La Frontera - Don Winslow - E-Book
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La Frontera E-Book

Don Winslow

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Beschreibung

"Don Winslow primer ganador extranjero del premio José Luis Sampedro" La explosiva y más que esperada conclusión de la trilogía Cártel. ¿Qué haces cuando ya no hay fronteras? ¿cuándo las líneas que creías que existían sencillamente se han esfumado? ¿Cómo te mantienes de pie cuando ya no sabes realmente de qué lado estás? La guerra ha llegado a casa. Hace cuarenta años que Art Keller está en primera línea de fuego del conflicto más largo de la historia de EE.UU.: la guerra contra la droga. Su obsesión por derrotar al capo más poderoso, rico y letal del mundo —el líder del cártel de Sinaloa, Adán Barrera— le ha costado cicatrices físicas y mentales, tener que despedir a personas a las que amaba e incluso se ha llevado parte de su alma. Ahora Keller se encuentra al mando de la DEA viendo cómo al destruir al monstruo han surgido otros treinta que están llevando incluso más caos y destrucción a su amado México. Pero eso no es todo. El legado de Barrera es una epidemia de heroína que está asolando EE.UU. Keller se lanza de cabeza a frenar este flujo mortal, pero se encontrará rodeado de enemigos, personas que quieren matarle, políticos que quieren destruirle y, aún peor, una administración entrante que comparte lecho con los traficantes de drogas que él quiere destruir. Art Keller está en guerra no solo con los cárteles, sino con su propio gobierno. La larga lucha le ha enseñado más de lo que nunca habría imaginado, y ahora aprenderá la última lección: no hay fronteras. Una emocionante historia de venganza, violencia, corrupción y justicia. "Lo que hace falta en una novela es que uno sienta el impulso físico de ir internándose en lo desconocido, que escuche una voz poderosa y a la vez una multitud de otras voces; que quiera llegar al final para saberlo todo y quiera también que la novela no termine. Antes de tener uso de razón, yo me hice adicto a las novelas porque me daban todo eso. Me lo vuelven a dar con generosidad desbordada estas novelas de Don Winslow". Antonio Muñoz Molina, Babelia, El País

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

 

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

La frontera

Título original: The Border

© 2018, Samburu, Inc.

© 2019, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

© Traducción del inglés, Victoria Horrillo Ledesma

 

Stephen King, extracto de la introducción de El resplandor@2001 Stephen King (Reproducido con permiso), Tom Russell, extracto de Living El Paso (Reproducido con permiso)

 

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Imágenes de cubierta: Getty Images

 

ISBN: 978-84-9139-358-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

En memoria

Cita

Mapa

Prólogo

Libro primero. Monumento funerario

1 Monstruos y fantasmas

2 La muerte de los reyes

3 Payasos malévolos

Libro segundo. Heroína

1 El acela

2 Isla Heroína

3 Victimville

4 El autobús

Libro tercero. Los retornados

1 Las fiestas

2 Coyotes

3 La bestia

4 El mundo al revés

5 Banca

Libro cuarto. Investidura

1 Países extranjeros

2 La muerte será la prueba

3 Malos hombres

4 Billy El Niño

5 Blanca Navidad

Libro quinto. Verdad

1 El ente más poderoso del mundo

2 Roto

3 Armas baratas

4 El estanque reflectante

Epílogo

Agradecimientos

En memoria

 

 

 

 

 

En memoria de

Abel García Hernández, Abelardo Vázquez Peniten, Adán Abraján de la Cruz, Alexander Mora Venancio, Antonio Santana Maestro, Benjamín Ascencio Bautista, Bernardo Flores Alcaraz, Carlos Iván Ramírez Villarreal, Carlos Lorenzo Hernández Muñoz, César Manuel González Hernández, Christian Alfonso Rodríguez Telumbre, Christian Tomás Colón Garnica, Cutberto Ortiz Ramos, Doriam González Parral, Emiliano Alen Gaspar de la Cruz, Everardo Rodríguez Bello, Felipe Arnulfo Rosa, Giovanni Galindes Guerrero, Israel Caballero Sánchez, Israel Jacinto Lugardo, Jesús Jovany Rodríguez Tlatempa, Jhosivani Guerrero de la Cruz, Jonás Trujillo González, Jorge Álvarez Nava, Jorge Aníbal Cruz Mendoza, Jorge Antonio Tizapa Legideño, Jorge Luis González Parral, José Ángel Campos Cantor, José Ángel Navarrete González, José Eduardo Bartolo Tlatempa, José Luis Luna Torres, Julio César López Patolzín, Leonel Castro Abarca, Luis Ángel Abarca Carrillo, Luis Ángel Francisco Arzola, Magdaleno Rubén Lauro Villegas, Marcial Pablo Baranda, Marco Antonio Gómez Molina, Martín Getsemany Sánchez García, Mauricio Ortega Valerio, Miguel Ángel Hernández Martínez, Miguel Ángel Mendoza Zacarías, Saúl Bruno García, Daniel Solís Gallardo, Julio César Ramírez Nava, Julio César Mondragón Fontes y Aldo Gutiérrez Solano.

Y dedicado a:

Javier Valdez Cárdenas

y a los periodistas de todas partes.

 

 

 

 

 

 

Y mientras él construye un muro, ellos lo recubren de argamasa. Di a los que lo recubren de argamasa que el muro caerá.

 

Ezequiel 13,10

Mapa

 

 

 

 

 

Prólogo

 

 

 

 

 

Washington D. C. Abril de 2017

 

Keller ve al mismo tiempo al niño y el destello de la mira telescópica.

El niño, cogido de la mano de su madre, mira los nombres grabados en el muro de piedra negra y Keller se pregunta si busca un nombre en concreto —el de su abuelo, quizá, o el de un tío— o si su madre le habrá traído al Monumento a los Veteranos del Vietnam como punto final de un largo paseo por el National Mall.

El muro se encuentra en la hondonada del parque, oculto como un secreto bochornoso o una íntima vergüenza. Aquí y allá, los familiares han dejado flores, o tabaco, o incluso botellitas de alcohol. Lo de Vietnam ocurrió hace mucho tiempo, en otra vida, y Keller ha librado una larga guerra propia desde entonces.

En el muro de Vietnam no hay batallas inscritas. Ni Khe Sahns, ni Quảng Tris, ni Hamburguer Hills. Quizá porque ganamos todas las batallas pero perdimos la guerra, se dice Keller. Tantos muertos para una guerra inútil. En visitas anteriores, había visto hombres apoyarse contra la pared y sollozar como niños.

Ese sentimiento de pérdida, agobiante y desgarrador.

Hoy, hay unos cuarenta visitantes junto al muro. Algunos podrían ser veteranos; otros, familiares; la mayoría, probablemente, turistas. Dos hombres maduros, ataviados con el uniforme y la gorra de la VFW, la asociación de veteranos de guerras extranjeras, ayudan a los visitantes a localizar el nombre de sus seres queridos.

 

 

Ahora, Keller vuelve a estar en guerra: contra la DEA, contra el Senado, contra los cárteles mexicanos de la droga y hasta contra el presidente de los Estados Unidos.

Y son lo mismo: una misma entidad.

Se han sobrepasado todas las fronteras en las que Keller creía antaño.

Algunos quieren silenciarle, enviarle a la cárcel, acabar con él; unos pocos, sospecha, quieren simplemente matarle.

Sabe que se ha convertido en una figura controvertida, que es la encarnación de una grieta que amenaza con ensancharse y partir el país en dos. Ha desencadenado un escándalo, una investigación que se extiende desde los campos de amapola de México a Wall Street y la propia Casa Blanca.

Es un cálido día de primavera, un poco ventoso, y la brisa suspende en el aire las flores de los cerezos. Percibiendo su emoción, Marisol le coge de la mano.

Keller ve al niño y un instante después, a la derecha, en dirección al Monumento a Washington, un inesperado destello de luz. Se abalanza sobre la madre y el niño y los tira al suelo.

Luego se vuelve para proteger a Mari.

La bala le hace girar como una peonza.

Le araña el cráneo y le tuerce bruscamente el cuello.

La sangre se le mete en los ojos y, al alargar el brazo para tirar de Marisol, la vista se le tiñe literalmente de rojo.

El bastón de ella cae con estrépito sobre la acera.

Keller cubre el cuerpo de Marisol con el suyo.

Otras balas se incrustan en el muro, por encima de él.

Oye gritos y voces de alarma. Alguien chilla:

—¡Están disparando!

Keller levanta los ojos intentando descubrir de dónde vienen los disparos y ve que proceden del sureste, más o menos a las diez: de detrás de un pequeño edificio que —recuerda— es un aseo público. Se lleva la mano a la cadera buscando la Sig Sauer y entonces se acuerda de que va desarmado.

El tirador pasa a disparo automático.

Las balas rocían la pared de piedra por encima de él, levantando lascas entre los nombres. La gente yace en el suelo o se agazapa contra el muro. Cerca de su extremo más bajo, unos pocos avanzan a gatas y echan a correr hacia Constitution Avenue. Otros se quedan en pie, anonadados.

Keller grita:

—¡Al suelo! ¡Están disparando! ¡Al suelo!

Pero se da cuenta de que no va a servir de nada: el monumento se ha convertido en una trampa mortal. El muro describe una ancha V y solo hay dos salidas, siguiendo un estrecho sendero. Una pareja de mediana edad corre hacia la salida este, hacia el francotirador, y cae abatida de inmediato, como comparsas de un horrendo videojuego.

—Mari —dice Keller—, tenemos que movernos. ¿Entiendes?

—Sí.

—Prepárate.

Espera hasta que los disparos cesan un momento mientras el tirador cambia el cargador y entonces se levanta, agarra a Mari y se la echa al hombro. Cargado con ella, avanza siguiendo la pared hacia la salida oeste, donde el muro desciende paulatinamente hasta llegarle a la cintura, y entonces levanta a Mari, pasa al otro lado y la deposita detrás de un árbol.

—¡Agáchate! —grita—. ¡Quédate aquí!

—¿Adónde vas?

El tiroteo comienza de nuevo.

Keller salta otra vez el muro y empieza a llevar a la gente hacia la salida suroeste. Apoya una mano en la nuca de una mujer, le empuja la cabeza hacia abajo y la hacer avanzar, gritando:

—¡Por aquí! ¡Por aquí!

Y entonces oyó el nítido siseo de una bala y el áspero chasquido del impacto. La mujer se tambalea y cae de rodillas, agarrándose el brazo mientras la sangre le mana entre los dedos.

Keller intenta levantarla.

Un proyectil silba al pasar rozándole la cara.

Un joven corre hacia él y extiende los brazos hacia la mujer.

—¡Soy enfermero!

Keller la deja en sus manos, da media vuelta y siguen empujando a gente delante de él, alejándola del tiroteo. Vuelve a ver al niño, cogido aún de la mano de su madre, los ojos dilatados por el miedo. La madre le empuja intentando protegerle con su cuerpo.

Keller le pasa un brazo por el hombro y la obliga a agacharse y a seguir avanzando.

—Ya los tengo —dice—. Ya los tengo. No se paren.

La conduce a lugar seguro, hasta el final de la pared, y desanda el camino.

Otra pausa en los disparos cuando el tirador vuelve a cambiar de cargador.

Dios mío, piensa Keller, ¿cuántos tendrá?

Uno más, como mínimo, porque los disparos se reanudan de nuevo.

La gente se tambalea y cae.

Las sirenas chillan y aúllan, los rotores de los helicópteros zumban rítmicamente como un bajo.

Keller agarra a un hombre para tirar de él, pero una bala se incrusta en su espalda y el hombre se desploma a sus pies.

La mayoría de los visitantes ha logrado llegar a la salida oeste, otros yacen tendidos sobre la acera y otros, los que eligieron el camino equivocado, descansan inermes sobre la hierba.

Una botella de agua que alguien ha dejado caer se vacía a borbotones sobre la acera.

Un teléfono móvil con la pantalla agrietada suena en el suelo junto a un souvenir: un busto de Lincoln, pequeño y barato, con la cara salpicada de sangre.

 

 

Keller mira hacia el este y ve que un agente de policía, pistola en mano, corre hacia el edificio de los aseos y cae con el pecho acribillado.

Se echa al suelo, se acerca a rastras al policía y le palpa el cuello buscándole el pulso. Está muerto. Varias balas impactan en el cadáver y Keller se aplasta contra la tierra, detrás de él. Levanta la vista y cree ver al tirador agachado detrás del edificio de los aseos, cambiando de cargador.

Art Keller ha pasado casi toda su vida librando una guerra al otro lado de la frontera, y ahora está en casa.

Se ha traído la guerra con él.

Coge la pistola del policía muerto, una Glock de 9 milímetros, y avanza entre los árboles hacia el tirador.

LIBRO PRIMERO MONUMENTO FUNERARIO

 

 

Solo los muertos han visto el fin de la guerra.

 

Platón

1 Monstruos y fantasmas

 

 

 

Los monstruos existen, y los fantasmas también. Habitan dentro de nosotros, y a veces ganan.

Stephen King

 

 

1 de noviembre de 2012

 

Art Keller sale como un refugiado de la selva guatemalteca.

Ha dejado atrás una matanza. En el pueblecito de Dos Erres, los cadáveres yacían amontonados, algunos de ellos medio abrasados entre los rescoldos todavía humeantes de la hoguera a la que fueron arrojados. Otros, en la explanada del pueblo, donde cayeron abatidos por las balas.

La mayoría de los muertos son narcos, pistoleros de cárteles rivales que vinieron aquí presuntamente a hacer las paces. Negociaron un tratado y, en el transcurso del desenfrenado festejo para celebrar su reconciliación, los Zetas sacaron armas de fuego, cuchillos y machetes y se dispusieron a masacrar a los de Sinaloa.

Keller les cayó literalmente encima: el helicóptero en el que iba recibió un impacto de misil y aterrizó aparatosamente en medio del fuego cruzado. Distaba mucho, sin embargo, de ser inocente. Había acordado con Adán Barrera, el jefe del cártel de Sinaloa, presentarse allí con un equipo de mercenarios y acabar con los Zetas.

Barrera había tendido una trampa a sus enemigos.

El problema era que sus enemigos se le habían adelantado.

No obstante, los dos objetivos principales de la misión de Keller, los cabecillas de los Zetas, han muerto: uno decapitado; el otro, convertido en una antorcha llameante. Luego, como habían acordado en su tregua inestable y perversa, Keller se había adentrado en la selva para buscar a Barrera y sacarle de allí.

Tenía la impresión de haberse pasado la vida entera siguiendo el rastro de Adán Barrera.

Tras veintidós años de esfuerzos, por fin había conseguido meter a Barrera en una prisión estadounidense, solo para ver cómo le trasladaban a una cárcel de máxima seguridad mexicana de la que «se fugó» al poco tiempo para volverse más poderoso que nunca: el padrino del cártel de Sinaloa.

De modo que Keller regresó a México para perseguir de nuevo a Barrera, hasta que finalmente, pasados ocho años, se convirtió en su aliado: se unió a él para eliminar a los Zetas.

El mal menor.

Y así lo hicieron.

Pero Barrera había desaparecido.

Por eso ahora Keller camina.

Consigue entrar en México tras darle al guardia fronterizo un puñado de pesos y recorre a pie los treinta y dos kilómetros que le separan del pueblo de Campeche, desde el que se montó la operación.

Más que caminar, va dando tumbos.

Se ha disipado la adrenalina del tiroteo, que comenzó antes del amanecer, y ahora siente el sol y el calor asfixiante del bosque tropical. Le duelen las piernas, le escuecen los ojos y lleva aún, incrustado en las fosas nasales, el hedor a fuego, a humo y a muerte.

El olor a carne quemada no se va nunca.

Orduña le espera en la pequeña pista de aterrizaje abierta a golpe de machete en la selva. El comandante de las FES está sentado dentro de la cabina de un helicóptero Blackhawk. Keller y el almirante Orduña se han convertido en íntimos colaboradores durante su guerra común contra los Zetas; una relación que podría resumirse en una sola frase: «Lo que necesites, cuando quieras». Keller le proporcionaba información de máximo secreto procedente de los servicios de inteligencia americanos y había acompañado a menudo a los equipos tácticos de Orduña en operaciones especiales dentro de territorio mexicano.

Esta misión, sin embargo, era distinta: la oportunidad de descabezar a los Zetas de un solo golpe surgió en Guatemala, territorio vedado para la Infantería de Marina de México. Orduña, no obstante, proporcionó al equipo de Keller una base de operaciones y apoyo logístico, lo trasladó por aire a Campeche y ahora espera para ver si su amigo Art Keller sigue con vida.

Sonríe de oreja a oreja al verle salir del lindero del bosque y, metiendo la mano en una nevera portátil, le ofrece una Modelo bien fría.

—¿Y el resto del equipo? —pregunta Keller.

—Los evacuamos —contesta Orduña—. Ya deberían estar en El Paso.

—¿Bajas?

—Un muerto. Cuatro heridos. De ti no estaba seguro. Si no volvías al anochecer, a lamierda todo[1]. Íbamos a ir a buscarte.

—He estado buscando a Barrera —dice Keller mientras se bebe la cerveza.

—¿Y?

—No le he encontrado.

—¿Y Ochoa?

Orduña odia al líder de los Zetas casi tanto como Keller odia a Adán Barrera. La guerra contra las drogas tiende a volverse muy personal. En el caso de Orduña, pasó a ese terreno cuando uno de sus agentes murió en una redada contra los Zetas, y los Zetas mataron por añadidura a la madre, la tía, la hermana y el hermano del joven la noche de su entierro. A la mañana siguiente, Orduña formó la compañía de los Matazetas, cuyo objetivo era ese: matar Zetas. Y eso hacían cada vez que tenían ocasión. Si tomaban prisioneros era únicamente para conseguir información. Luego los ejecutaban.

Keller odiaba a los Zetas por motivos distintos.

Distintos, pero suficientes.

—Ochoa está muerto —responde.

—¿Seguro?

—Lo vi con mis propios ojos. —Había visto a Eddie Ruiz verter una lata de parafina sobre el cuerpo todavía con vida del jefe de los Zetas y acercarle una cerilla. Ochoa murió dando alaridos—. Y Forty también.

Forty era el lugarteniente de Ochoa. Un sádico, igual que su jefe.

—¿Viste su cadáver? —pregunta Orduña.

—Vi su cabeza —contesta Keller—. No estaba unida a su cuerpo. ¿Te vale con eso?

—Me vale —dice Orduña sonriendo.

En realidad, Keller no ha visto la cabeza de Forty. Ha sido su cara, arrancada por alguien y cosida a un balón de fútbol.

—¿Ha vuelto Ruiz? —pregunta.

—Todavía no.

—Estaba vivo la última vez que le vi.

Convirtiendo a Ochoa en una antorcha viviente, y luego parado en un viejo patio maya de piedra, contemplando cómo un chaval daba patadas a una estrafalaria pelota de fútbol.

—Puede que se haya largado sin más —comenta Orduña.

—Puede.

—Deberíamos ponernos en contacto con tu gente. Han estado llamando cada quince minutos. —Orduña pulsa varios números en un teléfono móvil y dice—: ¿Taylor? Adivina a quién tengo aquí.

Keller coge el teléfono y oye decir a Tim Taylor, el jefe del Distrito Suroeste de la DEA:

—Santo cielo, creíamos que estabas muerto.

—Lamento decepcionarte.

 

 

Le esperan en el Adobe Inn de Clint, Texas, en una carretera remota, a escasos kilómetros al este de El Paso.

La habitación —una sala de estar amplia con cocina americana— tiene el «equipamiento» típico de un motel de carretera: microondas, cafetera, neverita, sofá con mesa baja, dos sillas y un televisor. Un mal cuadro de un atardecer detrás de un cactus, y a la izquierda una puerta, ahora abierta, que da acceso al dormitorio y el cuarto de baño. Un buen sitio, muy discreto, para dar parte de la situación.

La televisión está puesta, muy baja, en la CNN.

Sentado en el sofá, Tim Taylor mira el ordenador portátil colocado sobre la mesa de café. Junto al ordenador hay un teléfono vía satélite apoyado en vertical.

John Downey, el comandante militar de la redada, espera junto al microondas a que algo se caliente. Keller repara en que se ha quitado el traje de camuflaje, duchado y afeitado, y viste un polo de color morado, vaqueros y zapatillas de tenis.

Otro hombre, un agente de la CIA al que Keller conoce por el nombre de Rollins, mira la televisión sentado en una silla.

Downey levanta la vista cuando entra Keller.

—¿Dónde cojones te habías metido, Art? Hemos hecho rastreos por satélite, búsquedas con helicópteros…

Se suponía que tenía que sacar a Barrera sano y salvo. Ese era el trato.

—¿Cómo está vuestra gente? —pregunta.

—Han volado —contesta Downey con un ademán semejante al aleteo de una perdiz asustada.

Keller sabe que dentro de doce horas los miembros del equipo táctico estarán dispersos por todo el país, o por medio mundo, quizá, provistos de coartadas que expliquen su ausencia.

—El único que no ha aparecido es Ruiz —añade Downey—. Confiaba en que estuviera contigo.

—Le vi después del tiroteo —dice Keller—. Iba a pie.

—Entonces, ¿anda suelto? —pregunta Rollins.

—Por él no tiene que preocuparse —replica Keller.

—Es responsabilidad suya —añade el agente de la CIA.

—A la mierda Ruiz —dice Taylor—. ¿Qué ha pasado con Barrera?

—Dímelo tú —contesta Keller.

—No hemos sabido nada de él.

—Entonces imagino que no salió con vida —comenta Keller.

—Se negó usted a subir al helicóptero de exfiltración —dice Rollins.

—El helicóptero tenía que despegar —responde Keller—. Y yo aún tenía que encontrar a Barrera.

—Pero no le encontró.

—Las operaciones tácticas no son como el servicio de habitaciones —replica Keller—. No siempre te traen lo que has pedido. Las cosas pueden torcerse.

Pueden torcerse desde el principio.

Habían descendido en medio de un tiroteo en el que los Zetas estaban masacrando a los de Sinaloa. Luego, un misil tierra-aire había impactado en el helicóptero en el que viajaba Keller, matando a un hombre e hiriendo a otro. De modo que, en lugar de bajar usando las cuerdas, habían tenido que hacer un aterrizaje forzoso en pleno tiroteo y evacuar a todos los efectivos en el único helicóptero que quedaba operativo.

Hemos tenido suerte de salir de allí, piensa Keller. Y más suerte aún de completar la misión principal y ejecutar a los cabecillas de los Zetas. Si no hemos podido traer también a Barrera, qué se le va a hacer.

—Si no me equivoco —dice Keller—, el objetivo primordial de la misión era eliminar a la dirección de los Zetas. Si Barrera está entre las víctimas colaterales…

—¿Mejor que mejor? —pregunta Rollins.

Todos saben que Keller odia a Barrera.

Que el jefe del narco torturó y asesinó a su amigo y socio.

Que él nunca lo ha olvidado y que menos aún ha perdonado a Barrera.

—No seré yo quien derrame lágrimas de cocodrilo por Adán Barrera —responde.

Conoce la situación en México mejor que cualquiera de los presentes. Les guste o no, el cártel de Sinaloa es una pieza clave para la estabilidad de México. Si el cártel se deshace debido a la desaparición de Barrera, la precaria paz que reina en el país podría correr la misma suerte. Barrera también era consciente de ello, y esa postura de après moi, le déluge le había permitido pactar ventajosamente tanto con el gobierno de México como con el de Estados Unidos para quedar en libertad y atacar a sus enemigos.

El microondas pita y Downey saca la bandeja.

—Lasaña congelada. Un clásico.

—Ni siquiera sabemos si Barrera está muerto —comenta Keller—. ¿Han encontrado el cuerpo?

—No —responde Taylor.

—La D-2 está allí en estos momentos —dice Rollins refiriéndose al ala paramilitar del servicio de inteligencia guatemalteco—. No han encontrado a Barrera. Ni tampoco a ninguno de los objetivos principales.

—Puedo confirmar personalmente que ambos objetivos han sido eliminados —responde Keller—. Ochoa carbonizado, y Forty… En fin, más vale no hablar de Forty. Les aseguro que los dos son cosa del pasado.

—Pues esperemos que Barrera no lo sea —comenta Rollins—. Si el cártel de Sinaloa es inestable, México es inestable.

—La ley de las consecuencias imprevistas —dice Keller.

—Teníamos un acuerdo muy concreto con el gobierno mexicano para preservar la vida de Adán Barrera —añade Rollins—. Les garantizamos su seguridad. Esto no es Vietnam, Keller. Ni tampoco es Phoenix. Si descubrimos que ha violado usted ese acuerdo…

Keller se pone en pie.

—No harán una mierda. Porque era una operación ilegal y no autorizada que «no ha tenido lugar». ¿Qué van a hacer? ¿Procesarme? ¿Sentarme en el banquillo de los acusados? ¿Permitir que declare bajo juramento que habíamos pactado con el mayor narcotraficante del mundo? ¿Que he participado en una operación patrocinada por Estados Unidos para eliminar a sus rivales? Permítame darle un consejo que los que de verdad nos manchamos las manos seguimos a rajatabla: nunca saque un arma a no ser que esté dispuesto a apretar el gatillo. ¿Está dispuesto a hacerlo?

No hay respuesta.

—Ya me parecía —añade Keller—. Y que conste que quería matar a Barrera. Ojalá le hubiera matado. Pero no lo he hecho —concluye antes de salir de la habitación.

Taylor le sigue fuera.

—¿Adónde vas?

—No es asunto tuyo, Tim.

—¿A México? —insiste Taylor.

—Ya no trabajo para la DEA —responde Keller—. Ni para ti. No puedes decirme dónde puedo o no puedo ir.

—Te matarán, Art —le advierte Taylor—. Si no te matan los Zetas, te matarán los de Sinaloa.

Seguramente, piensa Keller. Pero, si no voy, me matarán de todos modos.

Va en coche a El Paso, al apartamento que tiene cerca del EPIC. Se quita la ropa sucia y sudada y se da una larga ducha caliente. Luego entra en el dormitorio y se acuesta, comprendiendo de pronto que hace casi dos días que no duerme y está agotado, exhausto.

Tan cansado que no puede dormir.

Se levanta, se pone una camisa blanca y unos vaqueros y saca la pequeña Sig 380 de la caja fuerte del armario de la habitación. Se engancha la funda al cinturón, se pone un impermeable azul marino y sale.

Camino de Sinaloa.

 

 

Keller llegó por primera vez a Culiacán en los años setenta, siendo un agente novato de la DEA, cuando la ciudad era el epicentro del tráfico de heroína en México.

Y ahora vuelve a serlo, piensa mientras cruza la terminal hacia la parada de taxis. El círculo se ha completado.

Adán Barrera era en aquel entonces un simple gamberro que intentaba abrirse paso como mánager de boxeo.

Su tío, en cambio, era, además de policía, el segundo mayor cultivador de opio de Sinaloa, y aspiraba a ser el primero. Era la época en que quemábamos y fumigábamos los campos de amapola, piensa Keller, y expulsábamos a los campesinos de sus hogares. A Adán lo atraparon en una de esas redadas. Los federales iban a tirarlo de un helicóptero, y entonces intervine yo y le salvé la vida.

El primero de muchos errores, se dice Keller.

El mundo habría salido ganando si yo hubiera dejado que convirtieran al pequeño Adán en Rocky la Ardilla Voladora, en lugar de permitirle vivir para que llegara a ser el mayor narcotraficante del mundo.

Pero entonces éramos amigos.

Amigos y aliados.

Cuesta creerlo.

Y más aún aceptarlo.

Keller sube a un taxi y pide al conductor que le lleve al centro.

—¿Dónde exactamente? —pregunta el taxista mirándole por el retrovisor.

—Da igual —contesta Keller—. Así tendrás tiempo de llamar a tus jefes y contarles que un yanqui desconocido ha llegado a la ciudad.

Los taxistas de todas las ciudades mexicanas con fuerte presencia del narco son halcones, espías de los cárteles. Su labor consiste en vigilar los aeropuertos, las estaciones de tren y las calles y mantener informados a los poderes fácticos de quién entra y sale de su ciudad.

—Te ahorraré el esfuerzo —añade Keller—. Dile a quien vayas a llamar que tienes a Art Keller en tu taxi. Ellos te dirán dónde tienes que llevarme.

El conductor empuña el teléfono.

Tiene que hacer varias llamadas, y su voz se va crispando con cada una de ellas. Keller conoce el protocolo: el taxista llama al jefe de su célula local, que a su vez llama a su superior, y así sucesivamente hasta que el nombre de Art Keller llegue a la cúspide misma de la pirámide.

Keller mira por la ventanilla mientras el taxi se adentra en la ciudad por la carretera 280 y ve los altares funerarios erigidos en la cuneta en memoria de narcos caídos, casi todos ellos jóvenes muertos en las guerras del narcotráfico. Algunos altares solo son ramos de flores y botellas de cerveza amontonadas junto a cruces de madera baratas; otros son pancartas a todo color con fotografías del muerto extendidas entre dos postes, y otros ornamentadas lápidas de mármol.

Tienen la mayoría un año de antigüedad, como mínimo: ha habido menos muertos desde que el cártel sinaloense de Barrera ganó la guerra (con tu ayuda, piensa Keller) y estableció la llamada Pax Sinaloa, que trajo a México una paz relativa.

Pero pronto habrá más altares, se dice Keller, en cuanto llegue a la ciudad la noticia de la «Matanza de Dos Erres». Un centenar de sicarios sinaloenses acompañaron a Barrera a Guatemala. Pocos de ellos volverán, si es que vuelve alguno.

Y habrá más altares en los reductos de los Zetas en Chihuahua y Tamaulipas, al noreste del país, cuando sus soldados no regresen.

Keller sabe que los Zetas están en las últimas. El cártel paramilitar, compuesto por efectivos de las fuerzas especiales, que antaño había amenazado con tomar el control del país, se encuentra ahora tullido y descabezado. Sus mejores hombres han muerto a manos de Orduña o yacen asesinados en Guatemala.

Ya no hay nadie que desafíe el poder de Sinaloa.

—Dicen que le lleve a Rotarismo —le informa el taxista, nervioso.

Rotarismo es un barrio del extremo norte de la ciudad, al pie de los montes pelados y los campos de labor.

Un sitio muy a propósito para deshacerse de un cadáver.

—A un taller de carrocería —añade el conductor.

Estupendo, piensa Keller.

Así tienen las herramientas más a mano.

Para desguazar un coche o un cadáver.

 

 

Es fácil descubrir dónde se está celebrando un cónclave de narcos de alto rango por el número de todoterrenos aparcados en la puerta. Y este tiene que ser de los gordos, se dice Keller cuando por fin se detienen, porque delante del garaje hay una docena de Suburban y Expedition con armas asomando por las ventanillas como púas de puercoespín.

Las armas apuntan al taxi, y Keller piensa que el conductor va a orinarse encima.

—Tranquilo —le dice.

Un par de sicarios uniformados patrullan a pie frente al taller. Keller sabe que es una costumbre que han adoptado todos los cárteles: cada uno tiene su fuerza de seguridad armada, con su correspondiente uniforme distintivo.

Estos visten gorra de Armani y chaleco de Hermès.

Todo un poco relamido, en opinión de Keller.

Un hombre sale del garaje y se dirige al taxi, abre la puerta de atrás y ordena a Keller que salga de una puta vez.

Keller le conoce. Terry Blanco es un mando policial del estado de Sinaloa. Está a sueldo del cártel desde que entró en el cuerpo, y ya peina algunas canas.

—No sabes lo que está pasando por aquí.

—Por eso he venido —responde Keller.

—¿Sabes algo?

—¿Quién hay dentro?

—Núñez.

—Vamos.

—Keller, si entras ahí —le advierte Blanco—, puede que no vuelvas a salir.

—Esa es la historia de mi vida, Terry —replica Keller.

Cruzan el garaje dejando atrás los elevadores y las plataformas de trabajo, hasta llegar a una gran zona diáfana, como una nave industrial con el suelo de cemento.

La misma escena que en el motel, reflexiona Keller.

Solo que con distintos personajes.

La acción, sin embargo, es la misma: gente que habla por teléfono o maneja ordenadores intentando conseguir información sobre el paradero de Adán Barrera. El lugar está en penumbra: no hay ventanas y las paredes son gruesas, idóneas para un clima en el que te achicharras al sol o te congelas cuando sopla viento del norte. No conviene que la meteorología o las miradas curiosas penetren en este lugar y, si alguien muere aquí, si alguien se pone a gritar o a llorar o a suplicar, los gruesos muros absorben el sonido.

Keller sigue a Blanco hasta una puerta que hay al fondo.

La puerta da a un cuartito.

Blanco le hace pasar y cierra cuando entran.

Detrás de una mesa, hablando por teléfono, hay un individuo al que Keller reconoce de inmediato. De aspecto distinguido, cabello entrecano y perilla bien recortada, viste americana de pata de gallo y corbata de punto, y salta a la vista que le incomoda la atmósfera grasienta de la trastienda del taller.

Ricardo Núñez.

El Abogado.

Exfiscal estatal, Núñez había sido alcaide de la prisión de Puente Grande, pero dimitió de su puesto en 2004, semanas antes de que se «fugase» Barrera. Keller le interrogó entonces y Núñez declaró desconocer por completo los hechos, pero aun así fue inhabilitado y pasó a ser la mano derecha de Barrera. Desde entonces, según se dice, ha ganado cientos de millones con el tráfico de cocaína.

Apaga el teléfono y mira a Blanco.

—¿Nos permites un momento, Terry?

Blanco sale de la habitación.

—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunta Núñez

—Ahorrarte el esfuerzo de tener que localizarme —responde Keller—. Por lo visto estás al corriente de lo de Guatemala.

—Adán me contó lo del acuerdo —dice Núñez—. ¿Qué pasó?

Keller repite lo que les contó a los chicos en Texas.

—Se suponía que tenías que sacar de allí al Señor —le espeta Núñez—. Ese era el trato.

—Los Zetas se me adelantaron —contesta Keller—. No tuvo el debido cuidado.

—No sabes nada sobre el paradero de Adán —dice Núñez.

—Solo lo que acabo de decirte.

—La familia está muy preocupada —añade Núñez—. No sabemos absolutamente nada. No se han encontrado… sus restos.

Keller oye un alboroto fuera. Blanco le dice a alguien que no puede entrar y un instante después la puerta se abre de golpe y choca con la pared.

Entran tres hombres.

El primero es joven, de unos treinta años, poco más o menos. Viste una chaqueta de cuero negro de Saint Laurent que debe de costar por lo menos tres de los grandes, vaqueros Rokker y zapatillas Air Jordan. Tiene el pelo negro y rizado, con uno de esos cortes de quinientos dólares, y una barbita de tres días muy a la moda.

Está nervioso.

Enfadado, tenso.

—¿Dónde está mi padre? —le pregunta a Núñez con aspereza—. ¿Qué le ha pasado a mi padre?

—Todavía no lo sabemos.

—¡Y una mierda no lo sabéis!

—Tranquilo, Iván —dice uno de sus acompañantes, otro joven vestido con ropas costosas, pero mal afeitado y con el cabello negro descuidado y revuelto bajo la gorra de béisbol.

Parece un poco borracho o un poco colocado, o las dos cosas. Keller no le conoce, pero el otro debe de ser Iván Esparza.

Antes el cártel de Sinaloa tenía tres ramas: la de Barrera, la de Diego Tapia y la de Ignacio Esparza. Barrera era el jefe, el primero entre iguales, pero Nacho Esparza era un socio respetado, además de ser el suegro de Barrera, no por azar: había casado a su hija menor, Eva, con el jefe del cártel para sellar la alianza.

Así que, se dice Keller, este chaval tiene que ser el hijo de Esparza y cuñado de Adán. Los informes de inteligencia afirman que Iván Esparza dirige ahora la Plaza Baja, una zona crucial porque incluye los pasos fronterizos de Tijuana y Tecate.

—¿Está muerto? —grita Iván—. ¿Ha muerto mi padre?

—Sabemos que estaba en Guatemala con Adán —responde Núñez.

—¡Joder! —Iván da un manotazo en la mesa delante de Núñez. Mira a su alrededor buscando a alguien contra quien descargar su ira y ve a Keller—. ¿Quién carajo eres tú?

Keller no responde.

—Te he hecho una pregunta.

—Y yo te he oído.

—Pinche gringo, te voy a… —Se abalanza hacia Keller pero el tercer hombre se interpone entre ellos.

Keller le conoce por las fotos de los servicios de inteligencia. Tito Ascensión era el jefe de seguridad de Nacho Esparza, un hombre al que hasta los Zetas temían, y con razón: los había matado a decenas. Como recompensa, le dieron su propia organización en Jalisco. Su corpulencia, su cabeza grande y gacha, su talante de perro guardián y su tendencia a la brutalidad le habían granjeado el apodo del Mastín.

Agarra a Iván por los antebrazos para sujetarle.

Núñez mira al otro joven.

—¿Dónde estabas, Ric? Te he llamado a todas partes.

Ric se encoge de hombros.

Como diciendo: ¿Qué más da dónde estuviera yo?

Núñez frunce el ceño.

Padre e hijo, piensa Keller.

—He preguntado quién es este —dice Iván zafándose de las garras de Ascensión. Pero no vuelve a lanzarse contra Keller.

—Adán había llegado a ciertos… acuerdos —explica Núñez—. Este hombre estaba en Guatemala.

—¿Viste a mi padre? —pregunta Iván.

Vi algo que se parecía a tu viejo, contesta Keller para sus adentros. Lo que quedaba de su parte inferior estaba entre las brasas de una hoguera.

—Creo que será mejor que te vayas haciendo a la idea de que tu padre no va a volver.

Ascensión pone la cara de un perro que acaba de comprender que ha perdido a su adorado amo.

Una expresión de perplejidad.

De tristeza.

Y de rabia.

—¿Cómo lo sabes? —le pregunta Iván a Keller.

Ric le abraza.

—Lo siento, mano.

—Alguien va a pagar por esto —afirma Iván.

—Tengo a Elena al teléfono —dice Núñez, y pone el altavoz—. Elena, ¿sabes algo más?

Tiene que ser Elena Sánchez, se dice Keller, la hermana de Adán, retirada del negocio familiar desde que cedió Baja California a los Esparza.

—Nada, Ricardo. ¿Y tú?

—Nos han confirmado que Ignacio falleció.

—¿Se lo ha dicho alguien a Eva? ¿Ha ido alguien a verla?

—Todavía no —responde Núñez—. Estábamos esperando a saber algo concreto.

—Tendría que haber alguien con ella —insiste Elena—. Ha perdido a su padre y puede que a su marido. Los pobres niños…

Eva tiene dos hijos gemelos con Adán.

—Iré yo —dice Iván—. La llevaré a casa de mi madre.

—Ella también estará rota de dolor —responde Núñez.

—Voy a ir para allá —dice Elena.

—¿Quieres que vaya alguien a recogerte al aeropuerto? —pregunta Núñez.

—Todavía tenemos gente allí, Ricardo.

Se han olvidado de que estoy aquí, se dice Keller.

Curiosamente, es el joven que parece colocado —¿Ric?— el que repara en su presencia.

—Ehhh, ¿qué hacemos con este?

Más ruidos fuera.

Gritos.

Golpes y puñetazos.

Gruñidos de dolor, alaridos.

Han empezado los interrogatorios, piensa Keller. El cártel está deteniendo gente: sospechosos de pertenecer a los Zetas, posibles traidores, colaboradores guatemaltecos… Cualquiera de quien puedan conseguir información.

Por el medio que sea.

Keller oye un ruido de cadenas arrastradas por el suelo de cemento.

El siseo de un soplete de acetileno al encenderse.

Núñez le mira y levanta las cejas.

—He venido a decirte que he terminado con esto —dice Keller—. Para mí se acabó. Voy a quedarme en México, pero me largo, dejo esta vida. No volverán a saber de mí, y espero no volver a saber de ustedes.

—¿Tú vas a largarte como si tal cosa y mi padre no? —pregunta Iván. Saca una Glock 9 de la chaqueta y le apunta a la cara—. De eso nada.

Es un error de jovenzuelo, acercar demasiado la pistola al hombre al que quieres matar.

Keller se echa un poco hacia atrás al mismo tiempo que lanza la mano, agarra el cañón de la pistola, se gira y se la arranca de la mano. Luego le golpea tres veces en la cara con ella y oye cómo se le rompe el hueso del pómulo a Iván antes de que caiga al suelo, a sus pies, hecho un guiñapo.

Ascensión hace intento de reaccionar, pero Keller ha agarrado a Ric Núñez del cuello y le apunta a la cabeza con la pistola.

—No.

El Mastín se queda quieto.

—¿Qué carajo te he hecho yo? —pregunta Ric.

—Voy a decirles lo que vamos a hacer —dice Keller—. Voy a salir de aquí. Voy a vivir mi vida y ustedes van a vivir la suya. Si alguien viene a por mí, los mataré a todos. ¿Entendido?

—Entendido —contesta Núñez.

Usando a Ric como escudo, Keller sale marcha atrás de la habitación.

Ve hombres encadenados a las paredes, charcos de sangre, huele a orina y sudor. Nadie se mueve, le miran todos mientras sale a la calle.

No puede hacer nada por ellos.

Absolutamente nada.

Veinte rifles le apuntan y nadie va a arriesgarse a disparar al hijo del jefe.

Keller estira el brazo, abre la puerta de atrás del taxi, empuja a Ric hacia el suelo.

Apunta al taxista a la nuca.

—Ándale.

Camino del aeropuerto, ve el primer altar dedicado a Adán en la cuneta de la autopista.

Una pancarta pintada con aerosol.

ADÁN VIVE.

 

 

Juárez es una ciudad de fantasmas.

Es lo que piensa Art Keller mientras conduce por sus calles.

Murieron más de diez mil juarenses cuando Adán Barrera conquistó la ciudad arrebatándosela al antiguo cártel local para hacerse con un nuevo corredor de entrada a Estados Unidos. Cuatro puentes: el de la calle Stanton, el puente Internacional Ysleta, el de la calle Paseo y el puente de las Américas, el llamado «puente de los Sueños».

Diez mil muertos para que Barrera consiguiera esos puentes.

Durante los cinco años que duró la guerra entre los cárteles de Sinaloa y Ciudad Juárez, más de trescientos mil juarenses huyeron de la ciudad, lo que dejó su población en un millón y medio de habitantes.

Un tercio de los cuales, según ha leído Keller, sufre de estrés postraumático.

Le sorprende que no sean más. En el momento álgido del conflicto, los vecinos de Juárez se acostumbraron a sortear los cadáveres tirados en las aceras. Los cárteles llamaban por radio a los conductores de las ambulancias para decirles a qué heridos podían recoger y a cuáles debían dejar morir. Se atacaron hospitales, albergues para indigentes, clínicas de desintoxicación.

El centro de la ciudad quedó prácticamente desierto. Animado antaño por una famosa vida nocturna, la mitad de sus restaurantes y un tercio de sus bares echaron el cierre. Cerraron las tiendas. Y el alcalde, los concejales y la mayor parte de la policía municipal cruzaron aquellos mismos puentes para instalarse en El Paso.

Desde hacía un par de años, sin embargo, la ciudad había empezado a recuperarse. Estaban reabriendo los comercios, los refugiados volvían a sus hogares y la tasa de muertes violentas había disminuido.

Keller sabe que, si ha remitido la violencia, se debe a una sola razón.

A que Sinaloa ganó la guerra.

Y estableció la Pax Sinaloa.

Pues jódete, Adán, piensa mientras rodea la plaza del Periodista, con su estatua de un joven vendedor de periódicos.

Al diablo con tus puentes.

Y con tu paz.

No hay vez que pase por la plaza y no vea los restos esparcidos de su amigo Pablo.

Pablo Mora era un periodista que desafió a los Zetas al empeñarse en escribir un blog denunciando los crímenes del narco. Le secuestraron, le torturaron hasta la muerte, descuartizaron su cadáver y colocaron sus restos en torno a la estatua del vendedor de periódicos.

Tantos periodistas asesinados, reflexiona Keller, al comprender los cárteles que no solo tenían que controlar la acción, sino también el discurso.

La mayoría de los medios de comunicación dejaron sencillamente de informar sobre el narco.

Por eso creó Pablo su blog suicida.

Y luego estaba Jimena Abarca, la panadera de un pueblecito del valle de Juárez que se enfrentó a los narcos, a los federales, al ejército y al gobierno en pleno, que se puso en huelga de hambre y los obligó a liberar a presos inocentes, y a la que un matón de Barrera pegó nueve tiros en el pecho y la cara en el aparcamiento de su restaurante favorito de Ciudad Juárez.

O Giorgio, el fotógrafo de prensa al que decapitaron por cometer el pecado de fotografiar a narcos muertos.

O Erika Valles, asesinada y descuartizada como un pollo. Una muchacha de diecinueve años tan valiente que era la única agente de policía de una pequeña localidad en la que los narcos habían matado a sus cuatro predecesores.

O Marisol, cómo no.

La doctora Marisol Cisneros, alcaldesa de Valverde, el pueblo de Jimena Abarca en el valle de Juárez.

Asumió el cargo después del asesinato de los tres alcaldes anteriores. Siguió en él cuando los Zetas amenazaron con matarla, e incluso después de que la acribillaran en su coche causándole heridas graves en el abdomen, el pecho y las piernas; entre ellas, rotura del fémur y de dos costillas y fractura de una vértebra.

Tras varias semanas en el hospital y meses de recuperación, Marisol se reincorporó a su puesto y dio una rueda de prensa. Impecablemente vestida, peinada y maquillada, mostró sus cicatrices —y su bolsa de colostomía—, miró fijamente a la cámara y les dijo a los narcos: «He vuelto al trabajo y no vais a detenerme».

Keller no se explica de dónde saca tanto coraje.

Por eso le saca de quicio que los políticos estadounidenses pinten a todos los mexicanos con la brocha gorda de la corrupción. Piensa entonces en gente como Pablo Mora, Jimena Abarca, Erika Valles y Marisol Cisneros.

No todos los fantasmas son muertos: algunos son la sombra de lo que pudieron haber sido.

Tú mismo eres un fantasma, se dice.

Una sombra de ti mismo, viva solo a medias.

Has vuelto a México porque estás más a gusto con los muertos que con los vivos.

 

 

La autopista, la Carretera Federal 2, bordea la frontera al este de Ciudad Juárez. Desde la ventanilla del conductor, Keller divisa Texas a escasos kilómetros de distancia.

Lo mismo daría que estuviera al otro lado del mundo.

El gobierno federal mexicano mandó aquí al ejército para restablecer la paz, y el ejército exhibió la misma brutalidad que los cárteles. Hubo auténticas matanzas durante la ocupación militar. En esta carretera solía haber cada pocos kilómetros controles militares que los vecinos de la zona temían por ser puntos de extorsión, chantaje y detenciones arbitrarias que a menudo terminaban en palizas, torturas e internamiento en un campo de prisioneros construido a toda prisa carretera adelante.

Si no morías en un tiroteo entre narcos, podían matarte los soldados.

O podías simplemente desaparecer.

Fue en esta misma carretera donde los Zetas atentaron contra Marisol. Dándola por muerta, la dejaron en la cuneta, desangrándose. Por eso, entre otras razones, se alió Keller con Barrera temporalmente: porque el «Señor de los Cielos» prometió mantenerla a salvo.

Keller mira por el retrovisor para cerciorarse, aunque sabe que no hace falta que le sigan. Ya saben dónde va y, cuando llegue, lo sabrán también. El cártel tiene halcones por todas partes. Policías, taxistas, chavales en las esquinas, ancianas en las ventanas, oficinistas sentados detrás de sus mesas. Hoy en día todo el mundo tiene un móvil, y todo el mundo está dispuesto a servirse de él para congraciarse con el cártel de Sinaloa.

Si quieren matarme, me matarán.

O por lo menos lo intentarán.

Entra en el pueblecito de Valverde: una veintena de manzanas formando un rectángulo sobre la llanura desértica. Las casas —al menos las que sobreviven— son de bloques de cemento, pero aún quedan algunas de adobe. Unas pocas, advierte Keller, han vuelto a pintarse de tonos de azul brillante, rojo y amarillo.

Los vestigios de la guerra, sin embargo, están aún presentes, se dice Keller mientras recorre la ancha calle central. La panadería Abarca, que antes era el centro social del pueblo, sigue siendo un amontonamiento de cascotes ennegrecidos por el fuego; los agujeros de las balas, como picaduras de viruela, tapizan aún las paredes, y algunas casas siguen condenadas y abandonadas. Miles de personas huyeron del valle de Juárez durante el conflicto. Algunos por miedo; otros, obligados por las amenazas de Barrera. La gente se despertaba por la mañana y encontraba carteles con listas de nombres colgados en las calles, entre los postes del teléfono: vecinos a los que se ordenaba marcharse ese día bajo amenaza de muerte.

Barrera despobló algunos municipios para reemplazar a sus vecinos por personas venidas de Sinaloa, fieles a su organización.

Colonizó el valle, literalmente.

Ahora, sin embargo, los controles militares han desaparecido.

El búnker hecho de sacos terreros que había en la calle mayor ya no está, y unas pocas personas mayores se sientan en el quiosco de la plaza a disfrutar del sol de la tarde, algo impensable solo un par de años atrás.

Keller se fija, además, en que la pequeña tienda ha vuelto a abrir, de modo que los vecinos tienen de nuevo un sitio donde comprar lo imprescindible.

Algunos han vuelto a Valverde. Muchos otros, no. Pero el pueblo presenta leves indicios de recuperación. Keller pasa junto a la modesta clínica y para frente al ayuntamiento, un edificio cuadrangular de dos plantas, hecho con bloques de cemento, que alberga lo que queda del gobierno municipal.

Aparca el coche y sube por la escalera exterior hasta el despacho de la alcaldesa.

Marisol está sentada detrás de su escritorio, con el bastón enganchado al brazo de la silla. Absorta en unos papeles, no repara en Keller.

Su belleza le para el corazón.

Lleva un sencillo vestido azul y el pelo recogido en un moño severo que realza sus pómulos altos y sus ojos oscuros.

Keller sabe que nunca dejará de quererla.

Marisol levanta los ojos y sonríe al verle.

—Arturo…

Agarra su bastón y empieza a levantarse. Todavía le cuesta sentarse y levantarse de las sillas, y Keller advierte la leve mueca de dolor que hace al incorporarse. El corte de su vestido oculta la bolsa de colostomía, regalo del proyectil que seccionó su intestino delgado.

Fueron los Zetas los que le hicieron esto.

Keller fue a Guatemala a matar a los hombres que ordenaron el crimen, Ochoa y Forty, a pesar de que ella le suplicó que no buscara venganza. Ahora le rodea con sus brazos y le estrecha contra sí.

—Me daba miedo que no volvieras.

—Dijiste que no estabas segura de querer que volviera.

—Hice muy mal en decir eso. —Apoya la cabeza sobre su pecho—. Lo siento mucho.

—No hace falta que te disculpes.

Ella se queda callada unos segundos. Luego pregunta:

—¿Se ha acabado?

—Para mí, sí.

Keller la siente suspirar.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—No lo sé.

Es la verdad. Lo cierto es que no esperaba volver vivo de Dos Erres, y ahora que ha vuelto no sabe qué hacer con su vida. Sabe que no va a volver a Tidewater, la empresa de seguridad que llevó a cabo la incursión en Guatemala, y también que no piensa volver a la DEA, (de eso ni hablar). Pero en cuanto a qué va a hacer, no tiene ni idea.

Y sin embargo aquí está, en Valverde.

Atraído por ella.

Es consciente de que entre ellos no puede volver a haber lo que había antes. Comparten demasiado dolor, demasiados seres queridos muertos, y cada muerte es como una piedra en un muro tan alto que no hay forma de escalarlo.

—Esta tarde me toca trabajar en la clínica —dice Marisol.

Es la alcaldesa del pueblo y su único médico. En el valle de Juárez viven treinta mil personas, y ella es la única doctora que trabaja a tiempo completo.

Por eso abrió una clínica gratuita en el pueblo.

—Te acompaño —dice Keller.

Marisol se cuelga el bastón de la muñeca y se agarra a la barandilla al bajar por la escalera exterior, y a Keller le asusta que pueda caerse. Baja tras ella, con la mano lista para agarrarla.

—Hago esto varias veces al día, Arturo —dice ella.

—Lo sé.

Pobre Arturo, piensa Marisol. Hay en él tanta tristeza…

Ella sabe cuál es el precio que ha pagado ya por su larga guerra: la muerte de su amigo y compañero, el alejamiento de su familia, las cosas que ha visto y hecho que le impiden conciliar el sueño o que, peor aún, le atrapan en una pesadilla.

Ella también lo ha pagado muy caro.

Las heridas externas son evidentes. El dolor crónico que las acompaña, no tanto, pero aun así se deja sentir con fuerza. Ha perdido su juventud y su belleza. A Arturo le gusta pensar que sigue siendo hermosa, pero seamos sinceros, piensa ella, soy una mujer que lleva bastón y una bolsa de mierda colgada a la espalda.

Y eso no es lo peor. Es lo suficientemente lúcida como para darse cuenta de que padece un caso agudo de síndrome del superviviente —¿por qué ella está viva cuando tantos otros han muerto?— y sabe que Arturo sufre del mismo mal.

—¿Qué tal está Ana? —pregunta Keller.

—Estoy preocupada por ella —responde Marisol—. Está deprimida, bebe demasiado. Está en la clínica, ahora la verás.

—Estamos hechos polvo, ¿verdad? Todos nosotros.

—Pues sí —contesta ella.

Veteranos, todos nosotros, de una guerra inenarrable, piensa. A la que, como se dice ahora, no se ha dado «conclusión».

Ni victoria, ni derrota.

Ni reconciliación, ni tribunales que juzguen crímenes de guerra. Y menos aún desfiles, medallas, discursos o agradecimientos públicos.

Solo una lenta y empantanada disminución de la violencia.

Y un sentimiento de pérdida abrumador, un vacío que no consigue llenar por más que se mantenga ocupada en el despacho o la clínica.

Atraviesan la plaza del pueblo.

Los viejos del quiosco los miran pasar.

—La fábrica de chismorreos se pone en marcha —comenta Marisol—. A las cinco de esta tarde, estaré embarazada de ti. A las siete nos habremos casado. Y a las nueve me habrás dejado por una mujer más joven, güera, probablemente.

La gente de Valverde conoce bien a Keller. Vivió en el pueblo después del atentado contra Marisol, cuidándola hasta que se recuperó. Acudía a su iglesia, a sus festejos, a sus funerales. Aunque no sea del todo uno de ellos, tampoco es un desconocido, un yanqui más.

Le quieren porque quieren a Marisol.

Keller intuye, antes de verlo, la presencia del coche que se acerca por la calle, a su espalda. Aproxima despacio la mano a la pistola por debajo del impermeable y la posa en la culata. El coche, un viejo Lincoln, pasa lentamente de largo. El conductor y el pasajero no se molestan en disimular su interés.

Keller saluda con una inclinación de cabeza.

El halcón le devuelve el saludo al pasar.

Sinaloa le vigila.

Marisol no repara en ello.

—¿Le mataste, Arturo? —pregunta.

—¿A quién?

—A Barrera.

—Hay un chiste muy viejo y muy malo sobre una mujer en su noche de bodas —contesta él—. Su marido le pregunta si es virgen y ella contesta: «¿Por qué todos me preguntáis lo mismo?».

Marisol reconoce su respuesta por lo que es: una evasiva.

—¿Por qué todos te preguntamos lo mismo? —insiste. Se han prometido el uno al otro no mentirse nunca, y Arturo es un hombre de palabra. Al no contestarle directamente, ella sospecha cuál es la verdad—. Dímelo. ¿Le mataste?

—No —responde Keller—. No, Mari, no le maté.

 

 

Cuando se presenta Eddie Ruiz, Keller lleva solo un par de días viviendo en la antigua casa de Ana, en Juárez. Le había hecho una oferta a la veterana periodista y ella la había aceptado: aquella casa le traía demasiados recuerdos.

Eddie el Loco había participado en la redada de Guatemala. Keller había visto al joven narco —un pocho, un chicano de El Paso— verter una lata de parafina líquida sobre el jefe herido de los Zetas, Heriberto Ochoa, y prenderle fuego.

Cuando llega a su casa en Ciudad Juárez, no va solo.

Le acompaña Jesús Barajos, Chuy, un esquizofrénico de dieciocho años abocado a la psicosis por los horrores que ha soportado, presenciado e infligido a otros. Sicario del narco desde los once años, el chaval no ha tenido ninguna oportunidad, y Keller le vio en la selva guatemalteca pateando tranquilamente un balón de fútbol al que había cosido la cara de un hombre al que había decapitado con sus propias manos.

—¿Por qué le has traído aquí? —pregunta Keller, viendo la mirada perdida de Chuy.

Había estado a punto de matar al chico en Guatemala. Una ejecución sumaria por asesinar a Erika Valles.

¿Y Ruiz le trae aquí? ¿A verme a mí?

—No sabía qué hacer con él —responde Eddie.

—Entrégale.

—Le matarán —dice Eddie.

Chuy pasa a su lado, se acurruca en el sofá y se queda dormido. Bajito y enclenque, tiene la mirada feroz de un coyote hambriento.

—Además, no puedo llevarle donde voy.

—¿Qué vas a hacer? —pregunta Keller.

—Cruzar el río y entregarme —responde Eddie—. Cuatro años y estoy fuera.

Era el trato que le había conseguido Keller.

—¿Y tú? —dice Eddie.

—No tengo ningún plan —contesta Keller—. Vivir, nada más, supongo.

Aunque no sepa cómo.

Su guerra ha terminado y él no sabe cómo vivir.

Ni qué hacer con Chuy Barajos.

Marisol veta su idea de entregarle a las autoridades mexicanas.

—No sobreviviría.

—Mari, mató a…

—Sé lo que hizo —responde ella—. Está enfermo, Arturo. Necesita ayuda. ¿Y qué ayuda le dará el sistema?

Ninguna, Keller lo sabe, aunque no está seguro de que le importe. Quiere que su guerra se acabe, no llevarla consigo a rastras como la bola de un preso, encarnada en la persona de un muchacho semicatatónico que asesinó a personas a las que apreciaba.

—Yo no soy como tú. No puedo perdonar como perdonas tú.

—Tu guerra no acabará hasta que lo hagas.

—Entonces supongo que no acabará.

Pero no entrega a Chuy.

Mari encuentra a un psiquiatra dispuesto a tratar al chico gratis y le consiguió a través de su clínica la medicación que necesita, pero su pronóstico era «reservado». Como máximo puede aspirar a llevar una existencia marginal, una sombra de vida, con sus peores recuerdos atenuados, si bien no borrados del todo.

Keller no acierta a explicarse por qué se hizo cargo del chico.

Tal vez sea su penitencia.

El chico deambula por la casa como otro espectro de la vida de Keller. Duerme en el cuarto de invitados, juega con la X-Box que Keller compró en el Walmart de El Paso y engulle cualquier cosa que Keller prepare, normalmente salida de una lata con la etiqueta de Hormel. Keller vigila su cóctel de medicamentos y procura que se los tome a su hora.

Le lleva a sus citas con el psiquiatra y se queda sentado en la sala de espera, hojeando ediciones en español de National Geographic y Newsweek. Luego vuelven a casa en autobús y Chuy se arrellana delante del televisor mientras él hace la cena. Casi nunca hablan. A veces, Keller oye los gritos procedentes del cuarto de Chuy y entra y le despierta de su pesadilla. Aunque en ocasiones siente la tentación de dejarle sufrir, nunca lo hace.

Algunas noches agarra una cerveza y se sienta fuera, en los escalones del pequeño patio trasero de Ana, y rememora las fiestas que hacían allí: la música, la poesía, las apasionadas discusiones políticas, las carcajadas. Fue aquí donde conoció a Ana, y a Pablo y Giorgio, y al Búho, el decano del periodismo mexicano que editaba el periódico en el que trabajaban Ana y Pablo.

Otras noches, cuando Marisol viene a la ciudad a visitar a algún paciente ingresado en el hospital, salen a cenar o van a El Paso a ver una película. O, a veces, él va en coche hasta Valverde, se reúne con ella al cerrar la clínica y dan un apacible paseo por el pueblo al atardecer.

Nunca pasan de ahí, y él siempre vuelve a casa a dormir.

La vida adopta una cadencia onírica, irreal.

Por la ciudad circulan rumores acerca de la muerte o no muerte de Barrera, pero Keller no les presta atención. De vez en cuando, un coche pasa despacio por delante de la casa, y una o dos veces un policía llamado Víctor Abrego, a sueldo de Sinaloa, viene a preguntarle si ha tenido alguna notica, si sabe algo nuevo.

No, Keller no sabe nada.

Por lo demás, cumplen su promesa de dejarle en paz.

Hasta que dejan de hacerlo.

 

 

Eddie Ruiz vacía la cisterna del váter de acero atornillado a la pared de cemento. Luego mete un canuto de papel higiénico en el desagüe y sopla por él, empujando el agua hacia el interior de la cañería. Hecho esto, retira la colchoneta de espuma del soporte de cemento que le sirve de cama, la dobla encima del váter y presiona sobre ella como si le hiciera un masaje cardiaco. Aparta la colchoneta, apila tres canutos de papel higiénico dentro del váter, acerca la boca al de más arriba y grita:

—¡Señor!

Espera unos segundos y luego escucha:

—¡Eddie! ¿Qué pasa, m’ijo?

Eddie no es hijo de Rafael Caro, pero se alegra de que el viejo narcotraficante le llame así, de que incluso pueda pensar en él como en un hijo.

Caro lleva preso en la cárcel de Florence prácticamente desde su inauguración, allá por el 94. Fue uno de los primeros reclusos de la prisión de supermáxima seguridad. A Eddie le alucina que esté allí metido, solo, desde 1994, en una caja de hormigón de dos metros quince por tres setenta (cama de cemento, mesa de cemento, taburete de cemento, escritorio de cemento) y no haya perdido la chaveta.

Cuando la palmó Kurt Cobain, Caro estaba en su celda. Cuando Clinton se fumó el puro, Caro estaba en su celda. Cuando a una panda de chiflados con turbante les dio por estrellar aviones contra edificios, cuando invadimos un puto país por error, cuando un negro fue elegido presidente, Caro seguía metido en su celda de dos metros quince por tres setenta.

Veinticuatro horas al día, siete días a la semana.

Joder, piensa Eddie, yo tenía catorce años, estaba en primero de secundaria haciéndome pajas con el Penthouse cuando le encerraron, y el tío sigue aquí, y está cuerdo. Rudolfo Sánchez solo cumplió dieciocho meses y acabó hecho un pingajo. Y yo llevo año y pico aquí y estoy a punto de volverme loco. Seguro que ya se me habría ido la olla si no fuera porque hablo con Caro por el «vaterfono».

Caro sigue siendo un lince. A Eddie no le extraña que llegara a ser uno de los grandes capos del narcotráfico. El único error que cometió —aunque fuera un error fatal— fue apostar por el caballo equivocado en una carrera en la que solo había dos contendientes: el Güero Méndez y Adán Barrera.

Tenía todas las de perder, se dice Eddie.

Y corrió la misma suerte que muchos de los enemigos de Adán: fue extraditado a Estados Unidos, donde querían dejarle seco por haber participado en la tortura y asesinato de un agente de la DEA llamado Ernie Hidalgo. Como no pudieron probarlo, le endosaron la condena máxima por tráfico de estupefacientes —de veinticinco años a cadena perpetua—, en vez de cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional.

Los federales estaban tan cabreados que le mandaron a Florence, donde metían a tarados como Unabomber, a Timothy McVeigh antes de liquidarlo y a terroristas de todo pelaje. Osiel Contreras, el antiguo jefe del cártel del Golfo, está aquí, junto con otro par de capos del narcotráfico.

Y yo, piensa Eddie.

El puñetero Eddie Ruiz, el primer y único estadounidense en liderar un cártel mexicano, valga eso para lo que valga.

Aunque Eddie sabe perfectamente lo que vale.

Cuatro años de prisión.

Lo que es un problema, porque hay personas, algunas de ellas habitantes de esta institución, que se preguntan por qué le han caído solo cuatro años.

A un tío de su calibre.

Eddie el Loco.

El antiguo Narco Polo, apodado así por el tipo de camisetas que solía llevar. El tío que se enfrentó a los Zetas hasta pararles los pies en Nuevo Laredo, que acaudilló a los sicarios de Diego Tapia, primero contra los Zetas y luego contra Barrera. Que sobrevivió cuando los marines ejecutaron a Diego y que luego montó su propio tinglado, una astilla de la antigua organización de Tapia.

Algunas de esas personas se preguntan por qué volvió a Estados Unidos, donde ya se le buscaba por tráfico de drogas, por qué se entregó y por qué le cayeron solo cuatro años de reclusión en una cárcel federal.

La respuesta obvia era que Eddie era un chivato, que había vendido a sus amigos a cambio de una reducción de condena. Eddie lo negaba taxativamente delante de otros reclusos.

—Nómbrenme a un solo tío que haya caído desde que me encerraron a mí. A uno solo.

Sabía que no podían responder, porque no había ninguno.

—Además, si hubiera querido hacer un trato —añadía Eddie—, ¿creen que habría dejado que me metieran en Florence? ¿La peor cárcel del país?

Para eso tampoco tenían respuesta.

—¿Y una multa de siete millones de dólares? —insistía él—. ¿Qué puta mierda de trato es ese?