La estación encantada - Gertrudis Ortíz Carrero - E-Book

La estación encantada E-Book

Gertrudis Ortíz Carrero

0,0

Beschreibung

A través de sus memorias, la autora, una maestra makarenko orgullosa de serlo, nos conduce por los caminos que recorrió desde que aprendiera a escribir en el patio de su casa hasta que se graduó de maestra en la capital del país. Minas de Frío, Topes de Collantes, La Habana y Villa Clara, son algunos de los escenarios que transitará la adolescente testaruda y rebelde, amante del paisaje y de los libros, en los años difíciles de la Cuba revolucionaria. Una obra que nos acerca a la formación de los primeros profesores responsables de salvar la enseñanza y colmar las aulas. Entre risas y lágrimas este viaje nos confirma que cada meta conlleva un grado de atrevimiento y voluntad que Tula estuvo dispuesta a pagar desde el instante en que dejó la seguridad de su hogar para fraguar un sueño, desconociendo que se adentraba en una aventura que la precipitaría a la madurez física y espiritual, cuya recompensa sería cristalizar el credo de su vida: ser educadora. Su narrativa ligera, matizada con un diálogo ocurrente y una prosa que se torna poesía en los momentos sublimes, convierten esta novela en un testimonio memorable.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 150

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Table of Contents
Título
Reseña del autor y la obra
Dedicatoria
Exergo
Agradecimientos
I
II
III
IV
V
VI
VII
Memoria Gráfica

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

Título

La estación encantada

Gertrudis Ortiz Carrero

© Gertrudis Ortiz Carrero, 2022

© Sobre la presente edición:

Editorial Letras Cubanas, 2022

ISBN: 9789591025302

Tomado del libro impreso en 2019 - Edición y corrección: Taimyr Sánchez Castillo / Dirección artística: Alfredo Montoto Sánchez / Realización: Luis Eduardo Fariñas / Fotografía de cubierta: Colección privada de la autora / Diagramación: Yuliett Marín Vidiaux

E-Book -Edición-corrección, diagramación pdf interactivo y conversión a ePub: Sandra Rossi Brito / Diseño interior: Javier Toledo Prendes

Instituto Cubano del Libro / Editorial Letras Cubanas

Obispo 302, esquina a Aguiar, Habana Vieja.

La Habana, Cuba.

E-mail: [email protected]

www.letrascubanas.cult.cu

Reseña del autor y la obra

Gertrudis Ortiz Carrero (Mayajigua, Sancti Spíritus, 1951). Escritora, narradora oral y pedagoga. Ha publicado, entre otros títulos, las colecciones de cuentos Estoy despierta (1991) y Ofelia del aire (2001); y el volumen de ensayo crítico Cuatro estaciones a la carta, las entradas gastronómicas en las novelas de Leonardo Padura (2014). Cuentos suyos se han editado en antologías de Cuba, Suecia, Barcelona y Brasil. Sus trabajos de crítica literaria y de arte han aparecido en diferentes publicaciones especializadas. En el 2015 obtuvo el Juglar, Premio Nacional de Narración Oral, y, en el 2018, el Premio Juglar Honorífico de la UNEAC.

A través de sus memorias, la autora, una maestra makarenko orgullosa de serlo, nos conduce por los caminos que recorrió desde que aprendiera a escribir en el patio de su casa hasta que se graduó de maestra en la capital del país. Minas de Frío, Topes de Collantes, La Habana y Villa Clara, son algunos de los escenarios que transitará la adolescente testaruda y rebelde, amante del paisaje y de los libros, en los años difíciles de la Cuba revolucionaria. Una obra que nos acerca a la formación de los primeros profesores responsables de salvar la enseñanza y colmar las aulas.

Entre risas y lágrimas este viaje nos confirma que cada meta conlleva un grado de atrevimiento y voluntad que Tula estuvo dispuesta a pagar desde el instante en que dejó la seguridad de su hogar para fraguar un sueño, desconociendo que se adentraba en una aventura que la precipitaría a la madurez física y espiritual, cuya recompensa sería cristalizar el credo de su vida: ser educadora. Su narrativa ligera, matizada con un diálogo ocurrente y una prosa que se torna poesía en los momentos sublimes, convierten esta novela en un testimonio memorable.

Dedicatoria

A la memoria de mis padres Ana y Alipio.

A mis hermanos Ángel y Alberto,

que fueron parte de aquella maravilla.

Exergo

El recuerdo puro no tiene fecha, tiene una estación.

Gastón Bacherlad

Agradecimientos

Quiero agradecer a personas diversas que tuvieron que ver con la realización de este libro:

En primer lugar a Leandro que era solo un niño y dejó de jugar sus videos para prestarme su ordenador, a su familia, sus padres Ámbar y Manolo, que me acogieron y me apoyaron en días difíciles, un sostén inolvidable.

A Haidesita, que instaló un Word y se brindó para lo que hiciera falta.

A Maritza Martínez Valdivia, por su confianza, siempre ella conmigo, la primera lectura, la primera opinión y aquel ¡Magnífico! que con letras mayúsculas escribió en el pórtico inicial del libro.

A mi familia más cercana, y a los más lejanos porque en el espíritu de ellos, en sus alegrías y tristezas, en su resistencia, está mi fuerza identitaria.

A Isabelita, El Flaco, Yuliett, que conocieron, disfrutaron y fueron optimistas.

A Riverón, desde Letras Cubanas, pues me enorgullece entrar en el catálogo de la editorial, y por supuesto, a Ruby y Taimyr, por la seriedad y la profesionalidad con que asumieron mis garabatos y ayudaron a convertirlos en letra bella.

A los amigos de siempre, Luciano Castillo, Hermes Pérez, Valenti Figueredo, los abrazos también me hacen confiar.

Al testimonio de Raúl y a los que testimoniaron involuntariamente.

A mis maestros de toda la vida, a la vida…

I

¿Podrías decirme cómo crecer o es algo inefable como la brujería?

Emily Dickinson

«Yo conocí un caballo que se alimentaba de jardines…».1 Así empieza un hermoso cuento del escritor venezolano Aquiles Nazoa, que extasiada oí narrar hace mucho tiempo. El cuento deriva en una muchacha que se enamora de un chico que va a la guerra y muere de una herida de bala, y «por donde sale la sangre comienzan a brotar flores». Al final el escritor da vuelta a la noria al poner de nuevo el caballo como protagonista de la historia, que es como el cuento de nunca acabar.

¿Amor? ¿Humor? ¿Lirismo? Para mí, muy de veras, es una clase bien impartida de alguna manera, sí, una clase; y Aquiles Nazoa, un maestro avezado que sabe conmover a su auditorio, desde la hermosura de las palabras y el humanismo de la historia. Después vendrían los vocablos nuevos, la reproducción desde el entendimiento, la emoción, el lugar geográfico, el deber para la casa; pero sobre todo no olvidar.

Creo que he dicho lo que en mi criterio es el lema fundamental, la base de la educación, del magisterio; es decir, hablar, actuar, conmover con palabras y procedimientos que no se olviden. Enseñar es conmover.

Todavía hoy —y mira que ha llovido, como diría un buen guajiro—, todavía hoy está fresco en mi memoria el día en que mi madre me llevó con ella al lado de la batea en el patio, debajo de la mata de cerezas, evitando que deambulara sola por la casa. Era su día de lavar y quería tranquilidad, yo cerca de sus ojos. Me sentó y puso sobre mis rodillas una tabla, encima un papel y un lápiz. ¡Dios la bendiga! Esa mañana de lunes abrió para mí las puertas del cielo.

Dejó de ser mamá por algunos misteriosos minutos para ser «la maestra». Increíblemente, yo, la andariega de la casa, no me moví del lugar en toda la mañana. Ella restregó, exprimió, tendió y después contaba que se asustó muchísimo porque se había olvidado de mí que debía tener calambres en los muslos, luego de tantas horas en la misma posición. No tengo memoria de ese dolor.

Solo recuerdo sus ojos, su infinita paciencia, la dulzura con que enlazaba las palabras: «eme de mamá, de melón, de miel, pe de papá, de pelota…». Ella en el patio y yo sola repasando cada sonido, cada letra, música desde entonces.

A partir de aquel momento, con los árboles, las flores, las sillas, mi padre, mis primos, la acción repetida a cada minuto, cosa hecha; y batea, lunes, madera, patio, lápiz, papel y mami fueron mis juguetes preferidos. Hace muchos años leí en la Agenda de la mujer y sus maestras:

La madre es una mediación entre la nada y la vida nueva, esa vida que en su nacimiento es la pionera de un ser. Una persona que todavía no es. La madre llega para darnos su tiempo y su luz. La madre es la mediadora entre el mundo y nosotros y nos enseña algo que no tiene precio: la palabra, la verdad, el amor y la belleza […] Va y viene de lugares extremos, dos veces nos crea la madre.

También es de la memoria de mi madre que yo era tan pequeñita que me perdía en la arboleda repitiendo: «la eme con la a suena ma; la ele con la e suena le, la…», y las personas que pasaban por la calle preguntaban:

—Ana, ¿quién está por ahí hablando como un cao?

Ella me buscaba y me traía cargada para que vieran «el fenómeno». Una y otra vez los vecinos se sorprendían o fingían sorprenderse para reír todos, fue como un juego:

—¡Pero no me digas que «esa cosa» tan chiquitita habla tan claro!

Tenía cuatro años y me enfrentaba jubilosa a los letreros de la bodega, de los paquetes, de las revistas que pululaban en casa de mis tías y mis primas, las modistas del pueblo.

Había tenido una maestra antes de ir a la escuela. Desde entonces, antes del crecimiento físico, cuando aún no lo sabía, estaba creciendo en lo invisible el credo de mi vida: ser maestra.

En la cúspide de la instalación irregular que formaban los paquetes encima del camión, estaba, amarrada a «como diera lugar», como colofón, mi maletica rosada; ella emprendería el camino a las montañas antes que yo.

Para llegar hasta El Caney de las Mercedes, un lugar remoto de lo que fue la provincia de Oriente, habíamos recorrido un camino que en mi caso estuvo lleno de rebeldía, decisiones, asombros, lágrimas, negativas, regaños, pronósticos, permisos y el viaje.

La decisión la tomé cuando unos funcionarios de Educación llegaron a mi escuela, la secundaria Orlando Nieto, con unas planillas en blanco, y pidieron la aceptación de los alumnos que quisieran estudiar para ser maestros.

A esas alturas, con trece años, era una adolescente rebelde; había dejado atrás la alumna modelo que cualquier maestro quiere en su aula para ser una lectora de novelas rosa escondidas entre los libros de clases, y una «escritora incipiente» de relatos también rosa que escribía en los cuadernos escolares, a pedido de mis condiscípulos. Ellos me decían «sácame una novela» y elegían sus nombres, el país en que vivirían...

Era una escritora por encargo que camuflaba los manuscritos entre los libros y una irreverente que se escapaba a montar bicicleta con otros chiquillos. Más de una vez llevé a mi casa aquellos billetes terribles cuyos destinatarios eran mis padres y que rezaban invariablemente: «Preséntese mañana a las 8:00 a.m. para discutir problemas relacionados con la disciplina de su hija».

En los días de la visita de aquellos funcionarios había llevado a mi hogar la más terrorífica advertencia: «De continuar con su conducta nos veremos obligados a expulsarla de la escuela».

Sin otra salida, los recién llegados fueron enviados del Paraíso y las planillas eran el pasaporte requerido. Sin consultar a nadie tomé una y declaré lo consabido:

—Por la tarde la traigo con el permiso de mis padres.

Pero llené los formularios allí mismo y firmé donde categóricamente se solicitaban nombres y firmas de los progenitores. ¿Acaso no sabía los nombres de mis padres? ¿Acaso no sabía cómo firmaban? ¿Acaso no sabía que iban a poner el grito en el cielo antes de dejarme ir a ningún lugar?

Las experiencias te educan. Ellos habían dicho que no y nada los convenció cuando quise ir a alfabetizar, porque estaba muy flaca, muy chiquitica, era muy mona a la hora de las comidas, no sabía peinarme, unas y otras monsergas severas, conclusivas, que culminaron siempre con la negativa.

Entonces lo decidido estaba bien. Llegué a la casa con una alteración inusitada y en medio del almuerzo solté lo que aún hoy, para hacerme justicia, considero un bombazo:

—Me voy dentro de tres días para Minas de Frío a estudiar para maestra.

Sonaron los cubiertos, mi padre gritó, mi madre aulló, mis hermanos me miraron como si me hubiera vuelto loca. Después de la confusión, la aclaración:

—Miren que los funcionarios, que las planillas, que nos vamos en tren desde Caibarién, que nos llevan, que…

—¡No!, no vas ningún lado.

Fueron unánimes con la negativa, quiero decir, él y ella, ella y él, mi padre y mi madre; pero se encontraron con una mirada que los dejó callados de momento, la mirada y las palabras.

—Ya dije que me voy y me voy.

—¿Tú sabes dónde está Minas de Frío?

Ni ellos sabían ni yo tampoco, pero no me importaba. Lo importante, más allá del fin, era escapar de la escuela que no tenía nada atractivo para mí y también, por qué no decirlo, del cariño que tenía que compartir porque mi madre cargaba a cada rato y estaba horas embobada con un nuevo miembro de la familia, mi hermanito más pequeño.

Para mí estaba claro. «Ser o no ser». Pero fue por el momento porque el hombre de la casa puso fin a la cuestión ante la actitud aterrorizada de mi madre.

—Bien, ¿y qué hace falta para que te vayas de viaje?

Hombre práctico.

—Hace falta una maleta.

Esta es la historia de la maleta que está en lo alto del encaramillo de paquetes. Papi la hizo en una tarde. Era un magnífico carpintero. Su primer mueble surgió cuando tenía doce años y era un rapaz semidescalzo en el batey de la Magdalena. A golpes de machete doblegó la madera y exhibió luego con orgullo su obra terminada, un taburete que regaló el Día de San Antonio de Padua a su madrina, por el cumpleaños.

Trabajó duro desde niño, sembrando y cortando caña, ayudando a los mayores en la cocina del dueño del ingenio, pero en los pocos ratos de descanso sus manos se movían buscando el oficio, haciendo yugos para los bueyes de botella, moldeando trompos; así aprendió hasta construir perfectos juegos de sala, armarios y casas. Hacer mi maleta de viaje fue cosa de «coser y cantar», con mi madre detrás, un mar de lágrimas.

—¿Cómo la vas a dejar, cómo?

Entonces vino otra vez el sismo, como por ensalmo se cuestionaron cuál era su responsabilidad en el asunto y casi con el bulto terminado, pulido con el mejor de los cepillos, con los broches puestos, a punto de ser pintado, surgieron las preguntas que nadie se había hecho:

—¿Por qué los maestros no nos dijeron nada?

—¿Cómo es que nos enteramos por ti?

La debacle, la hecatombe, de vuelta al revés; sin permiso, por mi cuenta, no es posible; no, otra vez no. El regaño mayúsculo amenazó con hacer un desastre después de que todo estaba en el mejor lugar.

—¿Quién ha visto?, ¿dónde se ha visto? La vejiga…

Ella casi victoriosa, él furibundo por la falta de respeto y, cuando parecía que el asunto iba a acabar solo en mis deseos de irme bien lejos, llegó la abuela.

Mi abuela era un personaje silencioso, ahora inolvidable, que se movía como una sombra pero que todos amábamos muchísimo. Ella me dio la oportunidad de conocer cuán testaruda se hizo mi existencia. Vivió casi cien años y no me cuesta ningún trabajo enumerar las escasas palabras que sostuvo conmigo en su larga vida.

Venía tarde por tarde a la casa, nos traía una cantina con sopa y carne hervida, deliciosa ropa vieja; una costumbre de muchos años. Desde que se casaron mis padres ella empezó a velar, a escondidas del abuelo que no aprobaba el matrimonio, por la alimentación de su hija menor, siempre enfermiza y triste.

Mi madre era la más triste porque era la más sensible de sus hijos, pero esta es otra historia. La sensible ahora estaba iracunda con razón y creía la batalla ganada. La rebelde, por su parte, blandía la amenaza de dejar de comer semanas enteras, lo que suponía la muerte, pues, amén de la edad, yo no pesaba más de 40 kg y era del alto del espaldar de las sillas del comedor; mi estatura, 130 cm medidos con generosidad.

La abuela escuchó los argumentos, las quejas, los regaños, las súplicas, y cruzando las manos sobre el delantal profirió las palabras mágicas:

—Déjenla ir. Eso es embullo. Estoy segura de que a los dos días estará llorando como una boba y extrañando a todo el mundo. La tendrán que traer para acá y vendrá de vuelta sin más.

Calma total. Asunto zanjado. Ay, abuela, cuántas veces por no darte la razón me comporté como la más valiente o la más testaruda de todos, pero al menos esa vez me salvaste de buena.

Mi padre me llevó a la estación, maleta, finalmente pintada de rosado, en mano. Le dije adiós desde la ventanilla del tren, minúscula, insignificante dentro de la mole de hierro, sola en medio del gentío, con ganas de llorar, de volver desde ahí mismo; pero no, no le iba a dar la razón a «mamma», como todos le decían cariñosamente a mi abuela.

Con la experiencia narrada en Harry Potter y lapiedra filosofal recordé ese viaje, vagones que recorrieron el país desde Occidente hasta Oriente repletos de muchachos y muchachas haciendo en general un viaje en solitario por primera vez para llegar a un sitio que sería «la escuela».

Dos días después miro la maleta y envidio su suerte porque irá montada en el camión. A nosotros, con los pies enfundados en las botas nuevas que nos han dado, con el ansia de lo desconocido y el miedo a lo desconocido, nos espera subir una loma inmensa que nombran La Vela porque es empinada y cuando casi desfalleces y preguntas: «Cuánto falta, cuándo llegamos», una voz siempre responde: «Cuando vean las lucecitas».

Una vela larga, erguida y con luces solo al final de la jornada.

La llegada debió ser memorable. Todos medio muertos, recogiendo los bultos, yendo prestos al albergue donde vivirían por nueve meses. No lo recuerdo. Llegué con los ojos cerrados, semidesmayada, enferma, volada en fiebre, llorosa, y enseguida me aislaron en «el hospitalito». No me recibió nadie, para mí no hubo discursos de bienvenida ni presentaciones, ni comida del primer día. Irremediablemente me enfermé subiendo La Vela de un mal juvenil, excluyente y absurdo a esa «heroica» hora. Me dieron las paperas.

Estoy hablando del año 1964. Se había iniciado hacía poco el Plan Nacional de Becas que ponía en manos de los hijos de los trabajadores y los campesinos, las posibilidades de estudiar carreras universitarias, técnicas y otras, dentro y fuera del territorio nacional, para que una vez graduados contribuyeran a la construcción del país y a asegurar un futuro mejor para todos.

La Escuela Vocacional «Sierra Maestra» para Maestros Primarios de Minas de Frío tenía su primera sede en el lugar homónimo. En medio de las montañas y en muy difíciles condiciones, se formarían durante un año los hombres y las mujeres que después poblarían el país para cubrir las necesidades de maestros que comenzaban a existir, porque antes de 1959 no llegaban los planes educacionales a todos los lugares y muchos maestros abandonaban el país.