La isla de los pájaros extintos y otros relatos futuristas - Laura H. Zúñiga - E-Book

La isla de los pájaros extintos y otros relatos futuristas E-Book

Laura H. Zúñiga

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Beschreibung

La concepción de la realidad en términos distópicos es el núcleo que comparten las ficciones incluidas en este volumen. Sin embargo, las distintas maneras de los autores de materializar el impulso hacia la búsqueda de alternativas, hacia el progreso en otras direcciones, laten como una fuerza centrífuga en el desarrollo de las tramas. Los relatos que aquí se presentan ponen de manifiesto conflictos que no solo se identifican en el país, sino también más allá de sus latitudes, y revelan la necesidad de un replanteamiento del modelo económico, político y ecológico para un futuro a mediano plazo. Por último, esta antología es novedosa en el hecho de que hay una mayor presencia de escritoras entre sus colaboradores. Brindemos porque la paridad en la representación de hombres y mujeres en las futuras compilaciones de la ciencia ficción en general se convierta también en un hábito. María José Gutiérrez Yale University

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Inicio

Iván Molina (compilador)

La isla de los pájaros extintos y otros relatos futuristas

Prólogo

El hábito de la ciencia ficción

En The Seven Beauties of Science Fiction, Itsvan Csicsery-Ronay sostiene que la ciencia ficción es un hábito mental. Esta antología de relatos muestra el compromiso continuado de Iván Molina Jiménez con la ciencia ficción como escritor, editor e investigador, y su esfuerzo por robustecer la presencia y la aportación de Costa Rica a esa modalidad en América Latina. Es así como se va configurando un espacio para el país en las cartografías de la ciencia ficción global. Estos relatos son también el resultado del hábito, tanto de Molina como del resto de los colaboradores en este volumen, de pensar y de dar visibilidad a las complejidades de la sociedad costarricense desde un prisma, el de la ciencia ficción, que las represente como extrañas dentro de su misma realidad y que promueva, por tanto, el cuestionamiento.

Muchos de estos relatos toman como punto de partida el actual contexto de pandemia, y se interrogan sobre asuntos sociales, políticos y ecológicos dentro de las fronteras del país, en un futuro a mediano y largo plazo. Sus tramas giran en torno a cuestiones como estas: después de la pandemia, ¿qué va a suceder?; ¿qué es lo que ha cambiado?; ¿cómo ha respondido la política a los retos del presente? Estas narraciones también trascienden lo local para ubicar al país dentro de las problemáticas regionales y de las dinámicas globales, y especular sobre el papel de Costa Rica en ámbitos como el desarrollo tecnológico en el escenario internacional. ¿Cómo se imbrica una realidad tan proteica y, a la vez, tan cambiante con las otras realidades que la circundan? Esta es también una pregunta que subyace en algunas de las ficciones que aquí se ofrecen, y que tienen diversas formas de conjurar la globalización y de representar las maneras en que los procesos que esta entraña influyen en la marcha del país.

La concepción de la realidad en términos distópicos es el núcleo que comparten las ficciones incluidas en este volumen. Sin embargo, la distinta manera de los autores de materializar el impulso hacia la búsqueda de alternativas, hacia el progreso en otras direcciones, late como una fuerza centrífuga en el desarrollo de las tramas. Así, en “Prometea” Laura H. Zúñiga plantea una ecodistopía posapocalíptica en la que un grupo elegido de personas debe refundar la civilización en otro planeta. La protagonista, una poeta, descubre que el arte no es el reducto de salvación de la humanidad, sino su némesis.

“El décimo libro de la historia” sirve a Rafael Ángel Herra para realizar una prospección histórica y articular un testimonio que registra los eventos que marcaron la vida en la Tierra en las últimas décadas. La escritura se convierte en un espacio para la memoria y también para la resistencia. Por su parte, Laura Quijano Vincenzi presenta en “Aire” una sociedad poblada de enfermos y sometida a una continua vigilancia. La autora crea una narración trepidante en la que cuestiona el discurso oficial sobre la pandemia y explora otras formas de vida para los individuos. La hipervigilancia de las personas es también uno de los principales aspectos que marcarán la sociedad del futuro, según la imagina David Díaz Arias en “Mi camino hacia ti”. Mediante el empleo del humor y la ironía, se narra una experiencia en la que se hiperbolizan y cuestionan las medidas que regulan las relaciones sociales en los espacios públicos, especialmente, cuando estas involucran la sexualidad.

En “Los Comuneros”, Anacristina Rossi revisita el tema de la extinción de las especies y se sitúa en el presente inmediato, desde el que concibe una ecodistopía y avanza a un futuro a largo plazo para develar los intereses del neocapitalismo y hacernos reflexionar sobre la necesidad de adoptar otras formas de vida más sostenibles con el planeta. Su ficción hace ver cómo el bienestar social depende del bienestar medioambiental. “Biofilia” de Ximena Miranda Garnier continúa también con el tema de la extinción de las especies en el mundo. La única esperanza para salvarlas es inducir la biofilia mediante el empleo de drogas naturales. Al igual que otras autoras de esta colección, Miranda Garnier explora formas de concienciar sobre la necesidad del respeto al medioambiente.

La colección se cierra con el aporte de Molina, cuya narración “La isla de los pájaros extintos” recoge buena parte de los temas que exponen sus compañeros de antología y añade uno más: la corrupción y las intrigas políticas como obstáculos al desarrollo de proyectos de preservación medioambiental.

Los relatos que aquí se presentan ponen de manifiesto conflictos que no solo se identifican en el país, sino también más allá de sus latitudes, y revelan la necesidad de un replanteamiento del modelo económico, político y ecológico para un futuro a mediano plazo. Estos textos están firmados por personas de diversas edades que, asimismo, representan una variedad de generaciones.

Los orígenes de la ciencia ficción en Costa Rica se remontan al siglo XIX, aunque su contribución a la modalidad no es tan prolífica en cantidad como la de otros países de Latinoamérica, sí que es igualable en calidad. Urge, por tanto, que la ciencia ficción costarricense tenga un capítulo propio en las historias que se están elaborando al respecto.

Por último, esta antología es novedosa en el hecho de que hay una mayor presencia de escritoras entre sus colaboradores. Brindemos porque la paridad en la representación de hombres y mujeres en las futuras compilaciones de la ciencia ficción en general se convierta también en un hábito.

María José GutiérrezYale University

Prometea

Laura H. Zúñiga

La mente ahora se puede guardar en memorias digitales. Es irresistible pensar en aquellas épocas en las que todavía había asomos de coherencia; ya la hemos perdido.

No tengo ni siquiera mis propias venas, la sangre se me espesó y parece escaparse de mi cuerpo, porque lo llenaron de cables y no me cabe ni uno más, ni una sola pieza biomecánica diferente. He llegado al límite de la reconstrucción de mi corporeidad.

Recuerdo el tiempo cuando viví; fue hace casi treinta años atrás y la vida era distinta. De esos tiempos hay historias que quiero desaparecer, pero ya no puedo… Me deshice de las imágenes que observé desde los cielos y cómo se veían los mares llenos de cardúmenes de plástico, las aguas cristalinas se empezaron a llenar de colores varios: verdes, amarillos, blancos.

Para entonces solo era el inicio, un eslabón supuestamente imperceptible ante nuestros ojos; sin embargo, lo que no queríamos era reconocer el daño.

Estábamos rotos por dentro y por fuera, le hicimos lo mismo a la madre proveedora de nuestro sustento y lloraba, pero lo que forjamos era irreversible. Las décadas se fueron secando junto con la tierra, las nubes eran el vapor insondable del desierto, las plantas pasaron a ser momias y ya no hubo más cosecha, solo las esperanzas.

La sobrevivencia disminuyó por el ritmo acelerado de los tiempos últimos. Entonces como un mito antiguo, la humanidad abrió la caja de Pandora y las calamidades expulsaron sus haces del fuego quemante de la desesperación, el hambre, la destrucción, las guerras, las pandemias, la escasez. Los caballos apocalípticos trotando entre los anocheceres de tantas gentes.

A las catástrofes se le sumó el calor, la lluvia, la merma de niños que pasaron a ser existencias insólitas en peligro de extinción. Una vez alcé un pequeño, frágil humano, con la piel pegada a sus huesos largos. Sus dientes se escapaban de los labios sedientos, ese día, más que ningún otro, me di por enterada de que la alegoría de la muerte nos dictaba el rumbo último de la especie.

Durante mucho tiempo por las noches seguí recordando el rostro lánguido del niño, supe que murió de hambre y de sed… entonces pensé que “el agua ya no era para todos como el aire”. Solo algunos pocos la tenían y pasamos de las guerras petroleras a las disputas mortales por las nacientes acuíferas.

Los rumores del apocalipsis no se hicieron esperar. La última pandemia disminuyó en un casi cincuenta por ciento la población mundial y las vacunas no podían ya producirse con tal rapidez, menos en países pequeños como el nuestro (cuyo territorio era cada vez más chico, pues el efecto invernadero nos estaba asediando con la ironía insaciable del agua que nos dejaba su paso sobre los puertos).

Como la luna, el país menguó de a poco, sin que lo notáramos, los centímetros pasaron a metros y cuando alcanzó el kilómetro, nos preocupamos por los que vivían en las costas, a quienes no les quedó otra opción más que volverse a lo que cada ser humano siempre fue: migrante.

Así que cuando cada espacio, animal, planta y gota de agua desapareció y nuestro espíritu paupérrimo tuvo miedo, incluso hasta de nuestro propio contacto mortífero, la propuesta llegó: nos marcharíamos a otros galácticos refugios, pero no todos podríamos hacerlo, solo algunos ocuparíamos un lugar extraterrestre. Nos escogieron por habilidades y destrezas, es decir, aquello que podíamos ofrecer a la nueva humanidad. A mí me tocó el papel de escritora (otra especie en peligro de extinción).

Me alegró recibir la llamada, mi postulación cumplía con los requisitos: joven, productiva, escritora, sin pareja, fértil. No estaría dispuesta en la Tierra a tener hijos; no obstante, la ley de supervivencia me alejó de mis paradigmas y prejuicios, así que tenía mi objetivo claro: vivir.

Antes de nuestro magno viaje, la próxima gran migración o éxodo, el Moisés libertador del pueblo elegido mandó a colocarnos intramuscularmente un microchip que nos mantendría en contacto y con toda nuestra información al alcance de nuestra pupila; por supuesto, El Protector también lo sabría en tiempo real.

Y la gran arca estuvo preparada para emprender la guerra no contra Troya, sino contra nosotros mismos.

No hubo caballo de madera, sino una gran nave. De cada país en el mundo se eligieron a algunos pocos para rememorar el viaje de Noé. Llevábamos semillas, animales, medicamentos y cuanta necesidad humana existiera. Entramos en algo parecido a ataúdes para una futura resurrección en otra tumba. Veríamos la luz desde otro domicilio lejísimo de nuestro planeta.

Para viajar adecuadamente el sueño llegó a nosotros como un gran dios que inspiró en cada uno el soplo de la muerte artificial. Viajamos durante un largo tiempo hacia una de las lunas habitables, con la idea de que saldríamos de nuevo adelante, con mejores recursos, más conscientes, pues habíamos firmado un contrato de restricción para el uso del hábitat sin despilfarrar.

Empezamos así: debíamos usar trajes especiales, principalmente para el oxígeno, y no pasó mucho tiempo antes de que los seres humanos de las instauradas colonias se acostumbraran a las condiciones del espacio. Fuimos moldeables, sin complicaciones para la adaptación rápida.

Cada uno de los habitantes iniciamos con las obligaciones correspondientes, la mía era escribir. Por eso, temprano, me iba a relatar y poematizar (qué nueva palabra para un emergente mundo) a un espacio destinado para todos los artistas, músicos, pintores, bailarines, escultores… Éramos necesarios porque el arte era la máxima expresión de que éramos humanos reales todavía.

Por lo profesional nos fuimos conociendo. No podíamos tener contacto, las últimas pandemias nos enseñaron que era mejor olvidar que el tacto existía. Por lo que las conexiones neurológicas administradas por medio de los microchips eran más seguras para sentir a los otros. A todo nos acostumbramos.

Éramos diez mentirosos de diferentes países de la Tierra; nosotros narrábamos, escribíamos poesía, ensayos, crónicas, microrrelatos, prosemas, entre otros géneros.

Lo mío, sin duda, seguía siendo la poesía. Una poeta de un pequeño e inundado país que creía en la posibilidad de trascender la historia de la humanidad mediante el lenguaje más sublime: la metáfora.

Mi cuerpo era poema, antes de hoy creía haber sentido las hipérboles en mi sexo, el hipérbaton en mi mente, los símiles rodeando mi mundo antiguo de pobreza. Mas aquí era un ser cambiado, la renovación estaba dentro de mí, era importante, me habían escogido de entre muchos para habitar y descubrir los sentimientos que perdimos allá.

Al volver en las noches, al apartamento blanco tiza, dispuesto igual que los otros en la colonia, miraba las lunas colgadas del cielo, ahora más nuboso, más denso. Lloraba y no voy a negar que muchas veces, incluso, me arrepentí de mi llegada; sin embargo, el arte me sobrepasaba, el destino me eligió para tal tarea.

Después de habituarme a las costumbres de la colonia, empecé a soñar. Lo llamo la temporada de las pesadillas. Eran sueños extraños en los que moría, revivía, me modificaban el cuerpo. Una Frida en el 2071 traspasada por partes mecánicas.

Los trasplantes de partes biomecánicas, a pesar de ser una práctica habitual, en mí eran diferentes, pues cada modificación dentro de mis sueños era consciente, en carne viva.

Cortaban mi piel, me abrían en trozos rojos y rosáceos decenas de heridas. Me supuraba el pecho de agua y sangre, todo en plena consciencia, con el dolor presente, aunque hubiésemos olvidado qué era el tacto.

Los sueños se volvieron recurrentes y mis poemas, casi una peste, me recorrían el cuerpo, me ardían en el vientre. Una maldición que moraba como en los antiquísimos tiempos: Edipo sin descifrar el acertijo y yo queriéndome arrancar los ojos para no leer mis propias letras.

Esas horas de trabajo creativo arduo, viendo la pantalla holográfica frente a mi ojo, se hacían cada vez más fastidiosas. Distraída y abierta solo a mis pensamientos. De vez en cuando algún otro artista me miraba de reojo y le germinaba una tibia ojeada de compasión, pero rápido se esfumaba en el aire, como un sentimiento tan primitivo igual que los poemas de Pizarnik.

Escribía desde mi mente. Uno y otro verso repleto de misterios y sangre. Ni Nostradamus ni Hopkins pronosticaron que nos haríamos tan fríos, parecidos a los viejos glaciares. La naturaleza humana ya estaba atrofiada desde hacía mucho tiempo atrás.

Un zumbido intenso martilló mi cabeza. El holograma fallaba y se convertía en una distorsión de mis fragmentos. Me apretaba las sienes y yo gemía llena de dolor. Nadie se movió, se quedaron simplemente silenciosos viendo cómo me punzaba la cabeza, cómo me explotaban los oídos con ese ruido que me invadió de repente.

—¡Maldición! –grité.

Descubrí en mi improperio algo. Como un gran panóptico apareció en mi mente un ser de aire, humo, de sombras, no lo distinguí bien. Su voz era parte de mi conciencia y el microchip me quemó por dentro. El zumbido desapareció.

El coordinador entró al salón y me pidió retirarme.

—No hice nada más que vociferar una insulsa maldición –le dije molesta.

—Tomate un descanso, mañana será otro día –contestó seriamente.