Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
«La historiografía medieval, entre la historia y la literatura» es un repaso apasionante de los contenidos y las formas que adoptó la escritura de la historia en la Edad Media. En la primera parte del libro se repasan los principales géneros históricos practicados por los historiadores medievales: los anales, las genealogías, las autobiografías y las crónicas. En la segunda parte se realiza un sugerente paralelismo entre los problemas teóricos y epistemológicos que se presentan tanto a los cronistas medievales como a los historiadores contemporáneos. El libro se completa con dos capítulos dedicados al análisis de las últimas tendencias de la interpretación de los textos históricos (como el nuevo medievalismo, la nueva filología, el nuevo historicismo o el postmodernismo) que, al fin y al cabo, son las nuevas tendencias de la historiografía globalmente considerada.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 359
Veröffentlichungsjahr: 2016
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
LA HISTORIOGRAFÍA MEDIEVAL
ENTRE LA HISTORIA Y LA LITERATURA
LA HISTORIOGRAFÍA MEDIEVAL
ENTRE LA HISTORIA Y LA LITERATURA
Jaume Aurell
UNIVERSITAT DE VALÈNCIA
Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.
© Jaume Aurell, 2016© De esta edición: Publicacions de la Universitat de València, 2016
Publicacions de la Universitat de Valènciahttp://[email protected]
Maquetación: Textual IMCorrección: Communico-Letras y Píxeles S.L.
ISBN: 978-84-370-9964-4
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
PARTE ILOS CONTENIDOS HISTÓRICOS Y LOS GÉNEROS LITERARIOS
I. LA FUNCIÓN DE LAS GENEALOGÍAS: EL RITMO DINÁSTICO
II. LA FIGURA DEL HÉROE FUNDADOR: LA MITIFICACIÓN DE LOS ORÍGENES
III. LAS CRÓNICAS AUTOBIOGRÁFICAS: LAS MEMORIAS DE LOS REYES
IV. LA FUNCIÓN DE LA NARRATIVA EN LA HISTORIOGRAFÍA MEDIEVAL
PARTE IILA HISTORIOGRAFÍA MEDIEVAL, ESPEJO DE LA HISTORIOGRAFÍA CONTEMPORÁNEA
V. LA INTERPRETACIÓN DE LOS TEXTOS HISTÓRICOS: DEL HISTORICISMO AL POSMODERNISMO
VI. LAS NUEVAS INTERPRETACIONES DE LA HISTORIOGRAFÍA MEDIEVAL
VII. DE LA HISTORIOGRAFÍA MEDIEVAL A LA CONTEMPORÁNEA: EL PROBLEMA DE LA REFERENCIALIDAD
FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA
ÍNDICE ANALÍTICO
INTRODUCCIÓN
Este libro responde a las reflexiones que se me han planteado en los últimos quince años en torno a las cuestiones fundamentales que me han surgido en mis estudios sobre la historiografía medieval. Mi interés por la historiografía medieval se inició tras unas conversaciones mantenidas con la profesora Gabrielle M. Spiegel, hacia el año 2000, tras una visita que la autora de las monografías Romancing the Past y The Past as Text hizo a la Universidad de Navarra, donde actualmente ejerzo como docente. Este interés se fue incrementando a medida que iba aumentando, paralelamente, mi interés por la historiografía contemporánea, fruto del cual publiqué, precisamente también en las Publicacions de la Universitat de València, La escritura de la memoria: de los positivismos a los postmodernismos, que ha tenido una buena acogida también en otros ambientes historiográficos, como lo demuestran sus traducciones al italiano y al portugués.
Este libro es fruto, en buena medida, de la progresiva convergencia que, en mi tarea investigadora y docente, se iba verificando entre los ámbitos de la historiografía medieval y la historiografía contemporánea. El entrelazamiento de estos dos campos –fruto de mi convencimiento de la continuidad del discurso histórico y de la unidad de la condición del historiador como autor– ha surgido de modo natural y se ha visto acrecentado en estos últimos años por las conversaciones que he mantenido sobre estas cuestiones no solo con mis amigos y colegas medievalistas –especialmente José Enrique Ruiz-Domènec, Antoni Furió, Juan Carrasco, Flocel Sabaté, Adam J. Kosto, Teófilo F. Ruiz, Paul Freedman, Álvaro Fernández de Córdova, Alfons Puigarnau, Antoni Riera, Thomas N. Bisson, Patrick Geary, mi hermano Martin Aurell y la mencionada Gabrielle M. Spiegel– sino también con los investigadores relacionados de un modo u otro con la historiografía contemporánea, como Peter Burke, Robert A. Rosenstone, Anthony Adamthwaite, Fernando Sánchez-Marcos, Mart, Pablo Vázquez Gestal, Juan Pablo Domínguez, Felipe Soza, Catalina Balmaceda, Rodrigo Moreno, Natalie Z. Davis, Arsenio Dacosta, Kalle Pihlainen, Martin Jay, Ignacio Olábarri y Alun Munslow, y con la crítica literaria representada por Rocío G. Davis, Rosalía Baena, Stefano Cingolani y Xavier Renedo. En estos últimos años, mi incorporación al Comité Editorial de la revista Rethinking History ha incentivado mi propia búsqueda de nuevos caminos para la historiografía. Asimismo, los ricos debates surgidos en torno al grupo «Religión y Sociedad Civil», del Instituto Cultura y Sociedad (ICS) de la Universidad de Navarra, dirigido por la filósofa política Montserrat Herrero, me han introducido en estos últimos años en el campo de la antropología, tan necesaria en el mundo posmoderno en su continuo diálogo con la historia.
Como se percibe por la estructura de los contenidos, he decidido dividir el libro en dos partes claramente diferenciadas. La primera versa sobre los contenidos y las formas de la historiografía medieval, es decir, sobre lo representado y las formas de representarlo o, dicho también de otro modo, sobre los eventos y los géneros literarios utilizados por los cronistas medievales para recrear esos acontecimientos. Los capítulos analizan, sucesivamente, los géneros genealógico (capítulo 1), autobiográfico (capítulo 3) y cronístico (capítulo 4). Ellos constituyen, desde mi punto de vista, los géneros clásicos de la Edad Media, a los que quizás habría que añadir el de los esquemáticos anales de la época altomedieval. Dedico también un apartado a la figura del «héroe fundador» (capítulo 2), porque me parece uno de los fenómenos historiográficos más representativos y fascinantes de la cronística medieval. He elegido un texto representativo de cada uno de los géneros analizados, habitualmente relacionado con mi propio ámbito de especialización –las Gesta Comitum Barchinonensium para las genealogías, el Llibre dels fets del rey Jaime I de Aragón para las autobiografías y la historia de Bernat Desclot para las crónicas– para relacionarlo con otros textos medievales de la misma naturaleza literaria y plantearme finalmente las cuestiones teóricas que emergen de su análisis, muchas veces relacionadas con los debates que tiene planteados la historiografía contemporánea.
Basándome precisamente en esa inescapable relación entre la historiografía medieval y la contemporánea, la segunda parte del libro está dedicada a la reflexión sobre las interpretaciones y aproximaciones que la historiografía contemporánea ha vertido sobre la historiografía medieval. Mi propósito es poner de manifiesto que la distancia que separa el trabajo de los cronistas medievales de los historiadores actuales –y por tanto los problemas que surgen de su trabajo específico de recuperación y representación del pasado– no es tan amplia como una visión ingenua podría sugerir. Es evidente que la historiografía actual ha experimentado una revolución epistemológica esencial –la revolución historicista decimonónica– que la ha marcado para siempre. Pero también lo es que los problemas teóricos y prácticos con los que se han tenido que enfrentar los historiadores de todos los tiempos siguen ahí: la fiabilidad de las fuentes utilizadas, el criterio de selección del material, las formas de representación, la elección de los géneros, el proceso de escritura, la honesta búsqueda de la veracidad, los criterios de verosimilitud y, sin pretender ser exhaustivo en este recuento, la reacción frente a un relativismo paralizante o a un escepticismo inoperante. Toda esta conexión se ha ido acentuando tras la ruptura posmoderna, muchos de cuyos postulados están más cerca de la historiografía tradicional –aquella que privilegiaba la narración sobre el análisis, y que estaba más emparentada con la literatura que con las ciencias sociales– que de la historicista, analítica y científica que predominó en la historiografía occidental desde mediados del siglo XIX hasta los años setenta del siglo XX.
Todas mis reflexiones en esta segunda parte están gobernadas por mi convicción de que el historiador debe mantener un adecuado equilibrio entre el respeto por la realidad histórica, por un lado, y la conveniencia de ajustar su discurso a las necesidades y demandas de la sociedad que le rodea, por otro. El problema es que cualquier polarización de esa ecuación le llevaría a dejarse llevar por un excesivo preterismo o presentismo, respectivamente: o bien se encerraría en una torre de marfil acorazada en un lenguaje autorreferencial y jergal que terminaría en un callejón sin salida y haría estéril su trabajo, con su acusada tendencia al anticuarianismo; o bien se deslizaría hacia una historia partidista que le convertiría en un esclavo al servicio de la utilidad (política, ideológica o económica) del momento presente y de lo políticamente correcto.
Una interpretación de la historiografía medieval realizada a la luz de las tendencias recientes permite adentrarse en los problemas que la historiografía actual tiene planteados. Y quizás esto no sea tan paradójico como parece a primera vista, pues muchas veces, desde su simplicidad, los cronistas medievales ya se plantearon todos los problemas asociados a la práctica histórica: tuvieron que analizar un pasado ya irrecuperable a la luz de un presente cuyas demandas políticas, sociales e ideológicas los acuciaban. Así, en el capítulo 5 realizo un intento de análisis de la historia de la historiografía contemporánea, desde el historicismo al posmodernismo, basándome en el modo como los historiadores han analizado los textos históricos medievales durante los dos últimos siglos. En el capítulo 6 me refiero a los tres «neomedievalismos» (el nuevo medievalismo, la nueva filología y el nuevo historicismo) que han surgido al amparo precisamente de la interpretación de los textos históricos. Esto me da pie a cuestionar el sentido de lo «nuevo» en la historiografía. Finalmente, en el capítulo 7, que funciona de hecho a modo de epílogo, me planteo el problema de la referencialidad en la historia.
Algunas de las ideas que aparecen en este libro han sido previamente publicadas, de modo disperso y algunas de ellas en otros idiomas, en artículos y monografías en estos últimos años: Authoring the Past. History, Politics and Autobiography in Medieval Catalonia, Chicago, The University of Chicago Press, 2012; Theoretical Perspectives on Historians’ Autobiographies, Londres, Routledge, 2016; «Antiquarianism over Presentism. Reflections on Spanish Medieval Studies», en Karl Fugelso, Vicent Ferré y Alicia C. Montoya (eds.), Studies in MedievalismXXIV: Medievalism on the Margins, Woodbridge, Boydell & Brewer, 2015, pp. 115-137; «The Self-Coronation of Peter the Ceremonious (1336): Historical, Liturgical, and Iconographical Representations», Speculum 89, 2014, pp. 66-95 (junto a Marta Serrano-Coll); «Memoria dinástica y mitos fundadores: la construcción social del pasado en la Edad Media», en Arsenio Dacosta, José Ramón Prieto Lasa y José Ramón Díaz de Durana (eds.), La conciencia de los antepasados. La construcción de la memoria de la nobleza en la Baja Edad Media, Madrid, Marcial Pons, 2014, pp. 303-334; «Le Livre des faits de Jacques Ier d’Aragon (1208-1276): entre la chronique historique et la fiction autobiographique», en Pierre Monnet y Jean-Claude Schmitt (eds.), Autobiographies souveraines, París, Publications de la Sorbone, 2012, pp. 159-178; «Medieval Historiography and Mediation: Bernat Desclot’s Representations of History», en Robert Maxwell (ed.), Representing History, 1000-1300: Art, Music, History, Princeton, Princeton University Press, 2010, pp. 91-108; «Los lenguajes de la historia: entre el análisis y la narración», Memoria y Civilización 15, 2012, pp. 301-317; «La Chronique de Jacques Ier, une fiction autobiographique. Auteur, auctorialité et auctorité au Moyen Âge», Annales. Histoire, Sciencies Sociales 63, 2008, pp. 301-318; «El Nuevo Medievalismo y la interpretación de los textos históricos», Hispania 66, 2006, pp. 809-832; «A Secret Realm: Current Trends in Spanish Medieval Studies», JEGP: A Journal of English and Germanic Philology 105, 2006, pp. 61-86; «From Genealogies to Chronicles. The Power of the Form in Medieval Catalan Historiography», Viator 36, 2005, pp. 235-264. Por este motivo, me ha parecido oportuno ahora reunir todas estas ideas en un solo volumen, poniéndolas además a disposición de la cada vez más amplia audiencia de habla hispana.
Finalmente, deseo mostrar mi más sincero agradecimiento a Vicent Olmos, uno de esos editores que, junto a su gran competencia profesional, cultiva día a día su gran pasión por el conocimiento humanístico, que tantos autores apreciamos extraordinariamente.
PARTE I
LOS CONTENIDOS HISTÓRICOS Y LOS GÉNEROS LITERARIOS
I. LA FUNCIÓN DE LAS GENEALOGÍAS: EL RITMO DINÁSTICO
La mitificación de los orígenes dinásticos es un fenómeno cultural específico de la Europa de los siglos XI y XII, como lo fue la recuperación de los orígenes medievales de la historiografía romántica de la Europa del siglo XIX.1 En este primer capítulo me propongo realizar una aproximación global y teórica sobre la cuestión de la recuperación intencionada del pasado por parte de los linajes europeos a partir del siglo XI. En el Occidente medieval prolifera el uso de determinados géneros literarios e históricos (especialmente las genealogías) y, como consecuencia, en la aparición de la esencial figura del «héroe fundador» de los linajes (sean estos monárquicos, condales o nobiliarios), que será analizada en el siguiente capítulo. Estas narraciones tienen por objeto la fijación de los orígenes de las dinastías y los linajes, por lo que han sido definidas genéricamente como narrativas de orígenes. Estos relatos devienen pronto míticos y/o legendarios, y consiguen fijar unos «orígenes» con un claro componente ahistórico y atemporal, para distinguirlos claramente de unos «comienzos» propiamente históricos, cuyas coordenadas espacio-temporales y circunstancias concretas son bien conocidas y, por tanto, se avienen menos a una eventual mitificación o a procesos de legendarización.
Estos procesos de creación, generación, y recuperación de la memoria dinástica precisan de unos géneros literarios e históricos proporcionados a sus ambiciosos objetivos sociales. Pronto se descubre que las genealogías son el género que mejor se aviene a este propósito memorístico colectivo. En un principio, las genealogías se esparcen por los Países Bajos y Francia durante los siglos XI y XII, experimentando una llamativa eficacia, un enorme prestigio y una prolongada vigencia, como es bien patente en el caso específico de Castilla, donde se mantienen hasta el siglo XVI. Su enorme capacidad mítica las hará incluso hábiles para ser recuperadas, aunque utilizadas de modo diverso, por las narraciones historiográficas decimonónicas realizadas al amparo de los movimientos romántico-nacionalistas, aunque esto es parte ya de otra historia.2
La historiografía reciente ha descubierto la riqueza de las narraciones históricas genealógicas, cuyo contenido no había atraído excesivamente la atención de los historiógrafos positivistas por ser demasiado esquemáticas.3 Hacia el siglo XII, algunas de las familias nobiliarias que reciben el título monárquico (o que aspiran a recibirlo) buscan unos procedimientos proporcionados a su nuevo estatus político, con el objetivo de consolidar su creciente poder. En principio, los dos procedimientos que resultan más eficaces para cumplir estos propósitos son la expansión territorial a través de las conquistas militares y de unas cuidadas estrategias matrimoniales.4 Sin embargo, estos linajes pronto se dan cuenta de que la elaboración de textos históricos es otro de los métodos más eficaces de legitimación de una agresiva política expansiva o de la búsqueda del prestigio social de una determinada dinastía, si bien restringido al mundo cultural, más que (en principio) al político o militar. Las genealogías de los condes suplen entonces con eficacia a los sobrios anales altomedievales.5 La genealogía es asumida por los cronistas medievales como un medio privilegiado para establecer una sucesión ordenada y rigurosa de los hechos, que son los verdaderos fundantes de la estructura de la historia.6 Prolifera así una literatura propiamente histórico-historiográfica, que aprende a convivir con las leyendas épicas, percibidas como ficcionales por sus lectores.7
Ciertamente, la distinción entre los diversos géneros históricos medievales (anales, genealogías, historias y crónicas) es a veces confusa y, hasta cierto punto, arbitraria, porque no hay unas fronteras demasiados nítidas entre ellas –aunque esta porosidad de los géneros literarios es aplicable a todas las épocas–.8 Sin embargo, resulta evidente que la experimentación de unos nuevos tiempos (caracterizados sobre todo por la emergencia de las nuevas monarquías y la consolidación de los antiguos condados) condiciona la creación de unos géneros históricos más acordes con el nuevo contexto político y social. Las nuevas dinastías se lanzan así a la búsqueda de nuevos procedimientos de reactualización del pasado.
Uno de los objetivos prioritarios de las nacientes monarquías medievales es establecer su genealogía, para conectar un pasado remoto legendario con un presente que es preciso legitimar. No es extraño, así, que las genealogías adquieran una enorme carga política en la Edad Media.9 A primera vista, puede pensarse que se trata de una consecuencia de la asentada tradición bíblica de recoger las genealogías de los patriarcas, lo que tiene su culminación en el pórtico del primer evangelio, donde se recoge la genealogía de Jesucristo.10 Pero ahora ya no se trata solo de recoger una tradición testamentaria más o menos asentada, sino de imitar un modelo que se estaba extendiendo cada vez más en la Europa medieval: el de las listas de los reyes.
Para la construcción de las sucesiones dinásticas de los siglos XI y XII, la tipología escripturística se utiliza únicamente como modelo secundario. En este sentido, se aprecia el carácter laico de las nuevas genealogías dinásticas que se imponen a partir del siglo XI. Al tiempo que se introducen definitivamente los valores eclesiásticos en el interior de las grandes casas aristocráticas, la cultura de la corte se laiciza.11 Se trata de una primera secularización del tiempo –el tiempo dinástico– que es un elocuente precedente de la definitiva laicización del tiempo a finales de la Edad Media.12 Los textos históricos legitimadores no necesitan ya remontarse a los tiempos bíblicos: les basta con acceder, de un modo mitológico, a los fundadores heroicos de las dinastías. Los eslabones de la cadena de la sucesión hereditaria son los encargados de marcar los espacios de tiempo, que a su vez son sellados por unos interludios que se reducen más y más en la medida que se acercan al presente. La narración histórica pasa a ser controlada por el ritmo dinástico, que sustituye el rígido tempus cronológico de los Annales y los Calendarii, practicados en siglos anteriores como modos de conocimiento y transmisión históricos.
La emergencia de la literatura genealógica durante este periodo está conectada con la expansión del sentido dinástico y la consolidación de la organización agnática de la familia a partir del siglo X. La literatura genealógica de las monarquías y los grandes condados se verifica en un contexto todavía eclesiástico y monástico, pero con una intencionalidad más política y cortesana que religiosa y espiritual. Se conservan así algunas genealogías como las del conde de Flandes, Arnoldo el Grande, compuesta por Vuitgerius entre el 951 y el 959 y conservada en la abadía de Saint-Bertin; entre el 1050 y 1110, noticias de las genealogías del conde de Flandes, Arnoldo el Joven, redactadas en el monasterio de Saint-Pierre-au-Mont-Blandin; una genealogía de los condes de Vendôme, insertada en el cartulario de Vendôme, y seis genealogías de los condes de Anjou procedentes de Saint-Aubin de Angers; de finales del siglo XI data la primera redacción de la genealogía de los condes de Boulonge y un fragmento de la historia de los condes de Anjou, y entre 1110 y 1130 aparecen dos nuevas genealogías de los condes de Flandes. Hacia 1160 se produce un periodo de especial fecundidad: se revisan las genealogías flamencas y angevinas y los autores de crónicas e historias regionales se muestran mucho más atentos a los datos genealógicos. Por fin, en 1194, Lamberto de Ardres escribe la Histoire des comtes de Gines, considerado un modelo del género genealógico.13
En la Península Ibérica, las circunstancias que envuelven las genealogías de los condes de Barcelona, elaboradas en el siglo XII, son también ilustrativas de estos procesos, y encajan perfectamente en esa cronología. El texto de las Gesta Comitum Barchinonensium debe ser incluido entre los materiales que consolidaron el establecimiento de los principados territoriales nacidos de la disolución del poder real. En 1136, Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, se casa con la hija del rey de Aragón, Ramiro el Monje. Este matrimonio abre por fin a la casa condal catalana la posibilidad de acceder al título de rey. Unos decenios más tarde, en 1162, Alfonso el Casto hereda de su padre Ramon Berenguer IV tanto el condado de Barcelona como el Reino de Aragón. El conde de Barcelona pasa así a ser también rey de Aragón. Pocos años después, hacia 1180, tomaba forma definitiva uno de los textos fundantes de la historiografía catalana medieval: las Gesta Comitum Barchinonensium.
Las gestas de los condes, presentadas de modo genealógico, responden a la necesidad de las nacientes monarquías de establecer una genealogía, real o imaginaria, que les permita conectar con los orígenes legendarios de la dinastía y, en concreto, con sus fundadores.14 En cambio, significativamente, las crónicas caballerescas que se desarrollan en la Europa del siglo XIII (las conocidas «narraciones de cruzadas» francesas y la más próxima en Aragón, el Llibre dels fets del rey Jaime I el Conquistador) responden a otras motivaciones diferentes, fruto del diverso contexto político desde el que se articulan: una vez asegurada la continuidad dinástica, ahora se trata de mostrar la grandeza de un monarca en todo su esplendor, detallando sus conquistas en un estilo heroico y caballeresco. El Llibre dels fets, por ejemplo, no precisa ya el establecimiento de unas genealogías, que habían sido reservadas para la legitimación del poder de los condes de Barcelona pero no tenían demasiado sentido para la consolidación de los reyes de Aragón. El rey ya no tenía ninguna necesidad de asegurar un poder que estaba legalmente fundado en la elección y la consagración. La exaltación de la ascendencia carolingia de los condes de Barcelona había sido muy útil para asegurar las sucesivas herencias, pero en el caso de los monarcas de Aragón no era ya tan necesario probar sus orígenes en un contexto mítico. Esta evolución de los géneros histórico-literarios, de las genealogías de los siglos XI-XII a las crónicas de los siglos XIII-XV, realza lo heterodoxo (y quizás por esto fascinante) del fenómeno de la proliferación de la literatura genealógica de los linajes castellanos en los siglos XIV-XVI.
Porque el contraste entre «genealogías» y «crónicas» no solo existe a nivel del contenido (cosa que resulta evidente al leerlas) sino también en el nivel de la forma: en el tipo de narración, en el estilo y el género literario, en la lengua utilizada y en las formas gramaticales elegidas. Las genealogías analizan la sucesión cronológica de los condes y los monarcas y, solo como consecuencia y de modo sucinto, sus hazañas y conquistas principales; las crónicas se centran desde el primer momento, en cambio, en la narración de los hechos militares más sobresalientes de los condes y reyes a quienes se dedica la narración. El ritmo de la narración en las genealogías es cadencial y previsible; el de las crónicas es dramático y lleno de saltos cronológicos, de reflexiones y de detalles cotidianos. Las primeras utilizan habitualmente el latín; las segundas, las lenguas romances. Las genealogías utilizan un estilo literario sobrio y previsible; las crónicas, por contraste, basan su eficacia en un estilo literario lleno de fuerza y expresividad.
En lo que concierne al género literario, las genealogías están redactadas en la forma seriada condicionada por su opción claramente dinástica, mientras que la prosa de las crónicas suele alcanzar tintes dramáticos y épicos, e incluso, para lograr ese efecto épico, utilizan como fuente los textos rimados anteriores que narraban las gestas de los reyes.15 Respecto a las formas gramaticales utilizadas, la complejidad de las crónicas delata un mayor dominio por parte de su redactor de las técnicas narrativas, lo que indudablemente genera un dinamismo mucho más considerable que la rígida estructura de las genealogías.
Todas estas características del texto están íntimamente relacionadas con los condicionantes y las motivaciones que le llegan de su contexto. Así como algunas genealogías se suelen redactar en el ámbito de los claustros de los monasterios, por encargo directo de reyes y condes (esto evidentemente ya no vale para las genealogías tardomedievales), las crónicas se suelen elaborar ya en el contexto físico e intelectual de las cortes –quizás con la única gran excepción de las Grandes Chroniques de France–. Si durante los siglos XI-XII las nacientes monarquías luchan por su consolidación, a partir del siglo XIII la fuerza de los hechos confirma su prestigio y solidez, lo que les permite lanzarse a una audaz política de expansión política, militar y comercial –cuya narración se aviene mejor con la jugosa prosa cronística que con el esquemático ritmo narrativo genealógico–. Esta evolución tan peculiar «de las genealogías a las crónicas», que afectan tanto al contenido de la forma de los textos como a las circunstancias de su contexto, no es lógicamente un hecho aplicable únicamente a la Edad Media.16
El título que llevan algunas de las genealogías, Gesta, puede llevar a engaño, porque esos textos no suelen consistir en una colección de las gestas de los condes o las cabezas de linaje, sino en una sobria y esquemática compilación de las sucesiones dinásticas, que se inicia con la historia del «héroe fundador» y que culmina con el último vástago del linaje y primer monarca de la dinastía. La elección de la forma genealógica por parte de los linajes para construir su pasado responde a la práctica eterna de la fijación de los orígenes (el libro del Génesis de las Escrituras constituye una de sus primeras manifestaciones), independientemente de si se tienen noticias ciertas o no de esas raíces. El pasado remoto se pierde en la noche de los tiempos, y es más sencillo de reescribir, de ficcionar, de mitificar; la invención del pasado reciente es más compleja. La peculiar estructura formal de la genealogía es la que permite a los linajes más prestigiosos y a las nacientes monarquías crear los nexos necesarios para legitimar el principio hereditario de la sucesión monárquica.17 Uno de los casos más paradigmáticos de este acercamiento de un pasado mítico al presente hegemónico es la pretensión de la monarquía francesa de emparentarse con los reyes carolingios, para enlazar desde allí con los merovingios e incluso con la monarquía troyana, tal como aparece en el preámbulo de la sección dedicada a los Capetos en las Grandes Chroniques.18 Pero para que estas apelaciones a los orígenes tengan eficacia, la figura del héroe fundador cobra una particular importancia.
LA CONEXIÓN DEL PASADO Y EL PRESENTE: LA FUNCIÓN POLÍTICA Y SOCIAL DE LAS GENEALOGÍAS
La función de las genealogías históricas y de la figura del héroe fundador, reseñada en los párrafos anteriores, nos invita a replantearnos algunas cuestiones teóricas. El texto histórico fue utilizado durante la Edad Media como un medio de acercamiento del pasado al presente, para legitimar y dar consistencia a la situación del momento presente.19 La falta de referentes cronológicos fijos en el pasado facilitaban esta proximidad del pasado con el presente. Se ha criticado con frecuencia la falta de rigor cronológico en la historiografía medieval. Pero habría que preguntarse si esta falta de rigor no es más una herramienta política que una laguna metodológica. Buena parte de las dinastías de este periodo buscan reducir al máximo la distancia que les separa con la generación fundante de su linaje, a través del tiempo cadencial pero abstracto de las narraciones genealógicas. La falta de fijación cronológica les permite distorsionar esas distancias temporales, tanto las que se refieren a los interludios generacionales entre los sucesivos herederos consignados como a la distancia entre el fundador de la dinastía y el presente.
En las genealogías se impone de modo natural la proximidad entre el pasado del héroe fundador y el presente del linaje. Este efecto se consigue a través de la continuidad genealógica, que amortigua la sensación de lejanía cronológica. Sin embargo, el crítico contemporáneo percibe una enorme distancia entre los extremos de esa historia, porque lo ve con una mayor perspectiva y una mayor carga científica derivada de los postulados de la crítica moderna. Hay, en efecto, un periodo de larga duración, desde el tiempo en que se narran esas historias, entre los siglos XI y XII, y el tiempo narrado de los orígenes las dinastías, que habitualmente se refiere al siglo IX, pero muchas veces se remontan incluso a la Antigüedad. Con todo, esos textos funcionan con una enorme eficacia, entre otros motivos por la falta de fijación cronológica de la cultura medieval, lo que explicaría su uso análogo en sociedades y culturas tan alejadas cronológica y geográficamente como la antigua India, el moderno Hawai o la contemporánea Norteamérica indígena (algo que por cierto siempre me ha impresionado y fascinado).20
En una sociedad tan tradicional como la medieval, los hábitos que superan el paso del tiempo y consiguen establecerse en el presente adquieren un influjo mucho mayor que las novedades, sean del tipo que sean. Algo que, desde luego, contrasta con un mundo actual donde la novedad tiene una legitimación de por sí, más allá de lo que vaya a perdurar. Los gobernantes medievales, por contraste, basaban buena parte de la legitimación de su poder en la autoridad del pasado. La historiografía cobra así un inesperado interés, independientemente de la mayor o menor cantidad de sus receptores potenciales, porque lo que está asegurado es la recepción de las élites sociales y políticas. La paradoja, y lo que confirma todas estas reflexiones, es que así como el contenido de las genealogías abarca muchas veces siglos (los que transcurren desde la narración de los orígenes del linaje hasta el presente), en cambio las narraciones cronístico-caballerescas que se imponen en los siglos XIII y XIV suelen remontarse, todo lo más, a dos generaciones, cuando no se centran en una única figura –que muchas veces asumen, además, formas biográficas o autobiográficas, con la emergencia de la subjetividad literaria, lo que les restringe a la duración de una vida.21
La evolución «de las genealogías a las crónicas», verificada en buena parte de Europa durante el siglo XIII, confirma que a los nuevos linajes ya no les interesa tanto legitimar la propia institución condal o monárquica como justificar su eventual expansión territorial, militar o política. Este es el fenómeno que se experimentó también en la Francia de finales del siglo XIII, al divulgarse la doctrina técnicamente conocida como el reditus regni ad stirpem Karoli Magni.22 Esta doctrina no fue utilizada por los cronistas franceses tanto por la posibilidad que ofrece de la legitimación de la dinastía reinante como por su eficacia en la confirmación de la expansión política y militar experimentada a partir del reinado de Felipe Augusto, a principios del siglo XIII.23 La aplicación de la doctrina del Reditus a la historiografía francesa tendría así un influjo tanto en el ámbito de las conquistas territoriales como en el de las convicciones intelectuales y las prácticas culturales.
Las aspiraciones expansivas de algunos de los monarcas del siglo XIII como Felipe Augusto y San Luis en Francia, Fernando III en Castilla y Jaime I el Conquistador en Aragón se reflejan sin duda alguna en el modo de diseñar las historiografías nacionales respectivas. En este contexto, el paralelismo entre las Grandes Chroniques francesas, la producción del taller alfonsí castellano y las crónicas catalanas es más que evidente.24 Sin embargo, así como las dos primeras generan un sentimiento muy arraigado de legitimación de toda una dinastía, las terceras ponen un mayor empeño en consolidar la memoria histórica referida a los monarcas singulares. Significativamente, las propias Gesta Comitum Barchinonensium sufren una transformación continua a lo largo del siglo XIII, por las adiciones que se van haciendo en ese texto para narrar las gestas de los monarcas que se van sucediendo en el tiempo presente. De este modo, la propia estructura del texto cambia profundamente, y a finales del siglo XIII es difícil argumentar que se trata del mismo texto que las Gesta originarias, además del hecho (nada desdeñable) de que esas adiciones están hechas ya en lengua romance (catalán) y no en el latín originario.25 La entusiasta recepción de la doctrina Reditus regni ad stirpem Karoli demuestra su estrecha relación con las aspiraciones legitimadoras de la dinastía capeta. Las aspiraciones de esta dinastía de establecer sus nexos directos con la dinastía carolingia es un fenómeno político de primer orden, que tiene un enorme influjo en la consolidación de unas prácticas de gobierno acordes con esa filiación.26
Las nuevas crónicas caballerescas basan su eficacia en la narración continuada y casi exclusiva de las gestas de sus monarcas, o de los caballeros cruzados. Por contraste, las genealogías habían basado su eficacia en la fuerza de la sucesión genealógica más que en la narración de las gestas de los condes. De este modo, se da la paradoja de que el texto de las Gesta no se centra prioritariamente en las gestas de sus protagonistas, sino en su propia existencia –la apelación a la vieja distinción romana entre unas gestas basadas en la potestas y unas crónicas que enfatizan sobre todo la autoritas de los reyes se impone por sí misma–.27 La coincidencia de los términos (Gesta en el título y gestas narradas) es simplemente formal, porque el contenido del texto desmiente esa identificación del continente semántico. Esto queda claro desde el momento en que el compilador de las Gesta barcelonesas, por ejemplo, expone la finalidad del texto («Este libro cuenta la verdad de los hechos del primer conde de Barcelona, y de todos los que le sucedieron») ya que, salvo la caballeresca historia de Guifré, el texto se centra simplemente en una enumeración de los condes, los territorios heredados y los matrimonios que aseguran la sucesión patrimonial.28
Las crónicas francesas vernaculares del siglo XIII (las Chroniques des Rois de France, del Anónimo de Béthune, escrita entre 1220 y 1223, y otra anónima Chronique des Rois de France, así como las bien conocidas Grandes Chroniques de France) mantienen un contexto de legitimación política, que convive con la emergencia de las autobiográficas «crónicas de cruzadas».29 Los Capetos habían manipulado su historia a través de la fabricación historiográfica del reditus carolingio, que al mismo tiempo era una respuesta al mito de la translatio imperii germánico. La monarquía francesa estaba urgida para aclarar la legitimidad de sus conquistas en Normandía, que habían pertenecido al rey de Inglaterra.30 Con la «carolingización» de los Capetos no solo se legitimaba su expansión territorial sino también su hegemonía respecto a las demás monarquías europeas, especialmente los Plantagenet ingleses y los vecinos emperadores germánicos. La culminación de este proceso de principios del siglo XIII tiene lugar en el magno escenario de Bouvines, donde convergen tantas líneas maestras de la política europea del momento, así como las dos grandes tradiciones historiográficas del momento: la esquemática-genealógica y la discursiva-cronística.31
Lo que parece evidente es que, ya a finales del siglo XIII, los cánones de la prosa cronística oficial cancilleresca se imponen a los rígidos moldes de la historiografía genealógica elaborada desde los claustros. El proceso de prosificación de los textos históricos es paralelo, por lo demás, al fenómeno de prosificación de los textos literarios originariamente compuestos en verso, típico de las literaturas románicas de principios del siglo XIII, así como a su vernacularización.32 Estos cambios aparentemente formales reflejan unas realidades sociales y políticas en mutación.
Estas consideraciones confirman que los cambios formales de la escritura histórica representan algo más que un cambio de estilo, lo cual se puede aplicar a la evolución general de la historiografía.33 El texto histórico es fruto del contexto histórico, pero al mismo tiempo incide en él. Algunos han llegado a definir este proceso como la lógica social de la prosa.34 La consolidación de la prosa caballeresca vernácula en la Europa del siglo XIII representa mucho más que un simple fenómeno literario. Analizados los textos desde una dimensión historiográfica, se descubre el mundo social desde el que fueron articulados y se ilumina toda su dimensión social. Se experimenta así una interconexión específica entre el texto y el contexto, que relaciona la realidad lingüística con las estructuras sociales.
Por esto, siempre he defendido que la interpretación de los textos histórico-medievales es fruto no solo de su consideración como un «artefacto literario» o como las «narraciones históricas» que más evidentemente son, sino también como una fuente privilegiada de convergencia entre el texto y el contexto, entre el contenido y la forma. Se descubre así una función pasiva y una función activa de los textos históricos, según estos sean considerados como espejos o como generadores de realidades sociales.35 En este sentido, son muy significativas las estrechas relaciones que se producen entre las diversas tradiciones nacionales de la historiografía medieval. En este capítulo me he centrado en las conexiones entre las historiografías francesas, flamencas, castellanas y catalano-aragonesas, cuyos influjos mutuos son evidentes, tanto en la fase de las genealogías en la segunda mitad del siglo XII, como en las crónicas del siglo XIII. La envergadura de las aspiraciones políticas de la monarquía francesa parece darles una prioridad, aunque la enorme vitalidad cultural del mundo flamenco explica también el influjo de sus textos históricos. Al mismo tiempo, la originalidad de la historiografía medieval peninsular es llamativa, pero parece que no es tan capaz de generar nuevos modelos originarios como otras tradiciones, lo que explicaría la vigencia anacrónica de las genealogías en la Castilla durante los siglos XIV-XVI, pero también el enorme interés del análisis sistemático de esta «anomalía» (¿o quizás no?) histórica e historiográfica.
LA FUNCIÓN DE LAS GENEALOGÍAS: MITIFICANDO EL PASADO PARA CONSOLIDAR EL PRESENTE
Otro de los grandes temas que interesan más a los nuevos historiógrafos es la relación que se establece naturalmente, en el seno de los textos históricos, entre el presente y el pasado. No se trata de una simple relación cronológica dialéctica, que encorseta excesivamente el texto en su contexto. La historiografía codifica una realidad pasada para fusionarla con el presente. Las crónicas medievales utilizan toda la potencia del poder mitificador del pasado. Una de las motivaciones más comunes de la historiografía medieval es la de reducir el espacio entre un pasado legendario y un presente frágil, seco, sobrio, incapaz de generar mitos ni de consolidar tradiciones. Este procedimiento permite a los Capetos conectar sus orígenes legendarios con la monarquía troyana a través de las Grandes Chroniques36 o a los reyes castellanos enlazar con la monarquía visigótica, lo que legitima su agresiva política expansiva por la Península Ibérica.37 Cuanto más se aleja el cronista temporalmente, más capaz se ve de manipular los hechos, porque cuenta no solo con el desconocimiento que se presupone de un pasado remoto sino también con su notable capacidad mitificante.
Esto explica la potencialidad y la eficacia de las genealogías históricas. Este nuevo género histórico se divulga en Europa durante la segunda mitad del siglo XII como un instrumento privilegiado para consolidar el poder monárquico, basado en la transmisión dinástica y hereditaria. La creación de una tradición histórica requiere la demostración de una continuidad social y política. Así se recoge, por ejemplo, en la introducción de las Grandes Chroniques francesas, donde se justifica la construcción de esta gran obra histórica por las dudas suscitadas por algunos sobre la veracidad de la genealogía de los reyes de Francia, de sus orígenes y de la procedencia de su linaje.38 Los condes de Barcelona encargan también su genealogía, cuando devienen reyes de Aragón, para codificar su nexo genealógico con los orígenes de la dinastía. Se conecta así con el fundador de la dinastía, Guifré el Pelós, mitificando su figura, magnificando su influjo político y social y legitimando su conexión con los reyes franceses, en contraposición de visigóticos e islámicos.39 La enorme eficacia de estos textos queda así reflejada en las Gesta Comitum Barchinonensium, que se utilizó como referente histórico fundamental (un verdadero «canon») para el estudio de la Edad Media en Cataluña hasta bien entrado el siglo XIX.40
La construcción de las genealogías es uno de los métodos más eficaces de unir pasado y presente, o al menos de contribuir a reducir al máximo sus distancias. Son una evidencia de la continuidad histórica, transmitida de generación en generación. Si las genealogías no existen o se han perdido, es preciso crearlas de nuevo. De ahí surgen, en muchas ocasiones, los personajes legendarios fundadores de las dinastías, como el caso de Don Pelayo para Castilla o de Guifré para Cataluña. Las genealogías representan, por otra parte, un nuevo modo de concebir el tiempo, que pasa a ser dominado por la dimensión dinástica, sustituyendo a los viejos Annales o a los Calendarios.41 Al mismo tiempo, las genealogías de los siglos XII y XIII constituyen probablemente la primera secularización del tiempo en un contexto cortesano, porque las crónicas ya no necesitan remontarse a los tiempos bíblicos sino simplemente al fundador de la dinastía. La segunda y definitiva secularización del tiempo se produciría en los siglos XIV y XV, en un contexto ya urbano, al estallar la dicotomía entre un «tiempo mercantil» y un «tiempo eclesiástico», siguiendo la distinción hecha célebre por Jacques Le Goff.42 A través de las genealogías el tiempo se humaniza, lo que lo hace más historiable.
DE LAS GENEALOGÍAS A LAS CRÓNICAS: TRANSFORMACIONES LITERARIAS Y MUTACIONES SOCIALES
Sin embargo, a mediados del siglo XIII las genealogías parecen haber perdido vigor. Habían sido muy eficaces para legitimar la existencia de las nacientes dinastías, pero eran insuficientes para fundamentar ideológicamente las políticas expansivas que todas ellas estaban llevando a cabo. La recuperación de la doctrina conocida como reditus regni ad stirpem Karoli Magni y su inclusión en el ciclo de las Grandes Chroniques francesas es bien ilustrativa al respecto. Todo ello se produce, sintomáticamente, durante el expansivo reinado de Felipe Augusto, a principios del siglo XIII.43 Pocos decenios más tarde, Jaime I el Conquistador construye su gran epopeya, una crónica que narra paso a paso, de modo grandilocuente, las heroicas campañas militares de la expansión catalano-aragonesa frente a los musulmanes, sin detenerse excesivamente a considerar su genealogía y sin necesidad de remitirse al pasado remoto del fundador de la dinastía.44
Lo que muestran todas estas mutaciones de la historiografía durante el siglo XIII es que las transformaciones literarias en los textos históricos están estrechamente relacionadas con los cambios sociales.45 La textualización del pasado tiene una mayor eficacia en el momento en que las monarquías europeas están llevando a cabo una política expansiva agresiva. Es el caso de los Plantagenet en Inglaterra, los Capetos en Francia, los reyes de Aragón y la monarquía castellana. En este contexto, la vernacularización y la prosificación del texto histórico forman parte de la estrategia llevada a cabo por estas dinastías, encaminada a divulgar la historia y las gestas del pasado para consolidar y justificar las acciones emprendidas en el presente. La redacción de las monumentales Grandes Chroniques de Francia y la construcción del ciclo de las llamadas posteriormente Quatre Grans Cròniques de Cataluña son dos de las manifestaciones más sintomáticas de esta nueva orientación política de la historiografía medieval. El poder del texto histórico es tan grande en este momento que algunos monarcas llegaron a firmar personalmente sus crónicas, como en el caso de Jaime I el Conquistador de Aragón. Aunque todavía no se ha podido demostrar hasta qué punto fue su autor material o simplemente dictó unas ideas que fueron materializadas finalmente por los escribanos de la corte (probablemente más lo segundo que lo primero), aquí el dato importante es la forma autobiográfica que adquirió finalmente el Llibre dels Fets, la crónica del rey.
El texto histórico deviene, sobre todo a partir del siglo XII, un instrumento privilegiado para la consolidación de la cultura aristocrática y monárquica, aunque ambas utilizan procedimientos historiográficos muy diferentes. Junto a la vernacularización del texto histórico, se produce una elocuente prosificación. La emergencia de la prosa en sustitución del verso, de la lengua vernacular en lugar del latín, de la historia en lugar de la ficción, incrementa la credibilidad de la ideología aristocrática y monárquica. La prosa da una sensación de realismo mayor que el verso, que había sido utilizado hasta entonces para las narraciones épicas y de ficción. La lengua vernácula, cada vez más extendida, otorga a la narración histórica una flexibilidad mucho mayor que el latín. Tal como lo sintetiza Gabrielle Spiegel:
apropiándose de la inherente autoridad de los textos latinos y adaptando la prosa para la historización del lenguaje literario, la historiografía vernacular emerge como una literatura del hecho, integrando a un nivel literario la experiencia histórica y construyendo un lenguaje expresivo y narrativo, propio de la aristocracia.46
1 Este capítulo está basado, en parte, en mi artículo «From Genealogies to Chronicles. The Power of the Form in Medieval Catalan Historiography», Viator 36, 2005, pp. 235-264.
2 Las relecturas históricas románticas de la época medieval histórica, muy típicas de la España liberal, han sido analizadas por José Álvarez Junco: Mater Dolorosa: la idea de España en el sigloXIX, Madrid, Taurus, 2011; Benoit Pellistrandi: Un discours national? La Real Academia de la Historia: entre science et politique (1847-1897), Madrid, Casa de Velázquez, 2004; Stéphane Michonneau: Barcelona: memòria i identitat: monuments, commemoracions i mites, Vic, Eumo, 2002. En una cronología más extensa, ver el documentado estudio de Martín F. Ríos Saloma: La Reconquista, una construcción historiográfica (siglosXVI-XIX), Madrid, Marcial Pons, 2011.
3 Dos artículos, publicados en los años setenta, tuvieron mucha trascendencia en esta dirección. Uno de Georges Duby: «Remarques sur la littérature généalogique en France aux XIe et XIIe siècles», Hommes et structures du Moyen Age, París, Mouton, 1973, cap. 16. El otro de Gabrielle M. Spiegel: «Genealogy: Form and Function in Medieval Historical Narrative», History and Theory 22, 1975, pp. 314-325.
4 Un estudio que analiza integradamente todos estos factores, para el caso de los condes de Barcelona y reyes de Aragón, es el de Martin Aurell: Les noces du Comte. Mariage et pouvoir en Catalogne, París, Editions La Sorbonne, 1995.
5 Los Annales