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La leyenda del beso Cuando una tormenta de nieve dejó atrapado al ganadero Josh Calhoun en una pequeña posada de Texas, no fue el aburrimiento lo que le hizo fijarse en Abby Donovan. La dueña de aquel local tenía algo que lo atraía irremediablemente. Cuando las carreteras quedaron despejadas, Abby accedió a hacer una escapada a Nueva York y al enorme rancho de Josh en Texas, a un mundo opulento desconocido para ella. ¿Se quedaría con aquel vaquero tan irresistible o volvería a su tranquila vida? Secretos y escándalos El futuro del rico ranchero Nick Milan estaba bien planeado: se casaría con la mujer que amaba y tendría una deslumbrante carrera política. Pero su relación con Claire Prentiss terminó de forma amarga. Por eso no estaba preparado para desearla de nuevo cuando se volvieron a encontrar. O, por lo menos, no lo estaba hasta que ella le contó su increíble secreto. Perder a Nick había sido muy duro para Claire, y ahora estaba obligada a decirle que tenían un hijo. Sabía que el escándalo podía destrozar su carrera; aunque, por otra parte, el niño necesitaba un padre.
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Seitenzahl: 349
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 472 - junio 2021
© 2015 Sara Orwig
La leyenda del beso
Título original: Kissed by a Rancher
© 2015 Sara Orwig
Secretos y escándalos
Título original: The Rancher’s Secret Son
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2015 y 2016
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-986-9
Créditos
Índice
La leyenda del beso
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Secretos y escándalos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Si te ha gustado este libro…
Josh Calhoun miró el cartel de neón rojo que resplandecía entre la nieve densa que caía. Las ventanas del Beckett Café se habían helado y no podía ver si ya había cerrado aquella noche. A pesar del hambre que tenía, lo que más le preocupaba era encontrar una cama. Las autoridades habían cerrado las carreteras. Miró el reloj del taxi. Apenas pasaban unos minutos de las diez, pero parecía la una de la madrugada.
El taxi dejó atrás las dos manzanas de edificios de una planta mientras la calle principal de Beckett, en Texas, era engullida por una fuerte tormenta de nieve. A pesar del calor que hacía en el taxi, sintió un escalofrío y se subió el cuello de la chaqueta mientras contemplaba la ventisca.
Al cabo de unos minutos vislumbró el letrero de la posada Donovan, que el viento sacudía. Descorazonado, se quedó mirando la parte del cartel que decía que no había habitaciones libres.
La cortina de nieve que caía no impedía reconocer la casa de estilo victoriano de tres plantas que allí se alzaba. La luz resplandecía en el porche. Las contraventanas flanqueaban unos amplios ventanales que dejaban escapar la luz cálida del interior, iluminando la noche tormentosa. El conductor se detuvo junto a la acera.
–Pregunte por Abby Donovan. Es la dueña.
–De acuerdo. Enseguida vuelvo.
–Aquí le espero. Abby es buena persona. No le dejará tirado con esta tormenta, ya lo verá.
Josh se puso su sombrero y dejó el calor del taxi para enfrentarse al viento y la nieve. Se acercó a la casa sujetándose el sombrero y llamó al timbre. A través de una ventana se veía un amplio salón con gente y una chimenea encendida.
Cuando la puerta se abrió, apareció ante él una mujer delgada con unos enormes ojos azules. Llevaba un jersey azul claro y unos vaqueros. Se olvidó de la hora, de la fuerte tormenta e incluso de la situación en la que estaba. Demasiado cautivado por aquellos ojos que lo observaban, Josh se quedó paralizado.
–¿Abby Donovan?
Su voz sonó ronca.
Ella parpadeó, como si se hubiera quedado tan cautivada como él.
–Soy Abby.
–Me llamo Josh Calhoun. He venido a Beckett a comprar un caballo, y ahora no puedo volver al aeropuerto. Necesito un sitio donde quedarme y me han aconsejado que viniera a verla. He visto que su cartel dice que no le quedan habitaciones, pero en estas circunstancias, estoy dispuesto a dormir en el suelo con tal de resguardarme de la tormenta de nieve.
–Lo siento mucho, pero estamos completos. Ya tengo gente durmiendo en el suelo.
–El taxista no puede volver al aeropuerto. Las carreteras están cerradas.
–Lo siento, pero ya no me queda espacio. Hay dos personas que van a dormir en sofás y otras dos en el suelo. No puedo ofrecerle nada. Tengo dieciocho personas en las habitaciones y nueve niños. No me quedan almohadas ni mantas…
–He parado a comprar mantas y una almohada en la única tienda que quedaba abierta. Estoy desesperado.
–Vaya –dijo mirándolo con el ceño fruncido.
Sus labios eran carnosos y tentadores. Trató de concentrarse en el modo de conseguir una cama para pasar la noche y olvidarse de la posibilidad de besarla. No recordaba que una completa desconocida le hubiera provocado una reacción así. La recorrió con la mirada y se sorprendió de sentirse atraído por ella. Con aquella coleta en la que llevaba recogido su pelo rubio oscuro, su aspecto era sencillo.
–Abby, estoy desesperado. Puedo dormir en una silla. El taxista tiene hijos pequeños y quiere irse a su casa. Cualquier rincón me servirá, incluso el suelo de la cocina. Me iré por la mañana. Le pagaré el doble de lo que cuesta una habitación.
–Pase mientras hablamos –dijo ella frunciendo el ceño–. Hace mucho frío.
Asintió y entró en el amplio vestíbulo, dominado por una gran escalera circular que llevaba al segundo piso. El calor lo envolvió y se sintió un poco más animado.
–Puedo pagarle por adelantado, con un recargo, lo que quiera. No sabe cuánto se lo agradecería. Estoy desesperado. Anoche estuve levantado hasta las tres negociado un contrato en Arizona y hoy he volado hasta aquí para ver un caballo antes de volver a casa. No he cenado, estoy cansado y tengo frío. No puedo volver a casa. Hace una noche de perros y no tengo dónde quedarme. ¿Qué puedo hacer para ayudar si me quedo? ¿Preparar el desayuno para todos?
Ella sacudió la cabeza y dejó de fruncir el ceño.
–Yo me ocupo de cocinar.
–Me han hablado muy bien de usted en el pueblo. Dicen que es generosa, amable…
–Déjelo –dijo, y sonrió–. Cuénteme más de usted.
Josh se sorprendió de que le pidiera que se presentara, ya que era muy conocido en Texas.
–Soy Josh Calhoun, de Verity, en Texas. Soy dueño de los hoteles Calhoun.
–¿Iba a comprar un caballo siendo un empresario hotelero?
–También soy ganadero. La sede de mi compañía está en Dallas, donde tengo otra casa. Puede comprobarlo fácilmente. El sheriff de Verity puede darle referencias, nos conocemos de siempre.
Josh sacó la cartera y la abrió para mostrarle su permiso de conducir cuando ella puso la mano sobre la de él.
Aquel roce lo sobresaltó y le obligó a levantar la vista. Podía percibir su perfume de lilas. De nuevo, se sintió cautivado y le sostuvo la mirada.
–No tiene que enseñarme más documentos –dijo ella apartándose–. Está bien, quédese esta noche. Puede dormir en el sofá de mi habitación, pero use el baño del pasillo y no el mío.
–Gracias, Abby –dijo él sonriendo–. No sabe cuánto se lo agradezco. Hace una noche muy desagradable.
Se preguntó si podría invitarla a cenar alguna vez. El frío y el alivio por haber encontrado donde pasar la noche parecían estar afectándole el juicio, porque no era su tipo de mujer.
–Voy a por mis cosas y a pagar al taxista. Volveré en un momento.
–Dejaré la puerta abierta. Echaré la llave cuando vuelva.
–No se arrepentirá –dijo acercándose a ella.
–Eso espero.
Se dio la vuelta y cerró la puerta al salir. Corrió hasta el taxi y se metió dentro.
–He conseguido habitación –anunció sacando unos billetes de la cartera–. Gracias por traerme. Y gracias también por animarme a comprar la manta y la almohada.
–Me alegro de que haya encontrado sitio. Siento no haberle podido ayudar más, pero con mis cuatro hijos y mis suegros de visita, no me sobra espacio en casa, aunque se la hubiera ofrecido si no hubiera encontrado otra cosa. Que tenga buena suerte. Cuando abran las carreteras y quiera ir al aeropuerto, llámeme, tiene mi tarjeta. Vendré a buscarlo.
–Gracias. No olvidaré todo lo que ha hecho.
Josh añadió una buena propina a los billetes que entregó al conductor.
–Señor, creo que se ha equivocado –dijo el hombre al ver el dinero que tenía en la mano.
–No, es una muestra de agradecimiento. Cuide de su familia.
–Muchas gracias, es una propina muy generosa.
Josh fue a salir del coche, pero se detuvo.
–¿Sabe si la señora Donovan tiene un marido que le ayude con la posada? –preguntó.
–No, está soltera. Su abuela llevaba el negocio y ahora es Abby la que se ocupa. La abuela Donovan vive en el piso de arriba y pasa temporadas en la casa de su hija, que es la de al lado.
–Muy bien, gracias de nuevo.
Josh se dio cuenta de que el pueblo era lo suficientemente pequeño para que todos se conocieran. Salió a la nieve y corrió a la posada.
Abby apareció al momento para cerrar con llave la puerta y apagó la luz del porche.
–Le enseñaré dónde puede dejar sus cosas –dijo ella y avanzó por el pasillo hasta detenerse ante una puerta–. Esta es mi habitación.
Entró y encendió la luz. El suelo era de madera de roble, con una alfombra de lana hecha a mano, los muebles antiguos de caoba y las estanterías estaban llenas de libros y fotos familiares. Las plantas le daban un ambiente acogedor que le recordó a la casa de sus abuelos. Había una chimenea de piedra con el fuego encendido.
–Encendí el fuego hace un rato –dijo ella–. La mayoría de los huéspedes están en el salón principal y suelen acostarse alrededor de las once, que es cuando apago todo. Esta noche es diferente porque nadie podrá irse por la mañana, así que supongo que algunos querrán ver una película. Elija lo que quiera hacer. Puede dejar sus cosas y unirse a nosotros o, si lo prefiere, puede quedarse aquí. Hay una puerta en mi dormitorio que da al pasillo, así que puedo entrar y salir por ahí y no molestarlo. Disponga de la habitación a su gusto. En cuanto le traiga las toallas y haga el registro, volveré con los demás.
–Iré con usted –dijo él dejando la almohada y la manta en el sofá, antes de quitarse el abrigo.
Llevaba un jersey grueso marrón sobre una camisa blanca, vaqueros y botas.
–Ese viejo sofá se le queda pequeño. ¿No prefiere dormir en el suelo?
–Estaré bien. Ya con tener un techo sobre la cabeza me parece el paraíso. No me importa que me cuelguen los pies –comentó sonriendo.
–Iré a por sus toallas –dijo Abby, y se marchó.
La observó avanzar y al momento regresó y le entregó unas toallas.
–Si viene conmigo, le tomaré los datos.
Josh la siguió hasta el mostrador de madera, arañado por el uso, y reparó en la barandilla de la escalera.
–Esta casa parece de estilo victoriano.
–Lo es. Ha pertenecido a mi familia durante cinco generaciones –dijo acercándole el libro de registro–. Por favor, ponga su nombre aquí. Necesito su tarjeta de crédito. Como va a dormir en el sofá, le aplicaré un descuento sobre la tarifa. Estas son las tarifas –añadió, entregándole una hoja de papel–. Aquí tiene un plano de la casa y un mapa de Beckett, no creo que pueda marcharse mañana porque está previsto que siga nevando. Está todo cerrado: autopistas, carreteras, oficinas… Hemos oído en la radio que medio pueblo se ha quedado sin suministro eléctrico. Estoy dando linternas a todos los huéspedes. Esta casa es vieja y las velas son peligrosas.
Buscó bajo el mostrador y le entregó una pequeña linterna.
–Gracias –dijo él guardándosela en el bolsillo.
En vez de leer los papeles que le había entregado, se quedó observándola. Su delicada piel y sus mejillas rosadas le añadían encanto. ¿Qué era lo que tanto le atraía de ella? No podía ser su personalidad, porque acababa de conocerla. Llevaba ropa holgada que le ocultaba la figura, por lo que no era su físico lo que llamaba su atención. Sin embargo, había algo en ella que lo incitaba a rodearla entre sus brazos, a fantasear con la idea de besarla y hacerle el amor… Quizá fueran las largas horas de trabajo de los últimos días y la tormenta lo que le provocaba aquel extraño interés. Había dormido muy poco en la última semana.
Cuando le devolvió el libro de registro, ella leyó lo que había puesto.
–Es una dirección en Dallas. ¿Dónde tiene su domicilio, en Dallas o en Verity?
–Paso la mayor parte del tiempo trabajando en Dallas, y además tengo un rancho al oeste de Texas. La ciudad más cercana es Verity –aclaró él.
–Así que la ganadería es un pasatiempo.
–Sí, al menos por ahora. Algún día me iré a vivir al rancho y dejaré que otra persona se ocupe del negocio de los hoteles por mí. Voy al rancho siempre que tengo ocasión, algo que no ocurre con la frecuencia que me gustaría –admitió.
Poca gente sabía cuánto lamentaba no dedicarse más al rancho y se preguntó por qué se lo estaba contando a aquella desconocida.
–Este es el programa de mañana. Normalmente el desayuno se sirve entre las siete y media y las nueve, pero como nadie podrá salir de aquí mañana, lo serviremos de ocho a nueve y media.
–Gracias, me parece bien la hora.
–Volveré con los demás, a menos que quiera preguntarme algo –dijo ella alzando la vista.
–No, gracias, iré con usted.
–Hemos estado cantando y tocando el piano.
Entraron en un gran salón que abarcaba casi toda la longitud del lado este de la casa, amueblado con piezas de arce y con el suelo de madera cubierto con algunas alfombras. La chimenea estaba encendida, dándole un ambiente aún más acogedor a la estancia.
–Estábamos esperando. Cantemos un poco más –dijo alguien.
–Amigos, tenemos otro huésped: Josh Calhoun, de Dallas –anunció Abby mirándolo sonriente.
Él correspondió a la presentación con una inclinación de cabeza y saludó con la mano. Los demás saludaron mientras Abby atravesaba el salón hasta el banco del piano. Luego, tocó una canción que Josh solía oírle a su abuela y se sorprendió al descubrir que todavía la recordaba, cantándola con los demás.
Mientras cantaban, la observó tocar el piano. No era su tipo y no acababa de entender el interés que le despertaba. Era discreta, con el pelo recogido en una sencilla coleta, y no llevaba maquillaje. Se encargaba de una posada en un pequeño pueblo al oeste de Texas.
Miró por la ventana. Era una bonita escena invernal, pero habría preferido estar volando de vuelta a casa. Se acomodó en su asiento y cantó con los demás mientras reparaba en que hacía años que no pasaba una noche como esa, así que empezó a relajarse y a disfrutar.
Media hora más tarde, Abby se giró en el banco del piano y saludó con una inclinación.
–Aquí acaba el recital de esta noche. ¿Alguien quiere un chocolate caliente? El señor Julius se encargará de la película. Quien quiera chocolate, solo tiene que ir a la cocina.
Se marchó y los demás la siguieron. Josh se quedó solo en el salón. Apagó todas las luces excepto una, y volvió a sentarse. Estiró las piernas y se reclinó hacia atrás para seguir contemplando la nieve. Unas ascuas relucían entre las cenizas del fuego agonizante.
Se colocó las manos detrás de la cabeza. Aquella noche no iba a poder hacer nada ni ir a ningún sitio, y probablemente tampoco al día siguiente. Una sensación de paz lo invadió. Era como si dispusiera de unas vacaciones inesperadas.
–¿No quiere chocolate caliente?
Se dio la vuelta y vio a Abby entrando en la habitación. Fue a ponerse de pie, pero ella le hizo una señal para que siguiera sentado.
–No, gracias. Estoy disfrutando de la tranquilidad y de la tormenta desde aquí. Voy a tomármelo como unas merecidas vacaciones.
–Es una buena manera de tomárselo. A esta hora suelo dejar que el fuego se apague solo. ¿Va a estar aquí mucho tiempo más? –preguntó ella.
–Estoy bien, deje que se apague. Apagaré la luz cuando me vaya. Si no va a ver la película, puede sentarse y acompañarme.
–Gracias, aprovecharé mientras pueda. El señor Julius sabe cómo poner la película.
–El taxista me ha dicho que es soltera. Esta casa es muy grande para llevarla sola.
–No estoy sola y tutéame, por favor –replicó, sentándose en una mecedora–. Tengo un hermano y una hermana que viven cerca, y mi abuela pasa temporadas aquí. Siempre que lo necesito le pido consejo porque antes llevaba este sitio.
–¿Así que sois tres hermanos?
–Así es. Yo soy la mayor. Me sigue mi hermano Justin, de veinte años, y que está en su segundo año de universidad gracias a una beca. Ayuda en la posada y vive con mi madre. Arden, la pequeña, tiene diecisiete años y está en su penúltimo año de instituto. También trabaja aquí y vive en casa. ¿Qué me dices de ti?
–Tengo dos hermanos y una hermana. Esta es una posada grande. Me sorprende que no haya más gente que la que me has presentado antes.
–En el tercer piso están los residentes permanentes. Mi abuela vive aquí la mitad del año y dos tías abuelas pasan temporadas. También está el señor Hickman, que es mayor y tiene la familia en Dallas. Sus hijos se ocupan ahora del negocio que tenía. Le han pedido que se vaya a vivir con ellos, pero se crió aquí y volvió cuando se jubiló y su mujer todavía vivía. Supongo que fue ella la que quiso volver a Beckett porque todavía tenía familiares. Su esposa era la mejor amiga de mi abuela y por eso vive aquí. Está un poco sordo, pero por lo demás está muy bien. Hay un ascensor para ellos, así que no usan la escalera. Mis tías y mi abuela no están ahora. Han ido a visitar a unos familiares.
–¿Tienes que cuidar de todos ellos?
–No. Tengo una furgoneta y, cuando les hace falta algo, los llevo al pueblo. Mis hermanos también se ocupan de llevarles a cortarse el pelo y a ese tipo de cosas. Necesitan tener a alguien cerca, eso es todo. Las familias de mis tías abuelas viven repartidas en las dos costas. No quieren mudarse, pero quizá algún día tengan que hacerlo.
–Es muy encomiable de tu parte tenerlas viviendo aquí. Eres muy joven para estar atada a un negocio así.
–Tengo veinticinco años –dijo ella sonriendo.
–Es mucha responsabilidad –observó.
El atuendo le ocultaba la figura, aunque el cuello en pico de su jersey dejaba adivinar unas curvas. Además, a pesar de las botas, se adivinaba que sus piernas eran largas.
–Es divertido y conozco gente interesante. Vivo en mi pueblo natal y, de hecho, trabajo desde casa.
–Para algunos, trabajar en su lugar de nacimiento no es una ventaja –dijo, pensando en que no conocía a ninguna mujer con una vida tan sencilla.
–No tengo ninguna duda de que para mí lo es. Nunca he salido de Texas y lo más lejos que he estado ha sido Dallas, Wichita Falls o al sur de San Antonio. No quiero ir a ninguna parte. A todos los que quiero están aquí.
Josh sonrió, pensando en todos sus viajes.
–Eres muy hogareña.
–Mucho. Sospecho que tú no. Pareces un hombre muy ocupado. ¿Estás casado, Josh?
–No, estoy soltero, y en este momento de mi vida no quiero ningún compromiso. Viajo mucho y me encanta mi trabajo. En el fondo soy ganadero y vine a Beckett a interesarme por un caballo.
Los enormes ojos azules de Abby se quedaron mirándolo.
–Te gustan dos cosas completamente diferentes: la ganadería y el mundo empresarial –comentó ella–. ¿Tu familia vive cerca?
–Mis hermanos aquí en Texas, pero mis padres se fueron a vivir a California. ¿Tus padres viven en la casa de al lado?
–Mamá sí. Se divorciaron. Se llama Nell Donovan, es peluquera y tiene la peluquería en su casa. Su historia es conocida en el pueblo. Mi padre se fue con una mujer más joven que conoció en sus viajes de negocios. Solía viajar mucho. Yo tenía entonces catorce años.
–Lamento que dejara a tu madre y a tu familia.
–Apenas lo veíamos por su trabajo.
–Y aparte de la posada y la familia, ¿qué te gusta hacer?
–Cuidar del jardín, nadar… Me gustaría tener una piscina aquí, pero de momento, no ha podido ser. También me gustan los niños pequeños. Una vez a la semana, voy a la biblioteca a leer cuentos a niños de preescolar. También me gusta ir al cine y jugar al tenis.
De nuevo le asaltó la idea de invitarla a cenar cuando pasara la tormenta y se derritiera la nieve. Pero enseguida la descartó. Seguramente sería de la clase de mujer que se lo tomaba todo en serio. Suspiró y volvió a contemplar el fuego, tratando de olvidar que la tenía sentada tan cerca.
–¿Hay alguien en tu vida?
–Más o menos –respondió ella sonriendo–. Nos criamos juntos y nos gustan las mismas cosas, así que de vez en cuando salimos juntos. Siempre he pensado que acabaríamos casándonos, pero nunca hablamos de eso. Ninguno de los dos tiene prisa.
–No parece que sea algo serio –dijo Josh, preguntándose qué clase de hombre se contentaría con una relación así.
–Somos muy parecidos. Él no quiere vivir en otro sitio que no sea Beckett y yo tampoco. Llevamos vidas muy organizadas. Es contable y los dos estamos muy ocupados, así de simple.
Se quedaron en silencio. Josh se preguntó si se seguiría acordando de ella en unos meses.
–Espero que nadie más aparezca en tu puerta buscando refugio –dijo él al cabo de un rato–. Tengo dos mantas y me sentiría obligado a dejarle una y hacerle sitio en el suelo de la habitación que me has dejado.
–He apagado la luz del porche y no puedo admitir a nadie más. Por la mañana, tendré que cocinar para treinta y cinco personas. De algunos alimentos ya no tenemos suficiente y mis hermanos están de viaje, así que no cuento con ayuda.
–Te ayudaré a preparar el desayuno –se ofreció Josh, sin pensárselo dos veces.
–Gracias –dijo sonriendo–. No tienes pinta de pasar muchas horas en la cocina.
–Soy un hombre con muchos talentos –bromeó–. Sé cocinar. De pequeño, cuando salíamos de acampada, cocinaba. Alguna vez, en casa, también lo hago, pero rara vez, lo admito. Puedo ayudar a servir y esa clase de cosas.
–Ten cuidado no vaya a ser que acepte tu ofrecimiento.
–Lo digo en serio, te ayudaré –aseveró–. ¿A qué hora empezarás a cocinar?
–Alrededor de las seis, pero no hace falta que te levantes tan temprano.
–A esa hora suelo estar ya levantado. Pondré la alarma de mi teléfono –dijo sacándolo del bolsillo–. No he tenido ninguna llamada desde que llegué.
Aquello era toda una novedad en su vida, como tantas otras cosas de aquella noche.
–No es normal que te llamen a estas horas de la noche.
–A veces sí. Lo raro es que no llame nadie –dijo guardándose otra vez el teléfono–. Es como si estuviera de vacaciones. Sígueme hablando de tu familia.
Se acomodó en su asiento y siguió escuchándola mientras el fuego se apagaba. Pasaba de la una de la madrugada cuando ella se levantó.
–Tengo que irme a dormir. No queda mucho para las seis.
Juntos caminaron hasta la puerta de la habitación en la que él iba a pasar la noche.
–Te veré a las seis. Gracias de nuevo por darme alojamiento.
–Gracias por ofrecerte a ayudarme. Buenas noches, Josh.
–Buenas noches –contestó él con voz grave, mirándola a los ojos.
Todavía sorprendido por la reacción que le provocaba, se giró hacia la puerta.
Luego, la vio alejarse por el pasillo. No había nada en ella para que el corazón se le hubiese acelerado, pero así era. Seguía deseando tenerla entre los brazos y besarla antes de abandonar Beckett para siempre. Lo que hacía que el corazón se le acelerara todavía más eran las reacciones que había observado en ella, como sus pupilas dilatadas o sus silencios, y eso le hacía suponer que ella también había sentido algo. No quería dejarlo pasar sin hacer algo para satisfacer su curiosidad.
Segura de que Josh la estaba mirando, Abby sintió en un escalofrío en la espalda mientras se dirigía a la puerta. ¿Qué era lo que tenía aquel hombre que hacía que se quedara sin aliento y que el pulso se le acelerase? No había sentido nada así por nadie.
Mientras se ponía el pijama de franela, no dejó de mirar la puerta que la separaba de Josh. No podía evitar que su cercanía la afectara. Sonrió al recordar su ofrecimiento para ayudarla con el desayuno. Parecía un hombre rico y pudiente. Seguramente tenía gente trabajando para él que se ocupaba de las tareas diarias. No esperaba que apareciera para ayudarla.
Lo primero que hizo Abby al levantarse fue ponerse la bata y las zapatillas y acercarse a la ventana para mirar fuera. El viento seguía ululando, abrió las cortinas y se quedó contemplando la nieve que caía. Suponía más trabajo, pero nunca le faltaba. Era el tercer fin de semana de marzo y rara vez nevaba tan tarde. Con tanta nieve, nadie dejaría la posada y sus hermanos no podrían volver a casa, así que tenía un día intenso por delante.
Dirigió la vista hacia la puerta que daba a su cuarto de estar y se preguntó cómo habría pasado la noche Josh en el pequeño sofá. Luego se fijó en la hora y se dio prisa en meterse en la ducha.
Tardó un rato en decidir qué ponerse, y finalmente eligió unos vaqueros gastados, un jersey verde y unas botas de ante. Le había dicho a Josh que a las seis, pero se fue a la cocina media hora antes para empezar con los preparativos a solas.
A las seis en punto oyó sus pisadas sobre el suelo de madera y el pulso se le aceleró.
–Buenos días –dijo Josh, con una animada sonrisa–. O al menos, feliz mañana nevada.
Llevaba un jersey azul marino, unos vaqueros y unas botas, y parecía un cowboy de anuncio.
–Lo siento. Creo que seguirás aquí atrapado. ¿Has podido dormir algo en ese sofá tan pequeño?
–Sí. Estoy muy agradecido de no haber tenido que dormir en el suelo del vestíbulo del único hotel del pueblo. ¿Qué puedo hacer para ayudar? Parece que llevas levantada un rato. ¿Qué te parece si voy lavando algunas de esas cacerolas?
–Perfecto –dijo, sorprendida de que eligiera esa tarea–. Estoy preparando una quiche para desayunar. La masa de las galletas está subiendo. Enseguida me ocuparé de la fruta y el café. La mesa está puesta. Ya tenemos casi todo listo.
–Querrás decir que ya lo tienes casi todo listo. Lo has hecho sola y sin ayuda. Algún día te convertirás en una gran esposa –dijo sonriendo mientras atravesaba la cocina.
–¿Estás interesado? –bromeó ella.
Estaba pasando a su lado cuando se detuvo y la miró. Se quedó cerca y Abby deseó poder retirar aquel comentario.
–Si estuviera buscando una esposa, me gustaría saber qué otros atributos tienes aparte de ser trabajadora, generosa y divertida. Aunque no busque esposa, también puede ser interesante descubrirlos.
Los ojos le brillaron divertidos, y ella sintió un nudo en el estómago.
–Debería haber seguido hablando de lo que hay que hacer –susurró ella–. No suelo bromear con los huéspedes de esa manera.
–¿Te refieres a flirtear así con los huéspedes? –comentó divertido.
Ella sintió que se sonrojaba.
–Ahora sí que quiero averiguarlo –dijo él poniéndose serio.
–No, no quieres. Es imposible que te interese. Llevo una vida tranquila, sin sobresaltos, sin que el mundo exterior interfiera, sin…
Se detuvo y se quedó mirándolo.
–¿Sin qué? –preguntó él acercándose, buscándola con la mirada.
–No esperes que conteste a eso. Es culpa mía que estemos hablando de este tema. Sigamos preparando el desayuno.
–Es un tema interesante –observó, acorralándola contra el mostrador y acercándose.
Sus ojos eran marrón oscuro y llevaba su pelo moreno perfectamente peinado. Estaba recién afeitado y olía a loción de afeitar.
–Josh, quizá debería ocuparme yo sola del desayuno.
–¿Te importuno?
–Me llevas importunando desde que anoche llamaste a mi puerta a las diez –respondió ella bruscamente–. Tengo que seguir haciendo el desayuno antes de que se me queme algo.
Josh sonrió.
–Mi mañana ha empezado mejor de lo que nunca habría imaginado –replicó él tranquilamente, y dejó caer las manos, apartándose.
Ella pasó a su lado y se dirigió al comedor. Abrió un cajón del aparador y sacó dos cucharas de servir. Se movía sin pensar en lo que hacía en un intento de que su corazón le volviera al ritmo normal.
Por un momento había creído que iba a besarla. No debería quedarse a solas con él a la vista de la sensación que le provocaba. No debía distraerse de su rutina habitual, y menos aún por un seductor como Josh, un hombre cuya única razón para estar en Beckett era una tormenta. Era como su padre: encantador, viajero, el hombre de negocios que no sabía estar quieto en ningún sitio ni ser fiel. Se estremeció y siguió con sus tareas.
Cuando el tiempo lo permitiera, Josh se marcharía y no volvería. No debía hacerse ilusiones con alguien que no volvería a recordar Beckett ni a nadie de allí.
Volvió a la cocina y se encontró a Josh delante del fregadero lleno de agua jabonosa, con las mangas subidas y el reloj en el alféizar, lavando las cacerolas. Sorprendida de que se estuviera dedicando a una labor tan tediosa, se concentró en preparar el desayuno para olvidarse de él y de la sensación que le provocaba cuando lo tenía cerca. Pero no lo consiguió.
Aunque todavía era pronto para desayunar, oyó ruidos en el vestíbulo. Su inquilino, el señor Hickman, entró en la cocina sonriente.
–Buenos días, Abby. Estás más guapa que nunca.
–Buenos días, señor Hickman. Gracias. ¿Necesita algo?
–La nieve me ha dado hambre. ¿Podría tomar un huevo escalfado y una tostada francesa?
–Se lo prepararé. Puede sentarse aquí a comérselo.
–He traído el periódico de ayer porque supongo que el de hoy no lo traerán.
–Yo tampoco lo creo. Josh, el último huésped que llegó anoche, me está ayudando. Puede comer aquí con usted y hacerle compañía –dijo justo en el momento en que Josh se giró, secándose las manos–. Josh, quiero presentarte al señor Hickman. Señor Hickman, este es Josh Calhoun, de Verity y Dallas. Llegó anoche.
–Encantado, señor Hickman –dijo Josh, y saludó al anciano estrechándole la mano.
–Desayune conmigo, joven.
–El señor Hickman va a tomar un huevo escalfado y una tostada francesa –dijo Abby a Josh–. ¿Te apetece lo mismo?
–He visto cómo preparabas esa quiche y los panecillos. Me gustaría probarlos, si hay suficientes.
–Hay para todos. Traeré zumo y café para los dos.
–Sigue haciendo lo que tengas que hacer –dijo Josh–, y yo me haré cargo de lo nuestro. Si necesitas ayuda para servir el desayuno, cuenta conmigo.
–Gracias –replicó, sorprendida de nuevo por su predisposición.
Eran más de las ocho y en cualquier momento aparecerían los demás para desayunar, así que se dio prisa en tener todo listo y preparó el huevo y la tostada para el señor Hickman. Se preguntó si a Josh le importaría desayunar con él, pero al cabo de unos minutos los oyó conversando. Parecían estar disfrutando de su mutua compañía. Sabía que el señor Hickman estaría contento porque pasaba muchas horas sin hablar con nadie.
Cuando los primeros huéspedes bajaron a desayunar, Abby puso la quiche en una fuente y Josh se lo quitó de las manos.
–Déjame a mí. Tú encárgate de servir los platos o de cualquier otra cosa. Llevaré todo al comedor. Trabajé de camarero en la universidad. Le he dicho al señor Hickman que volvería en un rato y se ha quedado leyendo el periódico.
–Ha sido muy amable de tu parte haber desayunado con él.
–Me recuerda a mi abuelo. Me cae bien el señor Hickman.
Sintió que el corazón se le encogía. Había pensado que Josh se negaría a comer en la cocina con el anciano, sin embargo, había accedido gustosamente y se sentía más atraída por él.
Abby le dio unos platos y fue a servir más. Se preguntó sobre su vida y si habría necesitado servir mesas para pagarse los estudios de la universidad.
Enseguida estuvo demasiado ocupada con los huéspedes como para pensar en Josh. Al cabo de un rato, el comedor se quedó vacío y el señor Hickman se marchó al salón a seguir leyendo el periódico.
–Ahora voy a desayunar yo –le dijo Abby a Josh, sirviéndose–. ¿Necesitas algo más?
Él se levantó para servirse otra taza de café.
–No te preocupes. Si quiero algo, me las arreglaré solo. Avísame cuando te siente y me quedaré contigo para hacerte compañía.
Josh se fue al comedor, volvió con los platos sucios y los dejó en el fregadero. Cuando Abby se dispuso a desayunar, él tomó su taza de café y se sentó frente a ella.
–¿De qué has hablado con el señor Hickman?
–Es un hombre muy interesante. Le gusta pescar y me ha contado la vez que pescó una gran trucha.
–Así que además de tus negocios y tu rancho, tienes tiempo de pescar.
–No tanto como me gustaría.
–Quizá esta nevada te haya venido bien para descansar un poco de tanto trabajo y disfrutar de la vida.
–Sé muy bien cómo disfrutar de la vida –dijo mirándola con picardía.
–Relájate, Josh, y disfruta de la nevada. Estaría tan perdida en tu mundo como lo estás en el mío.
–¿Te gusta bailar?
–Me encanta, pero no lo hago muy a menudo. No salgo demasiado. Si salgo, lo hago con Lamont Nealey, a quien conozco desde siempre. Es el amigo del que te hablé. Cuando quedamos, hacemos cosas como ir al cine.
–Crees que estoy desaprovechando la vida y yo pienso lo mismo de ti. A la vez, creo que tenemos algo en común y que vemos la vida de la misma forma. Eres tan familiar como yo –sentenció Josh.
–Pues háblame de tu familia.
Él alargó la mano por encima de la mesa y la tomó de la muñeca.
–Así que prefieres que cambiemos de tema. ¡Cobarde! –exclamó él divertido–. Lo dejaré pasar por ahora, pero ya volveremos a tratar este asunto.
–Creo que no has visto el cartel que prohíbe a los huéspedes pueden flirtear con el personal –dijo ella sonriendo.
–Aunque lo hubiera visto, no le habría hecho caso, especialmente cuando el personal reacciona como lo estás haciendo tú –comentó, y le apretó la muñeca–. Se te está acelerando el pulso.
–Eso no significa nada –dijo ella, alterada bajo su mirada escrutadora.
–No de donde yo vengo. ¿Quieres que te explique lo que significa?
–No. Háblame de tu familia o me iré con los demás invitados al salón.
Con una sonrisa fingida, Josh se irguió en su asiento.
–Tengo tres hermanos. Dos mayores, Mike y Jake, y la pequeña, Lindsay.
Le escuchó atentamente hablar de su familia, pero seguía sabiendo poco de él. Por lo que le había dicho la noche anterior, sospechaba que mucha gente de Texas sabía quién era. Suponía que era conocido por ser un poderoso hombre de negocios y por pertenecer a la alta sociedad.
Un huésped que llegó tarde para desayunar los interrumpió. Josh aprovechó para servirse otro café. Después, estuvo ocupado ayudándola en todo lo que pudo. La hora del desayuno terminó y a las diez y cuarto la cocina quedó recogida.
–Josh, muchas gracias –dijo ella–. Ahora podré descansar un rato antes de comer. Con esta nevada, nadie podrá salir a comer fuera.
–Le estoy tomando el tranquillo a esto. Te echaré una mano con la comida.
Aquello le sorprendió.
–Será un descanso breve. Vuelve en un rato y nos podremos manos a la obra.
–Claro –dijo él y, metiéndose las manos en los bolsillo, salió de la cocina.
Al verla pasar por la biblioteca, el señor Hickman bajó el periódico y le hizo una seña para que entrara.
–Quizá deberías cerrar la puerta –dijo misterioso–. ¿Has oído hablar de Josh Calhoun o de su compañía?
–Sé poco de él. Me ha contado que es el dueño de los hoteles Calhoun y que le gustaría ser ganadero –contestó–. En cuanto abran las carreteras se marchará y no volveremos a verlo nunca.
–Ah, no. Va a volver para pescar conmigo.
–Eso espero, pero está muy ocupado con su trabajo.
El señor Hickman frunció el ceño y fijó su mirada azul en la distancia.
–Me ha hecho algunas preguntas sobre ti. Es un joven muy agradable, y parece que sabe mucho de pesca. Me cae bien.
–Eso es bueno, porque va a pasar aquí unos días.
–Si fuera Josh Calhoun, te invitaría a cenar –susurró.
–Creo que Josh tiene novia –replicó ella susurrando también.
No sabía si era así o no, pero quería que el señor Hickman dejara de insistir en el tema.
–Lástima. Parece un buen tipo.
–Señor Hickman, también le cae bien Lamont. Es con quien salgo a veces.
–Si yo fuera Lamont, no dejaría pasar dos o tres meses entre citas. Si hubiera hecho eso, nunca habría conquistado a mi Barbara.
Ella sonrió y le dio una palmada en la mano.
–Lamont es agradable y nos llevamos bien. Eso es lo más importante.
–Lamont es mi contable y tú eres mi casera. Sinceramente, creo que no sois tan parecidos como piensas.
–Deje de hacer de casamentero, señor Hickman. Lo paso bien con Lamont –dijo, y sonrió–. Ahora me voy a mi habitación. ¿Va a subir?
–No, voy a leer el periódico de ayer. Deja la puerta abierta cuando te vayas.
Abby salió de la biblioteca sonriendo, pero al mirar la puerta cerrada que separaba su dormitorio del cuarto de estar en el que Josh había dormido, su sonrisa desapareció. En aquel momento estaba al otro lado de la puerta. ¿Qué estaría haciendo? Recordó lo que le había dicho el señor Hickman. Miró la puerta y pensó en cómo Josh había flirteado con ella y en lo bien que lo habían pasado juntos aquella mañana. Su relación con Lamont carecía de aquella electricidad que había entre Josh y ella. Lamont era un viejo amigo y entre ellos no había flirteo ni diversión.
¿De veras era tan feliz con Lamont? ¿Se casarían alguna vez o seguirían siendo amigos de por vida? ¿Qué era lo que quería? Nunca antes se había cuestionado su relación con él.
Siempre tenía en mente a sus padres. No quería sufrir de la misma manera que su madre había sufrido cuando su padre los abandonó. Sacudió la cabeza como si así pudiera sacarse a Josh de la cabeza. Lamont era la clase de hombre que necesitaba en su vida. Era formal, coherente y responsable, cualidades ideales para una vida gratificante.
Por un instante recordó a su padre, quien solía hacerle reír y añadir magia a su mundo. Después de tantos años, todavía sentía un gran dolor al recordar su marcha repentina.
Se acercó al ordenador, buscó información acerca de los hoteles Calhoun y leyó sobre el negocio de Josh, pero poco encontró sobre él.
Cuando volvió a la cocina para empezar a preparar la comida, se sorprendió al descubrir que Josh ya había puesto la mesa y que estaba llenando una jarra con agua.
–Agradezco tu ayuda, pero no tienes por qué hacerlo. Estás pagando por el alojamiento, así que haz algo que te apetezca –dijo ella.
Él negó con la cabeza y sonrió.
–No me importa. Además, así estoy ocupado y no pienso en todo el trabajo que se estará acumulando en mi despacho –dijo mirando hacia la ventana–. Por fin ha parado de nevar.
–Antes de bajar consultaré la previsión del tiempo. Quizá vuelva a nevar de madrugada.
–En cuanto abran las carreteras, alquilaré un coche y conduciré de vuelta a casa. Puedo alquilar un coche en Beckett, ¿verdad?
–Por supuesto. Hay una agencia de alquiler de coches en el aeropuerto, pero no creo que puedas salir mañana ni pasado mañana.
–Yo tampoco lo creo.
–Esta mañana has sido muy amable con el señor Hickman –dijo mirándolo–. Ha disfrutado mucho charlando contigo.
–Edwin Hickman es un tipo interesante y yo también he disfrutado la charla. Me ha estado contando de Lamont Nealey.
–No hagas caso a lo que el señor Hickman diga de Lamont.
–Me ha contado que te invita a salir una vez cada tres meses y que piensas que acabarás casándote con él algún día.
–El señor Hickman exagera y mezcla las cosas. Lamont y yo salimos cuando queremos. Salir de vez en cuando es bueno y hace que sea especial.
Realmente no lo sentía como algo especial, tan solo un cambio en su rutina para ir a ver alguna película.
–Es posible que algún día acabe casándome con Lamont –continuó Abby–. Nos llevamos bien, nos conocemos de siempre y es el hombre perfecto. Se crió aquí, trabaja aquí y no quiere marcharse. En eso coincide conmigo. ¿Cuántos hombres pensarían así?
–¿Has oído alguna vez el dicho de que los polos opuestos se atraen? –preguntó Josh con una vaga sonrisa.
–Conozco el dicho, pero no forma parte de mi vida. Lamont es el hombre ideal para mí. Tiene gustos sencillos, no quiere marcharse de Beckett y está muy unido a su familia, que en su caso la forman su madre y una tía casada. Somos muy parecidos, nos conocemos desde que éramos niños y ninguno de los dos tiene prisa por casarse. Eso es todo lo que quiero.
–Eres muy fácil de complacer, más que ninguna otra mujer que haya conocido.