La esposa del indio - María Teresa Zumárraga - E-Book

La esposa del indio E-Book

María Teresa Zumárraga

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Celia fue cautivada por los indios pampas a los doce años. En ese desierto de malones, indios mansos, caciques poderosos, lanzas y pólvora, jueces corruptos, pulperos miserables, grandes estancias, ariscos amores, enormes arreos de ganado vacuno, transcurre la vida de Celia; un desierto preponderantemente masculino, en donde la mujer era tratada como una mercancía intercambiable y desechable; un desierto bárbaro, que era todo soledad, pero también esperanza.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 687

Veröffentlichungsjahr: 2022

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


MARÍA TERESA ZUMÁRRAGA

La esposa del indio

Zumárraga, María Teresa La esposa del indio / María Teresa Zumárraga. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-3102-5

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Diseño de tapa: María Pastoriza

Contents

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

20

21

22

23

24

25

26

27

28

29

30

31

32

33

34

35

36

37

38

39

40

41

42

43

44

45

46

47

48

49

50

A la autora:

El mundo representa la brevedad de la vida, la insignificanciade los humanos. La fugacidad de la vida es eterna.

1

Celia tenía dieciséis años cuando un indio pampa, esbelto y con olor a grasa de potro, la cambió por cuatro caballos a un viejo tan sucio y maloliente como él.

Cuatro años antes, recién había cumplido los doce, unos quinientos indios irrumpieron en un fuerte enclavado entre los médanos y el mar. Con la velocidad del pampero, quemaron y destruyeron cuanto encontraban a su paso. Niños y mujeres jóvenes fueron arreados como animales. En medio de gritos y alaridos, se fue perdiendo la indiada desierto adentro con su botín. Celia pasó a ser la tercera esposa del capitanejo que la cargó sobre la cruz de un overo, mientras que, ebrios de lujuria y furor, lanceaban salvajemente a sus padres.

Vejada, muerta en vida, conoció el espanto. Dejó de existir en el cuerpo. Por mucho tiempo su alma vagó sin rumbo por la inmensidad, cuya única referencia era la desolación.

Sucia e invisible, acarreaba leña y agua sobre la espalda como una bestia de carga; clavaba horcones en el suelo para levantar los toldos y masticaba los tendones de los animales hasta dejarlos reducidos a hilos, con los que luego cosía los cueros para cubrir los travesaños de madera de tala o caña de las tiendas. Anestesiada por el cansancio, atendía por turno al indio, quien la tomaba sobre unos cojines de oveja, engrasados con la inmunda grasa de potro.

A los catorce años, parió sola a su primer hijo en las riberas del río, en donde se asentaba la toldería. El niño no lloró al nacer. Lo dejó caer en la correntada. Con los ojos secos, lo siguió hasta que desapareció en un recodo del cauce de agua, el que corría entre cortaderas y pajas bravas. Se bañó y regresó a sus trabajos brutales.

Esa noche el capitanejo la reclamó. En la mañana lavó el lamparón de sangre de recién parida del cuero de oveja; lo puso a secar al sol. Prendió luego el fuego para prepararle al indio una sopa de harina de maíz y los bofes de un potro joven. Ya ni siquiera era una sombra.

Fue en el final de un verano caliente que el indio la cambió por los cuatro caballos.

Cada tanto venía un viejo a los toldos a truquear pieles y cueros por tabaco, aguardiente y baratijas. La sequía había comenzado meses atrás. La tierra estaba tan reseca que había arrasado con los campos de pastoreos. Los potros, las vacas, iban muriendo uno a uno. El río ya era un zanjón con agua; un guadazal donde apenas se podía llenar algunas vejigas de toro arrastrándolas por el lecho. El viento levantaba espesos terregales; remolinos de tierra que no permitían distinguir la noche del día, dónde terminaba el horizonte y si lo había. Tampoco para Celia existía.

Siguiendo la rastrillada de algunos guerreros que habían salido en busca de pastos para trasladar las tiendas, llegó el viejo una mañana en una chata tirada por dos caballos y cuatro redomones de tiro. La situación en la que se encontraba la tribu era extrema. Necesitaban animales, y el viejo pensaba hacer con las bestias un buen intercambio de cueros de vaca y yeguarizos. Pero ya no quedaban cueros para intercambiar, ni pieles de zorro, ni de venado, ni caparazones de mulitas o peludos. Durante la luna redonda habían pasado por la toldería unos soldados en un carretón y se los habían canjeado para el comandante del fuerte, por las míseras raciones que el fortín recibía del gobierno. El viejo estaba parlamentando con el indio, de espaldas al viento y la tierra, cuando Celia regresaba con agua del río. El capitanejo la sujetó de un brazo y, mirando los cuatro caballos, se la ofreció:

—¿La quiere?

El viejo se rascó la porra; un nidal de piojos. Los cuatro potros eran buenos y no sabía si la cautiva los valía. Le indicó al indio que se la acercara. Trastabillando por el empujón, Celia fue a dar delante del viejo. Le revisó los dientes, le palpó las nalgas, brazos y piernas. Era fuerte la infeliz. Los infieles sabían amansar a las blancas hasta la más atroz sumisión. Podría servirle para atender el rancho y los trabajos de afuera. No era mala mercadería y, en el último de los casos, más de un pulpero pagaría muy bien por ella para su explotación. Le echó una última mirada a la muchacha.

—Subí, m’hija —dijo indicándole la parte de atrás del carromato.

Celia subió. Se sentó entre los pocos cueros que el viejo había podido canjear por harina de maíz, tabaco y alcohol en los otros toldos. Lo único que salió de ella, mientras se alejaban de la toldería, fue un escupitajo cargado de odio sobre la tierra cuarteada y reseca.

2

Celia nunca supo dónde estaba ubicado el rancho del viejo piojoso. Solo recordaba que marchaban a los tumbos y más tumbos, envueltos en nubes de polvo, entre cascotes y pajas vizcacheras. De tanto en tanto chillaba algún chimango sediento sobre sus cabezas. Y así anduvieron largo tiempo, en el que solo se escuchaba el viento arreciando. Fue después de vadear un arroyo seco, en el momento que el día se puso más negro que el alma del capitanejo que la vendió, que el viejo masculló:

—Se nos viene el agua. Los rejucilos se retuercen como culebras. ¡Qué los parió! —Azuzó los caballos con el látigo.

De repente el cielo se partió y se desbarrancó un aguacero que apenas le dio tiempo a Celia a guarecerse bajo los cueros y al viejo a cubrirse con un capote más sucio que el camastro del indio.

Atardecía cuando llegaron al rancho. La tormenta pasó y el día se ponía azul y limpio en el lugar en donde muere el sol. Celia bajó del carromato. El viejo la mandó a descargar los cueros, guardarlos en un cobertizo con los otros que tenía acopiados, desenganchar los caballos del carretón y soltarlos en el potrero con los demás animales, mientras que él, encorvado, doblado por el medio y friccionándose los riñones, encaraba para el rancho.

El rancho contaba con dos dependencias con las paredes ladeadas, carcomidas por la dejadez. Una era fogón y dormitorio. En la otra se guardaban los aperos, los recados, algunas herramientas de labranza, la harina, las mazorcas de maíz, el tonel de sal y basuras, y nidos de lauchas y ratas.

—Vamos, hay que cocinar —le ordenó el viejo no bien Celia entró a la cocina—. Me chiflan las tripas.

Debajo del alero del rancho había leña. Con unas astilla chicas preparó el fogón, luego lo cargó con troncos y puso una olla con agua arriba del fuego. Siempre había cocinado para un indio, nunca para un cristiano, por lo que se quedó mirándolo con los ojos ausentes.

—¡Ta mierda! —profirió el viejo—. Te cambié por cuatro de mis mejores redomones y ahora salimos con que no sabés ni cocinar. ¡Indios inútiles! Solo comen carne cruda. Atrás del corral de palo a pique hay un nido de pato. Andá y traete los güevos.

Poco se veía ya, pero igual dio con el nidal. Lo encontró entre unas pajas, justo en el borde de un zanjón con agua turbia.

—Tiralos en el agua —le indicó el viejo no bien Celia regresó con los huevos de pato.

Esa noche comieron huevos duros. El viejo comió cerca de la docena; tres quedaron para ella, de los que solo pudo comer dos porque uno ya estaba empollado. Luego el viejo le señaló unos cojines de oveja en un rincón del piso para que durmiera y él se acostó en un catre de madera y tientos. A la otra mañana, con los primeros resplandores del alba, salieron otra vez en la carrindanga.

—Mal negocio, mal negocio —mascullaba el viejo por el camino—. En cualquier momento te vendo al gallego Costia. Buena mercadería para diversión del gauchaje los domingos en su pulpería.

Volvieron a vadear el arroyo, el que ya contaba con algo de caudal por el tormentón del día anterior. Una bandada de avestruces galopaba tierra adentro y algunas martinetas seguían la rastrillada de la hacienda cimarrona en dirección a una mata de pastos frescos. Siguieron una huella abierta entre pastos puna, alfilerillos y pajas blancas. A los sacudones se fueron acercando a un bosquecito de talas y chañares, en donde el rastro se abría en dos: uno en dirección al viento caliente y el otro, al de la brisa húmeda. Este último terminaba en un rancho con dos sauces criollos. Más allá todo era pajonales y desierto, con alguna que otra nube blanca corrida por el viento en el cielo.

El rancho se veía prolijo y limpio. Por debajo del alero se asomó una mujer con el pelo blanco, largo hasta los hombros.

—¡Hola, don! —dijo, cuando el viejo frenó los caballos a metros del alero—. ¿Qué lo trae tan temprano por aquí?

—Pedirle un favor, doña. Si se comide.

—¿Y? Se verá.

—Enseñarle a esta india a cocinar. Yo tengo que dir hasta la pulpería de Costia por avíos. Estaré de güelta antes de que caiga el sol.

—¿Y desde cuándo una india es blanca? —inquirió con sorna la mujer, mirando a la muchacha con ojos piadosos y al viejo, ladina.

—La rescaté de la indiada y le ofrecí mi hospitalidá.

Rio de rabillo la mujer.

—Está bien, don. La generosidadde un cristiano es bien vista a los ojos del Creador. Baje, mi hija —le dijo a Celia—, dejemos que este buen hombre siga viaje. Todavía tiene varias leguas que recorrer.

Una vez que quedaron solas trajo una tina al medio del patio, la llenó con agua que subió del aljibe y le indicó que se quitara la ropa: apenas un poncho prendido en los hombros con alfileres y atado en la cintura con un cordón de lana, al que dejó a un costado para quemarlo.

—Primero vamos a sacarle el olor a carne de potro que tiene, y después seguiremos con lo que me ha encomendado ese viejo sotreta, para que no la castigue. Aunque con este engendro del demonio —dijo pensativa— no le va a ir mejor que con los salvajes.

Una vez que la mujer se aseguró de que ya no le quedaban rastros de olor a toldería —el que, por otro lado, no le era desconocido—, le pidió que se quedara un momento al sol para secarse y se fue para adentro. Regresó con una enagua de lienzo, una blusa de mangas cortas, una pollera floreada y un cinturón para sujetarla en la cintura.

—Vístase —le indicó mirándola. La piel de Celia brillaba bajo el cálido sol de la temprana mañana, realzando su figura perfecta, que ella desconocía—. ¡Está bueno! —asintió la mujer—. Los cielos la han bendecido con un cuerpo y una belleza de esos que, si se los maneja con inteligencia, pueden llegar a vestirlo con encajes y sedas. Pero, hasta entonces, esté donde esté, reclúyase en su alma. No se la entregue a cualquiera, por más que la mancillen por fuera. Solo désela a quien la merezca. Usted se va a dar cuenta. A veces pasa una sola vez en la vida —concluyó la vieja y rio con picardía, al tiempo que por los miles de arrugas que cuarteaban su rostro se deslizaba una expresión de pena—. Bueno, ahora vamos a la enramada a cocinar. —Y le enseñó a hacer empanadas, puchero, estofado, guiso, salpicón, mazamorra, tortilla y tortas fritas.

A media tarde la vieja hizo un alto para matear. Celia aún no había articulado palabra. Seguía en un silencio tan inconmensurable como el yermo que las circundaba.

—¡Está bien, mi hija! —consintió la mujer—. Para qué hablar cuando se vive entre animales. La comprendo. Mi vida no fue menos inhumana que la suya. Yo también fui cautiva, y si no hubiera sido por un zambo desertor del Ejército que me ayudó a huir de los ranqueles, todavía estaría penando en las tolderías. Buen hombre —suspiró al recordarlo—, pese a que lo habían reclutado para pagar una pena grave. Había matado a un blanco cansado de que lo fastidiara.

Los ojos grises de la muchacha la miraban con expresión ausente, vacíos, inconmensurablemente indiferentes. Y quizá pudo ser esa indiferencia que golpeaba la que debió despertar sus viejos recuerdos, porque empezó a contarle su vida con los ranqueles.

—Mucho más atrás del tiempo, mucho —dijo—, yo tendría por entonces unos diecisiete años, fuimos atacados por los indios. Venían costeando las sierras, arreando animales robados. Viajábamos con un tío y su hijo desde San Luis a la estancia que tenía en las serranías. Era un verano de los demonios. El sol nos calcinaba y la tierra que levantaba el carruaje se nos pegaba en la lengua. Esta alertó a los bárbaros, los que salieron por detrás de un bosquecito de chañares. Eran como cinco. Al primero que lancearon fue al cochero. Mi tío alcanzó a bajar a uno del potro de un pistoletazo antes de que abrieran la puerta de la galera y le partieran el cráneo de un hachazo, al igual que a mi primo. A mí me sacaron de los pelos, me cargaron arriba de un tobiano como si fuera una res y me durmieron de un puñetazo para que dejara de patalear y chillar. Cuando llegamos a la toldería, después de tres días de marcha, comenzó mi infierno. Me tomó de concubina un capitanejo, un ranquel magnífico y borracho sin misericordia. Traté de huir tres veces, pero las dos primeras me atraparon. En la tercera me lonjearon y me tajearon los talones. Cuando ya pude caminar y correr para intentarlo de nuevo, la toldería fue sorprendida por el Ejército. Era tal el zafarrancho que aproveché para escapar otra vez. Me acuerdo de que corría y corría sin mirar atrás, hasta que logré esconderme entre unas matas de quebrachillos y retamos. Había muertos y heridos por todos lados, gritos y lamentos. En medio de ese baño de sangre, a unos diez metros de donde yo estaba agazapada, vi a un soldado zambo con una pierna herida. Pegado contra la tierra, se hacía el muerto para que los salvajes no terminaran de lancearlo. Esperé, y cuando vi que no corría mayormente peligro, corrí y lo arrastré conmigo a la mata. Me quitó la mano cuando quise revisarle la herida, y me señaló dos caballos que habían quedado desorientados al caer sus jinetes. Por las sillas eran los de dos soldados. Era vivir o morir. No había mucho para pensarlo. Me deslicé, entonces, entre las pajas hasta que alcancé a agarrarlos de las riendas sueltas y esconderlos detrás de los retamos. Regresé a buscar al zambo. La herida no era muy profunda y había que huir con rapidez. El zambo era baquiano por afición. Por el deslizarse de los zorros, alguna mara, el chillar de las catitas y los arrullos de las tórtolas, sabía que no nos perseguían. Igual nos seguimos escabullendo sin hacer ruido entre los matorrales. Finalmente, alcanzamos una cueva en el faldeo de una sierra en la que entrábamos los cuatro: nosotros y las bestias.

Se detuvo para suspirar y sonreír.

—Antes de huir, yo me llevé de la tienda del indio un cuchillo de monte, de hoja ancha y cuadrada, y el zambo había alcanzado a agenciarse, mientras lo arrastraba a la mata, de un sable que habían perdido cerca de él, además de un juego de bolas. Armas para defendernos de jaguares y pumas teníamos, o para sacrificar algún pinche o conejo para alimentarnos. Aún no había oscurecido del todo, y había luz suficiente en la cueva para revisar las sillas y los avíos de los dos cebrunos. Tendríamos que galopar de noche, alejarnos de toldos y rancheríos, y ganar las pampas. El zambo podría conchabarse en alguna estancia y yo, en alguna otra para ayudar en la cocina. Pero mire la suerte que tuvimos. Entre las alforjas de uno de los cebrunos, encontramos escondidos dos saquitos de cuero. En uno había cobres y en el otro, reales. Se conoce que el sotreta se había equipado bien para desertar de la milicia en cuanto se le presentara la oportunidad. Miré al zambo. Cuando hay plata de por medio, hasta a dos desgraciados como nosotros se les enturbia la mente.

Se sonrió al revivirlo.

—Pero, aunque no lo crea, este no resultó ser nuestro caso. El mulato vació los talegos en el suelo y repartió la mitad para cada uno. Yo lo guardé debajo de mi ropa, atado a la cintura con una cuerda del lazo de uno de los cebrunos, que corté con el cuchillo de monte, y él, una parte en el interior de la chaquetilla del Ejército, embarrada de tierra y sangre, y el resto, en un tirador de zambo pobre y andrajoso. Pensé que después de esa noche agarraría cada uno por su lado. Yo no quería regresar a los blancos, tenía las plantas de los pies tajeadas, y la marca del indio es una mancha despreciable, incluso para la propia familia; en tanto que el zambo era un desertor del Ejército, y más solo que nacido de un repollo. Unimos, entonces, los destinos hasta donde el viento nos llevara. Galopábamos y galopamos, hasta que finalmente entramos a las pampas chatas. Pero la suerte nos dio otra mano. Un amanecer, con los caballos desinflados y nosotros asqueados de comer mulitas y liebres crudas para no hacer humo, alcanzamos a ver un montecito de sauces, después de cruzar un arroyo. Era un rancho. El mulato se apeó del cebruno, apretó la oreja al suelo, se enderezó, oteó el aire, le echó un vistazo a los pastos y dijo:

“No vive naide. Pero huele a disgracia”.

Nos acercamos al tranco. Ya se hacía casi de día, y fue al llegar al jagüel donde encontramos a los pobrecitos. Allí estaban los dos, a unos metros del brocal, bien muertitos. No tenían signos de violencia o lucha. Solamente los de arrastrarse para llegar hasta el agua. Ella no era criolla, tenía la piel blanca de las extranjeras, el más codiciado botín de la indiada, y él, un hombre de color; seguramente un arrimado a las tolderías, los que, por lo general, se fugaban siempre con alguna de las cautivas. Los dejamos donde estaban. Entramos al rancho. Estaba prolijo y ordenado también, y se nos ocurrió que los infelices deberían de haberse intoxicado con algo que habrían comido o bebido, que podrían haber confundido el poleo con algún otro yuyo parecido. Antes de que apretara el sol, los enterramos en los pajonales y los cubrimos con toscas para que no los escarbaran los peludos. Volvimos al rancho. En un corral de palo a pique estaban encerrados unos seis potros. Eran buenos animales. Desensillamos los nuestros y los mezclamos con los otros. Yo le había echado el ojo a un bayo, en tanto que el mulato, a un ruano, aparte de dos tordillos para llevar de refresco. El mulato oteó el horizonte y una vez que se aseguró de que no andaba un alma en varias leguas a la redonda, ensilló el ruano y se perdió en los pajonales para bolear algún animal para comer. Entretanto, yo regresé al rancho. En el dormitorio había un catre grande con el jergón cubierto con una manta de lana y a los pies, un arcón de cuero tallado. La suerte nos seguía bendiciendo. Antes de enterrar a los infelices se me cruzó que podríamos quitarles las ropas y cambiarlas por nuestros harapos, pero pareció un sacrilegio. Pero mire usted, arribita nomás, no bien le levanté la tapa, bien dobladito, encontré todo lo que necesitábamos. Para el zambo, una camisa, un calzoncillo cribado, un chiripá, una chaqueta y hasta un pañuelo para ponerse debajo del sombrero; y para mí, una blusa con faldón, una pollera y unas enaguas. Debajo de la ropa había una cajita de madera. Contenía papeles y recuerdos, los que dejé para revisar después.

La vieja hizo un alto para cambiarle la yerba a la cebadura.

La muchacha no era una cautiva cualquiera, a quien los años en cautiverio habían convertido en un ser huraño y enmudecido, pero no sordo. Sus rasgos eran finos y delicados. Era muy joven y bella, y quizá sus testimonios podrían encender una luz de esperanza en su conciencia adormecida; luz que luego se expandió dentro de Celia, convirtiéndose en fuego arrasador en su devenir.

—Como ya le digo —retomó luego la mujer—, pese a los horrores y los maltratos que sufrí, nunca me di por vencida, y a lo mejor fue por eso que la suerte se puso de mi lado. Pero volvamos adonde habíamos quedado. Sería más o menos la media tarde de ese día, cuando vi venir al zambo de los pajonales con media res atravesada en el cogote del ruano. La descargamos arriba de la mesa de la cocina y nos fuimos a bañar a la laguna en donde aguaban los caballos. Nos vestimos con las ropas de los difuntos y regresamos al rancho. Despostamos las partes tiernas de la res y las colocamos arriba de unas piedras sobre las brasas del fogón para que se fueran asando. El zambo colgó el resto del animal de la cumbrera del techo. Era ya de noche cuando terminamos de comer y me acordé de la cajita de madera. La fui a buscar al arcón y comencé a revisarla a la luz de un candil. Arriba de todo había unos zarcillos de plata, un prendedor; después, un papel doblado en cuatro, y debajo del papel, unos cuantos reales. Dejé aparte el prendedor, los zarcillos y los reales, y desdoblé el papel. No lo podíamos creer. Era un certificado de matrimonio que les había extendido un cura de frontera, como a tantos que se fugaban de las tolderías, para que fueran bendecidos por Dios. La pobrecita se llamaba Josefa Lynch y el mulato, Zacarías Pérez. Esa noche lo pensamos con el zambo. Teníamos un rancho donde vivir, una buena caballada, reales y patacones para comprar una carreta y negociar con los cueros. Finalmente, nos arriesgamos: teníamos mucho más para ganar y nada para perder. Esa noche nos casamos con el zambo. Desde entonces, yo fui Josefa Lynch y él, Zacarías Pérez, para todos; hasta que murió, el pobrecito…

De repente, la mujer se interrumpió.

El carromato del viejo venía vadeando el arroyo. Dejó a Celia en la enramada y entró al rancho. Regresó con un atado de ropa para que tuviera para cambiarse, un poncho de lana para abrigarse en las mañanas de helada y una bolsita de tela gruesa. Dos cordones le fruncían la abertura, dejándola totalmente hermética.

—Tome, mi hija —le dio la bolsita y le recomendó—: escóndala bien y, vaya donde vaya, llévela siempre con usted. Son polvos de adormideras silvestres. Con solo la puntita de la hoja de un cuchillo en la cebadura del mate puede dormir a un hombre un día entero. Pero no se entusiasme. Si se le va la mano, puede que no se despierte más. Solamente recurra a ellos en alguna situación especial, un apuro grave o para salvar la vida. Después contará con otras armas para defenderse. La soledad del desierto, más los años que tengo, me enseñaron a leer el destino en los ojos de los mortales.

Celia asintió con la cabeza. Prendió la bolsita del lado de adentro de la cintura de la pollera con un alfiler que le había dado la vieja; bolsita de tela que la acompañó durante largos años.

Momentos después, el viejo sujetaba el carromato junto al aljibe del patio.

Ni se bajó. Desde el pescante le dio las gracias a Josefa Lynch y le hizo descargar a Celia un saco de sal para agradecer la gentileza, al tiempo que la miraba.

—Demasiada coquetería. Ni que nos juéramos a dir pa’un baile.

—Cuídela bien, viejo —le contestó la mujer con ironía—. No vaya a ser cosa que en cualquier momento lo reclamen los infiernos.

—Cuando no, dando sermones gratis. Ni que usté se juera a dir con los ángeles.

—De seguro que allí no nos vamos a encontrar —le replicó Josefa Lynch, haciéndose sombra con la mano en la frente. El sol le pegaba en la cara.

Celia subió atrás y retomaron la huella de regreso. La tarde aún estaba alta. Los días todavía no se habían acortado y la noche caía tarde. Miró la falta de sombras, tan vacía como ese hueco de nada que se perdía entre hierbas secas y pastos duros sin confín, en tanto que en medio de ese descampado de silencio, se alcanzaba a ver a lo lejos el rancho mugriento del viejo, tan miserable que ni respeto le imponía a la soledad.

Llegaron cuando el sol comenzaba a herir el dominio del poniente. Como el atardecer anterior, Celia bajó del carro, descargó los avíos que el viejo había comprado: sal, harina, ginebra, maíz, tabaco, grasa, cebolla y los llevó al rancho. Luego regresó al carromato para quitarle los arneses a los caballos; los soltó en el potrero con los otros y llevó todo el riendaje: pecheras y anteojeras resecas y comidas por las lauchas al cubil de los aperos.

Cuando entró al rancho, el viejo ya estaba mascando tabaco y tomando ginebra, sentado a una mesa de pulpería. Prendió el fogón, puso la olla sobre el fuego y le tiró unos trozos de grasa; le espantó con la mano las moscas a una pata de venado que colgaba de un gancho en la pared. Cortó unas lonjas, las volvió a cortar en cuatro partes, las tiró adentro de la grasa con unas cebollas partidas por el medio y tapó la olla.

Mientras tanto, sentía la mirada del viejo en su espalda, en los tobillos, en el escote de la blusa. La mirada del indio era distinta. No se deslizaba como baba sucia, atravesaba las entrañas como un golpe de hacha. Una vez que estuvo listo el estofado, llevó la olla a la mesa y se sentó en el suelo, cerca de la puerta para respirar el aire limpio de la noche. El viejo hacía ruido al masticar. Terminó el venado, se escarbó los dientes con el cuchillo, eructó y encaró para el catre. Cayó como un saco soltando los aires, los que retumbaron como un trueno en las paredes ladeadas del cubículo.

Celia comió las sobras, sacudió los cojines de oveja y se acostó. Por un ventanuco se alcanzaba a ver el cielo. Titilaba una estrella. Se durmió con esa visión. Había dormido algo de una hora, cuando el peso del cuerpo del viejo sobre el suyo la despertó. Pero el hombre ya no servía para otra cosa que no fueran manoseos y, una vez que se sació de babosearla, se fue a dormir en su catre. Celia se volvió hacia la pared y cayó en un sueño en el que ni los sueños existían.

Un puntapié del viejo en la espalda la despertó al otro día. Estaba amaneciendo.

—Alevantesé. No la compré pa dormir —le dijo sacudiéndola con el pie—. Y sepa que antes de que yo me dispierte, ya tiene que tener el agua caliente pal mate.

Celia dejó los cojines. Fue a buscar bosta seca de vaca y prendió el fogón. Arde más rápido que el piquillín. Ya clareaba la mañana.

Como siempre, y sin emitir una palabra, como si la hubiera abandonado la vida y solo le quedara la cáscara, siguió acarreando y hachando leña, cuidando los potros, cocinando, poniéndole y quitándole los arneses a los caballos del carromato del viejo, cargándolo y descargándolo, y por las noches soportando sus asquerosos manoseos.

A veces el viejo la llevaba con él para que bajara en la pulpería de Costia lo que compraba en las tolderías: cerdas, plumas, crines y cueros, así como también los cueros de los animales chicos y grandes, yeguarizos y vacas cimarronas; pieles de zorros, vizcachas, carpinchos, gatos de pajonal, que el viejo cazaba por su cuenta. A campo abierto Celia los cuereaba, y luego los estaqueaba en el patio del rancho para que el viento y el sol los curara. Las tropas de carretas los llevaban al destino final: las barracas del puerto del río de la Plata.

En tanto, pasó un año, pasaron dos, siempre en ese silencio enquistado del que el viejo ni se había dado cuenta, hasta que una tarde Celia volvió a escuchar el sonido de su propia voz, la que creía haber perdido para siempre.

Esa tarde estaba tusándoles las crines a los caballos de la tropilla cuando, al levantar la vista, vio que se acercaba al rancho un gaucho en un zaino colorado. El emprendado del doradillo, chapeado en oro y plata, brillaba por el sol que comenzaba a buscar el horizonte del poniente.

—¿Está el patrón? —le preguntó el forastero, frenando el soberbio animal.

Celia le indicó con la tijera de tusar que estaba adentro del rancho.

—Bueno, está bien —dijo, y antes de agarrar para el rancho, con esa mirada acostumbrada a sondear agudamente la lontananza, se detuvo un momento en ella.

Venía de parte de Costia. Le había pedido que pasara por el rancho del viejo. Las carretas estarían listas para partir antes de fin de mes, y esperaba los cueros que le había prometido.

—¡A ver, Celia! —le gritó el viejo, luego de que le pasaron el recado—. Deje las crines y venga a calentar agua y cebarle unos mates al mozo. Y usté asiéntese aquí, bajo el alero, que pa eso tenemos estos tocones de quebracho.

Celia lo miró cuando pasó junto a él. Tenía la barba renegrida y suave, el pelo ondeado hasta los hombros, vestía un poncho de vicuña, chiripá de paño negro y calzoncillos desflecados; calzaba botas de potro con nazarenas de plata y una rastra de patacones, con el medallón de plata y oro, le envolvía la cintura. Miró luego a ese viejo sucio y maloliente y sintió náuseas, unas náuseas que no había sentido ni cuando el indio la reclamaba por las noches.

Atardecía y en un momento en que el viejo se levantó y fue atrás del rancho a evacuar los líquidos, el gaucho la sujetó de un brazo cuando se dirigía a la cocina a hacer arcadas.

—Usted se viene conmigo —le dijo.

Una punzada en el bajo vientre la inmovilizó. Todo su interior vacío se llenó de repente de vida. Descubrió que tenía cuerpo, y le contestó:

—Voy a cebar otro mate, primero a usted, después al viejo, y después espere.

Recordó que Josefa Lynch le había dicho que tan solo con la puntita de un cuchillo de adormideras silvestres en la cebadura de un mate era suficiente para dormir a un cristiano un día entero, pero ella le puso cuatro bien cargadas a la yerba del viejo.

El lucero ya brillaba en el cielo todavía claro cuando el gaucho la sentó detrás de él en el recado del zaino, y cabalgando se perdieron en ese desierto desbordado de inmensidad.

3

Libre como las águilas que surcaban cada tanto el firmamento, Celia comenzó su vida de errante.

Cabalgando con ese gaucho soberbio y de músculos tensos, cabalgando se amaban, comían y dormían. Sin rumbo alguno, por los caminos de la libertad más absoluta, vadeaban arroyos, cruzaban ríos y se perdían en los interminables pastizales, bajo cielos azules o aguaceros que no los mojaban. Los soles abrasadores tampoco existían ni la escarcha que blanqueaba las mañanas. La felicidad retumbaba bajo el galopar de los cascos de ese zaino colorado en el silencio de esa pampa toda de ellos, con sus horizontes ilimitados.

Pero ese horizonte que creían inconmensurable se interpuso un día entre ellos. En ese galopar sin tiempo ni rumbo las fronteras venían avanzando, y en un poblado formado por cinco o seis ranchos desperdigados y miserables frenó el zaino a una distancia prudente, detrás de una pulpería.

—Espéreme aquí —le dijo el gaucho a Celia, apeándose del animal bajo la sombra de un tala, el único árbol que había en el entorno—. Entraré a comprar tabaco y algunos víveres. No se mueva de la tala hasta que yo regrese.

Celia lo esperó por muchas horas interminables hasta que, por último, perdió la noción del tiempo.

En tanto, se avecinaba una tormenta de tierra y el pulpero alcanzó a verla cuando regresaba de asegurar el tranquero del corral de los potros, que estaba a metros de la tala. Intrigado, se acercó y le preguntó a quién estaba esperando:

—¿Y usted quién es? —preguntó Celia.

—Severino Azcón, el dueño de la pulpería.

—Estoy esperando a mi gaucho.

—¿Cuál gaucho?

—El de la rastra de oro y plata.

—¿Al Florencio Reyes?

—El mismo —dijo Celia.

—¡Ay, mi hija! Tengo malas noticias para darle. Esta mañana, al rato de entrar a la pulpería, recibió un puntazo de los feos. Apenas pudo caminar unos pasos y se desangró a unos pocos metros antes de llegar al palenque.

Celia sintió que desfallecía. Un dolor tan punzante como el puntazo que había recibido su gaucho la dobló por el medio. Por un largo momento desapareció. Pero sacando fuerzas del dolor lacerante preguntó:

—¿Y quién lo apuñaló?

—Un tal Alcides Saravia. El capataz de la estancia Los Jagüeles. Lo provocó desde el mismo momento en que entró. Cosas de envidia. El mozo tenía pinta, y creo que se quedó hasta con su rastra, porque cuando la señora Rosario se lo llevó para enterrarlo, ya no la tenía encima.

—¿Y quién es la señora Rosario?

—La viuda de un caudillejo pampa. Vive en aquel rancho, el del montecito de ñandubay—. Lo señaló a lo lejos.

Celia calló. No tenía adónde ir. Podía ir a cualquier lado, errar por esa vasta planicie que no la detendría en ningún lugar, pero pensó en el tal Alcides Saravia. Un furor incontenible, que quemaba como fuego, la incendió. Se apeó al instante del zaino y le pidió al pulpero, ese otro viejo, trabajo a cambio de casa y comida. El pulpero conocía al miserable y la pulpería era el lugar indicado para cobrarse esa muerte monstruosa e injusta.

Ya las primeras pajas empezaban a cimbrearse y el camino real, que unía fortines, estancias y otros poblados, comenzaba a ser barrido por el viento. Al llegar a la casa, el Catalán, así lo apodaban al pulpero, le indicó que entrara, mientras que él desaparecía llevándose al zaino de las riendas por detrás. Momentos después se desató con toda su fuerza la tormenta de tierra y todo se puso negro.

Pared de por medio con la pulpería, el Catalán tenía su casa. En un cuartucho no más largo que el catre y no menos ancho que el cajón junto a este para pegar la vela, dormía Celia. La vida que llevaba con este viejo no era mejor que la que había padecido con el otro mugriento. Su día comenzaba al alba. Casi a oscuras prendía la cocina: una plancha de hierro con tres hornallas asentada sobre dos pilares de piedra, y debajo el brasero para la leña; una mesa de madera y tres sillas con asientos de paja; ollas, sartenes, cucharones y mortero; platos de losa y vasos de vidrio para poner la mesa eran las comodidades y los utensilios que le indicaban que no estaba lejos de la frontera, pero sin dejar de ser un lugar igualmente vil como sus personajes.

También fue conociendo a los que vivían del otro lado de aquel linde, por el paso de las diligencias. Una o dos veces al mes paraba alguna galera de pasajeros en la pulpería para hacer el recambio de caballos, dejar la correspondencia y las encomiendas. Estancieros, terratenientes, algunos de estos con sus familias; por ahí, algún político con capa y sombrero de alta copa; y un gaucho bien empilchado mezclado con ellos bajaban y se reunían junto al mostrador a tomar una ginebra y conversar con el Catalán, quien les pasaba las novedades que corrían por el lugar. Las mujeres se sacudían el polvo de sus amplios pollerones con faldones, ordenaban sus cabellos partidos al medio y recogidos en un rodete, e intercambiaban impresiones del extenuante viaje. Cuando todo estaba listo para proseguir la travesía, el mayoral (chiripá, sombrero de ala ancha y el infaltable facón cruzado atrás en la cintura) daba la orden de partida y, al chasquido del largo látigo, Celia veía desaparecer al trote largo la galera con sus ocupantes, mientras que, del otro lado de la greda del camino real, el silencio de los pajonales desolados la traían de vuelta a esos parajes que le habían arrebatado el galopar por la felicidad.

Si bien ahora no la habían vendido a nadie, trabajar por casa y comida era lo mismo que ser cautiva. Pero ahora tenía un propósito que le devoraba las entrañas: recuperar la rastra de oro y plata que Alcides Saravia le había robado a su gaucho. Después, por esas pampas sin Dios, pero con temor al demonio, a los gualichos y a las luces malas (que eran su contracara), dejaría que los vientos la llevaran enancada por los incontables caminos que surcaban esas tierras de hembras abusadas y silenciosas.

Entretanto, trabajaba del alba a bien entrada la noche para este otro viejo avaro y encariñado con la usura, el que sucio y maloliente reservaba los buenos modales para la gente importante que visitaba su pulpería, y guardaba los del más inhumano propietario de esclavos para los que trabajaban para él. Y otra vez hachaba leña, cocinaba, ayudaba a un negro que se había salvado de una redada de vagos a cargar y descargar los cueros de las carretas, las mercancías que llegaban en las diligencias; y cuidaba los animales, atendía la pulpería cuando Azcón se ausentaba, y soportaba también en las noches el peso de su cuerpo sobre el suyo, como quien está jineteando un saco de maíz.

Pero ya no estaba vacía como cuando aquel otro viejo la manoseaba, y luego se dormía sin pensamientos. Ahora su cerebro funcionaba, y cuando se daba vuelta para el lado de la pared, con el corazón endurecido como una piedra ya imposible de cincelar, mientras esperaba que el sueño la venciera mentalmente se repetía que le haría justicia a su gaucho, sin importarle los medios, sucios o limpios, que estuvieran lejos o cerca de su alcance.

Celia conoció a Rosario Íñiguez de Mendoza, la viuda del caudillejo pampa, lunas después de constatar que estaba encinta por segunda vez. El Catalán había ido a revisar unos cueros a una estancia cercana y la dejó al frente de la pulpería.

Serían más o menos, por el sol, no mucho más de la media tarde, cuando un tordillo moro frenó junto al palenque y desmontó una mujer que le llamó sobremanera la atención. Vestía a lo hombre: botas fuertes, pantalón pollera de montar, camisa blanca y sombrero negro de ala ancha, al que dejó caer detrás de la nuca no bien transpuso la puerta.

Se miraron las dos mujeres a través de la reja. Ante el porte altivo de la recién llegada, Celia levantó la vista y ella no necesitó más que cruzar sus grandes ojos negros con los gises de la joven para leerle la vida. Ninguna de las dos eran hembras del desierto. Y si una mostraba las secuelas de su realidad más cruel, la otra, en cambio, las agallas indomables de su rebelde inmensidad.

Rosario Íñiguez se presentó. Venía a comprar sal, azúcar, tabaco, yerba, velas, ginebra, bordón, balas calibre 75mm para fusil, 17, 5mm para pistola, y algunas otras menudencias como fósforos, jabón, harina y canela. Al atardecer, pasaría a buscar todo un mulato que vivía con ella. Antes de retirarse, se detuvo otro momento en esa muchacha de cabellos castaño claro, esbelta y de apariencia frágil.

—¿Usted se llevó y enterró a Florencio Reyes? —le preguntó entonces Celia, detenida también en ella, de manera imperativa.

—Sí —le contestó Rosario Íñiguez—. Lo enterré en las barrancas del arroyo que pasa detrás de mi casa. Era su hombre, ¿no?

No se dijeron nada más. Luego la vio montar el tordillo moro y dirigirse pajonales adentro en dirección contraria a la línea de fortines.

4

Celia ocultó durante varios meses su gravidez.

Además de la pulpería, acopiar pieles y cueros y la avaricia, el Catalán cocinaba ladrillos en casos excepcionales, que no eran muchos. Los ranchos de barro y techo de paja imperaban en toda la pampa, tanto entre los ricos como entre los pobres. Estaba en el segundo mes de preñez cuando un irlandés, un tal John Callahan, compró la estancia Los Jagüeles. Era una extensión de varias leguas de tierra, cuyo casco contaba con un rancho quinchado con juncos, una enramada, corrales para el ganado, un fogón para los peones, un pozo de agua y algunos sauces para reparo. Había que levantar una casa con buenas comodidades, y Azcón se ofreció a cocinarle los ladrillos para la construcción.

Ahora Celia se despertaba apenas despuntaba el alba para ayudar a un indio manso y al negro, que se había salvado de la redada de vagos, a preparar el horno para la quema. Mientras acarreaba el agua en baldes del pozo para mezclar la tierra y la paja, con las que se moldeaban los adobes crudos, se preguntaba dónde daría a luz cuando llegara el momento. A veces imaginaba que pariría junto a ese lodazal de agua, paja y tierra; otras veces se veía alumbrando junto a la parva de ladrillos cocidos que descargaban a un costado del horno después de la quema, que una carreta tirada por bueyes distribuía por alguna que otra estancia de la zona.

Apenas dormía unas pocas horas. Con el amanecer aún no definido, se levantaba para vigilar que no le faltara leña a las boquillas del horno, el que ardía por varias jornadas. Cuando comenzaba a alborear la mañana, le daba de abrevar a los animales con el agua que subía del aljibe, y luego de cebarle unos mates al viejo y ordenar la comida, se dirigían con el negro a un galpón con techo y paredes de junco para recibir, seleccionar y estibar los cueros que el viejo acopiaba.

Todavía no se había encontrado cara a cara con Alcides Saravia. Una tarde lo había visto de lejos, cuando se despedía de Azcón en la puerta de la pulpería. Se lo había mostrado el indio que fabricaba los ladrillos. Mientras lo veía alejarse por el camino real en dirección a Los Jagüeles, montado en un oscuro con el riendaje trenzado, Celia pensó en la bolsita con el polvo de adormideras silvestres y los efectos fatales del yuyo. A Azcón lo tenía cerca, pero por ahora lo necesitaba para llegar a Saravia y proteger al niño. Entretanto, debía permanecer en el silencio alerta de los animales.

De todos modos, una mañana le puso la puntita del cuchillo de las adormideras en el mate al viejo, para que durmiera hasta bien entrada la tarde. El horno ya se había apagado, los ladrillos se habían enfriado, el día anterior habían cargado una remesa para Los Jagüeles y, pasado el mediodía, le pidió al negro que se ocupara de la pulpería. Iría hasta la tumba de Reyes.

Era una tarde calurosa, pesada. El rancherío dormía la siesta. El silencio era absoluto. No se escuchaba un ruido ni el cantar de un pájaro cuando llegó al arroyo que pasaba por detrás del rancho de Rosario Íñiguez de Mendoza.

Este era un cauce de agua angosto, pero profundo, que corría entre carrizales, plumerillos y espesos pajonales espinosos. Unos pequeños barrancones de no más de dos metros de alto había horadado el agua en la tierra rasa. A unos metros del borde de una de las barrancas, Celia encontró la tumba de Florencio Reyes: un montículo de piedras, uno de los tantos esparcidos en la orfandad del desierto, los que luego eran borrados por el olvido y la intemperie. Sin noción del tiempo y del sol que abrasaba como yesca, permaneció sentada largo rato junto a su tumba. En silencio, sin palabras, le anunció que llevaba un hijo suyo en sus entrañas. Con un dolor insuperable, monstruoso, luego le explicó que se veía obligada a atribuirle la paternidad del niño al pulpero, puesto que esta era la única manera que en ese momento encontraba para protegerlo. Las tardes comenzaban a dibujar las primeras sombras en los pastos. Miró el arroyo. Bajo el barranco había una pequeña playa de pedregullo. Era el lugar que tanto buscaba para alumbrar, de modo que, cuando el niño naciera, él sería el primero en verlo.

De repente, una presencia detrás de ella la sobresaltó. Era Rosario Íñiguez de Mendoza.

Celia se volvió y la interrogó con la mirada.

—Por hoy es suficiente —le contestó la mujer—. Venga. Vamos a mi rancho. Necesita refrescarse.

El largo rancho contaba con una cocina, un comedor, dos dormitorios y una sala, comunicados por puertas interiores. Camas de madera torneada, palanganas y jarras de losa en los dormitorios; dos sillones coloniales, una mecedora, mesas y sillas en la sala. Salvo un fusil sobre la mesa ubicada en el centro del lugar y una lanza pampa apoyada sobre dos grampas en una pared, el resto del mobiliario mostraba la nostalgia de un lejano y posible ayer de niña patricia. Celia se desorientó.

—Cuando compré el rancho solo tenía lo necesario para habitarlo —le contestó Rosario Íñiguez, sonriéndose—. Azcón me lo fue trayendo del norte de la frontera. Y siéntese. Iré a preparar algo fresco para beber.

Pese a la confusión del primer momento, Celia se sintió cómoda entre el mobiliario de esa casa, como si de los escombros de su memoria fueran resurgiendo erráticos recuerdos, imágenes que se le habían ido borrando por entero en el transcurso despiadado, brutalmente inhumano del tiempo. Pero tan pronto como Rosario Íñiguez regresó a la sala con dos copas y una jarra con agua fresca del pozo y el jugo de los frutos de un granado que tenía en el patio, Celia se desentendió por completo de aquellas imprecisas y lejanas visiones y volvió abruptamente a su cruda realidad.

—¿Por qué enterró usted a Reyes? Era mi gaucho —dijo.

—Lo sé —le replicó Rosario Íñiguez, sirviendo la bebida—. En principio, por humanidad, aparte de las otras razones. Yo venía de visitar a la criolla Luján, la cocinera del fortín que está a tres leguas de aquí. Nos hicimos grandes amigas cuando fui cuartelera. De pasada, entré a la pulpería a comprar unos vicios y presencié la provocación.

Le alcanzó la copa con el jugo del granado.

—Su hombre no quería pelear —prosiguió—. Es más, ni se defendió cuando Saravia lo provocó. Cayó a metros de la puerta de entrada. Saravia le ordenó al Catalán que lo tirara lejos, entre los pajonales, para que se lo comieran los caranchos. Pero antes de montar para irse le sacó la rastra y desapareció entre el polvo del camino real. Azcón iba a hacer cumplir la orden del matón, pero lo detuve. Que cargaran el cuerpo sobre las ancas de mi tordillo, que yo lo sepultaría.

Celia la escuchaba en un silencio atronador.

—Sé que es cruel lo que le estoy contando —dijo Rosario—. Pero tanto a usted como a mí nos acosan los mismos rencores. Desde que nos conocimos aquella tarde en la pulpería, supe que nos debíamos esta conversación. Yo también tengo que cobrarme una vieja deuda con Saravia. Él y sus secuaces emboscaron a Nancuchel, el cacique pampa que fue mi marido. El Catalán lo sabe, pero nos respetamos. Yo no me inmiscuyo en sus asuntos y él tampoco en los míos. Pero usted no se descuide con él. Con Saravia andan en negocios turbios con los cueros y la venta de indias para el paisanaje. Es un pulpero avaro y extremadamente astuto.

Rosario se detuvo para prender un cigarro.

—Estas cucarachas viven más tiempo del que uno presupone, pero les llega también su hora —condenó soltando el humo—. Si me dejara llevar por el rencor, ya habría borrado de la faz de la tierra. Soy buena para el fusil, la pistola y la lanza, además de contar con amigos invisibles para esquivar emboscadas, pero no para ensuciarme las manos con ese canalla. Debe caer por su propio peso, acorralado por los de su misma calaña.

Rosario Íñiguez le dio otra pitada al cigarro. Celia permanecía en el silencio más absoluto.

—Usted se preguntará por qué le cuento todo esto —dijo luego—. En parte, porque las dos somos víctimas de la misma injusticia; en parte, para prevenirla y, por último, porque usted no es una muchacha para andar rodando de mano en mano por el desierto. Es una mujer para aspirar a otra forma de vida.

El sol iba perdiendo fuerza. Algunas sombras comenzaban a moverse tras los vidrios de la ventana.

—Y ahora váyase, Celia —dijo Rosario Íñiguez—. La tarde está bajando y el Catalán la va a castigar si no la encuentra. No es prudente, yo diría hasta riesgoso, que se sepa que usted estuvo en mi casa.

Celia esbozó una callada sonrisa siniestra. Pero igual miró para afuera. Todavía tenía tiempo.

Rosario se detuvo en su gesto temerario. De todos modos, le advirtió, mientras se despedían momentos después, bajo el alero del rancho:

—Cuídese de Saravia. Que nunca se entere que usted era la china de Reyes.

—Azcón lo sabe —dijo Celia.

—Es un viejo avieso —repitió y se sonrió Rosario—. ¿Acaso se arriesgaría a perder tan buena mercadería? Aunque conociendo su avaricia, usted puede ser también una buena inversión a futuro. Manténgase atenta.

Celia asintió con la cabeza. En el peor de los casos, ella contaba con un arma mucho más poderosa que la lanza, las balas y esos aliados invisibles.

Todo estaba tranquilo cuando Celia regresó a la pulpería. Por la puerta abierta, la luz de la tarde ya dibujaba un rectángulo rojizo en el piso de tablones. Tres paisanos estaban tomando una ginebra recostados en el mostrador. Celia le indicó al negro que fuera a preparar las boquillas del horno con ladrillos “bayos” para la próxima quema, pero este no pudo con la curiosidad:

—¿Y el viejo? —preguntó.

—Duerme. Ayer lo picó una avispa en la mano y anduvo poniéndole barro. Le ha de haber hecho mal la ponzoña.

—¡Ah, ah! Cosa rara, ¿no? —murmuró el negro rascándose la porra con expresión maliciosa.

Bamboleándose, todavía bajo los efectos de la pócima, a los tumbos, entró momentos después Azcón.

— ¡Coño! —profirió dirigiéndose a Celia—. ¿Por qué no me despertó?

—Lo sacudí varias veces y después no me atreví a insistir.

—¡Coño! —repitió—. Me hubiera tirado un jarro de agua.

—¡Oh, oh, oh! —murmuró el negro—. Yo tampoco me hubiera animao. —Se persignó.

—¡Cierre la jeta, negro atrevido! Y no se santigüe que va a atraer a los demonios —rugió Azcón.

—Como usté diga, patrón. Yo decía nomás.

El negro bajó la cabeza y le vio la mano. Parecía un bofe de buey. Algo de cierto había en la explicación misteriosa que le había dado Celia.

—Siguro que jue, entonces, por la picadura de la sueñera —susurró entre dientes, atreviéndose el negro otra vez—. Mire usté —se cuestionó, espiando a Celia, no convencido del todo.

Uno de los paisanos se acercó y por detrás lo siguieron los otros dos.

—Está feo eso —insistió el negro, mirando a los tres.

— ¡Ah, ah! —afirmó uno de ellos—. Tendría que ir a la “culandrera”.

—A un patrón que yo tenía —porfió el negro de puro sotreta— una avispa lo picó en el brazo y a los días el pobre hombre murió. Se le jue el veneno a la cabeza.

—¡Amalaya! —dijo otro de los paisanos—. ¡Que el Jesusito no lo permita!

El Catalán se puso blanco como un papel. Imperturbable, Celia mandó al negro a la curandera para que trajera hojas de alpataco. Las molió luego en el mortero, las mezcló con grasa de vaca hasta hacer un emplaste, con el que le cubrió la mano al viejo y se la vendó con un pañuelo. Sonrió. Después prendió el farol. Se había hecho de noche.

5

Celia no pudo ocultar por mucho más tiempo su gravidez. A los siete meses cumplidos de gestación el Catalán la descubrió.

—¿De quién es? —le preguntó una noche, mientras ella le servía la cena.

—Suyo —le respondió sin que le temblara la voz.

El Catalán se incendió de ira. Estuvo a punto de golpearla, pero se contuvo y enfurecido, amenazante, le contestó:

—Más le valga que no mienta. Esperaremos a que nazca el crío y veré después lo que resolveré con los dos.

Severino Azcón había sido pulpero de frontera toda su vida. A medida que esta avanzaba, él avanzaba con ella. Se instalaba en las inmediaciones, junto a los caminos de las diligencias y los rancheríos de los gauchos que trabajaban en las estancias. Teniendo por detrás la frontera y por delante esa nada de pastos interminables, la pulpería era una posta que le permitía negociar cueros con la indiada, con los cuatreros, con los comandantes de los fuertes y con los capataces de las estancias. Avaro desde que comenzó su vida ambulante, había amasado una considerable fortuna, que nunca compartió con nadie, ni siquiera con una mujer estable. Indias y chinitas jóvenes lo habían entretenido durante todos esos años, y si a alguna había dejado preñada, por miedo lo había ocultado. Hombre solo como los tantos pulperos de ese desierto yermo, hueco por dentro de tanto convivir con la barbarie. Hasta su alma lo había abandonado, dejándolo a merced de una conciencia embotellada, embrutecida y despiadada.

El único familiar directo que tenía era una hermana en Buenos Aires, a la que mantuvo hasta que se casó con un militar de alto rango. Después, el poco trato que sostenía con ella era a través de alguna carta de tanto en tanto. De modo que cuando Celia le dijo que el hijo que llevaba en sus entrañas era suyo, la hubiera lonjeado hasta sangrarla por el atrevimiento. Un crío sería un estorbo en su vida.

Pero algo otra vez lo contuvo, y antes de irse a dormir le ordenó:

—Usted no sale de la casa hasta que el nazca el crío. No quiero que nadie la vea en ese estado. Si necesita algo de afuera, se lo pide al negro.

Celia pensó en huir, pero tendría que hacerlo sin haber recuperado la rastra de Reyes. Esperaría hasta después de que naciera el niño, luego se iría, pero llevándose la fortuna del viejo. Su hijo no pasaría miserias, y ella contaría con el poder suficiente para seguirlo de cerca a Saravia. Sabía que Azcón guardaba los patacones y reales en su pocilga, pero hasta el momento no había dado con el escondrijo.

Ya estaba en el octavo mes de gravidez cuando, un domingo a la noche, se armó una pelea por barajas en la pulpería que la despertó. Hubo gritos, discusiones y manoteos de facones. Azcón no quería sangre. Él se haría cargo de lo que le correspondía pagar al tramposo, un paisano mañero, a cambio de que le trajera los cueros que se le “caían” de la carreta, mientras los trasladaba de las estancias a las barracas porteñas.

Entró entonces a buscar los patacones a su pieza y hubo movimiento de maderas. Celia entreabrió apenas la puerta del cuartucho y, sin hacer el menor ruido, le siguió los movimientos. Cuando el Catalán se retiró, con el apuro (la pulpería había quedado sola), se olvidó de darle llave a la puerta. Celia prendió una vela y entró por detrás de él. El piso del cuarto era de tablones de algarrobo y, en un rincón, dos de las tablas habían quedado mal encastradas. Las golpeó con los nudillos. Por debajo sonó a hueco y, por la resonancia, era bastante grande y profundo. Había dado con la fortuna enterrada de ese viejo avaro y miserable.

Fue también un domingo, recién caía la noche, cuando nació su segundo hijo. Pero no en la playa de pedregullo junto al barranco del arroyo que pasaba por detrás del rancho de Rosario Íñiguez de Mendoza, sino en su catre. Al escuchar el llanto del niño, el Catalán entró al cuartucho, le cortó el cordón con su cuchillo y tomó el niño entre sus manos. Era blanco como él, con los ojos claros de su madre y los de su hermana. Lo envolvió en una manta, dejó que ella se arreglara con todo ese lío de sangre, y se fue con el niño a la cocina. Celia pensó que sería para revisarlo mejor a luz de un farol de aceite de potro, asegurarse de que fuera verdaderamente suyo.

Pero el tiempo pasaba y no se escuchaba el llanto de la criatura. Celia se levantó, entró a la cocina y no encontró a ninguno de los dos. Los buscó en la pieza del viejo y nada. Tampoco en la pulpería. Llamó entonces al indio, que estaba cargando con leña las boquillas del horno de ladrillos, y le preguntó si había visto al Catalán.

—¡Ah, ah! —le contestó el indio—. Lo vide salir cortando campo a caballo con un bulto pa’l lao de la galera que pasó al anochecer. De siguro que se habría olvidao de entregarle algo importante.

Celia se desmayó. El indio la alzó y la llevó a la cocina. Cuando la sentó en una silla, volvió en sí. La sangre había dejado un reguero en el piso.

—¡Usté parió! —exclamó el indio.

—Cállese, indio —dijo Celia—. ¿Y el negro?

—El Catalán lo mandó a Los Jagüeles antes de dirse, con un recado para el Alcides Saravia. Mire qué hora para mandar una comisión, ¿no?

Celia tuvo la certeza de que al mulato no lo volverían a ver nunca más, de modo que repitió:

—Cállese, indio. Usted no vio nada, y no sabe nada de nada. Y ahora váyase. Déjeme sola.

Luego de que ordenó su cuchitril, se aseó, se tiró en el catre y se volvió para la pared. Con los ojos enfocados en una oscura oquedad, la encontró la mañana. Se levantó como todos los días, hizo el trabajo de afuera y después abrió la puerta de la pulpería, como siempre que el Catalán se ausentaba. Impasible y con el alma helada de encono, casi con la lascivia del furor, atendió la llegada de una diligencia, a unos troperos que entraron a comprar vicios y a los gauchos del pago que se reunían a compartir soledades.

No sabía el tiempo que se tomaría el viejo en regresar ni adónde había llevado al niño. Y fue justamente en esos días de brutal incertidumbre y sórdido encono, cuando finalmente una mañana se encontró cara a cara con Alcides Saravia.