La frontera interior - Manuel Moyano Ortega - E-Book

La frontera interior E-Book

Manuel Moyano Ortega

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Beschreibung

Sierra Morena es una tierra de nadie. Frontera física entre el centro y el sur de España, esta cadena montañosa casi despoblada ha acogido a lo largo de los siglos bandoleros, contrabandistas, ermitaños, poetas y otros personajes extraordinarios, cuando no sobrenaturales. Atento a la historia y a los pequeños detalles, Manuel Moyano nos la redescubre con una nueva mirada, obteniendo como resultado un título memorable de la literatura de viajes. «Este libro contiene esa magia, tan discreta como infrecuente, que consiste en transformar lo familiar en insólito. El autor se reclama viajero romántico, pero es a los caminantes de trote corto a quien se parece, al Camilo José Cela de la Alcarria, al Azorín de los pasos del Quijote […] y, cómo no, al Miguel Delibes de las madrugadas castellanas». Del prólogo de Sergio del Molino.

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Obra ganadora del Premio Eurostars Hotels de Narrativa de Viajes 2021

© del prólogo: Sergio del Molino, 2022.

© Manuel Moyano Ortega, 2022.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones., S.L.U., 2022.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona

rbalibros.com

Primera edición: marzo de 2022.

REF.: ODBO016

ISBN: 978-84-1132-009-2

EL TALLER DEL LLIBRE•REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL

Cartografía: Gradualmap

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

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Todos los derechos reservados.

El Premio Eurostars Hotels de Narrativa de Viajes, convocado por el Grupo Hotusa con la colaboración de la Universidad de Barcelona y RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., tiene por objetivo fomentar la creación y divulgación de obras literarias de viajes escritas en español. Manuel Moyano Ortega, autor de este libro, fue el ganador del Premio Eurostars Hotels 2021. El jurado estuvo compuesto por los escritores Carme Riera, miembro de la Real Academia Española; Alfredo Conde, Premio Nadal y Premio Nacional de Narrativa; Ana Sanjurjo, directora general de proyectos hoteleros del Grupo Hotusa; el Dr. Adolfo Sotelo, catedrático de Filología Hispánica de la Universitat de Barcelona; y Luisa Gutiérrez, directora editorial de RBA Libros. Toda la información sobre el premio en www.premioeurostarsnarrativa.com.

A MI PADRE, IN MEMORIAM

Vivos y muertos componen un país.

FEDERICO GARCÍA LORCA

PRÓLOGO

EL VIAJE DE CERCANÍAS

por

SERGIO DEL MOLINO

Los teóricos de la literatura han pensado mucho sobre el concepto de narrador fiable, y los escritores juegan a menudo a ganarse la confianza del lector o a hacerle dudar de sus intenciones mediante sutilezas muy variadas, pero a un narrador se le percibe fiable por instinto. Se le siente fiable, más allá de las estrategias retóricas que despliegue y de las señales que disemine por el texto. El Manuel Moyano de La frontera interior es fiable como un amigo de la infancia o como un reloj suizo, y los lectores lo sentimos así desde la primera vez que lo vemos sentarse a la mesa.

En su viaje por Sierra Morena, Moyano come con apetito, incluso con gula. No son pocas las noches en que el hambre le vence y pide de más en las fondas o en las casas de los poetas que lo acogen, y no escatima el vino mientras su interlocutor le cuenta anécdotas y comparte saberes sobre tal ermita, tal valle o tal villa. Alimenta el espíritu y el cuerpo a la vez, sin contradicciones. Para mí, estas escenas inspiran más confianza que mil juramentos: alguien que disfruta tanto de un guiso tradicional y no reniega de otra copa de vino es sin duda un tipo de fiar. Yo no recorrería tantos kilómetros de monte junto a un melindroso, un asceta o un abstemio.

Me gustan mucho los escritores viajeros que tienen la deferencia de contarnos qué desayunaron y qué cenaron. Transmiten así la inmersión en la experiencia del viaje, que es un poco lisérgica. El viajero siente desapego de la realidad y se compromete con un aquí y un ahora que excluye una vida abandonada en suspenso. La escritura de viajes sucede entre paréntesis, por eso necesita del detalle, de la demora y de la anécdota mínima, y Moyano domina todos esos registros de tal modo que viajamos con él, vívidamente, apoltronados en el asiento de copiloto de un coche que no sirve para pistas ni senderos y debe zigzaguear por carreteras comarcales.

Moyano cultiva una forma de viaje exótica, pero con mucha tradición ibérica: el viaje de cercanías. Si el explorador de largas distancias escribe con telescopio, el de cercanías tira de microscopio. No cita Moyano a Sebald, aunque he sentido su sombra andariega por todo el libro, que contiene esa magia, tan discreta como infrecuente, que consiste en transformar lo familiar en insólito. El autor se reclama viajero romántico, pero es a los caminantes de trote corto a quien se parece, al Camilo José Cela de la Alcarria, al Azorín de los pasos del Quijote, al Josep Maria Espinàs de los Pirineos, al Ramón Carnicer de Las Hurdes y, cómo no, al Miguel Delibes de las madrugadas castellanas. Es una estirpe muy noble, la del trote corto y las cercanías, formada por hidalgos de la literatura, mucho más amable y cálida que la aristocracia desdeñosa de los que se creen exploradores.

Seguramente, muchos lectores españoles creen que conocen Sierra Morena. Incluso algún que otro impertinente se asomará al libro con ánimo de desmentirlo y de subrayar gazapos, pero la magia de Moyano consiste en deshacer esa creencia, enseñando un paisaje completamente nuevo. Yo he recorrido algunos de los pueblos que se narran en este libro e incluso he escrito sobre algunos personajes históricos que aparecen, como el misterioso y pícaro Johann Kaspar von Thürriegel, pero en la prosa de Manuel todo se me revela como si fuera la primera vez que tropiezo en esos nombres. Podría achacarlo, como hace el director del museo de la batalla de las Navas de Tolosa en uno de los primeros capítulos, al desinterés proverbial de los españoles hacia su historia y su cultura, pero eso sería quitarle méritos al libro, que conservaría todo su valor aunque viviéramos en un país chovinista donde todo el mundo conociese a fondo cada uno de sus rincones.

La sensibilidad delicada del autor se revela en la elección misma del itinerario: Sierra Morena, como bien subraya el título, es una frontera, y como tal se concibió para ser cruzada. Las fronteras no están hechas para recorrerse longitudinalmente, sobre todo las montañosas, por eso el viajero se ve obligado a diseñar su propio itinerario, en zigzag y tortuoso, a la contra de las rutas naturales y del mapa de carreteras. Al hacerlo, descubre la primera verdad de las fronteras: no son sólo líneas, sino territorios en suspenso entre los dos mundos que separan. Sierra Morena no es ni mora ni cristiana, ni andaluza ni mesetaria.

Para entender cómo funciona ese limbo Moyano recurre a tres poetas que jalonan el viaje: Alejandro López Andrada, el vate que ha alcanzado una dicción universal sin salir de su comarca; Manuel Moya, traductor de Pessoa, de Miguel Torga y de todos los escritores portugueses que importan, y Miguel Hernández, que fue preso en el extremo occidental de la sierra. Dos vivos y un muerto. El primero le enseña el silencio profundísimo que dejan los pájaros al callar y le hace dudar sobre las leyendas de fantasmas y apariciones. El segundo le regala un saber enciclopédico sobre toponimia y dialectos del norte que sobreviven en el sur. El tercero, pobrecillo, le recuerda que siempre caminamos en compañía de los muertos.

De fondo suena la tristeza del vacío, que es más honda cuanto más familiar es la región. Sierra Morena es un tópico hecho de bandoleros, monterías, batallas y ensoñaciones desde la ventanilla de un tren que sube o baja por Despeñaperros. De tanto verla y de tanto nombrarla, se nos oculta, entre misteriosa y resignada. No es fácil recorrerla con ojos nuevos y mucho menos escribirla con palabras nuevas. Manuel Moyano logra ambas cosas.

He cerrado con pena La frontera interior, que deja el regusto de los mejores libros de trote corto ibérico y merece pasar a su canon. Como lector, sólo tengo agradecimiento hacia Moyano, por haber añadido un hermoso libro más a esta tradición y sumarse a la estirpe de los descubridores de lo que todos dan por descubierto. Tienen suerte ustedes, que aún no se han subido a su coche y no han visitado la terrible Venta de la Inés, ni se han asomado a la finca de Conquista, ni han pedido una segunda botella de vino una noche larga en la sierra de Aracena. Están a punto de hacerlo: déjense llevar y no pongan remilgos a las migas ni a los salmorejos, ni rechacen que Moyano les sirva otra copa. Disfruten.

SERGIO DEL MOLINO

Zaragoza, diciembre de 2021

LA FRONTERA INTERIOR

NOTA DEL AUTOR

Siendo joven, cuando examinaba los mapas del país, siempre atraían mi atención aquellas regiones en las que el entramado de carreteras y poblaciones parecía mucho menos denso que en el resto. Sugerían lo poco habitado, lo desolado, lo salvaje, lo apenas explorado. Una de tales regiones era Sierra Morena, y yo había nacido precisamente al pie de sus montañas.

Desde el punto de vista geográfico, Sierra Morena representa un escalón longitudinal de casi quinientos kilómetros de largo entre la altiplanicie central y el sur de la península Ibérica. Históricamente, y en cuanto que tierra de nadie, ha desempeñado un secular papel de frontera, de paréntesis territorial. Los geólogos, por su parte, la han catalogado como horst: un macizo tectónico limitado por dos fallas. Finalmente, desde una perspectiva poética, cabría imaginar que la Meseta Central fuese un vasto mar derramándose por uno de sus flancos sobre el valle del Guadalquivir; Sierra Morena sería, entonces, el conjunto de cascadas a través de las cuales sucede tal derrame.

Hace tiempo que concebí la idea de emprender un viaje que surcase esta cadena de suaves montañas en toda su longitud, un viaje que, hasta donde sabía, nadie había escrito antes. Por más que abarcase varias regiones —Andalucía, sobre todo, pero también Castilla-La Mancha, Extremadura y el Alentejo portugués— necesariamente debían existir a lo largo del recorrido unos rasgos comunes, genuinos, determinados por la vegetación, la fauna, la orografía y la historia; rasgos que, de algún modo, constituirían la argamasa del viaje.

A primeros de 2019 confluyeron por fin las circunstancias adecuadas para llevarlo a cabo. Días atrás me cité con varias personas a las que ni siquiera conocía, pero de quienes esperaba que constituyesen importantes hitos a lo largo del camino. Partí de casa cierto día de invierno, solo, al volante de un humilde utilitario e imbuido por la idea de que lo asombroso y la aventura pueden aguardarnos en cualquier parte. Trataba de imaginar que era un viajero anglosajón poniendo proa a la pampa patagónica o a las cordilleras del Asia central. Con ese espíritu inicié mi periplo y este libro.

1

Llegué a Aldeaquemada en un frío amanecer de febrero, después de haber atravesado un solitario paisaje de encinares. El sol, que asomaba entre las montañas, iluminó débilmente la hondonada donde se enclavaba aquel pequeño pueblo andaluz. Dejé el coche junto a su plaza mayor y, envuelto en mi propio vaho, di un paseo por anchas calles en las que no se veía un alma. El aire olía a leña y a aceite. Por un instante, el estilo colonial de la vieja iglesia de piedra me trasladó a la remota América. Todo parecía guardar una escrupulosa simetría, como si, lejos de crecer espontáneamente, el pueblo hubiera sido trazado con escuadra y cartabón por antiguos delineantes. Di por fin con un vecino, al que pregunté si era cierto que allí tenían antepasados suizos y alemanes.

—Eso cuentan —respondió encogiéndose de hombros para, a continuación, darme sus apellidos, que eran de raíz hispánica y muy comunes.

Mi pregunta no carecía de fundamento. Había iniciado aquella travesía por el extremo oriental de Sierra Morena, una región que en 1212, tras la batalla de las Navas de Tolosa, quedó prácticamente desierta durante medio millar de años, ajena a la ley y convertida en refugio de malhechores y forajidos. Tal situación cambió a partir del siglo XVIII, cuando el rey ilustrado Carlos III decidió trazar por allí una vía de comunicación que uniese el centro y el sur del país y, con el fin de civilizar la comarca, mandó levantar decenas de nuevos pueblos. Encomendó la gigantesca operación a Pablo de Olavide, quien hubiese preferido practicar el paso por Aldeaquemada y no por Despeñaperros, como finalmente se hizo. El contingente inicial de colonos fue traído desde Centroeuropa. Aunque mi primer intento de dar con sus descendientes había sido infructuoso, no descansaría hasta encontrar a alguno de ellos.

En la calle Concordia había una churrería abierta, a cuya puerta permanecía estoicamente amarrado un podenco gris. Una pequeña estufa caldeaba agradablemente el interior. Los parroquianos, que me miraron con sucinta curiosidad, llevaban ropa de camuflaje, gruesas botas y gorra verde, como si el de cazador fuese su uniforme oficial. Mientras desayunaba café con leche y churros escuché unas conversaciones que giraban, invariablemente, en torno a la caza. Hablaban sobre los inconvenientes de llevar visor en la escopeta, o de cierta zorra herida que huyó escondiéndose en un chaparro. El más joven del grupo, de cincuenta y tantos, contó con acento más castellano que andaluz cómo lo había atacado un jabalí; después de acertarle en el muslo y el lomo, el animal seguía viniendo a por él.

—Los perros no conseguían matarlo, y yo no me atrevía a dispararle otra vez, por miedo a cargármelos...

No pude saber cómo terminaba su relato, ya que un tipo que acababa de entrar lo interrumpió para decir:

—Hay perreros con oficio y otros que no.

El recién llegado se llamaba Fide, y la camarera le preguntó qué quería para desayunar.

—No lo sé —respondió él.

—Pues nolosés no me quedan.

Entablé conversación con la camarera, cuyo peculiar deje me hizo suponer que fuera extranjera, aunque resultó llamarse Nuria y proceder de La Mancha, unos pocos kilómetros más al norte. Mi intención era visitar el cementerio, dando por supuesto que, si no quedaban descendientes de los colonos centroeuropeos entre los vivos, al menos los habría entre los muertos. Sin preguntarme el motivo de tan extraño deseo, me explicó que el cementerio estaba cerrado y que las llaves las custodiaba un tal Alejandro, conocido por los lugareños como Harry. «Es raro que no esté por aquí». Lo telefoneó, pero Harry no lo cogía. Como le dije que quería ver la cascada de la Cimbarra, me aconsejó hacerlo mientras ella trataba de localizar al guardián.

La pista de tierra que llevaba a la Cimbarra discurría junto a un arroyo cubierto por láminas de hielo. La hierba, los cardos, las zarzamoras, las copas de las encinas, todo estaba sembrado de escarcha y velado por una difusa neblina. Parecía el escenario de un cuento medieval. Nada más dejar el coche, oí a lo lejos un poderoso fragor, como si al final del camino me aguardase un dragón furioso. No tardé en llegar a una plataforma rocosa desde donde contemplé la profunda garganta que socavaba el paisaje. El lugar era de una belleza poco común. Un sendero zigzagueante permitía descender hasta un recóndito lago rodeado de fresnos, alisos y rocas musgosas sobre el que vertía agua sin cesar una catarata de cuarenta metros de altura. Me pareció que aquel fastuoso salto constituía el lugar idóneo para iniciar mi viaje, ya que —de algún modo— simbolizaba el gran escalón de Sierra Morena, el abrupto tránsito de la Meseta Central al valle del Guadalquivir.

Cuando regresé a la churrería, Nuria me contó que había conseguido hablar con Harry y que no tardaría en aparecer. Lo esperé en la puerta, donde el pobre podenco seguía atado con infinita paciencia. Pronto divisé al fondo de la calle, acercándose al trote, a un singular personaje ataviado con el uniforme del lugar: anorak y pantalón verdes. De rasgos distorsionados, bajo la gorra le asomaba un cráneo lampiño cosido a cicatrices. Nada más saludarnos me contó que lo habían operado de un tumor cerebral en Jaén.

—Me daban casi por muerto, pero yo aguanté.

La pérdida de masa encefálica le había dejado algunas secuelas locomotoras y en el habla, aunque conservaba cierto sentido del humor. Le pedí que me dijera sus apellidos y los anotó de su puño y letra en mi cuaderno: Alejandro Mas Lebrancón. Mas es de origen catalán, y entre los colonos de las Nuevas Poblaciones habían llegado también gentes de Cataluña; tampoco me hallaba tan lejos de mi objetivo. Mientras nos dirigíamos en coche al cementerio, le pregunté a Harry a qué se dedicaba antes de caer enfermo.

—A lo que salía... —me contestó—. En los pinos.

—Y —quise saber— ¿qué hacías en los pinos?

—Lo que me mandaban los jefes.

La conversación, parca ya de por sí, había entrado en bucle. Cuando detuve el coche junto a la verja del camposanto, sacó ostentosamente su gran llavero del bolsillo. Me pregunté por qué las autoridades le habrían encomendado ese papel de maestro de llaves; quizá para darle alguna ocupación toda vez que no podía trabajar ya «en los pinos». Recorrimos el cementerio. Muchas tumbas consistían en simples montículos cuyos ocupantes habían sido inhumados directamente en la tierra, sin intercesión de ataúd, al estilo mahometano. Algunas no tenían nombre; en otras figuraban epitafios que empezaban así: «Después de afanes prolijos, tu cuerpo sencierra aquí». Me pareció que «afanes prolijos» era una buena forma de describir nuestro paso por este mundo. No tardé en encontrar apellidos catalanes, italianos y alemanes: Masdemont, Font, Risoto, Chic, Feter.

Alejandro me condujo hasta el nicho de su padre, Anselmo Mas Wiznez. Nacido en 1931 y fallecido en 1992, una fotografía oval en blanco y negro mostraba a un hombre de cabeza ancha, orejas grandes, cejas pobladas y ojos tristes. Me habló con respeto y nostalgia de él: se notaba que lo había querido. En cualquier caso, el apellido Wiznez venía a confirmar que Harry tenía sangre de latitudes lejanas, aunque tampoco era algo que pareciese importarle un ardite. Pensé en el primer Wiznez que, siglos atrás, había llegado desde Alemania: ¿cómo pudo imaginar que uno de sus tataranietos andaría zascandileando ahora por allí, con un juego de llaves en la mano y el cráneo trepanado? Nadie puede saber hacia dónde crecerán las ramas de su árbol genealógico.

Le pregunté a Harry (o Alejandro) cómo mataba el tiempo, a qué se dedicaba. Imaginé que saldría de caza, igual que todos sus vecinos.

—No, la caza no me ha gustado nunca —respondió escuetamente—. Me han invitado muchas veces, pero no he querido ir.

Por su forma de decirlo comprendí que sentía piedad por los animales salvajes, que le parecía injustificable matarlos como mero pasatiempo. Mientras regresábamos en coche por una ladera tapizada de encinas, y Aldeaquemada se divisaba en el fondo de la hondonada rodeada por montes y más montes, le pregunté si no se aburrían allí.

—Aquí no nos falta de ná —respondió con orgullo—. Estamos tranquilos. Estamos vigilados. Tenemos Guardia Civil y dos ambulancias.

Para Harry, que parecía carecer de ambiciones —lo que probablemente hacía de él un hombre feliz—, aquello resultaba suficiente. Me reveló que en el pueblo existía un centro de interpretación donde podía averiguarse el origen de los distintos apellidos tecleándolos en un ordenador. Quise visitarlo para saber de qué región alemana provenía Wiznez. Mientras dejaba a Harry junto a la churrería, dudé si ofrecerle algún dinero por haberme acompañado, pero sospeché que la sola idea lo hubiera ofendido. Tampoco quiso que le invitara a café ni a ninguna otra cosa.

—Para eso estamos —concluyó.

El centro de interpretación llevaba el nombre del ubicuo Pablo de Olavide, superintendente de Carlos III. Un folio pegado en la puerta indicaba que se abría a las once de la mañana. Acababan de dar esa hora. Di una vuelta por los alrededores sin perder de vista la entrada mientras, poco a poco, el cielo iba poblándose de nubes grisáceas. Cerca de allí se levantaba la gran tolva oxidada de una almazara. A las once y cuarto golpeé la puerta, pero nadie respondió. Cinco minutos después descubrí que venía hacia mí de nuevo, con su extraño galope, el hijo de Mas Wiznez. Cuando llegó a mi altura, tomó aliento para decir:

—La chica de la oficina está de boda. Hoy se casa su hermana.

Y así fue como me despedí por segunda vez de Harry, enfadado no ya con aquella chica —a quien nunca tendría ocasión de conocer—, sino tal vez con toda Aldeaquemada, puesto que nadie se había molestado en indicar a los posibles visitantes que el centro permanecería cerrado esa mañana.

La carretera que conducía a Santa Elena circulaba entre altos y frondosos pinos. Un tipo que caminaba por la cuneta se volvió para comprobar si yo era vecino del pueblo; sus facciones me parecieron netamente germánicas, aunque tal vez fuese simple sugestión. A mitad de trayecto dejé el coche al pie de un cerro —el del Castillo— y rodeé éste por un camino sembrado de bellotas y endrinas que me permitió obtener una visión panorámica del gran paso de Despeñaperros: el ciclópeo viaducto, el conjunto de estratos de cuarcita verticales conocido como Los Órganos, los tejados de barro cocido de Santa Elena. Docenas de buitres leonados volaban tan bajo que podía distinguir sus inexpresivos ojos negros escrutando el terreno en busca de carroña.

Las rocas del cerro formaban un laberinto que había dado refugio tanto a bandoleros como a los remotos pobladores íberos. Llegué a la Cueva de los Muñecos, un santuario de época prerromana cuyo nombre procedía de los cientos de exvotos de bronce que —desde tiempo inmemorial— los lugareños habían venido fundiendo sin miramientos para fabricar con ellos herramientas y aperos. Los primitivos moradores del cerro dibujaron bajo aquel abrigo rocoso chamanes, guerreros, mujeres y ciervos, pero la tizne de infinitas hogueras encendidas a lo largo de milenios impedía discernirlos a quien no fuese un experto.

Mi intención era alojarme esa noche en otra de las poblaciones de nueva planta, Santa Elena, próxima a Despeñaperros y mayor que Aldeaquemada por hallarse en una vía principal de comunicación. Sin embargo, todos sus hoteles estaban completos debido a una gran montería que se celebraba ese fin de semana en la finca Los Cuellos. Me atiborré de migas serranas en uno de esos hoteles y salí a dar un paseo por el pueblo. El casco antiguo conservaba su disposición originaria en cuadrícula, pero no así las partes más recientes. En la plaza mayor se erguía una estatua en bronce de Carlos III, con su gran nariz borbónica y su rostro enjuto y afable. A su alrededor ondeaban banderas deshilachadas de Alemania, Italia, Suiza y Francia, las naciones de origen de los colonos.

Era mediodía y cada vez arreciaba más el frío, circunstancia con la que tal vez no contaron quienes llegaban cargados de esperanzas desde tierras septentrionales. En las calles, presididas por grandes y despojados plátanos, sólo se oía el gorjeo musical de los estorninos. Una fuente conmemoraba los doscientos cincuenta años de la promulgación del Fuero de las Nuevas Poblaciones, diez de las cuales estaban enclavadas en Sierra Morena. Al día siguiente me había citado en La Carolina con Francisco Pérez-Schmid, cronista de varios de esos pueblos, para que me iluminara sobre aquel atrayente fragmento de historia.

Sin embargo, si la Historia reverberaba en las calles de Santa Elena era principalmente por la gran batalla librada en 1212 en las cercanas Navas de Tolosa, un hecho que marcó el principio del fin para la colonización musulmana de la Península iniciada en el 711. El victorioso rey de Castilla, Alfonso VIII, hizo construir una ermita «en memoria de la milagrosa batalla» de la que aún sobrevivía una erosionada cruz de piedra y frente a la cual seguía rindiéndose homenaje cada 16 de julio —día de los hechos— a los guerreros caídos.

El museo de las Navas de Tolosa se levantaba al otro lado de una autovía, sobre el mismo lugar donde se había librado la histórica contienda. El acceso era algo enrevesado y quizá por eso no encontré a ningún otro visitante. En el vestíbulo había un hombre joven con chaleco acolchado, bufanda y gafas de pasta. Le pregunté si eran muchos los turistas que pasaban por allí al cabo del año.

—Unos veinte mil —contestó acariciándose la incipiente barba—. Pocos para la importancia del lugar.

Mientras me cobraba el ínfimo precio de la entrada, añadió con gesto de resignación:

—En otro país esto sería un lugar de peregrinaje, como Normandía en Francia, o Teutoburg en Alemania...

En Teutoburg —aclaró ante mi gesto de ignorancia— una alianza de tribus germanas había derrotado a tres legiones del emperador Tiberio. Mencionó asimismo Hastings, en Inglaterra, y Stirling, en Escocia. Por mi parte, cité campos de batalla que había visitado, como el de Culloden, también en Escocia, o el de Waterloo, en Bélgica. Aunque —añadí— no recordaba haber visto ningún museo en Poitiers, donde se frenó definitivamente la expansión musulmana hacia el norte de Europa. Mi interlocutor supuso que yo entendía algo de historia y eso lo animó a seguir hablando.

Pronto descubrí que Pablo Lozano (así se llamaba) no era un conserje ni un guía, sino el propio director, quien se hallaba cubriendo una baja. A su entender, existía cierta reticencia entre los poderes públicos a promocionar aquel museo por sus connotaciones políticas: de un lado, suponía echar más leña al conflicto entre cristianos y musulmanes que, bien entrado el siglo XXI, seguía en plena combustión; de otro, la historiografía franquista había hecho un uso tan patriotero de la batalla de las Navas de Tolosa que, en la imaginación popular, aparecía ahora asociada a aquel régimen. Si no lo dijo exactamente con esas palabras, sí fue lo que vino a decir.

Se ofreció a explicarme in situ los movimientos de los ejércitos. Salimos. Ráfagas de viento invernal azotaban un paisaje grandioso sobre el que descollaba el oleaje mudo e inmóvil de las montañas. Desde allí podían verse, como elementos de un fantástico decorado, Los Órganos y el puerto de Despeñaperros. Lozano me habló del imperio almohade, un movimiento integrista surgido en el Atlas marroquí que, tras arrebatar Al-Ándalus a los musulmanes más tolerantes allí establecidos, deseaba expandirse hacia el norte. En Alarcos, cerca de Ciudad Real, los almohades derrotaron sin paliativos a Alfonso VIII de Castilla. Por si ello no fuera bastante contrariedad para este monarca, los reyes vecinos de Navarra y León aprovecharon que luchaba contra el infiel para incursionar en sus territorios.

—Por eso —siguió Lozano—, cuando Alfonso decidió hacer frente de nuevo a los almohades, se preocupó primero de forjar una alianza con los demás reinos peninsulares y de recabar el amparo papal. Esto último suponía que quien atacase a otros cristianos sería excomulgado.

Fue la primera cruzada que no tenía lugar en Tierra