Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Virginia, una muchacha de una familia abastada, era una joven afectada por la obesidad, con un aire enfermizo y sin atractivos femeninos para cualquier caballero de la corte, se vio obligada por su ambiciosa madre, a casarse con un caballero de la aristocracia inglesa, un caballero de título, pero arruinado. Todas estas tensiones y obligaciones la hicieron apartarse de casa, padecía de una crisis nerviosa, que le hizo adelgazar vertiginosamente en el espacio de un año. Pasado ese tiempo, se fue recuperando, convirtiéndose en una joven muy bonita y esbelta. Cuando volvió recuperada, queria obtener el divorcio de su marido, el caballero que solo quiso casarse con ella por interés… pero algo se pasa en su corazón, cuando lo está conociendo de verdad, algo le hará cambiar sus ideas, sobre el desconocido caballero con quien se casó por obligación y sin amor… y que, de hecho, seguía siendo su marido. Sus emociones y sentimientos la confunden, pues jamás pudiera imaginar, que pudiera sentir algo de más verdadero, por un cercano desconocido.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 241
Veröffentlichungsjahr: 2015
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
—¡Virginia Stuyvesant Clay, vas a hacer lo que se te dice!— fue la aguda respuesta. La señora Clay se levantó impaciente de su asiento y atravesó el amplio salón, exageradamente adornado, para mirar con detenimiento a su hija.
—¿Sabes lo que estás diciendo, niña?— preguntó con voz aguda—. Te estás negando a casarte con un inglés que muy pronto será Duque. ¡Un Duque! ¿Me oyes? Hay sólo veintiséis... ¿o son veintinueve Duques?... y ¡Tú serás Duquesa! Eso será una lección para la señora Astor, que se da aires de grandeza y me mira por arriba del hombro. El día en que te vea llegar al altar, Virginia, creo que me moriré de felicidad.
— ¡Pero, mamá, él nunca me ha visto!— protestó Virginia.
—¿Y eso qué importa?— preguntó la señora Clay—. Estamos en 1902 y es el principio de un nuevo siglo; pero en Europa, y por supuesto que también en el Oriente, los matrimonios son siempre arreglados por los padres de los novios. Es un método muy sensato, que da buenos resultados para todos los interesados.
—Tú sabes tan bien como yo que este hombre…
—El Marqués de Camberford— interrumpió la señora Clay.
—El Marqués, entonces— continuó Virginia—, se casa conmigo por mi dinero. No le interesa ninguna otra cosa.
—Vamos, Virginia, ésa es una forma ridícula de hablar— contestó su madre—. La Duquesa es una vieja amiga mía. Hace diez años que tu papá y yo la conocimos, cuando andábamos viajando por Europa y tuvo la amabilidad de invitarnos a un baile que daba en su castillo.
—Ustedes tuvieron que pagar por las entradas —le recordó Victoria.
—Eso no viene al caso— contestó la señora Clay con altivez—. Era un baile de caridad y nunca he pretendido otra cosa. Pero posteriormente me comuniqué con la Duquesa y la ayudé con varios de sus proyectos favoritos. Se mostró muy agradecida conmigo.
—Agradecida por el dinero que le mandabas— respondió Virginia con voz suave, pero la señora Clay pretendió no haberla oído.
—No hemos dejado de escribimos en todos estos años— continuó—, le he enviado regalos de Navidad cada año, por los que siempre me ha dado las gracias en forma muy efusiva. Y cuando me escribió hace poco para preguntarme si mi hija estaba ya en edad casadera, comprendí que esos miles de dólares que en varias ocasiones le he enviado, han empezado a pagar dividendos por fin.
— ¡Pero, mamá, yo no tengo deseos de ser dividendo alguno! Y aunque la Duquesa sea encantadora, tú nunca has visto a su hijo.
—He visto fotos de él y es muy bien parecido. Y no es ningún jovencito imberbe. Cumplió veintiocho años el año pasado. ¡Es un hombre, Virginia! Un hombre que cuidará de ti y se encargará de toda esa ridícula fortuna que tu padre te dejó al morir y que debía haber puesto bajo mi control hasta que te casaras.
—Oh, madre, ¿vamos a discutir otra vez eso? Tú eres rica, terriblemente rica, y el hecho de que papá nos haya dejado su fortuna por partes iguales no tiene ninguna importancia. Por mi parte, puedes quedarte con todo lo que poseo. ¡Veríamos, entonces, si el Marqués estaría interesado en mí!
—¡Virginia, creo que eres la muchacha más desagradecida que existe!— exclamó la señora Clay—, por tratar de despreciar esta oportunidad, que es el sueño de toda joven. Te casarás con uno de los hombres más importantes de Inglaterra, te invitarán al Palacio de Buckingham y cenarás con los reyes, llevando tú misma una corona en la cabeza.
—Una tiara, mamá— aclaró Virginia.
—Bueno, como quieras llamarla. Y yo me encargaré de que tengas la ceremonia más suntuosa del año. ¿Te das cuenta de cómo será cubierta tu boda por los periódicos?
—Yo no voy a casarme con un hombre al que no he visto nunca—declaró Virginia con firmeza.
—Vas a hacer lo que digo— contestó su madre, enfadada.
—Pero yo no tengo deseo alguno de ser Duquesa, mamá. ¿No puedes entenderlo? Además, las cosas han cambiado.
—¿En qué sentido? Sólo por el hecho de que más ingleses vienen a los Estados Unidos y ahora viajan por Europa con más frecuencia que antes.
—Así que si invertimos dinero en eso— observó Virginia—, tendremos más dólares de los que ya tenemos. ¿Para qué?
La señora Clay hizo un gesto de impaciencia.
—¿Quieres dejar de hablar del dinero en esa forma despreciativa, Virginia, en que lo haces siempre? Debías estar agradecida de tener tanto.
—No puedo estarlo si eso significa que tengo que casarme con un hombre al que nunca he visto y cuyo único interés en mí está en los dólares que voy a proporcionarle.
—Vamos, Virginia, las cosas no son así— protestó la señora Clay con irritación—. Como te he dicho, la Duquesa y yo hemos sido amigas por mucho tiempo y ella me ha escrito sugiriendo que un matrimonio entre nuestros hijos sería algo muy conveniente y agradable para ambas familias.
—¿Cuánto te ha pedido por el privilegio de dejarme pertenecer a la aristocracia inglesa?— preguntó Virginia.
—¡No voy a contestar esa pregunta! Creo que es el tipo de comentario que suena en extremo vulgar en los labios de una jovencita. Puedes dejar todos los asuntos de negocios en mis manos y las de tu tío.
—Te he preguntado cuánto— insistió Virginia. Su voz era tranquila, pero decidida.
—Y yo no voy a decírtelo.
—Entonces es lo que yo sospechaba— dijo Virginia—. La Duquesa te ha pedido cierta cantidad. No se conforma con mi fortuna, que su hijo pronto controlará, y ha pedido más. Me pareció oír a mi tío decir algo en ese sentido, pero ambos se callaron cuando yo entré. ¿Cuánto es?
—Ya te he dicho que no es asunto tuyo.
—Pero lo es— protestó Virginia—. Después de todo yo soy la víctima del sacrificio, en este altar de las vanidades, ¿no es cierto?
—Comentarios sarcásticos como ése no te van a congraciar con la sociedad inglesa— le advirtió la señora Clay—. No sé por qué no tuve una hija tranquila, obediente y amable como esa chica Belmont que viene aquí algunas veces.
—Viene aquí porque tú la invitas— replicó Virginia—. Ella no es amiga mía. Bella Belmont es casi una retrasada mental.
—De cualquier modo, es bonita, de voz dulce y fácil de manejar— contestó la señora Clay—. Es todo lo que yo hubiera pedido en una hija.
—Y yo soy lo que Dios te dio.
—Sí, así es. Así que, Virginia, te casarás con el Marqués de Camberford, aunque tenga que llevarte a rastras al altar. Dejemos de discutir esto y empecemos a planear tu trousseau. Hay muy poco tiempo ya. El estará aquí dentro de tres semanas.
—Entonces, esperemos hasta que llegue, mamá, para que te dé yo mi respuesta.
—Eso no es posible— replicó la señora Clay, incómoda—. El Marqués tiene prisa. Va a llegar el veintinueve de abril y se casarán al día siguiente.
Se produjo un embarazoso silencio antes que Virginia exclamara incrédula:
—¿Te has vuelto loca, mamá? ¡No pensaría en casarme con este caza fortunas el treinta de abril, más de lo que pensaría en volar a la luna! ¿Cómo te atreves a sugerir tal cosa? ¿Cómo te has atrevido a pensarla siquiera?
Por un momento, la señora Clay se mostró impávida; pero, al volverse hacia su hija, vio que ésta se llevaba una mano a la frente y lanzaba ligero gemido, mientras se dejaba caer en una silla.
—¿Qué te pasa, Virginia? ¿Es una de tus jaquecas?
—Me siento muy mal— contestó Virginia—. No sé qué es, mamá, pero la medicina que ese último doctor me dio me ha hecho sentir peor que nunca.
—El cree que estás anémica— señaló la señora Clay—. Y quiere que aumentes tus energías. ¿Tomaste el vaso de vino de las once?
—Traté de hacerlo— contestó Virginia—, pero no pude tomarme un vaso completo.
—Vamos, Virginia, tú sabes que el doctor dijo que el vino tinto es bueno para la sangre. ¿Y si tomaras una copa de jerez antes del almuerzo?
—No, no, no quiero nada— protestó Virginia—. Y ciertamente, no voy a almorzar mucho con este dolor de cabeza.
—Debes comer bien— insistió la señora Clay—. Yo sé que el chef te ha estado haciendo esos pastelillos de crema que tanto te gustan. Y le dije que te hiciera un bizcocho esponjoso para la hora del té.
—No quiero tantos pasteles, mamá, me hacen sentir enferma— exclamo Virginia.
—Tenemos que poner rosas en tus mejillas antes que el Marqués llegue.
Virginia lanzó un profundo suspiro.
—Escucha, mamá, no podemos seguir discutiendo en esta forma por tres semanas, hasta que él llegue. ¡No me voy a casar con ese inglés, ¡Duque o no Duque, y nada me convencerá de hacerlo!
Hubo un tenso silencio y luego la señora Clay dijo:
—Muy bien, Virginia, si así lo quieres, he hecho otros arreglos.
—¿De veras?— preguntó Virginia con un repentino alivio en la voz—. Oh, mamá, ¿por qué me has estado torturando? Tú sabes que no tengo deseo alguno de casarme. ¿Cuáles son esos otros arreglos que has hecho?
—He decidido— declaró la señora Clay con lentitud—, que si no haces lo que yo quiero, si no estás dispuesta a actuar como cualquier muchacha normal lo haría en las circunstancias… ¡Entonces has dejado de ser hija mía! Te enviaré con tu tía Louise.
—¡Mi tía Louise!— repitió Virginia en tono de incredulidad—. ¡Pero si… tía Louise es una monja! Maneja una casa de corrección.
—¡Exacto! Y en esa casa vivirías hasta los veinticinco años. Aunque tengas dinero propio, debes recordar que tu papá me dejó como tu tutora.
—Pero, mamá, ¿no puedes pensar en serio mandarme lejos de aquí, verdad?
—Lo tengo pensado muy en serio, Virginia. Tal vez seas mi única hija y te he mimado demasiado toda tu vida; pero no voy a permitir que arruines mis sueños de convertirme en la reina de la sociedad neoyorquina. Puedes hacer un brillante matrimonio o puedes irte con tu tía. Elige. ¡Y ésa es mi última palabra!
—Pero, no puedes decirlo en serio… es imposible— murmuró Virginia.
—Lo digo muy en serio. Tal vez pienses que no voy a cumplir mi palabra, porque te he mimado tanto; pero sabes que cuando decido o quiero de veras algo, siempre lo consigo. No impulsé a tu padre a convertirse en multimillonario sin haber aprendido que, si una persona se lo propone, logra cuanto desea en la vida. ¡Este es un ultimátum, Virginia! Te advierto que no vacilaré en cumplir mi amenaza.
Virginia se cubrió el rostro con las manos, pero luego las bajó y miró con fijeza a su madre.
— ¡No puedo… creerlo!— murmuró tartamudeando—. No puedo creer que... tú mi propia madre... me trate de este modo.
—Me lo agradecerás cuando seas mayor— contestó la señora Clay—. Ahora, Virginia, ¿me prometes que te casarás con el Marqués al día siguiente de su llegada y que volverás con él a Europa, como su esposa?
Virginia se levantó de la silla y se acercó a su madre.
—¡No puedo prometértelo, mamá! ¿Cómo puedo unirme a un hombre al que nunca he visto, que sólo me quiere por mi dinero? Quiero casarme algún día, pero quiero hacerlo con un hombre al que yo ame y que me ame a su vez.
La señora Clay echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír, pero su risa era amarga y desagradable.
—¡Alguien que te ame!— repitió con aire burlón—. ¿Crees, en verdad, que eso es posible? ¿Eres tan tonta en verdad, que puedes imaginarte que un hombre puede amarte por ti misma? ¡Ven aquí!
Tomó a su hija por el brazo y la obligó a pararse frente a un gran espejo de marco dorado que colgaba entre dos ventanas en un muro del salón.
—¡Mírate! ¡Pero mírate bien!— exclamó la señora Clay con crueldad—, entonces dime si un hombre se casaría contigo por otra cosa que no fuera tu fortuna. ¡Fíjate bien cómo eres!
De mala gana, Virginia dirigió la vista al espejo. Vio a su madre, delgada casi hasta la exageración, de cintura pequeña y elegante, acentuada por un costoso vestido de satén verde y las joyas que brillaban alrededor de su largo cuello. Era una mujer hermosa, que habría llamado la atención en cualquier parte.
Luego, prestó atención a su propia imagen. Era la de una chica de corta estatura apenas le llegaba al hombro a su madre, cuya figura, con muchos kilos de más, la hacía parecer casi grotesca. Los ojos se perdían entre los pliegues de su abultado rostro y una gran papada casi hacía desaparecer su cuello.—
A través de las mangas transparentes de su vestido se veían sus brazos inflados como globos, y sus manos, que se llevó instintivamente a la cara, eran rojas y regordetas.
Casi no tenía cintura y su talle medía tres veces más que el de su madre. El vestido le caía muy mal, lo que no le hubiera sucedido a una muchacha de proporciones normales y el elegante peinado que llevaba no mejoraba en nada el aspecto de su cabello lacio y opaco, de color indefinido.
Se miró en silencio por largo rato y luego oyó decir a su madre en tono de burla:
—¿Te das cuenta ahora de lo que quiero decir?
Virginia se cubrió los ojos con los dedos regordetes.
—Yo… yo entiendo— asintió y su voz se quebró—. Me veo… horrible. Los doctores… me prometen que… adelgazaré. Y yo… me siento tan… enferma.
—¡Promesas! ¡Promesas!— exclamó la señora Clay—. Todos han dicho que te iban a adelgazar, que harían que te sintieras mejor. ¿Te das cuenta de los miles de dólares que he gastado en los últimos cinco años? Todos dicen que es cuestión de tiempo, pero yo no veo resultados. ¡Se espera que cuando te cases, adelgazarás! ¿Quién sabe? ¡Podría ocurrir un milagro!
Virginia se volvió a mirar a su madre.
—Tal vez cuando me vea, se niegue a casarse conmigo— dijo y había una nota de esperanza en su voz.
—Esa es una cosa que no hará— respondió la señora Clay llena de confianza.
—¿Por qué no?— preguntó Virginia.
—Porque, querida mía, llegarás al altar atada con cintas de oro macizo y yo soy lo bastante lista como para comprender que el Marqués está en necesidad desesperada de dinero, o la Duquesa no me habría escrito.
—¿Cuánto le estás dando?— preguntó Virginia.
—¿Quieres saberlo realmente? ¿O preferirás seguir creyendo en el amor, como todas las jóvenes… esperando que el Príncipe Azul se deslice por la chimenea y se enamore de ti a primera vista? ¡No, niña mía, será mejor que sepas la verdad! Sin importar tu apariencia, no tienes necesidad de arrastrarte ante la aristocracia inglesa. Les pagaremos un precio muy alto por el derecho de que entres en su seno, y ello debla darte confianza en ti misma.
—Y bien, ¿cuál es la verdad?— preguntó Virginia—. ¿Cuánto le estás dando?
—!Dos millones de dólares!— contestó la señora Clay, pronunciando las palabras con mucha lentitud—. Si lo conviertes a moneda inglesa encontrarás que son cuatrocientas mil libras… un regalo más que espléndido que dar al novio con la ruborosa novia.
Virginia lanzó un leve gemido y se dejó caer en el sofá.
—Y ahora— dijo la señora Clay—, no más accesos de histeria. Vas a casarte, Virginia, el treinta de abril. Si te niegas, serás enviada con tu tía Louise y anunciaré al mundo que mi hija pasará en un convento los próximos siete años. Tendrás mucho tiempo para pensar si las ventajas de ser una Duquesa inglesa no exceden la desventura y las incomodidades de la casa de corrección de tu tía.
Virginia, postrada aún en el sofá, ocultó el rostro en uno de los cojines de seda. Retorcido, su cuerpo se veía torpe y casi deforme y por un momento la señora Clay se quedó mirándola, mientras apretaba los labios y levantaba la barbilla con decisión.
!Cielos! ¿Qué hice para merecer esto?— preguntó; pero su voz era tan baja que resultaba dudoso que Virginia la hubiera oído.
En los días que siguieron, Virginia casi no se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Se movía como un autómata, destruida su voluntad y su energía.
El médico iba todos los días a verla y alteraba su dieta cada veinticuatro horas, siempre a base de platillos exóticos y caros.
Virginia sentía a veces que se movía como en un sueño y le parecía irreal todo lo que hacía y decía. Pasaba horas enteras dejando que le probaran su trousseau y casi no se daba cuenta, al terminar el día, de que estaba al borde del agotamiento.
Cuando estaba a solas en su alcoba se preguntaba si no habría algún modo de escapar. Algunas veces sentía el impulso de salir de su cuarto, bajar corriendo la gran escalinata de mármol, quitar los cerrojos de la pesada puerta de caoba y encontrarse libre en la Quinta Avenida. Pero sabía que aquello era imposible. Se sentía demasiado cansada, además, demasiado enferma. Bastante esfuerzo le costaba levantarse todos los días de la cama como para tener fuerzas para huir.
Algunas veces le parecía que alguien ajeno a su persona se reía en el interior de ella. Casi podía oír la voz que decía: “ ¡Eres gorda e inútil!” “ ¡Gorda y tonta!” “ !Gorda y fea!”. Otras veces la voz repetía una y otra vez: “ ¡Él se casa contigo por tu dinero!”
Cuando la voz le hablaba, casi le parecía ver su dinero amontonado llenando su cuarto, hasta el techo, para volcarse después sobre ella y envolverla en su dura frialdad metálica.
—En verdad, Virginia— le dijo su madre en una ocasión—, actúas como si estuvieras drogada. Debo hablar con el doctor Hausell… así se llama, ¿verdad? No puedo recordar los nombres de todos los doctores. Pero le diré a este último que no permitiré que tomes narcóticos.
Virginia sabía que no eran las medicinas que le mandaba el médico las que la tenían así, pues tiraba la mitad de ellas sin probarlas siquiera. Era algo, dentro de sí, que la hacía tratar de huir de la realidad, de fugarse de su casa.
—El Marqués llega mañana— oyó decir a su madre; pero no sintió nada, ni siquiera un estremecimiento de sorpresa.
Había dejado ya de preguntarse cómo sería él y cuál sería su reacción al verlo. Sólo sabía que se sentía atontada y miserable.
La señora Clay había preparado una suntuosa recepción para celebrar esa noche la llegada del Marqués. Hizo levantar en la parte de atrás de la casa un enorme toldo y, por días enteros, mantuvo a muchos obreros montando un piso especial, trasladando macetones de flores exóticas y acarreando los tesoros de los Clay que se guardaban en las bóvedas del banco para decorar las paredes.
—El matrimonio se celebrará en la sala— había decidido—. Toda la habitación será como una fuente de orquídeas blancas. Pero para la recepción de la víspera, el colorido debe ser alegre. Rosa, creo yo, debe ser el color predominante, y Virginia irá vestida de rosa: tul color de rosa decorado con 13 tones de rosa y una guirnalda de rosas en el cabello.
La gente habló por mucho tiempo acerca de la fiesta que la señora Clay ofreció al Marqués, considerándola como una de las más sensacionales de la temporada. Desafortunadamente, el Marqués no asistió. Debido a que hubo mal tiempo durante la travesía, el barco en que debía llegar ancló en el puerto a las cuatro de la madrugada del día siguiente, y cuando llegó al hotel donde estaba hospedado la recepción ya había terminado.
Virginia, que fue enviada a la cama a eso de la una para que pudiera estar descansada para la ceremonia del día siguiente, tuvo la impresión de que su madre se sentía secretamente aliviada de que el Marqués no la hubiera visto. Virginia era lo bastante astuta para comprender que, ahora que se acercaba el momento de presentarlos, la señora Clay estaba un poco temerosa de la reacción del Marqués al conocer a la mujer con quien iba a casarse.
Virginia se preguntó qué mentiras habría escrito su madre a la Duquesa al describirla.
Cuando se encontró sola en su cuarto, se quitó la guirnalda de rosas del cabello y se miró al espejo. Tuvo la impresión de que, en las últimas tres semanas, no sólo no había adelgazado, sino que había engordado aún más. La sinusitis que padecía desde tiempo atrás le había inflamado tanto los ojos que éstos casi no se veían entre las montañas de carne de su cara. Notó, además, que las pequeñas grietas que afeaban los bordes de su boca se veían más pronunciadas que nunca.
Se quitó el vestido y a toda prisa se puso el camisón, evitando deliberadamente mirarse de nuevo al espejo y luego se deslizó entre las sábanas.
«Tal vez habría sido mejor que me hubiera ido con la tía Louise», pensó.
Por la mañana, sin embargo, se encontró, no sólo viva, sino convertida en el centro de un torbellino de actividad. Su madre entró en su cuarto antes que hubiese despertado del todo, descorrió las cortinas y tiró del llamador una docena de veces.
—Ya recibí una nota del Marqués— anunció con satisfacción—. ¡Me encantan los buenos modales de la aristocracia inglesa! Escribió tan pronto llegó a Nueva York, disculpándose porque el barco se retrasó… como si hubiera sido culpa de él. Después de todo, creo que es mejor así. Ustedes se verán por primera vez cuando el obispo los una como marido y mujer.
Virginia no respondió y después de un momento la señora Clay continuó:
—Levántate y date prisa, Virginia. No puedes empezar tu vida matrimonial haciendo esperar a tu marido. No hay nada que irrite más a un hombre.
—Me siento enferma— gimió Virginia.
—Son nervios, querida, y tú lo sabes. Bebe un poco de café— ordenó la señora Clay—. Voy a enviar por una jarra. Estoy segura de que no podré resistir las presiones de esta mañana sin una docena de tazas.
Cuando llegó el café, le sirvió una taza grande a Virginia, a la que añadió varias cucharadas de azúcar.
—El azúcar te dará energía y el café te ayudará a dominar los nervios.
—El café me da palpitaciones— señaló Virginia—. De veras, mamá, preferiría no beber café hoy.
—¡Caramba, Virginia! ¿Tienes que discutir por todo? Bebe esto y haz lo que te digo. Yo sé lo que es mejor para ti. Ahora, date un baño caliente. Yo haré que las doncellas te tengan la ropa lista. Estoy segura de que el vestido requerirá reparaciones de último momento.
Era más fácil obedecer que discutir. Virginia tomó el baño caliente, pero después se sintió tan mareada, que tuvo que sentarse cinco minutos en una silla del cuarto de baño antes de terminar de secarse.
Las doncellas la ayudaron a vestirse y poco después llegó el peinador. Le sujetaron el velo de novia sobre la cabeza con una diadema de brillantes tan enorme, que aún una mujer tan alta corno su madre se habría visto vulgar al usarla y, en su caso, constituía un verdadero desastre.
—¡Eso es lo que yo llamo una corona… quiero decir, una diadema—exclamó la señora Clay, entrando en la habitación y examinando a Virginia con satisfacción!
—No me preguntes cuánto costó, porque tu papá, si estuviera vivo, habría muerto de un ataque al saber su precio.
—Es magnífica— comentó Virginia con voz débil.
—Es mi regalo de bodas para ti, queridita— dijo la señora Clay—. Pensé que te gustaría. ¿Y qué crees? ¡La señora Astor ha aceptado mi invitación y asistirá a la boda! Me había asombrado no recibir respuesta suya, pero es que no estaba en la ciudad. Yo sabía que no podría resistir la tentación de venir a ver cómo es el Marqués. Y puedo asegurarte una cosa: ¡si es tan apuesto que no necesita un título!
—¿Ya lo conociste?— preguntó Virginia.
—Estuvo aquí a las nueve y media, ofreciendo miles de disculpas por no haber podido asistir a la recepción que ofrecimos en su honor. Es encantador, Virginia. Sólo te puedo decir que eres la muchacha más afortunada del mundo. Mientras hablaba con él no pude menos de pensar que si fuera yo veinticinco arios más joven, sería yo la que me estaría casando con él y no tú.
Se echo a reír, pero Virginia continuó muy seria.
—¿Ya le has dado el dinero?— preguntó.
—No seas vulgar —la amonestó la señora Clay—. Y si quieres que tu matrimonio sea feliz, no menciones el dinero a tu marido bajo ninguna circunstancia. Prométeme, Virginia, que te portarás como una dama y dejarás todos los asuntos de dinero en manos de tu marido.
—No tengo otra alternativa— contestó Virginia—. Como bien sabes, papá te dejó la custodia de mi dinero, hasta que cumpla veinticinco años. Supongo que el noble Marqués, si se lo suplico con humildad, me dará unas libras a la semana para lo que se ofrezca.
—¡Virginia, no permito que hables en esa forma grosera y sarcástica! —la amonestó la señora Clay muy enfadada—. El Marqués no sólo es un hombre generoso y encantador, sino uno de los jóvenes más apuestos que he visto. Todo Nueva York se volverá loco con él. ¡Serás la envidia de todas las mujeres de la ciudad! Ahora, trata de portarte bien. Recuerda que él no está tampoco en una situación envidiable. ¡Sin duda a él también le habría gustado enamorarse!
La señora Clay salió de la habitación cerrando la puerta con violencia y Virginia se puso las manos en la cabeza. Como siempre ocurría cuando discutía con su madre, ella salía perdiendo.
Por fin estuvo lista, aunque se sentía más sofocada y enferma que nunca. El vestido, adornado con volantes de encaje de Bruselas, habría sido precioso, pensó, de no haber sido tan monstruosamente grande.
Llamaron a la puerta y entró uno de los sirvientes negros trayendo consigo una copa de champaña que, según órdenes de la señora Clay, Virginia debía beber hasta la última gota.
Ella obedeció, con la esperanza de que el champaña redujera las pulsaciones que sentía en la cabeza y calmara su agitada respiración.
Cuando salía el criado con la copa vacía, Virginia oyó decir a su tío desde la puerta:
—¿Estás lista, Virginia? Ya te están esperando.
—Estoy lista, tío.
Virginia salió al encuentro de su tío y advirtió la expresión de admiración que asomaba a sus ojos, pero comprendió que ello se debía tan sólo al esplendor de la hermosa diadema.
—Espere un momento, señorita— dijo una de las doncellas—. No le he puesto el velo de la cara. Es un pedazo de tul que usará hasta que la casen. Será muy fácil quitarlo, sin descomponer el velo de atrás.
—Gracias— murmuró Virginia.
La doncella le arregló el velo sobre el rostro y Virginia, en ese momento, sintió que se ahogaba.
«Son los nervios», se dijo, y apoyándose con una mano cubierta con un guante de cabritilla blanca sobre el brazo de su tío, tomó el ramo de nardos y azucenas que le ofrecía otra doncella y ambos empezaron a descender con lentitud la escalera, en dirección al salón.
La música, ahogada por el rumor de centenares de voces, apenas podía escucharse. La gente amontonada en la planta baja se hacía a un lado para dejarlos pasar.
Cada paso que daba le costaba a Virginia un enorme esfuerzo, y se alegraba de poder apoyarse en el brazo de su tío.
Tenía la impresión de que él la llevaba a rastras y de que, si no hubiera estado a su lado, ella hubiera retrocedido en lugar de seguir adelante. Cuando llegaron al fondo del salón, Virginia vio a su madre y advirtió su radiante expresión de felicidad. La acompañaban el obispo y otro hombre que estaba de pie a su lado.
No esperaba que el Marqués fuera tan alto ni tan ancho de hombros, ni que fuera moreno; siempre imaginó que los ingleses eran rubios. Pero su madre tenía razón: era el hombre más apuesto que había visto en su vida.
Virginia apretó con más fuerza el brazo de su tío y él, bajando la vista, le preguntó:
—¿Estás bien, Virginia?
No tuvo tiempo de contestar, porque el Marqués ya se había colocado a su lado y ambos estaban ahora frente al obispo. Comprendió, sin verlo, que él había vuelto la cabeza para mirarla y se alegró de que el velo le cubriera la cara y de que, corno él era tan alto, sólo pudiera ver la enorme diadema que llevaba sobre la cabeza inclinada.
La ceremonia matrimonial comenzó.
—¿Aceptas a este hombre por tu legítimo esposo, para bien o para mal, en la riqueza o en la pobreza, en la salud y en la enfermedad?
Virginia se oyó a sí misma contestar, como si lo hiciera desde muy lejos:
—Sí, señor.
Él contestó con voz fuerte y completamente impersonal.
La ceremonia terminó. Alguien le quitó a Virginia el velo de la cara y su esposo la condujo, a través del salón y de la escalinata que daba al jardín, hacia el salón de recepción improvisado con el gigantesco toldo. El lugar había sido adornado con multitud de flores y se veía un gigantesco pastel de cinco pisos en el centro.
Ella avanzó con gran esfuerzo, pensando a cada momento, que el vestido le hacía tropezar y caer. No soportaba mirar al Marqués, aunque iba colgada de su brazo. Estaba consciente de su cercanía y, también, de su propia tensión.
Su madre iba parloteando, cerca de ellos.
—Por aquí, señor Marqués… ¡Oh, no debo llamarlo así ahora!, ¿verdad? !Edward! ¡Qué nombre tan encantador! Espero que le haya agradado la ceremonia. El obispo de Nueva York es… un viejo amigo mío. No podía permitir que nadie más los casara.
Habían llegado a la mesa en la que se encontraba el pastel de bodas, que se elevaba por encima de sus cabezas.
—¡Una copa de champaña!— estaba diciendo la señora Clay—. Y después, desde luego, recibirán a los invitados. Yo me pondré de pie junto a ustedes. Los invitados desfilarán enfrente. Todos nuestros amigos están ansiosos de conocerlo, señor Marqués… quiero decir, Edward. Usted es un huésped importante de nuestra ciudad. Ahora, debo brindar con ustedes antes que nadie.
El Marqués guardó silencio.