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En la romántica Londres, Phillips y Sara viven una vida de ensueño. Después de una visita inesperada, el destino pondrá en juego el derrotero de este amor. Tratando de recuperarse los unos a los otros, a lo largo del camino, un sinfín de altibajos pondrá en juego la tenacidad de estos amantes y revelará un secreto inesperado. Decidiéndose a enfrentar juntos los desafíos por venir, la pareja pagará un alto precio por su felicidad.
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Seitenzahl: 1063
Veröffentlichungsjahr: 2023
I.I.LEUWENHALL
I.I.Leuwenhall
La décima cruzada : la Princesa Itinerante / I.I.Leuwenhall. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-3871-0
1. Novelas. I. Título.
CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA
www.autoresdeargentina.com
El odio es por mucho el placer más duradero. El hombre ama con prisa, pero detesta con calma.
I.I.L.
PRÓLOGO
PRIMERA PARTE - AMOR Y LEPRA
La primera infame
La segunda infame
Sin dormir
La tercera infame
Una herencia indeseada
La voz de la razón
Limando asperezas
Entrando en la ciudad
La casa de la puerta carmesí
Antes de las cinco
Tempus Fugit
El mundo por venir
Amor es…
Con la frente en alto
La cuarta infame
Viento en popa
Adiós a Londres
SEGUNDA PARTE - CACERÍA DE ROSTROS
El encuentro
Un capricho a medias
El complot
Como gato y al ratón
Por debajo de la mesa
Otro día en el paraíso
Una feliz confusión
El relato
Trasnochados
Desde el amanecer
Como en los viejos tiempos
Mejor imposible
Bajo la lupa
El final de la sociedad
Alguien tiene que ceder
Alguien no tiene que ceder
Desde las profundidades
TERCERA PARTE - LA TRINIDAD
Ajuste de cuentas
Secuelas
Los sobrevivientes
Mesa para dos
Dulce desdicha
Una velada difícil
La parca se viste de esmoquin
Una cabeza para la corona
Romance prófugo
Por los viejos tiempos
Un primor de tarde
La consejera del rey
Hereford
Para la hora del postre
CUARTA PARTE - JUEGO DE SOMBRAS
Cada vez que muere un príncipe
La tercera dinastía
El consejo
Una mano amiga
En busca de la verdad
Con lujo de detalles
La asamblea de las tres dinastías
La coincidencia
La amistad de una princesa
El valor de las palabras
El acuerdo
Bajo el sol
El legado
Un nuevo comienzo
Como migajas de pan
QUINTA PARTE - RESURRECCIÓN
La fuga
Un giro repentino
El autogolpe
Un nuevo amanecer
Cuando el corazón anhela
Amor de chocolate
El contrabandista
Empalagados
La primera chispa del cielo
La sustituta
Un final insólito
SEXTA PARTE - CRISOL DE HISTORIAS
La lupa y la hormiga
El trazo rojo
Un paso más cerca
El tercer capricho
Con la cola entre las patas
A la búsqueda del tiempo infinito
La otra cara de la moneda
Un pacto con el diablo
Un encuentro explosivo
Encrucijada
La paradoja del cobertizo
SÉPTIMA PARTE - EL FINAL DEL COMIENZO
La tercera pareja
La hendidura
Cabos sueltos
El señuelo
Una mala jornada
El largo viaje
En la tempestuosa Londres, donde colocamos nuestra escena inicial, dos jóvenes enamorados, pero arrastrados a vidas opuestas, se entregan a nuevas turbulencias de la adversidad, en la que muchos secretos estarán próximos a revelarse.
Nacida en la Ostrobotnia finlandesa, Sara Marie Forsberg guarda en Londres una vida mundana de placeres y de libertades. Encasillada en un trabajo frívolo, en una casa terrenal y en una vida sencilla, vive sus días al máximo, gozando de los pequeños placeres de la vida junto a su enamorado, Phillip Forsberg, llevando su apellido en su honor. Pero de repente, un gran misterio se estará por resolver; una ventana se abrirá en la vida de los jóvenes, dejando relucir la verdadera esencia del uno ante el otro. El terrible episodio de su fatídico amor, la persistencia del encono de sus allegados al que solo es capaz de poner término la extinción de la vida misma como se la conoce, será motivo de incesantes intrigas, odios, resentimientos y entresijos por resolver. Por cada vez que una puerta se cierra ante la maldad y la tragedia, una ventana se abre y por ella se escabulle la virtud de los enamorados, dispuesta siempre a todo.
—¿Es aquí, chofer?
—Es aquí, señor.
—De acuerdo. No se vaya a ir.
—Por supuesto que no. Aquí lo espero.
Un automóvil antiguo, un LTI TX4, conducido por un chofer al volante y asistido por un pasajero detrás, estacionó en la senda en la gran avenida de Regent’s Street. Sander Harvusen, pasajero del auto y mensajero, se apeó de él, todo esto sin llamar la atención, ni el singular aspecto del caballero, ni mucho menos el llamativo carro que lo había llevado. En Londres se tiende a la elegancia, y la elegancia siempre gira en torno a lo tradicional. Y en Londres, más peculiarmente, lo tradicional y lo novedoso siempre chocan todos los días. Su camisa apenas estaba arrugada y tenía el rostro fresco y terso como si acabara de despertar; había dormido en la comodidad del extenso asiento del auto, bajo una buena manta, durante gran parte del recorrido. Entre la ciudad de Londres y el aeropuerto de Heathrow había un trecho de no menos de cincuenta minutos; casi más de una hora si el tráfico era inoportuno, como era el caso de ese día.
Con el pecho alto y largas piernas, a un paso lento y elegante, se dirigió directamente a la librería localizada en la mitad de la cuadra y traspasó la puerta de cristal blindado sin más.
Puertas adentro, la dueña de la librería estaba sentada en una mesa, ignorando la multitud de transeúntes que había llegado en busca de su último libro, un supuesto Bestseller sobre poesía, cuentos de caballería y hazañas heroicas, de esos que suelen cautivar las ideas de todos los adolescentes.
—«De todos mis hijos –escribía ella en una página de papel–, mi más adorado es esta ciudad, donde por sus majestuosos callejones la luz de la luna avanza. Inclina la primavera en el cuidado del verano. El blanco océano tan vasto, el cual con las alas de las nubes aparece para regresarme a casa. En esta tierra invernal, un momento como la eternidad, el cual como las patas de los gatos se arrastra hacia mí. Aquí, en la raíz de los cuentos quizá viva, donde un violín con vasto anhelo pinta con sus eternas melodías, y con sus canciones despierta llena de vida la tierra».
El nuevo visitante, expectante frente al mostrador, acudió a un empleado que tomó por sorpresa y le preguntó:
—Buenas mañanas, gentil hombre. ¿Dónde está la señora Vuorinnen?
—Me temo que no sé de quién está hablando.
—¿A quién le pertenece este establecimiento, entonces?
—Juraría que ha tomado a la señorita Forsberg por otra persona. Si es a mi patrona a quien está buscando, pues es aquella señora bien parecida y de aspecto distinguido que está sentada en ese rincón. Más yo no la molestaría en este momento; tengo entendido que se encuentra trabajando en el próximo tomo de su libro.
—¿Podrá usted concertar una entrevista entre ella y yo?
—Insisto en notificarle que este tal vez no sea un buen momento para entrevistas. Más de una vez ha recibido curiosos de la prensa, y más de una vez ha dejado en claro que no desea recibirlos.
—Míreme –le pidió–. ¿Tengo cara de ser de la prensa?
—No…
—¿Entonces?
—Si no ha venido a comprar un ejemplar, ni a dedicar a mi jefa una página del periódico, ¿a qué es a lo que ha venido?
—Eso no es asunto suyo.
—¿Podría preguntar, señor, si no le es molestia, a quien tengo el honor de dirigirme?
—Tampoco necesitará saber eso.
Sin extender con el vaho de su aliento aquella incoherente verborrea, Sander Harvusen caminó hacia el rincón del pintoresco habitáculo, donde una mujer de prominente y atrayente aspecto aguardaba sentada. Cuellilarga como un cisne, cabello negro recogido y ojos azules contenidos por un par de gafas, la mujer aguardaba sentada tras una pequeña mesa de caoba, donde se podían deducir a simple vista, los grandes volúmenes de páginas de manuscrito, que pasaba toda la mañana llenando con la tinta de su pluma y la inspiración de una musa griega. Contrario al humilde lacayo de mostrado que lo había atendido hace poco, Harvusen abordó a la muchacha con peculiar humildad y soltura, caminando hacia ella con pasos acompasados que daba para evitar parecer chabacano con el ruido que ocasionaban sus largos pies al generar cada zancada con los abigarrados tacones de sus zapatos. Pareció, incluso, haberlo visto arrodillarse cuando la tuvo frente a frente.
—Saludos.
En tanto que Harvusen había empleado toda su humildad a la hora de saludarla, la mujer sentada sobre su silla, totalmente indiferente, no había apartado la mirada ni por un solo instante de sus escritos, escribiendo página tras página que dedicaba a la cima de una pila de hoja que estaba empecinada en completar.
—He dicho «saludos»
—Ya lo escuché –respondió ella tajante.
—¿Tengo el placer de dirigirme a la señora Victoria Vuorinnen?
—Si es a esa persona a quien está buscando, temo que ha venido al lugar equivocado.
—He venido a verla.
—Y yo lo lamento mucho, estoy trabajando.
—El señor Ulrich Vuorinnen me ha enviado.
Entonces, casi como si el forastero hubiera pronunciado un santo y seña, la mujer soltó el bolígrafo y volvió la mirada hacia el con peculiar perplejidad.
—¿Ulrich Vuorinnen, ha dicho? –preguntó asombrada.
—Efectivamente. Entonces tengo el honor de dirigirme a Victoria…
—¡Si, así es, señor! ¡Efectivamente! –Respondió ella con tono serio, cortando de lleno la oración–. Dígame Sara «a secas» –entonces, y casi con arrimar la mirada y chasquear los dedos, una asistente acudió maquinalmente hacia ella, con paso apresurado para ahorrar tiempo–. Katarina, que cierren la librería, tengo un invitado especial y requiero de privacidad.
—Como desee. De todos modos, ya casi es la hora de cerrar; ya casi son las seis.
—¿De la tarde? –preguntó con tono asombrado.
—Correcto.
—Caramba, se me ha ido toda la tarde –y le agradeció–. Gracias, que atenta eres.
Cerciórate de poner el cerrojo cuando salgas.
—¿Desea que lleve el manuscrito a la editora?
—No. Me encargaré de eso yo misma más tarde. Todavía no está terminado.
La mujer de ojos azules, luego de hacer expulsar a la clientela, cerrar la librería y despachar a todos sus empleados, se abocó una taza de café caliente y regresó a su cómodo asiento. Solo en ese entonces, y luego de un silencio plagado de intrigas, retomó la conversación cuando su visitante acuñó:
—No sabe el gusto que me da verla.
—Es una lástima que no pueda compartir esa alegría con usted.
—¿Por qué ocurre que cada vez que pregunto por usted todo el mundo se hace el desentendido?
—Eso puede ser, tal vez, porque la persona que usted está buscando aquí no existe. Ahora llevo el apellido Forsberg, que llevo en honor a mi amado, con quien vivo aquí, en Londres.
—Como parte de una coartada, imagino.
—Ninguna coartada, caballero. Esta es la vida que vivo, y bien contenta estoy de poder vivirla.
—Solo que a costa de sus obligaciones.
—¿Podría decirme, estimado, con quien tengo el honor de mantener este tan interesante dialogo?
—Es cierto. Disculpe usted mis modales, temo que no me he presentado como debería. Mi nombre es Sander Emil Garritsen Lavoranen Harvusen.
—¿Y qué se le ofrece, señor?
—Se me envió por pedido de su hermano, mi señor Ulrich.
—¿Mi hermano envió por usted a buscarme?
—Sí. Pero debo decir que me encuentro bastante sorprendido.
—¿Por qué?
—Es que no esperaba encontrarla en un lugar como este.
—¿Y dónde tenía pensado encontrarme?
—En otra parte.
—¿En una mansión, o en un palacio tal vez? ¿En un castillo de Disney, vestida de Cenicienta?
—Eso depende. ¿Debería llamarla «princesa» aquí?
—Pamplina. Le pediría que no leyera cuentos para niños.
—Hablando de literatura, ¿Cómo es que una señora como usted, si se me permite preguntar, terminó aquí?
—¿Por qué desea saberlo?
—Morbosa curiosidad.
—Porque es una vida hermosa; sencilla, sin cargas ni preocupaciones. La mujer que Ulrich envió a buscar es una mujer nueva; informal, sencilla, independiente.
—¿Es por eso que se despojó de sus alhajas? Juraría, por lo hinchado que se encuentra el dedo de su mano, que ahí solía haber un anillo.
—Las vendí para poder comprar este establecimiento y pagar los sueldos de mis empleados. Solo de esa manera puedo hacer mi trabajo.
—¿Y su trabajo es…?
—Escribir.
—¿Algún género en particular?
—Poesía, entre otras cosas.
—Insisto en preguntar, ¿por qué se ha decidido en cejar su hogar y residir esta vida tan mundana en este lugar?
—Debo decirle que está mal informado. No hice tal cosa.
—¿Ah, ¿no?
—No –dijo ella–. Finlandia fue la tierra de mis padres y mi hogar por muchos años; la llevo en la memoria. Pero a Inglaterra la llevo en el corazón. Allí llevo a su gente, sus veranos llenos de risas y sus inviernos llenos de libros con café latte….
—Suena como algo muy aburrido.
—Para nada. Es una vida muy interesante; a menudo, muchas de las cosas que escribo vienen de mi inspiración.
—¿De dónde surge toda esa inspiración, si puedo preguntar?
—¡Santo Dios! ¡Qué pregunta! De mis viajes; de mis encuentros; de mis experiencias junto a mis amigos; de mis emociones…
—¿Amigos?
—Sí, señor Harvusen, amigos. Y los tengo en gran cantidad. Aquí uno nunca se cansa de hacer lo que hace, y mucho menos cuando cuenta con la hermosa compañía que frecuento cada fin de semana. También me gusta mucho el clima: los veranos son más cálidos, y el sol le hace bien a mi piel.
—De manera que no hay forma que pueda convencerla de volver a su antigua vida de antes.
—¿Es para esto que le han pedido que recorriera dos mil kilómetros desde Finlandia?
Para nada; mi lugar es en la ciudad de Viena, en Austria, donde su hermano ha mandado a llamar por usted.
—¿Con que propósito?
—Con el propósito de pedir por usted; ocurre que no goza de la mejor salud últimamente. Se encaminaba hacia Salzburgo, para la coronación de la princesa Rebecca de Austria, cuando repentinamente sufrió un infarto.
—Tiene que ser una broma.
—¿Acaso me oye riendo?
—Ojalá.
—La cuestión es, mi señora, que sabe tan bien como yo que es lo que puede pasar si la salud de su hermano llega a apolillarse. En vista de que usted es la última descendiente con vida de la familia Vuorinnen, todo eso la haría la única…
—Ya escuché –yuguló ella con su mano la charla–. No siga más.
—Esa una noticia devastadora. Sin duda hubiera sido más agradable poder entregarle esta noticia antes, sin haber tenido que pasar por tantas molestias y altibajos a la hora de buscarla.
—¿Cuánto hace que transcurrió este suceso?
—Hace dos días, señora.
—Veo que te apresuraste. Gracias por eso.
—Solo cumplo con mi deber.
—¿Qué es lo que sigue?
—Viena.
—¿Viena?
—Todos están allí. Todo indica que usted es la única que queda por presentarse.
—Con que Viena…
—Es maravillosa en esta época del año.
—¿Qué es lo que haré con este lugar, mientras tanto?
—¿Sería posible que alguien cuide aquí por usted?
—Déjeme esta tarde y veré que puedo hacer.
—Me aseguraré de empacar sus cosas de inmediato, mientras tanto.
—No será necesario; puedo hacerlo sola.
—Lamente mi arrebato, señora. Es que me han encomendado de cuidar de usted.
—¿Algo así como mi guardaespaldas?
—Algo así como su guardaespaldas, sí.
—Usted no ha venido solo, debo imaginar –dedujo ella.
—Es cierto. No he venido solo.
—¿Y dónde están todos los demás?
—Les concedí el día para que descansen. Como puede imaginar, fue un viaje agotador, y una sola persona puede entregar un mensaje más fácil que tres.
—Buen punto.
—Me quedaré con mis acompañantes esperando a por usted –le dijo, entregándole un sobre de papel madera–. Habrá un vuelo partiendo de Londres a Viena en los próximos días. Sean cuales sean los asuntos que la mantienen aquí, le sugiero que los mantenga en orden. Sin más, con su gentil permiso, me retiro.
—Muchas gracias.
—Hasta luego.
A la mañana siguiente produjo un gran revuelo la llegada de Sara Marie Forsberg a una farmacia de Oxford Street, donde su compañero trabajaba. A su llegada, tal fue su prisa por encontrarlo y conversar a solas con él, que atravesó toda la fila de clientes sin siquiera molestarse en mirarlos, como si fuera inmune a las reacciones mundanas de los demás seres humanos; no quedaba claro si era por su forma de vestir, o por su forma de caminar sin hacer un solo ruido… o por su intimidante metro ochenta de estatura, que le sacaba una cabeza de diferencia a las demás mujeres. En todos sus años, el patrón de la farmacia, un tal señor McIntosh, nunca había la había visto. Todo lo que tenía de ella era solamente la reseña de un Phillip enamorado, de quien se sabía solo con mirarlo a los ojos, que estaba enamorado, tan rebosante de vibra y salud, como la mujer que acababa de atravesar la puerta.
McIntosh intuyó entonces, a la hora de ver su singular persona, que aquella hermosa mujer no venía por anticonceptivos ni antibióticos. La saludó entonces, lleno de emoción, cuando ella se anunció, y la trató con el mayor de los respetos cuando ella le solicitó la presencia de su amado por unos minutos.
—Si, por supuesto, encanto. Está atrás, en el depósito; lo mandé a descansar. Hubo una noche muy ataviada. Y el pobre apenas pegó un ojo.
—¿Puedo verlo?
—Nadie es más indicado para verlo que tú. Pasa, pasa. ¿Gustarías de una taza de té?
—No, gracias. No quiero distraerlos por mucho tiempo.
—Puedes quedarte el tiempo que gustes –dijo, abriéndole el mostrador con toda presteza–. No tengo ningún problema.
—Es usted muy amable, señor. Con permiso.
Sara trascendió el mostrador con total tranquilidad, y caminó hacia el cuarto al fondo del pasillo, cuya puerta se encontraba rotulada con un cartel que llevaba la leyenda «privado». Allí adentro, encajado en un cómodo catre bajo una tenue luz, que se supone debía iluminar todo el habitáculo, –pero que solo alcanzaba una pequeña sección–, un cuerpo de más de noventa kilos reposaba; alto, sólido; con muslos grandes como troncos de roble, espalda ancha, sólida y gruesa como una pared de hormigón, manos como mazas, y pecho fuerte y sólido que parecía necesitar más oxígeno para respirar que los demás. Dormía profundamente desde la madrugada con lo que, ni bien Sara se arrimó sigilosamente hacia él, despertándolo con un tierno beso en la boca y una caricia en la frente y las mejillas, tuvo la ligera impresión de estar soñando con los angelitos.
—Hola.
—Hola, muñeca –respondió el–. ¿Estoy soñando?
—No lo creo.
—Pareciera un sueño.
—¿Me extrañabas, dulzura?
—Me muero de ganas por dormir abrazado a ti cuando vuelva a casa, hacer «cucharita», y luego hacer otras cosas; de esas cosas que escribes en tus libros cuando hablas de amor. Luego de eso, muy probablemente, invitarnos al cine, mirar una película, y quedarnos despiertos toda la noche sin dormir.
—Te noto muy cansado.
—No puedo mentirte. Creo que me quedé dormido.
—¿Otra vez despierto hasta tarde?
—No puedo quejarme; el señor McIntosh paga muy bien cuando hay que hacer guardia.
—¿Cómo te ha ido a ti?
—Dormí muy bien esta mañana; es divertido acaparar toda la cama cuando no estás.
—Me imagino.
—Pero te extrañaba.
—¿Cómo marcha tu próximo libro?
—Como viento en popa; estoy cerca de terminarlo.
—¿Y el anterior?
—Rindió sus frutos; no me alcanzan los ejemplares para poder venderlos a todos; las regalías han sido muy generosas.
—Me muero por poder leerlo esta noche contigo.
—Sería muy lindo. Pero algo se ha cruzado en el camino.
—¿Tienes algún compromiso?
—Para ser honesta, sí. Venía para hablar contigo de eso.
—Suena demasiado importante; nunca te había visto aquí antes.
—Es cierto. Normalmente no tendría ningún problema en esperar hasta esta noche, pero no puedo esperar; es algo que necesito decirte ahora mismo.
—De acuerdo, cuéntamelo sin tapujos y con lujo de detalles –dijo sentándose en el catre, y apartando un poco el grueso de sus posaderas. Los dos muchachos se sentaron en una orilla del catre y se tomaron de la mano como dos tortolos. Sara, latiéndole fuerte el corazón, besó a Phillip en la frente y le pidió perdón por adelantado, antes siquiera de narrarle aquello que tanto le preocupaba, y acto seguido se miraron fijamente a los ojos. Al juzgar por aquella mirada pesarosa, se percató Phillip de que el relato que ella le tenía reservado nada tenía de halagador.
—Un hombre vino a visitarme ayer a la tarde –narró ella–, lo encontré corto de sonrisas
—¿Venía con malas noticias?
—Un poco.
—¿Ha pasado algo?
—Tengo que hacer un viaje; se trata de alguien a quien quiero mucho: mi hermano.
—Nunca me dijiste que tenías un hermano –dijo Phillip sobresaltado.
—Es uno de los tantos aspectos que no te he contado de mi vida.
—No tienes que explicarme nada. ¿Él se encuentra bien?
—No, y es por eso mismo que debo ir a verlo.
—Quédate tranquila, entonces.
—¿En serio?
—Es en serio, mujer. La familia es primero. Has lo que tengas que hacer.
—¿Estarás bien?
—Siempre. Soy un hombre independiente; quiero pensar que te enamoraste de mí por eso.
No tendré ningún problema en echarte de menos por algunos días.
—De eso quería hablarte también; no creo que vayan a ser unos días solamente.
—Un par de días, un par de semanas… No hay problema. En serio.
—En tanto vuelva a verte… Espero que tu hermano mejore, de verdad. Envíale saludos de mi parte.
Sara bajó el viso, escondiendo su mirada, y con ello sus ojos vidriosos, que brillaban como dos gemas de zafiro en un cuarto opaco y carente de resplandor.
—Gracias.
—Phillip se llevó sus manos hacia el rostro y les dio un beso.
—A ti. Verte aquí es tanto una sorpresa como un gusto.
—Te veía cómodo durmiendo.
—Eso es porque estaba soñando con un ángel –le insinuó, refiriéndose a ella.
—Ahora estás soñando despierto –rio ella, haciendo burla de sí misma.
—¿Cuándo partes?
—Pronto. Mañana a la mañana, por lo menos.
—Caramba. Eso es pronto.
Sara tomó firmemente la mano de Phillip y la constriñó con fuerza; había en ella pues una imperiosa necesidad, una esperanza de que, al oprimir sus manos con fuerza, ambas, inseparables, se fundieran en una sola. Haciendo honor al famoso «abrazo de oso» le crujió a Phillip todas las costillas y las vertebrotas de su espalda al precio de un apagado gemido.
—Que no te vas esta noche –le dijo él–. Todavía tenemos toda la jornada para agasajarnos.
—Entonces te dejo tranquilo.
—Salgo en una hora. ¿Nos vemos más tarde?
—¿Un picnic en la terraza, tal vez?
—Me encanta.
Phillip abrazó a Sara todavía más fuerte y la despidió efusivo, dominado por una felicidad que opacaba su preocupación, sin saber de la pequeña congoja que la acechaba a ella en su partida.
En ese momento, Phillip fraguó hasta el plan más imposible para hacer valer cada segundo junto a ella. Sara, mientras tanto, se levantó del catre y caminó hacia la salida. Owen McIntosh no pudo contener la curiosidad; sentía afecto por el joven y sabía cuándo demostrarlo. Luego, apartándose del mostrador para acudir en busca de él, se arrimó hacia el modesto catre donde se supone el joven dormitaba y le preguntó:
—Joven, ¿Te encuentras bien?
—Luego, volviendo la mirada hacia su patrón, Phillip respondió:
—Estoy bien. ¿Ha pasado algo?
—Dímelo tú. Escuché un ruido, y pensé que había pasado algo.
—¿Está seguro de que se limpió las orejas esta mañana, señor? Espero que no; de lo contrario juraría que el señor está oyendo cosas.
—Está bien.
—¿Quién está atendiendo a los clientes?
—No hay nadie por el momento. Creí conveniente tomarnos un receso los dos.
—Es la mejor cosa que he escuchado.
—Pero no la mejor que he visto. Sobre eso –añadió–. Es la primera vez que veo a tu noviecita.
—¿Cómo sabías que era mi compañera?
—Porque es la única persona que vi en todos mis años aquí que pregunta por ti.
—Se sorprendería.
—Ella ya me sorprendió bastante. Y si me permites el comentario, muy hermosa. Juraría que vi pasar a un ángel por la puerta; en verdad estoy muy orgulloso de ti.
—No está tan equivocado, señor; ella en cierta forma es un ángel.
—Luego me acordé y dije para mis adentros: «Owen, viejo tonto, ¿Cómo podría ser un ángel? Si los ángeles tienen alas»
—Eso es cierto, pero hay algo con lo que no cuenta: ella es un ángel, pero ya no vuela.
¿Sabe por qué?
—Porque te ha dado sus alas a ti.
—Cada día junto a ella siento que vuelo muy alto.
—Y seguro que cuando la abrazas has de sentirte bien cerca del sol.
—No lo voy a negar.
—Estás muy enamorado, joven.
—Eso tampoco puedo negarlo.
—¿Está todo bien entre ustedes? No quisiera ser entrometido, pero supuse por su mirada a la hora de verla pasar por la puerta que algo andaba mal.
—Tiene de arúspice lo mismo que de fisgón, noble anciano.
—Solo quiero lo mejor para ti; sabes que te quiero como a un hijo.
—Ahora que lo dice, viendo que usted ha sido franco conmigo, no me queda más remedio que decirle la verdad. Lo que ocurre es que ella está…
—¿Embarazada?
—No, en lo absoluto. Dios santo, no. Tal parece que nos tendremos que dar un tiempo.
—Eso es una verdadera lástima. De verdad lo lamento.
—No es algo malo. Solo pasó algo entre medio.
—¿Qué es lo que pasará entre ustedes ahora?
—Eso quisiera saber yo también. Pero, para saberlo, me temo que esa no es la pregunta correcta.
—¿Y cuál es, hijo?
—¿Usted cree que pueda finalizar la jornada e irme a mi casa, a ver al amor de mi vida?
—Pero, joven, por supuesto que puedes.
—¿Está seguro?
—He cuidado de esta farmacia por casi años y nada malo ha pasado hasta ahora; estoy seguro de que podré prescindir de ti por un día o dos. Has trabajado muy duro y necesitas descansar; todo hombre necesita reposo. Además, te ves horrible
—Gracias por la elocuencia.
—Necesitas descansar y mostrarte presentable. Vete, ahora, antes de que cambie de opinión.
—Muchas gracias.
—A ti.
Unas horas más tarde, Phillip regresa a su departamento en Londres, y, de camino a la recepción a por sus llaves, se encuentra con un hombre prolijamente ataviado y bien parecido. Este resultaba ser el portero del edificio, un hombre avejentado, pero bien conservado, que hacía arduo alarde de su espeso y varonil comistrajo cada vez que sonreía al recibir a una cara conocida.
—¡Buenos días señor!
—Serán buenos días a las diez de la mañana, Martel. ¿Cómo has estado?
—Nada nuevo por hoy. De todos los inquilinos solo usted se ha aparecido por estas horas.
—Eso es porque no muchos inquilinos suelen desvelarse tan a menudo.
—O volver tan tarde del trabajo. ¿Qué tal ha estado su día?
—Casi tan tranquilo como el tuyo.
—Me alegra saber que está de buen ánimo.
—¿Alguna novedad?
—Ninguna todavía.
A su llegada, Phillip sale del ascensor, camina hacia su puerta, introduce la llave en la ranura, abre la puerta, entra, cierra la puerta, enciende el radiador, enciende la estufa de la cocina, se prepara un té con leche y dos cucharadas de azúcar, saca un plato de porcelana del aparador, se sirve tres galletas de chocolate que sacó de un latón verde, revuelve su taza, y se encamina a su habitación a descansar. Allí se sienta en el borde de la cama y hace un breve zapping hasta que llegara su amada, esperando ansioso diez minutos… veinte minutos… media hora… tres cuartos de hora… lo que hiciera falta. Luego de una hora, al son de un vaivén de puerta de caoba, se asomó por la puerta de la habitación y miró, moviendo la cabeza hacia la sala de estar, y entonces la encontró, y entonces contempló con los ojos bien abiertos el hermosísimo espejismo del cual dudaba haber participado esa misma mañana. Alta y exóticamente hermosa; lacios y negros sus hermosos cabellos, y hermosa su sonrisa… todo hermoso en ella.
—¿Cómo estás, hermosa?
—Mejor que nunca –saludó ella con un efusivo beso en la mejilla–. Déjame nomás que termine de armar mi valija, y ya estoy contigo.
Pero no todo lo que brilla es oro, pues cuando Sara volvió, Phillip contempló estupefacto otra cosa. Notó entonces que había menos instrumentos para amueblar los rincones menos cimeros para poblar los aparadores y menos perfume para darle vida al departamento. Brotaba por entonces el desasosiego, pues cuando Sara llegó todas las demás horas que llegaron se consumieron en el aburrido espectáculo de ayudarla a empacar; nada comparado con la jornada a bombo y platillo que Phillip auguraba con que iría a despedirla.
—¿Cómo está de peso?
—No está mal –dijo ella–. Es menos de lo que me has visto empacar en otras ocasiones.
—En eso tienes razón.
—¿Qué tendrás pensado hacer mientras me voy?
—Mi corazón sabe que vas a hacerle falta, así que mientras tanto y hasta que regreses voy a tirar el departamento por la ventana y hacer una fiesta a todo ritmo.
—Me gusta. ¿Tienes decidido a quien invitar?
—Lo veré sobre la marcha.
—Hazme un favor, y date por mí un buen atracón con comida chatarra; algo bien frito y cubierto con chocolate.
—Procuraré no enviarte una foto restregándotelo en la cara; ya sé que la comida de avión no es la mejor.
—Una de las tantas razones por las que odio viajar en avión.
—¿En serio? A mí me encanta; cada vez que el avión está por despegar me siento como si estuviera en una montaña rusa.
—Dicho eso, sin más procedería a darte el pasaje para que vueles en mi lugar.
—Lo haría sin duda.
—Bueno –dijo ella, terminando de cerrar con un poco de ayuda el cierre de su valija, repleta de ropa hasta casi reventar–. Déjame nomás que deje mis cosas y me cambie, y estaré contigo en breve.
—No hay prisa.
Comprendía una forma de placer entre ellos dos –un tanto perversa–mirarse los unos a los otros a través de la cerradura de la habitación cuando alguien se estaba cambiando. Phillip, no siendo la primera persona en tirar la piedra, admitió aquella excitante parafilia que Sara demostró cuando, una vez hace mucho tiempo atrás, la encontró «in fraganti» detrás de la puerta de la pieza en la cual él se estaba cambiando. Ella le había jurado no volver a hacerlo, pero por supuesto, no hizo tal cosa. Ella no podía resistirse, y a Phillip nada le ofendía que alguien acaparara toda la primera fila de una cerradura para verlo cambiándose desnudo. Lejos de eso, diríase incluso que había engendrado desde esa misma ocasión el mismo impulso excitante que le ocasionaba palpitaciones a Sara. Claro está, que ninguno había decidido confesárselo el uno al otro, ya que aquello parecía un hábito enterrado en el pasado. Al menos así se lo pensaba. En cierta forma, que ninguno supiera que el otro seguía colando el ojo a través de la puerta hacía de aquel voyerismo tácitamente condescendido algo todavía más excitante incluso.
Luego de deleitarse por escasos noventa segundos mirando cambiarse a su compañera de techo y cuarto, Phillip apartó la mirada y caminó en hurtadillas al pasillo, donde ella lo encontró a la salida de la pieza.
—Lista –dijo ella, enseñando renovada, con el cabello suelto, a cara lavada, un bello conjunto enterizo, aromado de Carolina Herrera.
—Estás preciosa –congratuló, tomándola suavemente de la mano–. ¿Adónde quisieras ir, bonita?
—A las estrellas –dijo ella, parafraseando el egregio fragmento de una película de amor.
—Eso es posible.
Ninguno, ni mucho menos Phillip, se privó de convertir Londres en un parque de diversiones cuando ambos se dieron cuenta lo poco que les quedaba juntos en la ciudad. Después de almorzar, pasear un tanto por las galerías londinenses, alquilar un par de patines y echarse a rodar por toda la ciudad, tomar un helado o dos por la tarde, visitar un parque de diversiones y subirse a las atracciones una y otra y otra vez sin parar, como dos adolescentes, Phillip y Sara regresaron a su casa en Picadilly Circus nueve horas más tarde, extasiados, empapados de sudor e hiperactivos de emoción. Se cierra la puerta, Sara corre hacia el refrigerador, y vuelve con un pote repleto de helado de lavanda, que comenzaba a paladear a grandes cucharadas para calmar el inextinguible fuego que le conquistaba las entrañas. Phillip prende el estéreo, y repite el mismo zapping matutino que cuando había llegado hace nueve o diez horas atrás. Sara lo mira con gesto insinuante y, contoneando sus caderas, le pregunta:
—¿Qué tienes ganas de hacer esta noche?
—¿Me lo preguntas tú a mí?
—Sí.
—No lo sé. ¿Todavía tienes energía?
—De sobra. Siento como si me hubiera bebido un pack entero de Red Bull de frambuesa.
—Mañana no trabajo. ¿Quieres que nos quedemos despiertos toda la noche?
—Me gusta la idea. Podré dormir mañana en el vuelo; de esa manera se pasará rápido.
—Se nota que odias volar.
—No. Lo que odio es hacer cola durante una hora y media para hacer «Check–in», aguardar media hora para usar el tocador, y quedarme estática dos horas mientras soy forzada a presenciar las morisquetas de las aeromozas cuando repiten las instrucciones de seguridad.
—Créeme, ellas la pasan peor que tú aún.
—Te creo.
—Tengo una idea –propuso él–: ¿quieres ver una peli?
—Desde luego –dijo ella–. Pero, ante todo, necesito un baño. Estoy asquerosa.
—Ve tranquila.
Luego de un ligero suspenso mientras Sara caminaba hacia el baño dejando una estela de ropa tirada por el pasillo, volvió hacia donde Phillip y le preguntó:
—¿Vienes?
—¿Sigue habiendo espacio para los dos en la bañadera?
—Veámoslo –propuso ella.
—Pensé que nunca lo dirías.
Sara había conocido su primera victoria con Phillip el día en que éste aceptó compartir la regadera del baño a su lado; en ese entonces, lejos de llevar la vida que estaban viviendo en Londres bajo el mismo techo, se trataba en ese antaño de dos simples jóvenes compartiendo un Bungalow en Italia. Y como a la hora de querer las cosas no tenían más que hacer que pedírselo, a Phillip no le costó nada echar paños en tierra de camino al baño con ella; a ahorrar agua y compartir apretujados, cuerpo a cuerpo, una tina donde apenas cabía un alfiler.
El amor que Phillip y Sara se tenían, como una bella historia, encontraba sus páginas en cualquier lado de aquel departamento, incluso en la piel. Cuando Phillip dejó caer su camisa junto al tapete de la regadera, una cicatriz roja comenzó a sobresalir de su prominente espalda; bello recuerdo que Sara, en una de esas adolescentes noches de pasión, le había regalado, prometiendo desde entonces cortarse las uñas con mayor frecuencia. A Phillip ni le dolía ni la molestaba. Llamativamente, se guardaba para sus adentros una bizarra clase de satisfacción cuando, al salir de la ducha se encontraba la marca en el espejo, cada vez que se lavaba los dientes. De esa manera recordaba con ese enorme queloide lo amado que era.
Graciosamente, Sara no se había privado de ser romántica y glotona al mismo tiempo. Vaciando cucharada a cucharada un tazón de porcelana repleto de helado de lavanda –una cucharada cada uno a la vez–, se quedaron ambos por casi una hora en la tina, arrugándose como si fueran dos pasas de uva, recordando entre modestas caricias los mejores momentos.
—Que buen helado de lavanda.
—Hazme recordar cuando a la vuelta, que compremos más helado en esa heladería orgánica de Carnaby Street.
—Esos hippies saben lo que hacen.
—Me muero por probar el de mango la próxima vez.
—Seguro que, en Viena, mientras tanto, encontrarás algo que le sirva como sustituto.
—¿Salchichas y cerveza, tal vez? –preguntó ella con cierto ánimo de repudio.
—Espero que tu viaje te sea leve.
—Y yo, que sea corto.
—¿Te imaginas allí una semana?
—Volvería tan delgada como mi dedo meñique –rio ella.
—¡Dios no quiera que pase eso! –Protestó con aires de comicidad mientras le pellizcaba apenas un pequeño plisado bajo los senos–. Me quedaría sin de dónde agarrar.
—¡No toques, que me arrugo! –le protestó ella, dándole una inocente palmada en la mano, sonrojada y riendo al mismo tiempo.
—Lo siento. Me habré confundido con el jabón.
—Ya quisieras ser el jabón.
—No. Más bien quisiera ser la esponja.
—Picarón.
—¿Recuerdas la última vez que nos bañamos juntos?
—Imposible –dijo ella–. Con los horarios irregulares que tenemos regularmente… no recuerdo cuando fue la última vez. En verdad extrañaba lo bien que se sentía.
—Ni me lo digas. Estoy lleno de endorfinas.
—Mira nada más. Ni terapias de parejas, ni seminarios de autoayuda, ni ninguna de esas cosas…
—Solo acuéstate en la tina con tu peor archienemiga y quédense quietecitos por una hora.
—¿Te imaginas lo que sería eso si tú y yo tuviéramos algún roce de esos?
—Ya no sé cómo sería eso posible. Prácticamente estoy pegadito a ti.
—Digo… imagina lo que sería eso. Nos estaríamos matando.
—Ya quiero matarte en este momento –le dijo el–. Es más, lo que quiero hacer ahora ni siquiera debería ser considerado legal. Tendrían que llevarme por la puerta.
—Esposado, y con el trasero mojado.
—¿Qué va a pasar con tu próximo libro?
—No lo sé; todo pasó tan repentinamente que ni lo pensé. Supongo que siempre tendré tiempo para dedicarme a él, a razón de una página o dos cada tanto.
—Después de todo es una pasión.
—Siento que me acabo de convertir en una extensión de la bañera –dijo ella mientras comenzaba a levantarse de la tina, con su derrière a la vista de Phillip.
—¿No quisieras primero asegurarte de que mire para otro lado?
—Justo hablando de la retaguardia –dijo ella mientras salía de la tina y se procuraba una bata de baño.
—Juraría que acabo de ver la luna –se burló él.
—¡Qué malo!
—¡Más malo que Hitler, Mao y Stalin todos juntos! –Se burló él, pellizcándole una nalga–. Imagina nada más, las guerras que se habría evitado el mundo si cada malhechor hubiera tenido su rebanada de pastel de trasero.
—Te gusto mucho, ¿verdad?
—No quisiera que parezca que te estoy cosificando… pero sí.
—Aún después de todos estos años.
—¿Cuántos van hasta la fecha? –preguntó, fingiendo no acordarse–. ¿Siete?
—Ocho.
—Madre mía de mi corazón –se asombró mientras tomaba una toalla y una segunda bata de baño–. Recuérdame, si llegas a los diez con ese bello derrière intacto, que te construya un monumento.
—¿Solamente a mi derrière? –preguntó ella, con los pechos todavía a la vista, mientras anudaba su bata, indiferente a la anchura de su escote que invitaba a jugar la mano ajena.
—¿Qué película quisieras ver? ¿Titanic, tal vez?
—Muy «vintage» ¿no crees?
—Seguro que podrías hacerlo mejor que Kate Winslet.
—Hago más magia con las palabras que brotan de mi corazón, que las tetas de Kate Winslet en toda la película.
—¿Eso crees?
—¡Por supuesto!
—¿A ver?
—«Un volcán en las bocas, una erupción de besos; un instante de suspiro, una piel desesperada; una travesía bajo el vientre, un relámpago en la carne; una noche desnuda; una madrugada que termina. Reposada la espalda de la hermosa Sofía Anastasia sobre un modesto colchón erigido desde un montón de heno, el campesino Kurt Wagda la cubrió con su propio derrière y dejó caer sobre su propia espalda las gotas de agua que se filtraban por el modesto techo del cobertizo que hipaban las nubes desde el cielo; apartó a un lado sus lacios cabellos negros, revelando una oreja pequeña, delicada, infantil, y apoyó sus labios, cantando una canción de amor muda que encendió un rojo vivo en su cuello. Tras amor y psiquis, pero por sobre todo tras el perdurable éxtasis, sus cuerpos inertes despabilaron sobresaltados en mitad de la noche, y se lanzaron nuevamente a un fogoso juego de miradas y caricias».
—¿Qué fue eso? –preguntó sorprendido.
—Un fragmento de mi próxima novela.
—Eso fue hermoso.
—Se me acataba de ocurrir. Sigo trabajando en ello.
—Haces magia con las palabras. Hazme el favor de enviarme una muestra de cada avance que hagas en Viena mientras puedas.
—Lo haré.
Y ella le dio las gracias con una sonrisa. Con la emoción que subió a sus profundos ojos azules y con la mano tendida, una mano delgada; de dedos finos, suaves y alargados, se entrelazó a él con un tierno abrazo. Tenue cosquilla le hizo el tacto femenino, que acariciaba con la misma suavidad que una pluma, deslizándose por el contorno de su pecho, entrelazándose sus dedos entreabiertos al final del camino en la forma de un abrazo, torso contra torso, ojos contra ojos, y cuerpo contra cuerpo, unidos como una sola masa inerte de piel bajo el testimonio de los minutos que pasaban aglutinados como dos masas de piel, músculos, corazón y huesos que respiraban y latían compenetrados en sintonía.
Ella no tenía sueño. Tal vez más tarde caería redonda por el cansancio, ya que en aquel momento jamás había querido estar más despierta. Llena de vida, Sara se paseaba por los corredores, cerrando las persianas a razón de una a la vez, mirando en cada ventana antes de cerrarse la ciudad durante la madrugada, brumosa y llena de luces resplandecientes que contrastaban con el rio Támesis; misterioso, oscuro, procurado en un intento de claridad por las resplandecientes lumbres que destellaban su reflejo contra el agua.
Junto a ella el amor, más que algo solamente corporal, hacía su parte con cada palabra que habitaba entre medio de sus bocas; con cada silencio mudo que permanecía mientras se miraban con anhelo. Mientras Phillip jugueteaba con disimulo con los senos de Sara, le preguntó:
—¿Tienes idea de a qué hora partirá tu vuelo?
—Antes de las siete. Asumo que en un par de horas deberé ponerme presentable.
—Está difícil. No es que sea posesivo, pero, así como veo dudo que te deje llegar siquiera hasta el umbral de la puerta.
—Eres incorregible.
—Todo un criminal.
—Oye –dijo ella–. No sé si me está bajando todo el azúcar que tengo en sangre o qué, pero de repente como que no quiero mirar una peli.
—¿Qué te parece un último masaje antes de irte?
—Tengo una mejor propuesta.
—Dime.
—Disculpa si soy atrevida, pero estoy muy excitada, y tengo ganas de hacer muchas cosas.
—Entiendo…
—Así que ¿Que estás esperando para a besarme?
Phillip, que nunca jamás tocó a una mujer que no fuera ella, se quedó azorado por un inusual periodo de tiempo. Sus dedos, temblorosos, se hicieron con la piel de Sara en cuanto sus labios se cerraron para tal vez nunca volver a abrirse; así como sus dedos inquietos que, cuando se pusieron en marcha, lo hicieron para nunca más detenerse.
Cinco dedos finos y largos atravesaron la bata del Phillip; subiendo y bajando por un pecho prominente y pellizcando una piel sólida que se crispaba al tiento. ¡Con que poco se conformaba el cuerpo para sentirse pleno! ¡Qué poco necesita uno para sentirse con vida!
Ni hechizos, ni pociones; ni elíxires y ni conjuros. La muchacha conquistaba su corazón con sencillez; tan solo apoyándole la palma de su mano sobre el pecho, sobre la cortina del corazón.
—¿Por qué pareciera que todas las veces contigo se parecen a la primera vez?
—Sí eso es lo que parece, entonces estoy haciendo bien mi parte.
Phillip apartó una mano de la espalda de la Sara y la colocó alrededor de su cadera, deslizando desde allí la palma por su cuerpo de arriba abajo, contemplando con el pulso estimulado el asintóticamente perfecto lienzo de la cintura y el nacimiento de las nalgas en toda su extensión, centímetro a centímetro, hasta la cúspide de sus senos, despertando en ella un maquinal suspiro. Sara le tomó la mano y traspasó con ella su bata de baño hasta que un continente de piel desnuda se sintió al tacto, guiando las yemas de sus dedos curiosos hasta los confines más oscuros, hacia los recovecos más deseados, hasta su corazón palpitante donde estaba el meollo de su universo.
El encuentro que tuvo lugar esa noche resultó más emotivo que material. Detrás de la carne y los huesos; detrás de cada respiración profunda y apresurada un cosmos de sentidos estalló entre ellos, emergiendo de la manera más primitiva y desde el instinto más animal. De repente, una nueva marca de amor; casi como al primer día: una mordida sellada con un beso, que Phillip, vengativo, sediento de dar en el amor en la misma medida que se recibe, contraatacó arremetiendo contra ella con caricias que parecían rasguños, besos que lindaban con mordidas y con fuertes abrazos que estrujaban a su cautiva como una anaconda a su presa. Todo estaba permitido, ya que en el nombre del amor se da en la misma medida que se recibe. A veces los más apasionados gestos no conocen de fineza, por lo que han de acontecer de una manera abrupta y desenfrenada. En ese sentido, el amor de aquellos jóvenes, en el cuerpo y en el alma, emparentaba con una tempestad; un amor igualmente airado, volandero, tempestuoso, intenso e impredecible al mismo tiempo.
Exaltados los sentidos, la vista era más nítida, los aromas eran más sencillos de percibir, el tacto era más sensible y próvido con cada pulgada que habían tocado de su ser, y el oído era tan agudo, que el menor susurro podía llegar a ser capaz de erizar la piel y poner los cabellos de punta. Extasiada sin siquiera estallar al amar, los dos ojos de Sara se encendieron y se tornaron azules cuales piedras de zafiro; dos lagunas llenas de deseo, un ponto de emoción. Un hambre voraz de todo, una atracción ocasionada por el perfume rezumado por la piel, ocasionó que se mordieran los labios, relamiéndose por reflejo. Sin haber abierto sus ojos o mirarse en horas enteras, se miraron solo por una milésima de instante, solo para querer volver a cerrar sus ojos otra vez.
Sus parpados, pesados como dos yunques, podían sentir lo mismo, pensar lo mismo; todos los sentidos estaban conectados y ahora los dos eran uno solo. Mientras que ella había mordido nuevamente su cuello, y palpado la piel de su torso desnudo, Phillip le desanudó el modesto nudo de su bata de baño; dejando la bella silueta delicada de su pecho enardecido en relieve, y comenzó a explorar con la comisura de sus labios el vasto continente ajeno sin cansarse en ningún momento.
De camino al lecho, sin despegársele de encima en ningún momento, aferrada con las manos a su espalda y con sus labios a su cuello, Sara aterrizó en la cama con una ligereza digna de ser retratada en una epopeya griega. Phillip ahora la dominaba, la conquistaba con su grosor y la gobernaba con sus palabras en un juego de roles que se invertían cada tanto; olía a café, a bergamota, y a un tono insistente de canela. La depositó sobre el guateado de su cama con toda suavidad y gentileza y volvieron a mirarse el uno al otro, y comenzaron a desnudarse entre sí tan lentamente como habían podido. Toda la mañana se besaron, abrazaron, acariciaron y susurraron al oído las palabras más hermosas. Incansables en una batalla sin fin de uno contra el otro, sucumbieron los dos al mismo tiempo solo en cuanto descubrieron que ya no les quedaba nada más para dar. Colmados como dos fieras tras devorarse en crudo, se procuraron cobijo con sus cuerpos y se echaron a dormir, abrigado el uno por la cálida piel del otro.
Y cuando los ojos de la muchacha se volvieron a abrir, ya nada volvió a ser como antes.
«¡Londres, adiós Londres!», se decía Sara al partir por la puerta hacia la intemperie. Como era de costumbre, Londres estaba taciturna y fría; el matiz de los días era permanentemente gris, y el aire espeso y cargado de humedad, salvo por ese día en el que pareció cambiar todo radicalmente. Ahora la joven viajera que se marchaba después de años no veía la niebla que lamía los tejados de las casas ni los pocos transeúntes ateridos de frio en la mañana; para ella la ciudad estaba llena de sol y esperanza.
«Parece que el clima se pone mejor justo cuando me marcho», se dijo ella al mirar al firmamento despoblado de nubes, radiante y ataviado con un manto de infinito celeste que perduraba hasta donde llegaba la vista.
Sara llevaba una sombrilla transparente y un grueso gabán para la lluvia; en la mano sentía el peso de una valija llena de todas las ropas y atuendos que le quedaban; llevaba por encima de la cabeza un sombrero negro, cuya solapa cubría casi todo el paño de su cara. No podía pedirse más elegancia.
Al cabo de una larga caminata, se detuvo junto a la puerta de su librería, en Oxford Street, y se adentró en ella. De modo que la librería recién había abierto sus puertas, como era de costumbre todos los días de lunes a sábado desde las 7 de la mañana, todo estaba vacío por dentro, ni una sola alma; ninguna a excepción de una.
La joven Katarina Kutilla, su fiel asistenta, siempre puntual –incluso madrugadora–se presentaba en el establecimiento media hora antes del horario de apertura estipulado. Fuera para confiársele un manuscrito o contarle un secreto, la presencia de Katarina siempre había sido apreciada por su benefactora.
—Mi querida, mi buena amiga. Estás muy hermosa, incluso más que de costumbre. ¿Acaso te marchas?
Sara, sin decir una sola palabra, le entregó un sobre abultado, dentro del cual yacía una carta y un gran fajo de billetes; dentro del mismo, nada más ni nada menos que las llaves de la librería, que le entregaba devotamente.
—Lamentablemente, amiga, ha llegado el momento de decirnos adiós.
—¿Ha pasado algo?
—Me temo que no puedes saberlo. De ahora en adelante, encomiendo este lugar a tu cuidado; entregaré el manuscrito cuando sea que esté listo. ¿Ha quedado claro?
—Como el agua. ¿Vas a estar bien?
Sara puso la mano sobre el hombro de Katarina, que era mucho más baja que ella.
—Por supuesto.
—¿Adónde irás?
—Temo que eso no puedes saberlo.
—¿Volverás?
—Eso ni yo puedo saberlo.
El pesar de Sara se estaba convirtiendo rápidamente en soledad. Había terminado de amar, pero no de sufrir. Detrás de aquel sórdido episodio estaba el incierto final del amor; el final de la amistad; el final del hogar. Todo cuanto ella había conocido y amado pronto se transformó en el espejo de un recuerdo distante, que se haría más pequeño conforme la distancia.
En cuanto a la devota Katarina, que era solo dos años mayor que Sara, quien la quería como una hermana, la vio alejarse en un pequeño auto de color negro, de extraña forma y extraño origen, y se tragó su nostalgia ni bien la vio desvanecerse ante el primer bocinazo. Tan mezquino fue el tiempo, que ni siquiera les concedió la oportunidad de un postrero abrazo.
A la partida de Sara, el cielo nuevamente se oscureció y todo se tornó nuevamente de gris; las nubes reventaron en sollozos con potente turbión y Londres se despidió de su inquilina favorita.
Sara Marie Forsberg arribó a Viena la misma tarde del 8 de abril de, un jueves santo, acariciada por un sol majestuoso que la saludaba desde lo alto, y recibida por personas de las que no había sabido hacía años. Luego ser recogida en el aeropuerto de Viena por todo un comité, saludó a sus amigos con un abrazo, subió a un auto junto a ellos, y se dejó llevar por el rumbo de las circunstancias.
Phillip, mientras tanto en Londres, arrasó con todo el fin de semana largo de semana santa como si fuera un soltero en plena despedida y a punto de casarse. En un acceso de desenfreno, acudió a sus amigos, y salió a parrandear con ellos mientras el deseo por Sara se acrecentaba en su ausencia. Luego de una vil resaca bien merecida, auspiciada por la noche de un día sin trabajo, Phillip caminó en zigzag hacia el atrio de su edificio, y se encontró de vuelta con Martel, el amo de llaves de la recepción, que luego de saludarlo le narró conturbado:
—Buenas, señor Forsberg.
Phillip saludó amablemente y siguió de largo por el vestíbulo hasta encontrar el elevador.
—Recibí una carta con su nombre; me tomé la libertad de dejarla bajo su puerta.
—Muchas gracias, Martel. Iré a recibirla en mi departamento. Gracias por el aviso –dijo desde el ascensor cuyas puertas se cerraban de par en par.
El portero titubeó; cruzó los dos brazos detrás de su espalda y sacudió con sus músculos faciales su “bigotillo”.
«Al juzgar por su expresión, no se trata de nada bueno», se dijo Phillip, de camino al octavo piso.
Dada la hora de la mañana no se había escuchado ningún ruido; eran apenas las ocho; trabajaba arduas horas durante la noche; así la paga era mejor. De día, por otro lado, podía encontrarse al regresar a la comodidad del hogar una entretenida distracción: chusmear los coloquios vecinales; a los padres de familia partiendo para el trabajo y sus retoños partiendo hacia la escuela; las madres amanecidas y susceptibles, imponiendo el orden en la cocina en sus modestos trapos de noche... Podían oírse también entre las paredes los incesantes pleitos de las parejas turbulentas de los pisos de arriba: el marido flojo que se resignaba a despegarse de la almohada; la joven atareada por una mañana poco prometedora, desayunando y vistiéndose a toda velocidad, y corriendo celerípede contra el mundo a contrarreloj para llegar a otra monótona jornada de trabajo.
Phillip Forsberg residía en un piso con vista a todo el vecindario de la ciudad; con vista al rio y a los hermosos rascacielos llenos de oficinas que ocupaban las extensas manzanas de la zona.
Pese a todo, toda alegría se pausó cuando Phillip se encontró con el hallazgo de Martel el portero: un sobre blanco, firmado y notariado al dorso del mismo, se había filtrado por la rendija de la puerta; cortesía del portero de escandaloso mostacho. La carta tenía un sello extraño y llevaba, asimismo, dos leyendas distintas, que convivían debajo del sello superior que remitía al remitente.
Número de Ringstrasse, Viena; República de Austria, 9 de abril de 2023
Phillip Forsberg Picadilly Circus, Londres: 8B
Estimado señor,
Es mi deber a través de la presente, con escaso júbilo, informarle, que a las 25 de la mañana del día 7 de abril de este año se ha declarado la defunción del señor Jacob Ben Shimel. A través del parte proporcionado por los especialistas, se concluye que la causa de la muerte se ha diagnosticado por un traumatismo encéfalo craneal, resultado de un accidente automovilístico que aconteció durante la noche anterior en la circunvalación de la autopista Brenner, que comunica la República de Austria con el vecino país de Italia.
Dada la noticia, estoy convencido de que ninguna palabra que pueda yo expresar bajo estas circunstancias podrá proporcionar sentimiento alguno de alivio o consuelo.
Por otra parte, de conformidad con lo estipulado; en concordancia y devoto cumplimiento con las leyes de sucesión de la República de Austria, es mi deber transmitirle la noticia de sucesión por los siguientes medios. Dado que el señor lo ha posicionado a usted como beneficiario de los bienes encomendados mediante el testamento de última voluntad, es deber mío notificarle la necesidad de contar con su presencia para presentar sus términos de acuerdo al documento legado.
En vista de que el testimonio no ha sido actualizado en los pasados años, cuento con la responsabilidad de informarle que este estará próximo a vencerse en los siguientes veintiún días, desde el día de hoy hasta el día 1er del mes de mayo. Es menester, por consiguiente, enfatizar que este será el plazo de tiempo con que usted contará, declarándose posterior a este la irrevocable nulidad del testamento tras finalizarse el periodo de vigencia correspondiente.
Muy atentamente, lo esperaré en mi despacho, para poder llevar a cabo un gentil intercambio de ideas
Sin otro particular por atender en esta presente, saludo a usted atentamente.
Michael Mecklen: Notario especialista encomendado.
De pie, apoyado contra el antepecho de metal del balcón y la mano sosteniendo una taza de café con la mano, bebía entre pausas, un sorbo por cada renglón.
«¿Es en serio? Maldita sea», pensó.
Salió el sol, inesperado, escondido hasta entonces en un horizonte de insípido gris; la amplia gama de luz que envolvía el alba encandiló su rostro. A través del brillo podían verse los vapores que emanaban de la taza y que penetraban por los orificios nasales de la enrojecida nariz del joven. A medida que los tonos de amarillento comenzaron a teñir el firmamento, se podía escuchar al tumulto sembrarse en las calles al dar comienzo la jornada en la ciudad. Al mismo tiempo el canto incesante de entre las paredes calló, hasta que finalmente no se había escuchado nada. Una aurora de calma y sosiego se apoderó entonces de los alrededores.
A medida que la luz se filtraba sobre el casi transparente dorso de la cartilla, Phillip contempló con admiración los sellos postales que habían sido plasmados en la zona del remitente. Acto seguido, terminó de acodar la carta y la regresó al sobre del cual había salido tras haberla leído y se quedó pensativo mientras miraba Londres desde su balcón
En Viena, una mañana contemplaba desde la ventanilla de un auto a Viena en todo su esplendor. Después de una radiante noche de sueño y un más que cargado desayuno, estaba lista para enfrentar lo que fuera. Mirándola de reojo cada tanto desde el asiento de copiloto, Sander Harvusen recobraba la serenidad, ahora que había visto su trabajo casi terminado. Buscar a una persona que no existe en un lugar donde no se la conoce; luego persuadirla a reencontrarse con una persona que no había visto en años, en un lugar donde nunca antes había estado; y llegar en una sola pieza… no era un trabajo muy sencillo. Nada mal para comenzar.
«¡Mi hermano… voy a ver a mi hermano!», se decía ella mientras tanto, mientras afrontaba aquella extraña e inesperada aventura a la cual el destino la había invitado.
El rechinar de una palanca de freno, el sordo paso de los transeúntes bajo la lluvia, luego el ruido seco del aguacero sobre la ciudad…En cuanto el automóvil se detuvo, Sara fue invitada a bajar, pasó entre escoltas armados, siguió por unas escalinatas de piedra empapadas y, por último, vio aparecer a una mujer alta en abrigo de piel a la que conocería como Rinna Sunderland, su cuñada. Cerca de Sara se cuchicheaban los rumores sobre su apariencia, ¡y casi todos eran ciertos!
—Mi señora –saludó Rinna–. Nos honra con su presencia. Mi nombre es Rinna Sunderland; soy la prometida de su hermano.
—Una verdadera lástima que hayamos tenido la oportunidad de conocernos bajo una circunstancia tan desdichada –respondió Sara–. No obstante, el placer es mío.
—Veo que los rumores sobre su belleza eran ciertos. Todo el mundo está ansioso por verla; su hermano en especial.
—No tenía presente que alguien supiera que yo venía. Desgraciadamente, nunca antes había oído hablar de ti.
—Eso no importa. No es a mí a quien todos desean ver.
—Has dicho que mi hermano desea verme. ¿Está consciente?
—Así es. La acompañaré, si me permite.
—Con gusto.