La Diosa Del Amor - Barbara Cartland - E-Book

La Diosa Del Amor E-Book

Barbara Cartland

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Beschreibung

Corena, hija del Arqueólogo Sir Priam Melville, se horrorizó cuando un griego, el Señor Thespidos, la visitó para informarle que su Padre estaba prisionero y le dijo que, si no obedecía sus instrucciones, lo torturaría hasta la muerte. La única forma que Corena tenía para salvar a su Padre era viajar a Grecia acompañada de Lord Warburton, un famoso coleccionista de tesoros griegos. Cuando Corena acudió a Lord Warburton para suplicarle que la dejara acompañarlo en su viaje, él se negó y Corena tuvo que embarca a escondidas. Aquel viaje sería decisivo para el futuro de la joven…

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Seitenzahl: 183

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Capítulo 1 1899

CORENA bajaba las escaleras tarareando una cancioncilla. Era un precioso día de primavera en el que la luz del sol iluminaba los narcisos bajo los árboles.

Las primeras mariposas volaban por encima de los arbustos de lilas.

Corena ignoraba que ella misma parecía. una flor de primavera. Llevaba puesto un vestido que hacía juego con los capullos. Sus ojos, de destellos dorados, eran del color verde cristalino de los arroyos que serpenteaban al final del jardín.

Lamentaba que su padre no estuviera con ella.

Sin lugar a dudas, él hubiera recitado alguna oda Griega que ilustrara la belleza que ella estaba contemplando. Pero, Sir Priam Melville se encontraba en Grecia en aquel momento.

Desde sus días de estudiante en Oxford, Sir Priam había desarrollado una profunda admiración por Grecia. Sus amplios conocimientos acerca de la cuna de la cultura le habían proporcionado fama.

Los sentimientos de Sir Priam hacia Grecia no sólo eran producto de su intelecto, sino que le venían de casta ya que una de sus abuelas había sido griega.

Él se había dedicado a coleccionar las estatuas y las demás reliquias griegas que adornaban la mansión Isabelina en la que vivía. Había sido inevitable el que su hija recibiera un nombre griego. También que, al crecer, se convirtiera en una joven aun más bella que las estatuas que sus padres adoraban.

Lady Melville había muerto dos años atrás. Corena trató de ocuparse de su padre, pero sabía bien que lo único que le podía ayudar a sobrellevar su pena era estar en Grecia.

Después de Navidad, él le había dicho que allí era donde pensaba ir y era de agradecer que no se hubiera marchado antes. Se sentía sola sin su presencia, pero su Institutriz, que era una mujer muy inteligente, le hacía compañía.

Las dos se entretenían leyendo los libros de la biblioteca de Sir Priam y descifrando las inscripciones que le habían enviado poco antes de partir. Habían sido estas inscripciones las que finalmente le habían hecho decidir que no podía permanecer más tiempo alejado de aquella tierra que tanto le fascinaba.

Cuando partió, a Corena le había parecido que había rejuvenecido diez años ante la sola expectativa del viaje.

Al llegar al vestíbulo abandonó sus pensamientos y se detuvo un momento para acariciar el exquisito pie de mármol que se encontraba bajo una columna, junto al cual aparecía una cabeza de hombre. Era una preciosa muestra escultórica en excelentes condiciones.

Su padre la había descubierto durante su última expedición antes de la muerte de su madre y se la había llevado a casa. Era una de las piezas más perfectas que se habían visto y Corena recordó que su padre casi no podía creer en su suerte al haberla encontrado.

–Pertenece al Siglo IV A.C.– había comentado ufano.

A menudo Corena se había preguntado si algún día ella conocería a un hombre tan bien parecido y tan imponente como aquella estatua. Esa mañana había estado imaginando que si alguna vez se enamoraba sería de un hombre como el que representaba la escultura: viril, autoritario y dueño de sí. Jamás había encontrado ninguna de esas características en los jóvenes que la frecuentaban o que había conocido en las fiestas a las que asistía.

Casi todo el año anterior había tenido que guardar luto, lo que significaba que no había podido ir a ninguna parte. Y cuando esperaba que su padre la llevara a los bailes y recepciones que se celebraban en el Condado, él parecía más interesado en las diosas griegas que en su propia hija.

"Supongo que es una suerte", pensaba Corena, "que Papá se interese por mujeres que murieron hace siglos o que se han retirado al Olimpo y que pasan por alto los asuntos humanos". Y se reía ante semejante idea.

Sin embargo, Grecia ejercía también una fuerte atracción sobre ella y su padre le había prometido que le acompañaría en su próximo viaje.

–¿Por qué no en esta ocasión?– le había preguntado Corena.

Su padre había dudado un momento como si estuviera buscando las palabras. Pero como ella lo conocía muy bien, le preguntó,

–¿Vas a intentar algo peligroso?

El apartó la mirada antes de responder,

–Tal vez y por eso debo de ir solo, Querida.

–¿Qué es lo que vas a buscar esta vez?

–He oído hablar de unas estatuas que hay en Delfos que, aunque parezca increíble, no han sido encontradas aún.

Los ojos de Corena se iluminaron.

Todo lo relacionado con Delfos siempre la había fascinado. Había leído todos los libros acerca del tema y bombardeado a su padre con miles de preguntas al respecto.

Delfos, célebre por el culto a Apolo, donde se le había construido un Templo, bajo los acantilados, que se alzaban muy por encima de las cabezas de los peregrinos.

Su padre le había contado que cuando Apolo salió de la Isla de Delfos para conquistar Grecia, un Delfín guió su barco hasta el pequeño pueblo de Crisa.

Disfrazado como una estrella de mediodía, el joven dios saltó del barco y un resplandor iluminó el cielo. Subió una empinada colina hasta llegar a la morada del dragón que custodiaba los acantilados.

Después de matarlo, Apolo anunció a los demás dioses que tomaba posesión, desde aquel momento, de todas las tierras que se veían desde donde él se encontraba.

Corena imaginaba aquel momento ya que su padre le había dicho que Apolo había escogido el lugar que poseía la mejor vista de toda Grecia.

Delfos era también famoso por su Oráculo.

La gente acudía de todas partes del Mediterráneo para escuchar los vaticinios de la joven sacerdotisa cuando era poseída por el dios.

La voz de su padre siempre se teñía de admiración cuando hablaba a Corena de la antigua Grecia. Pero su expresión se volvía triste cuando le explicaba que, durante el Siglo I Emperador Nerón hizo llevar a Roma setecientas estatuas de Delfos.

Y no hacía más de tres años que unos investigadores franceses habían encontrado allí innumerables inscripciones, templos en ruinas y adoratorios. Pero ni una sola estatua había quedado intacta.

Sin embargo los arqueólogos, como su padre, no perdían la esperanza y Corena lo había mirado con emoción cuando le preguntó,

–¿Quieres decir que tú has encontrado una estatua, Papá?

–He oído hablar de ella– la corrigió su padre–, pero puede que sólo se trate de un rumor. El problema radica en que desde que Lord Elgin se llevó los mármoles del Partenón, los griegos se muestran antagónicos hacia cualquiera que pretenda sacar tesoros del país.

–Eso es comprensible– murmuró Corena.

–Ellos los descuidaron durante siglos, pero ahora empiezan a darse cuenta de su valor, aunque la mayoría ignora cuán valiosos son.

–¿Y tú crees que los griegos pueden evitar que saques lo que encuentres?

Una vez más, su padre pareció dudar antes de responder,

–Hay hombres que desean explotar los hallazgos simplemente para obtener una utilidad.

Corena sabía que en eso precisamente residía el peligro y envolviendo el cuello de su padre con sus brazos le dijo,

–¡Debes tener mucho cuidado, Papá querido! Si algo te ocurriera yo me quedaría completamente sola y me sentiría muy infeliz sin tu apoyo.

Mientras hablaba, ella advirtió el dolor que se reflejaba en los ojos de su padre e infirió lo mucho que él extrañaba a su madre.

–Te prometo que haré todo lo posible por regresar pronto a tu lado– respondió él–, y quizá pueda traer conmigo una estatua de Afrodita tan bella como tú.

A Corena le encantó la comparación y le dio un beso. Su modestia le impedía darse cuenta de que se parecía a algunos de los rostros más bellos de Afrodita, sobre todo los tallados por los artistas del Siglo IV A.C. antes de Cristo. Corena tenía las mismas cejas ovaladas, la misma nariz, recta y bien proporcionada, y el mismo mentón que la diosa del amor.

Aunque ella no lo supiera, sus labios hacían que cualquier hombre pensara que habían sido creados para aprisionarlos con un beso.

Los pocos hombres que ella había conocido habían quedado completamente impresionados por su belleza.

Pero ninguno de ellos se había dado cuenta de que la joven no sólo poseía una belleza clásica, sino también una inteligencia tan ágil como la de los griegos que habían revolucionado el pensamiento del mundo.

Mientras atravesaba el vestíbulo seguía pensando en su padre que se encontraba en Delfos.

Se lo imaginó recitando las palabras que el Oráculo le había dicho a Julián el Apóstata cuando visitó el templo hacia el año 362 d.C.

Éste le había preguntado qué podía hacer para preservar la gloria de Apolo y el Oráculo le respondió,

Dile al Rey que la Casa se ha derrumbado.

Apolo ya no tiene morada ni sagradas hojas de laurel.

Las fuentes están en silencio y la voz callada.

–Quizá eso sea cierto– se dijo Corena–. Sin embargo, por muy en ruinas que se encuentre Delfos, aún emociona a Papá, así que no todo está perdido.

Quería tanto a su padre que sintió como si lo estuviera acompañando en su viaje por tierra a través de Italia y después por mar hasta Crisa.

Cuando llegara a los relucientes acantilados, Corena estaba segura de que encontraría águilas volando por encima de ellos. La luz de Apolo surgiría de entre las ruinas y su padre sabría que el dios no estaba muerto.

Instantes después entró en el salón donde había muchas piezas de escultura griega. La mano de una mujer yacía abierta como suplicante. Aunque dañada, la estatua de Eros todavía resultaba exquisita, así como la placa que representaba a Afrodita subiendo al Olimpo en un carro tirado por Zefiro e Iris.

Corena amaba entrañablemente a todas aquellas piezas y tal como acostumbrara su madre, día a día las limpiaba, pues se negaba a dejar algo tan valioso al cuidado de la servidumbre.

Una vez más se preguntó qué encontraría su padre en Delfos.

Sabía que esperaba descubrir algo tan sensacional como el Auriga de Bronce que fue encontrado tres años antes por los arqueólogos franceses, quienes habían desenterrado una falda plisada y un pie perfectamente formado junto a las ruinas del teatro.

En varias ocasiones, su padre le había narrado como durante los días siguientes los franceses habían desenterrado un fragmento de una base de piedra. Después descubrieron fragmentos del eje de un carruaje, las patas traseras de un caballo, la cola, un casco, fragmentos de la riendas y el brazo de un niño.

–Por fin, el primero de mayo– había continuado diciendo Sir Priam–, encontraron la parte superior del brazo derecho a unos diez metros.

–¿Y no se encontraban dañados?– preguntaba Corena, aunque sabía la respuesta.

–No, no lo estaban– aseguraba su padre–, aunque sí muy oxidados por la humedad de la cloaca.

–¡Debió ser verdaderamente muy emocionante!

–Los franceses estaban alborozados, pero lo que más les impresionó fue las magníficas condiciones en que se encontraban las partes. Lo único que no apareció fue un brazo.

Corena había escuchado aquella historia una y otra vez. Su padre pudo ver la estatua y se la había descrito con tanto detalle que ella también podía verla en su imaginación.

La estatua representaba a un joven de unos catorce años y se supone que era un Príncipe que había competido como Auriga en los Juegos Pitios.

–¿Será posible que Papá pueda encontrar algo así?– se preguntó al recordarlo.

Eso constituiría una recompensa apropiada para el trabajo de toda su vida y para su búsqueda de la belleza de la Grecia Antigua.

Corena atravesó la habitación para contemplar otra pieza. De esta sólo las piernas y las rodillas estaban intactas con los restos de una falda plisada encima. Muy poco quedaba de lo que en otra época debió ser una mujer perfectamente proporcionada, si bien sólo con mirar los restos era suficiente para apreciar su belleza y perfecta simetría.

Corena palpó el mármol con mucha delicadeza, como si lo estuviera acariciando.

En ese momento se abrió la puerta y el Mayordomo anunció,

–Hay un caballero que desea verla, Señorita Corena.

Ella se volvió sorprendida, preguntándose quién podría ir a visitarla a hora tan temprana.

Un hombre pequeño y enjuto entró en la habitación. Avanzó hacia ella y al acercarse, Corena pudo ver sus cabellos y ojos oscuros. Aun antes de que hablara, la joven se dio cuenta de que se trataba de un griego.

–¿Es usted la Señorita Melville?– preguntó con un acento muy marcado.

–Lo soy.

–Mi nombre es Ion Thespidos y deseo hablar con usted.

–Sí... por supuesto.

Corena le señaló una silla y le invitó a tomar asiento. El hombre obedeció y ella se sentó en otra silla frente a él, preguntándose por qué estaría allí.

De pronto, se puso tensa, pues imaginó que la visita de aquel hombre tenía que ver con su padre.

Quizá algo malo le había ocurrido.

No dijo nada, pero el corazón le empezó a latir con frenesí y sus ojos reflejaron inquietud.

–¿Es usted la hija del Profesor Priam Melville?– preguntó el griego.

–Así es– logró responder Corena.

Entonces, cuando el visitante la miró, con unos ojos tan penetrantes que la hicieron sentirse incómoda, ella preguntó,

–¿Ha venido usted a verme por algo relacionado con Papá? ¿Le ha... ocurrido algo?

–El no corre ningún peligro, Señorita Melville. Sin embargo, mi visita si está relacionada con él.

–¿Conoce usted a mi padre?

–Nos conocimos en Grecia y en realidad él se encuentra... hospedado en mi casa.

Hubo un pequeño titubeo antes de la palabra "hospedado". Corena era muy perceptiva y adivinó que la relación de aquel hombre con su padre no debía ser de amistad.

–¿Me quiere explicar por qué razón se encuentra usted aquí?– preguntó ella.

–He venido a hacerle una proposición, Señorita Melville, y lo que voy a decirle es completamente confidencial y secreto.

–Sí, por supuesto– estuvo de acuerdo Corena.

Una vez más, el Señor Thespidos pareció escoger sus palabras antes de comenzar,

–Su padre es un hombre muy conocido en Grecia. En el pasado él nos visitaba con frecuencia y, por lo que puedo ver en esta habitación, ha traído consigo algunos tesoros griegos que en realidad pertenecen a nuestro país.

Corena levantó ligeramente el mentón cuando le respondió,

–¡En el pasado ustedes no se preocupaban mucho por ellos! Apenas están ustedes empezando a darse cuenta de lo importantes que estos tesoros son para el mundo.

–El mundo puede admirarlos, Señorita Melville, pero son nuestros.

Corena pensó que era mejor callar, pues en realidad no tenía ninguna respuesta.

Ella estaba convencida de que los griegos, a pesar de su indiferencia anterior, tenían mucha razón al pensar que las glorias de la antigua Grecia les pertenecían.

Gran cantidad de esculturas, relieves, vasijas y tallas habían sido llevadas a Francia, Inglaterra y otras naciones. Pero eso no justificaba el robo de lo que eran en realidad tesoros nacionales.

Recordaba que unos arqueólogos alemanes habían desenterrado el santuario de Olimpia y para lograrlo excavaron a través de toda una aldea.

Buscaban una estatua colosal de Zeus. Nunca la encontraron, pero los tesoros que descubrieron atrajeron la atención de los arqueólogos de todas las partes del mundo.

Corena permaneció en silencio esperando que el Señor Thespidos continuara.

Después de un momento, él dijo,

–Nosotros creemos que en Delfos existe un tesoro tan valioso como la Victoria Alada que perteneció al Templo de Olimpia.

Se detuvo un momento antes de continuar,

–Se trata de una estatua de Afrodita, tan bella que cualquier hombre que la vea se enamorará de inmediato de la diosa...

Hablaba de una manera poética, pero su voz no sonaba como tal.

Al mirarlo, Corena se sintió casi segura de que había algo repulsivo y perverso en él.

Estaba casi segura de que aquella pieza era la que le interesaba a su padre así que decidió callar, temiendo lo que aquel hombre pudiera decirle.

–Su padre– continuó diciendo el señor Thespidos–, ha confesado que es la estatua de Afrodita lo que ha estado buscando, y yo le he creído cuando me ha dicho que sólo hay rumores acerca de su existencia y que él en realidad no sabe nada más.

–¿Y dice usted que mi padre está hospedado con usted?– preguntó Corena.

El Señor Thespidos asintió con un gesto de la cabeza. Corena estaba aterrada, pues intuía que si su padre era huésped de aquel hombre, sería bajo alguna amenaza de la que no podía escapar.

Haciendo un esfuerzo logró preguntar,

–¿Tiene usted alguna idea de cuándo regresará mi padre?

–Acerca de eso es de lo que quiero hablarle– respondió el Señor Thespidos–, y todo depende de usted, Señorita Melville.

–¿De mí?

–Sí.

–¿Por qué?

–Eso es lo que le voy a explicar.

Se inclinó hacia delante para quedar un poco más cerca de ella. Su voz se hizo más grave, tanto que Corena tuvo que concentrarse para escucharlo.

–Tengo entendido– habló el Señor Thespidos–, que aunque su padre sólo había escuchado rumores acerca de la estatua que está enterrada en las ruinas de Delfos, hay otra persona que sí sabe mucho más acerca de eso.

–¿Quién es?

–Un inglés llamado Warburton; Lord Warburton. Corena conocía el nombre. Recordaba que su padre lo había mencionado, diciendo que era un coleccionista como él. Había dicho también que era un hombre algo solitario que no mantenía relaciones con los demás arqueólogos, ni solía compartir sus conocimientos como lo hacían los demás.

Como si le estuviera leyendo los pensamientos, el Señor Thespidos agregó,

–Lord Warburton es un hombre muy rico. Él puede muy bien pagar por sus descubrimientos, pero tenemos la sospecha de que ha robado muchos tesoros de la Antigua Grecia y los mantiene escondidos en sus casas de Inglaterra.

–¿Usted los ha visto?– preguntó Corena.

Al hacer la pregunta tuvo la sensación de que al Señor Thespidos no le sería fácil responder.

–No los he visto– respondió–, pero he conocido a alguien que si lo ha hecho y por lo que esta persona me ha contado estoy convencido de que Lord Warburton es una amenaza para Grecia y que debe evitarse que robe más.

Hablaba con lo que para la mayoría de las personas sería un alto sentido de patriotismo y orgullo por el pasado de su pueblo. Pero Corena estaba convencida de que aquel hombre se encontraba más preocupado por llenar sus propios bolsillos que los museos de Atenas.

Sin embargo, dijo,

–Creo que debería ser usted un poco más conciso y explicarme qué es exactamente lo que desea que yo haga para ayudarle.

–Se lo explicaré de una manera muy concreta– dijo el Señor Thespidos–. Si desea usted que su padre regrese, Señorita Melville, entonces debe hacer que Lord Warburton ocupe su lugar.

Corena casi perdió el aliento y miró sorprendida al Señor Thespidos antes de decir,

–Yo... no... entiendo.

–Entonces se lo voy a decir más claro. Una tarde, mis amigos y yo encontramos a su padre excavando en las ruinas del Templo de Atenas, debajo del Santuario en Delfos.

La miró un momento y después agregó,

–Nos llevó algún tiempo sacarle la información que buscábamos...

Corena se puso tensa.

–¿Me está usted insinuando que torturaron ustedes a mi padre... para que les dijera lo que... pretendían saber?

–Fue necesario "convencerlo"– respondió el Señor Thespidos–, pero yo le creí cuando me dijo que aunque había oído rumores acerca de la existencia de una estatua de Afrodita, en realidad ignoraba si en realidad existía.

Corena hizo un gran esfuerzo para no agredirlo. Sabía que con aquello no iba a lograr nada y pensó que sería más prudente escuchar primero cuanto aquel hombre tuviera que decir.

–El informante que ya le mencioné– continuó diciendo el Señor Thespidos–, me ha asegurado que Lord Warburton sabe mucho más acerca de la estatua, que el Profesor Melville.

–¿Entonces por qué no va a verlo?

–Desafortunadamente no es posible acercarse a él mientras se halle en este país y he oído que lo que él busca quizá no se encuentra en Delfos, sino en otra parte.

–Entonces no tiene nada que ver con mi padre.

–Desgraciadamente, Señorita Melville, Lord Warburton no confía en nadie, y nadie sabe nada de sus visitas a Grecia hasta que no ha regresado a Inglaterra.

Corena no entendía exactamente lo que el Señor Thespidos estaba sugiriendo.

Él continuó,

–Grecia es un país con infinidad de pequeñas bahías naturales donde un yate puede esconderse varios días sin que nadie descubra su presencia.

Su voz se volvió más intensa al decir,

–Lo que yo deseo de usted, Señorita Melville, es que averigüe dónde va a anclar Lord Warburton en su próximo viaje y me lo comunique de inmediato.

Corena lo miró sorprendida.

–¡Eso... es... imposible!

–Entonces me temo que su padre no regresará en mucho tiempo.

–¿Qué está diciendo... qué está tratando de... obligarme a hacer?– preguntó Corena.

Ahora había una nota de pánico en su voz.

Temía por su padre y le daba miedo el hombre que estaba frente a ella.

–Voy a decirle lo que tiene usted que hacer– respondió el Señor Thespidos–. Irá usted a ver a Lord Warburton y le dirá que su padre se encuentra muy enfermo en Delfos y sin ninguna atención médica. La única forma en que puede usted llegar hasta él es que Lord Warburton la lleve a Crisa en su yate.

–¿Cree usted que Lord Warburton aceptará? ¿Y si acepta, que ocurrirá?

El Señor Thespidos sonrió con una sonrisa muy poco agradable.

–Si usted consigue llevar a Lord Warburton a Crisa, puede dejar todo lo demás en mis manos.

–¿Y si él sospechara que mi padre está prisionero?

–Lo importante es que Lord Warburton vaya a Crisa, y eso depende de usted.

Corena se puso de pie.

–¡Esto es lo más absurdo que he oído en toda mi vida!– exclamó–. Yo no conozco a Lord Warburton y es muy poco probable que él se interese por la salud de mi padre.

–En cuyo caso yo sé que a usted le va a doler mucho no volverlo a ver.

El Señor Thespidos hablaba con calma, pero Corena sabía que la estaba presionando para obligarla a hacer lo que él quería.

Ella se preguntó qué podría hacer al respecto.

El griego no se había movido de su silla cuando la joven se levantó, pero a ella le parecía que era como un enorme pájaro negro que volaba sobre su cabeza.

Thespidos no habló y después de un momento, Corena dijo,

–¡Lo que sugiere usted es... imposible!

–Nada es imposible para una mujer tan bella como usted, Señorita Melville.

Corena se puso tensa, pues tomó aquella adulación como un insulto.

En seguida preguntó,

–Es obvio que usted me conocía antes de venir aquí.

–Yo no podía creer que fuera usted tan bella como la miniatura que su padre lleva en el bolsillo– respondió él– pero estaba equivocado. Es usted tan bella como la propia Afrodita, y tengo entendido que Lord Warburton siente verdadera obsesión por esa dama.