La lista de cosas pendientes de Rebecca - Rachel Cosyns - E-Book

La lista de cosas pendientes de Rebecca E-Book

Rachel Cosyns

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Beschreibung

HACER 1. Aprender a conducir por la autopista. 2. Utilizar esta habilidad para huir a Francia. 3. Empezar una nueva vida en Francia con un nombre falso. Rebecca es esposa, madre y autora de un número inmanejable de listas de cosas por hacer. Cualquier intento de convertir su vida en algo que pueda controlar está fracasando. Su familia no puede arreglárselas sin ella, pero empieza a pensar que deberían hacerlo. Así que toma una decisión. Aunque no todo sale según lo planeado. Rebecca va a terapia con un médico que profundiza en su vida y le hace preguntas sobre su infancia. Quiere mejorar, pero eso significa contarle a alguien lo que siente. Cómo se siente de verdad. Se ha hecho pedazos. ¿Podrá recomponerse?

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Seitenzahl: 450

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

La lista de cosas pendientes de Rebecca

Título original: Gone to Pieces

© Rachel Cosyns 2024

© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK

© De la traducción del inglés, Rosana Jiménez Arribas

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Kate Oakley de HQ

Imagen de cubierta: © Ulas&Merve / Stocksy

 

I.S.B.N.: 9788410641259

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Cita

Primera parte. El elefante

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Segunda parte. Francia

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Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para Simon

 

 

 

 

 

 

«A quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco».

PROVERBIO ANTIGUO

Primera parte El elefante

Pieza1

 

 

 

 

 

La niña observaba cómo una araña tejía su tela. Estaba en el arbusto de espino que había junto al tocón del árbol donde ella había estado sentada poco antes. Las hojas del arbusto crecían densas, de un verde ácido y brillante, y el aire estaba impregnado del aroma jabonoso de sus flores marchitas.

La niña se colocó de espaldas al agua, se agachó y la miró. Era una de esas arañas gordas que viven en un túnel tejido, una araña de laberinto.

—Laberinto —susurró para sí, dando vueltas en la boca a la palabra.

La niña supuso que la araña tenía huevos en lo más profundo del túnel. Imaginó que las arañitas se arrastraban hasta la boca del túnel en la hora púrpura de una tarde de verano y se alejaban volando en largos hilos de seda. Acercó la cabeza para ver las hileras.

Se oyeron ruidos detrás de ella, pero no se volvió porque sabía lo que eran. Los sonidos pronto se detendrían.

El olor aún flotaba en el aire, agrio y repulsivo, no del todo ahogado por el aroma de las flores de espino. La niña respiró por la boca. No quería ponerse enferma.

Sangriento, sangriento, sangriento, pensó.

Entonces todo quedó en silencio. La araña se deslizó hacia atrás hasta que en la boca del túnel solo asomaban sus dos patas delanteras.

Lentamente, la niña se volvió hacia el agua oscura.

Estaba quieta.

 

 

Rebecca Wise se dio la vuelta en la cama y se cubrió la cabeza con el edredón. Desde fuera, de la calle, llegaba un cántico agudo y rítmico.

—Estás gorda, mamá. Eres una mamá muy gorda con un culo muy gordo.

Rebecca oyó la risa de la madre y las ruedas de un patinete que avanzaba por la acera.

Abrió los ojos.

Las pesadillas la despertaban a las tres o las cuatro de la madrugada y solía dormirse exhausta poco antes de que su marido, Sam, se levantara para ir a trabajar. Los sueños que acechaban sus noches coloreaban el día siguiente.

—Es como si no pudiera quitármelos de encima —le dijo Rebecca a Sam—. Se quedan conmigo.

—Pero ¿de qué se trata? —preguntó él.

Rebecca dijo que no con la cabeza. Algo se deslizaba en el borde de su percepción; un sonido, una sensación que huía en cuanto el alba gris se deslizaba por el alféizar de la ventana y Londres empezaba a rugir.

—No me acuerdo —reconoció—. De arañas, tal vez. Ayer había una en la cocina. Corrió hacia mí. Le di con la escoba. Tengo estrés postraumático.

—¿De qué? No será de las arañas. —Sam cogió el teléfono de la mesilla para ver la hora.

—Es un elefante, un elefante enorme, ineludible, impasible, desinteresado y me está aplastando para matarme.

—Llego tarde al trabajo —comentó Sam.

Se había olvidado de cargar el Apple Watch que Rebecca le había comprado a regañadientes en Navidad.

—Pero es feo —había dicho ella entonces— y hay que enchufarlo.

—Quiero uno —le había contestado él, pero ahora, al apartarse el puño de la camisa y mirar la inexpresiva esfera, tenía que admitir que ella tenía razón.

La puerta principal se cerró de golpe y la casa respondió con un estremecimiento.

Entonces se hizo el silencio.

La casa, alta, victoriana, con chimeneas y suelos que crujían, conservaba muchas de sus características originales y, a pesar de los años que habían pasado echando dinero en ella, también conservaba muchos de sus inconvenientes originales.

—¿Siete tramos de escaleras? —preguntó Rebecca cuando fueron a verla por primera vez—. ¿Revoque reventado, marcos de ventanas podridos?

—Son medios tramos. Podemos arreglarlo. Esta zona se está revalorizando y piensa que nos vamos a poner muy en forma, con todas estas escaleras. —Sam siempre era optimista.

Habían llevado a sus tres hijos para que vieran la casa. Abigail, la mayor, de ocho años, había prorrumpido en ruidosos sollozos. Kit, de siete, se había quedado con la habitación de arriba, que daba al este, con vistas a la ciudad y, más allá, a las marismas. La más pequeña, Annie, de un año, se había zafado de los brazos de su madre y había caído por un pequeño tramo de escaleras hasta el mugriento sótano.

Ahora, veinte fugaces años después, con los dos hijos mayores viviendo cerca, en pisos compartidos, y Annie durmiendo profundamente en la antigua guarida de Kit, Rebecca salió a rastras de la cama y fue tambaleándose hasta el cuarto de baño para ordenar la colada mientras el gélido viento de enero lanzaba puñados de aguanieve contra las ventanas de guillotina, que traqueteaban.

Dobló las sábanas y las puso en la pila de planchar. Sam había dejado un pequeño fardo de ropa sucia junto al cesto de la ropa para lavar. Rebecca no estaba segura de por qué no había levantado la tapa para meterla dentro. Rebuscó en los bolsillos de los pantalones de Sam, que estaban llenos de monedas sueltas y recibos arrugados. La lavadora era nueva, pero el técnico había dicho que, si las monedas se quedaban atascadas en el filtro, la máquina inundaría el sótano, igual que había ocurrido con la antigua. Rebecca recordó que la pintura del zócalo del sótano seguía formando pompas y desconchándose por la humedad residual.

Rebecca tiene que apuntarlo.

Eso debe ir en una de las listas de tareas pendientes.

Idealmente, en la lista de cosas que arreglar, porque pintar era arreglar, aunque recoger la ropa de la tintorería no era arreglar y estaba en la misma lista.

Sería mejor que hiciera otra lista.

Rebecca le había pedido a Sam que se vaciara el cambio de los bolsillos antes de meter los pantalones en la lavadora, pero él seguía sin hacerlo. Ella sentía que Sam ya nunca la escuchaba. Ayer mismo, mientras estaban sentados en el sofá mirando sin ver Escape From The City, le contó que sus vecinos se habían comido a su bebé.

—Se lo comieron porque no quedaban pollos en Tesco —dijo.

Sam se había limitado a gruñir.

Las listas eran bastante inabarcables. Había montones y montones de cosas en ellas. Se desparramaban por el escritorio del salón, colocadas en montones bajo piedras que cogía en las playas de Cornualles y dobladas discretamente en los bolsillos de los abrigos. Dominaban la vida de Rebecca.

De niña, Rebecca había sido desagradablemente silenciosa, vigilante y, en su opinión, poco dispuesta a aprender la simple habilidad de ser amable, pero se había convertido en una mujer fuerte y competente a fuerza de concentración. Incluso había encontrado a alguien que la quisiera y había tenido tres hijos sanos y capaces. Antes se sentía orgullosa de sus logros, pero ahora era como si se observara a sí misma desde arriba y solo viera fracasos.

Betty siempre decía: finge hasta que lo consigas.

Rebecca lo había intentado.

Betty era el nombre que Rebecca le había puesto a su voz interior. La llamaba así porque era mejor que Rebecca. Conocía a Betty desde la infancia. Aunque Betty era profundamente desconfiada y a menudo rencorosa, no siempre se había mostrados tan poco dispuesta a ayudar.

Últimamente, sin embargo, se había vuelto insoportable.

Rebecca se sentía como si estuviera amarrada a la popa de un transatlántico que no sabía ni le importaba que ella estuviera allí. No tenía la voluntad de liberarse, así que ahora solo esperaba el inevitable hundimiento, la ola que la engullera o el arrecife sumergido. Algo olía a podrido en el reino de Dinamarca, un gusano en la manzana o en el corazón de la rosa, un agujero en la balsa salvavidas y una paja en el ojo ajeno.

Todo va a ser cuesta abajo a partir de ahora, dijo Betty. Y, seamos honestas, te has quedado sin metáforas.

Por una vez, Rebecca estuvo de acuerdo con ella. La rabia, pensó, no alimenta el alma. Siempre estaba enfadada, y su alma hambrienta.

Esperaba que con el vino pudiera despedirse de ella, pero en realidad sabía, al pasar por delante de los borrachos del parque, acurrucados en los bancos con sus botellas de sidra White Lightning, que hacía falta algo más que chardonnay para matar a una mujer rica y descansada. A veces le apetecía sentarse con ellos. Podría comprar una botella de ginebra Sapphire y pasársela. Nuevos amigos… Se imaginó la cara que pondrían las hermosas mamás cuando pasaran empujando sus carritos Bugaboo y sonrió.

Pereza, dijo Betty.

—No es pereza —dijo Rebecca—; es cobardía.

Estaba metiendo camisas y ropa interior en la lavadora. No le gustaba hablar con Betty porque le parecía que al hacerlo le daba más poder, pero no iba a dejar que la llamaran «perezosa».

No importas, no importas, dijo Betty, acompasando el ritmo de sus palabras a la acción de sus brazos. En absoluto, ni un poco, continuó.

Tengo que hacer un planificador de pared, pensó Rebecca, y se puso de pie y giró la rueda de la lavadora a carga mixta. Hacía un planificador de pared cada mes y lo pegaba en la cocina con Blu Tack para saber exactamente lo que tenía que hacer y lo que Annie y Sam estaban haciendo.

—Anótalo en el planificador —les decía cuando le pedían si podía hacer una cosa, comprar una cosa, recoger algo, reservar en un restaurante o preparar una cama extra—. Escríbelo ahí. No me acuerdo de las cosas.

—Tengo que hacer un planificador de pared —dijo en voz alta.

Tengo que hacer un planificador de pared, se burló Betty, como cantando.

—Cállate —dijo Rebecca—. Sh. Silencio.

Se arrodilló en el suelo delante del cesto de la ropa sucia y empezó a sacar más sábanas y fundas nórdicas de sus profundidades. Como tripas, pensó. Estoy destripando el cesto de la ropa sucia.

Recorrió el cuarto de baño con la mirada en busca de arañas.

Odiaba de verdad las arañas.

Esta habitación también necesitaba pintura. Recordó la última vez que la había pintado. Había mezclado el color Savage Ground de Farrow & Ball con el color Bone para conseguir un bonito color tostado y cálido.

Le gustaría que Pawel viniera a hacer trabajillos, pero había que contratarlo con tres meses de antelación. Ahora estaba en Polonia.

Rebecca pensó en añadir «pintar el baño» a su lista. Si lo dejaba, empeoraría.

Se quedó pensando un momento, intentando imaginar Polonia. Habría altas montañas grises y profundos lagos verdes bordeados de pinares, y habría silencio.

Entonces pensó en Escrúpulos, su querida perrita, que había empezado a toser poco a poco hasta que se murió.

¿Por qué había sucedido eso?

Rebecca la había llevado al veterinario.

—No operamos —dijo la veterinaria mientras acariciaba las largas orejas negras y sedosas de Escrúpulos—. Plantearía todo tipo de problemas éticos, como comprenderás.

Rebecca no lo había comprendido, ni tampoco Annie cuando se lo contó.

—¿Qué problemas? —había dicho Annie—. El único problema que veo es que todos los días sacrifican a perros con válvulas cardiacas perfectamente sanas, pero nuestra perra tiene que ahogarse en sus propios mocos.

—No sé si en realidad son mocos —había dicho Rebecca.

Pero ahí estaba.

Escrúpulos estaba condenada.

A medida que Escrúpulos enfermaba, Rebecca fue dejando de salir. Escrúpulos ya no podía pasear por el parque, así que ella y Rebecca vieron pasar el Año Nuevo a través de las ventanas salpicadas por la lluvia.

La perra pasó su último día jadeando. A Rebecca le habría gustado que la veterinaria le hubiera sugerido dormirla. Annie la apoyó en cojines de terciopelo e intentó alimentarla con pechugas de pollo, y Escrúpulos murió.

—Murió —le había dicho Rebecca a su amiga Megan—. No pudimos hacer nada. Solo tenía ocho años.

—Debe de haber sido muy triste para todos —dijo Megan—. Yo también la voy a echar de menos. Tenía un alma buena.

Megan y Rebecca se hicieron amigas paseando a sus perros. Antes de que Escrúpulos enfermara, paseaban, al menos una vez a la semana, con Escrúpulos y Charlie, el cockapoo de Megan. Casi nunca se relacionaban de otra forma. Megan era el tipo de persona que ve el vaso medio lleno, y Rebecca pensaba que probablemente se debía a que tenía una fuerte fe religiosa.

Entonces Rebecca pensó en el alma de Escrúpulos.

Pensó en su propia alma.

Esperó por si su alma respondía de algún modo, pero con lo que se encontró fue con un silencio desbordante.

—De todos modos —había dicho Megan—, no tengo intención de perderte como amiga solo porque Escrúpulos ya no esté con nosotras. Podemos pasear a Charlie o salir a caminar nosotras sin él, cualquiera de las dos cosas.

 

 

El correo cayó con estrépito al suelo del vestíbulo a través del buzón y Rebecca cerró los ojos. Odiaba el correo.

Dejó caer la ropa sucia al suelo, en el cuarto de baño, y se quedó mirándola.

Tú no importas, volvió a sisear Betty. Rebecca giró sobre sus talones y salió de la habitación, con los pies descalzos repitiendo este mantra: no eres una persona, no importas, no eres una persona…

Se detuvo al final de la escalera, mirando las baldosas blancas y negras del suelo del vestíbulo.

No está lo bastante alto, dijo Betty.

—Sí que importo. Solo intentas hundirme —dijo Rebecca lo más alto que pudo, pero su voz sonaba débil y aguda, y sabía que en realidad ya la había hecho.

Había un poco de vodka abajo, en la cocina, no mucho, pero suficiente para detener todo esto por un tiempo.

Supermercado (también debía anotarlo).

En la cocina, se sirvió un vaso y vació la botella. Podía contar los latidos del pulso que le saltaba en la garganta.

Pomp, el gato, ronroneaba alrededor de sus piernas. Se había olvidado de darle de comer.

Había que tomar una decisión sobre el vodka: ¿beberlo de un trago o a sorbos? Se preguntaba si la gente se daría cuenta de que había bebido cuando abría la puerta o pagaba en la caja del supermercado. Nunca estaba borracha, no de día, y siempre se lavaba los dientes, pero aun así se lo preguntaba.

Deben de darse cuenta, dijo Betty. Lo notan.

Rebecca giró la cabeza para oír un poco mejor y luego negó con la cabeza.

Era ella misma, eso era todo.

Era ella misma hablándose a sí misma.

Se bebió el vodka de un trago y se sentó a la mesa de la cocina. Extendió los brazos hacia delante, apoyó la cara en ellos y empezó a llorar.

 

 

Ese mismo día, Rebecca hablaba con su madre por teléfono.

—Me siento fatal. Como un hámster que da vueltas en vano en una rueda, sin ir a ninguna parte, gastando toda mi energía, y a nadie le importa. He intentado explicárselo a la gente, pero nadie me escucha.

—Lo sé, cariño, no hace falta que me lo digas. A nadie le importa. Mientras las camisas estén bien planchadas y dobladas, y la comida esté en la mesa a la hora exacta, nunca les importa. De todos modos, me tengo que ir: he quedado con Daphne para tomar café. No te preocupes, no lo hagas. Niégate; deja que se ahoguen en su propia miseria. Adiós…, adiós, adiós.

Rebecca se quedó mirando el auricular durante uno o dos minutos antes de volver a ponerlo en su sitio.

La lista que había junto al teléfono tenía escritas treinta cosas.

Treinta.

Tengo que priorizar, pensó.

Si no priorizo, estoy perdida.

Cordones. Cogió un boli del suelo del dormitorio y lo apuntó al final de la lista. Podría conseguirlos mañana, pero seguro que tenemos en alguna parte. Brocas, leyó. Luego dejó caer el boli y empezó a darle vueltas a su alianza en el dedo. Sam se había ido hacía cuarenta minutos y ella aún no había hecho la cama.

—No tengo tiempo para esto —dijo él—. Tengo una reunión de Zoom y ya llego tarde. —Sam era redactor de un periódico de tirada nacional y siempre llegaba tarde—. Me gusta tener que cumplir fechas de entrega —explicaba—. Me gusta estar en el filo de la navaja.

Voy a ver Escape From The City, decidió Rebecca. Me sentaré en la sala de juegos, me acabaré la botella de vino tinto de anoche y veré al presentador, Justin Hammond, intentando aparentar que importa.

Ojalá pudiera huir… adonde fuera, de verdad.

Betty se rio. Pero no lo vas a hacer. ¿Verdad? ¿Nunca? Nadie va a venir a casa, no hasta las diez por lo menos. Tienes tiempo. ¿O vas a beberte el resto y a quedarte sentada para volver a hacer lo mismo mañana?

—No —dijo Rebecca en voz alta—. Hay tres cosas que tengo que hacer este año. Solo tres. Las demás no importan.

Esas cosas eran:

 

1. Aprender a conducir por la autopista.

2. Utilizar la habilidad anterior para huir a Francia.

3. Comenzar una nueva vida en Francia con un nombre falso.

 

Se lo pensó un momento. Un momento en el que la adrenalina le bajó por los brazos mientras el terror hundía sus garras en lo más profundo de sus pulmones.

No puedes irte, dijo Betty, de repente suave y acariciadora. Es imposible. Hay una alternativa…

Rebecca sabía que sí. Llevaba meses con la idea aferrándose a su pecho, dejándola crecer y coger forma. Sintió que la vergüenza la embargaba al ponerle palabras.

No habría ninguna carta llena de culpas. Los lazos que la ataban a su vida estaban tensos. Un rápido tirón, y se romperían, enviándola al olvido que ansiaba.

Para buscar un final, uno debería, idealmente, entender el principio, pero Rebecca no podía, así que había decidido, o más bien había dejado que la idea se agolpara en su mente…

 

Que sería mejor,

o más fácil,

a fin de cuentas,

si era honesta,

no cambiar su nombre por el de Mathilde

y no irse a vivir a Sarlat ni a ningún sitio parecido.

Continuar era impensable.

No continuar, imposible.

Así que…

¿Sí?, dijo Betty.

 

—He decidido morir —dijo Rebecca.

Pieza2

 

 

 

 

 

En su primer encuentro, el doctor Glass tiende la mano, estrecha la de Rebecca y esboza una breve sonrisa con la boca cerrada.

—Buenas tardes, señora Wise —dice—. Soy Titus Glass. Siéntese.

Obediente, Rebecca toma asiento. Está en un hospital psiquiátrico privado.

—No podemos permitirnos un psiquiatra privado —se quejó a Sam.

—Estás asegurada. Así que vas a ver a este tipo tan pronto como él pueda verte. Un equipo de salud mental vendrá a verte esta mañana, Becky. Esto es serio. Podrías haber muerto.

Ahora, dos días después de que su hijo Kit la encontrara y llamara a una ambulancia, Rebecca acude a un psiquiatra. No quería que Kit la encontrara. Le había enviado un mensaje de texto diciéndole que no viniera, pero al parecer se había olvidado de enviarlo.

Tonterías, dice Betty.

Cuando piensa en Kit encontrándola, Rebecca siente que la adrenalina la recorre. Ni siquiera suicidarme puedo hacer bien, piensa.

Daños colaterales, dice Betty.

Es mi hijo, piensa Rebecca.

La consulta del médico es blanca y está amueblada con dos sillas tapizadas en gris. También hay un escritorio de madera oscura con incrustaciones de cuero granate.

El doctor Glass es un hombre alto, delgado, con gafas, que lleva traje azul marino, corbata roja y camisa asombrosamente blanca. No es ni viejo, ni joven; ni moreno, ni rubio.

Corriente, sisea Betty en su oído, pero Rebecca piensa que no.

El médico tiene el pelo corto y castaño y finas arrugas alrededor de la boca, que se dobla agradablemente hacia arriba en las comisuras. Su aspecto es benévolo; las gafas, la camisa blanca, la piel lisa y un poco bronceada denotan disciplina servicial.

Él ladea la cabeza y mira a Rebecca con atención. Ella le mira fijamente a la cara y se sujeta con fuerza a los reposabrazos de la silla gris para no salir corriendo de la habitación.

El psiquiatra ocupa la silla frente a la suya.

—Tengo entendido que lo has pasado muy mal. Estoy aquí para ayudarla —dice—. Cuénteme lo que ocurrió, tal y como lo recuerda. —Coge un bloc del escritorio que tiene a su lado.

Rebecca habla. Después no recuerda lo que ha dicho, pero, mientras hablaba, el doctor Glass tomaba notas.

—Estas voces ¿son exteriores o están en su cabeza, por así decirlo?

—Soy yo quien habla. Es una sola voz. Solía pensar que era «ella» porque así era más fácil ignorarla, pero en realidad sé que soy yo.

Rebecca empieza a temblar y aprieta las manos entre las rodillas para que se le note menos.

—¿Ha estado alguna vez bajo el cuidado de un profesional de la salud mental? —El médico escribe algo en el margen de su bloc y mira a Rebecca, escrutándola.

Ella se da cuenta de que no sabe quién es él, qué títulos tiene o si puede confiar en él.

—¿Cómo he acabado viniendo a verle? —le pregunta, respondiendo a la pregunta de él con otra pregunta.

El doctor Glass se levanta y da la vuelta a su mesa.

—Puedo averiguarlo. ¿No quiere verme? Déjeme comprobarlo por usted… —Se vuelve a mirar la pantalla de su ordenador y se desplaza por una lista—. Una tal Margo Shriver ha concertado la cita. ¿La conoce?

Rebecca recuerda el nombre porque Sam le ha hablado de ella. Es una asistente personal, piensa Rebecca, del periódico de Sam. Niega con la cabeza.

—No la conozco; no le conozco. Solo me lo preguntaba. Es todo tan raro. No sé qué hacer.

—Bueno, vamos a ver cómo nos va —dice el médico y coge de nuevo su bloc de notas del escritorio y vuelve a sentarse frente a Rebecca.

Ella se da cuenta de que sus gafas son demasiado grandes para su estrecha cara. Se pregunta sin interés si realmente las necesita o si forman parte de su look.

—¿Puede explicarme qué sintió exactamente cuando tomó esa decisión? ¿Puede aclararme qué pensaba en ese momento? —pregunta él.

Rebecca mira al suelo.

—Fue hace mucho tiempo —contesta—. Creo que pensé que sería mejor si yo no fuera un factor. —Asiente con la cabeza, concordando consigo misma.

—Señora Wise, fue hace dos días. ¿Qué quiere decir con «un factor»?

—Creo que pensaba que iba en contra de sus intereses.

—¿Por el bien de su familia? ¿Por el bien de su marido y sus hijos?

Rebecca vuelve a hacer otro gesto de asentimiento de nuevo. Parece una explicación razonable. Dirige una mirada al doctor y luego aparta rápidamente la vista.

—Míreme, señora Wise. Por favor. ¿Puede decirme cuáles eran sus planes, si no hubiera venido aquí, a verme?

—No tenía un plan.

—¿Puede explicar por qué se sentía en contra de los intereses de las personas a las que quiere?

Rebecca no puede.

—Inténtelo —dice el médico.

—Sentí como si me hubieran dado luz verde.

—¿Quién se la dio?

—Mi perra murió —dice—. Mis hijos se han hecho mayores. —El médico se mueve en su silla. No dice nada—. Las cosas ayudaron. Se confabularon conmigo.

—¿Qué cosas le hicieron imaginar que le habían dado luz verde para suicidarse? Seguramente no la muerte de su perra.

Rebecca niega con la cabeza.

—Las cosas que acabo de decir. —De repente, se le seca la boca. La sangre silba en su cabeza y sabe lo que viene a continuación.

Cuajada, solidificada, Betty grita, maliciosa. Rebecca hace un gesto de dolor. El médico se da cuenta. Él baja la mirada, a sus notas.

—Así que ¿se tomó todas las pastillas que había en la casa y esperaba que ya no la pudieran ayudar para cuando su marido llegara de trabajar?

—No de una manera muerta…

El médico levanta las cejas.

—Sin embargo, habría habido un cadáver.

Rebecca vuelve a negar con la cabeza.

El médico toma nota. Luego la mira por encima de las gafas.

—Se me ha secado la boca —le dice Rebecca.

—Lo sé —responde.

Entonces Rebecca se recupera. No puede rendirse.

—La cosa es, doctor Glass, que soy una facilitadora. Hago posible que mi familia tenga éxito, que lo consiga, de una forma que yo no puedo.

El médico frunce el ceño. Se quita las gafas y se inclina hacia delante en la silla. Sus ojos, almendrados, rasgados, como los de un gato siamés, son del mismo azul que la tarde de invierno.

—No lo está haciendo usted muy bien, ¿verdad? —dice en voz baja—. ¿Cree que entiende cuánto daño les ha hecho?

Rebecca siente cómo se le mueve el pelo en el cuero cabelludo. ¿Lo entiende? No está segura. Sabe cuánto daño le hicieron sus padres. Si cierra los ojos, todavía puede sentir el dolor visceral de las injusticias que todos los niños de una familia numerosa tienen que soportar. Pero sus padres no intentaron abandonarla.

—Lo estaba haciendo bien. Estaban bien antes de todo esto. Estaban muy bien —dice.

—Y ahora… imagino que todos se sienten como en el infierno, carcomidos por la culpa y la rabia. —Vuelve a ponerse las gafas, y los cristales reflejan la ventana hacia Rebecca—. ¿Qué hacía antes de tener hijos?

Rebecca niega con la cabeza.

—Era niñera. Seguí siéndolo incluso después de tener a Abigail, pero cuando nació Kit ya no pude continuar. Me fui de casa demasiado joven; no terminé los estudios como es debido. No tengo ningún título académico.

El doctor Glass toma nota en su bloc.

—¿Echa de menos tener a sus hijos en casa? —pregunta.

Rebecca piensa y luego dice:

—No, viven muy cerca. Annie sigue en casa. No, no los echo de menos. Es difícil ocupar el quinto lugar en tu propia vida.

—¿Detrás de las necesidades de su marido y sus hijos, quiere decir?

Rebecca siente la traición. Siente la culpa de decir lo indecible, pero ellos nunca van a enterarse. Este doctor nunca conocerá a sus hijos o a Sam y les dirá lo que ella siente.

—Sí —responde.

—Escuche —dice el médico, y aprieta los dedos—, está agotada. Voy a ingresarla en el hospital. Creo que tenemos una cama. Creo, por lo que he observado, que podemos cuidarla mejor si se queda aquí, con nosotros.

Rebecca se levanta.

—No —responde—. Tengo que irme. Les dije en urgencias que no volvería a hacer algo así y no lo haré. Además, solo tengo esto. —Levanta su pequeño bolso verde—. No he traído nada, mis cosas, quiero decir. No tengo nada. Puedo volver el lunes, pero no hace falta. Ha sido un accidente.

El médico sigue sentado.

—¿Un accidente? —pregunta—. ¿Cómo es que su hijo la encontró inconsciente después de haberse bebido media botella de vodka, vino y varios frascos de analgésicos? ¿Tenía un dolor de oídos muy fuerte quizá?

Rebecca se aprieta el bolso contra el pecho. Mira al médico. Parece muy joven, calcula. Probablemente no entiende lo dura que puede llegar a ser la vida. La chaqueta de su traje enseña demasiado los puños y lleva gemelos de amatista y plata.

Gemelos de amatista antes del mediodía, se burla Betty en su oído izquierdo. Betty es la más horrible esnob.

—Bueno, de todos modos…, ¿cuántos años tiene? —Lo dice antes de poder evitarlo.

El médico se revuelve en su asiento.

—Siéntese, por favor, señora Wise —pide— y explíqueme exactamente qué quiere decir con eso.

Rebecca se sienta. En realidad, le parece que le han fallado las rodillas.

—Quiero decir que probablemente no tenga usted mucha experiencia, en realidad, probablemente… —Su voz se apaga y se queda en silencio.

—Le aseguro que estoy más que cualificado para tratarla. —El médico revuelve unos papeles en el escritorio que tiene delante.

—Aun así, no me voy a quedar. Es demasiado aterrador.

—Por supuesto, es su decisión. Le daré una receta para calmar la ansiedad y me gustaría volver a verla el lunes a las diez de la mañana. ¿Puede decirme cómo va a regresar a casa ahora? No parece que pueda ir en transporte público en este momento.

Rebecca se pregunta cómo hay que estar para poder coger un autobús. Siempre hay mucha gente muy enferma en los autobuses. Rebecca supone que el doctor Titus Glass casi nunca habrá subido a un autobús.

Mira al médico, que se da golpecitos con el bolígrafo en los dientes inferiores.

—Volveré el lunes a las diez. Un chófer me llevará a casa. Me ha traído él.

Sam había organizado, a través del trabajo, que llevaran a Rebecca a la cita y la recogieran después.

—Bien, entonces nos vemos el lunes. —El médico se levanta, se dirige a la puerta y la mantiene abierta—. Adiós, señora Wise —dice.

Había sido un accidente. Rebecca estaba segura. Se sentó en la parte trasera del coche y se puso a mirar cómo Londres iba pasando por la ventanilla. El conductor era un rumano llamado Viktor. Era calvo y llevaba gafas de sol de espejo. Cuando dejó a Rebecca en la puerta del hospital, le dijo:

—Tienez mi número. Cuando todo terminado, llámame por telefóno y venir enseguida.

Rebecca piensa que probablemente sea bastante amable.

Cruzan el Puente de Londres y Rebecca gira la cabeza a la derecha para ver el Puente de la Torre y Canary Wharf a lo lejos y el gran río marrón que fluye rápido alejándose de ella.

No quería que Kit la encontrara. En caso de que hubiese querido algo, habría querido que fuera Sam, cuando fuera demasiado tarde.

«No vengas esta noche», le había escrito a Kit, pero no había pulsado el botón «Enviar».

Kit había pasado a recoger unas sobras de salsa de pasta que ella había hecho. A menudo le daba sobras porque le preocupaba que no comiera bien en su piso compartido.

Obviamente, piensa, no había un plan. No en un sentido real. Era más bien una idea que se había vuelto demasiado pesada para soportarla. Entonces, Rebecca se había emborrachado mientras veía Escape From The City. El presentador, Justin Hammond, se había girado a cámara, y Rebecca había escuchado con una sensación de creciente temor.

—Esperemos —dijo Justin— que Jonathon y Kelsey hayan encontrado por fin su nuevo hogar perfecto en el campo; que la casa misteriosa pueda proporcionar a Jonathon esa anhelada cueva para el hombre, y a Kelsey, la perfecta comunidad de pueblo con la que tantas veces ha soñado.

Y eso había sido todo. Rebecca se había levantado del sofá, había tirado el teléfono al suelo y había subido tambaleándose las escaleras hasta el baño, donde se había tomado todas las pastillas que había en la casa. Sin nota de suicidio, sin plan…

—Solo tristeza —le dijo a Sam cuando volvió a casa del hospital—. Una sensación de fatalidad. Era…

—Lo más egocéntrico que he visto en mi vida —continuó Sam—. Gracias a Dios que no teníamos paracetamol. Eso es lo único que puedo decir.

Rebecca se había despertado en el hospital. Un médico joven con un estetoscopio alrededor del cuello estaba de pie junto a la camilla de Rebecca. Sam estaba de pie detrás de él, y sus tres hijos se hallaban justo al otro lado de la cortina que la protegía de una noche de miércoles en un concurrido servicio de urgencias londinense.

—Bien, está despierta —había dicho el médico—. ¿Cuántos paracetamoles tomó, señora Wise?

Rebecca había negado con la cabeza.

—Muy bien —dijo el médico—. Eso concuerda con los análisis de sangre.

Rebecca se miró el brazo y vio un esparadrapo en la flexura del codo. No recordaba que le hubieran sacado sangre.

Entonces llegó la psiquiatra de guardia y le preguntó si tenía intención de volver a quitarse la vida.

—Porque —dijo la psiquiatra, con una única pulsera de plata deslizándose por su delgada muñeca infantil—, si no puede decirme que no lo hará, tendremos que ingresarla aquí, en el hospital. Parece enfadada. ¿Está enfadada?

Sam la había llevado a casa, y los chicos habían vuelto a casa de Kit para pasar la noche.

—¿Estás enfadada? —le había preguntado Sam mientras conducía de regreso a casa bajo la luz gris del amanecer.

Rebecca había suspirado.

—Solo asustada —había respondido.

Viktor la deja fuera de casa.

—Cuídate —le dice, luego se marcha.

Sam estará en el trabajo, piensa Rebecca, mientras mete la llave en la cerradura, pero Annie estará en casa. Sabe que le habrán dicho que no la pierda de vista. Su móvil suena cuando aún está en el pasillo.

—¿En casa? —pregunta Sam.

—Sí, en casa —responde.

Pieza3

 

 

 

 

 

A diferencia de la mayoría de los niños, Rebecca Kelly no miraba el mundo con ojos redondos e inocentes. Lo miraba fríamente desde detrás de unas gafas de la seguridad social azules, su color favorito. Era una niña alta con una maraña inmanejable de pelo rubio rojizo, que se apartaba continuamente de los ojos o se los metía detrás de las orejas. Su madre le compró diademas para el pelo.

—Si te haces eso con el pelo, se te van a poner orejas de soplillo —le dijo a Rebecca.

Pero Rebecca no contestó nada, se colocó la diadema sobre la frente y la adornó con hojas y plumas.

—¿A quién dirías que te pareces? —le preguntó su hermano mayor, Martin.

Rebecca se encogió de hombros.

—A Hiawatha —respondió.

Era hiperflexible y le resultaba difícil mantenerse erguida, por lo que, cuando estaba de pie, tenía la espalda encorvada y las rodillas semiflexionadas, mirando al futuro, sin que le gustara mucho lo que veía.

Nació en Cornualles. Era la única niña de una familia de cuatro varones. Vio muy pronto las ventajas de no tener que competir con una hermana más guapa o más sociable. Sus dos hermanos mayores, Alex y Martin, se llevaban la peor parte de los imprevisibles ataques de ira de su padre, y al menor, Giles, podía intimidarlo o cuidarlo como si fuera su bebé a su antojo.

Cuando tenía ocho años, la familia se mudó. Llenaron su decrépito Cortina, incluido el portaequipajes, con sus pertenencias, metieron a todos los niños, apretados, en el asiento trasero y condujeron hasta Suffolk, donde su padre, David, había encontrado trabajo como piloto de helicóptero en las plataformas petrolíferas del mar del Norte.

Cruzar el río Tamar, que separa Cornualles del resto de Inglaterra, había hecho llorar a la madre de Rebecca.

Rebecca lo recordaba, porque su padre había puesto la mano en la rodilla de su madre en un gesto de amabilidad poco habitual en él y le había dicho:

—No te preocupes, Pen; volveremos antes de lo que crees.

La madre de Rebecca se llamaba Pen, diminutivo de Penelope.

—Tu abuelo me puso Penelope —le había dicho a Rebecca su madre—. Él pensaba solo que «Penelope» rimaba con «antílope» y se enfadó mucho cuando descubrió la horrible verdad.

El abuelo de Rebecca siempre la llamó «Pen» a partir de entonces.

—Pen, para un cisne hembra —había dicho, y se le había quedado.

Ese primer fin de semana, tras su llegada a East Anglia, agotados de desembalar y colocar sus muebles y pertenencias en una casa alquilada, los padres de Rebecca decidieron llevar a los niños a la playa.

—Estábamos muy emocionados por ver dónde íbamos a vivir —recordó Pen más tarde—. Pero era tan deprimente; había kilómetros y kilómetros de arado vacío, y el cielo era enorme. De vez en cuando se veía una torre de iglesia gris y una hilera de árboles en el horizonte, pero mi primera impresión fue de desolación absoluta.

El coche los había arrojado a los seis, vestidos solo con jerséis y pantalones de pana, a un tramo de guijarros que estaba siendo golpeado por un mar del color de una babosa, y los niños se encogieron aterrorizados por la brutalidad del viento y el frío afilado.

—Estábamos a finales de febrero —le contó Pen a Rebecca—. En Cornualles, el tiempo habría sido mucho más suave en esa época del año y el viento nunca era tan frío. En Suffolk, los vientos procedían directamente desde los Urales. No estábamos preparados para eso.

Rebecca recordaba una infancia marcada por aquellos vientos. Inviernos pasados bajo cielos altísimos en los que sentía cómo se le entumecían las mejillas y las manos, siempre sin guantes, se agarrotaban y se ponían blancas; veranos en los que el viento le azotaba el pelo y se lo metía en los ojos e inclinaba los árboles contra cielos llenos de nubes, y arrancaba prematuramente las hojas verdes de sus ramas agitadas.

A finales de primavera, la familia encontró una casa que comprar.

Era de estilo tudor, alargada y baja, una casa con entramado de madera, de paredes pintadas de un pálido rosa de Suffolk. Se alzaba junto con sus graneros en medio de un campo de patatas, rodeado de altos y enmarañados setos de espino y carpe. En la cocina había una antigua Aga con placas oxidadas y el mostrador de la oficina de correos del pueblo, que había cerrado hacía poco.

—Pero está a casi diez kilómetros de la ciudad más cercana —había protestado Pen.

—Por eso podemos permitírnoslo —respondió David, y así quedó la cosa.

Los niños pasaron las dos semanas de sus primeras vacaciones de Semana Santa en Suffolk arrancando patatas alegremente, disfrutando de la suave dureza en sus pequeñas y blandas manos y recorriendo en bicicleta las estrechas callejuelas para conocer a los pocos vecinos que vivían cerca.

Sus padres arrancaron la encimera de los años cuarenta de la cocina y la quemaron en el suelo duro frente al granero más grande.

—Podría guardar un barco en ese granero —dijo David una noche durante la cena.

Estaba sentado a la cabecera de la mesa, con su cuenco de sopa ya vacío apartado, y en la mano, una jarra llena de vino tinto que sostenía al trasluz. El vino brillaba como una joya. Como un rubí, pensó Rebecca.

Pen apiló los cuencos.

—No sé si tenemos tiempo para un barco —dijo en voz baja.

Ojalá tuviera un poni, pensó Rebecca; podría tener un poni en ese establo; pero no comentó nada y se metió en la boca más sopa hirviendo de puerros y patatas.

 

 

Los padres de Rebecca no eran felices. David se llevó el coche al trabajo y dejó a Pen tirada con los niños en medio de la nada, sin conocer a nadie y con un millón de tareas que hacer. Las broncas que se montaban fueron apocalípticas.

A menudo, Rebecca se despertaba por la noche al oír voces elevadas y el estruendo de algo que se caía o se tiraba. Oía la puerta del dormitorio cerrarse de golpe, la rotura de un cristal y, una vez, el horrible sonido de su madre huyendo por el camino de entrada, con el sonido de sus sandalias Scholl al correr por la grava.

—¡Y no vuelvas, joder! —rugía su padre desde la puerta de la cocina.

¿Volvería? Rebecca no lo sabía. Se levantó de la cama y pegó la cara a la ventana, forzando la vista en la oscuridad para detectar algún rastro de su madre. Rebecca tendría que asegurarse de que Giles estuviera a salvo si nunca regresaba.

Por la mañana, oyó alejarse el coche y, mientras se servía a sí misma y a Giles los cereales del desayuno, vio, junto a la papelera, otra botella de vino vacía, y le llegaron, de la planta de arriba, los sollozos desesperados de su madre.

A veces Rebecca se despertaba justo antes del amanecer. Todo se hallaba en silencio y se imaginaba que olía a humo. Sin las gafas no veía muy bien. Solo distinguía la parte superior de la cabeza oscura de Giles sobre la almohada, una mancha en la ventana y el vano oscuro de la puerta abierta del dormitorio. Tendría que convencerse a sí misma para tumbarse y volver a dormir. Apretó con fuerza la oreja contra la almohada hasta que empezó a oír el latido de la sangre de su cabeza e imaginó que el ritmo era el de una niña saltando sobre la grava debajo de la ventana.

Se imaginaba que la niña manejaba una cuerda con pericia en la oscuridad, los pies aterrizando juntos mientras pasaba zumbando por debajo de ellos, fallando por un centímetro o menos. El pelo de la niña volaba, con sus rizos dorados, bañados en plata por la luna, y su rostro era una máscara concentrada. Rebecca se deslizaba de la cama y se ponía de puntillas para alcanzar la ventana; pero, en el momento en que su cabeza abandonaba la almohada, la niña recogía su cuerda y desaparecía. Rebecca pensó que la niña podía ser su gemela.

Su gemela nocturna.

La llamaba Betty. A veces Rebecca la oía hablar.

Volveré, decía. En otra ocasión. Y siempre volvía.

 

 

Los Kelly encontraron una asistenta. Se llamaba Lorraine. Tenía el pelo amarillo brillante y brazos rosas, enormes como jamones. Adornaba sus robustas muñecas con pulseras de colores que tintineaban cuando trabajaba. Llevaba blusas ajustadas sin mangas y faldas ceñidas. Se reía mucho y cantaba con la radio mientras limpiaba. A Rebecca le gustaba Lorraine porque parecía feliz.

Lorraine tenía dos hijos llamados Gary y Grime. Gary ya era casi mayor y tenía una moto, y Grime tenía once años. Los chicos no tenían padre, pero tenían un tío llamado Billy Parfitt que vivía con ellos. El tío Billy tenía problemas de espalda. Todos vivían en una casa un poco más abajo de la carretera de los Kelly.

Grime iba a la escuela del pueblo, pero parecía tener pocos amigos. A veces jugaba a las pistolas o al fútbol con los hermanos de Rebecca, pero él prefería salir a explorar con ella. Lo sabía todo sobre el campo, y Rebecca llegó a adorarlo como si fuera un héroe.

Cuando Grime no estaba en la escuela u ocupado con alguna misteriosa obligación que nunca llegaba a explicar del todo, él y Rebecca partían campo a través, en busca de la naturaleza salvaje.

Grime y Rebecca no hablaban; ellos hacían cosas.

Amanecía y se ponían en marcha. Bajo un cielo tan brillante como un huevo de petirrojo, acechaban los campos de heno en busca de nidos de zarapitos y alondras. Atrapaban espátulas y ninfas de libélula en el arroyo que bordeaba los bosques del cercano pueblo de Benham y trepaban hasta lo más alto de los árboles, donde las ramas se doblaban y rompían bajo sus pies, y entonces descargas y calambres les recorrían las extremidades.

Billy, el tío de Grime, era alto, casi tanto como el padre de Rebecca, pero, a diferencia de este, Billy tenía los hombros encorvados y un aura de derrota.

Cuando no trabajaba, el padre de Rebecca vestía vaqueros y camisas de cuadros. Billy no trabajaba nunca y llevaba una vieja chaqueta gris que le caía sobre la delgada espalda. Llevaba el pelo canoso peinado en lo que, según le dijo la madre de Rebecca, era un tupé. Lo llevaba largo por detrás y rizado en la nuca.

—Probablemente fue un teddy boy —le explicó su madre.

Rebecca no sabía lo que era un teddy boy, pero, si era algo que había sido Billy, estaba bastante segura de que no le importaba.

Cuando el padre de Rebecca trabajaba, llevaba un uniforme de capitán con galones dorados en la visera y en los hombros. A Rebecca le parecía un héroe. Se parecía a Richard Attenborough, Lawrence de Arabia o John Wayne.

A Rebecca le encantaban las películas antiguas. Cuando no estaba en el colegio, su madre la dejaba tumbarse en el sofá con una manta y verlas. La mayoría eran en blanco y negro, pero a Rebecca no le importaba porque podía colorearlas con los ojos. Le gustaban especialmente las películas de guerra. Le gustaba cuando salían hombres en las cubiertas de los barcos, buscando submarinos en las olas. Le gustaba que Trevor Howard se lanzara en picado en busca de refugio bajo un intenso fuego. Le gustaba John Wayne cruzando las praderas vestido de oficial de caballería. Le gustaban los hombres que eran héroes.

Trevor Howard salía en una película llamada Breve encuentro. Era la película favorita de la madre de Rebecca. No era de guerra; era una historia de amor, sobre dos ancianos. Su madre la adoraba y siempre acababa llorando, pero a Rebecca y a sus hermanos les parecía muy divertida. No era la película preferida de Rebecca, pero cuando se hizo mayor y conoció a su marido, Sam, le enseñó escenas enteras, que se citaban el uno al otro con acentos entrecortados de los años cuarenta.

 

 

—No se llama Grime —les dijo Pen un día a sus hijos, exasperada—. Se llama Graham.

—Pero él dice que se llama Grime —argumentó Rebecca—. Debería saber su propio nombre, ¿no?

—Es por su acento —explica su madre.

—¿Y si pronunciar su nombre Gray-ham es un acento? —preguntó Martin—. No puedes ir por ahí llamando a la gente cosas que no se llaman y luego decir que lo dices así por tu acento. Nosotros tenemos acento. Somos pijos —añadió razonablemente.

—Además —dijo Alex—, Gray-ham sería horrible.

—No somos pijos y no tenemos acento —argumentó Pen.

Volvió a la tabla de cortar, partió el beicon en finas lonchas y las echó en una sartén.

Rebecca salió sin decir nada por la puerta de la cocina mientras la habitación se llenaba del delicioso aroma del beicon friéndose. No estaba segura de que se debiera comer cerdo, pero aún no se le había ocurrido ningún plan para evitarlo.

Un día, Grime le dijo a Rebecca que había encontrado un nido de ratas y le preguntó si quería ver cómo mataba las crías.

—Hay que matarlas —le explicó a Rebecca—. O se meten entre las manzanas almacenadas, y ya no podemos usarlas.

—¿Usarlas para qué? —preguntó Rebecca—. ¿Por qué no os las coméis cuando las recogéis?

—Para la sidra —dijo Grime—. Son manzanas de sidra y hacemos sidra sin filtrar con ellas. Ven y mira. Las mato con una cacerola.

Así que Rebecca fue con Grime a su casa, calle abajo. Puso a las crías de rata, que no tienen pelo, una a una, en el escalón de hormigón de la puerta trasera de su caseta de jardín y, a continuación, hizo caer sobre cada una de ellas una pesada cacerola de hierro oxidado, hasta reducirlas a una pulpa rosada que raspó con un palo antes de sustituirla por otra.

—¿Quieres probar? —preguntó Grime, y le tendió la cacerola.

Rebecca negó con la cabeza.

—Pesa demasiado —dijo, y se le hizo un nudo en el estómago.

Pieza4

 

 

 

 

 

Rebecca debía empezar el colegio después de Semana Santa, pero su madre quería que se quedara en casa. La primavera llegó lentamente a Suffolk, y el verano, más lentamente aún. David Kelly trabajaba muchas horas volando y volvía a casa estresado y agotado. La casa, aunque hermosa, había sufrido largos años de abandono, y la lista de tareas para convertirla en un hogar familiar era abrumadora.

—La necesito aquí —oyó Rebecca que su madre le decía a su padre—. Puede cuidar a Giles, y así yo puedo trabajar en la casa. Hay mucho que hacer. Además, está muy por delante de la mayoría de los niños de su edad. Sabe leer y escribir muy bien.

Así que, mientras los mayores se adaptaban a su nueva vida, cogiendo el autobús al final del camino y haciendo nuevos amigos en el colegio, Rebecca se quedaba en casa con Pen y su hermano pequeño. Con Giles en el regazo, se acurrucaba contra el tronco de un viejo manzano, junto al estanque, y leía en voz alta los Cuentos de hadas de los Hermanos Grimm. Pen lijaba, pintaba, cocinaba y observaba desde detrás de las ventanas con parteluz cómo el mundo exterior se volvía verde, y el cielo se llenaba de azul.

Rebecca estaba muy contenta. Le encantaban cuatro cosas: Giles, la lectura, los animales y los insectos. Esta vida le daba las cuatro cosas.

A veces, Grime llegaba y esperaba de pie en el camino de grava y, cuando Rebecca y los chicos salían de casa, sacaba un animal muerto de un bolsillo o de un saco y lo exhibía orgulloso en sus manos sucias. Una vez llevó un topo; atrapado en una trampa para topos, dijo. Rebecca se había colocado justo detrás de Alex y miraba embelesada la diminuta criatura. Tenía un suave y brillante pelaje negro y grandes patas sin pelos. Sus pequeños ojos muertos brillaban en negro y sus dientes estaban teñidos de sangre rojiza.

 

 

Con el tiempo, los padres de Rebecca empezaron a hacer amigos: un compañero del trabajo de su padre los invitó a tomar algo; una madre del colegio de los niños invitó a Pen a tomar café; el pastor local les hizo una visita.

A Pen no le gustaba participar en eventos sociales. El comité del mercadillo y el Instituto de la Mujer no eran para ella, pero poco a poco los Kelly empezaron a conocer a sus vecinos.

A través de Lorraine, encontraron una niñera llamada señora Lightwing. Era una señora bastante mayor, supuso Rebecca, de unos sesenta o setenta años. A Rebecca le pareció encantadora. Tenía el pelo corto, brillante y gris, una cara dulce y arrugada, con las mejillas enrojecidas y los ojos de un marrón desvaído. Iba en bicicleta con una cesta en la parte delantera, y Rebecca, durante sus paseos, a menudo se la encontraba pedaleando por los caminos rurales, con su abrigo negro ondeando a su espalda.

—Es una bruja —le dijo Grime a Rebecca—. Sabe hacer hechizos y pociones. Una vez le dio a mi tío Billy una poción para la espalda, pero no funcionó. Una vez, mi madre la vio recogiendo setas en luna llena.

—¿Es la señora Lightwing una bruja? —le preguntó Rebecca a su madre.

—No —respondió Pen—. Pero probablemente sea una mujer sabia.

La señora Lightwing cuidaba de los niños Kelly cuando Lorraine no podía, y había muchas veces que Lorraine no podía.

—Es por la espalda de nuestro Billy, ¿sabes? —le dijo a la madre de Rebecca.

Pen no lo sabía, aunque tampoco le importaba, porque la señora Lightwing no se sentaba en el piso de abajo a leer el Woman's Own o a ver la televisión; se dedicaba a los niños y parecía tener especial debilidad por Rebecca.

—La saca de su ensimismamiento —oyó que le decía Pen a una nueva amiga mientras tomaban té en la cocina—. Rebecca es una niñita tan graciosa y silenciosa. La mayoría de la gente no se preocupa por ella.

Rebecca comprendió que la señora Lightwing pretendía ser su amiga íntima. Esperaba a que los niños se durmieran o se sentaran frente al televisor para sentarse en la cama de Rebecca y contarle cotilleos del pueblo y de la iglesia. Le contó a Rebecca que la mujer del sacerdote había hecho trampas comprando una tarta para el concurso de repostería del Instituto de la Mujer, y que Denise Styles se negaba en redondo a arreglar las flores de la iglesia desde que el pastor había prohibido los gladiolos.

Rebecca no sabía lo que eran los gladiolos, pero sabía que debía reírse, así que lo hizo.

La señora Lightwing le leía a Rebecca sus libros favoritos y le daba caramelos duros, incluso después de haberse lavado los dientes. De adulta, el aroma de azúcar de cebada aún podía hacerla retroceder en el tiempo.

Cuando florecían las primeras prímulas, abriéndose paso a través de la pesada tierra de arcilla, la señora Lightwing cogía un ramo que olía a miel especialmente para Rebecca y llegaba en su bicicleta con las flores en la cesta del manillar.

Rebecca no estaba acostumbrada a ser la favorita de nadie, y al principio esta marcada preferencia le resultó incómoda. No tenía nada de la belleza de Giles, el encanto de Alex o la confianza de Martin. Su madre la tachaba abiertamente de peculiar, y su padre no le hacía el menor caso.

—En mi familia, casamos a las hijas, no las tenemos —dijo un día su padre.

Rebecca imaginó que era una especie de broma o una explicación, pero también supuso que era cierto.