La hija del senador -  Intuiciones del corazón - Christine Flynn - E-Book

La hija del senador - Intuiciones del corazón E-Book

Christine Flynn

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Beschreibung

La hija del senador Christine Flynn El anuncio de que el senador Kendrick tenía una hija ilegítima había llevado a la prensa a localizar a la misteriosa mujer con la esperanza de hacerse con una exclusiva. Pero Jillian Hadley no quería nada de los Kendrick, hasta que ellos contrataron a Ben Garrett para que la ayudara a dar una buena imagen ante los medios de comunicación que querían desacreditarla. Entonces, todo el país vio al famoso relaciones públicas diciéndole al oído algo a la maestra y pudo observar que entre ambos había un asunto de índole muy personal… Intuiciones del corazón Kathleen Eagle Los caballos eran parte de la vida de Logan, así que cuando le ofrecieron participar en una competición de doma de caballos salvajes con una joven sargento, aceptó sin dudarlo. Mary Tutan parecía tener una conexión especial tanto con los caballos como con él. Pero Mary iba a descubrir algo que iba a cambiar su vida para siempre, algo que pondría en peligro la pasión que empezaban a compartir.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 446 - julio 2022

 

© 2007 Christine Flynn

La hija del senador

Título original: The Reluctant Heiress

 

© 2010 Kathleen Eagle

Intuiciones del corazón

Título original: Once a Father

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2008 y 2011

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-039-7

Índice

 

Créditos

Índice

La hija del senador

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Intuiciones del corazón

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

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Prólogo

 

 

 

 

 

 

JILLIAN Hadley siempre esperaba a septiembre para hacer su lista de propósitos para el nuevo año. Mientras que la mayoría de la gente planeaba los nuevos comienzos a partir del primero de enero, ella esperaba al inicio del nuevo curso escolar para hacer una lista de objetivos, cosas que quería solucionar y hábitos con los que deseaba romper.

No era que se rebelara contra las convenciones, aunque estaba acostumbrada a hacer las cosas a su modo. El deseo de independencia que había sido promovido en su educación le impulsaba a hacer las cosas cuando le pareciera más lógico. Un nuevo curso escolar era un nuevo comienzo por sí mismo.

Se había convertido en un hábito para ella encender la televisión para tener algo de compañía en cuanto entraba en el cómodo y pequeño dúplex que llamaba hogar. Llevó la maleta de su reciente viaje al dormitorio, típicamente femenino, encendió la luz y la dejó sobre su cama con colcha blanca.

Sólo una vez en los ochos años que llevaba siendo maestra en el Instituto Thomas Jefferson no había hecho su lista de propósitos de mejora personal. Había sido el año anterior. Un año terriblemente malo para ella. Había durado casi dieciocho meses, aunque había detalles que prefería no recordar de esos tiempos. Abrió la cremallera de la maleta y comenzó a sacar su contenido.

En sólo tres meses, su madre se había puesto muy enferma, su ex novio le había dicho que no tenía intenciones de casarse con ella y su madre había muerto. Había sido como si las malas noticias no hubieran hecho más que empeorar, provocándole un estado casi crónico de estupor. No se había dado cuenta de lo mucho que había bloqueado sus sentimientos hasta que, por suerte, todo el dolor había salido a la superficie el verano anterior.

Sacó un collar de orquídeas rosa pálido de la maleta y se declaró a sí misma que los malos tiempos habían terminado de forma oficial. Nunca olvidaría la pérdida de su madre. Beth Hadley había sido su amiga, su heroína y la mujer más fuerte que había conocido. Sin embargo, no le costaría sobrevivir sin Eric Chandler.

Le sorprendió darse cuenta de que había superado la ruptura con el hombre con quien una vez creyó que iba a hacerse vieja. Esto, unido a que su reloj biológico no se detenía aunque el resto del mundo pareciera estar en pausa, le llevó a tomar su primera resolución.

Ese año, si el entrenador Gunderson le pedía salir de nuevo, diría que sí. Era un tipo agradable. Un poco calvo, pero agradable. Y ella sabía lo difícil que era encontrar un hombre digno de confianza en esos días. Uno que no estuviera casado, comprometido o que no fuera homosexual. También evitaría comer bollos en la sala de profesores, aprendería a tocar la guitarra que se había comprado hacía años y consideraría seriamente la posibilidad de alisar su larga cabellera rizada. Si se sentía con el suficiente espíritu de aventura, podía ser que incluso se cortara el pelo y se lo tiñera de algún color diferente de su moreno natural.

Sintió un optimismo renovado y le dio la bienvenida a los cambios que quisieran llegar a su vida. Sus vacaciones, tan necesarias, habían terminado. De su estancia en Maui se había llevado el collar de orquídeas, un sari estampado que probablemente nunca se pondría, fotos para enseñar a sus alumnos y un excelente bronceado.

No le importó que sus vacaciones fueran sólo un recuerdo. No sintió la depresión de la vuelta al trabajo y a su vida corriente y predecible. Y, aunque estaba cansada por haber pasado once horas volando, haber hecho tres transbordos e interminables esperas en aeropuertos, se encontró llena de ganas de comenzar el curso escolar, de conocer a sus nuevos alumnos y de poner en marcha sus decisiones. Pasó junto a las plantas que había dejado en remojo en el fregadero de la cocina, cuando la voz masculina del presentador de las noticias de la noche captó su atención.

Con el corazón latiendo a gran velocidad, miró la pantalla:

«…aventura en mi matrimonio. Esa aventura dio como fruto una hija de la que no había sabido nada hasta que ella contactó conmigo tras la muerte de su madre el año pasado. Las fotografías en poder de Bradley Ashworth prueban ese encuentro. Como saben, Bradley estaba casado con mi hija menor, Tess. Cuando Tess le dijo que quería divorciarse porque no soportaba el maltrato físico y mental, él repuso que yo tenía una aventura y utilizó las fotos para chantajear a mi hija».

En la pantalla, un caballero de pelo cano y aire distinguido hablaba en tono solemne tras los micrófonos. Sus ojos grises miraban con intensidad a la audiencia de millones de telespectadores.

Jillian trató de concentrarse en las palabras del hombre, aunque el pulso le latía en los oídos. Él estaba haciendo esas confesiones para proteger sus relaciones familiares y su reputación. Su hija Tess había dejado que todos creyeran la versión de Ashworth: que se había divorciado de él porque estaba harta de su matrimonio y quería estar con otros hombres.

Jillian recordó el escándalo que se había armado cuando la hermosa Tess Kendrick había agarrado a su hijo y había salido del país el año pasado. En esa ocasión, ella había pensado que esa Tess era el vivo reflejo de una mujer malcriada y consentida. Por la forma en que los medios de comunicación habían cubierto la noticia, lo mismo había pensado todo el mundo.

Todo el país conocía al hombre que hablaba en la pantalla. El poderoso y antiguo senador era uno de los más ricos. De joven había enamorado a una princesa y ella había renunciado a su reino para casarse con él. Desde entonces, el matrimonio y sus cuatro hijos habían sido tratados por la prensa como realeza estadounidense.

Jillian había crecido escuchando los cuentos de hadas que la prensa contaba sobre los Kendrick, como todo el mundo. En el instituto, sus amigas y ella solían coleccionar los artículos publicados sobre la familia, sobre todo sobre las hijas. Ashley era sólo un par de años menor que Jillian. Tess, quizá dos más. Habían llevado vestidos de diseño y trajes de noche. Habían ido a los mejores colegios privados y tenían guardaespaldas y criados. Habían pasado los veranos en el palacio de su abuela en Luzandia. Sus hermanos mayores eran muy atractivos. Y las chicas eran tan impresionantes como su madre, una rubia platino que resultaba estar sentada en ese momento al lado de William Kendrick ante las cámaras.

Los latidos de Jillian se aceleraron aún más. Su madre había sido la única persona de su entorno que había ignorado todo sobre los Kendrick y su celebridad. Nunca le había oído comentar nada sobre ningún miembro de la familia. Las veces que ella le había mostrado una foto de las hijas en algún baile o montando a caballo, su madre sólo había hecho algún comentario neutro y había cambiado de tema. Jillian había creído entonces que las vidas de los ricos y famosos no interesaban a su madre, práctica y trabajadora.

Pero dos días antes de la muerte de su madre, ésta le había contado a Jillian quién era su padre.

Ella era la hija ilegítima de la que hablaba el hombre en la televisión. Y él había prometido no revelarlo.

La cámara mostró la imagen de un periodista que con gesto grave repetía lo que William había dicho sobre los malos tratos sufridos por su hija Tess y sobre el chantaje al que la había sometido su ex marido.

Jillian ni siquiera se fijó en que no habían revelado su nombre. Sólo le importó que William Kendrick había roto su promesa. Lo había visto sólo una vez. El dolor, el resentimiento y una mezcla de emociones inidentificables le habían llevado a buscarlo unos meses después de la muerte de su madre. Entonces, le había dejado claro a su padre que no quería que hiciera pública su relación. William se había mostrado de acuerdo y ella había comprendido que también a él le interesaba evitar el escándalo. Le había prometido que no le hablaría de su existencia a nadie más que a su esposa.

Jillian se tocó los labios y se dio cuenta de que estaba temblando. No estaba segura de si se sentía enferma, aturdida o furiosa cuando el presentador de las noticias comenzó a especular sobre la identidad y el paradero de la hija ilegítima de William Kendrick. Lo único que sabía seguro era que su madre nunca había dejado de amar a William. Lo había confesado en su lecho de muerte. Ella respetaba con toda el alma a su madre, la mujer que la había sacado adelante sola, pero no podía imaginar sentir afecto por su padre. Su madre había sido herida por el mismo hombre que, en ese momento, había tenido las agallas de traicionarla a ella también, revelando su secreto.

El cambio en el que había estado pensando unos minutos antes ya no le pareció halagüeño en absoluto. Mientras veía en la pantalla una imagen de archivo de Tess y Bradley y otra de William en su juventud, sintió que estaba comenzando a sumergirse en una pesadilla.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

BEN Garrett trabajaba bien bajo presión. Le subía la adrenalina cuando se trataba de enfrentarse a retos imposibles. Para él, los obstáculos no eran más que algo que podía vadear, saltar o apartar. Pero la parte del juego que más le gustaba era la de influir en la opinión pública. Era un juego en el que siempre ganaba. Por eso le pagaban tan generosamente sus clientes.

Impecable con su traje de sastre de tres piezas, fue desde la puerta principal, donde no le habían contestado, hasta la puerta de atrás del modesto dúplex en el barrio obrero de Hayden, Pensilvania. El Volswagen verde que parecía de juguete era de Jillian Hadley y estaba aparcado frente a su garaje. Seguro que ella no andaba muy lejos.

Ben estaba especializado en relaciones con los medios para los clientes de alto nivel del grupo Garrett; políticos de Washington D.C. y ricos y famosos que querían ver su imagen enaltecida o cambiada por completo. Hacía quince años que había terminado su máster en Yale y había conseguido una buena reputación como experto en intervenciones de crisis. Por eso su padre, el socio más antiguo de la prestigiosa firma de relaciones públicas, y William Kendrick, el mejor amigo y más antiguo cliente de su padre, habían insistido en que él se ocupara personalmente de tratar con la señorita Hadley.

La buena noticia era que iba a poder encontrarla antes de que la prensa se abalanzara sobre ella como buitres. La mala noticia era que apenas tenía información sobre la recién descubierta hija de William Kendrick. Lo único que sabía de ella era que daba clases en el instituto, que su única reunión con William no había ido bien y que nadie había sido capaz de dar con ella para advertirle de la rueda de prensa que se había celebrado el día anterior.

No había un solo periódico, televisión o emisora de radio que no se hubiera volcado con la noticia de Tess, la hija de William chantajeada por su ex marido, con la aventura que William había tenido y su hija ilegítima. Las habladurías habían incluso sobrepasado las fronteras del país y se habían propagado a la velocidad de la luz. En el London Daily Star, se había anunciado la Crisis en Camelot, donde vivían los Kendrick, con grandes titulares y en la primera página. Los titulares en París, Roma e Internet mostraban a una Tess que había pagado por los pecados de su padre y especulaban sobre la posibilidad de que la hija ilegítima hubiera sido sobornada con dinero a cambio de su silencio.

Como nadie tenía ni idea de lo que Jillian iba a decir, Ben debía ocuparse de hacer que las cartas jugaran a favor de la familia Kendrick. Además, William había insistido en que se la protegiera de los medios de comunicación, para salvaguardar también a su familia de cualquier comentario potencialmente dañino que pudiera hacer.

Ben abrió una pequeña puerta en el patio trasero y entró, bordeando un macizo de flores que había junto a la casa. Se había otorgado a sí mismo veinticuatro horas para cumplir su objetivo con la señorita Hadley. Mientras comprobaba la hora y la fecha en su Rolex, esperó que el tema de la aventura se superara con tanta facilidad como había transcurrido la rueda de prensa que él mismo había organizado el día anterior.

Rodeó la esquina del patio, muy similar a los patios de las casas adyacentes. El dúplex estaba rodeado por árboles frutales y bancos de flores. Sin embargo, su atención se centró en una esbelta mujer morena que caminaba descalza junto a una mesa de picnic.

Ben reconoció su delicado perfil de las fotos que le habían mostrado el día anterior. Y su pelo. Una larga cascada de sedoso cabello oscuro le caía hasta debajo de los hombros.

En unos segundos, recorrió las curvas de ella con la mirada. Llevaba una camiseta blanca y una falda verde hasta la rodilla, un atuendo que no tenía nada que ver con los conjuntos de diseño que solían llevar todas las mujeres de su círculo social, incluidas las sofisticadas Kendrick. Si llevaba maquillaje, no se notaba. Cuando ella lo vio, se acercó y él pudo ver que estaba muy bronceada y parecía mucho más joven de los treinta y tres años que sabía que tenía.

Ben frunció el ceño. No había esperado que Jillian tuviera un aspecto tan… natural. Tampoco se había preparado para que la generosa sonrisa que ella estaba esbozando se marchitara al verlo mejor.

Por la forma en que Jillian había sonreído, estaba claro que lo había confundido con otra persona. Al menos, no había esperado encontrarse con un perfecto desconocido.

Sin querer intimidarla acercándose lo suficiente como para darle la mano, Ben se quedó parado junto a la mesa y señaló hacia la casa.

—Llamé al timbre, pero nadie respondió —dijo él para explicar su presencia en el patio—. Soy Ben Garrett, señorita Hadley. El jefe de relaciones públicas del señor Kendrick.

A Jillian le dio un vuelco el corazón cuando aquel atractivo hombre de ojos azules le dedicó una sonrisa. Los ricos tonos de su voz mostraban reserva y amabilidad al mismo tiempo. Lo mismo mostraban los fuertes y sensuales rasgos de su rostro. Sin embargo, estaba demasiado molesta por encontrarlo allí como para pararse a pensar en esas cosas.

—William dijo que enviaría a alguien cuando me llamó esta mañana —señaló ella. Lo cierto era que William Kendrick le había llamado dos veces antes de eso. Y su secretaria también. Habían dejado mensajes en el contestador la noche anterior—. Siento que no te haya avisado a tiempo.

—¿A tiempo? —preguntó él, arqueando las cejas.

—Para decirte que no era necesario que vinieras.

Jillian dirigió la vista hacia las piedras y ramitas que había recogido para poner en el terrario de su clase y las metió en una bolsa de plástico. Aún faltaban unos días para que empezaran las clases. En el trabajo, habían empezado ya las reuniones de profesores. Sin embargo, en ellas sólo se hablaba de la hija misteriosa de William Kendrick y la aventura que había empañado el matrimonio modelo del millonario y Katherine Kendrick. Casi todos apoyaban a la mujer engañada, la bella Katherine. Después de todo, su marido le había sido infiel. Y había tenido una hija con otra mujer.

Aquella otra mujer había sido su madre.

Jillian había intentado mantenerse al margen de aquellas conversaciones y hacer oídos sordos a las cosas que no había deseado oír. Cuando Carrie Teague, su compañera de curso en los dos años anteriores, había notado su falta de participación y le había preguntado a bocajarro qué opinaba sobre el escándalo, ella había respondido que estaba cansada del viaje de avión y que sólo podía pensar en dormir y en las clases. Su comentario, por suerte, había provocado que se interesaran por sus vacaciones y cambiaran de tema. De forma temporal al menos.

Por los mensajes que había escuchado en su contestador la noche anterior, Jillian sabía que William había hecho un esfuerzo sincero para localizarla antes de la rueda de prensa. Y comprendía que William había hecho lo único que podía hacer para limpiar el nombre de su hija Tess. También había sentido un gran alivio al saber que no había revelado a la prensa ni su nombre ni su paradero. Sin embargo, ninguna de esas cosas le había hecho cambiar de opinión sobre él. Sus razones para sentir un gran resentimiento hacia su padre seguían firmemente en pie.

En un mundo ideal, nunca habría oído el nombre de Kendrick, se dijo Jillian. Y Ben Garrett no estaría en su patio.

Ben se quedó parado en el césped, observándola como un científico examinaría a un extraño espécimen al que necesitara identificar y catalogar.

—Lo cierto es que creo que mi presencia es necesaria. O lo será.

La forma en que la observaba puso a Jillian de los nervios. Para que no se notara cómo le temblaban las manos, dejó la bolsa sobre la mesa y se cruzó de brazos.

—¿Has dicho que eres relaciones públicas?

—Lo soy.

—Entonces, honestamente, no tenemos nada de que hablar. Yo no tengo nada que ver con el público. No en el sentido en que tú trabajas con él. William me dijo que nadie conocía mi identidad —indicó ella—. Soy feliz con mi anonimato. Los Kendrick tienen sus vidas. Yo tengo la mía. Y me gustaría que siguiera así.

Jillian mantuvo la mirada firme. Como sus palabras, su expresión mostraba convicción más que desafío. Sin embargo, su lenguaje corporal le dijo a Ben lo disgustada que estaba con William y con lo que había hecho.

Jillian desvió la mirada y, con ansiedad, se apretó los brazos, dejando marcas blancas en ellos.

Ben se sintió aliviado al saber que prefería permanecer en el anonimato. No lo conseguiría pero, al menos, significaba que no estaba deseando vender su historia al mejor postor. Por otra parte, encontró otro motivo de preocupación. Si Jillian repetía a la prensa lo que le acababa de decir, los periodistas la acosarían como perros de presa para saber el porqué.

Frotándose la nariz, Ben intentó pensar cómo ayudarla a enfrentarse a la nueva y difícil vida que se le presentaba.

—Las cosas no son tan sencillas, señorita Hadley. William no ha dicho a la prensa quién eres, pero no podrás evitarlos. Como mucho, en un par de días los reporteros invadirán tu casa.

—Si nadie les ha dicho quién soy, ¿cómo van a encontrarme? —preguntó ella.

—Uno de los abogados de William ha descubierto que un periódico ha pagado una fortuna a alguien para conseguir copias de las fotos. Las que William se negó a describir o mostrar en la rueda de prensa —explicó Ben—. En una de ellas estáis los dos dándoos lo que parece un abrazo…

—No hubo tal abrazo… Puede que él intentara rodearme con sus brazos pero… —contradijo ella, confusa.

—Otra te muestra a ti como si estuvieras discutiendo. Los dos estáis junto a un Volswagen verde con matrícula de Pensilvania. William dice que es tu coche—. Puede que el periódico en cuestión ya sepa quién eres. Y cualquier periodista que se precie utilizará sus contactos para averiguar a quién pertenece la matrícula del coche. Como hizo el abogado de William.

—¿Es así como me has encontrado?

Ben negó con la cabeza y dio un paso hacia ella.

—Ya sabíamos que vivías en Hayden. Se lo habías dicho a William —le recordó él—. Localizarte fue sólo cuestión de buscar tu nombre y pueblo en Internet.

—¿Estoy en Internet? —preguntó ella, desconcertada.

—Casi todo el mundo está —repuso Ben—. El abogado te buscó por el número de tu matrícula sólo para comprobar que cualquier otra persona que lo hiciera podría encontrarte. Lo que encontrarán será tu nombre y tu dirección. Y, una vez que te reconozcan como la mujer de las fotos, tu anonimato pasará a la historia.

La primera impresión que Ben se había forjado de la mujer a la que se suponía que debía guiar y proteger era que pertenecía al tipo de personas que volaban bajo el radar. Teniendo en cuenta dónde vivía, parecía ser una mujer de ingresos modestos con una vida poco complicada. No quería que el mundo la conociera. No quería fama ni notoriedad. Por lo visto, lo único que deseaba era mantener lo que tenía en ese momento.

No era culpa suya que la vida de Jillian estuviera a punto de ponerse cabeza abajo, se dijo Ben. Sin embargo, algo en la forma en que ella trataba de ocultar su aprensión le hizo sentir una inesperada compasión.

—¿Vendieron las fotos? —inquirió ella, sin poder comprender la magnitud del asunto, nerviosa—. ¿Quién más tenía acceso a ellas?

Al levantar los brazos, Jillian hizo que la camiseta que llevaba se apretara contra sus exuberantes pechos. Ben se quedó sin respiración. Estaba siendo más consciente de lo que le hubiera gustado de la delicada caída de los hombros de ella, de sus largas y esbeltas piernas. Solía preferir mujeres sofisticadas. Allí descalza en la hierba, con las extremidades al aire libre y sus largos rizos descontrolados, Jillian le pareció más como una diosa de la fertilidad. No le costó imaginarla paseando por una playa o por un bosque, con doce pequeñuelos a su alrededor.

Sin embargo, Ben sintió un nudo en la garganta al encontrarse de nuevo con la mirada de ansiedad en los ojos de ella. La compasión que sintió por ella le era desconcertante y poco habitual para un hombre que se había convertido en un cínico.

—El ex marido de Tess Kendrick, Bradley Ashworth —respondió Ben—. Suponemos que las vendió como venganza por la forma en que William lo expuso en la rueda de prensa.

Ben esperó que ella mostrara algo de pánico. Esperó que cooperara un poco.

—Puede que sepan quién soy. Pero no tengo por qué hablar con ellos.

—Eso no impedirá que invadan tu vida. Por eso estoy yo aquí —señaló, intentando que Jillian se percatara de la gravedad de la situación—. Mi trabajo es ayudarte a enfrentarte a la prensa que se abalanzará sobre ti en cuanto descubran tu identidad —afirmó, ocultando que hacer que ella dijera lo apropiado era también parte de su trabajo—. Vendrán, seguro. Si no es hoy, mañana. Aunque quieras, no podrás evadirte de esto.

Estaba claro que aquella mujer no sabía lo vulnerable que era, se dijo Ben. Para no sonar impaciente, trató de suavizar su tono.

—William quiere que sepas que no va a abandonarte a los lobos. Y eso es lo que pensarás que ha pasado cuando tu teléfono empiece a sonar y no paren de pedirte entrevistas. Te aseguro que no querrás enfrentarte a esto sola.

Durante un momento, Jillian no dijo nada. Para ella, ya era demasiado desconcertante estar cara a cara con uno de los socios de su famoso padre. Pero Ben Garrett era desconcertante en sí mismo. Era un hombre seguro de sí mismo, muy persuasivo en sus argumentos y convencido de tener razón. Aun así, más molesta que su persistencia le resultaba el impacto físico que le producía su presencia.

Aquel hombre poseía la misma aura de autoridad e influencia que había percibido en William, pero de una manera más elemental. Estaba a casi cuatro metros de ella, pero podía sentir la energía que irradiaba de él, como un campo magnético. Y ella no era inmune a aquel poder.

Jillian no dudó ni un momento que era un hombre acostumbrado a conseguir lo que quería. Era el tipo de hombre que los demás de su sexo envidiaban y por el que las mujeres se volvían locas, justo lo que a su madre le había pasado con William. Pero volverse loca por un perfecto desconocido no estaba en su lista de propósitos para el nuevo año escolar. Ni que un extraño le dijera lo que tenía que hacer. Sobre todo uno del que sospechaba que lo único que quería era limpiar la reputación de William.

Sintiendo un deseo imperioso de que aquella situación llegara a su fin y, sobre todo, de que aquel hombre se marchara, Jillian empleó el tono de «fin de la discusión» que solía utilizar cuando un alumno era demasiado obtuso.

—Señor Garrett, por favor, dígale a su cliente que aprecio su interés, pero puedo manejármelas sola. Si puedo lidiar con treinta chicos de secundaria, no me costará tratar con un puñado de periodistas.

—Serán más que un puñado.

—Me las arreglaré sin importar cuántos sean —insistió ella y suavizó el tono—. Siento que hayas tenido que venir hasta aquí para nada. Estoy segura de que eres un hombre muy capaz, pero no quiero tener nada que ver con William. Ni quiero su ayuda. No es nada personal contra ti.

Jillian notó algo parecido a la compasión en los intensos ojos azules de él. No supo con certeza si era sincera o calculada.

Nunca debió haber ido a ver a William, se dijo, tomando la bolsa con las piedras y las ramitas. La rabia y la sensación de pérdida le habían empujado a ello.

Ben se preparó para responder. Estaba claro que aquella mujer no tenía ni idea de lo que estaba a punto de caerle encima. Él había visto a grandes políticos y directores corporativos hundirse bajo la presión de la prensa. Y no tenía ni idea de lo que ella era capaz de decir o hacer cuando los medios la encontraran. Sin embargo, presionarla no le pareció una buena idea. Jillian Hadley podía ser tan inocente como un bebé respecto a lo que le esperaba pero tenía sentido de independencia, o quizá sólo era tozudez, que la alejaría más si se sentía presionada. Necesitaba su cooperación y no lo conseguiría por la fuerza.

Así que Ben preparó la retirada. Pero no estaba dispuesto a aceptar la derrota de ninguna manera. Simplemente, dejaría que el tiempo funcionara a su favor. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una pluma y una tarjeta de visita. Anotó su teléfono móvil en la parte de detrás de la tarjeta y se la tendió. La brisa le llevó el aroma de Jillian, algo un poco exótico y mucho más sensual de lo que esperaba en una maestra de escuela.

—Llámame cuando cambies de idea.

—Eso no sucederá —insistió Jillian, pero tomó la tarjeta de todos modos, para librarse de él pronto—. Gracias de todas formas.

—De nada —murmuró él y se giró para irse por el mismo sitio por donde había llegado.

Cuando Ben desapareció de su vista, Jillian se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Guardó la tarjeta en el bolsillo de su falda y tomó aliento.

Teniendo en cuenta la gran cantidad de calamidades que él le había predicho, a Jillian le resultó raro que se hubiera rendido tan fácilmente. Con una sensación de opresión en el pecho, se apresuró a entrar en su casa. Si la prensa la encontraba, los días siguientes podían ser un poco desagradables. Pero ella ya había sobrevivido a tiempos desagradables antes.

Durante meses después de que su madre hubiera caído enferma y la hubiera perdido a ella y a Eric, se había sentido como en una caída libre. Su mundo no había vuelto a ser el mismo. Cuando al fin había conseguido volver a sentir la tierra bajo los pies y el nubarrón negro sobre su cabeza se había disipado, no estaba dispuesta a dejar que su vida se complicara de nuevo. Y menos por culpa de William Kendrick. Podía manejar la situación, se aseguró a sí misma. Y podía hacerlo sola. No necesitaba a Ben Garrett.

O eso creyó antes de encontrarse llamándolo con desesperación sólo veinticuatro horas después.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

 

HACÍA cinco minutos que Jillian había entrado en su casa y el teléfono no había dejado de sonar. Siguió sonando mientras recorría inquieta su hasta entonces tranquilo cuarto de estar. Los libros que utilizaría en sus clases ese año estaban esparcidos por el sofá. Los había tirado allí nada más entrar, para ir a cerrar las persianas.

Al otro lado del sofá, el teléfono sonaba, sobre la mesa de café, junto a velas de limón, algunas revistas y el grifo que se había salido del baño aquella mañana. Había tenido la intención de mencionarle el grifo roto a la señora de la limpieza al volver de la escuela aquella tarde. Pero la conversación telefónica que había tenido con Irene White hacía un minuto, sin embargo, no había tenido nada que ver con la fontanería.

Jillian sujetó nerviosa la tarjeta de visita de Ben Garrett. Si hubiera conocido a alguien más a quien llamar aparte de él, lo hubiera hecho y hubiera suplicado su ayuda. Pero no conocía a nadie más con experiencia en sobrevivir a la persecución de los periodistas.

Se acercó al teléfono, con los nervios agarrotándole el estómago. Se había dado cuenta de que no era capaz de seguir en el anonimato ni de manejar a la prensa ella sola. Esperar que el problema se solucionara por sí mismo había sido una pérdida de energía. Igual que rezar para que ocurriera un milagro. El problema estaba allí. A su puerta. Y la única persona que conocía con la experiencia necesaria para ayudarla era el impresionante hombre que William le había enviado.

Odiando la posición en la que se veía, levantó el auricular y marcó el número de móvil que Ben había anotado en la parte de detrás de su tarjeta. Estaba mirando su escritura a mano, pensando que los trazos firmes y seguros encajaban con su personalidad a la perfección, cuando él respondió.

—Ben Garrett.

Jillian habría reconocido su tono autoritario y profundo de todos modos. Acercándose a la ventana que daba a la calle, miró entre las rendijas de las persianas.

—Soy Jillian. Tengo un… problema.

—¿Qué sucede? —preguntó él con calma.

—¿Quieres saber lo que está pasando? ¿Lo que lleva pasando todo el día?

—Dime.

—Una furgoneta negra me siguió a la escuela esta mañana. Pensé que estaba paranoica por lo que me dijiste ayer sobre la presa. Pero no. También había un coche negro siguiéndome.

Jillian no podía parar de moverse alrededor de la mesa de café.

—Los dos aparcaron frente a la escuela y seguían allí cuando salí. Mientras tanto, uno de los maestros me dijo en la comida que había un periodista en Dirección haciendo preguntas personales sobre mí. Parecía ser que tenía una foto. El director les pidió que se fueran, pero había más tipos con cámaras de teleobjetivo rodeando la valla del patio de la escuela cuando salí de allí. Creo que casi todos me han seguido a casa. Al menos los dos primeros tipos lo hicieron. Están fuera, con los periodistas que me estaban esperando cuando llegué a casa.

Jillian oyó el sonido de un claxon al otro lado de la línea y pensó que Ben debía de estar conduciendo.

—¿Qué les has dicho?

—No les he dicho nada.

—¿Nada?

—Ni una palabra.

Jillian apenas podía recordar todas las preguntas que le habían hecho en el corto camino que había recorrido entre su coche y su casa. Lo único que le había preocupado entonces había sido que no le impidiera el paso ningún periodista.

—Tengo una docena de extraños en mi puerta, el teléfono lleva media hora sonando y la señora White está a punto de llamar a la policía porque le están pisando las flores que con tanto mimo cuida —continuó ella, mirando por entre las persianas.

—¿Quién es la señora White?

—La señora de la limpieza. Vive en el dúplex de al lado.

Entonces, una mujer con una cámara llamó a la puerta de Hal Pederson. Hal trabajaba en turno de noche y dormía de dos de la tarde a diez. No le iba a gustar que lo despertaran nada más acostarse.

Las dos furgonetas seguían aparcadas frente a su casa. Llegó una tercera, con una antena de satélite girando para buscar la señal.

—La CBS acaba de llegar —informó Jillian al teléfono, al reconocer el logotipo de la furgoneta. Alguien llamó a su puerta—. Y hay una mujer con un micrófono en la casa del vecino. No sólo están en mi jardín, sino que están molestando a mis vecinos. ¿Debería llamar a la policía? —preguntó, mientras su estrés crecía con la segunda llamada a su puerta—. ¿O sólo empeoraría las cosas?

—Yo los llamaré. La policía no puede impedir que los periodistas hablen con tus vecinos, pero los sacarán de sus jardines. Y del tuyo. Voy para allá. No abras la puerta hasta que yo llegue.

Ben colgó y ella se quedó con la boca abierta. No le dio tiempo a preguntarle cuánto iba a tardar. La dirección que aparecía en su tarjeta de visita indicaba que su oficina estaba en Washington D.C.

Pensando que Ben tardaría unas tres horas en llegar, Jillian colgó el teléfono, que inmediatamente empezó a sonar de nuevo.

Se sintió agobiada y pensó que necesitaba una aliada. Se le ocurrió llamar a Stacy Fisher. Había sido Stacy quien, durante sus vacaciones juntas en Hawai, le había convencido de gastar parte de los ahorros que estaba guardando para comprarse una casa.

—Tienes que hacer algo divertido para ti misma —había señalado su amiga aventurera y la única que estaba soltera—. Ya te comprarás una casa cuando te cases. Necesitas tumbarte en la playa a tomar cócteles mientras un morenazo te pone crema para el sol en la espalda.

La playa y los cócteles se habían hecho realidad. También los morenos. Aunque Jillian no les había prestado tanta atención como Stacy. Ella prefería a los hombres con los que podía conversar sin que la miraran los pechos ni sintieran que tenían que impresionarla con sus coches o sus ganancias en bolsa.

Stacy había opinado que lo único que le faltaba a Jillian era práctica. Había salido con Eric tanto tiempo que había olvidado que toda mujer tenía que probar a besar ranas.

No había hablado con Stacy desde que habían vuelto de Hawai hacía un par de días, así que su amiga no sabía nada de lo que estaba pasando. Pero Jillian sabía que podía contar con ella si quería consejo. Stacy, que era profesora de secundaria en el otro lado de la ciudad, había trabajado antes en el centro, en un instituto lleno de alumnos conflictivos. Su consejo sobre cómo manejar a los intrusos que tenía en el jardín probablemente sería que los echara a manguerazos. Así que no sería de mucha ayuda respecto a ese tema. Pero, teniendo en cuenta que era una mujer de mundo, seguro que podía aconsejarle cómo tratar el tema con sus colegas en el instituto.

Aquella mañana, se había seguido hablando del escándalo Kendrick, igual que el día anterior. Gina Wasserman, la bibliotecaria, había dicho que de ninguna manera ella habría sido capaz de sentarse frente a las cámaras y escuchar a su marido confesando que le había sido infiel.

—Katherine tiene que estar destrozada —había señalado Gina, como si la esposa de William fuera amiga suya—. Pero tiene mucha clase.

—Al contrario que la otra mujer, quienquiera que fuera —había espetado una maestra de quinto grado, Ivonne Bliss—. Ella sabía que estaba casado. Sabía que tenía familia. ¿Qué había creído? ¿Que él iba a dejar a Katherine por ella?

Según Carrie Teague, la compañera de curso de Jillian, algunas mujeres simplemente no tenían esas situaciones en cuenta. Sólo se sentían atraídas por el poder. Lo que le había interesado más a Carrie era cuánto le habrían pagado a la hija secreta para que guardara silencio.

Los cotilleos habían cambiado de tono, sin embargo, tras la visita del periodista al instituto. Gracias a Ivonne, que había estado en la oficina justo cuando él había llegado y que resultaba ser la mayor cotilla de la escuela, las noticias sobre su presencia y la fotografía que llevaba se habían esparcido por los pasillos como un virus.

Una vez que se hubo descubierto la identidad de Jillian, algunos de sus colegas se habían disculpado, explicando que nunca habrían dicho lo que dijeron de haber sabido que hablaban de ella y su madre. Había quienes habían mostrado un silencio especulativo. Y otros un ultrajante escepticismo.

Ted Gunderson, el entrenador calvo que la había estado sonriendo tanto durante los últimos días, se había acercado a ella en el pasillo con las manos en las caderas y el ceño fruncido.

—No eres su hija, ¿verdad?

Jillian no pudo negar lo que ya sabían algunos abogados y periodistas, así que lo admitió con reticencia.

Como respuesta, Ted la miró con el ceño aún más fruncido, antes de girarse e irse.

Demasiado para él. Ya no le pediría que salieran.

Otras personas habían bromeado, diciéndole que no se olvidara de ellos cuando fuera famosa. Ivonne la había mirado como si ella fuera un obstáculo entre William y su admirada Katherine. Carrie, quien en los dos años que había trabajado junto a Jillian nunca se había callado sus pensamientos, había decidido que era obvio que no habían sobornado a su colega, pues si no no seguiría trabajando y viviendo en la misma casa. También le había preguntado si iba recibir dinero en el futuro y si pensaba compartirlo.

El teléfono dejó de sonar. Desesperada por escuchar una voz amiga, Jillian descolgó el aparato y marcó el número de Stacy. Respondió el contestador y colgó de nuevo.

El teléfono comenzó a sonar de inmediato otra vez. Jillian desconectó el aparato del enchufe.

Acababa de dejar el entonces silencioso instrumento sobre la mesa cuando oyó voces fuera de su casa y alguien volvió a llamar a la puerta.

La única manera que se le ocurrió para no oír aquellos sonidos intrusos fue poner la televisión en un canal de entretenimiento, subir el volumen y escapar a su dormitorio.

Las persianas de su habitación dejaban ver una parte del jardín, justo donde estaban los macizos de flores que la señora White tan amorosamente cuidaba… y un objetivo negro de cámara de fotos, del tamaño de un plato de taza de té, pegado al cristal.

Le dio un vuelco el corazón. Lo único que pudo ver del hombre que sujetaba la cámara fueron sus dedos huesudos y una cabeza coronada por pelo rizado y rojizo. Por detrás, se le acercaba otro hombre, grande como una montaña, sin cuello y con una gorra oscura.

La cámara disparó al mismo tiempo que ella tomaba el picaporte de la puerta de su dormitorio para salir al pasillo. Dio un portazo tan fuerte que la pared tembló. Sus huesos también parecieron temblar cuando estrelló la espalda contra la pared.

Hacía unos momentos se había sentido agobiada. Tras la invasión de la privacidad de su hogar, se sintió extremadamente vulnerable. Un extraño había estado fotografiando su dormitorio, la habitación que para ella era la más personal.

Siempre se había sentido segura en su casa, aunque fuera alquilada. Hayden era un pueblo bastante tranquilo. La zona donde vivía era más tranquila aún. Pero en ese momento sólo se sentía rodeada. Atrapada. Furiosa.

También en la cocina estaban abiertas las persianas. Al recordarlo, corrió hacia allá, con el corazón latiéndole a gran velocidad. Cuando había cerrado las persianas del salón sólo se había preocupado por lo que pasaba en la parte delantera de su patio. Estaba claro que las puertas y las vallas no significaban nada para la prensa que Ben había calificado de «persistente».

Por lo visto, debía tener más en cuenta las afirmaciones de Ben, se dijo.

La pequeña cocina estaba amueblada con encimeras y electrodomésticos blancos, llenos de libros de cocina y moldes y cacerolas para el horno. Cuando no podía dormir, solía hornear. Tartas, galletas, lasañas. Todos en el instituto sabían cuándo había tenido una mala noche, pues ellos eran los beneficiarios de su insomnio.

En los últimos días, había dormido bastante bien. Al menos, antes de que William hiciera esa rueda de prensa.

Cerró las persianas que había sobre el fregadero y se llamó mil veces idiota por haber ido a buscar a William Kendrick cuando oyó que alguien golpeaba con fuerza la puerta trasera. Iba a salir de la cocina a toda prisa, pero antes oyó una voz fuerte que la alegró más de lo que debiera.

—Jillian, soy Ben.

El alivio que sintió por su aparición hizo que no se preocupara por si parecía demasiado ansiosa de verlo. Se apresuró a quitar la cadena y abrir la puerta.

Ben tenía un aspecto muy similar al del día anterior cuando entró en la casa. Más alto, seguro de sí mismo y atractivo de lo que debería estar permitido para un hombre, pensó ella. Incluso llevaba el mismo traje impecable de color azul, que enmarcaba unos anchos hombros. La camisa y la corbata eran diferentes, sin embargo. La del día anterior había sido blanca como la nieve y la de entonces era azul claro y resaltaba los destellos dorados de sus ojos azules.

Por lo que a Jillian respectaba, podía ser gordo como una rueda de coche y tener ojos de conejo, eso no le importaba. Lo único que quería era que él le dijera cómo podía hacer para recuperar su privacidad.

Una leve tensión emanó del cuerpo de Ben mientras ponía la cadena de la puerta en su lugar y miraba a Jillian. Ella sintió una extraña sensación y se alejó de la puerta. Y de él.

—No habías vuelto a Washington.

—Me pareció más práctico quedarme en Hayden —señaló él, sin darle importancia al hecho de que supiera que iba a llamarlo—. De hecho, estaba de camino hacia aquí con otro guardaespaldas cuando me telefoneaste.

—¿Otro guardaespaldas? —preguntó Jillian, pensando que ella no tenía ningún guardaespaldas.

—Tienes dos. Uno de ellos es el hombre que viste siguiéndote en la furgoneta negra esta mañana. Steve Schroeder. Un tipo grande. Rubio. Con gorra azul. El otro acaba de llegar. ¿Has recibido mi mensaje?

—No he mirado los mensajes todavía.

—Te dejé uno a las siete y media de la mañana.

—Puede que estuviera en la ducha.

—La policía estará a punto de llegar —indicó Ben, avanzando en la habitación impecablemente limpia. El único objeto que no parecía estar ordenado era el tablón de notas que ella tenía en la puerta de la nevera. Estaba cubierta de postales, fotos de niños e imanes con recordatorios de cosas.

—Señor Garrett…

—Ben.

—Ben —concedió ella, ansiosa por obtener su consejo—, ¿cómo me deshago de ellos? Ayer dijiste que tu trabajo era impedir que invadieran mi vida. Eso es lo que están haciendo, así que, por favor… —pidió, echándose a un lado para dejarle el camino libre—, detenlos.

—Lo que dije es que mi trabajo consiste en ayudarte con ellos. Y lo haré —aseguró Ben, mientras se oían de fondo las voces de un programa de televisión—. Primero tenemos que hablar.

—¿De qué?

—De qué quieres decirles.

—No quiero decirles nada. ¡Quiero que se vayan!

—¿Podemos bajar eso? —preguntó él, señalando hacia la televisión.

Jillian se giró sobre sus talones. Tuvo la sensación de que las cosas hubieran sido más fáciles si le hubiera dejado ayudarla el día anterior. Estaba claro que era demasiado tarde para poner sus condiciones. Aunque, por la forma en que la miró a los ojos después de que ella hubo presionado el botón de silencio en el mando a distancia, Ben era demasiado caballeroso como para echárselo en cara.

—La mejor manera de librarse de los periodistas es darles lo que quieren —aconsejó él—. Lo que quieren son respuestas. O una declaración. Si quieres, te puedo ayudar a escribirla.

—No tengo nada que decir. Lo que siento sobre William Kendrick es privado. Lo que pasó entre William y yo es privado. Igual que lo que pasó entre mi madre y él. Ni siquiera sé mucho sobre lo que hubo entre ellos —admitió ella—. Y está claro que no voy a compartir con el resto del mundo lo poco que sé. No quiero que ensucien el nombre de mi madre. Y eso es lo que harán. Mi madre era «la otra».

Jillian no supo cómo interpretar la forma en que Ben la escrutaba. De alguna manera, le recordaba a un depredador esperando a que su presa diera muestras de flaqueza para aprovechar la oportunidad. No tenía duda de que, tras esa aguda e inteligente mirada, estaba procesando todo lo que ella decía y calculando la forma en que podía utilizarlo en su propia ventaja.

Intentando bloquear esos pensamientos que la enervaban, Jillian cerró los ojos y se echó el pelo hacia atrás con las manos. Entonces, sintió el peso de las manos de él sobre los hombros. Sin decir palabra, la guió hasta una de las sillas que había junto a la mesa.

Ben había notado que se había puesto tensa al notar su contacto. Bloqueando la extraña sensación de disgusto que experimentó por ello, hizo que Jillian se sentara. Más consciente de lo que le hubiera gustado de la fragilidad del cuerpo de ella y de la suavidad de su cabello, apartó la mirada. Incómodo por los efectos que Jillian parecía provocar en su cuerpo, Ben sacó la silla de al lado y se sentó, mirándola a la cara.

—Jillian, si es tu madre lo que te preocupa, tendrás más control sobre la forma en que el público la vea si eres tú quien primero habla de ella. Lo mismo ocurre con lo que pensarán de ti. La percepción del público tiene mucho que ver con las primeras impresiones. Quizá hoy puedas salir al paso con un «sin comentarios», pero a la larga saldrás ganando si ofreces algún dulce a la prensa antes de que ellos acaben inventando su propia carnaza. Y lo harán. Te lo aseguro.

Jillian lo miró a los ojos y se dio cuenta de que no tenía duda sobre lo que había dicho. Se le encogió el estómago. Necesitaba tiempo. Tiempo para asimilar sus palabras. Tiempo para pensar qué podría decir para defender a su madre cuando sabía que la única defensa que tenía por haberse acostado con un hombre casado era que lo amaba. Y ésa no era una defensa.

Sólo de pensar en hablar con la prensa se sintió mareada.

—¿Se irán si les digo que no hago comentarios?

—Tendrás que darles algo más —señaló él—. Tendrás que decirles que dejarás que te entrevisten mañana. O que les entregarás una declaración —añadió, levantando la mano cuando ella abría la boca para protestar—. Si saben que no tienen posibilidad de conseguir nada hoy, los tipos grandes se irán a casa.

—¿Los tipos grandes?

—Los de las televisiones. Son los que están ahí fuera con equipos de cámaras y furgonetas con antena para la retransmisión. Quizá dejen a alguien detrás para que vea si puede captar una imagen de ti saliendo de casa. Pero las cadenas probablemente mandarán a sus equipos a cubrir otras historias. Respecto a los enviados de periódicos, es difícil saber qué harán. Depende de lo cerca que estén del cierre y de si tienen otros temas de los que ocuparse —afirmó y puso cara de circunstancias—. Los paparazzi no se irán a ninguna parte. No sé cuántos tienes ahí fuera, pero al menos uno te ha estado siguiendo desde esta mañana.

—El tipo con un Sedán negro —concluyó ella, pensando que era el mismo que había visto fotografiándola en la ventana de su dormitorio.

Ben asintió con la cabeza.

—Schroeder… el guardia que se ocupa de seguirte desde esta medianoche, lo vio cuando salías del instituto esta mañana. Y habrá más —aseguró él—. Las primeras fotos que te saquen valdrán una pequeña fortuna, así que cuenta con que los paparazzi estarán dispuestos hasta a colarse por tu chimenea con tal de conseguirlas.

Ben podría haberle dicho que iba a ser peor si ella trataba de ocultarse. Cuanto más se escondiera una presa de las cámaras, menos fotos habría en el mercado y más preciado sería el objetivo. Por la forma en que Jillian lo miraba, tuvo la sensación de que no tenía que mencionar ese hecho. Ella ya lo había imaginado.

Jillian no podía estarse quieta. Las patas de la silla sonaron contra el suelo de linóleo cuando se levantó. Para alejarse de él. De la situación.

—Así que —comenzó a decir ella, como si estuviera sopesando lo que había escuchado—, si les digo que les entregaré una declaración mañana, ¿dejarán de molestar a mis vecinos?

—Por desgracia, no. Quieren información sobre ti y tus vecinos son su fuente de información más lógica.

—Pero la policía…

—La policía sólo puede hacer algo si aparcan en lugar prohibido o si entran en la propiedad privada de algún vecino que lo denuncie. Si las cosas se ponen muy feas, pueden bloquear la calle e impedir la entrada a los que no sean residentes. Pero ahora mismo, no hay ninguna ley que impida a un periodista entrar en el patio para llamar a tu puerta —afirmó Ben y miró el reloj de oro que llevaba en la muñeca—. Hablaré con ellos cuando lleguen. No tardarán.

Cuando Ben había llegado, habían dejado de oírse llamadas en la puerta principal. Jillian se preguntó si sus guardaespaldas tendrían algo que ver con eso. El hombre que había visto acercarse al paparazzi por detrás debió de haber sido uno de ellos.

—¿Cuánto tiempo crees que pasará antes de que pueda salir sin que me sigan?

Ben se puso en pie y se encogió de hombros.

—Semanas. Meses, quizá. Depende de lo interesado que el público esté en ti.

—¿Tendré que soportar esto durante meses?

—O más.

Por el gesto que esbozaron los ojos de ella, estuvo claro que no era la respuesta que esperaba. También estaba claro que lo caótico de las circunstancias le ofrecía a Ben una buena oportunidad para conseguir uno de los objetivos de su agenda. El día anterior, no había tenido ni la más remota posibilidad de conseguir que ella aceptara reunirse de nuevo con William. A Jillian no sólo le había resultado difícil tolerar el sonido de su nombre, sino que había estado segura de poder manejar a la prensa sola. Pero las cosas habían cambiado y él podría utilizar para su provecho la preocupación que Jillian mostraba por sus vecinos y su deseo de privacidad.

—No pueden seguirte si no saben dónde estás —señaló Ben—. Una vez que sepan que no estás aquí, tu calle también se quedará mucho más tranquila. Si haces la maleta, te sacaré de aquí en un momento. Tienes una habitación reservada en el hotel Cuatro Estaciones de Washington —continuó, pensando que ella se daría cuenta de que era un buen consejo—. A William le gustaría mucho hablar contigo.

Jillian se puso visiblemente tensa.

—Puedes verte con él en territorio neutral, así te sentirás más cómoda. Él no quería que sintieras que se te imponía, apareciendo sin avisar ante tu puerta. Y pensamos que no querrías encontrarte con él dentro de su imperio. Washington está a medio camino. Podemos estar allí en poco más de una hora.

Jillian no dijo nada. Ni siquiera le preguntó cómo pensaba acortar la distancia en coche hasta Washington por la mitad. A pesar de que William y él se mostraban en apariencia preocupados por su bienestar, no tenía ninguna intención de dejarse manipular. Sus barreras defensivas ante William habían crecido y estaba dispuesta a hacérselo saber a su eficiente acólito.

—No voy a hablar con William —dijo ella. «Nunca más», pensó—. Puedes hacérselo saber si quieres. Y no me voy de Hayden —informó, agitada—. Tengo clase mañana y el director no estará contento si no voy. Incluso aunque no me gustara mi trabajo, tengo una responsabilidad con el instituto, con los otros profesores y con mis alumnos. El trabajo es lo único que me mantuvo cuerda después de la ruptura de mi compromiso y de la muerte de mi madre y no voy a abandonar mis responsabilidades.

—¿Tu compromiso? —preguntó él. La información era nueva y provocó que varias banderas de peligro se levantaran en su cabeza—. ¿Quién lo rompió?

—Yo —repuso ella, confundida por la pregunta.

—¿Fue una ruptura amistosa o desagradable?

—¿Qué más da?

—Tengo que saber si hay algo embarazoso que tu ex novio pueda decir. O mostrar —enfatizó Ben—. La prensa lo seguirá en cuanto sepa de su existencia. Y lo sabrán. Si no se presenta él mismo, alguien que te conozca lo mencionará.

—¿Mostrar? —preguntó ella.

—Fotos desnuda o vídeos. Cartas o mensajes electrónicos con detalles eróticos o pornográficos. Cosas que puede que él tenga en su poder y no quieras que nadie más vea.

—¡Claro que no! —exclamó Jillian—. La ruptura fue dolorosa, pero no creo que Eric dijera nada que resultara embarazoso para mí o para él. Y no éramos de los que graban sus actos sexuales. En cuanto a la pornografía, ni siquiera me gusta hacer el amor con la luz encendida —señaló y se puso roja hasta las orejas—. No puedo creer que esté hablando de esto.

Deseando terminar la conversación, Jillian se giró.

—¿Conocías a ese Eric lo bastante bien como para saber que no te ha tomado fotos sin que tú lo supieras?

La pregunta la dejó de piedra. Se volvió y miró al hombre que parecía no tener reparos en invadir cada ápice de su privacidad. Los paparazzi no eran nada comparados con él.

—Fotos de parejas que no sospechaban nada salen a la luz en Internet a todas horas, Jillian. Sobre todo, cuando es por venganza —enfatizó Ben—. Sobre todo, cuando se trata de una persona en el objetivo de la prensa, porque los periódicos pagan muy bien por cualquier cosa que sea un poco sensacionalista.

Ben mantuvo la mirada fija en los ojos de Jillian, esforzándose en no bajarla hacia el resto del cuerpo de ella.

Tardó unos seis segundos en bajar la mirada de todos modos.

Jillian no se molestó en imaginar lo que él estaría pensando. Intentó ignorar el nudo en el estómago que le producía su presencia y se giró para recoger los libros que había tirado en el sofá. Siempre le había gustado el orden. En su entorno. En su vida. Aunque no siempre lo había conseguido.

Sujetando los libros en sus brazos, los colocó en dos ordenados montones en la mesa de café.

—Eric no haría una cosa así —señaló ella, recolocando las velas que había en el centro de la mesa—. No es un canalla ni un perdedor al estilo del ex marido de Tess Kendrick. Es de los que marean la perdiz. Me había pedido que me casara con él sólo para tenerme a su lado. No dejaba de retrasar la fecha de la boda —explicó—. Al final le pregunté si pensaba casarse conmigo alguna vez. Me dijo que no lo sabía. Lo que sí sabía era que no quería tener niños, algo que es muy importante para mí. Entonces rompí con él. Lo molestó, pero no puedo imaginármelo intentando lastimarme. No tiene razones para querer vengarse.

—¿Estás segura?

Jillian colocó uno de los cojines del sofá y se detuvo en seco ante el escepticismo de él.

Aquel tipo parecía no escucharla.

—Estoy segura —repuso Jillian—. Y si ésa es la fe que tienes en las personas, lo siento mucho por la mujer de tu vida.

—Estoy divorciado. Eso me da cierto conocimiento sobre lo poco que sabemos de las otras personas en realidad.

Sus palabras estaban impregnadas de amargura, disfrazada con una callada hostilidad y la tensión de su varonil mandíbula. Parecía ser que ella no era la única que había salido escaldada de una relación, se dijo Jillian. Pero estaba lista para seguir adelante, para dejar atrás el dolor y el pasado. En apariencia, Ben, no. Además de su amargura, ella había captado dolor. Y pérdida.

Jillian se preguntó si tal vez él no había tenido tiempo de curar sus heridas, si éstas habían sido más recientes. Ben apartó la mirada, no dispuesto a revelar más sobre su intimidad.

Pero había revelado mucho. Jillian no dudó que toda la manipulación y los subterfugios que él debía de emplear en su trabajo tenían mucho que ver con su poca fe en las personas.

—Lo siento —dijo ella con un inesperado tono de tristeza en la voz—. Supongo que yo vengo de otro tipo de realidad.

Ben había estado pensando lo mismo sobre ella y preguntándose si tenía alguna idea de lo peligroso que era ser tan inocente. Le pareció que Jillian no sabía nada de lo que algunas personas eran capaces de hacer por dinero o por quince minutos de fama. Su ex esposa había apostado por ambas cosas.

—Digamos sólo que no me ha ido bien dar a la gente el beneficio de la duda.

La mandíbula de Ben se tensó de nuevo. Había hecho un esfuerzo para bloquear las imágenes de Jillian desnuda con otro tipo en la cama. Se obligó a no hacer lo mismo con las defensas que había erigido contra esa mujer que lo miraba con compasión. Era una compasión fuera de lugar. Él ya no tenía heridas, sólo cicatrices. Y las cicatrices se habían endurecido. Igual que él.

—Entonces, ¿conoces a alguien que pueda conocer algo vergonzoso sobre ti? —inquirió Ben que, a pesar de su escepticismo, se sentía algo aliviado por lo que Jillian había dicho. No parecía ser que su antiguo prometido tuviera razones para exponer nada denigrante sobre ella o su relación en público. Eso no significaba que no hubiera nadie más que pudiera conocer algún detalle secreto sobre ella—. ¿Otro amante? ¿El padre enojado de algún alumno?

Jillian lo miró sin dar crédito a lo que oía.

—¡No hay nada vergonzoso que saber! ¿Qué clase de persona crees que soy? ¿Crees que tengo un pasado sucio que saldrá a la luz y salpicará a tu cliente? ¿Temes que…?

—Jillian, sólo…

—¿Temes que el mundo le haga responsable…

—No es eso.

—… por algo que he hecho y que no esté a su altura?

—¡Escucha!

—Eso he hecho. Y lo que he oído…

—¡No pretendía insultarte!

De pronto se hizo el silencio en la habitación. Ben se pasó los dedos por el cabello y puso las manos sobre sus caderas. Sus habilidades para la negociación no estaban en el mejor de los momentos.

—No lo pretendía —dijo él en voz baja—. Lo siento, porque es obvio que lo he hecho. Sólo te hago estas preguntas porque será más fácil ayudarte si hay alguna sorpresa —explicó y pensó de pronto que Jillian era una persona transparente que no ocultaba nada. Aquel pensamiento lo tomó con la guardia baja. No había creído que ningún ser humano adulto pudiera vivir tan poco protegido y tan abierto—. Lo siento mucho, ¿de acuerdo?

Si la forma cauta en que lo miraba significaba algo, parecía que Jillian no estaba ansiosa por aceptar sus disculpas. Sin embargo, tampoco era como el resto de las mujeres que conocía. En lugar de hacer que él siguiera allí de pie, disculpándose de nuevo o humillándose, Jillian asintió levemente.