La ganadora - C.J. Parsons - E-Book

La ganadora E-Book

C.J. Parsons

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Beschreibung

Heather pensaba que la vida le había pasado de largo hasta que le tocó participar en la lujosa lotería de la Triple F, donde la fama, la fortuna y los fans aguardan a doce afortunados ganadores. Las normas son sencillas: vive con el estilo de vida de tus sueños y gana cinco mil libras al mes durante el resto de tus días, además de seis meses de fama en la app más popular del país…, siempre y cuando no ocupes el último puesto en las clasificaciones. Quédate sin tus seguidores… y lo perderás todo. Pero hay problemas en el paraíso. Demasiados ganadores se están convirtiendo en víctimas de la tragedia: adicciones, depresiones, incluso el suicidio. Alguien, en alguna parte, parece conocer sus secretos, y está azuzando el odio en las redes sociales. Y Heather tiene sus propios secretos… «Un oscuro relato sobre la vida de las celebridades en el que la fama y la fortuna se obtienen al precio más alto. Me atrapó por completo». LOUISE JENSEN C. J. Parsons fascina a sus lectores: «¡El thriller psicológico más fascinante del año! ¡En algunas partes me olvidé de respirar!». «La primera lectura en meses que no he sido capaz de interrumpir». «Las cinco estrellas se quedan cortas. La recomiendo encarecidamente». «¡Un thriller tenso y lleno de giros que te mantiene en vilo hasta el final!». «¡El suspense me enganchó y literalmente no podía soltar el libro!». «La ganadora me ha tenido en ascuas... pocas veces encuentras suspense de este calibre en un libro».

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Seitenzahl: 602

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

La ganadora

Título original: The Winner

© C. J. Parsons 2024

© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK

© De la traducción del inglés, Celia Montolío Nicholson

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

 

Diseño de cubierta: Stephanie Heathcote de HQ

Imágenes de cubierta: Getty Images y Stocksy

 

I.S.B.N.: 9788410642232

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para mamá, alias «Purple Grandma»

Prólogo

 

 

 

 

 

«Se acabó», pensó Elliot mientras su cerebro registraba que el coche ya no se aferraba a las cerradas curvas de la costa, que se había salido de la última y que debajo de las ruedas no había nada más que aire. «Aquí termina mi vida».

Fue como si el tejido del tiempo se estirase mientras el vehículo, con el parabrisas empañado por la lluvia, flotaba a cámara lenta sobre el mar del Norte.

Entonces, un ataque de pánico le quitó la respiración.

«Rosie».

Volvió la cabeza hacia el asiento del copiloto; Rosie, con la mirada clavada en el parabrisas a través de los dedos y la boca abierta en un grito mudo mientras el coche salía volando montado sobre una ola de inercia menguante, era la viva imagen de una chica absorta en una película de terror.

El cielo desapareció del parabrisas y fue sustituido por unas vistas de unas olas rompiendo contra las rocas. A Elliot se le subió el estómago a la garganta mientras caían.

Hubo un choque ensordecedor, un chillido agudo de metales quejumbrosos, y salió disparado hacia delante. El cinturón de seguridad se le clavó en el torso, su cara se estampó contra el airbag.

Después, nada. Silencio. Oscuridad.

¿Ya estaba muerto? ¿Era esto la muerte?

No sabía si habían pasado unos segundos o unas horas cuando el dolor hizo acto de presencia, señal de que seguía en este mundo. Oía lluvia cayendo sobre metal. Olas batiendo la orilla.

«Vivo. Estoy vivo».

Inhaló y el dolor le atravesó el pecho como un puñal, desvaneciéndose al exhalar. Cogió aire y de nuevo sintió la puñalada. ¿Sería una costilla rota?

Elliot estaba vencido hacia delante en el asiento, de espaldas al cielo y con la cara hundida en el airbag; lo único que le impedía caer era el cinturón de seguridad.

«Rosie».

Lenta, dolorosamente, giró la cabeza hacia ella.

La parte superior del cuerpo de Rosie estaba doblada sobre el cinturón como una marioneta sostenida por hilos flojos, el rostro suspendido justo por encima del champiñón pálido del airbag, los ojos cerrados. El cristal de su ventanilla estaba a punto de reventar, y al otro lado solo había oscuridad. Elliot alargó el brazo y le tocó la muñeca, que colgaba inerte. Notó el leve latido del pulso bajo la piel. Le asaltaba en oleadas un mareo que le nublaba la vista con enjambres de puntitos blancos, y en un primer momento pensó que la cara de Rosie estaba medio oculta por las sombras. Pero de repente se despejó y vio que la capa de oscuridad era sangre. Rosie debía de haberse dado con la cabeza contra la ventanilla mientras caían.

«Morirá si no consigo sacarla de aquí».

Respiró hondo, hizo una mueca de dolor. Miró fijamente el parabrisas, en un intento por vislumbrar qué había al otro lado. Pero empezó a ver doble y lo único que pudo distinguir fue la oscuridad. El pánico le asaltó de nuevo al imaginarse el coche atrapado bajo las olas, el agua entrando a chorros por las junturas de las ventanillas. Ellos dos ahogándose lentamente en la negrura.

«Inhala… dolor. Exhala… alivio».

Con un esfuerzo hercúleo, levantó la cabeza hasta que hizo contacto con el respaldo del asiento, movimiento que le provocó náuseas y la perturbadora sensación de que dentro de su cráneo había piezas sueltas dando bandazos. Algo le goteaba por el labio, y lo lamió sin pensarlo. Un líquido salado. Sangre.

«Inhala… dolor. Exhala… alivio».

Volvió lentamente la cara hacia la puerta del conductor. Las esquirlas le resbalaban y entrechocaban dentro de la cabeza, y sintió pavor al imaginarse lo que podría ver por la ventanilla.

«Por favor que no sea agua».

Y sollozó aliviado. La ventanilla estaba surcada de grietas, pero seguía entera, su parte inferior atravesada por una diagonal de una oscuridad más profunda, distorsionada por la lluvia que bajaba serpenteando por el cristal.

Rocas. Veía la superficie del mar agitándose justo detrás, más o menos a medio metro por debajo. Notó que la mente volvía a funcionarle, que la corteza cerebral se activaba de nuevo y le arrebataba el control al frenético estruendo de su sistema límbico. Y ahora, por fin, fue capaz de hacer lo que mejor hacían los psicólogos: analizar.

La parte frontal del coche estaba encajonada entre un par de rocas enormes que sobresalían del mar, justo enfrente de la base del acantilado. Las puertas estaban atascadas, de modo que iba a tener que escapar por atrás y trepar hasta la carretera.

Pero ¿era posible? ¿Qué pendiente tenía el acantilado? ¿No sería mejor llamar para pedir ayuda y esperar hasta que llegase? De nuevo miró a Rosie por si veía alguna señal de que estaba volviendo en sí. Y de repente se le cortó la respiración. Ahora que veía con nitidez, se fijó en que el coche se había combado hacia dentro por el lado de Rosie. El metal tenía un abombamiento obsceno que le llegaba hasta la mitad del regazo. Dios. Intentó sacarla, pero estaba muy encajada, la parte inferior del cuerpo atrapada por el metal. Harían falta herramientas y expertos para sacarla de ahí.

«Siempre que no sea demasiado tarde. Por tu culpa».

El pensamiento le daba vueltas en la cabeza, susurrando. Lo apartó.

El móvil. ¿Dónde estaba? Se lo había metido, como siempre, en el bolsillo de la chaqueta, pero lo buscó a tientas y ya no estaba. Cerró los ojos —gran error: el mundo se ladeó y dio un tumbo como una atracción de feria— y acto seguido los volvió a abrir. Seguro que el teléfono se había caído al chocar y había salido disparado hacia la zona del coche que ahora estaba más baja, la delantera. Iba a tener que sortear el airbag para cogerlo.

«No te dejes llevar por el pánico —le reprendió la corteza cerebral—. No hay prisa».

Pero sabía que no era cierto, porque empezaba a caer en la cuenta de un detalle. Habían recorrido esta misma carretera hacía una semana, al comienzo de sus vacaciones en las Tierras Altas escocesas, y no había habido rocas asomando por el agua: Rosie había sacado fotos por la ventanilla del coche, después, en el hotel, las habían visto.

No había habido rocas porque la marea las había cubierto. Se obligó a sí mismo a mantener la calma mientras asimilaba lo que esto significaba. ¿Estaría subiendo la marea en estos instantes?

Oyó un goteo cerca, por delante. Se inclinó a la izquierda y luego a la derecha, intentando ver lo que había al otro lado del airbag.

«Inhala… dolor. Exhala… alivio».

La base del parabrisas se había agrietado y el agua recorría el salpicadero formando riachuelos que caían al espacio reservado para los pies. Se percató del sonido que producía: el plon plon de un líquido cayendo sobre otro líquido. Estiró las piernas hacia el hueco de los pedales y sintió el frío abrazo del agua en torno a los tobillos. Si el móvil se le había caído, a estas alturas estaría sumergido.

«Piensa-piensa-piensa».

¿Y el móvil de Rosie? Solía llevarlo en la bolsa de lona.

En la bolsa que había dejado tirada en el suelo, a sus pies. Y que ahora estaba debajo del agua, como su teléfono.

Las olas, cada vez más agresivas, sacaban esquirlas de cristal del rompecabezas del parabrisas y entraban a borbotones por la brecha de abajo. Sin prisa pero sin pausa, el agua de mar iba llenando el coche. Era solo cuestión de tiempo que toda la parte frontal, incluidos los asientos a los que estaban enganchados, se sumergiese por completo.

—¡Rosie, despierta!

Nada. Ni la más mínima reacción.

La cogió del brazo y de la pierna que tenía expuesta y tiró con todas sus fuerzas. En vano.

Tenía que salir de allí. Subir a la carretera y parar un coche. ¿Lo conseguiría? Solo llegar al pie del acantilado, sometido al azote de las olas contra las afiladas rocas, sería una hazaña.

Aun así, tenía que intentarlo. No podía quedarse allí sin más, esperando a que la marea lo enterrase.

Miró a Rosie. ¿Qué iba a ser de ella? Estaban en un tramo de costa muy aislado, solo se habían cruzado con dos o tres coches en la última hora. ¿Cuánto tardarían en llegar los rescatadores? ¿A qué distancia estaba el hospital más cercano, el parque de bomberos? La cruda realidad era que probablemente la ayuda no llegaría a tiempo.

Entonces, una fría voz se coló entre sus pensamientos, susurrando: «Pero se lo ha buscado ella solita, ¿no? Si no hubiese dicho esas cosas, en estos momentos estaríamos a salvo».

Elliot contempló el perfil de Rosie. Ahora que el pánico había remitido, se sentía extrañamente desapasionado. Vacío. Vio cómo la sangre fresca trazaba una línea de un lado a otro de su cara. Escuchó cómo caía el agua en el hueco para los pies.

Plon-plon-plon.

Cada vez más fuerte. Más rápido.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

—¿Qué llevas escondido en la manga? —preguntó Heather.

El chico se volvió y le dedicó una sonrisa maliciosa. Eric Shulman era todo un psicópata en ciernes, distinto de los abusones cuya chulería no era más que una delgada tapadera para la herida abierta de sus terribles inseguridades. No, Eric estaba hecho de otra pasta. No parecía que ocultase nada aparte de una oscura e inquietante vacuidad.

—Perdón, ¿qué ha dicho, señorita?

Entre el griterío y las risas de la hora del almuerzo, había mucho ruido en la zona de recreo… En fin, era posible que no hubiese oído la pregunta…

Posible.

Pero improbable.

—El paquete ese que acabo de ver asomando por la manga de tu chaqueta. Quiero que lo saques. Ahora mismo.

Cualquier otro alumno del instituto Holland Park habría dado marcha atrás o, como mucho, se habría mantenido en sus trece. Pero Eric no. Dio un paso, y al acortar la distancia la diferencia entre sus respectivas alturas quedó patente. Quince años y ya descollaba sobre ella.

—Para no tener pruebas, señorita, es una acusación muy seria. Porque todo el mundo tiene derechos. Ni siquiera la policía puede registrar a la gente sin una razón de peso. —Sacó un chicle, se lo metió en la boca y empezó a mascar. El olor a menta se mezcló con el pestazo a cannabis que desprendía su chaqueta—. Que yo sepa, los profesores todavía no han superado en rango a los policías. Y usted ni siquiera es una profesora de verdad. Solo está en prácticas.

«Niñato arrogante».

Era vagamente consciente de que volvía a tener punzadas en la pierna: un dolor desesperante y machacón, como si con cada latido del corazón el hueso mismo se hinchase y se contrajese. Debía de haberse pasado ya el efecto de la pastilla. Tragó saliva y señaló el puño de la manga de Eric, donde llevaba escondido el paquete de droga…, porque fijo que era droga, ¿qué si no? Le tocó la manga con la punta del dedo.

—Veo que…

La mano de Eric se cerró al instante sobre su muñeca. Se inclinó sobre ella, llenándole los orificios nasales de olor a menta, y le dijo entre dientes al oído:

—No me toque.

De repente, Heather tuvo miedo. Miedo de aquel adolescente grandullón de brillantes ojos oscuros y postura desafiante que arrastraba las palabras con acento pijo. El chaval apretó más, y los ojos de Heather recorrieron rápidamente la zona del recreo. Maldita sea, se suponía que tenía que haber otra persona más de guardia. ¿Dónde diablos se había metido Steve? Seguro que estaba tomándose un café en la sala de profesores, el muy gandul.

Se irguió todo lo larga que era —que no era mucho, con su metro sesenta— y, mirando a Eric a los ojos, le habló con toda la autoridad que fue capaz de reunir:

—Suéltame inmediatamente la muñeca o se lo digo a la directora.

—Huy, qué miedo —dijo él, sin el menor rastro de inquietud—. ¿Cree que me expulsarán?

Y se rio. Porque, por supuesto, no podían librarse de él sin cerrar el grifo de las donaciones que llegaban a raudales a las arcas del instituto desde el día que Eric Shulman (heredero de la dinastía Shulman de medios de comunicación) entró por primera vez por la puerta. Con el dinero Shulman se había comprado el rutilante equipo nuevo del laboratorio y los flamantes ordenadores del Rincón de Programación; también se había transformado la parcela colindante en las canchas de tenis que eran la joya de la corona de la educación física de Holland Park.

Lo cual significaba que, hiciera lo que hiciera, a Eric jamás le expulsarían con carácter irrevocable. Si algo había aprendido Heather en sus ocho meses de prácticas, era que los ricos vivían en una especie de universo paralelo que no se regía por las mismas normas, disfrutando de vidas cómodas y bellas en las alturas mientras, abajo, la gente como ella salía adelante con dificultad, echando horas y acatando las reglas.

—Suéltame ahora mismo o… —Buscó desesperadamente una amenaza apropiada, pero se había quedado en blanco. Entonces, por la izquierda, oyó pasos.

—Para ya, gilipollas.

Heather se volvió y vio a Dean Mitchell, el chaval bocazas pero de gran corazón que vivía dos pisos por debajo de ella, en el apartamento 34.

Le plantó cara a Eric. No era tan alto como él, pero sí más corpulento.

Eric soltó la muñeca de Heather. Los largos dedos migraron a la corbata escolar y ajustaron el pisacorbatas de oro.

—Vaya, vaya, pero si es el chico becado… —Sus ojos volvieron a Heather y otra vez a Dean—. Vosotros dos sois vecinos, ¿no? De las casas de protección oficial… —Lo dijo claramente con tono de retintín.

—Sí —respondió Dean, reduciendo el espacio que los separaba a unos pocos centímetros. Eric no se movió—. ¿Pasa algo?

—No, para nada. Me encantan las referencias literarias. Urbanización Shakespeare, con bloques de viviendas que se llaman como sus grandes obras. Qué intelectual. —Miró a Dean de arriba abajo—. Y tú tienes que ser Otelo, porque no podrías interpretar ningún otro papel, ¿no? Entonces, ¿la señorita Davies es tu Desdémona? Apuesto a que…

El timbre ahogó las siguientes palabras, rompiendo el hechizo que había conseguido echarles y recordándole a Heather que aquel era su lugar de trabajo. Que, por mucho que fuera el heredero, la que llevaba las riendas era ella. Y no iba a permitir que se fuera de rositas después de haberla agarrado de esa manera.

—Eric, tú te vienes conmigo al despacho de la directora. Ahora mismo.

Él la miró, esbozando su sonrisa lenta y desdeñosa.

—Lo que usted diga, señorita.

—Gracias por tu ayuda, Dean. —Heather hizo un gesto de aprobación con la cabeza. Era de los buenos: un chico que te sujetaba la puerta para que pasaras y que recogía el material de laboratorio sin que hubiese que pedírselo—. Ya me encargo yo a partir de ahora.

Dean respondió con otro gesto de la cabeza.

Mientras cruzaban el patio, Heather saboreó por adelantado el momento en el que Eric tendría que revelar el contenido de la manga de la chaqueta. Quizá no consiguieran librarse de él para siempre, pero estar en posesión de drogas en el recinto escolar bastaría para expulsarle al menos una semana. Lo cual ya era algo; en su opinión, iban a estar todos más a gusto sin él. A algunos profesores les gustaba ir por ahí predicando que todos los chicos tenían algo bueno, que simplemente se trataba de una edad difícil y que nadie sabía qué era lo que pasaba de verdad en cada casa. Pero eso Heather no se lo tragaba. No, Eric Shulman no era más que un cabroncete mimado y malo. Así de sencillo.

Hasta mucho después, mientras volvía a casa dando un paseo, no se le ocurrió preguntarse cómo se habría enterado Eric de dónde vivía.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

CELEBRATER CULPA AL «ZUMO ADULTERADO» DE SU DETENCIÓN POR CONDUCIR EBRIO

Angus Fitz, corresponsal del London Post Entertainment

 

La estrella de CelebRate y autoproclamado «alcohólico en recuperación» Ozzie Jacobs ha hecho declaraciones acerca de su dramática recaída, debida según él a que fue víctima de una bebida adulterada. Sus dos años de sobriedad concluyeron la noche del sábado en una pelea de borrachos en un bar, una persecución de coches a gran velocidad y una colisión fatal entre su Ferrari y una queridísima gata anaranjada de nombre Katie.

«Al llegar al New Heights pedí zumo de piña, como siempre», ha dicho Jacob en una entrevista para Celeb TV. «Pero alguien tuvo que echarme algo a la bebida porque empecé a sentirme superraro. De repente me estaba tomando un chupito de vodka tras otro y apartando a golpes a la gente que intentaba impedirme que condujese. Unos colegas me siguieron con sus coches para asegurarse de que llegaba bien a casa, pero aceleré para escaparme de ellos. Me siento fatal por haber atropellado al gato. Me encantan los animales y siento muchísimo haber dejado a alguien sin su mascota. Pero yo lo he perdido absolutamente todo».

Ciertamente, Jacobs ha perdido seguidores…, lo cual compromete seriamente su futuro. La lotería bimensual de la Triple F en redes sociales otorga a cada ganador un premio vitalicio de 5000 libras semanales, además de seis meses de fama como uno de los doce winfluencers de CelebRate, la app y la web más populares del Reino Unido. Eso sí, con una advertencia: los ganadores cuyas cifras de seguidores bajen del medio millón durante sus seis meses en la plataforma tienen que renunciar al pago vitalicio, y a menudo son catapultados de vuelta, sin trabajo, a sus vidas de antes. Inicialmente, esta norma se creó para garantizar que los ganadores se esforzaban todo lo posible por interactuar con los fans y atraer seguidores —y dinero de patrocinadores para la empresa— mientras aparecían en la web. Pero más adelante se convirtió en una manera que tenían los fans de expresar su desaprobación por una mala conducta, como está descubriendo Jacobs en estos momentos. Comenzó la semana con más de seis millones y medio de seguidores, número que le convirtió en el winfluencer mejor valorado de la página web. Pero el número de seguidores cayó en picado después de que se difundieran por la red dos vídeos grabados con móvil. En el primero se veía su enfrentamiento etílico con la policía; en el segundo, más dañino, a una niña llorando mientras acunaba a su gata muerta. Ahora, Jacobs no llega a los seiscientos mil seguidores.

«Solo nos dejan apoyar a tres celebRaters», dijo Marie Howe, antigua fan de Jacobs, en referencia a la práctica del concurso de limitar la cantidad de estrellas de la Triple F a las que cada usuario puede seguir en un momento dado, «y no pienso malgastar uno de mis follows dándoselo a alguien que conduce borracho».

Desde que ganó la lotería de las redes sociales hace cuatro meses, Jacobs ha hablado abiertamente de sus dificultades para dejar el alcohol, sensibilizando a la población acerca del alcoholismo entre los jóvenes y ganando con ello millones de seguidores. Incluso se había hablado de que aparecería junto a la celebridad de Triple F Noah Fauster como copresentador de un documental lleno de famosos sobre la historia del concurso.

«Hoy es un día muy triste para Ozzie, para la Triple F y para mí personalmente», dijo Fauster. «Ozzie es mi amigo. Libró una batalla larga y complicada contra la adicción al alcohol. Te parte el corazón ver que al final ganó el alcohol. Ojalá que…».

 

 

—Qué, conque te estás poniendo al corriente de las noticias importantes del día, ¿eh? —le dijo Steve al oído, y a Heather casi se le cayó el teléfono del susto.

Había estado sola en la sala de profesores haciendo café cuando la alerta de la noticia sobre Ozzie Jacobs había aparecido en su pantalla, y no se había podido resistir.

—Dios, Steve, ¿te importaría no acercarte tan sigilosamente? Nunca te oigo llegar.

—Ni tú ni nadie. Soy como un ninja.

El café no había terminado de hacerse, pero Steve cogió la cafetera y llenó primero la taza de Heather y después la suya.

—Así que Ozzie está en la Zona de Caída… Supongo que esto significa que este mes habrá un sorteo extra para sustituirle.

Heather arqueó las cejas, sorprendida.

—¿Eres fan de CelebRate?

Steve rebuscó en la lata de galletas del personal, y se le iluminó el rostro al encontrar una Hobnob casi al fondo.

—Claro que no. El concepto mismo de ganar fama es ridículo. Mi interés por la Triple F es puramente académico. Como profesional de la informática…

—¿Los profes de informática en prácticas cuentan como profesionales de la informática?

Steve apoyó un hombro contra la pared a la vez que mojaba la galleta en el café.

—Bueno, el caso es que vivo en el mundo de la informática. Lo cual me permite valorar las innovadoras florituras de la plataforma. —La miró de soslayo—. Por ejemplo, el Rincón de los Contendientes.

Heather contuvo la respiración. Vaya por Dios. Puso cara de póquer, diciéndose que era muy poco probable que Steve se hubiese fijado; al fin y al cabo, había dos millones de personas allí.

—Me gusta la función de búsqueda —continuó Steve—, eso de que se pueda filtrar a los aspirantes por área geográfica, trabajo e incluso hobbies e intereses. Puse «albañil» y «origami» y obtuve tres resultados. —Le sonrió de oreja a oreja y a Heather le dio un vuelco el corazón—. Bueno… —dijo por último, moviendo las cejas—. Chica con Clase…

Heather dio un respingo. Al releerlo en su portátil después de unas cuantas copas de vino, el lema le había parecido ingenioso, una referencia divertida a su profesión…, a su casi profesión…, a su trayectoria profesional aplazada. Pero al oír las palabras pronunciadas con el acento del dialecto de Manchester de Steve, el lema se le antojó ridículo y vanidoso.

—Es muy fácil burlarse, pero ya me gustaría ver cómo te apañas para describirte de manera ingeniosa con cinco palabras o menos.

—Eh, no me malinterpretes, los lemas son la mejor parte. —Se pasó los dedos por el pelo, que parecía recién levantado de una almohada—. Hubo un taxista gordo que puso: «Me va la marcha». Y mi favorito: «Tetas de bisturí». Ya te imaginas cómo era ella… De todos modos, lo que le faltaba al lema de ingenio y sabiduría lo compensaba con creces con su precisión y… su magnitud.

Heather se echó a reír, pero se contuvo rápidamente. Mejor no darle ánimos. Steve era su mejor amigo en el instituto Holland Park —incluso puede que su mejor amigo en general, aunque a él jamás se lo reconocería—, y a veces temía que solo fuese cuestión de tiempo que acabase compareciendo ante un tribunal de recursos humanos. No es que fuera mal tipo, todo lo contrario. Simplemente, tenía que empezar a comportarse conforme a su edad. Al fin y al cabo, tenía treinta y un años, ocho más que ella. Heather había dejado de preguntarle por qué había empezado tan tarde las prácticas docentes, qué había hecho antes. Jamás conseguía una respuesta clara. Y, además, se alegraba de tener un compañero más mayor en su primer año de prácticas; le hacía sentirse menos incómoda respecto al hecho de que los demás estudiantes en prácticas fueran más jóvenes que ella. Los compañeros de estudios de Heather habían terminado las prácticas de dos años, habían dejado de ser novatos y se habían ido a trabajar de profesores de verdad por todo el país. Y la habían dejado atrás.

Ella dio un sorbo al café.

—Pobre Ozzie. Imagínate, tener todo lo que siempre has querido: dinero, fama, juerga, y volver otra vez al punto de partida…

Steve se tragó un trozo de galleta.

—No está en el punto de partida. Sus antiguos jefes no querrán saber nada de él ahora que es un borracho famoso. Y habrá dejado su antiguo piso. De modo que, cuando le echen de la casa pija en la que vive, acabará como los otros celebRaters rechazados…, viviendo con sus padres, bebiendo demasiado, intentando desesperadamente improvisar una carrera independiente en las redes sociales, pero incapaz de hacerlo porque le han puesto la etiqueta de perdedor. En cualquier caso, no podría competir con los llamativos reclamos y las retransmisiones en tiempo real de las celebridades que ofrece CelebRate.

Heather frunció el ceño y se quedó pensando en la sombría evaluación de Steve. Por supuesto que no justificaba la conducción bajo los efectos del alcohol, pero le parecía un poco injusto que alguien lo perdiera todo por un solo error.

—Qué mala suerte tiene… Puedo contar con los dedos de una mano los ganadores eliminados de esta manera. Los demás pueden hacer lo que les venga en gana el resto de su vida, sin volver a preocuparse jamás por el dinero.

Steve la observaba atentamente, sus ojos azules entrecerrados. No estaba nada mal, en su estilo desgarbado y flacucho; su costumbre de llevar pantalones varias tallas más grandes cogidos con cinturón acentuaba la estrechez de sus caderas.

—¿Qué harías si ganaras?

—¿Que qué haría? —Heather sonrió al imaginarse disponiendo de cinco mil libras semanales para gastárselas como se le antojase, pavoneándose en fiestas y estrenos, cada movimiento seguido por fans ansiosos por compartir la experiencia de cambiar una vida corriente y moliente por una vida de lujo y glamur. Sin sentirse nunca olvidada ni invisible—. Gastar dinero. Dejar de trabajar. Bailar desnuda en una fuente de champán.

—¿Y después?

—¿A qué te refieres?

—Dejas el trabajo, bailas desnuda… Por cierto, gracias por la imagen mental. —Sus ojos hicieron un rápido repaso del cuerpo de Heather, que sintió que se sonrojaba. Steve no la miraría así si supiera lo que ocultaba aquel vestido que le llegaba hasta las pantorrillas—. Te pasas por todas las tiendas pijas que encuentres. Y luego, ¿qué haces?

Heather se encogió de hombros.

—¿Viajar, quizá? Y también ir a… —¿Adónde iban los ricos y famosos, aparte de a discotecas y fiestas? ¿A las primeras filas de conciertos de música pop? ¿A galas benéficas?—. Ir a eventos, comer en restaurantes caros… —Dio un sorbo al café, mirándole con curiosidad—. ¿Por qué? ¿Qué harías tú?

Steve mojó el último trozo de galleta.

—Bebería demasiado, probaría la coca y seguro que le cogería gusto. Me tiraría a mujeres que en secreto me odiarían, pero que estarían conmigo por mi dinero. En pocas palabras, iría por mal camino.

Debía de habérsele caído un trozo de galleta al café, porque de repente soltó un taco y metió los dedos en el líquido para intentar rescatarlo. El calor le hizo sacar la mano inmediatamente.

—Bueno, tú al menos tienes un plan.

—¿Qué puedo decir? Me conozco bien. Soy débil, superficial y siempre estoy cachondo. Si ganase, tendrían que cambiar el nombre y llamarlo la Cuádruple F: fama, fortuna, fans… follar.

—Shh. —Heather miró alrededor con cara preocupada. Los tacos eran prácticamente un delito en Holland Park. Pero los profesores de verdad debían de estar aún en la reunión semanal con la directora—. Bueno, pues a mí me parece que ser rica y famosa sería increíble. —Apuró el café, que tenían un agrio sabor a quemado—. Hacer exactamente lo que te viene en gana cuando te viene en gana, sin desperdiciar ni un momento. Montones de personas que quieren conocerte y formar parte de tu vida, pendientes de cada palabra que sale de tu boca. —Sentía punzadas en la pierna como cuando se tiene un diente podrido. Iría al cuarto de baño a tomarse una pastilla antes de que empezase su siguiente clase—. Disfrutaría todos y cada uno de los momentos.

—No sé, Heather. Quizá no tendrías tantas ganas de alcanzar la fama si supieras lo que es de verdad. —Por una vez, Steve habló en voz baja, y Heather vio una expresión que nunca le había visto, como si hubiese pasado una sombra por su rostro.

—¿Cómo…?

El timbre taladró su frase. Mierda. ¿Ya era la hora?

Steve se acercó al fregadero y dejó la taza, que tenía el fondo manchado de trocitos de galleta reblandecidos.

Heather la miró.

—¿En serio necesitas sumergir así las galletas?

—Sí. Hubo un sabio que dijo: «El té sin galletas está demasiado húmedo». Lo mismo vale para el café.

—¿Un sabio?

—Mi abuelo; un gran aficionado a las galletas Hobnob.

Heather se lavó la taza y la dejó bocabajo sobre el paño de cocina que estaba extendido sobre la encimera, arqueando una ceja al ver que Steve no hacía ademán de imitarla.

—¿Tu madre no te enseñó a limpiar lo que ensucias?

—No —respondió él jovialmente, dirigiéndose con aire despreocupado hacia la puerta—. No es de ese tipo de madres.

Heather trató sin éxito de imaginarse a Steve en un entorno familiar.

—¿Y qué tipo de madre es?

Él la miró con una sonrisa que no se reflejó en sus ojos.

—De esas de las que solo hablas con tu terapeuta.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

—Lleva un poco de retraso —dijo Suzie por encima del hombro mientras acompañaba a Elliot por la base de la pirámide de cristal de seis plantas que era la sede de la Triple F. Llevaba la lustrosa melena rubia en un moño apretado. ¿La conocía de algo? Le costaba distinguir a las asistentes ejecutivas de la Triple F: todas llevaban los mismos pantalones grises de la empresa y el pelo recogido—. Vamos al Salón Azul. Se reunirá con usted ahí.

—Gracias.

A Elliot le habían contado que la forma piramidal del edificio de la Triple F —o el cuartel general, como lo llamaba el personal— había sido elegida para representar el recorrido ascendente y cada vez más estrecho que llevaba desde la ancha base del público general hasta los dos millones y pico de personas que probaban suerte en el Rincón de los Contendientes, de ahí a los Quince Finales y, por último, a la cumbre individual del ganador. En la planta superior estaba la oficina del director general y, por razones que nadie había sido capaz de explicarle, las cinco plantas de debajo tenían un código cromático: azul, rojo, amarillo, verde y naranja.

Elliot siguió a Suzie por el centro neurálgico: una gran oficina sin tabiques situada en medio de la planta baja y atravesada por un ancho pasillo que permitía que circulase una continua corriente de personas. A cada lado había filas de empleados hablando por auriculares delante de sus ordenadores, lo cual daba a la sala aspecto de centralita. Elliot aflojó el paso y prestó atención a una de las conversaciones telefónicas.

—Como sabe, ahora Becky va la tercera en la clasificación, así que si quiere que lleve su chaqueta tenemos que irnos al precio con prima del Top Trío. Si se le sale del presupuesto, hoy Alison tiene un veinte por ciento de descuento, pero como ha caído al octavo puesto su influencia no está en el mismo nivel que la de…

Elliot hizo una pausa para mirar el gigantesco monitor de pantalla plana de la pared, en el que se estaban proyectando imágenes de la página de inicio de CelebRate: mujeres con peinados altos saliendo de boutiques selectas con bolsas colgando del brazo, hombres con el pelo engominado saliendo de limusinas con mujeres colgando del brazo. Delante de una ruleta, un tahúr de mentón cuadrado cuya acompañante femenina llevaba orejas de conejito y poco más.

Suzie se acercó y siguió la dirección de su mirada.

—Nuestra última cosecha —explicó.

Elliot observó las imágenes que iban sucediéndose en la pantalla: distintas personas que participaban en variaciones de la misma actividad, la descarada exhibición de la riqueza. ¿Qué parte de la naturaleza humana avivaba este desesperado deseo de afirmación, de ser objeto de envidia, incluso por parte de completos desconocidos?

—Mi trayectoria profesional en la Triple F empezó en este departamento —estaba diciendo Suzie—. Por aquel entonces, Winfluencer Ventas era mucho más pequeño. Teníamos que llamar a diseñadores de moda y restauradores para soltarles el rollo de por qué les convenía que se viese a nuestros ganadores con su marca. En cambio, ahora son ellos quienes nos buscan a nosotros. Lo que ha dicho la prensa es verdad. La Triple F está reinventando la manera en que se hacen y se promocionan los influencers. —De repente, como activada por un interruptor, asomó una sonrisa a sus labios—. ¿Sabía que estamos considerando salir a bolsa el año que viene? Corren tiempos muy emocionantes para la empresa.

—Sí, vender fama es un negocio muy lucrativo.

La sonrisa se le esfumó con la misma velocidad con que había aparecido.

—No vendemos fama. Hay que ganársela. Todos los participantes tienen las mismas oportunidades hasta la fase de cribado.

Los dedos de Elliot apretaron el asa de su maletín. Contenía la tanda más reciente de documentos de cribado, que dividían a los finalistas en verde, ámbar y rojo: los que eran capaces de soportar el intenso escrutinio y el revuelo que acompañaban a los ganadores de la lotería de la red social, los que tal vez lo llevarían bien, pero necesitarían una supervisión más atenta, y los que probablemente se derrumbarían bajo la presión.

—Sí, pero hay que pagar para tener esas oportunidades.

—Diez libras es una cantidad muy baja a pagar por la oportunidad de ser rico y famoso. Y solo con que te saquen en el Rincón de los Contendientes ya mejoras tu perfil en redes, así que hasta los no ganadores obtienen una buena relación calidad-precio.

Elliot arqueó una ceja.

—¿Los no ganadores?

—¿No leyó el email? Ahora los llamamos así. Los gestores de imagen piensan que «perdedores» suena demasiado negativo.

—Ah, vale.

Elliot había tenido en mente un objetivo muy claro cuando había aceptado el trabajo, un motivo que nadie más conocía. Pero en momentos como este se preguntaba si realmente merecía la pena.

 

 

—¡Ah, doctor Leyton!

—Hola, Noah.

El Salón Azul era una cafetería con pretensiones llena de muebles de falso estilo eduardiano. Había arañas colgando del techo, y en un rincón una armadura que parecía que estaba vigilando la zona de las bebidas, con su pirámide de copas de champán. Una ventana daba a un jardín rocoso cercado por una «pared viva» de helechos, pensada para ocultar las poco estimulantes vistas del aparcamiento.

—Le traigo un zumo de naranja. ¿Tiene los expedientes?

Elliot abrió el maletín y sacó una carpeta de plástico con las evaluaciones de los finalistas. La echó sobre la mesita que había delante del sofá azul donde estaba sentado Noah. La pared de enfrente estaba cubierta de fotografías con pretensiones artísticas de ganadores de la Triple F. El propio Noah salía en tres de ellas: glamuroso y guapo en un estreno cinematográfico, a lomos de un caballo, bromeando con Scarlett Johansson en un acto benéfico. Era el único ganador que aparecía más de una vez. Pero era lógico. Él era el primer ganador del concurso y el más popular, el único con un perfil de CelebRate invariable que atraía ininterrumpidamente a más de siete millones de seguidores. Una vez transcurridos sus seis meses, se había quedado para convertirse en el rostro del concurso y portavoz de las celebridades, además de consultor ejecutivo y mentor de los ganadores. Noah Fauster era la estrella polar del siempre cambiante universo del concurso, y mantenía la atención mientras la cinta transportadora de la fama, de seis meses de longitud, iba pasando.

Elliot se sentó a su lado en el sofá.

—Entonces, supongo que la Triple F hará un sorteo extra para reemplazar a Ozzie, ¿no?

—Una «ronda extra», sí.

—Fue decepcionante lo que pasó. Parecía que Ozzie se había adaptado bien. Aunque desde el principio fue un riesgo, eso de seleccionar a un finalista con un historial tan largo de alcoholismo.

—Para ser justos, hacía años que no probaba una gota de alcohol. —Noah señaló la carpeta—. Bueno, ¿qué me traes hoy?

Elliot sacó los cinco expedientes que había dentro: las cinco personas que le tocaban de las quince escogidas al azar entre los millones de aspirantes al Rincón de los Contendientes.

—No es un lote muy bueno, me temo. Un joven que enviudó apenas hace unos meses y que es evidente que aún está pasando el duelo. Una joven de diecinueve años con una inseguridad tremenda y síntomas de anorexia, con un riesgo indudable de que se autolesione. Una chica con problemas de control de la ira. Un electricista (soltero, sin novia) que puntuó bastante alto, pero cuyos padres murieron en un incendio en casa de su hermana hace cinco años. La hermana sobrevivió y él la culpa de la muerte de los padres, así que no se hablan. En otras palabras, no tiene apoyo familiar.

El rostro de Noah se ensombreció.

—No me digas que has descalificado a los cinco…

—No. La última es una joven que se graduó en la universidad el año pasado y desde entonces está en el paro, lo cual está bien: no le costaría hacer la transición a una vida sin trabajar. Entorno familiar estable. Una puntuación excelente en indicadores de adaptabilidad. —Cogió el archivo de la candidata 2340 y se lo pasó—. Es una verde.

Elliot cogió el zumo de naranja que le había dado Noah. Como todas las bebidas frías, venía en una copa de champán, para representar la vida de lujo que estaban promocionando. A Elliot le parecía un incordio. Las copas eran demasiado pequeñas.

Noah miró la cubierta del expediente.

—A mí los números no me dicen nada. ¿Qué lema se ha puesto?

Elliot suspiró. Los lemas estaban todos incluidos en los expedientes para que, en teoría, pudiesen dar una idea de la imagen que de sí mismos tenían los concursantes. Pero en realidad no eran más que vaciedades.

—«A por las estrellas».

—Ah —dijo Noah con tono agrio.

—Lo sé. No significa nada, pero como casi todos los lemas.

—No, no es eso. Ya sé quién es, y… —Suspiró—. ¿Echaste un vistazo a su perfil en los Quince Finales?

—No. Nunca lo miro. Hace poco también dejé de ver CelebRate. Nunca revela nada que tenga un mínimo de valor psicológico. No es más que postureo vacío. Gente que va de fiesta en fiesta, pavoneándose y luciendo bolsos de diseño.

Si a Noah le ofendió este juicio sobre el mundo que representaba, no lo manifestó.

—Pues entonces permíteme que te ponga al corriente —dijo. Metió la mano en la chaqueta, se sacó la tablet en miniatura que parecía llevar siempre encima y tocó la pantalla antes de pasársela—. Toma.

Elliot echó un vistazo a la foto y supo que la candidata 2340 jamás ganaría. Tendría unos veinte años, la cara rechoncha y unas facciones del montón enmarcadas por cuatro pelos parduzcos.

—Supongo que podría funcionar como candidata para un cambio de imagen —dijo Noah, poco convencido—. ¿Te acuerdas de aquella concursante tan mejorable que había en el lote navideño del año pasado? La transformamos de arriba abajo, nariz, tetas, toda entera. Acabó con un aspecto fantástico y los fans reaccionaron entusiasmados.

—Tal vez —dijo Elliot, discrepando para sus adentros.

Se acordaba de la chica de la que hablaba Noah. Nariz grande, pecho plano y un peinado horroroso. Pero también ojazos dulces y cara en forma de corazón. El potencial para una transformación estilo Cenicienta, justo a tiempo para Navidad, había sido obvio desde el minuto uno. En cambio, la candidata 2340 tenía ojos pequeños y marcados rasgos suavizados por un exceso de grasa. Jamás sería guapa, ni siquiera mona.

Noah cogió los otros cuatro expedientes y se valió de los lemas para emparejarlos con las fotos de la página de los finalistas. Hizo una pausa al llegar al electricista de los padres fallecidos. Elliot le había puesto una etiqueta naranja, sobre todo porque sabía que a sus jefes les molestaba que hubiese demasiados finalistas con etiqueta roja. Noah revisó rápidamente los documentos.

—Ha recibido clases de baile de salón, practica montañismo y rafting en aguas bravas (las tres cosas quedan estupendas en las fotos), en su lista de hobbies ha incluido «mujeres hermosas». —Sus ojos volvieron a posarse sobre el rostro de la pantalla—. Héroe bien parecido de la clase trabajadora con espíritu aventurero y una chispa traviesa en los ojos. —Miró a Elliot, arqueando las cejas—. A lo mejor tiene buenos amigos y no necesita el apoyo de la familia, ¿no crees?

Elliot bebió un sorbo de zumo.

—Ya hemos visto cómo puede afectar la victoria a los grupos de colegas. Los winfluencers que transicionan con éxito a su nueva vida suelen tener un núcleo familiar fuerte. Pero, evidentemente, la decisión no me corresponde a mí. Si quieres apostar por el ámbar, allá tú.

Noah cogió los expedientes y los metió en la cartera de cuero que estaba a sus pies.

—Bueno, en realidad no decido yo, claro —dijo, aunque ambos sabían que no era cierto. Noah tenía el don de elegir ganadores que atraían a seguidores…; por consiguiente, a anunciantes. Así pues, si le decía al Departamento de Selección que uno de los finalistas parecía «encajar como anillo al dedo», la cuestión quedaba prácticamente decidida—. Esperemos que los otros dos loqueros… —Noah debió de ver que Elliot hacía una mueca al oír la palabra porque se apresuró a añadir—: Perdón, esperemos que los otros dos «evaluadores psicológicos» hayan tenido más suerte con sus cinco y nos den a elegir entre unos buenos verdes.

—Sí. —Elliot movió la insignificante cantidad de zumo de naranja en la ridícula copa, pensando: «El mundo sería un lugar mejor si este edificio y todo lo que representa fuesen borrados de la faz de la tierra». Sonrió a Noah—: Esperemos.

 

 

Heather sentía los ojos de Eric taladrándola como oscuros cuchillos, retorciéndose con odio y rencor. Levantó la barbilla y le sostuvo la mirada con firmeza. Estaba de pie en la puerta del aula, observando a los chicos que pasaban por el pasillo en tromba o bien en pequeños grupos, atenta a posibles peleas, bullying o usos ilícitos de teléfonos móviles. El despacho de la directora estaba a unas pocas puertas de distancia y Eric esperaba en la puerta, flanqueado por sus padres. La expulsión de una semana había terminado y habían convocado a los tres para hablar de los términos de su regreso y recordarles la estricta normativa antidrogas del centro. Como si fuese a servir de algo. La mirada de Heather se desplazó hacia la madre, que se estaba alisando el flequillo color platino. Ella la había visto en reuniones de padres, conciertos escolares y ferias de ciencias: delgada y perfecta, recién salida de la peluquería y vestida siempre con ropa de diseño. Era en todos los aspectos la esposa del generoso benefactor. ¿Cómo sería, se preguntó Heather, ir así por la vida, salir de compras sin preocuparse por los precios, pasarse fines de semana enteros bebiendo champán y comiendo canapés, sin sentirse nunca sola ni olvidada? Experimentó una amarga punzada de envidia antes de decirse que la vida de la señora Shulman no podía ser tan de cuento de hadas…, con un hijo como Eric.

Heather se fijó entonces en el marido, quien, hasta ahora, había sido una incógnita: una fuente invisible de dadivosidad cuyo nombre era sinónimo de riqueza. En persona, era más bajo de lo que se había imaginado. Tenía la mandíbula cuadrada y los hombros anchos, el pelo tan rapado que parecía una sombra sobre su cráneo y reducía el impacto de las entradas. Tenía los mismos ojos oscuros que su hijo. En este momento los volvió hacia Heather, frunciendo a la vez las tupidas cejas. Ella saludó con un pequeño gesto de la cabeza; al fin y al cabo era el padre de un alumno, tenía que ser profesional. Sin embargo, el rostro del señor Shulman no cambió. Sus ojos oscuros se batieron en duelo con los de Heather, reacios a apartarse, provocándole un escalofrío. A continuación se oyó un chillido, seguido de una voz de niña que gritaba: «¡Aparta eso, gilipollas!». Heather se volvió, aliviada, para mediar en una pelea que tenía que ver con una araña de goma. Cuando de nuevo miró hacia el despacho de la directora, los Shulman ya no estaban.

 

 

Heather estaba sentada delante del portátil en la mesa de la cocina, mirando su perfil del Rincón de los Contendientes. Ahora que Ozzie el asesino de gatos ya no estaba, la cantidad de winfluencers había caído por debajo de doce, de manera que en cualquier momento podía haber una ronda extra… y generaría una nueva lista de finalistas. Así pues, Heather quería que su perfil tuviese el mejor aspecto posible…, por si las moscas. Estudió la foto de la pantalla. Salía favorecida, eso sin duda: la cabeza ladeada, el largo cabello castaño cayéndole sobre la mejilla mientras pasaba la página de un libro de texto. Pero tenía que cambiar el lema. Chica con Clase. ¿Cómo no había reparado en lo presuntuoso que sonaba? Barajó varias alternativas relacionadas con su profesión —¿Siempre Aprendiendo? ¿Hipótesis Razonable?—, aunque no eran mejores. Naturalmente, no era necesario que el lema guardase relación con el trabajo. Pero ¿con qué otra cosa podía identificarse? En tiempos había sido muy aficionada a la natación, incluso había ganado varias medallas. Y le había encantado bailar. Pero todo eso era cosa del pasado. Hablaba algo de francés, jugaba estupendamente al Monopoly y había hecho sus pinitos con la cerámica el tiempo suficiente para crear un jarrón en forma de pergamino y un juego de tazas que goteaban cada vez que se usaban. Y nada más. Dios, ¿de veras era tan aburrida? Deslizó el dedo por las fotos vinculadas a su publicación. Tres. El mínimo. Y hasta eso había sido un esfuerzo, teniendo en cuenta que solo había dispuesto de las fotos de los siete u ocho últimos meses…, meses en los que sus días se habían repartido entre dar clases en el instituto y tirarse en el sofá a ver realities de citas mientras se comía un plato precocinado. Más allá estaba la zona muerta de los dos años anteriores, y definitivamente no quería que nadie viera qué aspecto tenía por aquella época. Quizá…

Se sobresaltó al oír un sonido por el altavoz del portátil, como un toque de trompeta. Lo oyó repetido en el móvil que estaba también sobre la mesa. En la pantalla apareció la imagen de unos fuegos artificiales mientras pasaba de un lado a otro un mensaje escrito con letras parpadeantes. «¡Enhorabuena! ¡Eres una de las finalistas!».

 

* * *

 

Cuando la imagen se desvaneció, Heather vio su foto entre catorce más en una página titulada «Los Quince Finales».

Aturdida, su primera reacción fue de incredulidad. Después sintió que la invadía una arrolladora ola de adrenalina. ¡Era finalista de Triple F! «Dios mío. Ay, Dios mío-Ay, Dios-Ay, Dios».

Se levantó del sofá de un salto, incapaz de contener el entusiasmo que la embargaba. Había sido elegida: ¡una de tan solo quince personas seleccionadas al azar entre casi dos millones! Soltó un grito de pura alegría antes de taparse la boca con las manos.

No podía quedarse allí, a solas con esta noticia crucial. Tenía que compartirla. Cogió las llaves y salió disparada, sin molestarse siquiera en calzarse; total, solo iba a bajar tres pisos. Heather vivía en una de las urbanizaciones de casas idénticas construidas en los tiempos en los que el Gobierno había decidido que todo el mundo necesitaba una puerta principal que diese a la calle para sentirse feliz, realizado y satisfecho con su lugar en la sociedad. Así pues, había levantado gigantescos bloques de viviendas de color marrón con filas y más filas de puertas que daban a una estrecha pasarela. El piso de Heather estaba cercado por un murete pintarrajeado de grafiti, en el que los residentes se apoyaban para mirar el parque que formaba una zona fronteriza entre su destartalada esquina de Sheperd's Bush y el exclusivo ambiente de Holland Park. Ella solía hacer una pausa en el umbral para contemplar las puertas con columnas blancas del otro lado del parque, los Porsches y Jaguars aparcados a la entrada, y se preguntaba cómo sería su vida si viviese allí. Cómo sería ella.

La luz del otro lado del cristal esmerilado de la ventana de la cocina de Debbie estaba encendida. Heather dio un golpecito y al instante salió su amiga con su peluca favorita: la de las puntas anaranjadas que le caía por la espalda. Debbie había decidido hacía años que no tenía ni tiempo ni energía para controlar la densa mata de cabello afro, así que se la había rapado y se había comprado un amplio surtido de pelucas —once, en el último recuento— que se cambiaba a diario, haciendo las delicias de los niños que tenía a su cargo en la guardería de Ladbroke Grove donde trabajaba.

—Hola, preciosa. —Le indicó que pasase con un gesto—. No sé qué es lo que acaba de pasar, pero tu cara va a reventar si no me cuentas una noticia.

Así era. Y no solo su cara: su corazón estaba a reventar de la emoción, su cabeza estaba que reventaba de pensamientos y su cuerpo estaba que reventaba de tanta energía atrapada.

—¿Un vino?

—El tono de pregunta sobra.

Debbie le indicó que se sentase en el sofá antes de desaparecer en la minúscula cocina que daba al salón. Heather se llevó los dedos a los labios y notó que le temblaban. Respiró por la nariz, diciéndose que tenía que calmarse mientras soltaba el aire por la boca. En realidad, era una boba por alterarse tanto. Una de quince. No iba a suceder. Aun así…

—Toma. —Debbie volvió con una botella y dos copas que dejó sobre la mesita. Se inclinó para llenar la copa de Heather antes de servirse y sentarse a su lado en el mullido sofá marrón—. Aquí tienes el vino. Ahora, suéltalo todo.

Heather tanteó por un instante con la posibilidad de crear suspense, pero fue incapaz de retrasarlo por más tiempo.

—¡Soy finalista de la Triple F!

Debbie se quedó boquiabierta.

—¡Qué me dices! ¿Estás entre los Quince Finales? —Dio un sorbo al vino, los ojos abiertos como platos—. ¡Joder! —exclamó a continuación, y soltó una de esas profundas risotadas que le salían de las entrañas—. ¡Impresionante! Tengo que verlo con mis propios ojos.

Se estiró sobre la mesita para coger la tablet —un iPad de imitación con la pantalla agrietada que hacía siglos que pensaba llevar a arreglar— y la encendió, tamborileando con los dedos hasta que aparecieron los Quince Finales. Le dio un suave codazo a Heather en las costillas a la vez que pinchaba su foto.

—¡Toma ya! ¡Tía buena! Una cara hecha para CelebRate. Y Chica con Clase…, ¡qué chulo!

—No voy a participar en CelebRate porque no voy a ganar —dijo Heather, más para sus adentros que para Debbie.

Ahora que había pasado el primer arrebato de emoción, la realidad empezaba a instalarse. Tenía que gestionar sus expectativas, no podía dejarse llevar. Cuantas más ilusiones se hiciera, más dura sería la caída cuando anunciasen al ganador la próxima semana.

Sin embargo, Debbie no albergaba semejantes dudas.

—Bueno, he oído que eligen a la persona que obtenga más clics en la página de los Quince Finales. Y tienes que ser tú. Eres mucho más guapa que todos esos.

—Eso no es más que una teoría de los tabloides. Los Quince Finales se eligen al azar, pero en realidad nadie sabe cómo se selecciona a los ganadores.

Heather se inclinó sobre la tablet y examinó los otros catorce rostros: sus rivales. Dio un toque a la imagen de una rubia posando en biquini al lado de una tabla de surf, la larga melena sobre sus hombros. Tenía el cuerpo dorado por el sol y sin una sola imperfección. Empezó a sonar un vídeo en el que se veía a la surfista cogiendo una ola que poco a poco se enroscaba en torno a ella.

—Y además, ya quisiera yo ser tan guapa como esta chica. —Bebió del vino, a la vez que notaba que parte de su entusiasmo se desvanecía.

—Por favor —dijo Debbie, pasando la mano por encima de la imagen de la surfista con gesto de desdén—. Es la típica rubia. Tu mirada tiene profundidad. Es más interesante. Y fíjate en su lema: Buenas Olas. Es obvio que es demasiado dura de mollera para entender la instrucción básica de «descríbete a ti misma». Se limita a describir la condición del agua.

Debbie regresó a la página de inicio, donde el banner de Top Trío iba mostrando imágenes de los tres ganadores más populares. Heather echó un vistazo a la fila de miniaturas en movimiento que había justo debajo: links de transmisiones en directo de fiestas y estrenos en los que los winfluencers estaban en medio de todo el barullo, charlando con sus seguidores y pasando sus preguntas a las celebridades en tiempo real. Los ojos de Heather se detuvieron sobre la miniatura de en medio, en la que se veía a Jim Munson, el celebRater clasificado en segundo lugar, hablando con Kate Winslet en lo que parecía ser un castillo, con un muro de piedra adornado por tapices y espadas detrás de ellos. Al fondo había estrellas de Hollywood bebiendo champán. Heather vio cómo Jim brindaba con la actriz, y se sintió como si estuviese asomándose por una ventanita a otro mundo distinto y más deslumbrante. Debbie dejó la tablet sobre el brazo del sofá.

—Me apuesto lo que sea a que ganas. —Puso los talones sobre la mesita—. ¿Has pensado ya en lo que harías? ¿Seguirías en el instituto?

—No creo —respondió Heather, y para su sorpresa lo dijo con pena.

Dios santo. ¿De veras le gustaba su trabajo, mal pagado, mal valorado, sin nada de glamur? ¿Le gustaba pasar los días alimentando a la fuerza a cerebros adolescentes tan abarrotados de amores platónicos y estrategias de gaming que no les cabía nada más; vigilando la zona del recreo como si fuera una carcelera, intercambiando anécdotas sobre estudiantes terribles mientras se tomaba un café horrible en la sala de profesores? Cierto, siempre había querido dar clase, había pensado que sería divertido…, gratificante, incluso. Pero de eso hacía más de dos años y medio, cuando su trayectoria profesional aún estaba bien encaminada.

—Una celebridad a tiempo completo…, ¡figúrate! —A continuación, Debbie frunció el ceño y la cara se le transformó por completo—. Dejarás tu piso, ¿no? Los ganadores se van todos a casas pijas. —Se llevó una mano a la boca; tenía los ojos brillantes de lágrimas—. ¡Te voy a echar de menos!

Heather se inclinó y abrazó a su amiga.

—No te pongas así por algo que no va a pasar. Y aunque ganase, que seguro que no, nos seguiríamos viendo. Simplemente, vendrías a verme a mi pisito de lujo y el vino nos lo serviría uno de mis muchos sirvientes buenorros. Vestido solo con calzoncillos y pajarita, por orden de la jefa. —Se echó a reír, pero Debbie no la imitó.

—No. Cuando seas rica, tendrás una nueva vida con gente nueva. Te olvidarás por completo de mí.

—No seas boba —dijo Heather—. No soy de esas personas que dejan a los amigos solo porque les cae un dineral. ¿Por quién me tomas? —Levantó la copa a la vez que sentía que volvía el entusiasmo. Una de quince. Le había dicho a Debbie que no lo iba a conseguir. Pero en realidad las probabilidades no eran tan bajas—. ¡Por la buena suerte y por las buenas amigas!

—¡Chinchín!

Debbie ya había vuelto a sonreír cuando entrechocaron las copas.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

Se trata de encontrar el momento decisivo. De saber qué teclas pulsar. Todos tienen puntos débiles, heridas que se pueden reabrir. Ya me he encargado yo de eso.

Reina el silencio en mi estudio. No se oye nada aparte de mis dedos desplazándose por el teclado. Poco a poco caigo en la cuenta de que fuera todo está oscuro. ¿Cuándo se ha puesto el sol? He estado tan absorto en mi trabajo, explorando los foros en busca del lugar perfecto, que no me he fijado en que la luz se iba debilitando. Ahora, la única fuente de iluminación es la pantalla de mi ordenador, que arroja un frío resplandor sobre la pila de papeles que está a su lado. La hoja de encima es un artículo sobre mi objetivo actual, que aparece saliendo de un club con una rubia del brazo.

Decido empezar por Celeb Chat: un hilo titulado «Adorable canalla». Es lo de siempre: que sí, que puede que sea un mujeriego, pero que al menos va de frente…, que si está haciendo estragos entre la población femenina con su sonrisa descarada y su mirada pícara… Elijo uno de los comentarios y le doy a «Publicar respuesta». Escribo: «Me he encontrado con un viejo colega de Jim llamado Desmond, que dice que «se lleva de calle a los hombres».

He escogido mis palabras con sumo cuidado. A los censores y los fans de la web, el comentario les parecerá inocuo…, incluso banal. Pero a Jim, no. En cuanto esparza unos cuantos comentarios más como este por CelebRate y por los foros de fans de los que seguro que está pendiente, entrará en pánico y se preguntará quién soy y qué sé.

Capítulo 5

 

 

 

 

 

Cuando Heather volvió de casa de Debbie, lo primero que hizo fue revisar sus mensajes. En la última hora le habían llegado montones de mensajes directos y de emails, incluido uno de la propia Triple F, lleno de archivos adjuntos: formularios, cuestionarios sobre antecedentes y test psicométricos que había que imprimir, rellenar a mano y enviar mediante el servicio privado de mensajería del concurso, cuya desconfianza de la seguridad online era bien conocida. También se le advertía que no hablase con periodistas en esta etapa del proceso. El London Courier



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