguez, y compuesto por D. Luis Mateo Díez Rodríguez, D. Luis Alberto de Cuenca Prado,

D. Manuel Longares Alonso, D.ª Fanny Rubio Gámez, D.ª María Ángeles

Pérez López, D. Ángel Basanta Folgueira, D.ª Care Santos Torres,

D. Santos Sanz Villanueva, D. Ángel Luis Prieto de Paula, D.ª Pilar Adón,

D. José Ovejero Lafarga, D.ª Aurora Luque Ortiz, D.ª Penélope Acero

Cayuela, D.ª Christina Linares del Castillo-Valero, D.ª Laia Salvat Rius y D. Francisco José Maldonado Aguilar, en su calidad de secretario del jurado.

© del texto: Santiago Casanova, 2025.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición: junio de 2025.

REF.: OBDO504

ISBN: 978-84-1098-362-5

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

PARA MÓNICA, POR SUPUESTO

1

Ajustándome a los hechos, la historia que le voy a contar empezó a fraguarse durante la mañana del lunes de la tercera semana de septiembre. Anote ese dato, señor Zeman, porque es importante. Si se está preguntando por qué lo recuerdo con tanta exactitud, la respuesta es obvia, ya que ese lunes ha supuesto un antes y un después en el devenir de mi existencia. Una fecha inolvidable. El principio del fin, si bien en aquel momento se presentaba como un lunes más, un día de apariencia insignificante que marcaba el inicio de una semana que, para mí, estaría repleta de situaciones rutinarias y vacía de grandes emociones. Porque antes de que ocurriera todo esto, mi vida era así de anodina, incluso aceptaría que se calificara de aburrida. Pese a esto, esa vida no me desagradaba.

—Aurea mediocritas.

Así lo definía el señor Filimon. ¿Entiende usted el latín? ¿No? Pues quiere decir «dorada mediocridad». El señor Filimon es el huésped más antiguo de la pensión Nadia, aunque no el más viejo, ya que solo tiene sesenta años. Supongo que usted ya lo habrá entrevistado antes de venir a verme. Es un señor bajito y calvo que se adorna con una acicalada perilla leninista. Reconozco que, sin menoscabo de su gran bagaje cultural, el señor Filimon siempre me resultó una persona bastante pedante y un poco cargante. Solo le gusta hablar de asuntos que domina y desprecia cualquier tema de conversación que no le permita sobresalir por encima de los demás. Por ejemplo, siempre que le hacía algún comentario sobre un partido del Spartak de Zarzamek, se hacía el sordo. Ante tal indiferencia, por curiosidad, un día le pregunté si acaso era seguidor del Dinamo o del Estrella Roja.

—El fútbol contiene todos los vicios del capitalismo.

Eso me respondió, con tono despreciativo. El señor Filimon es de esa clase de personas que, quizá por su corta estatura, siempre estiran mucho el cuello y levantan el mentón, como si quisieran mirarte por encima del hombro. Si usted ya lo ha entrevistado, estoy seguro de que me dará la razón. ¿Acierto? En cualquier caso, no es un personaje de especial relevancia en lo que le tengo que contar, así que no es necesario que tome apuntes sobre él. Será mejor que me centre en mi historia.

De lunes a viernes, desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde, me dedicaba a mi trabajo como recaudador de la Sociedad Previsora de Decesos, cumpliendo mis obligaciones profesionales con escrupuloso rigor y sin dar lugar a ninguna queja por parte de mis superiores. Reconozco que era un trabajo fácil para el que solo se requería saber leer, saber sumar y saber obedecer. Un trabajo fácil con un salario ajustado a esos requisitos, por supuesto. Para muchos, un empleo insignificante, para otros, envidiable, dependiendo del lugar que cada cual ocupe en la pirámide productiva. Pero no me entretendré ahora en eso y me ceñiré al relato de los acontecimientos que me trajeron hasta aquí, que es lo que quiere escuchar.

Después del trabajo, la ocupación a la que dedicaba más tiempo era mi relación con la señorita Dora Dorika, mi novia, aunque en las actuales circunstancias, debo referirme a ella como exnovia. Supongo que usted ya estará informado de esta circunstancia, por tanto, también es muy posible que haya hablado con Dora antes de venir a hablar conmigo. No hace falta que se excuse, señor Zeman. Comprendo que lo haya hecho y no me siento ofendido, ya que se trata de un personaje muy importante en esta historia, y por ese motivo he empezado a hablarle de mi relación con ella, de la que podría decirse que era tan anodina como el resto de mi vida.

Pese a todo, reconozco que me gustaba estar con Dora. En los atardeceres de primavera y verano, tras haber cumplido con nuestras respectivas obligaciones laborales, acostumbrábamos a pasear por el parque Topol. Era nuestro lugar favorito, en especial el sendero de los robles centenarios, cuyas frondosas copas proporcionan sombra todo el día. A veces nos sentábamos en el bar situado junto al estanque para tomar un refresco, yo cerveza, ella Kofola, y hablábamos sobre los últimos libros que habíamos leído. Otras veces, cuando el cielo ya se había teñido de negro y la ausencia de nubes lo permitía, contemplábamos las estrellas que brillaban en el firmamento, buscando la Osa Mayor o jugando a adivinar si la estela luminosa que se difuminaba en pocos segundos correspondía al rastro de una estrella fugaz o a un satélite lanzado por la nave Vostok. Los atardeceres del estío son propicios para sostener largas conversaciones y dar largos paseos a cielo abierto, mientras que durante el otoño y el invierno buscábamos lugares a cubierto donde guarecernos del frío tomando una taza de té caliente. Nos gustaba frecuentar el Gran Café Bug. Supongo que usted lo conocerá, es uno de los pocos lugares de Zarzamek que aún conserva el esplendor de los buenos tiempos imperiales, con sus altos techos, sus grandes espejos y sus fastuosas lámparas de araña. Para mí, señor Zeman, digan lo que digan, aquellos tiempos, pese a que yo no los viví, debieron ser mejores que estos. Aunque poco importa ahora. Será mejor que siga hablándole de lo que hacía con Dora.

En las tardes de los días festivos solíamos acudir a algún concierto, al cine o al teatro. Dora puede adquirir entradas a mitad de precio gracias a su trabajo como supervisora de la biblioteca pública del distrito Kislev. Allí nos conocimos una tarde en que fui a buscar un libro sobre ajedrez titulado Mi sistema, del gran maestro Nimzowitsch. Supongo, señor Zeman, que también estará informado de mi afición por el ajedrez, ¿sí? Lo suponía. Pero ya hablaremos de ajedrez a su debido momento, no quiero perder el hilo del relato.

Si había entradas disponibles, Dora y yo íbamos al cine. ¿A usted le gusta más el teatro o el cine? Supongo que el cine, cómo no. Para los jóvenes de ahora el teatro es cosa de viejos. Yo también lo prefiero. Ese vendaval de inmensas imágenes es algo asombroso, casi hipnótico. Las películas nos permiten viajar en el tiempo por el módico precio de cinco kojbas. ¿No le parece increíble? El teatro no puede darnos tanto. Al fin y al cabo, un escenario teatral es un espacio limitado. Pero bueno, eso tampoco es importante ahora. Disculpe estas distracciones. Estoy un poco nervioso.

Así nos entreteníamos Dora y yo hasta que el reloj marcaba las diez en punto y nos emplazábamos para volver a vernos al día siguiente. Tras despedirme de Dora, en mi camino de regreso a la pensión hacía una parada en el pequeño restaurante de la esquina para cenar algo frugal antes de que cerrasen. Me refiero al Nemets. ¿No lo conoce? Pues se lo recomiendo. Sobre todo los lomos de ciervo con cebolla y patatas asadas sobre una salsa de ciruelas verdes y vino blanco. ¡Delicioso! Podría decirse que el viejo Kasimir, más que un cocinero, es un artista. Si alguna vez va usted por allí, dele recuerdos de mi parte. Aunque quizá será mejor que no lo haga, ya que ahora es difícil que la mención de mi nombre sea bien recibida en ningún sitio.

Después de cenar, cuando me tumbaba en la cama dispuesto a descansar, las preocupaciones se reunían en la plaza mayor de mi cabeza armando alboroto y me costaba conciliar el sueño. Algunas veces, ya dormido, mi inconsciente revivía los recuerdos de la guerra con tanta intensidad que me despertaba gritando, empapado en sudor, braceando sobre el colchón en busca de mi casco y de mi fusil. En alguna ocasión me costaba conciliar el sueño por culpa de una partida de ajedrez dejada a medias, planificando las posibles estrategias que estaban a mi alcance según la posición en que habían quedado las piezas al interrumpir el juego. Otras veces me desvelaba dándole vueltas y vueltas a si debía pedirle matrimonio a Dora. Una duda que quizá solo era el disfraz que camuflaba mi falta de valentía para enfrentarme a las responsabilidades de la vida conyugal, porque no es lo mismo ser novios que estar casados. Aumentan las obligaciones y disminuye la libertad. ¿Está usted casado? Intuyo que no porque no lleva anillo. ¿Tiene novia? Seguro que sí. Siendo un escritor famoso, tendrá más de una, que es lo que ahora está de moda entre los jóvenes intelectuales. En esas cuestiones las cosas sí que son mejor que antes, jejeje. Por supuesto, no es necesario que me cuente nada. Usted no está aquí para contarme su vida, sino para que yo le cuente la mía. Disculpe mi intromisión.

Dora es una buena chica y, sin ser una gran belleza, es atractiva. Muchos hombres se dejarían cortar varios dedos a cambio de poder tener a una mujer como ella. Sin embargo, siempre he sentido que le faltaba algo. Esa chispa especial de algunas mujeres, ese brillo que hace a una diferente de las demás, esa capacidad para hechizarte con una simple mirada, con una fugaz sonrisa, y robarte la voluntad. Aunque ya ve usted lo que podía ofrecerle yo. Reconozco mi escaso atractivo. Soy bajito, igual que mi padre; camino con los hombros caídos, igual que mi padre; se me está cayendo el pelo, igual que se le cayó a mi padre; y estas gafas de miope agudo me dan el aspecto de un hombre insípido, que es lo que en verdad soy. Como le decía antes, un hombre insípido suele llevar una vida insípida. El trabajo y Dora lo eran todo para mí, excepto las tardes de los jueves, en las que tenía otro compromiso. No espere usted nada emocionante de esa excepción, señor Zeman, porque no lo era.

Los jueves por la tarde, al terminar mi jornada, acudía a la escuela regional de ajedrez para escuchar las lecciones del maestro Kaspar y jugar una partida. Aclaro que casi siempre perdía, ya que mi condición de jugador poco avezado me condenaba a cosechar más derrotas que victorias. Solo ganaba a contrincantes de nivel inferior al mío. Si me enfrentaba a alguien más experto y lograba resistir más de quince minutos antes del jaque mate, ya me sentía orgulloso, y si conseguía aguantar hasta obligarles a cerrar la partida en tablas, para mí equivalía a un triunfo. En mi defensa debo decir que la fase de aprendiz se hace muy larga si uno no le dedica al ajedrez el cien por cien de su tiempo. Mi trabajo y Dora ocupaban muchas más horas en mi vida que el ajedrez, y supongo que por eso perdía más partidas de las que ganaba, un hecho que asumía con humildad. Ni siquiera me enfadaba, era consciente de mis limitaciones y de lo mucho que me quedaba por aprender. Todos los grandes maestros fueron niños prodigio, mientras que yo descubrí el ajedrez ya demasiado mayor. Aun así, el ajedrez tiene algo magnético que me atrae con la misma fuerza que un imán es atraído por el hierro. Incluso creo que tiene muchas similitudes con la vida. Por ejemplo, parece un juego en igualdad de condiciones, pero no lo es, ya que el mero hecho de que uno de los jugadores mueva primero le da una ventaja. La vida es igual. Siempre hay alguien que mueve primero y toma ventaja. Siempre hay alguien que juega mejor y gana. Estoy seguro de que me entiende, ¿verdad? Pero será mejor que no me distraiga ahora con el ajedrez.

Le estaba hablando de mis rutinas. El trabajo me mantenía ocupado durante buena parte del día, y el resto de las horas me alegraban Dora y el ajedrez. No necesitaba más. No necesitaba ser un héroe. No necesitaba ser mártir de ninguna causa. Le aseguro que después de haber vivido una guerra, no necesitaba aventuras extraordinarias. Me bastaba con sentir que vivía en paz. Esas eran mis expectativas cuando sonó el despertador a las siete en punto de la mañana de aquel lunes con el que comenzaba la tercera semana de septiembre. Un lunes en el que primero cumpliría con mis obligaciones laborales y luego pasearía con Dora al atardecer. Eso era lo más excitante que podía esperar de mi vida en esa época. Hay quienes ni siquiera tienen eso. Dicho esto, añado que, como le dije antes, no quiero saber nada de lo que Dora le haya contado en su entrevista, porque seguro que sería doloroso para mí y prefiero ahorrarme ese sufrimiento. Cuando ella decidió poner fin a nuestra relación, el vacío que dejó en mi vida fue mucho peor que la suma de las demás desgracias que me acuciaban. Aunque antes de llegar a ese momento, debo contarle los sucesos que nos condujeron hasta ese punto.

Como le decía, todo empezó aquel lunes. Amaneció lloviznando. El cielo tenía esa pátina plomiza que anticipaba la inminente llegada del otoño, dispuesto a sumir a la ciudad en una nebulosa cenicienta que, si nada alteraba el curso natural de las cosas, sería el telón de fondo que decoraría el escenario de nuestras vidas hasta que se alcanzaran los primeros atisbos de la ansiada primavera. Supongo que usted no recordará si aquel lunes de septiembre llovía o brillaba el sol, pero yo recuerdo bien ese detalle, porque, confiando en que aún era verano, salí a la calle sin haber prestado atención a la climatología. Los excesos de confianza suelen tener malas consecuencias. Es algo habitual en el ajedrez. Cuando se piensa que el rival será fácil de derrotar, uno se confía, se relaja, se distrae pensando en otras cosas y el oponente aprovecha para adueñarse de la situación y, tras dos o tres movimientos inesperados, uno se ve acorralado por un jaque mate del que no hay escapatoria. ¡Vaya ejemplo se me ha ocurrido! Es muy simbólico, ¿verdad?, como si desde lo más profundo de mi mente me hubieran sugerido esas palabras para recordarme lo estúpido que fui por confiarme cuando no debía. Pero ya llegaremos a ese punto, señor Zeman. Todo a su debido momento.

Le estaba diciendo que aquella mañana me confié y no me asomé a la ventana para observar por un instante el exterior. Lo cierto es que no solía mirar por la ventana, ya que solo podía contemplar un paisaje triste. La pensión Nadia ocupa la primera planta del edificio, por lo que desde cualquiera de sus habitaciones solo se alcanza a ver las cuatro paredes del patio interior. Para divisar el cielo hay que asomar la cabeza más allá de la ventana, estirando el cuello a modo de catalejo. Si me permite usted la licencia de volver a utilizar un ejemplo lleno de simbolismo, parece una cárcel, con la salvedad de que no hay rejas y en el patio casi siempre hay ropa secándose en algún tendal de los pisos superiores. Camisas y blusas blancas ondeando al viento como banderas, pantalones grises y faldas negras, algún mono de obrero, calcetines desgastados, ropa interior de distintos colores y tamaños y algunos pañuelos rojos de los uniformes escolares. Un día vi que en el alfeizar de una ventana del segundo piso había aparecido una maceta con un pequeño ramillete de flores rojas. Apenas duraron una semana y ya no volvieron a florecer nunca más.

—Hasta las rosas se convierten en ceniza.

Es un verso de Ulpiano de Carpesia, un poeta de la Hispania romana que supongo que usted no conocerá. Bueno, da igual. La cosa es que la maceta quedó abandonada a su suerte. Podría decirse que las flores fueron derrotadas por la tristeza del paisaje que las rodeaba. Nunca vi luz en esa ventana ni a nadie tras el cristal, pero todo hacía suponer que allí vivía una mujer, ya que a los hombres no les interesan las flores. Cuando llegué aquí, le dije al oficial supervisor de esta galería que estaría muy bien que hubiera flores en todas las ventanas.

—Si no es jardinero, ¿por qué le gustan las flores? ¿Acaso tiene gustos de mujer?

Eso fue lo que dijo el supervisor torciendo el gesto. Entendí perfectamente lo que insinuaba, por lo que me disculpé por haber tenido una idea tan ridícula. No hemos vuelto a hablar de ese asunto. Dicho esto, mi relato regresa al patio de la pensión Nadia. Como le decía, es una mole de cemento grisáceo que se eleva por encima de lo que alcanza la vista y, dado que la pensión se ubica en la primera planta de las cinco que tiene el edificio, seis si se cuentan las buhardillas, para ver una porción de cielo tenía que asomarme más allá de los límites de mi ventana cerrada. Pero esa acción implicaba que, con total seguridad, también vería a las ratas correteando entre los cubos de basura. Algunas tienen el tamaño de un gato. Supongo que usted comprenderá por qué no solía asomarme a la ventana, aunque, claro, eso tampoco es importante para el desarrollo de esta historia.

Como le iba diciendo, aquella mañana, ajeno a las circunstancias climatológicas y aún en pijama, me dirigí a la cocina para desayunar. En ese momento no había ningún huésped, solo estaba la señorita Budinka fregando las tazas y los platos de los que, siendo más madrugadores que yo, sea por obligación o por capricho, ya habían desayunado para marcharse a sus respectivos quehaceres. Sobre la larga mesa rectangular, situada justo en el centro de la cocina, había un ejemplar del periódico del día, en cuya primera página destacaba una gran mancha parduzca de café con forma de islote irregular que distraía la atención sobre la noticia resaltada en letras más grandes y que anunciaba que el presidente Rynok había inaugurado en el distrito Wysoki un nuevo mercado municipal, el más grande del país. La mancha de café desdibujaba sus facciones en blanco y negro hasta hacerlo casi irreconocible. ¿A usted le cae bien el presidente Rynok? Puede sincerarse conmigo, señor Zeman, aquí no nos escucha nadie. Salvo que las paredes oigan, que nunca se sabe. Jejeje. Bueno, supongo que prefiere usted reservarse su opinión. Lo entiendo.

Junto al periódico había un plato con dos manzanas rojas, una botella de leche casi vacía, un cesto con un par de rebanadas de pan blanco y un plato donde reposaba un ladrillo de mantequilla al que alguien le había cortado una esquina triangular con el cuchillo que descansaba a su lado y cuya punta estaba impregnada de grasa mantecosa. Algunos huéspedes madrugan mucho, pero casi todos desayunan rápido y no suelen estar mucho rato en la cocina, cosa que yo agradecía porque, al no dormir bien, en ese momento del día prefiero el silencio. Por eso la señorita Budinka, que después de varios años trabajando allí ya sabía lo que le agradaba y lo que le desagradaba a cada quien, me daba los buenos días con un susurro y me dejaba tomarme el café leyendo el periódico sin perturbar mi paz. Aquella mañana, fiel a mis costumbres, me serví un tazón de café caliente endulzado con dos cucharadas de azúcar y, sin tomar asiento, me lo bebí en varios sorbos apresurados. A la par, iba pasando páginas del periódico, leyendo solo los titulares y sin que ninguna noticia me pareciera verdaderamente interesante, por lo que cerré el periódico, dejé el tazón en el fregadero, me despedí de la señorita Budinka deseándole un feliz día y regresé a mi habitación. No me gusta darle conversación al personal de servicio. No es que me crea superior, no me entienda mal, simplemente creo que hay situaciones en las que se debe mantener la distancia. Ella está haciendo su trabajo y no debe distraerse charloteando con los huéspedes. Seguro que a la señora Yablonska no le haría gracia que sus empleadas se tomaran esas confianzas con los huéspedes, aunque a más de uno no le importaría perder el tiempo con la señorita Budinka, ya que es una joven bastante atractiva.

—La belleza es un bien frágil.

Eso decía el señor Filimon citando al poeta latino Ovidio. Ese hombre siempre tiene a mano una frase de cualquier escritor de la antigüedad, se hable de lo que se hable. Presume de ser un gran estudioso de los clásicos. Da clases en la Universidad Popular de Zarzamek y se vanagloria de haber presentado una tesis doctoral titulada «Comunismo platónico» con la que obtuvo una calificación cum laude, la máxima nota, aclara él, por si alguien no alcanza a entender el significado. Al parecer, la tesis consistía en una diatriba sobre las ideas de Platón al respecto de la igualdad y la propiedad privada que fue muy del agrado del tribunal universitario. Lo sé porque él mismo se encargó de explicármelo. Puede estar usted seguro de que no me interesaba nada el tema, pero no me quedó más remedio que escucharle fingiendo la máxima atención. El señor Filimon está muy orgulloso de sus logros académicos. Es de esas personas que siempre sabe cómo agradar a quien le conviene. Vivimos una época en la que es muy importante saber a quién adular. Podría decirse que un elogio adecuado en el momento preciso tiene tanto valor como un billete de cien kojbas, pero hay que saber escoger el elogio y el momento. Por ejemplo, la panadera no te da el pan a cambio de un piropo sobre sus ojos; sin embargo, el comisario de universidades sí te puede ayudar a conseguir una plaza de profesor suplente si tu tesis doctoral elogia los principios fundamentales del Partido y, además, se la entregas junto con una caja de cigarros habanos. Pero esa cuestión ahora no debe distraernos.

Le estaba hablando de la señorita Budinka. Es innegable que tiene una figura estilizada, con caderas sinuosas, piernas bien torneadas y un busto muy sugerente, además de unas mejillas siempre sonrosadas y una melena de cabellos castaños que realza el color azul de sus ojos, que a veces parece que soltasen destellos de luz. Son unos ojos brillantes que en ocasiones miran con una inocencia no exenta de una sutil dosis de picardía. Reconozco que nunca he mantenido una conversación con ella más allá de la climatología, el sabor de las manzanas o el planchado de mis camisas, pero esa joven tiene ese algo que, como le decía antes, le falta a Dora. Un brillo especial. En resumen, la belleza de la señorita Budinka es una tentación difícil de resistir para cualquier hombre. Pero un verdadero caballero debe ser respetuoso y está obligado a establecer una distancia prudencial en ese tipo de situaciones. Ella trabaja para los huéspedes, por lo que cualquier equívoco podría considerarse como un abuso de poder por parte de un huésped. Estoy seguro de que usted comprende lo que quiero decir. Sin embargo, la señora Yablonska es lo opuesto a la belleza, como ya habrá comprobado. Tiene una cara que parece hecha por un aprendiz de escultor que aún no sabe afinar narices ni redondear los pómulos. Una mañana, cuando me vio entrar en pijama en la cocina dispuesto a tomarme mi café, me miró de pies a cabeza y se permitió un comentario que me resultó improcedente.

—Vaya, señor Halych, veo que aún no se ha afeitado.

Le lancé la misma mirada de pies a cabeza y, mientras llenaba mi taza de café, repliqué que ella tampoco. Creo que desde ese día dejé de serle simpático. Pero bueno, supongo que ese detalle no será lo más importante entre las cosas que ella piensa de mí ahora, ¿verdad?

Continuando con el devenir de aquel día, tras el café regresé a mi habitación, me aseé y me vestí lo más deprisa que pude, dispuesto a llegar a la oficina a las ocho en punto, fiel a mi costumbre. Para no perder tiempo en esa operación, cada noche dejaba preparados los zapatos ya abrillantados, el traje gris oscuro bien cepillado, la camisa blanca, que es el único color de camisa que soporto, y una corbata negra, la más adecuada para mi trabajo. Observo, señor Zeman, que también le gusta usar camisa blanca, aunque sin corbata y sin chaqueta. Al parecer, los jóvenes de ahora desprecian las corbatas y a quienes las usan a diario. Pero bueno, eso no importa ahora.

La señora Yablonska siempre estaba atenta para que nunca me faltase ropa interior limpia y una camisa planchada. Tener planificada la indumentaria me ayudaba a no demorarme cuando, recién despertado, aún no tenía mis facultades en toda su plenitud. Tardo en arrancar, igual que un motor diésel en enero. ¿Sabía usted que en la guerra, durante el invierno, nunca apagábamos el motor de nuestros carros de combate? Así no se congelaba el combustible. Los estúpidos nazis cabeza de kartoffel, con lo listos que se creían, no cayeron en ese detalle, por eso les atacábamos en cuanto rayaba el alba y no podían moverse. Destruir sus tanques era tan fácil como espachurrar una mosca de un zapatazo. Aunque eso ya es parte del pasado. ¿Usted estuvo en la guerra? No, claro, es demasiado joven. Yo tuve que alistarme al cumplir los diecisiete años. Durante veinte meses mi batallón recorrió buena parte del curso de los ríos Vístula y Óder, participando en la liberación de pueblos y pequeñas ciudades donde pocas veces encontramos alguna resistencia que dificultara nuestro avance hacia el corazón del Tercer Reich, ya que nuestra unidad formaba parte de la línea de retaguardia y el trabajo más duro ya estaba hecho. Pero la guerra acabó cuando aún estábamos lejos de Berlín. Los rusos llegaron antes que nosotros y nos privaron de esa gloria. ¿Usted conoce Berlín? Bueno, ahora da igual.

Siguiendo con lo que estaba diciendo, aquella mañana procedí a uniformarme con mi habitual traje gris oscuro, camisa blanca y corbata negra, porque un trabajo serio exige vestirse con colores serios. Nadie hace bromas sobre su propio entierro, ¿verdad? La cosa es que, una vez vestido, dejé mi habitación y recorrí el pasillo de la pensión con paso ligero, sin detenerme a saludar a la patrona, que estaba barriendo el suelo de la cocina. La señora Yablonska siempre tiene entre manos una escoba, una fregona, una bayeta húmeda o un trapo para limpiar el polvo. Le aseguro que ni el mejor hotel de la ciudad supera en limpieza a la pensión Nadia. De hecho, en el recibidor tiene expuestos los cinco diplomas que el Departamento de Inspecciones Sanitarias ha concedido a su establecimiento por haber alcanzado el nivel máximo de excelencia higiénica. La señora Yablonska está muy orgullosa de esos galardones. Supongo que usted se habrá fijado en ese detalle cuando visitó la pensión. Pero claro, eso tampoco es lo más importante de esta historia.

La cosa es que aquella mañana la lluvia me pilló desprevenido. Nada más pisar la calle noté como las gotas de una fina llovizna salpicaban los cristales de mis gafas y humedecían mi frente. Alcé la mirada y comprobé que el cielo estaba cubierto de oscuros nubarrones. Maldije mi suerte. Era una situación inesperada que me obligaba a regresar a la habitación para proveerme de un paraguas, un hecho imprevisto que me haría perder unos valiosos minutos y pondría en riesgo mis posibilidades de ser fiel a mi deber de puntualidad. Nunca había recibido una sanción por ser impuntual y no estaba dispuesto a que algo tan nimio como una llovizna tuviera una consecuencia tan deshonrosa en mi inmaculado expediente. Deshice el camino y subí las escaleras lo más rápido que me permitían mis piernas, saltando los peldaños de dos en dos.

—Señor Halych, ¿ha olvidado usted algo? —dijo la patrona al verme pasar.

Sin detenerme, respondí que estaba lloviendo.

—La lluvia siempre es buena para las flores —puntualizó ella, agarrando con ambas manos el palo de la escoba y apoyándose en él a modo de bastón.

—Donde haya flores, ahí se posa Eros. —El señor Filimon asomó media cabeza por la puerta de la cocina.

Apresurado, entré en mi habitación, cogí el paraguas que colgaba del perchero y, raudo, atravesé de nuevo el pasillo sin prestar atención a los comentarios de la señora Yablonska. Salí de la pensión con el firme propósito de alcanzar mi destino final sin faltar a mi deber con la puntualidad, calculando que, si recorría la distancia que me separaba de la parada del autobús caminando al doble de la velocidad habitual, aún podría tomar el autobús en el horario acostumbrado. Sin embargo, no fue así. Nada más doblar la esquina de la calle Oleander vi cómo el autobús ya había sobrepasado mi parada y se alejaba por la calle Ognik. Contrariado, me situé junto al poste que señalizaba la parada, aterido por la humedad y asumiendo con mansedumbre que tendría que aguardar bajo la lluvia al siguiente autobús, ya que la distancia entre ese punto y mi oficina era demasiado larga para que mereciese la pena el esfuerzo de intentar ser puntual yendo a pie. El asfalto mojado brillaba como un suelo recién fregado y las ruedas de los coches atropellaban los charcos, salpicando a los peatones que transitaban por las aceras. Decenas de siluetas cubiertas por paraguas de tela negra iban de un lado a otro con paso acelerado, las gabardinas habían abandonado sus nidos y las palomas, que en los días soleados solían revolotear por la plaza arracimándose junto a los bancos donde los viejecitos entretenían el tiempo echándoles migas de pan duro, se habían cobijado bajo el alero del campanario de San Wenceslao, apretadas unas contra otras, emitiendo desde las alturas un gorjeo armónico que parecía una canción. Caí en la cuenta de que yo no era el único que había visto alterados sus hábitos por culpa de la lluvia y, pese a no ser supersticioso, pensé que esa circunstancia podía ser una señal de mal augurio. Lo imprevisto suele tener consecuencias inesperadas. En el ajedrez es así. Uno cavila durante minutos cuál será el siguiente movimiento del rival, sopesando todas las posibilidades, estudiando todas las opciones de réplica y, de repente, por sorpresa, surge un movimiento que escapa a lo previsto y te deja ante una situación comprometida para la que no has preparado nada. En ese momento aún ignoraba lo cerca que estaba de acertar con mi predicción.

Doce minutos más tarde, otro autobús asomó por la esquina de la calle Oleander. Calculé que si tardaba lo que usualmente solía tardar en hacer ese trayecto y luego apretaba el paso en el tramo de calle que tenía que recorrer, conseguiría llegar a mi oficina con menos de diez minutos de retraso, por lo que aún cabía la posibilidad de que el señor Molnar no notase mi deshonrosa falta. Subí al autobús de un salto. La cara del conductor me resultó familiar por haber coincidido con él en algún viaje; sin embargo, ni uno solo de los pasajeros era conocido. De pronto, tuve la sensación de ser un intruso. Esos rostros me hicieron sentir como si estuviera en una fiesta a la que no había sido invitado. Azorado, busqué dónde sentarme, pero casi todos los asientos estaban ocupados, algo que ocurre siempre que llueve, ya que a casi nadie le gusta caminar bajo la lluvia. Mi sitio favorito, el último justo antes de la puerta trasera, estaba ocupado por una señora mayor que llevaba su canoso pelo cubierto por un pañuelo negro. Era tan gruesa que invadía la mitad del asiento contiguo, y llevaba sobre las piernas una bolsa de la que sobresalían las verdes hojas de unas hortalizas. No soy un experto en verdura, por lo que no puedo asegurar si eran acelgas, berros o col rizada, aunque imagino que ese dato es irrelevante. No obstante, la señora sí que es importante en el relato de los hechos.

Mientras yo dudaba dónde sentarme, la mujer se dispuso a apearse en la siguiente parada, lo cual me facilitaba la posibilidad de ocupar mi asiento favorito. La señora, tras ponerse en pie y dado su volumen, al girar para acercarse a la puerta de salida no pudo evitar que su cuerpo chocase con un pasajero sentado en el otro lado del pasillo. Era un hombre joven, de unos treinta años, muy delgado, de tez morena, nariz aguileña y abundantes cabellos negros encrespados que parecían alborotados y humedecidos por la lluvia. Como ya habrá intuido usted por mi descripción, ese hombre no era otro que Gabriel Gabor, el verdadero protagonista de mi caída en desgracia.

2

Llegados a este punto, señor Zeman, todo lo que le cuente a partir de ahora estará condicionado por la irrupción de ese individuo en mi existencia. Gabriel Gabor cambió mi vida. Eso es un hecho irrefutable. Una verdad indiscutible. Tanto como que ese hombre es el único personaje de esta historia al que usted no va a poder entrevistar y, por tanto, tendrá que sacar sus conclusiones sobre él basándose en una visión subjetiva de lo sucedido, la mía. Aunque claro, usted también puede tomar en consideración la opinión de otros. Algunos le dirán que Gabriel Gabor era una buena persona, fiel a los ideales de la Revolución, un proletario agradecido, trabajador incansable, honrado y leal con sus amigos; en esencia, un hombre inocente y muchas otras cosas más que ya son imposibles de demostrar. En cualquier caso, todas esas visiones serán subjetivas y a usted le compete distinguir la verdad de la mentira.

Si solo dependiera de mí, me gustaría que usted escribiera que Gabriel Gabor era un hombre sin oficio conocido, un vulgar ratero, un ladrón sin escrúpulos, con todo lo que eso implica, pero asumo que lo correcto es que escriba lo que le dicte su conciencia, sin que nada ni nadie lo coaccione. Use las palabras que considere más adecuadas y ponga los adjetivos calificativos que considere para adornar su narrativa. Solo espero que sea objetivo, señor Zeman, y otorgue a cada cual el verdadero rol que le corresponde. No le puedo pedir más. Yo ya he sufrido suficientes injusticias como para que sigan cayendo más tropelías sobre la memoria de mi nombre cuando su mención solo sea un recuerdo.

—Hágase justicia, aunque muera el mundo.

Eso decía el señor Filimon. Ya no recuerdo a qué romano le atribuía esa frase, solo recuerdo que fue uno de los que apuñaló a Julio César. El señor Filimon usaba esa cita bastante a menudo, sobre todo cuando leía el periódico. Por supuesto, primero lo decía en latín. Luego esbozaba una sonrisa, hinchando el pecho, para dar a entender que lo que acababa de leer le henchía de orgullo y satisfacción. Supongo que para él, la línea oficialista de la Gazeta de Zarzamek y del Ekspres siempre es sinónimo de verdad irrefutable. ¿Usted cree que en los periódicos dicen siempre la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad? Podría ser, ¿por qué no?, y para no mentir, en lugar de manipular la verdad, optan por una solución tan sencilla como ocultar las noticias que al poder político no le interesa que sean noticia. A mi entender, ocultar la verdad no es mentir, pero se le parece mucho. Aunque eso da igual ahora, ya que lo importante es lo que ocurrió en aquel autobús.

La voluminosa mujer, al ponerse en pie para abandonar el autobús, dio un traspié zarandeada por el traqueteo del vehículo y su enorme figura se precipitó sobre el asiento que ocupaba Gabriel Gabor, golpeándole el brazo con una cadera y restregándole sus abundantes carnes por la cara. Fue un rapidísimo ir y venir. Ella ni siquiera pidió perdón. Él no se quejó. Sin embargo, ocurrió algo inesperado. Sorprendido, pude ver cómo, al compás del choque, la mano derecha de Gabor, veloz como un gorrión en fuga y sin que la mujer lo notase, entró y salió del bolsillo de la chaqueta de la mujer, sustrayendo un monedero de piel negra con inusitada rapidez, extrema suavidad e impecable precisión. Mis ojos se desorbitaron. Clavé la mirada en ese hombre y él, sonriendo, rebuscó en el mismo bolsillo de su chaqueta en el que había guardado el monedero robado y sacó una navaja plegada, me miró a los ojos y, en un rápido gesto, se pasó por la garganta el dedo pulgar de la otra mano. El mensaje no ofrecía dudas. Acto seguido abrió la navaja, cuya hoja tenía ese aspecto poco lustroso que tienen las cosas desgastadas por el uso, y sacó del otro bolsillo una manzana que partió por la mitad con un rápido corte, haciéndola crujir como si fuera de corcho. Mordió una de las mitades y, sin dejar de mirarme, masticaba y sonreía, masticaba y sonreía, exhibiendo sus dientes amarillentos y desparejos. Con disimulo, volvió a pasar el filo de la navaja por delante de su gaznate. Miré a mi alrededor. El resto de los pasajeros viajaban absortos en sus pensamientos, algunos adormilados, otros entretenidos mirando a través de las ventanillas salpicadas por las gotas de lluvia, todos indiferentes a lo que acababa de ocurrir. El autobús se detuvo en la plaza Pokój, abrió la puerta trasera y la señora, bamboleándose con alguna dificultad por el cargamento de verduras y por su propio exceso de peso, bajó hasta la acera y, con pasos apresurados, desapareció por un estrecho callejón situado frente a la parada.

Me quedé paralizado en el pasillo, sin atreverme a ocupar mi asiento favorito, mientras Gabor seguía mirándome muy fijo, con esa tensión visual típica de los perros que están a punto de lanzarte un mordisco, pero antes de hacerlo, te dan la oportunidad de huir. ¿A usted le dan miedo los perros? Me refiero a los perros grandes, claro. En la guerra, los nazis usaban perros pastores y rottweilers para olfatearlo todo y para asustar a la gente. No sé qué les daban para que fueran tan agresivos, pero eran peor que los propios soldados de las SS. A mí no me agradan los perros, aunque ese dato tampoco es relevante ahora.

Tras bajarse la mujer, se reanudó la marcha y Gabor, aguantándome la mirada, continuó comiendo su manzana con lentitud, engullendo, una tras otra, las medias lunas que iba cortando con su navaja mientras esbozaba una sonrisa cínica que dejaba ver su dentadura escabrosa y su mirada amenazadora se clavaba en mí tratando de amedrentarme. Ese desafío duró algo más de cinco minutos, hasta que llegó mi parada y pasé junto a él al ir hacia la puerta de salida. De reojo, vi como su mirada me seguía. No necesité girarme para sentir que él también se había levantado de su asiento y se había colocado a mi espalda. Metí la mano en el bolsillo del pantalón para aferrar mi cartera. Me sentía doblemente amenazado.

—Tu vida tiene más valor que todo el dinero que lleves en tu cartera.

Eso decía mi padre. Una noche, en Bucksa, un borracho le salió al paso en un callejón solitario cuando volvía a casa después de haber tomado un par de jarras de cerveza en la taberna del señor Nelik. El borracho, tambaleándose, sacó del bolsillo un destornillador oxidado y amenazó a mi padre con matarlo si no le daba todo el dinero que llevase encima. Mi padre, sin perder la calma, sacó del bolsillo su cartera, la abrió y la agitó en el aire varias veces. No le quedaba ni una moneda, así que le dijo al hombre que si eso era motivo para matarlo, que lo hiciera rápido porque no tenía ánimo para una pelea y, abriéndose la camisa, le ofreció el pecho para que le clavase el destornillador. El borracho, sin saber qué hacer, balbuceando unas palabras sin sentido, se quedó mirando a mi padre y, después de insultarle, escupió al suelo, se dio la vuelta y se marchó caminando cabizbajo. Mi padre justificaba su actuación porque, a su entender, estaba seguro de que el borracho era un pobre desgraciado inofensivo e incapaz de matar ni a una mosca, porque un verdadero ladrón no sale de casa armado con un destornillador oxidado. Sin embargo, si ese hombre le hubiera amenazado con un cuchillo o con una pistola, le hubiera dado los treinta hellers que llevaba escondidos en el zapato para que mi madre no supiese con qué dinero iba o venía de la taberna. Pero bueno, así era mi padre.

Cuando sentí la presencia de Gabriel Gabor a mi espalda, calculé si los veinte kojbas que llevaba en mi cartera merecían ser defendidos hasta la muerte o no, y la conclusión fue que la mejor solución al dilema era no provocar el dilema. Ya en la acera, sin volver la cabeza, empecé a caminar con rapidez. Abrí el paraguas no solo con la intención de no mojarme, sino también por ocultar mi rostro, bajando el copete todo lo que pude intentando pasar desapercibido, pretendiendo difuminarme mientras enfilaba con pasos más acelerados el tramo de acera por el que llegaría al edificio de mi oficina. En ese momento no había nadie más en la calle. Una maldita casualidad, ya que siempre hay alguien deambulando por allí. Excepto un par de bloques destinados a viviendas, el resto son oficinas donde entra y sale gente constantemente, pese a lo cual justo en aquel momento estaba desierta. Estimé que era por la lluvia.

Esa inesperada soledad me generó un tremendo desasosiego y mi compromiso con la puntualidad dejó de ser relevante. Lo único que me importaba era llegar a mi oficina sano y salvo. Las pisadas de Gabor, tan veloces como las mías, resonaban sobre el cemento mojado como martillazos sobre un yunque, cadenciosas, rítmicas, cada vez más rápidas, cada vez más cerca, hasta que reclamó mi atención con un silbido.

—Deténgase —susurró a mi espalda.

Di un respingo y me quedé paralizado. Iba a llegar más tarde de lo que preveía, pero no quise mirar el reloj por si eso suponía una tentación para el ladrón. No era valioso, pero era el único que tenía y aún me faltaban unos cien metros para alcanzar la entrada de la oficina. Tragué saliva, me giré y, alzando un poco el copete del paraguas, le pregunté si podía ayudarle en algo. Estaba solo a cuatro pasos de mí, con las manos dentro de los bolsillos de la chaqueta, mojándose bajo la fina llovizna, el flequillo revuelto y caído sobre la frente, las solapas subidas, los hombros encogidos y esa inquietante mirada canina. Su chaqueta, de un color beige ya deslucido, tenía las coderas renegridas y se apreciaba que la tela era ligera. Supuse que tendría frío, porque yo lo tenía, aunque la expresión de su cara seguía mostrando la misma suficiencia, corroborada por una sonrisa impregnada de cinismo.

—¿Dónde va usted tan deprisa? —Hablaba en susurros, pese a que estábamos solos—. ¿Llega tarde a algún sitio?

Respondí con un escueto sí.

—¿Por qué me mira con esa cara de susto? ¿Le doy miedo?

Por supuesto, negué que estuviera asustado; sin embargo, creo que mi respuesta no fue demasiado convincente. Su forma de mirarme denotaba que él se sentía en una posición superior. Eso se nota, señor Zeman. Supongo que entiende lo que quiero decir. Yo lo aprendí en la guerra. Creía que, después de haber tenido que luchar contra los cabeza de kartoffel, nunca volvería a experimentar esa sensación de debilidad, pero estaba equivocado. Le aseguro que el miedo se puede ver en los ojos de los demás. Lo vi en muchos camaradas. A algunos los vi morir. La guerra es algo horrible. Mi batallón no formaba parte de la primera línea de fuego, no estuvimos en las batallas más cruentas, pero cada vez que entrábamos en combate era inevitable pensar que tu vida podía acabarse en cualquier momento. Las balas silbaban alrededor de nuestras cabezas como un enjambre de avispas enfurecidas y sabías que alguna acabaría clavándote su aguijón. Las bombas de mano caían sobre las trincheras sin descanso, una tras otra, haciendo temblar todo lo que nos rodeaba. Cada impacto hacía saltar por el aire puñados de tierra que se esparcían por todas partes, a veces mezclados con trozos humanos. Era imposible no tener miedo. Las blasfemias se mezclaban con los rezos, algunos lloraban como niños y otros se meaban en los pantalones, porque el acecho de la muerte es el peor de los temores.

—No hay guerrero capaz de derrotar a la muerte.

Eso decía Agatoclio de Oropo, discípulo de Platón, en su obra Sobre la inutilidad de las guerras, donde exponía cómo todos los ejércitos, pese a tener por enemigo común a la muerte, en lugar de alejarse de ella, de buscar la paz, se empeñan en guerrear entre ellos. Ya ve que dos milenios después, nada ha cambiado.

El único soldado de mi batallón que parecía no tener miedo nunca era el capitán Volyn. Supongo que también lo tendría, pero su rango le obligaba a disimularlo y no paraba de lanzarnos palabras de ánimo para contrarrestar nuestros miedos. Cuando alguno caía herido bajo el fuego enemigo, mantenía la calma y le gritaba al enfermero para que corriera a asistirlo, asegurándole al caído que pronto se recuperaría. Cuando era evidente que el caído ya no se levantaría, el capitán Volyn soltaba una maldición y nos mandaba seguir adelante para rendir honores a ese camarada. Ni el mejor de los actores sería capaz de hacer su papel como él lo hacía. Tenía una valentía sobrenatural. Él debería haber sido el modelo para erigir la estatua al soldado desconocido de la plaza Svoboda. Pero claro, eso es una estupidez, porque la estatua de un soldado desconocido debe tener un rostro desconocido para todos.

Como le decía, pese a haber vivido todo aquello hacía ya más de veinte años, el maldito miedo volvió a aflorar en mí al sentir la mirada desafiante de Gabriel Gabor. Él iba armado con una navaja y yo solo podía defenderme con un simple paraguas. Mis piernas flaquearon. Yo, que había sobrevivido a los nazis, temblaba ante un vulgar ladronzuelo de poca monta armado con una pequeña navaja. ¿Qué podía hacer para no perder esa partida? Calculé que si podía intuir el instante en que él iba a lanzar su ataque, dado que tendría que sacar la navaja del bolsillo, podría anticiparme y asestarle un paraguazo en la cabeza, pero fui consciente de que, teniendo el paraguas abierto, poco daño podría hacerle. De inmediato me sentí ridículo. Así de absurda es la condición humana, señor Zeman.

—¿Dónde va con tanta prisa? —insistió Gabor—. ¿Le espera una mujer?

Tartamudeando, conseguí armar un par de frases para explicar que me dirigía a mi puesto de trabajo y señalé el edificio que se alzaba al final de la calle, mastodóntico, rectilíneo y grisáceo. Añadí que no quería causarle problemas ni causármelos a mí mismo, por lo que le di mi palabra de honor de que no tenía ninguna intención de denunciarlo a la milicia por lo que había sucedido en el autobús. La lluvia caía sobre su cabeza sin que pareciese importarle y, pese a tener el flequillo pegado a la frente y el rostro mojado, su gesto seguía siendo altivo. Podría decirse que él jugaba con la ventaja del que juega con las piezas blancas y ha hecho el primer movimiento de la partida. Disculpe que, otra vez, ponga un ejemplo ajedrecístico. Me ha parecido muy descriptivo. Mi debilidad se acrecentó aún más cuando, en un gesto de sumisión, le ofrecí mi paraguas. Sin alterar ni un ápice su sonrisa cínica, sacó una mano del bolsillo y lo tomó. Ni siquiera me dio las gracias. Fui consciente de que le había entregado la única arma con la que yo podía defenderme. No obstante, también era un gesto que demostraba mi buena voluntad, incluso mi posible cobardía, y que, sobre todo, servía para que él tuviera una mano ocupada, lo que dificultaba sus movimientos si quería sacar la navaja. ¿No le parece un truco brillante? En el ajedrez hay veces en que se sacrifica una pieza menor para posibilitar un gran ataque. Pese a todo, no quise mirar el reloj, aunque volvía a sentirme intranquilo por no llegar puntual a mi puesto. Señalé hacia el edificio de mi oficina y le expliqué que debía irme sin más dilación porque estaba llegando tarde y eso podía implicar una sanción económica.

—¿En qué consiste su trabajo? —susurró él.

Me aferré a mi resistencia a mirar el reloj. Antes de responder, imaginé al señor Molnar gritando a un palmo de mis narices, impregnándome con su pestilente aliento de fumador empedernido y entusiasta bebedor de vodka, escupiendo insultos, humillándome igual que había hecho antes con otros empleados que no cumplieron sus obligaciones. Según su discurso, traidores a la confianza que el Estado había depositado en ellos al darles un puesto de trabajo con unas condiciones envidiables. Lo imaginé con sus espesas cejas arqueadas como gatos ofuscados, la perilla triangular afilando el perfil de su mandíbula rígida y su zarpa de oso descolgando el teléfono para hacer esa llamada que tanto temíamos sus subordinados. Imaginé mi camino cabizbajo hasta el despacho del señor Budrys, el jefe de personal, para recoger mi carta de despido. Imaginé mi futuro inmediato como funcionario relegado de sus funciones y condenado a realizar alguno de los trabajos de limpieza urbana para los que no se requiere ninguna cualificación, ni siquiera saber leer. Todo por culpa de la maldita lluvia, por haber salido a la calle sin paraguas, por no haber mirado por la ventana, por haber perdido el autobús. En resumen, señor Zeman, podría decirse que coseché lo que había sembrado. Sin victimismos, asumo la responsabilidad de cada uno de mis actos. Pero no lo aburriré con más reflexiones absurdas, ya que lo que nos debe ocupar ahora es mi primer encuentro con Gabriel Gabor.