La fortuna de los Rougon - Émile Zola - E-Book

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Émile Zola

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Beschreibung

El nombre de Émile Zola (1840-1902) ha pasado a la historia de la literatura no sólo como fundador y teórico del naturalismo, sino también como vigoroso narrador del clima social y político de una época. 

En la extensísima serie denominada « Los Rougon-Macquart», en la que utilizó como laxo hilo conductor las vidas de los diferentes miembros de dos ramas dispares provenientes de un tronco común, alumbró un vasto fresco histórico y social de la Francia del Segundo Imperio, esto es, el período que transcurre entre la coronación de Luis Bonaparte como Napoleón III en 1852 y su destronamiento tras la guerra franco-prusiana de 1871. Situada en los revueltos tiempos que marcaron la efímera experiencia de la III República francesa, "La fortuna de los Rougon", primera de esta serie de novelas autónomas publicada en 1871, establece el origen de esta frondosa saga y narra el ascenso social de la rama de los Rougon a favor de los vendavales políticos y la instauración del imperio.
Inspirándose en la “Comedia humana” de Balzac tramó Zola el ciclo de los Rougon-Macquart.

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Émile Zola

La fortuna de los Rougon

Tabla de contenidos

LA FORTUNA DE LOS ROUGON

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

LA FORTUNA DE LOS ROUGON

Prólogo

Quiero explicar cómo una familia, un pequeño grupo de seres, se comporta en una sociedad, desarrollándose para engendrar diez, veinte individuos que parecen, en un primer vistazo, profundamente disímiles, pero que el análisis muestra íntimamente ligados unos con otros. La herencia tiene sus leyes, como la gravedad.

Trataré de encontrar y de seguir, resolviendo la doble cuestión de los temperamentos y el medio, el hilo que conduce matemáticamente de un hombre a otro hombre. Y cuando tenga todos los hilos, cuando esté entre mis manos todo un grupo social, mostraré a ese grupo en acción, como actor de una época histórica, lo crearé actuando en la complejidad de sus esfuerzos, analizaré a la vez la suma de voluntad de cada uno de sus miembros y el impulso general del conjunto.

Los Rougon-Macquart, el grupo, la familia que me propongo estudiar, se caracteriza por el desbordamiento de los apetitos, la amplia agitación de nuestra época, que se abalanza sobre los placeres. Fisiológicamente, son la lenta sucesión de los accidentes nerviosos y sanguíneos que se declaran en una raza, a consecuencia de una primera lesión orgánica, y que determinan, según el medio, en cada uno de los individuos de esa raza, los deseos, las pasiones, todas las manifestaciones humanas, naturales e instintivas, cuyos productos adoptan los nombres convencionales de virtudes y vicios. Históricamente, salen del pueblo, irradian por toda la sociedad contemporánea, ascienden a todas las posiciones, gracias a ese impulso esencialmente moderno que reciben las clases bajas en marcha a través del cuerpo social, y narran así el Segundo Imperio, con ayuda de sus dramas individuales, desde la celada del golpe de Estado hasta la traición de Sedán.

Desde hace tres años reunía yo los documentos de esta gran obra, y el presente volumen estaba incluso escrito cuando la caída de los Bonaparte, que yo necesitaba como artista y que siempre encontraba fatalmente al final del drama, vino a darme el desenlace terrible y necesario de mi obra. Ésta se halla, desde hoy, completa; se agita en un círculo cerrado; se convierte en el cuadro de un reinado muerto, de una extraña época de vergüenza y locura.

Esta obra, que constará de varios episodios, es, pues, en mi intención, la Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. Y el primer episodio, La fortuna de los Rougon, debe llamarse con su título científico: Los orígenes.

ÉMILE ZOLA

París, 1 de julio de 1871

Capítulo 1

Cuando se sale de Plassans por la puerta de Roma, situada al sur de la ciudad, se encuentra, a la derecha de la carretera de Niza, después de haber dejado las primeras casas del arrabal, un baldío designado en la región con el nombre de ejido de San Mittre.

El ejido de San Mittre es un cuadrilátero de cierta extensión, que se alarga a ras del borde de la carretera, del que lo separa una simple franja de hierba gastada. Por un costado, a la derecha, una callejuela sin salida lo bordea con una hilera de casuchas; a la izquierda y al fondo, lo cierran dos lienzos de muralla roídos por el musgo, por encima de los cuales se divisan las altas ramas de las moreras del Jas-Meiffren, la gran finca que tiene su entrada más lejos, en el arrabal. Así cerrado por tres lados, el ejido es como una plaza que no lleva a ninguna parte y que sólo cruzan los paseantes.

Antiguamente había allí un cementerio colocado bajo la protección de San Mittre, un santo provenzal muy honrado en la comarca. Los viejos de Plassans recordaban aún, en 1851, haber visto en pie las tapias de ese cementerio, que llevaba años cerrado. La tierra, que se hartaba de cadáveres desde hacía más de un siglo, rezumaba muerte, y habían tenido que abrir un nuevo campo de sepulturas, en el otro extremo de la ciudad. Abandonado, el viejo cementerio se había depurado cada primavera, al cubrirse de una vegetación negra y tupida. Aquel suelo feraz, en el que los sepultureros no podían dar un golpe de laya sin arrancar algún jirón humano, tuvo una fertilidad extraordinaria. Desde la carretera, tras las lluvias de mayo y los soles de junio, se divisaban las puntas de las hierbas que desbordaban las tapias; en el interior, era un mar de un verde oscuro, profundo, salpicado de flores anchas, de singular esplendor. Se notaba abajo, en la sombra de los tallos apretados, el mantillo húmedo que hervía y rezumaba savia.

Una de las curiosidades de este campo eran entonces unos perales de brazos retorcidos, de nudos monstruosos, cuyos frutos enormes no habría querido coger ni un ama de casa de Plassans. En la ciudad se hablaba de aquella fruta con muecas de asco; pero los chiquillos del arrabal no tenían esas delicadezas, y escalaban los muros, en pandilla, por la tarde, con el crepúsculo, para robar las peras antes aún de que estuviesen maduras.

La ardiente vida de las hierbas y de los árboles pronto devoró toda la muerte del viejo cementerio de San Mittre; la podredumbre humana se la comieron ávidamente flores y frutas, y sucedió que, al pasar por aquella cloaca, ya no se sentía sino el penetrante aroma de los alhelíes silvestres. Fue sólo cuestión de algunos veranos.

Por aquel entonces, la ciudad pensó en sacar partido de aquella propiedad comunal, que dormía inútil. Se derribaron las tapias que bordeaban la carretera y el callejón sin salida, se arrancaron las hierbas y los perales. Después se trasladó el cementerio. Se excavó el suelo varios metros, y se amontonaron, en un rincón, las osamentas que la tierra tuvo a bien devolver. Durante cerca de un mes los chiquillos, que lloraban por los perales, jugaron a los bolos con las calaveras; unos bromistas pesados colgaron, una noche, fémures y tibias de todos los cordones de las campanillas de la ciudad. Este escándalo, cuyo recuerdo conserva aún Plassans, sólo cesó el día en que decidieron arrojar el montón de huesos en el fondo de un hoyo cavado en el nuevo cementerio. Pero, en provincias, las obras se hacen con prudente lentitud, y los habitantes vieron, durante una semana larga, un solo volquete que, de tarde en tarde, transportaba despojos humanos, como si hubiera transportado cascotes. Lo peor era que el volquete tenía que cruzar Plassans de punta a punta, y que el mal pavimento de las calles le hacía diseminar, a cada bache, fragmentos de huesos y puñados de tierra feraz. Nada de ceremonias religiosas: un acarreo lento y brutal. Jamás una ciudad se sintió más asqueada.

Durante varios años el terreno del viejo cementerio de San Mittre siguió siendo motivo de espanto. Abierto al primero que llegase, al borde de una carretera principal, siguió desierto, presa de nuevo de los hierbajos. La ciudad, que sin duda contaba con venderlo, y con ver edificar allí casas, no debió de encontrar comprador; quizá el recuerdo del montón de huesos y del volquete yendo y viniendo por las calles, solitario, con la pesada terquedad de una pesadilla, echó para atrás a la gente; quizá haya que explicar el hecho por la pereza de la provincia, por esa repugnancia que experimenta a destruir o reconstruir. Lo cierto es que la ciudad conservó el terreno y acabó incluso olvidando su deseo de venderlo. Ni siquiera lo rodeó con una empalizada; entró quien quiso. Y poco a poco, con ayuda de los años, se acostumbraron a aquel rincón vacío; se sentaron en la hierba de los bordes, cruzaron el campo, lo poblaron. Cuando los pies de los paseantes gastaron la alfombra de hierba, y la tierra batida se volvió gris y dura, el viejo cementerio tuvo cierto parecido con una plaza pública mal nivelada. Para borrar mejor todo recuerdo repugnante, los habitantes, sin darse cuenta, se vieron inducidos lentamente a cambiar la denominación del terreno; se contentaron con conservar el nombre del santo, con el cual bautizaron también el callejón sin salida que se abre en un rincón del campo; hubo el ejido de San Mittre y el callejón de San Mittre.

Estos hechos datan de lejos. Desde hace más de treinta años, el ejido de San Mittre tiene una fisonomía particular. La ciudad, demasiado indiferente o dormida para sacarle partido, lo ha alquilado, por una pequeña suma, a unos carreteros del arrabal, que lo han convertido en depósito de maderas. Todavía hoy está atestado de enormes vigas, de diez a quince metros de largo, yaciendo aquí y allá, en montones, semejantes a haces de columnas derribadas al suelo. Esas pilas de vigas, esa especie de mástiles colocados en paralelo, y que van de un extremo a otro del campo, son una continua alegría para los chavales. Al haberse deslizado algunas piezas de madera, el terreno se encuentra, en ciertos lugares, totalmente recubierto por una especie de entarimado de tablas redondeadas sobre el cual sólo se logra caminar con milagros de equilibrio. Pandillas de niños se entregan a este ejercicio todo el día. Se los ve saltando los gruesos tablones, siguiendo en fila las estrechas aristas, arrastrándose a horcajadas, juegos variados que terminan en general entre empellones y lágrimas; o bien una docena de ellos se sientan, apretados unos contra otros, en el extremo delgado de una viga elevada unos cuantos pies sobre el suelo, y se columpian durante horas. El ejido de San Mittre se ha convertido así en sitio de recreo donde se desgastan desde hace más de un cuarto de siglo los fondillos de los galopines.

Lo que ha acabado de imprimir a ese rincón perdido un extraño carácter es que, por costumbre tradicional, los gitanos que van de paso lo eligen como domicilio. En cuanto una de esas casas rodantes, que encierran una tribu entera, llega a Plassans, va a guarecerse al fondo del ejido de San Mittre. Así, el lugar nunca está vacío; siempre hay allí alguna banda de facha singular, alguna cuadrilla de hombres feroces y de mujeres horriblemente enjutas, entre los cuales se ve revolcarse por el suelo grupos de hermosos niños. Esa gente vive al aire libre, sin avergonzarse, delante de todos, calentando el puchero, comiendo cosas sin nombre, desplegando sus pingos agujereados, durmiendo, peleándose, besándose, apestando a suciedad y miseria.

El campo muerto y desierto, donde antaño sólo los abejorros zumbaban alrededor de las flores ubérrimas, entre el silencio aplastante del sol, se ha convertido así en un lugar bullidor, lleno del ruido de las disputas de los gitanos y de los gritos agudos de los golfillos del arrabal. Un aserradero, que corta en una esquina las vigas del depósito, chirría, sirviendo de fondo sordo y continuo a las voces agrias. Este aserradero es muy primitivo: colocan la pieza de madera sobre dos altos caballetes y dos chiquichaques, uno arriba, montado en la propia viga, otro abajo, cegado por el serrín que cae, imprimen a una ancha y fuerte sierra un continuo movimiento de vaivén. Durante horas esos hombres se doblan, parecidos a títeres articulados, con regularidad y sequedad de máquinas. La madera que cortan se alinea, a lo largo de la muralla del fondo, en pilas de dos o tres metros de alto, y metódicamente construidas, tabla a tabla, en forma de cubo perfecto. Esa especie de almiares cuadrados, que a menudo permanecen allí varias temporadas, comidos por las hierbas a ras del suelo, son uno de los encantos del ejido de San Mittre. Forman senderos misteriosos, estrechos y discretos, que llevan a una vereda más ancha, que queda entre las pilas y la muralla. Es un desierto, una franja de verdor desde donde sólo se ven trozos de cielo. En esa vereda, cuyos muros están tapizados de musgo y cuyo suelo parece cubierto de una alfombra de alta lana, reinan aún la vegetación exuberante y el silencio estremecido del viejo cementerio. Se sienten correr por ella esos soplos cálidos y vagos de la voluptuosidad de la muerte que salen de las viejas tumbas caldeadas por los grandes soles. No hay, en la campiña de Plassans, un lugar más emocionante, más vibrante de tibieza, de soledad y de amor. Allí es exquisito amar. Cuando se vació el cementerio, debieron de apilar los huesos en ese rincón, pues no resulta raro, todavía hoy, desenterrar fragmentos de calavera al hurgar con el pie entre la hierba húmeda.

Nadie, por lo demás, piensa ya en los muertos que durmieron bajo esta hierba. De día, sólo los niños se meten entre las pilas de madera, cuando juegan al escondite. La vereda sigue virgen e ignorada. Se ve sólo el depósito atestado de vigas y gris de polvo. Por la mañana y a primeras horas de la tarde, cuando el sol es tibio, todo el terreno bulle, y por encima de toda esa turbulencia, por encima de los galopines que juegan entre las piezas de madera y de los gitanos que atizan el fuego bajo su puchero, la seca silueta del chiquichaque montado en su viga se recorta en el cielo, yendo y viniendo con un movimiento regular de balancín, como para reglar la vida ardiente y nueva que ha crecido en este campo del eterno reposo. Sólo los viejos, sentados en las vigas y calentándose al sol poniente, hablan a veces entre sí de los huesos que vieron acarrear antaño por las calles de Plassans, en el legendario volquete.

Cuando cae la noche el ejido de San Mittre se vacía, se vuelve profundo, semejante a un gran agujero negro. Al fondo, sólo se vislumbra ya el resplandor agonizante de la hoguera de los gitanos. A veces, unas sombras desaparecen silenciosas entre la espesa masa de las tinieblas. Sobre todo en invierno, el lugar resulta siniestro.

Un domingo por la tarde, hacia las siete, un joven salió lentamente del callejón de San Mittre y, rozando los muros, se metió entre las vigas del depósito. Era en los primeros días de diciembre de 1851. Hacía un frío seco. La luna, llena en ese momento, tenía esa claridad aguda propia de las lunas de invierno. El depósito, esa noche, no se ahondaba siniestramente como en las noches lluviosas; iluminado por anchos lienzos de luz blanca, se extendía, entre el silencio y la inmovilidad del frío, con suave melancolía.

El joven se paró unos segundos al borde del campo, mirando al frente con aire desconfiado. Llevaba, oculta bajo la chaqueta, la culata de un largo fusil, cuyo cañón, dirigido hacia abajo, brillaba al claro de luna. Estrechando el arma contra el pecho, escrutó atentamente con la mirada los cuadrados de tinieblas que las pilas de tablas proyectaban al fondo del terreno. Había allá como un tablero blanco y negro de luz y de sombra, con escaques netamente recortados. En el centro del ejido, sobre un trozo de suelo gris y desnudo, los caballetes de los chiquichaques se dibujaban, alargados, estrechos, raros, semejantes a una monstruosa figura geométrica trazada a tinta en un papel. El resto del depósito, el entarimado de vigas, no era sino un vasto lecho donde la claridad dormía, apenas estriada con delgadas rayas negras por las líneas de sombra que corrían a lo largo de los gruesos tablones. Bajo aquella luna de invierno, en el silencio helado, aquella marea de mástiles acostados, inmóviles, como atiesados de sueño y de frío, recordaba a los muertos del viejo cementerio. El joven no lanzó sino un rápido vistazo a aquel espacio vacío; ni un ser, ni un soplo, ni el menor peligro de ser visto u oído. Las manchas de sombra del fondo le inquietaban más. Sin embargo, tras un corto examen, se aventuró y cruzó rápidamente el depósito.

En cuanto se sintió al amparo, aflojó la marcha. Estaba entonces en la vereda que bordea la muralla, detrás de las tablas. Allí, ni siquiera oyó el rumor de sus pasos; la hierba helada crujía apenas bajo sus pies. Una sensación de bienestar pareció apoderarse de él. Debía de gustarle aquel lugar y no temer en él ningún peligro, no venir a buscar allí más que algo dulce y bueno. Dejó de ocultar su fusil. La vereda se extendía, semejante a una zanja de sombras; de tarde en tarde, la luna, deslizándose entre dos pilas de tablas, cortaba la hierba con una raya de luz. Todo dormía, tinieblas y claridades, con un sueño profundo, dulce y triste. Nada comparable a la paz de aquel sendero. El joven lo recorrió entero. En el extremo, en el punto donde las murallas del Jas-Meiffren forman un ángulo, se detuvo, aguzando el oído, como para escuchar si llegaba algún ruido de la finca vecina. Después, al no oír nada, se bajó, apartó una tabla y escondió su fusil en una pila de madera.

Había allí, en la esquina, una vieja lápida sepulcral, olvidada en el traslado del antiguo cementerio y que, colocada sobre el campo y un poco al sesgo, formaba una especie de banco alto. La lluvia había desmenuzado sus bordes, el musgo la roía lentamente. Sin embargo, aún podía leerse, al claro de luna, este fragmento de epitafio grabado en la cara encajada en tierra: «Aquí yace… Marie… muerta…». El tiempo había borrado el resto.

Después de ocultar su fusil, el joven escuchó de nuevo y, no habiendo oído nada, decidió subirse a la lápida. El muro era bajo, se puso de codos sobre la albardilla. Pero más allá de la fila de moreras que bordea la muralla, no vio sino una llanura de luz; las tierras del Jas-Meiffren, lisas y sin árboles, se extendían bajo la luna como una inmensa pieza de tela cruda; a unos cien metros, la vivienda y las dependencias habitadas por el aparcero formaban manchas de un blanco más brillante. El joven miraba hacia ese lado con inquietud cuando un reloj de la ciudad empezó a dar las siete, con golpes graves y lentos. Contó los toques, después bajó de la lápida, como sorprendido y aliviado.

Se sentó en el banco como quien consiente en una larga espera. Ni siquiera parecía sentir el frío. Durante cerca de media hora no se movió, con los ojos clavados en una masa de sombras, soñador. Se había situado en un rincón oscuro; pero, poco a poco, la luna que subía le alcanzó, y su cabeza se encontró en plena claridad.

Era un muchacho de aire vigoroso, cuya boca fina y piel aún delicada proclamaban su juventud. Tendría diecisiete años. Era guapo, con una belleza singular.

Su cara, flaca y alargada, parecía excavada por el pulgar de un potente escultor; la frente montuosa, los arcos superciliares prominentes, la nariz aguileña, la barbilla ancha y chata, las mejillas de pómulos aguzados y cortadas por planos huidizos, daban a la cabeza un relieve de extraordinario vigor. Con la edad, aquella cabeza adquiriría un carácter huesudo demasiado pronunciado, una flacura de caballero andante. Pero en esa hora de la pubertad, apenas cubierta en las mejillas y el mentón por un leve bozo, veía corregida su rudeza por cierta encantadora blandura, por ciertos rincones de la fisonomía que seguían siendo infantiles e imprecisos. Los ojos, de un negro tierno, aún anegados de adolescencia, imprimían también dulzura a esa expresión enérgica. No a todas las mujeres les hubiera gustado aquel chico, pues estaba lejos de ser lo que se llama un guapo mozo; pero el conjunto de sus rasgos tenía una vida tan ardiente y simpática, tal belleza de entusiasmo y fuerza, que las chicas de su provincia, esas chicas curtidas del sur, debían de soñar con él cuando pasaba por delante de sus puertas, en las cálidas tardes de julio.

Seguía penando, sentado en la lápida sepulcral, sin notar la claridad de la luna que corría ahora a lo largo de su pecho y de sus piernas. Era de estatura mediana, levemente rechoncho. Al final de sus brazos demasiado desarrollados unas manos de obrero, endurecidas ya por el trabajo, se acoplaban sólidamente; sus pies, calzados con gruesos zapatos de cordones, parecían fuertes, cuadrados en la punta. Por sus ligamentos y sus extremidades, por la actitud pesada de sus miembros, era un hombre del pueblo; pero había en él, en su cuello erguido y en los resplandores pensativos de sus ojos, una especie de sorda rebelión contra el embrutecimiento del oficio manual que comenzaba a encorvarlo. Debía de ser de natural inteligente, ahogado en el fondo de la pesadez de su raza y de su clase, una de esas almas tiernas y exquisitas alojadas en pura carne, y que sufren por no poder salir radiantes de su espesa envoltura. También, en medio de su fuerza, parecía tímido e inquieto, avergonzado inconscientemente de sentirse incompleto y de no saber cómo completarse. Buen chico, cuya ignorancia se había convertido en entusiasmo, corazón de hombre servido por una razón de muchachito, capaz de abandonos como una mujer y de valor como un héroe. Esa noche iba vestido con un pantalón y una chaqueta de pana verdosa de finos bordones. Un sombrero de fieltro flexible, ligeramente echado hacia atrás, dejaba en su frente una raya de sombra.

Cuando sonó la media en el reloj vecino, salió sobresaltado de su ensoñación. Al verse blanco de luz, miró frente a sí con inquietud. Con un movimiento brusco se introdujo en las sombras, pero no pudo recobrar el hilo de su ensoñación. Sintió entonces que sus pies y sus manos se quedaban helados, y le asaltó de nuevo la impaciencia. Volvió a subirse para echar una ojeada al Jas-Meiffren, que seguía silencioso y vacío. Después, sin saber cómo matar el tiempo, volvió a bajar, cogió su fusil de la pila de tablas, donde lo había escondido, y se entretuvo tabaleando en él. El arma era una larga y pesada carabina que había pertenecido sin duda a un contrabandista; por el grosor de la culata y la poderosa base del cañón se reconocía un viejo fusil de chispa que un armero de la comarca había transformado en fusil de pistón. Carabinas así se ven colgadas en las granjas, sobre las chimeneas. El joven acariciaba su arma con amor; bajó el gatillo más de veinte veces, introdujo su dedo meñique en el cañón, examinó atentamente la culata. Poco a poco, se animó con juvenil entusiasmo, con el que se mezclaba cierta niñería. Acabó poniéndose la carabina en la mejilla, apuntando al vacío, como un recluta que hace la instrucción.

No tardaron en dar las ocho. Conservaba el arma sobre la mejilla desde hacía un minuto largo, cuando una voz, leve como un soplo, baja y jadeante, llegó del Jas-Meiffren.

—¿Estás ahí, Silvère? —preguntó la voz.

Silvère soltó el fusil y, de un salto, se encontró en la lápida sepulcral.

—Sí, sí —respondió, ahogando igualmente su voz—: Espera, voy a ayudarte.

Aún no había alargado los brazos cuando una cabeza de jovencita apareció por encima de la muralla. La niña, con singular agilidad, había trepado como una joven gata con ayuda del tronco de una morera. Por la seguridad y la soltura de sus movimientos, se veía que aquel extraño camino debía de serle familiar. En un abrir y cerrar de ojos se encontró sentada en la albardilla. Entonces Silvère la cogió en sus brazos y la dejó en el banco. Pero ella se debatía.

—Déjame —decía con una risa de chiquilla juguetona—, déjame de una vez… Sé bajar perfectamente sola. —Después, cuando estuvo sobre la lápida—: ¿Hace mucho que me esperas?… He corrido, estoy toda sofocada.

Silvère no respondió. No parecía estar de broma, miraba a la niña con aire apenado. Se sentó a su lado, diciendo:

—Quería verte, Miette. Te habría esperado toda la noche… Me marcho mañana, al amanecer.

Miette acababa de ver el fusil tumbado en la hierba. Se puso seria, murmuró:

—¡Ah!… Estás decidido… Ése es tu fusil… Hubo un silencio.

—Sí —respondió Silvère con una voz aún más insegura—, es mi fusil… He preferido sacarlo esta tarde de casa; mañana por la mañana, tía Dide podría ver que me lo llevo y eso la inquietaría… Voy a esconderlo, vendré a buscarlo mañana en el momento de salir.

Y como Miette parecía no poder separar los ojos del arma que él había dejado tan tontamente en la hierba, se levantó y la metió de nuevo debajo de la pila de tablas.

—Nos hemos enterado esta mañana —dijo, volviéndose a sentar— de que los insurgentes de La Palud y de Saint-Martin de-Vaulx estaban en marcha, y de que habían pasado la noche en Alboise. Se ha decidido que nos unamos a ellos. Esta tarde parte de los obreros de Plassans han abandonado la ciudad; mañana, los que todavía quedan irán al encuentro de sus hermanos. —Pronunció la palabra «hermanos» con énfasis juvenil. Después, animándose, con voz más vibrante—: La lucha resulta inevitable —añadió—, pero el derecho está de nuestra parte, triunfaremos.

Miette escuchaba a Silvère, mirando al frente, fijamente, sin ver. Cuando él calló, dijo simplemente:

—Está bien. —Y tras un silencio—: Ya me lo habías advertido…, sin embargo, esperaba aún… En fin, está decidido.

No pudieron encontrar otras palabras. El rincón desierto del depósito, el caminito verde recobraron su calma melancólica; no quedó sino la luna viviente haciendo girar sobre la hierba la sombra de las pilas de tablas. El grupo formado por los dos jóvenes sobre la lápida sepulcral se había quedado inmóvil y mudo, en la claridad pálida. Silvère había pasado el brazo alrededor del talle de Miette, y ésta se había abandonado sobre su hombro. No intercambiaron besos, sólo un abrazo en el que el amor tenía la tierna inocencia de un cariño fraternal.

Miette iba cubierta por una gran capa parda con capucha, que le caía hasta los pies y la envolvía por entero. Sólo se le veían la cabeza y las manos. Las mujeres del pueblo, las campesinas y las obreras llevan aún, en Provenza, esas amplias capas, que en la región se denominan pellizas y cuya moda se remonta a muy lejos. Al llegar, Miette se había echado hacia atrás la capucha. De sangre ardiente, viviendo al aire libre, no llevaba nunca cofia. Su cabeza desnuda se destacaba vigorosamente sobre la muralla blanqueada por la luna. Era una niña, pero una niña que se hacía mujer. Se hallaba en esa hora indecisa y adorable en que la joven surge de la chiquilla. Hay entonces, en toda adolescente, una delicadeza de capullo naciente, una vacilación de formas de exquisito encanto; las líneas plenas y voluptuosas de la pubertad se insinúan en la inocente delgadez de la infancia; la mujer se desprende con sus primeras turbaciones púdicas, conservando aún a medias su cuerpo de niña y poniendo, sin saberlo, en cada uno de sus rasgos, la confesión de su sexo. Para ciertas muchachas, esa hora es mala; crecen bruscamente, se afean, se vuelven amarillas y endebles como plantas precoces. Para Miette, para todas las que son de sangre rica y viven al aire libre, es una hora de gracia penetrante que no recobran jamás. Miette tenía trece años. Aunque ya era alta, nadie le habría echado más, pues su rostro reía aún, a veces, con una risa clara e ingenua. Además, debía de ser núbil, la mujer se desarrollaba con rapidez en ella, gracias al clima y a la vida ruda que llevaba. Era casi tan alta como Silvère, rolliza y toda estremecida de vida. Al igual que su amigo, no tenía una belleza común. No se la podía considerar fea, pero habría parecido cuando menos rara a muchos lindos jóvenes. Tenía espléndidos cabellos: le nacían fuertes y tiesos sobre la frente, caían poderosamente hacia atrás, como una ola naciente, después recorrían la cabeza y la nuca, semejantes a un mar encrespado, lleno de hervores y caprichos, de un negro de tinta. Eran tan espesos que no sabía qué hacer con ellos. Le molestaban. Los retorcía lo más fuerte posible en varias crenchas, del grosor de la muñeca de un niño, para que ocupasen menos sitio, y después los amontonaba detrás de la cabeza. No tenía tiempo de pensar en su peinado, y ocurría siempre que ese moño enorme, hecho sin espejo y a toda prisa, adquiría bajo sus dedos una poderosa gracia. Al verla tocada con aquel casco viviente, con aquel montón de cabellos rizados que se desbordaban sobre las sienes y el cuello como una pelambre de animal, se comprendía por qué iba siempre con la cabeza descubierta, sin preocuparse nunca por lluvias ni heladas. Bajo la línea oscura de los cabellos, la frente, muy estrecha, tenía la forma y el color dorado de una fina medialuna. Los ojos grandes, saltones, la nariz corta, ancha en las aletas y respingada en la punta, los labios, demasiado gruesos y demasiado rojos, habrían parecido feos examinados por separado. Pero, tomados en la encantadora redondez de la cara, vistos en el ardiente juego de la vida, esos detalles del rostro formaban un conjunto de extraña y penetrante belleza. Cuando Miette reía, echando la cabeza hacia atrás y ladeándola blandamente sobre el hombro derecho, parecía una antigua bacante, con la garganta henchida de gozo sonoro, las mejillas redondeadas como las de un niño, los anchos dientes blancos, las crenchas de cabellos crespos que los estallidos de alegría agitaban sobre su nuca, al igual que una corona de pámpanos. Y para encontrar en ella a la virgen, a la chiquilla de trece años, había que ver cuánta inocencia encerraban sus risas amplias y sueltas de mujer hecha y derecha, había que observar sobre todo la delicadeza todavía infantil de su mentón y la pureza blanda de sus sienes. El rostro de Miette, bronceado por el sol, tomaba, con ciertas luces, reflejos de ámbar amarillo. Una fina pelusilla negra ponía ya sobre su labio superior una ligera sombra. El trabajo empezaba a deformar sus manecitas breves, que habrían podido convertirse, permaneciendo perezosas, en adorables manos regordetas de burguesa.

Miette y Silvère se quedaron un buen rato mudos. Leían en sus inquietos pensamientos. Y, a medida que se hundían juntos en el temor y en lo desconocido del mañana, se abrazaban con un abrazo más estrecho. Se entendían hasta el fondo del corazón, percibían la inutilidad y la crueldad de toda queja en voz alta. La jovencita no pudo, sin embargo, contenerse más; se ahogaba, expresó en una frase la inquietud de los dos.

—Volverás, ¿verdad? —balbució colgándose del cuello de Silvère.

Silvère, sin responder, con un nudo en la garganta y temiendo llorar como ella, la besó en la mejilla, como un hermano que no encuentra otro consuelo. Se separaron, volvieron a caer en su silencio.

Al cabo de un instante Miette se estremeció. Ya no se apoyaba contra el hombro de Silvère, sentía helarse su cuerpo. La víspera, no se hubiera estremecido de esta suerte, al fondo de aquella vereda desierta, sobre aquella lápida sepulcral, donde, desde hacía varias temporadas, vivían tan felizmente su ternura, en la paz de los viejos muertos.

—Tengo mucho frío —dijo, volviéndose a poner la capucha de la pelliza.

—¿Quieres que caminemos? —le preguntó el jove—. Aún no son las nueve, podemos pasear un rato por la carretera.

Miette pensaba que acaso en mucho tiempo no tendría la alegría de una cita, de una de esas charlas del anochecer para las cuales vivía de día.

—Sí, caminemos —respondió con presteza—, vamos hasta el molino… Me quedaré toda la noche, si quieres.

Dejaron el banco y se escondieron en la sombra de una pila de tablas. Allí, Miette abrió su pelliza, pespunteada con pequeños rombos y forrada de una indiana rojo sangre; después echó un faldón de aquel cálido y amplio manto sobre los hombros de Silvère, envolviéndolo así por entero, juntándolo con ella, apretado contra ella, en la misma prenda. Se pasaron mutuamente el brazo en torno al talle para no formar más que uno solo. Cuando estuvieron así confundidos en un solo ser, cuando se encontraron hundidos en los pliegues de la pelliza al punto de perder toda forma humana, empezaron a andar a pasitos, dirigiéndose hacia la carretera, cruzando sin temor los espacios desnudos del depósito, blancos de luna. Miette había envuelto a Silvère, y éste se prestaba a aquella operación, de una forma muy natural, como si la pelliza les hubiera hecho, cada noche, el mismo servicio.

La carretera de Niza, a cuyos dos lados se levanta el arrabal, estaba bordeada en 1851 por olmos seculares, viejos gigantes, ruinas grandiosas y llenas aún de poderío, que la aseada municipalidad de la ciudad ha sustituido, desde hace años, por pequeños plátanos. Cuando Silvère y Miette se encontraron bajo los árboles, cuyas ramas monstruosas dibujaba la luna a lo largo del arcén, hallaron, en dos o tres ocasiones, bultos negros que se movían silenciosamente rozando las casas. Eran, al igual que ellos, parejas de enamorados, herméticamente encerrados en trozos de tela, y que paseaban al fondo de las sombras su ternura discreta.

Los amantes de las ciudades del sur han adoptado este tipo de paseos. Los chicos y chicas del pueblo, que se casarán un día, y a quienes no les molesta besarse antes un poco, no saben dónde refugiarse para intercambiar besos a sus anchas, sin exponerse demasiado a los chismorreos. En la ciudad, aunque sus padres los dejen en entera libertad, si alquilasen una habitación, si se encontraran a solas, serían, al día siguiente, el escándalo de la región; por otra parte, no tienen tiempo, todas las tardes, de llegar a las soledades del campo. Entonces han elegido un término medio; recorren los arrabales, los baldíos, los senderos de las carreteras, todos los parajes donde hay pocos transeúntes y muchos rincones oscuros. Y para mayor prudencia, como todos los habitantes se conocen, tienen buen cuidado de volverse irreconocibles hundiéndose en una de esas grandes capas, que albergarían a una familia entera. Los padres toleran esas correrías en plenas tinieblas; la rígida moral provinciana no parece alarmarse; se da por sentado que los enamorados no se detienen nunca en los rincones ni se sientan en el fondo de los terrenos, y eso basta para calmar los alarmados pudores. Sólo pueden besarse mientras caminan. A veces, sin embargo, una chica se echa a perder: los amantes se han sentado.

Nada más encantador, en verdad, que esos paseos de amor. La imaginación mimosa e inventiva del sur está toda en ellos. Se trata de una verdadera mascarada, fértil en pequeñas felicidades, y al alcance de los pobres. La enamorada no tiene más que abrir su prenda, tiene un asilo listo para su enamorado; lo esconde sobre su corazón, en la tibieza de sus ropas, al igual que las pequeñas burguesas ocultan a sus galanes debajo de la cama o en los armarios. El fruto prohibido adquiere aquí un sabor especialmente dulce: se come al aire libre, en medio de los indiferentes, a lo largo de los caminos. Y lo que tiene de más exquisito, lo que da una penetrante voluptuosidad a los besos intercambiados, debe ser la certidumbre de poder besarse impunemente delante de la gente, de estar por las noches en público uno en brazos del otro, sin correr el peligro de ser reconocidos y señalados con el dedo. Una pareja no es sino un bulto pardo, se parece a otra pareja. Para el paseante rezagado, que ve moverse vagamente esos bultos, es el amor que pasa, sin más; el amor sin nombre, el amor que se adivina y que se ignora. Los amantes se saben bien escondidos; charlan en voz baja, están en su casa; muy a menudo no se dicen nada, caminan durante horas, al azar, felices de sentirse apretados juntos en el mismo trozo de indiana. Eso es muy voluptuoso y muy virginal a la vez. El clima es el gran culpable; sólo él debió de invitar al principio a los amantes a elegir los rincones de los arrabales como retiros. En las buenas noches de verano, no se puede dar una vuelta por Plassans sin descubrir, en la sombra de cada lienzo de muralla, una pareja encapuchada; ciertos parajes, el ejido de San Mittre, por ejemplo, están poblados por estos dominós oscuros que se rozan lentamente, sin ruido, entre las tibiezas de la noche serena; diríanse los invitados de un baile misterioso que las estrellas dieran a los amores de la gente pobre. Cuando hace demasiado calor y las jovencitas no llevan sus pellizas, se contentan con alzar el primer refajo. En invierno, los más enamorados se ríen de las heladas. Mientras bajaban por la carretera de Niza, Silvère y Miette no pensaban para nada en quejarse de la fría noche de diciembre.

Los jóvenes cruzaron el arrabal dormido sin intercambiar una palabra. Volvían a hallar, con alegría muda, el tibio encanto de su abrazo. Sus corazones estaban tristes, la felicidad que saboreaban al apretarse uno contra otro tenía la emoción dolorosa de un adiós, y les parecía que no agotarían jamás la dulzura y la amargura de aquel silencio que acunaba lentamente su marcha. Pronto las casas fueron raleando, llegaron al extremo del arrabal. Allí se abre el portalón del Jas-Meiffren, dos fuertes pilares unidos por una verja, que deja ver, entre sus barrotes, una larga avenida de moreras. Al pasar, Silvère y Miette lanzaron instintivamente una mirada a la finca.

A partir del Jas-Meiffren, el camino real baja en suave pendiente hasta el fondo de un valle que sirve de cauce a un pequeño río, el Viorne, arroyo en verano y torrente en invierno. Las dos filas de olmos continuaban, en aquella época, y convertían la carretera en una magnífica avenida que cortaba la ladera, plantada de trigo y de entecas viñas, con una ancha cinta de árboles gigantescos. En esa noche de diciembre, bajo una luna clara y fría, los campos recién labrados se extendían en las dos inmediaciones del camino, semejantes a vastas capas de guata grisácea, capaces de amortiguar todos los ruidos del aire. A lo lejos, la voz sorda del Viorne era lo único que estremecía la inmensa paz del campo.

Cuando los jóvenes hubieron empezado a bajar por la avenida, el pensamiento de Miette volvió al Jas-Meiffren, que acababan de dejar a sus espaldas.

—Me costó mucho escaparme, esta noche —dijo—. Mi tío no se decidía a despedirme. Se había encerrado en una bodega y creo que enterraba su dinero, pues parecía muy asustado, esta mañana, por los acontecimientos que se preparan.

Silvère la estrechó con mayor dulzura.

—Vamos —respondió—, sé valiente… Llegará un tiempo en que nos veremos libremente todo el día… No hay que entristecerse.

—¡Oh! —prosiguió la jovencita moviendo la cabeza—, tú tienes esperanzas… Hay días en que estoy muy triste. No es el trabajo pesado lo que me disgusta; al contrario, a menudo me siento dichosa por la dureza de mi tío y las tareas que me impone. Tuvo razón al hacer de mí una campesina; a lo mejor yo hubiera acabado mal, porque, ya ves, Silvère, hay momentos en los que me creo maldita… Entonces me gustaría estar muerta… Pienso en eso que ya sabes…

Al pronunciar estas últimas palabras, la voz de la cría se rompió en un sollozo. Silvère la interrumpió con un tono casi duro.

—¡Cállate! —dijo—. Me habías prometido pensar menos en eso. No es tuyo el crimen. —Después añadió con acento más suave—: Nos queremos, ¿no? Cuando estemos casados, no tendrás ya horas malas.

—Ya lo sé —murmuró Miette—, tú eres bueno, me tiendes la mano. Pero ¿qué quieres?, siento temores, a veces me noto rebelde. Me parece que me han hecho daño, y entonces me dan ganas de ser mala. A ti te abro mi corazón. Cada vez que me echan en cara el nombre de mi padre, noto una quemazón en todo el cuerpo. Cuando paso los chavales gritan: «¡Eh!, la Chantegreil», me sacan de mis casillas; quisiera agarrarlos para pegarles. —Y, tras un silencio arisco, prosiguió—: Tú eres un hombre, vas a disparar tiros… Eres muy feliz.

Silvère la había dejado hablar. Al cabo de unos cuantos pasos, dijo con voz triste:

—Te equivocas, Miette, tu cólera es mala. No hay que rebelarse contra la justicia. Yo, por mi parte, voy a luchar por el derecho de todos, no tengo que satisfacer ninguna venganza.

—No importa —continuó la joven—, quisiera ser hombre y disparar tiros. Me parece que eso me haría bien. —Y como Silvère guardaba silencio, vio que lo había disgustado. Toda su fiebre se apagó. Balbució con voz suplicante—: ¿No me guardas rencor? Es tu marcha lo que me apena y me lanza a estas ideas. Ya sé que tienes razón, que debo ser humilde…

Se echó a llorar. Silvère, emocionado, le cogió las manos y se las besó.

—Veamos —dijo tiernamente—, vas de la ira a las lágrimas, como una cría. Hay que ser razonable. Yo no te regaño… Simplemente quisiera verte más feliz, y eso depende mucho de ti.

El drama cuyo recuerdo acababa de evocar Miette tan dolorosamente dejó a los enamorados entristecidos unos minutos. Siguieron caminando, la cabeza gacha, turbados por sus pensamientos. Al cabo de un instante:

—¿Me crees mucho más feliz que tú? —preguntó Silvère, volviendo a su pesar a la conversació—. Si mi abuela no me hubiera recogido y criado, ¿qué habría sido de mí? Aparte del tío Antoine, que es un obrero como yo y que me enseñó a amar a la República, todos mis demás parientes tienen pinta de temer que los ensucie, cuando paso a su lado. —Se animaba al hablar; se había parado, reteniendo a Miette en el centro de la carretera— Dios es testigo —continuó— de que no envidio ni detesto a nadie. Pero, si triunfamos, tendré que cantarles las cuarenta a esos buenos señores. El tío Antoine sabe mucho de eso. Ya verás a nuestro regreso. Viviremos todos libres y dichosos.

Miette lo arrastró suavemente. Echaron de nuevo a andar.

—Amas mucho a tu República —dijo la niña, tratando de bromea—. ¿Me amas a mí tanto como a ella?

Se reía, pero había cierta amargura en el fondo de su risa: quizá se dijera que Silvère la abandonaba con mucha facilidad para irse de correría. El joven respondió con tono grave:

—Tú eres mi mujer. Te he dado todo mi corazón. Y amo a la República, ya ves, porque te amo. Cuando estemos casados necesitaremos mucha felicidad, y en busca de parte de esa felicidad me alejaré mañana por la mañana… ¿Es que me aconsejas que me quede en casa?

—¡Oh, no! —exclamó con vehemencia la jove—. Un hombre debe ser fuerte. ¡Qué hermoso es el valor!… Tienes que perdonarme que esté celosa. Quisiera ser tan fuerte como tú. Me amarías aún más, ¿verdad? —Guardó silencio un instante, después añadió con una vivacidad y una ingenuidad encantadoras—: ¡Ah! ¡Qué a gusto te abrazaré, cuando vuelvas!

Este arrebato de un corazón amante y valeroso conmovió hondamente a Silvère. Cogió a Miette entre sus brazos y le dio varios besos en las mejillas. La niña se resistió un poco, riendo. Y tenía los ojos llenos de lágrimas de emoción.

En torno a los dos enamorados, la campiña continuaba su sueño, en la inmensa paz del frío. Habían llegado a la mitad de la ladera. Allí, a la izquierda, se encontraba un montículo bastante alto, en la cumbre del cual la luna blanqueaba las ruinas de un molino de viento; sólo quedaba la torre, toda derruida por un lado. Era la meta que los jóvenes habían asignado a su paseo. Desde el arrabal, caminaban en derechura, sin echar un solo vistazo a los campos que cruzaban. Tras haber besado a Miette en las mejillas, Silvère alzó la cabeza. Distinguió el molino.

—¡Cuánto hemos andado! —exclam—. Ahí está el molino. Deben de ser cerca de las nueve y media, hay que volver.

Miette torció el gesto.

—Sigamos un poco más —imploró— sólo unos pasos, hasta el atajo… De veras, sólo hasta allí.

Silvère la cogió por la cintura; sonriente. Reanudaron la bajada de la cuesta. Ya no temían las miradas de los curiosos; desde las últimas casas, no habían encontrado un alma. No por ello dejaron de arroparse en la gran pelliza. Esta pelliza, esta prenda común, era como el nido natural de sus amores. ¡Los había ocultado tantas noches felices! De haber paseado uno al lado del otro, se habrían creído muy pequeños y aislados en la vasta campiña. El no formar sino un ser los tranquilizaba, los engrandecía. Miraban, a través de los pliegues de la pelliza, los campos que se extendían a los dos bordes de la carretera, sin experimentar ese aplastamiento que los anchos horizontes indiferentes imponen a la ternura humana. Les parecía que llevaban su casa consigo, disfrutaban del campo como quien disfruta de él desde una ventana, gustosos de las tranquilas soledades, los lienzos de luz durmiente, los fragmentos de naturaleza, vagos bajo el sudario del invierno y de la noche, el valle entero que, pese a encantarles, no era, sin embargo, lo bastante fuerte para interponerse entre sus dos corazones apretados uno contra otro.

Por otra parte, habían cesado toda conversación continuada; ya no hablaban de los demás, tampoco hablaban de sí mismos; estaban en el mero minuto presente, intercambiando un apretón de manos, lanzando una exclamación al ver un rincón de paisaje, pronunciando escasas palabras, sin oírse demasiado, como adormilados por la tibieza de sus cuerpos. Silvère olvidaba sus entusiasmos republicanos; Miette sólo pensaba en que su enamorado debía dejarla dentro de una hora, para mucho tiempo, quizá para siempre. Al igual que en los días ordinarios, cuando ningún adiós turbaba la paz de sus citas, se adormecían en el arrobamiento de sus ternezas.

Seguían caminando. Pronto llegaron al atajo de que Miette había hablado, un trozo de callejuela que se adentra en el campo hasta una aldea construida a orillas del Viorne. Pero no se detuvieron, siguieron bajando, fingiendo no haber visto el sendero que se habían prometido no rebasar. Sólo unos minutos después Silvère murmuró:

—Debe de ser muy tarde, te vas a cansar.

—No, te lo juro, no estoy cansada —respondió la joven—. Caminaría así durante leguas. —Después añadió con voz mimosa—: ¿Quieres? Vamos a bajar hasta los prados de Santa Clara… Allí se acabará de veras, desandaremos el camino.

Silvère, a quien la marcha cadenciosa de la cría acunaba, y que dormitaba suavemente, con los ojos abiertos, no hizo la menor objeción. Prosiguieron con su éxtasis. Avanzaban aflojando el paso, por temor al momento en que tendrían que subir la cuesta; mientras avanzaban, les parecía marchar hacia la eternidad de aquel abrazo que los ligaba el uno al otro; el regreso era la separación, la cruel despedida. Poco a poco la pendiente de la carretera se volvía menos empinada. El fondo del valle está ocupado por praderas que se extienden hasta el Viorne, que corre al otro extremo, a lo largo de una serie de colinas bajas. Estas praderas, separadas del camino real por setos vivos, son los prados de Santa Clara.

—¡Bah! —exclamó Silvère a su vez, al divisar las primeras extensiones de hierba—, iremos hasta el puente.

Miette soltó una fresca carcajada. Cogió al joven por el cuello y lo besó ruidosamente.

En el punto donde comienzan los setos, la larga avenida de árboles terminaba entonces con dos olmos, dos colosos aún más gigantescos que los otros. Los terrenos se extienden a ras de la carretera, desnudos, similares a una ancha franja de lana verde, hasta los sauces y los abedules del río. Desde los últimos olmos al puente había, además, apenas cien metros. Los enamorados tardaron un cuarto de hora largo en salvar esa distancia. Por fin, pese toda su morosidad, se encontraron en el puente. Se detuvieron.

Ante ellos, la carretera de Niza subía por la vertiente opuesta del valle, pero sólo podían ver un tramo bastante corto, porque forma un brusco recodo, a medio kilómetro del puente, y se pierde entre laderas boscosas. Al darse la vuelta, distinguieron el otro extremo de la carretera, el que acababan de recorrer, y que va en línea recta desde Plassans al Viorne. Bajo el hermoso claro de luna invernal, hubiérase dicho una larga cinta de plata que las hileras de olmos bordeaban con dos orlas oscuras. A derecha e izquierda, las tierras de labor de la cuesta formaban anchos mares grises y vagos, cortados por esa cinta, por esa carretera blanca y helada, de un resplandor metálico. Arriba del todo brillaban, semejantes a chispas vivas, algunas ventanas todavía iluminadas del arrabal. Miette y Silvère, paso tras paso, se habían alejado una buena legua. Echaron una mirada al camino recorrido, impresionados con muda admiración ante aquel inmenso anfiteatro que subía hasta el borde del cielo, y sobre el cual corrían, como sobre los peldaños de una cascada gigante, franjas de claridad azulada. Este extraño decorado, esta apoteosis colosal, se alzaba en una inmovilidad y en un silencio de muerte. No existía nada de más soberana grandeza.

Después los jóvenes, que acababan de apoyarse contra un pretil del puente, miraron a sus pies. El Viorne, crecido por las lluvias, pasaba por debajo de ellos, con ruidos sordos y continuos. Río arriba y río abajo, entre las tinieblas amontonadas en las cavidades, distinguían las líneas negras de los árboles que crecían en las orillas; aquí y allá, un rayo de luna se deslizaba, dejando sobre el agua un reguero de estaño fundido que relucía y se agitaba, como un reflejo de luz sobre las escamas de un animal vivo. Esos resplandores corrían con un encanto misterioso a lo largo de la corriente grisácea del torrente, entre los vagos fantasmas del follaje. Parecía un valle encantado, un maravilloso retiro donde vivía con vida extraña todo un pueblo de sombras y de claridades.

Los enamorados conocían bien aquel trozo de río; en las cálidas noches de julio habían bajado allí a menudo, en busca de algún frescor; habían pasado largas horas ocultos en los bosquecillos de sauces, en la orilla derecha, en el punto donde los prados de Santa Clara despliegan su alfombra de césped hasta el borde del agua. Recordaban los menores repliegues de la ribera; las piedras sobre las que había que saltar para cruzar el Viorne, entonces delgado como un hilo; ciertos hoyos de hierba donde habían soñado sus sueños de ternura. Y así Miette, desde lo alto del puente, contemplaba con ojos de envidia la orilla derecha del torrente.

—Si hiciera más calor —suspiró—, podríamos bajar a descansar un rato, antes de subir la cuesta… —Luego, tras un silencio, sin dejar de clavar los ojos en las orillas del Viorne—: Mira, Silvère —prosiguió—, ese bulto negro, allá abajo, antes de la esclusa… ¿Te acuerdas?… Es el matorral donde nos sentamos el pasado Corpus.

—Sí, es el matorral —respondió Silvère en voz baja.

Allí era donde se habían atrevido a besarse en las mejillas. El recuerdo que la niña acababa de evocar les causó a ambos una sensación deliciosa, emoción en la cual se mezclaban las alegrías de la víspera con las esperanzas del mañana. Vieron, como al resplandor de un relámpago, las gratas tardes que habían vivido juntos, sobre todo aquella tarde del Corpus, cuyos menores detalles recordaban, el gran cielo tibio, el fresco de los sauces del Viorne, las palabras acariciadoras de su charla. Y al mismo tiempo, mientras las cosas del pasado surgían en sus corazones con dulce sabor, creyeron penetrar en la incógnita del futuro, verse uno en brazos del otro, habiendo realizado su sueño y paseando por la vida como acababan de hacerlo por la carretera, cálidamente arropados en una misma pelliza. Entonces el arrobamiento los asaltó de nuevo, los ojos en los ojos, sonriéndose, perdidos entre la muda claridad.

De pronto Silvère levantó la cabeza. Se desembarazó de los pliegues de la pelliza, aguzó la oreja. Miette, sorprendida, lo imitó, sin comprender por qué se separaba de ella con gesto tan rápido.

Desde hacía un instante llegaban ruidos confusos desde detrás de los collados entre los que se pierde la carretera de Niza. Eran como los traqueteos lejanos de una caravana de carros. El Viorne, además, cubría con su fragor aquellos ruidos aún indistintos. Pero poco a poco se acentuaron, se parecieron a las pisadas de un ejército en marcha. Después se distinguió, en aquel estruendo continuo y creciente, un guirigay de multitud, extraños soplos de huracán acompasados y rítmicos; se dirían los truenos de una tormenta que avanzase rápidamente, turbando ya con su cercanía el aire dormido. Silvère escuchaba, sin poder captar aquellas voces de tempestad que los collados impedían que llegaran claramente hasta él. Y, de repente, una masa negra apareció en el recodo de la carretera; La marsellesa, cantada con furia vengadora, estalló, formidable.

—¡Son ellos! —exclamó Silvère con un arrebato de gozo y de entusiasmo.

Echó a correr, subiendo la cuesta, arrastrando a Miette. Había, a la izquierda de la carretera, un talud plantado de encinas, al cual trepó con la joven, para no verse arrastrados ambos por la oleada rugiente de la multitud.

Cuando estuvieron en el talud, en la sombra del matorral, la niña, un poco pálida, miró tristemente a aquellos hombres cuyos cantos lejanos habían bastado para arrancar a Silvère de sus brazos. Le pareció que la tropa entera acababa de interponerse entre ella y él. ¡Eran tan felices, unos minutos antes, estaban tan estrechamente unidos, tan solos, tan perdidos en el gran silencio y las discretas claridades de la luna! Y ahora Silvère, con la cabeza vuelta, sin parecer consciente siquiera de que ella estaba allí, sólo tenía miradas para aquellos desconocidos a quienes llamaba con el nombre de hermanos.

La tropa bajaba con impulso soberbio, irresistible. Nada más terriblemente grandioso que la irrupción de aquellos pocos millares de hombres en la paz muerta y helada del horizonte. Por la carretera, convertida en torrente, avanzaban olas vivientes que parecían inagotables; siempre, en el recodo del camino, aparecían nuevas muchedumbres negras, cuyos cantos henchían cada vez más la gran voz de aquella tormenta humana. Cuando aparecieron los últimos batallones, se produjo un estruendo ensordecedor. La marsellesa llenó el cielo, como soplada por bocas gigantes en monstruosas trompetas que la lanzaban, vibrante con sequedad de cobres, hacia todos los rincones del valle. Y la campiña dormida despertó sobresaltada; se estremeció por entero, al igual que un tambor golpeado por los palillos; resonó hasta las entrañas, repitiendo con todos sus ecos las notas ardientes del canto nacional. Y entonces no fue ya solamente la tropa la que cantaba; de los extremos del horizonte, de las rocas lejanas, de los trozos de tierras labradas, de las praderas, de los grupos de árboles, de las más insignificantes malezas, parecieron brotar voces humanas; el ancho anfiteatro que sube desde el río a Plassans, la cascada gigantesca sobre la cual corría la azulada claridad de la luna, estaban como cubiertos por un pueblo invisible e innumerable que aclamaba a los insurgentes; y, en el fondo de las cavidades del Viorne, a lo largo de las aguas rayadas por misteriosos reflejos de estaño fundido, no había un hoyo de tinieblas donde hombres ocultos no pareciesen repetir cada estribillo con una cólera más alta. La campiña, en la conmoción del aire y del suelo, gritaba venganza y libertad. Mientras el pequeño ejército descendió por la cuesta, el rugido popular rodó así en ondas sonoras atravesadas por bruscos estallidos, sacudiendo hasta las piedras del camino.

Silvère, pálido de emoción, escuchaba y seguía mirando. Los insurgentes, que marchaban en cabeza, arrastrando tras sí aquella larga corriente hormigueante y mugiente, monstruosamente indistinta en las sombras, se acercaban al puente a rápidos pasos.

—Creía —murmuró Miette— que no teníais que atravesar Plassans.

—Habrán modificado el plan de campaña —respondió Silvère— en efecto, debíamos dirigirnos hacia la capital del departamento por la carretera de Tolón, cogiendo a la izquierda de Plassans y de Orchères. Habrán salido de Alboise esta tarde y habrán pasado por Les Tulettes al anochecer.

La cabeza de la columna había llegado ante los jóvenes. Reinaba, en el pequeño ejército, más orden del que hubiera podido esperarse de una banda de hombres indisciplinados. Los contingentes de cada ciudad, de cada villa, formaban batallones distintos que marchaban a unos pasos unos de otros. Estos batallones parecían obedecer a unos jefes. Por otra parte, el impulso que los hacía abalanzarse en aquel momento por la pendiente de la cuesta los convertía en una masa sólida y compacta, de un poderío invencible. Podía haber allí unos tres mil hombres unidos y arrastrados en bloque por un viento de cólera. Se distinguían mal, en la sombra que los altos taludes proyectaban a lo largo de la carretera, los extraños detalles de la escena. Pero, a cinco o seis pasos del matorral donde se habían refugiado Miette y Silvère, el talud de la izquierda descendía para dejar paso a un caminito que seguía el Viorne, y la luna, deslizándose por ese boquete, rayaba la carretera con una ancha franja luminosa. Cuando los primeros insurgentes entraron en aquel rayo, se hallaron súbitamente iluminados por una claridad cuyas agudas blancuras recortaban con singular nitidez las menores aristas de los rostros y de las ropas. A medida que los contingentes desfilaban, los jóvenes los vieron así, frente a ellos, feroces, sin cesar renacientes, surgir repentinamente de las tinieblas.

Al entrar los primeros hombres en la claridad, Miette, con un movimiento instintivo, se apretó contra Silvère, aunque se sentía segura, e incluso al abrigo de las miradas. Pasó el brazo por el cuello del joven, apoyó la cabeza en su hombro. Con el rostro enmarcado por la capucha de la pelliza, pálida, se mantuvo en pie, con los ojos clavados en aquel cuadrado de luz que atravesaban rápidamente caras tan extrañas, transfiguradas de entusiasmo, con la boca abierta y negra, rebosante del grito vengador de La marsellesa.

Silvère, a quien sentía temblar a su lado, se inclinó entonces a su oído y le nombró los diversos contingentes, a medida que se presentaban.

La columna marchaba en filas de a ocho. A la cabeza iban unos buenos mozos, de cabezas cuadradas, que parecían tener una fuerza hercúlea y una ingenua fe de gigantes. La República debía de encontrar en ellos defensores ciegos e intrépidos. Llevaban al hombro grandes hachas cuyo filo, recién amolado, relucía al claro de luna.

—Los leñadores de los bosques de la Seille —dijo Silvèr—. Han formado un cuerpo de zapadores… A una señal de sus jefes, esos hombres irían hasta París, hundiendo las puertas de las ciudades a hachazos, como derriban los viejos alcornoques de la montaña… —El joven hablaba orgullosamente de los anchos puños de sus hermanos. Continuó, al ver llegar, detrás de los leñadores, a una cuadrilla de obreros y de hombres de barbas rudas, quemados por el so—. El contingente de la Palud. Es la primera villa que se alzó. Los hombres de blusa son obreros que trabajan los alcornoques; los otros, los hombres de chaquetas de pana, deben de ser cazadores o carboneros que viven en las gargantas de la Seille… Los cazadores conocieron a tu padre, Miette. Tienen buenas armas que manejan con destreza. ¡Ah!, ¡si todos estuvieran armados así! Faltan fusiles. Ves, los obreros sólo tienen palos.

Miette miraba, escuchaba, muda. Cuando Silvère le habló de su padre, la sangre le subió violentamente a las mejillas. Con el rostro ardiendo, examinó a los cazadores con expresión de cólera y de extraña simpatía. A partir de ese momento, pareció animarse poco a poco con los estremecimientos de fiebre que los cantos de los insurgentes le traían.

La columna, que acababa de volver a empezar La marsellesa, seguía bajando, como azotada por los ásperos soplos del mistral. A la gente de La Palud la había sucedido otra tropa de obreros, entre los cuales se distinguía un número bastante grande de burgueses de gabán.

—Son los hombres de Saint-Martin de-Vaulx —prosiguió Silvèr—. Esa villa se sublevó casi al mismo tiempo que La Palud… Los patronos se han unido a los obreros. Allí hay gente rica, Miette, ricos que podrían vivir tranquilos en sus casas y que van a arriesgar sus vidas en defensa de la libertad. Hay que querer a esos ricos… Siguen faltando armas: apenas unas cuantas escopetas de caza… ¿Ves, Miette, a esos hombres que llevan en el codo izquierdo un brazalete de tela roja? Son los jefes. —Pero Silvère se retrasaba. Los contingentes bajaban por la cuesta más rápidos que sus palabras. Estaba hablando aún de la gente de Saint Martin-de-Vaulx cuando ya dos batallones habían cruzado la raya de claridad que blanqueaba la carreter—. ¿Has visto? —preguntó—: Los insurgentes de Alboise y de Les Tulettes acaban de pasar. He reconocido a Burgat, el herrero… Se habrán unido a la tropa hoy mismo… ¡Cómo corren!

Miette se inclinaba ahora, para seguir más tiempo con la mirada las pequeñas tropas que le designaba el joven. El escalofrío que se apoderaba de ella ascendía por su pecho y ponía un nudo en su garganta. En ese momento apareció un batallón más numeroso y más disciplinado que los otros. Los insurgentes que formaban parte de él, casi todos vestidos con blusas, llevaban la cintura ceñida por un cinturón rojo: parecían de un uniforme. En medio de ellos marchaba un hombre a caballo, con un sable al costado. La mayoría de aquellos soldados improvisados tenían fusiles, carabinas o viejos mosquetes de la Guardia Nacional.

—A ésos no los conozco —dijo Silvèr—. El hombre a caballo debe de ser el jefe de quien me han hablado. Ha traído consigo los contingentes de Faverolles y de los pueblos vecinos. Toda la columna tendría que estar equipada de esa forma. —No tuvo tiempo de recobrar el resuell—. ¡Ah!, ¡ahí están los campesinos! —gritó.

Tras la gente de Faverolles, avanzaban grupitos compuestos cada uno por diez o veinte hombres, a lo sumo. Todos llevaban la chaqueta corta de los campesinos del sur. Blandían al cantar horcas y hoces; algunos, incluso, sólo tenían anchas palas de jornalero. Cada aldehuela había enviado a sus hombres sanos.

Silvère, que reconocía los grupos por sus jefes, los enumeró con voz febril.

—¡El contingente de Chavanoz! —dij—. Sólo tiene ocho hombres, pero son robustos; el tío Antoine los conoce… ¡Ahí está Nazères! ¡Ahí Poujouls! Están todos, ni uno ha faltado a la llamada… ¡Valqueyras! Mira, el señor cura es de la partida; me han hablado de él, es un buen republicano. —Se embriagaba. Ahora que cada batallón no contaba sino con unos cuantos insurgentes, tenía que nombrarlos a toda prisa, y esta precipitación le daba pinta de loc—. ¡Ah! Miette —continuó—, ¡qué hermoso desfile! ¡Rozan! ¡Vernoux! ¡Corbière!, y aún quedan más, vas a ver… No tienen más que hoces, éstos, pero segarán a la tropa tan a ras como la hierba de sus prados… ¡Saint-Eutrope! ¡Mazet! ¡Les Gardes! ¡Marsanne! ¡Toda la vertiente norte de la Seille!… ¡Vamos, venceremos! La región entera está con nosotros. Mira los brazos de esos hombres, son duros y negros como el hierro… Y la cosa no acaba. ¡Ahí viene Pruinas! ¡Las Rocas Negras! Son contrabandistas, estos últimos; tienen carabinas… Más hoces y horcones, continúan los contingentes del campo. ¡Castel-le-Vieux! ¡Sainte Anne! ¡Graille! ¡Estourmel! ¡Murdaran!

Y remató, con voz estrangulada por la emoción, la enumeración de aquellos hombres, a los cuales un torbellino parecía atrapar y llevarse a medida que los designaba. Crecido de tamaño, con el rostro ardiente, señalaba con gesto nervioso los contingentes. Miette seguía ese gesto. Se sentía atraída hacia la parte baja de la carretera, como por las profundidades de un precipicio. Para no resbalar a lo largo del talud, se sujetaba al cuello del joven. Una embriaguez singular brotaba de aquella multitud borracha de ruido, de valor y de fe. Esos seres entrevistos en un rayo de luna, esos adolescentes, esos hombres maduros, esos ancianos que blandían las armas más extrañas, vestidos con las prendas más diversas, desde la blusa de trabajo hasta la levita del burgués; esa fila interminable de cabezas, a las que la hora y la circunstancia imprimían expresiones inolvidables de energía y de pasión fanáticas, adquirían a la larga ante los ojos de la joven una impetuosidad vertiginosa de torrente. En ciertos momentos, le parecía que ya no caminaban, que eran arrastrados por la propia Marsellesa, por ese canto ronco de formidables sonoridades. No podía distinguir las palabras, sólo oía un estruendo continuo, que iba de las notas sordas a las notas vibrantes, agudas como puntas que, a sacudidas, se hundieran en su carne. Este bramido de la rebelión, esta llamada a la lucha y a la muerte, con sus tirones de cólera, sus deseos ardientes de libertad, su asombrosa mezcla de matanzas y de impulsos sublimes, llegándole al corazón, sin tregua, y con mayor profundidad a cada brutalidad del ritmo, le causaba una de esas angustias voluptuosas de virgen mártir que se yergue y sonríe bajo el látigo. Y siempre, envuelta en la oleada sonora, la multitud fluía. El desfile, que duró apenas unos minutos, les pareció a los jóvenes que no iba a terminar nunca.