La isla del tio Robinson - Julio Verne - E-Book

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Julio Verne

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La inagotable imaginación de Julio Verne lo lleva, una vez mas, a trazar la extraordinaria aventura de siete desvalidos naufragos en una isla salvaje, aparentemente deshabitada y llena de acosos y peligros.

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La Isla del Tío Robinson

 

Julio Verne

 

CAPITULO 1

La porción más desértica del océano Pacífico es esa vasta extensión de agua, limitada por Asia y América al oeste, al este por las islas Aleutianas y las Sandwich al norte y al sur. Los barcos mercantes casi no se aventuran en este mar. No hay al parecer ningún punto en el que pudiera hacerse una escala de emergencia y las corrientes son allí caprichosas. Los buques de navegación de altura, que transportan productos desde Nueva Holanda[1] hasta América Occidental, navegan en latitudes más bajas; sólo el tráfico entre Japón y California podría animar esta parte septentrional del Pacífico pero todavía no es muy importante. La línea transatlántica que hace el servicio entre Yokohama y San Francisco sigue un poco más abajo la ruta de los grandes círculos del globo. Se puede decir en consecuencia que allí, entre los cuarenta y los cincuenta grados de latitud norte, existe lo que se puede llamar "el desierto". Quizás algún ballenero se arriesga alguna vez en este mar casi desconocido pero cuando lo hace pronto se apresura a sortear la cintura de las islas Aleutianas a fin de penetrar en el estrecho de Bering, más allá del cual se refugian los grandes cetáceos, encarnizadamente perseguidos por el arpón de los pescadores.

En este mar tan extenso como Europa ¿hay todavía islas desconocidas? ¿La Micronesia[2] se extiende hasta esta latitud? No podríamos negarlo ni afirmarlo. Una isla en el medio de esta vasta superficie líquida es poca cosa. Ese punto casi imperceptible bien pudo escapárseles a los exploradores que recorrieron esas aguas. ¿Podría ser, incluso, que alguna tierra se hubiera sustraído hasta ahora al registro de los investigadores? Se sabe, en efecto, que en esta parte del globo dos fenómenos naturales provocan la aparición de nuevas islas: por una parte, la acción plutónica que puede elevar súbitamente una tierra por encima de las aguas. Por la otra, el trabajo permanente de los infusorios[3] que crea poco a poco bancos coralígenos, los cuales, en unos cientos de miles de años pueden llegar a formar un sexto continente en esta parte del Pacífico.

El 25 de marzo de 1861, sin embargo, esta porción del Pacífico que acaba de ser descrita, no estaba absolutamente desierta. Una embarcación flotaba en su superficie. No era ni el vapor de una línea transoceánica, ni un buque de guerra que fuera a supervisar las pesquerías del norte, ni un barco de comercio, que traficara productos de las Molucas o de las Filipinas y al que un golpe de viento hubiera arrojado fuera de su ruta, ni tampoco un barco de pesca, ni siquiera tampoco una chalupa. Era un frágil bote de vela, con una simple mesana que trataba de ganarle al viento para llegar una tierra distante a nueve o diez millas. Barloventeaba, tratando de elevarse lo más que podía contra la brisa contraria y, por desgracia, la marea creciente, siempre débil en el Pacífico, no ayudaba lo suficiente a ejecutar la maniobra.

El tiempo, por otro lado, era bueno, pero un poco frío. Ligeras nubes se dispersaban en el cielo. El sol alumbraba aquí y allá la pequeña cresta espumosa de las olas. Un oleaje alto balanceaba el bote, aunque sin sacudidas demasiado fuertes. La vela tendida horizontal a fin de ganar mejor el viento, inclinaba por momentos la ligera embarcación, al punto de que el agua le llegaba al ras del borde. Pero enseguida se erguía y se lanzaba con el viento, acercándose a la costa.

Si se mira bien, un marino habría reconocido que este bote era de construcción americana y de pino del Canadá; por otro lado, sobre el espejo de popa habría podido leer estas dos palabras: Vankouver-Montreal, que indicaban su nacionalidad.

El bote llevaba a seis personas. En el timón se mantenía un hombre de unos treinta y cinco a cuarenta años, ciertamente muy habituado al mar, que dirigía su embarcación con una seguridad de mano incomparable. Era un individuo vigorosamente constituido, ancho de hombros, con buenos músculos, en la plenitud de sus fuerzas. Tenía la mirada franca, la fisonomía abierta. Su rostro denotaba una gran bondad. Por su vestimenta rústica, sus manos encallecidas, por algo de inculto impreso en toda su persona, por el silbido continuo que se escapaba de sus labios, era fácil advertir que no pertenecía a la clase elevada. Marino, no podía negársele que lo fuera, por la manera con que dirigía su embarcación, pero no era un oficial sino un simple marinero. En cuanto a su origen, era más fácil de determinar. No era ciertamente un anglosajón. No tenía ni los rasgos duramente dibujados ni la rigidez de movimiento de los hombres de esa raza. Se observaba en él cierta gracia natural y no ese desparpajo un poco grosero que denota al yankee de la Nueva Inglaterra. Si este hombre no era un canadiense, un descendiente de esos intrépidos pioneros en quienes todavía se descubre la impronta gala, debía ser un francés sin duda un poco norteamericanizado, pero a fin de cuentas un francés, uno de esos mocetones avisados, audaces, buenos, serviciales, listos para cualquier osadía, que no se apuran por nada, naturalezas confiadas, insensibles al miedo, como suelen encontrarse a menudo en la tierra de Francia.

Este marino estaba sentado en la parte trasera del bote. Su ojo no se apartaba ni del mar ni de la vela. Vigilaba uno y la otra: la vela cuando algún pliegue indicaba que tomaba demasiado viento, el mar cuando había que modificar ligeramente la marcha de la embarcación para evitar una ola.

De tiempo en tiempo, una palabra o más bien una recomendación se escapaba de sus labios y, en su pronunciación, se reconocía cierto acento que jamás habría podido producirse en la garganta de un anglosajón.

-Tranquilícense, hijos míos -decía. -La situación no es muy buena, pero podría ser peor. Tranquilícense, y bajen la cabeza, vamos a virar de bordo.

Y el digno marino enviaba su bote al viento. La vela pasaba con ruido sobre las cabezas agachadas y la embarcación, inclinada sobre el otro borde, se acercaba poco a poco a la costa.

En la parte de atrás, cerca del vigoroso timonel, iba una mujer de unos treinta y seis años, que escondía su rostro bajo uno de los paños de su chal. Esta mujer lloraba, pero trataba de ocultar sus lágrimas para no hacer sufrir a los niños que se apretaban contra ella.

Era la madre de cuatro hijos que iban en el bote con ella. El mayor tenía diecisiete años y era un muchacho bien formado que prometía ser algún día un hombre vigoroso. Sus cabellos negros y el rostro bronceado por el aire del mar le sentaban bien. Aún había algunas lágrimas suspendidas en sus ojos enrojecidos pero la cólera, en igual medida que la pena, había seguramente provocado su llanto. Ocupaba la parte delantera del bote, de pie, junto al mástil, y miraba la tierra todavía lejana. A veces, dándose vuelta, paseaba una mirada viva, a la vez dolorosa e irritada por el horizonte que se desplegaba en arco hacia el Oeste. Su rostro entonces palidecía, contenido, para no hacer un gesto de cólera. Después sus ojos descendían hacia el hombre que sostenía el timón y que, con una gran sonrisa, le hacía una pequeña señal con la cabeza para reconfortarlo.

El hermano menor de este muchacho no tenía más de quince años. Su cabeza grande se coronaba de cabellos rojizos. Era revoltoso, inquieto, impaciente, ya estuviera sentado o de pie. Se sentía que no podía contenerse. Ese bote no era lo suficientemente veloz para él; esa tierra no se acercaba lo bastante rápido como él que

ría. Querría haber puesto ya el pie sobre esa costa, aunque desde el momento mismo en que la alcanzara quisiera estar en otra parte. Pero, cuando dirigía la mirada hacia su madre, cuando escuchaba los suspiros que oprimían el pecho de esta pobre mujer, se acercaba a ella y la rodeaba con sus brazos, prodigándole sus besos más tiernos, y la infortunada lo apretaba contra su corazón: -¡Pobre hijo! ¡Pobres hijos! -murmuraba.

Si ella miraba entonces al marino sentado al timón, éste nunca dejaba de hacerle una seña con la mano que muy evidentemente significaba: -Todo va bien, señora ¡saldremos del paso!

Y, sin embargo, al observar el sudoeste, el hombre veía enormes nubes que se levantaban sobre el horizonte y que no presagiaban nada de bueno para su compañera de ruta y sus hijos. El viento amenazaba con refrescar, y una brisa demasiado fuerte habría sido fatal para esta frágil embarcación sin puente. Pero el marino se guardaba esta preocupación sólo para él y no dejaba aparecer ninguno de los temores que lo agitaban.

Los otros dos hijos eran un niño y una niña. El pequeño, de ocho años de edad, tenía los cabellos rubios, sus labios pálidos por la fatiga, sus ojos azules semicerrados, sus mejillas, que debían ser frescas y rosadas, deslucidas por las lágrimas. Ocultaba sus mantos doloridas por el frío bajo el chal de su madre. Cerca de él, su hermana, una niñita de seis años, rodeada por los brazos de su madre, agobiada por las sacudidas del oleaje, dormía a medias, y su cabeza se bamboleaba por el balanceo de la embarcación.

Ya lo hemos dicho: en este día del 25 de marzo el aire era frío; la brisa cargada venía del Norte y sus ráfagas eran glaciales. Estos desdichados, abandonados en ese bote, estaban vestidos con ropa demasiado ligera para resistir el frío. Evidentemente habían sido sorprendidos por una catástrofe, naufragio o colisión, que los había obligado a meterse precipitadamente en esa embarcación; y esto se veía por los escasos víveres que llevaban consigo, unas galletas marineras y dos o tres pedazos de carne salada, guardados en el cofre de la parte delantera.

El niño, levantándose apenas, se pasó la mano por los ojos y murmuró estas palabras:

-Mamá, ¡tengo mucha hambre! -El timonel, levantándose de inmediato, sacó del cofre un pedazo de galleta, se lo ofreció al niño y le dijo, con una gran sonrisa:

-¡Come, pequeño, come! ¡Cuando ya no haya más, tal vez habrá todavía más!

El niño parecía animarse y comía a dentelladas esa costra dura; luego volvió a poner su cabeza sobre el hombro de su madre.

Mientras tanto, la desafortunada mujer, viendo que sus dos hijos tiritaban bajo sus ropas, se había privado de la suya; se había sacado el chal para cubrirlos y darles más calor y se podía ver entonces su bella y singular figura, sus grandes ojos negros, serios y pensativos, su fisonomía tan profundamente marcada por la ternura maternal y el sentimiento del deber. Era "una madre" en la más amplia extensión de la palabra, una madre como debió ser la madre de un Washington, de un Franklin o de un Abraham Lincoln, una mujer de la Biblia, fuerte y valerosa, un compuesto de todas las virtudes y de todas las ternuras. Para que se la viera así deshecha, tragando sus lágrimas, era necesario que le hubieran asestado un golpe mortal. Luchaba evidentemente contra la desesperación, ¿pero podía impedir que las lágrimas subiesen desde su corazón hasta sus ojos? Como su hijo mayor, dirigió en varias ocasiones su mirada hacia el horizonte, buscando más allá de ese mar algún objeto invisible: pero al no ver nada en la inmensidad desértica, la pobre mujer volvía a caer al fondo del bote y se notaba claramente que sus labios aún se negaban a pronunciar las palabras que dicta la resignación de los Evangelios: "Señor ¡que se haga tu voluntad!"

Esta madre había cobijado a sus hijos entre los pliegues de su chal. Ella tampoco estaba muy abrigada; un sencillo vestido de la na, una especie de bolero bastante delgado no podían protegerla contra esa punzante brisa de marzo, y el viento se deslizaba fácilmente bajo su capelina. Sus tres hijos llevaban sendas chaquetas de paño, pantalón, chaleco de sarga de lana e iban cubiertos con unas gorras de hule. Pero encima de esta ropa habrían necesitado llevar un buen gabán con capucha bien forrada o un abrigo de viaje de una tela gruesa. Pese a todo, no se quejaban del frío. Sin duda no querían agravar la desesperación de su madre.

En cuanto al marino, estaba vestido con un pantalón de pana de algodón y una marinera color café de lana que no eran suficientes para protegerlo de la mordedura del viento. Pero este hombre temerario poseía un corazón fogoso y apasionado, que le permitía reaccionar vigorosamente contra los sufrimientos físicos. Por otro lado, padecía más los dolores de los demás que los propios. Observó que la infortunada se había quitado el chal para cubrir a sus hijos, que tiritaba y le castañeteaban los dientes más allá de su voluntad.

Tomó entonces el chal, se lo volvió a poner a la madre sobre los hombros y, sacándose la marinera que conservaba su propio calor, la puso cuidadosamente sobre los dos pequeños.

La madre quiso oponerse a ese gesto.

-¡Me asfixio! -respondió simplemente el marino, secándose la frente con un pañuelo, como si gruesas gotas de sudor le corrieran por la frente.

La pobre mujer le tendió la mano y el hombre la apretó afectuosamente sin decir una palabra.

En ese momento, el mayor de los hijos se dirigió apresurado a la pequeña cubierta que formaba la delantera del bote y observó con atención el mar hacia occidente. Había puesto su mano sobre los ojos a fin de protegerlos de los rayos del sol y para ver mejor. Pero el océano brillaba en esa dirección y la línea del horizonte se perdía en el intenso resplandor. En esas condiciones, cualquier observación rigurosa se hacía difícil.

No obstante, el muchacho miró durante largo tiempo, mientras el marino movía la cabeza, como queriendo decir que si algún socorro debía llegarles, ¡era más en las alturas que habría que buscarlo!

En ese instante, la niña se despertó, abandonó los brazos de su madre y mostró su rostro pálido. Luego, después de haber mirado a las personas que llevaba la embarcación:

-¿Y papá? -dijo.

No hubo ninguna respuesta a esa pregunta. Los ojos de los niños se llenaron de lágrimas y la madre, cubriéndose la cara con las manos, también se puso a sollozar.

El marino guardó silencio al contemplar ese profundo dolor. Las palabras con las que hasta ese momento había consolado a esos pobres abandonados no le salían más, y su mano grande y firme apretó con fuerza el timón.

CAPITULO 2

El Vankouver era un tres palos canadiense de quinientas toneladas. Había sido fletado a la costa de Asia para tomar un cargamento de canacos con destino a San Francisco, California. Es sabido que estos canacos[4], como los culis chinos, son emigrantes voluntarios que alquilan sus servicios en el extranjero. Ciento cincuenta de estos emigrantes se habían embarcado a bordo del Vankouver.

Los viajeros por lo general evitan atravesar el Pacífico en compañía de los canacos, gente grosera, de una sociedad poco estimable, siempre propensos a rebelarse. Harry Clifton, ingeniero americano, inicialmente no había querido embarcarse con toda su familia en el Vankouver. Empleado desde hacía varios años en los trabajos de mejora de las bocas del río Amour, buscaba la ocasión de regresar a Boston, su ciudad natal. Cobró lo que había ganado con su trabajo y esperó, ya que las comunicaciones entre el norte de la China y América eran todavía bastante escasas. Cuando el Vankouver llegó a la costa de Asia, Harry Clifton se encontró con que el capitán que lo comandaba era compatriota y amigo suyo. Decidió entonces sacar pasaje en él, con su mujer, sus tres hijos y su hija. Había logrado hacerse de cierta fortuna y no aspiraba a otra cosa que al descanso, aunque todavía era joven pues sólo tenía cuarenta años.

Su mujer, Elisa Clifton tenía alguna aprensión a viajar en ese barco repleto de canacos; pero no quiso contrariar a su marido, que tenía prisa por volver a los Estados Unidos. La travesía, por otro lado, no sería larga, y el capitán del Vankouver estaba habituado a esta clase de viajes, lo cual tranquilizaba a la señora Clifton. Su marido y ella embarcaron por consiguiente en el Vankouver con sus tres hijos varones Marc, Robert y Jack, su hija menor Belle y su perro Fido.

El capitán Harrisson, comandante de la nave, era un buen marino, muy experto en navegación, gran conocedor de esos mares del océano Pacífico que no eran, por otro lado, demasiado peligrosos. Ligado por amistad al ingeniero, puso todos los medios a su alcance para que la familia Clifton no tuviera que padecer el contacto con los canacos, que habían sido alojados en la entrecubierta.

La tripulación del Vankouver se componía de una decena de marineros que no estaban relacionados entre sí por ningún vínculo de nacionalidad. Inconveniente difícil de evitar en la composición de esas tripulaciones reclutadas en países lejanos. De ahí que siempre haya un fermento de discordia que perturba a menudo las travesías. En esta tripulación y en este barco, se contaban dos irlandeses, tres americanos, un francés, un maltés, dos chinos y tres negros enganchados para el servicio de a bordo.

El Vankouver había partido el 14 de marzo y durante los primeros días la navegación fue normal, pero el viento dejó de ser favorable y a pesar de la habilidad del capitán Harrisson, la acción de los vientos del Sur y de las corrientes lo hizo derivar mucho más al norte de lo que convenía. Pero no coma ningún peligro serio: se trataba sólo de una prolongación de la travesía. El verdadero peligro se hizo patente en la mala disposición de algunos marineros que empujaban a los canacos a la revuelta. Estos miserables eran incitados a rebelarse por el segundo de a bordo, Bob Gordon, un pillo redomado que había sorprendido la buena fe del capitán con quien navegaba por primera vez. Varias veces en varias ocasiones estallaron discusiones entre ellos, y el capitán tuvo que hacer valer su autoridad. Incidentes lamentables que habrían de tener desastrosas consecuencias.

Graves síntomas de insubordinación, en efecto, no tardaron en declararse entre la tripulación del Vankouver. Los canacos eran difíciles de contener. El capitán Harrisson sólo podía contar con los dos irlandeses, los tres norteamericanos y el francés, un buen marinero más o menos "norteamericanizado" pues vivía en los Estados Unidos desde hacía mucho tiempo.

Este digno hombre era picardo de origen. Se llamaba Jean Fanthome, pero siempre había respondido al sobrenombre de Flip. Este Flip había conocido el mundo entero; todo lo que puede pasarle a una criatura humana a él le había pasado, sin haber alterado jamás su buen humor y su ingenio, que descansaban en una filosofía natural. Fue él quien advirtió al capitán Harrisson la mala disposición que observaba a bordo y aquél se comprometió a tomar enérgicas medidas. Pero ¿qué hacer en esas condiciones? ¿No era mejor tratarlos con cuidado, esperando que un viento favorable empujara el navío hacia la bahía de San Francisco?

Harry Clifton había sido informado de las maquinaciones del segundo de a bordo y sus inquietudes crecían día a día. Al darse cuenta de la complicidad que había entre los canacos y algunos marineros, lamentó seriamente haberse embarcado en el Vankouver y haber expuesto a su familia a los peligros de ese viaje, pero ya era demasiado tarde.

Entretanto, las malas disposiciones comenzaron a traducirse en actos de violencia, y el capitán Harrisson encarceló a un maltés que lo había insultado. Esto sucedió el 23 de marzo. Los aliados del maltés no se opusieron a la ejecución de la sentencia; se contentaron con murmurar cuando Flip y un marinero norteamericano redujeron a su camarada y le pusieron los grilletes. El castigo en sí mismo era poca cosa, pero el acto de insubordinación podía tener consecuencias graves para el maltés cuando llegara a San Francisco. Sin embargo, no se resistió, sin duda porque suponía que el Vankouver no llegaría a destino.

El capitán y el ingeniero hablaban a menudo de este desagradable estado de cosas. Harrisson, verdaderamente muy preocupado, quería hacer detener a Bob Gordon, cuya intención de apoderarse del barco era visible. Pero eso habría sido provocar el estallido: el segundo de a bordo habría sido apoyado por la gran mayoría de los canacos.

-Evidentemente -le respondía Harry Clifton-, el arresto no terminará con nada. Bob Gordon será liberado por sus secuaces y nuestra situación será peor que antes.

-Usted tiene razón, Harry -respondía el capitán-. ¡Yo tampoco veo otro medio de impedir que este miserable nos haga daño más que metiéndole una bala en la cabeza! Y si continúa, Harry, ¡estoy dispuesto a hacerlo! ¡Ah! ¡Si no tuviéramos el viento y las corrientes en contra!

En efecto, el viento que soplaba impetuoso seguía manteniendo al Vankouver fuera de su ruta. El navío se sacudía con violencia. La señora Clifton y sus dos hijos más pequeños no abandonaban la toldilla. Harry Clifton no había juzgado conveniente informar a su esposa acerca de lo que sucedía a bordo para no preocuparla sin necesidad.

El mar estaba tan embravecido y el viento era tan fuerte que el Vankouver tuvo que capear[5] bajo su trinquetilla[6] y sus dos gavias[7] hasta el ojal de abajo. Durante el 21, el 22 y el 23 de marzo no fue posible llevar a cabo ninguna observación. El sol estaba velado por espesas nubes y el capitán Harrisson ya no sabía hasta qué punto del Pacífico Norte el huracán había empujado a su navío. Una nueva preocupación que se sumaba a las que ya lo agobiaban.

El 25 de marzo hacia mediodía el cielo cambió ligeramente. El viento giró un cuarto hacia el oeste y favoreció la ruta del barco. El capitán quiso aprovechar la aparición del sol para establecer su punto de observación, tanto más necesario ahora que una tierra había sido avistada a unas treinta millas al este.

Tierra a la vista sobre esta parte del Pacífico, donde los mapas más recientes no señalaban ninguna, no dejaba de causarle cierto asombro. ¿Su barco había sido arrastrado por lo tanto hacia el Norte, hasta la latitud de las Aleutianas? Es lo que le importaba verificar y decidió comunicarle esta eventualidad al ingeniero, quien se sorprendió tanto como él. El capitán Harrisson fue a buscar su sextante y, subiendo a la toldilla, esperó a que el sol estuviera en el punto más alto de su curso para hacer su observación y determinar exactamente el mediodía en el lugar.

Eran las once horas cincuenta minutos y el capitán acercaba su ojo al lente del sextante cuando resonaron gritos en la entrecubierta. El capitán Harrisson se adelantó presurosamente hacia la parte delantera de la toldilla. En ese momento unos treinta canacos, atropellando a los marineros ingleses y americanos, se precipitaron fuera de la carroza profiriendo terribles vociferaciones. El maltés, liberado, estaba entre ellos.

El capitán Harrisson, seguido del ingeniero, descendió dé inmediato sobre la cubierta y fue rodeado por los marineros de la tripulación que le eran fieles.

A diez pasos de él, sobre la parte delantera del palo mayor, se detuvo el grupo de los canacos rebeldes que no dejaba de crecer. La mayoría estaba armada de barras, pasadores, cabillas, todos elementos del barco saqueados de la cocina. Blandían estas armas y vociferaban en su idioma gritos espantosos a los que se mezclaban los gritos de los malteses y de los negros. Estos canacos querían nada menos que apoderarse del barco y el motín era el resultado de las maquinaciones del segundo de a bordo, que quería convertir el Vankouver en un barco pirata.

El capitán Harrisson resolvió acabar con este miserable.

-¿Dónde está el segundo? -preguntó. No le respondieron.

-¿Dónde está Bob Gordon? -repitió.

Un hombre salió del grupo de los revoltosos. Era Bob Gordon.

-¿Por qué no está junto a su capitán? -le preguntó Harrisson.

-¡No hay otro capitán a bordo más que yo! -contestó insolentemente el segundo.

-¡Usted! ¡Miserable! -exclamó Harrisson.

-¡Prended a este hombre! -ordenó Bob Gordon a los marineros amotinados señalando al capitán.

Pero Harrisson, adelantándose un paso, sacó una pistola de su bolsillo y, apuntándole, disparó.

Bob Gordon se hizo a un lado y la bala fue a incrustrarse en la pared.

El disparo dio la señal para una rebelión generalizada. Los canacos, excitados por el segundo, se precipitaron sobre el pequeño grupo que rodeaba al capitán. Se produjo una terrible refriega sobre cuyo desenlace no podía haber dudas: la señora Clifton, aterrorizada, se precipitó con sus hijos fuera de la toldilla; los marineros ingleses y americanos fueron apresados y desarmados. Cuando el grupo se dispersó, un cuerpo se desplomó sobre la cubierta. Era el capitán Harrisson herido mortalmente por el maltés.

Harry Clifton quiso lanzarse contra el segundo, pero éste lo hizo sujetar firmemente y ordenó que lo encerraran en su camarote con su perro Fido.

-¡Harry! ¡Harry! -gritó la señora Clifton y las súplicas de sus hijos se unieron a las suyas.

Harry Clifton no podía resistir. Hay que figurarse la desesperación que sentía cuando pensaba que sus hijos iban a quedar librados a esa banda de furiosos... Unos minutos después era encarcelado en su camarote.

Bob Gordon se convirtió en el amo del barco. El Vankouver cayó en su poder. Podía hacer de él lo que quisiera. La familia Clifton le estorbaba a bordo; la suerte de estos desdichados era cosa decidida y ningún escrúpulo lo estorbaba.

A la una, habiéndose acercado el barco a la tierra que quedaba a veinte millas de barlovento lo hizo poner en facha y ordenó lanzar el bote al mar. Sus marineros depositaron en él dos remos, un mástil, una vela, una bolsa de galletas, algunos pedazos de carne salada. Flip seguía con la mirada estos preparativos. Lo habían liberado, pero ¿qué podría haber hecho él solo contra todos?

Cuando el bote estuvo listo, Bob Gordon ordenó que embarcaran en él a la señora Clifton y a sus cuatro hijos, mostrándoles la embarcación por un lado y la tierra por el otro.

La infeliz mujer quiso conmover a este canalla. Suplicó, lloró, imploró que no la separaran de su marido. Pero Bob Gordon la apartó con un gesto; no quería oír nada. Sin duda pensaba deshacerse del ingeniero Clifton mediante procedimientos más certeros y a los ruegos de la infortunada sólo respondió con una palabra:

-¡Embarque!

¡Sí! ¡ése era el designio de este miserable! ¡Iba a abandonar en pleno océano, en una frágil embarcación, a esta mujer y a sus cuatro hijos, sabiendo perfectamente que sin un marino que los dirigiera estarían perdidos; en cuanto a sus cómplices, tan infames como él, permanecieron sordos a las súplicas de esta madre y a los llantos de esos niños!

-¡Harry! ¡Harry! -repetía la desdichada mujer.

-¡Papá! ¡Papá! -gritaban los pobres hijos.

El mayor, Marc, apoderándose de una cabilla se lanzó hacia Bob Gordon, pero éste lo apartó con la mano y pronto la desafortunada familia fue depositada en el bote. Sus gritos eran desgarradores. Harry Clifton debía escucharlos desde el camarote donde lo habían encadenado. Su perro Fido respondía a esos gritos ladrando furioso.

En ese momento, por orden de Bob Gordon, la amarra que retenía el bote al Vankouver fue soltada; luego, con las vergas braceadas[8], el navío comenzó a alejarse.

El valiente Marc, como un verdadero marino, con la mano firme, de pie frente al timón, trataba de mantener la embarcación, pero no se había podido izar la vela, y el bote, con la quilla al aire, amenazaba con zozobrar a cada instante.

De pronto, un cuerpo cayó al mar desde lo alto de la toldilla del Vankouver. Era el marinero Flip que se había arrojado al mar y nadaba vigorosamente hacia la embarcación a fin de ir en ayuda de los abandonados.

Bob Gordon se volvió. Por un instante tuvo la idea de perseguir al fugitivo. Pero miró hacia el cielo, cuyo aspecto era amenazante. Una sonrisa malévola se dibujó en sus labios. Hizo establecer la mesana y los dos juanetes[9]y pronto el Vankouver fue arrastrado a una distancia considerable del bote, que fue desapareciendo hasta no ser más que un punto en el espacio.

CAPITULO 3

El honesto Flip había alcanzado el bote en unas pocas brazas y luego, con destreza, guardando bien el equilibrio, había subido al bote sin inclinarlo demasiado. Tenía la ropa pegada al cuerpo, pero eso no lo preocupaba. Sus primeras palabras habían sido:

-¡No tengan miedo, mis niños, soy yo!

Y después, dirigiéndose a la señora Clifton:

-¡Saldremos bien, señora, lo peor ya pasó! Finalmente, dirigiéndose a Marc y a Robert:

-¡Vengan a ayudarme, mis queridos muchachos!

Distribuyó de ese modo a cada uno su papel, luego se ocupó de alzar la vela y, con la ayuda de los dos muchachos, tensó fuertemente la driza[10], cazó la escota[11] en la popa, agarró el timón y navegó de bolina[12] para acercarse a la costa a pesar del viento en contra y aprovechando la marea creciente.

Se sabe cómo sucedieron las cosas. El digno Flip, dando ánimos a su gente menuda, les habló con esa imperturbable confianza que le era natural, calmó a la madre, sonrió a los niños, sin dejar de vigilar los menores desajustes de la embarcación. Y sin embargo, fruncía el ceño, sus labios se contraían y un terror involuntario lo agitaba cuando veía ese bote frágil, todavía a ocho o diez millas lejos de la costa, con el mal viento y las enormes nubes que se cernían en el horizonte. ¡Y se decía con razón que si no aprovechaba la marea para llegar a tierra estaba perdido!

Después de haber reclamado por su padre ausente, la niña se había vuelto a dormir en brazos de su madre; su hermano también dormitaba. Los dos mayores se dedicaban activamente a maniobrar con los frecuentes virajes que repercutían a bordo. La atribulada señora Clifton pensaba en su marido, lejos de ella, librado a los excesos de la tripulación sublevada, y cuando con los ojos llenos de lágrimas observaba a sus hijos, ¡en qué podía pensar sino en el destino terrible que los esperaba en esa costa desconocida, quizás desierta o quizás habitada por una raza cruel! Y sin embargo había que llegar allí si no querían perecer. A pesar de su fuerza moral se dejaba abatir por el dolor, sin poder dominarlo, ¡ella que habría querido dar un ejemplo de resignación y coraje! Y a cada instante el nombre de Harry se escapaba de sus labios.

Pero Flip estaba allí y más de una vez la señora Clifton había apretado la mano de ese buen hombre. Se decía que el cielo no la abandonaba del todo puesto que ese compañero fiel, ese humilde amigo estaba cerca de ella.

Durante la travesía, a bordo del Vankouver, Flip siempre había demostrado a sus hijos una gran simpatía, y muchas veces hasta había encontrado placer enjugar con ellos. ¡Sí! La infortunada se decía todo eso, pero la desesperación la ganaba y, después de considerar una vez más la inmensa y solitaria extensión, el llanto se escapó de sus ojos y los sollozos de su pecho; con la cabeza inclinada sobre sus manos, permaneció inerte, inconsciente, aniquilada.

A las tres de la tarde, la tierra que se distinguía estaba a menos de cinco millas de barlovento. Las nubes se elevaban rápidamente. El sol, que descendía hacia el Oeste, las hacía aparecer todavía más

negras, y el mar que en partes resplandecía contrastaba con el aspecto sombrío del cielo. Todos esos síntomas eran inquietantes.

-Ciertamente -murmuraba Flip-, ciertamente, todo está mal. ¡Si tuviéramos la opción de elegir algo mejor! Entre una casa bien abrigada, con una buena chimenea, y este bote, no habría dudas. ¡Pero no tenemos elección!

En ese momento, una ola fuerte, tomando la embarcación perpendicularmente a la quilla, la zarandeó rudamente, cubriéndola de una capa líquida. Marc, de pie en la parte delantera, recibió el golpe del agua y sacudió su cabeza como un perro mojado.

-¡Bien, señor Marc, muy bien, señor Marc! ¡No es más que un poco de agua, buena agua de mar, bien salada! ¡No puede hacerle mal!

Después, aflojando su escota, el hábil marino dejó ir un poco el bote con el viento para evitar el choque de la ola. Retomó entonces su monólogo, hablándose a sí mismo, como solía hacerlo, y dejó aflorar sus graves conjeturas:

-¡Si al menos estuviéramos en tierra -se dijo-, en esa tierra desierta, en lugar de estar en esta cáscara de nuez luchando contra las olas, si nos pudiéramos guarecer en una buena gruta, todo sería sin duda diferente! Pero ¡no es así! ¡No estamos allí! ¡Estamos en este mar que sólo muestra su mal carácter y más vale soportar lo que no se puede impedir!

El viento soplaba cada vez con más violencia. Se veían venir desde lejos las ráfagas que blanqueaban la superficie del océano, un vapor líquido corría por encima de las enormes ondulaciones. El bote se inclinaba de un modo inquietante, el buen marino fruncía el entrecejo.

-Si al menos -retomaba, ya que no tenemos ni casa ni gruta, estuviéramos a bordo de una chalupa bien sólida, con una buena cubierta, capaz de soportar el choque de la ola, no tendríamos de qué

quejamos. ¡Pero no! ¡Sólo unas frágiles planchas! Mientras se mantengan en su armazón, no hay nada que temer. ¡Pero, el viento arrecia y no hay razón para mantener la vela desplegada!

En efecto, era urgente apocar la vela. El bote se acostaba y amenazaba con inundarse. Flip lo puso de cabeza al viento, largó la driza y ayudado por los dos muchachos acortó la vela hasta el rizo de abajo. La embarcación, con menos apoyo, se comportó mejor.

-¡Muy bien, mis queridos muchachos! -exclamó Flip.

-¡Qué buen invento estos rizos! ¡Vean cómo avanzamos! Me pregunto: ¿qué más podemos desear?

La costa, entretanto, se acercaba. Los pájaros de tierra jugaban en las ráfagas de viento. Golondrinas, gaviotas, meaucas[13], se arremolinaban alrededor del bote dando gritos agudos. De pronto venía una ráfaga que las llevaba lejos.

El aspecto de la costa no era prometedor. La tierra parecía árida y salvaje. Ningún árbol, nada verde en el fondo que alegrara las líneas ásperas. Parecía estar hecha de altos acantilados de granito, al pie de los cuales se rompía con estruendo la resaca. Las grandes rocas, ampliamente recortadas, eran ciertamente inaccesibles. Flip se preguntaba cómo podía una embarcación recalar en esa ribera, tan cerrada que no se veía la menor brecha en esa cortina[14] de granito, un peñasco, muy alto, que avanzaba una milla hacia el sur y ocultaba la tierra situada en segundo plano. Todavía, por lo tanto, no era posible pronunciarse sobre la cuestión de saber si era un continente o una isla. A lo lejos se erguía una montaña que terminaba en un pico agudo coronado de nieve. Por el aspecto de estas rocas negruzcas y convulsionadas, de los regueros oscuros que veteaban la montaña, un geólogo habría asignado a esta tierra un origen volcánico; lo habría reconocido como el producto de un trabajo plutoniano[15]. Pero ésa no era por el momento la preocupación de Flip. Él sólo buscaba en medio de ese muro gigantesco un asidero, una abertura, un agujero cualquiera para encallar allí su bote.

La señora Clifton había levantado la cabeza y miraba esa tierra ingrata. No podía escapársele su aspecto salvaje y, dirigiéndose a Flip, evidentemente lo interrogaba con la mirada.

-¡Magnífica costa! ¡magnífica costa! -murmuraba Flip¡hermosas rocas! ¡Con esas piedras, señora, la naturaleza hace grutas! ¡Cómo estaremos de bien una vez instalados en una caverna, con un buen fuego de leña y un buen musgo para acostarnos!

-Pero ¿llegaremos a la costa? -preguntó la señora Clifton arrojando una mirada de desesperación a ese mar furioso que rugía a su alrededor.

-¡Cómo! ¿Si llegaremos? -respondió Flip esquivando hábilmente una enorme ola. -¡Observe la rapidez con que marchamos! Pronto tendremos viento en popa y en poco tiempo habremos encallado al pie de esos acantilados. Podría afirmar que allí encontraremos un pequeño puerto natural para estacionar nuestro bote. ¡Ah! ¡Qué embarcación maravillosa! ¡Se eleva con la ola como si fuera una gaviota!

Flip no había terminado de decir estas palabras cuando el terrible choque de una ola inmensa cubrió el bote y lo llenó en sus' tres cuartas partes. La señora Clifton pegó un grito. Sus dos hijos menores se despertaron súbitamente y se apretaron contra ella. Los dos más grandes, bien agarrados al banco, resistieron el asalto de la ola. Flip, con un golpe de timón consiguió poner a flote su embarcación gritando:

-¡Pronto, señor Marc, pronto, señor Robert, achiquen[16], achiquen! ¡El bote! ¡Vacíen el bote!

Y les arrojó su sombrero de cuero curtido que bien podía servir de achicador. Marc y Robert se pusieron a la obra y, con la ayuda del sombrero, vaciaron rápidamente la embarcación.

Flip los estimulaba con el gesto y con la voz:

-¡Bien! ¡Mis queridos muchachos! ¡Muy bien! ¡Eh! ¡Qué invento estos sombreros! Verdaderas marmitas. ¡Se podría cocinar la sopa en ellos!

El bote, aliviado, brincaba de nuevo sobre la cresta de las olas que corrían con él, porque el viento había girado decididamente hacia el oeste. Pero era tan violento que Flip tuvo que amainar casi completamente su vela y amurarla[17] por el extremo de la verga. La embarcación sólo presentaba un triángulo de vela muy reducido pero que bastaba para levantarla sobre el oleaje.

La costa, por otro lado, parecía acercarse velozmente y todos sus detalles se destacaban con nitidez.

-¡Qué buen viento! ¡qué buen viento! -exclamaba Flip, cuidando no dejarse encapillar[18]-. ¡Cuántas vueltas ha dado a propósito! ¡Quizás con demasiada fuerza! ¡Pero no hay que culparlo por eso!

A las cuatro y media la costa no estaba más que a una milla y el bote se precipitaba hacia ella; por momentos parecía que ya iba a alcanzarla, efecto que producen invariablemente las tierras altas que parecen dominar la costa.

Enseguida Marc, que estaba parado adelante, señaló hacia unas cabezas negruzcas que emergían en medio de la resaca y que parecían escollos. Muy agitado y completamente blanco, el mar borboteaba. El peligro era extremo; si el bote llegaba a rozar apenas esas rocas se haría pedazos.

Flip se había levantado. Con la caña del timón entre las piernas y apoyándose firmemente en ellas, piloteaba el bote. Trataba de abrirse paso en medio de las olas cargadas de espuma, y si bien a cada instante temía chocar con los escollos, aparentaba no tener miedo. ¡Por el contrario!

-¡Qué gran invento estas rocas! -decía.

-¡Ni que fueran boyas para balizar un canal! ¡Pasaremos, pasaremos!

El bote se deslizaba en [...]