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LA PIONERA DEL SUSPENSE DOMÉSTICO TRADUCIDA POR PRIMERA VEZ AL ESPAÑOL «Una hábil narradora, cuyos misterios merecen ser revisitados. Debajo de la superficie narrativa, rápida como un torrente, subyace una profunda y trágica sabiduría.» Del prólogo de Joyce Carol Oates «Nunca se arrepentirá de haber conocido a la señorita Rachel Murdock.» The New York Times «Un atractivo antecedente de Jessica Fletcher.» Publishers Weekly Una anciana aficionada a los misterios, una joven asesinada y un único testigo: la gata. A sus 70 años no hay muchas cosas que disturben a Rachel Murdock. De ahí que cuando su sobrina Lily le pide que pase unos días con ella, Rachel no se lo piensa dos veces y se pone en camino, acompañada de su gata Samantha. La sobrina las recibe con vaguedades que, poco a poco, dejan entrever que está en serios apuros. Mientras Rachel intenta ayudar, alguien la droga y pierde el conocimiento. Al despertar, su sobrina está muerta y la gata ha sido la única que ha visto qué ha ocurrido. Rachel no tardará en comenzar a unir las piezas del misterio que se despliega frente a ella. Un clásico estadounidense que inauguró las novelas de misterio felinas. Una historia inteligente y entretenida, llena de sutilezas que contienen la solución del rompecabezas.
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Seitenzahl: 381
Veröffentlichungsjahr: 2024
Título original inglés: The cat saw murder.
Esta edición ha sido publicada gracias a un acuerdo con Penzler
Publishers a través de International Editors & Yáñez Co’S.L.
© del texto: Dolores Hitchens, 1939.
© del prólogo: The Ontario Review, 2021.
© de la traducción: Antonio Jiménez Morato, 2024.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2024.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
rbalibros.com
Primera edición: octubre de 2024.
REF.: OBDO383
ISBN: 978-84-1132-846-3
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La magia es misteriosa y el misterio es mágico: nos cautiva lo que (todavía) no conocemos, y muchos de nosotros estamos bajo el hechizo de una compulsión casi visceral por conocer la verdad, por «resolver» el misterio.
Desear saber es un instinto natural. Los problemas existen para ser resueltos, pero el misterio siempre es esquivo. Aunque sepamos quién ha cometido el crimen, necesitamos saber cómo; precisamos saber por qué. Más allá de eso, ansiamos conocer su significado. En magia, el mago ingenioso es aquel que no solo sabe hacer magia, sino que también sabe desviar la ávida atención de sus espectadores del funcionamiento de la magia en sí, que es (por supuesto) ilusoria: el mago es el «ilusionista». De la magia se suele decir que existe exclusivamente en el ojo del espectador embelesado: una vez que se conoce el mecanismo que subyace tras la magia, esta queda reducida a mera superchería, a una ilusión trivial.
Las novelas de misterio o de detectives de la edad de oro (1920-1939) se asemejan más a la magia que a la literatura convencional, en la que lo importante es la exploración de la personalidad humana en un mundo que puede ser reconocido como «real», así como el cultivo del lenguaje como fin en sí mismo. En la novela clásica de misterio o de detectives, tal y como la ejecutan Agatha Christie, John Dickson Carr y Ellery Queen, entre otros, una prestidigitación de tal brillantez que la hace parecer fácil se centra en ocultar a los lectores «pistas» hábilmente sembradas en la narración que, tras una segunda lectura más detenida, destacan como premonitorias. Eso lo explica todo, pensamos maravillados. Como en «La carta robada» de Edgar Allan Poe, donde las pistas más inspiradoras, como pretenden tornarse invisibles, se encuentran ante nuestros ojos.
Todas las novelas de misterio y de detectives comienzan con un crimen, por lo general un asesinato, que precipita todo lo que viene a continuación. Para componer una aventura detectivesca de cierto alcance es necesario que el autor, al igual que el más consumado mago, desvíe la atención inmediata del lector de las pistas que desvelarían el misterio con demasiada rapidez, ya que la atención del lector debe dirigirse, aunque también mantenerse a cierta distancia, del individuo que será desenmascarado al final como el «culpable». Lo ideal es que los lectores se sorprendan ante el desenmascaramiento, aunque lo reconozcan como plausible, e incluso inevitable. Si se dan pistas inadecuadas de antemano, el lector se sentirá engañado, y si las pistas son demasiado obvias, el lector se enojará. (La naturaleza lúdica del género fue brillantemente puesta de relieve en la innovadora teoría de Ellery Queen del «desafío al lector»: se trata de interrumpir la narración para postular que, con el conjunto de pistas disponibles en ese momento, el lector atento debería ser capaz de resolver el misterio por sí mismo). Al igual que la magia, las ficciones de misterio y de detectives son variantes de fórmulas, leídas por aficionados familiarizados con las convenciones del género, que pueden llegar a ser adictivas: como el misterio nunca se resuelve, sino que solo se traslada a nuevas circunstancias, de ese modo los misterios pueden explorarse de manera inagotable.
En la literatura policíaca nada precede al crimen: no hay «historias de fondo» significativas ni circunstancias sociales complejas. El descubrimiento de un cadáver pone en marcha una secuencia de acciones, cada una de ellas relacionada con su predecesora y su sucesora, sometidas a una relación causal. La aleatoriedad de la vida es un anatema para la novela detectivesca de la edad de oro. Para el autor, como un maestro de marionetas, el misterio hábilmente compuesto comienza con su final y es desarrollado hacia atrás; todo movimiento hacia delante (la «trama») se dirige de manera inexorable hacia ese final, que no es sino la «solución» del crimen o crímenes. A lo largo del camino se facilitará un gran número de «pistas» tanto legítimas como engañosas; habrá un (esperemos que variado) elenco de «sospechosos», cada uno con su propio «móvil». La tipología de intriga ideal en la edad de oro es un caso de «habitación cerrada» en el que el ingenio es lo determinante, puesto en práctica por el asesino (desconocido) y el sabueso que lo rastrea y, por último, lo nombra, momento en el que la ficción se disuelve en el final característico de los cuentos de hadas: no hay nada más allá del momento en que el «culpable» pasa a tener nombre, sin consecuencias persistentes de los crímenes acontecidos, sin víctimas traumatizadas de por vida, sin ansiedad alguna sobre la imparcialidad con que opere la justicia, o si llega siquiera a ser impartida. Como sucede en La gata lo vio todo, el detective ideal se presenta como aficionado, para quien no existe la opción de recurrir a los forenses o a los recursos de las fuerzas del orden profesionales, y que debe confiar en su propio raciocinio: «Estaba el enigma del crimen, que seducía su mente matemática [de la señorita Rachel] como lo haría un problema de álgebra».
Al investigador, como al lector, se le presenta una situación, normalmente una escalada de actos delictivos, pero, a diferencia del lector, el detective puede construir un camino coherente a través de la maleza. Al final de la novela nos deslumbra la revelación de una única línea argumental, crucial y en apariencia inevitable, que «resuelve» el misterio. En un ejemplo ideal del género, una segunda lectura revelará lo inteligente que ha sido el autor al disponer sus revelaciones en medio de un ingente material que no tiene más función que la de distraer.
La gata lo vio todo es un ejemplo de excentricidad singular dentro del repertorio del género, ya que hay dos «misterios» que se desarrollan de modo simultáneo: el misterio de quién ha cometido un asesinato de una curiosa torpeza, en el que parece haber sido enredado en el momento más inoportuno, y el misterio de quién está narrando la historia, desde una perspectiva del futuro en la que el misterio ha sido (evidentemente) resuelto, y uno, dos o tres individuos se dedican a narrarlo. El misterio principal es del tipo convencional donde aparecen implicados asesinatos en lugares cerrados, con un elenco limitado de personajes que también son sospechosos, como en un misterio de habitación cerrada que sigue todas las fórmulas del género. El misterio secundario es más intrigante, ya que su solución debe encontrarse más allá del ámbito temporal de la novela, en un futuro ideado por la improbable detective septuagenaria, la señorita Rachel Murdoch.
La gata lo vio todo (1939), el primero de una serie de misterios firmados por D. B. Olsen, uno de los seudónimos de la autora de superventas Dolores Hitchens (1907-1973), inaugura lo que se ha convertido en un curioso fenómeno editorial: el «misterio de gatos», que ahora es una industria que mueve millones al año. (Dada la mitología de los gatos, originada en el antiguo Egipto, donde supuestamente se adoraba a los gatos como a dioses, no es de extrañar que el gato, de entre todos los animales, sea imaginado como el Doppelgänger de los detectives aficionados, por lo general mujeres, ya que mientras que los perros se muestran extrovertidos y deseosos de agradar, los gatos tienden a una especie de introversión melancólica y a un marcado desinterés por «congeniar», justo el tipo de personalidad adecuada para la labor de desapasionada investigación y el desenmascaramiento del engaño.) En doce novelas de misterio publicadas entre 1939 y 1956, con títulos tan juguetones como El gato lleva una soga, Larga es la sombra de los gatos, Los gatos no sonríen y La muerte camina con pies de gato, entre otros, la señorita Rachel Murdoch, de cuerpo frágil pero agudamente observadora, se enfrenta a un asesinato tras otro con una compostura asombrosa para una dama solterona de edad avanzada. En La gata lo vio todo, la señorita Rachel se muestra intrépida, y a veces temeraria, en la búsqueda de la resolución del misterio de quién mató de modo brutal a su sobrina en su presencia (la drogaron con morfina), y vuelve a matar, con el añadido de la espantosa mutilación de un cadáver. La señorita Rachel es la hermana vivaz e inquisitiva de una devota pareja de hermanas ya ancianas, la predilecta, que se ve favorecida por los comentarios del narrador:
Incluso a sus provectos setenta años, todavía conservaba algunos rastros de lo que había sido la impresionante belleza de la señorita Rachel. La línea del pelo —aunque el cabello estaba blanco y ralo— dibujaba un pico de viuda perfecto y permitía que su pequeño rostro quedase rodeado por un marco con forma de corazón. Sus ojos miraban a la señorita Jennifer [su hermana] con una oscura viveza, como el movimiento del agua en un pequeño estanque que siente la corriente del arroyo. Sus manos partieron su tostada con una gracia definida.
La señorita Rachel demostrará que es una detective aficionada encantadora, capaz de estar a la altura de su homólogo profesional, el poco diestro socialmente y algo torpe teniente detective Stephen Mayhew, que ha sido destinado a la escena del crimen en la ciudad costera de Breakers Beach (California). La asociación informal de Mayhew y la señorita Rachel, a la que él llama de manera condescendiente «la vieja dama», le da a La gata lo vio todo un toque elevado, propio de las novelas de aventuras, o de la ficción para jóvenes adultos, en la que individuos improbables se unen en un singular esfuerzo cargado de tintes heroicos.
De hecho, Mayhew se comporta menos como un teniente de la policía que como un detective aficionado cuya investigación de un homicidio implica inducir a una joven ingenua a actuar como señuelo para atraer al asesino con unos resultados casi fatales para la joven. Es algo así como un «personaje» cinematográfico: voluble, malhumorado, un sexista al que «no le gustan las mujeres gordas que llevan esmalte de uñas rojo», un matón que «tira» por el pasillo a un sospechoso molesto y abofetea a una joven traumatizada. Es tan estrecho de miras que el intento de suicidio de una mujer mayor (obviamente inocente) «equivalía a una confesión». Descrito como un hombre con «pelo de color azabache, unas cejas negras pobladas y un rostro cuadrado y moreno tan marcado por las emociones como una máscara de madera tallada. [...] [Mayhew] solo necesita gruñir de un modo desagradable para completar la imagen de un oso negro». Con el tiempo, Mayhew aparecerá en otras dos narraciones de Olsen, pero no es ni de lejos una creación tan interesante u original como la señorita Rachel.
Una de las novedades que aporta La gata lo vio todo es que el relato de la investigación está narrado conjuntamente, tanto por la señorita Rachel como por Mayhew, desde algún tiempo futuro no revelado. Mientras que el caso de homicidio se presenta mediante el uso del pretérito, la narración emplea el presente, una distinción que es posible que distraiga a algunos lectores debido a los numerosos cambios de tiempo, y una perspectiva oscura en la que el teniente detective Mayhew parece haber adquirido una relación personal informal con la señorita Rachel. (Resultará poco revelador informar a los lectores perplejos de que la señorita Rachel, Mayhew y la joven esposa de este, Sara, se conocen bien, ya que se trataron en medio de todo el embrollo de la investigación del homicidio de La gata lo vio todo, y, en algún momento de calma posterior, los tres reconstruyen sus recuerdos individuales del caso, que Mayhew califica como «el más endemoniado de todos los casos con los que se había encontrado». Si el lector tiene esto en cuenta, los frecuentes cambios temporales de Olsen no resultan tan chocantes).
La gata que vio el crimen es Samantha, la «negro satén» de la señorita Rachel, una elegante criatura de «ojos dorados» y un «maullido de soprano» cuya vida está en peligro, ya que ha pasado a convertirse en una rica heredera, gracias al legado de la pequeña fortuna de la hermana mayor de la señorita Rachel. (Esta no es más que una trama secundaria, sin ligazón con el misterio principal). Los lectores que se sientan incómodos ante la perspectiva de que un felino preternatural actúe como detective, o como compañero de un detective, deben tener la seguridad de que el gato de Olsen no posee dones extraordinarios y la señorita Rachel no es una propietaria de gatos especialmente entusiasta con ellos: en un momento determinado, no está ni siquiera segura de que el gato sea la auténtica Samantha. (Entre lo mucho que tensa la verosimilitud en la novela está la extraña opinión de la señorita Rachel de que han sustituido a Samantha por un gato extraño, ya que es poco probable que la señorita Rachel no se llevara de inmediato a la gata Samantha para protegerla después de que atentaran dos veces contra su vida).
Más allá de la aguerrida señorita Rachel, del teniente detective Mayhew que recuerda a un oso y de Samantha, la gata de pelaje negro satén, los personajes de La gata lo vio todo no son más que funciones de la trama, esbozos presentados como seres físicos de una repelente tipología: entre los sospechosos están la señora Turner («Sus mejillas huesudas estaban sonrojadas por la ira y su desmesurada mandíbula sobresalía hacia él [...] tenía el pico y los ojos de un ave rapaz, y el cuello arrugado y grisáceo de un buitre»); otra sospechosa (femenina) desagradable «alta, con una desmesurada mandíbula» y otra «pechugona». La sobrina de la señorita Rachel, Lily, cuya función en la trama es hacerse asesinar en un temprano capítulo, es una figura desaliñada y animalesca, claramente repulsiva, tanto para el narrador como para la propia señorita Rachel:
Lily Sticklemann se acercaba de manera peligrosa a los cuarenta, pero se empecinaba, aunque sin especial éxito, en no demostrarlo. Era una mujer grande, de piel muy blanca, dientes prominentes y masas montañosas de pelo desvaído. [...] Su figura no destacaba por su esbeltez. Parecía una masa informe, a pesar de un contundente corsé. [...] Si podía afirmarse con seguridad que había algo que le molestase a la señorita Rachel de ella era que fuera tan evidente y persistentemente estúpida. Se trataba de una estupidez que intentaba simular astucia, que adoraba sus misterios inanes, que era tímida, que era aburrida.
Resulta significativo que la malhumorada Lily no sea una sobrina consanguínea de la señorita Rachel, sino familia política: le confiesa a la señorita Rachel que ha estado haciendo trampas en el bridge, pero con tanta ineptitud que ha perdido de manera persistente mucho dinero hasta estar seriamente endeudada, y le ofrece a la señorita Rachel un nada apetitoso bocadillo de salchicha de hígado del que «sacó un largo pelo rubio [...] y lo dejó caer al fregadero, donde yacía desconsolado sobre los platos sucios». Con unos modales desalentadores, Lily pronto es asesinada con una brutalidad excesiva en medio del tipo de extrañas circunstancias que resultarían del todo improbables en la vida real, pero que son características de los asesinatos en los casos de «habitación cerrada» donde hay un cuantioso abanico de sospechosos muy próximos, cada uno de los cuales tendrá que ser interrogado por el investigador.
Las escenas de suspense de la novela caracterizan a la señorita Rachel no solo como una detective cerebral, sino también como una persona dispuesta a arriesgar su integridad física. Para determinar quién puede haber asesinado a su sobrina, la señorita Rachel consigue ella sola la acrobática proeza de colarse a través de las trampillas de la buhardilla en los apartamentos de los sospechosos en su ausencia, un esfuerzo gimnástico que se describe con todo detalle:
Había, pues, una abertura en el cielorraso del armario de la señorita Rachel y, cuando la vio, su corazón dio un salto de pura alegría detectivesca. [...] Entrar en este lugar sin dejar una pila obvia de sillas, o un medio similar de escalada, parecía al principio todo un problema, aunque luego resultó increíblemente fácil. La señorita Rachel tan solo tiró un poco hacia fuera de cada cajón de la cómoda empotrada, de modo que su borde le proporcionara un firme punto de apoyo, y, a continuación, se valió de esta escalera improvisada para ascender. [...] El bajo tejado estaba tan negro como puede suponerse que están las profundidades del Hades.
A pesar de su físico frágil, es evidente que la señorita Rachel no parece estar impedida por su género, desde luego no más que por su origen aristocrático o su razonable disposición.
Como entretenimiento puro, pasadas por alto sus descabelladas improbabilidades, La gata lo vio todo está ejecutada con una gran habilidad: la señorita Rachel es una detective aficionada que resulta atractiva, incluso entrañable, y la «negro satén» Samantha es una compañera muy prometedora para futuras aventuras. D. B. Olsen era una hábil narradora cuyos misterios merecen ser reexaminados, sobre todo a la luz de la novela policíaca femenina y de los cat mysteries contemporáneos. Bajo la narración superficial, que fluye rápida como un rayo, late una especie de sabiduría trágica de mayor calado, apropiada tanto para la tenebrosa realidad de 1939 como para el presente:
La evidencia de la mano cortada alteró a Mayhew más de lo que le gustaba admitir. Había estado en contacto con la muerte violenta muchas veces, muerte tanto planeada como accidental, y la mayoría de las ocasiones horrenda, pero la tortura descontrolada y ejecutada a sangre fría le resultaba algo completamente insospechado. Se encontró haciéndose preguntas en torno a la mano y el hombre a quien había pertenecido: qué gélido control sobrehumano o qué balbuceante frenesí le había poseído en su hora de agonía y, por encima de todo, el propósito de la tortura.
Cuál podía haber sido el propósito no es un tema que aborde la mayoría de las ficciones de misterio o detectivescas, más allá del propósito pragmático y expeditivo de crear un misterio que deba resolver un detective embarcado en el asunto. En La gata lo vio todo, resulta especialmente satisfactorio que el detective de paisano Mayhew, de treinta y tres años, reciba la ayuda, hasta convertirse en equipo, de la señorita Rachel, de setenta. Solo uniendo sus fuerzas, estos dos individuos, en apariencia antitéticos, podrán poner fin a lo que sería una sucesión de brutales asesinatos a manos de un asesino tosco e impenitente.
JOYCE CAROL OATES
Alguna vez se ha escuchado cómo el teniente detective Stephen Mayhew se quejaba de que el asesinato de la señora Sticklemann fue el más endemoniado de todos los casos con los que se había encontrado; que resolverlo fue como intentar desentrañar un rompecabezas del revés y al que se le había dado la vuelta; que iba siendo peor a medida que avanzaba; y que le obligó a hacer cosas tan demenciales como arrancarle pelos al gato de la señorita Rachel y hacer que gritase una gorda tímida. Alguna vez ha dicho, adornándolo todo un poco, que terminó por detestar el asunto desde que comenzó hasta que lograron ponerle fin.
Pero la señorita Rachel, desde la sabiduría de sus setenta años, piensa de modo muy diferente. Aunque admite como cierta esa pose de truculencia de la que habla Mayhew, también piensa que intentaba camuflar la felicidad. Afirma que los ojos de Mayhew brillaban y que su deambular tenía un aire elástico a pesar de su propia voluntad. Está convencida de que él no perdió jamás el apetito durante aquellos días y que durmió a pierna suelta. Está tan segura de haber visto cómo sonreía al encontrar el alfiler en la ventana como de que fue ella misma quien lo puso allí. Era un alfiler pequeño y ordinario, pero sirvió para desbaratar la primera y cuidadosa treta del asesino. Aquello debió complacer al teniente.
En lo que respecta a la propia Rachel, sintió conmoción y dolor, y por un momento los fríos dedos de la muerte casi la atenazaron. Estaba el enigma del crimen, que seducía su mente matemática como lo haría un problema de álgebra. Solo hubo un momento en que estuvo desesperadamente asustada, y fue durante la noche que pasó en el desván mientras escuchaba al asesino registrar la habitación abajo. En el ático había corriente y hacía frío, y estaba tan oscuro que la señorita Rachel llegó a sentirse incorpórea en la oscuridad. Hasta que estornudó. Entonces se sintió muy presente en carne y hueso, un ser sin aliento con los oídos atentos para descubrir si la persona de abajo se había contagiado del estornudo y subía para atraparla. El viento soplaba sobre ella a través del mohoso desván. La negrura le oprimía los ojos como un puño y no se atrevía a mover ni un músculo por miedo a hacer el menor ruido.
Pasó un minuto. Tal vez dos. El susurro de abajo persistía mientras alguien rebuscaba entre sus pertenencias. La señorita Rachel volvió a respirar.
Entonces la gata abrió la boca con un pequeño sonido húmedo en la oscuridad y la señorita Rachel se sintió de nuevo aterrorizada. ¿Se estaba preparando el animal para maullar... o solo para bostezar? La señorita Rachel esperó.
Pero el teniente Mayhew objetaría que la historia no tendría que empezar ahí, no para contarla como es debido. Debería empezar por el principio, antes incluso de que él hubiera irrumpido en escena.
Así que la escena retrocede y retrocede, hasta...
Las señoritas Murdock estaban desayunando.
En la desolada amplitud de su blanca sala de desayunos, la mesita parecía extraviada y un poco inadecuada, como si hubiera salido de algún compartimento de la cocina y no supiera cómo regresar. Las propias señoritas Murdock parecían algo perdidas. Eran menudas, grises y muy viejas, dos pintorescas figuras vestidas de vichy, envueltas en chales de lana para combatir el frío de la gran casa sin calefacción y encaramadas a sus sillas para mordisquear las tostadas y sorber la leche que ocupaban la mesita.
La señorita Jennifer contempló las imponentes paredes blancas con su habitual y sosegado aire de reproche y, a través del umbral, la inmensidad de la cocina que había al otro lado, hasta llegar a estremecerse. El escalofrío fue también el habitual, como lo fueron las palabras que siguieron:
—Deberíamos renunciar a este lugar, Rachel. Alquilárselo a una familia numerosa, arrendárselo a alguien. Podría albergar perfectamente a cuarenta personas y es demasiado grande para nosotras dos solas. —Se arrebujó en el chal para que le tapase una oreja en la que se transparentaban las venas azules—. Está helada por las mañanas. Si tuviéramos una casa pequeña podríamos permitirnos mantenerla caliente.
La señorita Rachel, sentada frente a ella, no dio muestras ni de sorpresa ni de preocupación ante estas quejas. No dio ninguna respuesta inmediata, salvo el arqueo de sus blancas cejas sobre sus ojos oscuros y brillantes. Incluso a sus provectos setenta años, todavía conservaba algunos rastros de lo que había sido la impresionante belleza de la señorita Rachel. La línea del pelo —aunque el cabello estaba blanco y ralo— dibujaba un pico de viuda perfecto y permitía que su pequeño rostro quedase rodeado por un marco con forma de corazón. Sus ojos miraban a la señorita Jennifer con una oscura viveza, como el movimiento del agua en un pequeño estanque que siente la corriente del arroyo. Sus manos partieron su tostada con una gracia definida.
La señorita Jennifer no se parecía mucho a su hermana. Era una anciana sin más, como había sido una niña anodina, y nunca había dedicado tiempo alguno al cuidado de su rostro. Tenía un aspecto descuidado.
La señorita Rachel se limitó a un sencillo recordatorio en un tono meditativo.
—Nuestro padre levantó esta casa, Jennifer.
La señorita Jennifer miraba irritada su leche.
—Lo sé. Por eso nos quedamos. Aunque nos congelemos, permaneceremos aquí, manteniendo la tradición de los Murdock. Si fuera posible romper una tradición y meterla en la estufa para que diera algo calor, solo con eso ya me sentiría más feliz.
La señorita Rachel parecía dolida.
—Ha sido nuestro hogar durante más de cuarenta años, Jennifer. Ningún otro lugar nos parecería bien después de todo ese tiempo. Tú misma pondrías pegas a mudarte cuando llegara el momento. Sé que lo harías.
Jennifer se ablandó de mala gana, todavía descontenta.
—Yo también lo creo, supongo que pasaría eso. Ahora que lo pienso, en realidad no puedo imaginarnos viviendo en ningún otro sitio. Nos hemos acostumbrado a esta vieja casa. Un lugar moderno con muchos cachivaches mecánicos es posible que nos asustara tanto que nos condujera a la tumba. Pero últimamente lo paso peor con el frío. Esto parece un granero. Tengo los pies congelados.
Fue entonces cuando sonó el teléfono. El áspero tintineo fue captado y multiplicado por el eco de unas estancias grandes, de modo que su llamada irrumpió sobre las señoritas Murdock como el carillón de un campanario. La señorita Jennifer se atragantó con su leche.
Se produjo un instante de un vigilante silencio lleno de interrogantes. Entonces la señorita Rachel se tocó los labios con la diminuta servilleta de lino azul y se puso en pie.
—Iré yo —dijo con tranquilidad, como si que sonara el teléfono antes de las ocho de la mañana fuera lo más habitual del mundo.
Jennifer parecía cada vez más alarmada.
—¿Quién puede ser a estas horas? El tendero no será, eso seguro.
—Pronto lo sabré —intervino en voz baja la señorita Rachel, y salió.
La señorita Jennifer permaneció sentada e inmóvil hasta que su hermana regresó, sin llevarse nada a la boca, pero mirando con preocupado fastidio la pared y recogiendo migas de pan tostado con la punta de los dedos.
La señorita Rachel regresó tan despreocupadamente como se había marchado.
—Era Lily —repuso en respuesta a la pregunta que Jennifer le dirigió—. Me ha pedido que vaya a verla a ese lugar donde está viviendo. Hoy.
La señorita Jennifer masticaba la tostada con los dientes y el mensaje telefónico con la mente, asimilando ambos poco a poco.
—¿Para qué? —preguntó.
—No lo ha dicho —respondió con frialdad aquella señora.
El rostro de la señorita Jennifer traicionó el comienzo del asombro.
—¿Quiere que vayas hasta Breakers Beach para verla y no ha dicho por qué? Esa mujer es mucho más estúpida incluso de lo que pensaba si espera que vayas a hacer eso. Todo ese largo viaje de ida y vuelta...
—Quería que me quedara con ella unos días.
La señorita Rachel meditó sobre la vista desde la ventana.
—¡Eso es aún más extraño! ¿Quedarte con ella? Nunca nos lo ha pedido antes.
La mirada pensativa de la señorita Rachel llamó la atención de Jennifer.
—¿No se te ocurrirá ir?
La señorita Rachel parecía observar cómo la ciudad cobraba vida al pie de su empinada colina. Hubo un momento de quietud en la sala de desayunos. Luego dijo:
—Estoy tentada de hacerlo —admitió la señorita Rachel.
Jennifer casi se estremeció de alarma.
—¡Rachel! ¿Quedarte en Breakers Beach? ¡Vaya, ese aire húmedo del mar no sería bueno para ti! Podrías terminar con una neumonía, o asma, o lo que sea de lo que uno enferma en las playas. Oh, ¡no debes!
—¡Tonterías! —intervino tranquilamente la señorita Rachel—. Necesito salir, alejarme de aquí por un tiempo. Tú misma estabas sugiriendo un cambio hace solo unos minutos, ¿verdad?
La señorita Jennifer sacudió su cabeza gris.
—No ese tipo de cambio. Solo me refería a una mudanza corta. No hacer todo ese camino en dirección sur hasta...
Su hermana la cortó de nuevo.
—No seas gansa. Breakers Beach está a solo una hora de Los Ángeles en tren. No es como si Lily viviera en Tombuctú, o en Nápoles, aunque sabe Dios que casi desearía que así fuera. Solo los nombres de esos lugares... Sin embargo, parecía interesante... Ir a la playa, quiero decir. Tú y yo ya nunca vamos a ninguna parte. ¿Eres consciente de eso, Jennifer?
La señorita Jennifer juntó los labios con firmeza y miró con reproche a su hermana.
—A nuestra edad no deberíamos esperar hacerlo. Somos ancianas, Rachel. Necesitamos tranquilidad y descanso. Me conformo con no tener que ir vagabundeando por el país. Sé lo que es mejor.
—¿Es esto lo mejor? —Las blancas cejas de la señorita Rachel se alzaron como las de un niño—. ¿Sentarse a esperar el final no es lo más parecido a morirse?
La señorita Jennifer farfulló a través de su nariz.
—No estoy esperando el final, no es así. Estoy cómoda, o lo estaría si esta casa fuera más cálida, y sé que lo sensato es quedarse en casa. Si vuelves a sentirte inquieta, pues vale, vete a la playa. Una cosa es cierta: probablemente no será tan perjudicial como la ventolera de ir al cine que te ha dado durante todo este invierno. ¡Películas de misterio!
La señorita Rachel se ruborizó un poco.
—Eran interesantes —se defendió sin mucha convicción.
—¡Debían de serlo! Después de ver la tercera, ¿cómo se llamaba aquella, The Purple Horror?, estabas tan nerviosa como la gata. Bueno, vete a la playa y averigua qué quiere Lily. Apuesto a que es dinero. ¿No es siempre eso?
En ese momento sonó un maullido soprano procedente de la cocina, y un gato negro brillante como el raso entró por la puerta. Miró a las señoritas Murdock con dorados ojos de reproche y movió su plumosa cola, regalo de su padre persa, con leve fastidio.
La señorita Rachel miró a la gata y le divirtieron sus movimientos.
—No está nerviosa, no más de lo que yo lo estaba. Está un poco enfadada porque quiere desayunar.
—Claro que estabas nerviosa —insistió la señorita Jennifer, levantándose para verter leche en el platillo de la gata—. Toma, Samantha. Bébete el desayuno.
Samantha metió una lengua rosada en la leche. La señorita Rachel, que seguía observándola, habló en un tono elaboradamente informal.
—Supondrás, por supuesto, que tendré que llevarme a Samantha conmigo.
Jennifer se giró, sosteniendo aún la botella de leche.
—¿Llevarte a la gata? ¡La gata! ¿De verdad estás en tus cabales, Rachel?
Rachel arregló su delicado rostro para mostrar su extrema cordura.
—Ahora no te hagas la ofendida. Ni tampoco seas tan olvidadiza. Sabes que Samantha tiene que estar conmigo. Como recordarás, haz un poco de memoria, se negó a probar bocado cuando estuve en el hospital el año pasado. Cuando llegué a casa no era más que piel y huesos. Está muy apegada a mí y tendrá que venirse a la playa.
—¿Te la vas a llevar?
—Sí, por supuesto.
La señorita Jennifer suspiró.
—Eres muy testaruda, Rachel. ¿Cómo demonios vas a transportarla?
—Ahí está esa vieja cesta de pícnic. En el armario del pasillo, ¿no? Se pone algo de tela en el fondo, por ejemplo, tu vieja enagua blanca. Haz el favor de ir a buscarla, Jennifer.
La señorita Jennifer abrió su angulosa boca con tristeza.
—Sigo pensando que... —se lamentaba.
—Voy a preparar el equipaje. Cuatro cosas. Es muy probable que solo esté allí unos días.
La señorita Rachel se levantó de nuevo de la silla. Podía apreciarse su delgadez, sin parecer huesuda, a través del vestido de vichy, y se alisó un mechón blanco que había soltado del pulcro moño de la coronilla.
—Serán unos pocos días —consoló a la señorita Jennifer.
Ella entonces no tenía modo de saber nada del alfiler ni de la buhardilla con corrientes de aire, ni siquiera del teniente Mayhew. Pero había comenzado a andar el camino que la conduciría a todo aquello.
Subió a su dormitorio y sacó su anticuada maleta del rincón más alejado de un armario. En ella metió un peine y un cepillo de lomo plateado, un tarro de crema facial y una polvera. Su camisón, con su delicado olor a lavanda, salió de la cómoda del rincón. Después de meditar un poco sobre los defectos de que adolecían incluso las mejores casas de huéspedes de playa, buscó dos sábanas y una funda de almohada, también con olor a lavanda, que juntó al camisón. Fue también agrupando un par de zapatillas de dormir, un vestido extra y otros objetos que la señorita Rachel consideró necesarios.
Repasó la hilera de vestidos que colgaban de su perchero en el armario y optó por ponerse el de tafetán gris, el que tenía chaqueta. Sin embargo, no estaba pensando de manera consciente en vestidos. Estaba repasando en su mente el mensaje bastante sorprendente de Lily por teléfono.
«Ven aquí, tía. Por favor —había suplicado la voz ronca de Lily—. Estoy hecha un lío y necesito consejo con urgencia». Eso fue lo principal.
Lily no era la única que esperaba la llegada de la señorita Rachel. También esperaban el alfiler, el ático y el asesinato en su lugar y hora señalados. Lo mismo que ese hombre grande de cara morena, el teniente Mayhew. Aquella mañana estaba regateando información a un carterista, y era muy probable que, de habérselo preguntado alguien, hubiera afirmado que estaba bastante contento. Más tarde, cuando el caso Sticklemann se puso en marcha, se le oyó declarar que se estaba volviendo completamente loco.
Pero la señorita Rachel ahora cree que disfrutó con todo aquello.
Lily Sticklemann se acercaba de manera peligrosa a los cuarenta, pero se empecinaba, aunque sin especial éxito, en no demostrarlo. Era una mujer grande, de piel muy blanca, dientes prominentes y masas montañosas de cabello desvaído que estaba cortado en un bob largo. Era un peinado que había visto que les sentaba muy bien a las mujeres jóvenes. En cambio, a Lily no le sentaba nada bien. Acentuaba la caída de sus mejillas y la pequeñez de sus ojos azul claro. Su figura no destacaba por su esbeltez. Parecía una masa informe, a pesar de un contundente corsé. Llevaba vestidos ceñidos en la cintura que parecían estrangularla. Pero Lily era incapaz de desmayarse.
Parecía impaciente en la estación de interurbanos de Breakers Beach, sumida en la feliz inconsciencia de que era grande o de que parecía que había entrado ya en la mediana edad. Creyó descubrir que la mirada de un suboficial de la marina se desviaba hacia ella. Se debatió en si hacer o no un guiño, se lo pensó mejor y tan solo sonrió. El suboficial apartó la mirada con rapidez.
Una expresión de suficiencia eclipsó el resto de los gestos que se intuían en su rostro sin llegar a borrarlos: preocupación y ansiedad, además de una vacilante resolución. Detrás de su sonrisa, aún encendida a pesar de la frialdad del contramaestre, Lily estaba decidida a hacer algo. En el momento en que la señorita Rachel Murdock la viera, aquella tranquila anciana sabría verlo.
Si podía afirmarse con seguridad que había algo que le molestase a la señorita Rachel de ella era que fuera tan evidente y persistentemente estúpida. Se trataba de una estupidez que intentaba simular astucia, que adoraba sus misterios inanes, que era tímida, que era aburrida. Nunca, para asombro absoluto de Lily, había tomado siquiera por sorpresa a ninguna de las dos señoritas Murdock. Lo que sí había logrado, en la intimidad de su hogar, era hacer que discutieran con total libertad acerca de las carencias de su sobrina.
Jamás habían encontrado motivos para reprocharse esas discusiones. Lily no era verdaderamente parte de su familia de sangre. Era la hija adoptiva de su difunto hermano Philip, una descarriada arrojada al mundo a la que Rachel y Jennifer habían querido con todo su corazón cuando era niña y de la que se avergonzaban con cierta tibieza cuando se convirtió en mujer.
La señorita Rachel suspiró para sus adentros cuando se apeó del tren interurbano y vio a Lily de pie en la estación. El largo y desaliñado bob era un peinado nuevo, y la señorita Rachel lo reconoció enseguida como muchísimo peor que el infantil garçon que lo había precedido. La enmarañada masa de pelo parecía simbolizar la enmarañada vida de Lily: sus romances fracasados, sus devaneos, sus costumbres cambiantes.
A la señorita Rachel le recordó, como siempre le ocurría al ver a Lily, el matrimonio de esta unos diez años antes. Lily, arisca, juguetona y misteriosa, las había visitado. Por entonces debía estar en la treintena, una mujer que no podía tildarse de poco agraciada, aunque ya comenzaba a inclinarse hacia la robustez. Tras ella arrastraba a un hombre al que, con timidez, presentó como su marido: un hombre larguirucho de rostro hosco, cabello pajizo y paso desgarbado. El señor Sticklemann había resultado elusivo y poco dado a hacer propuestas amistosas a unas solteronas de edad avanzada. Fue Lily quien las invitó para que le devolvieran la visita.
Las señoritas Rachel y Jennifer habían llamado, como era debido, una semana después, conscientes de que se lo debían a la memoria de Philip.
Detrás del desorden y la confusión de un destartalado taller de reparaciones eléctricas, habían encontrado a Lily en un pequeño apartamento. El taller eléctrico era del señor Sticklemann y su hermana. Lily, cohibida, hizo un comentario sobre la refinanciación del local. El señor Sticklemann gruñó, sin dejar de observar a la señorita Rachel. La conversación se había apagado. En algún momento de aquella visita, un rostro las había mirado durante un breve instante desde la tienda de la parte delantera que daba a la calle. Era un rostro anguloso y oscuro rematado por un atroz gorro negro. El rostro no había sonreído, las había mirado con sus agudos ojos maliciosos y se había marchado.
—Esa es Anne —se había apresurado a decir Lily—. Creo que había salido. Hay tantas cosas que... Eh, nosotros, quería decir, necesitamos, y tan... —La risa de Lily parecía tan nerviosa como el movimiento constante de sus manos blancas y gordas, que tanteaban un pañuelo—. A Anne le gusta ir de compras... —terminó, sin llegar a mirar a sus tías.
La señorita Rachel en aquel momento supo cómo el señor Sticklemann y su hermana Anne debían de estar devorando los ahorros de Lily. Todo aquello le había dejado una sensación nauseabunda.
Lily, durante algunos meses, se había sentido muy orgullosa, y algo tonta, de su matrimonio. Luego llegaron los primeros roces, peleas con Anne por dinero y, al fin, la confesión de que el señor Sticklemann y su omnipresente hermana se habían ido. De hecho, había dudas respecto a si el señor Sticklemann podía, a efectos legales, haberse casado con Lily, pero ella no supo nada de eso, por supuesto, hasta el último momento. Entonces, el conocimiento de que había vivido, de modo inadvertido, sin estar legalmente casada, con el señor Sticklemann, y la utilización por parte de él de este hecho le había costado bastante dinero.
El señor Sticklemann murió un año después sin blanca. La señorita Rachel intuyó, por el ánimo de Lily, que con ello había concluido una sangría constante en su monedero.
Desde entonces, Lily tuvo una sorprendente variedad de pretendientes. Gordos, delgados, pobres o acomodados: se sucedieron docenas de ellos. Solo que últimamente se extrañaban de no haber recibido noticias de nuevos romances.
La señorita Rachel atravesó la puerta de la estación con su cesta al brazo.
Lily activó lo que ella entendía que era su encanto personal. Era brillante, se la veía entusiasmada. Se lanzó sobre su pequeña tía, que se escabullía, y la besó delante de todos. ¿Cómo estaban sus queridas tías? ¡Qué bien que una de ellas viniera a ver a su pequeña Lily! Y con tan buen aspecto. ¡Una chaquetita muy adorable! Uyuyuyuy, ¿una cesta de almuerzo? ¿No? ¿Le dejaba echar un vistazo? ¡Oooh! ¡La gata! Ay, qué cosita, ¿se encuentra bien?
—Muy bien —le aseguró la señorita Rachel entre suspiros. La señorita Rachel detestaba la efusividad en público.
Lily volvió a achucharla y se marchó en busca de un mozo, no sin dejar una estela de un intenso olor a perfume y a cigarrillos turcos rancios. La señorita Rachel se colocó la hombrera bajo el tafetán gris y observó cómo se marchaba. Era obvio que Lily estaba preocupada por algo, como se traslucía de su llamada —aunque lo cierto es que no demasiado—; sin embargo, aún no había decidido si resolverlo con la ayuda de la señorita Rachel o a su modo. Si se decantaba por esta última opción, sería de una manera desordenada, con mucho esfuerzo malgastado y una desesperante pretenciosidad. La señorita Rachel se preguntó qué sucedía.
Con aire distraído palpó el cierre de la cesta. Estaba echado, y la vibración de un fuerte ronroneo satisfecho acarició las puntas de sus dedos cuando lo tocó.
El teniente Mayhew habría deseado tener el don de la predicción en aquel momento. Sostiene que habría enviado a la señorita Rachel directamente de vuelta a casa: con gata, equipaje y todo. Hoy, piensa, podría haber tenido el placer de saber que dos personas muy desagradables estarían entre rejas. Personas crueles y despiadadas que se merecían algo mucho peor de lo que por último obtuvieron.
La señorita Rachel lo convenció de que los dejara marchar.
La señorita Rachel, sin entrar en el tema del asesinato, presentaba de por sí una imagen pintoresca y atractiva que atrajo la mirada de más de uno en la sala de espera. Su rostro con forma de corazón bajo su nevado pico de viuda era sereno, su mirada era animada e inteligente, y su postura, erguida. Aborrecía los sombreros que tanto adora la mayoría de las mujeres mayores —esos pastilleros, bonetes y turbantes demasiado altos sobre el ya ralo cabello—, así que había decidido por sí sola si vestir algo totalmente distinto. Sus sombreros no eran de ningún estilo en particular. Quedaban sobre las orejas, ceñidos, y sus alas se acampanaban para estrecharse justo por encima de la línea del cabello para enmarcar su rostro. Llevaba mucho tafetán porque le gustaba el rico susurro que emitía su roce debido al movimiento y no porque se considerase un tejido apropiado para señoras mayores. Sus zapatos eran estrechos y elegantes. Podría haber sido la abuela de cualquiera, puesto que tenía el aspecto plácido y apacible que tienen tantas abuelas, y varias personas en la estación parecían desear que de algún modo fuera la suya.
Lily volvió fumando. Su sonrisa se había desvanecido en una mirada de explícita especulación. Un mozo la seguía. Encontró la maleta de la señorita Rachel en la pila de la sala de equipajes y pidió un taxi para ellas.
El taxista tarareó enérgico, lanzó el coche al espacio con un rugido y las cosas desfilaron por la ventanilla con cierta velocidad. Pasaron junto a un agente de tráfico que dormitaba en una esquina. La señorita Rachel cree que abrió un ojo al verlos. El día era muy cálido.
El bulevar Seacliff recorre toda la longitud del acantilado por encima de la playa. Hay un estrecho parque en el lado que da al mar, luego una caída en picado hasta el Strand con sus locales al aire libre y extravagantes atracciones, y, después, el Pacífico. La señorita Rachel se encontró mirando hacia un brillo azul plano que lastimaba los ojos.
Había edificios enclavados bajo el acantilado y frente a la playa: hileras de casas de huéspedes, locales, salas de cine y pequeños restaurantes que se abrían al paseo de cemento con la playa al otro lado. Sin embargo, la señorita Rachel no relacionó ninguno de estos lugares con ella ni con su sobrina hasta que Lily se inclinó hacia delante y le dijo al conductor que girara hacia la playa en la siguiente esquina.
El hombre asintió desdeñoso sin mirar a su alrededor, hizo girar su proyectil sobre dos ruedas chirriantes, se zambulló y frenó de sopetón, para detenerse, estremecido, justo al borde del paseo de cemento que ponía coto a la playa. La señorita Rachel volvió a tragar saliva. Hoy sigue afirmando que sabe lo que siente un piloto de pruebas.
—Voy a vivir justo en el Strand esta temporada. ¡Es tan emocionante! —balbuceó Lily en su oído. Ella abrió más sus ojitos—. ¡Justo en medio del meollo, con la gente pasando toda la noche, y puedes oír cada ola que rompe en la playa! ¡Esto es lo más, tía!
—Un poco ruidoso, ¿no? —se preguntó la señorita Rachel, recuperándose y sin apartar los ojos de un niño pequeño que tocaba un tambor. La que debía de ser su hermana pequeña soplaba algo que se parecía mucho a un pífano. Caminaban de un lado a otro con precisión militar, chocando con la gente, pero logrando una reconocible imitación del espíritu del 76.[1]
—Oh, un poco, supongo. —Lily perdía cierto entusiasmo—. Pero, por supuesto, no podemos tenerlo todo, y siempre digo que si se viene aquí es por la playa. Así que ¿por qué no vivir en ella? La gente también es interesante. ¡Y hay multitudes! ¿Oyes las olas? ¿Alcanzas a verlas?