La lista de los siete - Mark Frost - E-Book

La lista de los siete E-Book

Mark Frost

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Beschreibung

Mark Frost, creador de Twin Peaks, nos sumerge en una Londres victoriana envuelta en brumas, donde las sociedades secretas mueven los hilos del poder, los complots se tejen en la penumbra, y donde un joven Arthur Conan Doyle se enfrenta a una amenaza que desdibuja los límites de la razón. Navidad de 1884. El joven médico y aspirante a escritor Arthur Conan Doyle es invitado a una sesión de espiritismo en una casa del East End londinense. La velada da un giro macabro cuando dos personas son brutalmente asesinadas, y el propio Doyle está a punto de correr la misma suerte. Su salvador es Jack Sparks, un enigmático aventurero y maestro del disfraz que afirma ser agente especial al servicio de Su Majestad la Reina Victoria. Sparks revela a Doyle que ha sido marcado como objetivo por una siniestra secta de satanistas conocida como la Hermandad Oscura. Unidos por el peligro, Doyle y Sparks se embarcan en una trepidante persecución que los llevará desde los oscuros callejones de Londres hasta los rincones más remotos de Europa, enfrentándose a amenazas tanto humanas como sobrenaturales. Su única pista es una lista con siete nombres: los líderes de la Hermandad. En su camino, se cruzarán con sociedades ocultistas, practicantes de magia negra, gárgolas que cobran vida, científicos desquiciados y figuras emblemáticas como Madame Blavatsky y Bram Stoker. El destino del Imperio británico pende de un hilo, y solo ellos pueden evitar su caída. La lista de los siete es un festín para los amantes del folletín decimonónico, un caleidoscopio de aventura en el que un joven Conan Doyle, aún lejos de la celebridad, se ve envuelto en una espiral de enigmas. Entre el fulgor de las lámparas de gas y el eco de los pasos en callejones desiertos, Mark Frost rinde homenaje a las novelas de aventuras victorianas, con una trama que mantiene al lector en vilo hasta la última página. CRÍTICA «A lo largo de sus trepidantes páginas se suceden todos los elementos de misterio, intriga y emoción que hicieron de los relatos de Sherlock Holmes un éxito literario sin precedentes.» —El Mundo «Una historia absolutamente vertiginosa. Burbujea como el champán.» —The Washington Post «Una novela que sigue siendo tan impactante hoy como cuando se publicó.» —Guillermo del Toro «Una intriga bien calibrada, que cabalga entre aparentes realidades y mundos ocultos.» —La Vanguardia «Un magnífico relato de aventuras sobre fuerzas ocultas del mal que se reúnen en la Inglaterra victoriana para planear el dominio del mundo.» —Kirkus Review «Una novela que me ha entusiasmado por su intriga y me ha acompañado en la búsqueda de mundos ocultos. Un entretenimiento oscuro y cautivador. Un irresistible pasapáginas.» —Clive Barker «El mundo de las fuerzas ocultas y del espiritismo se desliza con desasosiego y nos perturba con eficacia a lo largo de las páginas de esta excelente narración.» —ABC «Una novela inquietante que se devora con avidez desde la primera página… Avanza por la Inglaterra victoriana con el ímpetu de un tren desbocado.» —People

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Seitenzahl: 696

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Para Jody

AGRADECIMIENTOS

Este libro debe su existencia a Ed Victor, que encendió el fuego.

Deseo expresar mi agradecimiento a Howard Kaminsky por correr el riesgo; a mis editores, Mark Gompertz y Paul Bresnick, y al resto del equipo en Morrow. Mi agradecimiento también a Rosalie Swedlin, Adam Krentzman, Rand Holston, Alan Wertheimer, Lori Mitchell, y John Ondre.

Y un agradecimiento especial a Bill Herbst por escalar la siguiente colina y decirme la verdad sobre lo que había al otro lado.

El diablo solo pide aquiescencia…,

nada de luchas ni conflictos.

Aquiescencia.

1

UN SOBRE

El sobre era de pergamino crema. Estrías finas, crujiente, sin marca de agua. Caro. Se había raspado en los bordes y ensuciado un poco cuando lo deslizaron silenciosamente por debajo de la puerta. El doctor no se había percatado de nada, aunque su oído era fino, agudo como las rodillas de una bruja.

Se encontraba en el salón donde había estado durante toda la velada, alimentando el fuego, absorto en un texto abstruso. Cuarenta y cinco minutos antes había levantado la mirada cuando la señora Petrovitch subió las escaleras, arrastrada de regreso a una velada de suspiros quejumbrosos entre el olor pegajoso de la col hervida por el rápido rascar de las uñas del dachshund. El doctor había observado el paso de las sombras reflejadas en las tablas enceradas debajo de la puerta. No había ningún sobre.

Recordaba vagamente que le hubiera gustado conocer una manera más sencilla de consultar el reloj sin tener que sacarlo cada vez del bolsillo del chaleco y abrir la tapa. Por esta razón, cuando pasaba una velada en casa lo colocaba abierto sobre la mesa. Le obsesionaba el tiempo, y sobre todo desperdiciarlo inútilmente. Había mirado su reloj cuando el perro y la esquelética y melancólica ama rusa pasaron delante de la puerta: eran las nueve y cuarto.

Volvió su atención al texto. Isis revelada. Desde luego la tal Blavatsky estaba loca: otra rusa, como la pobre Petrovitch con su vino de ciruelas. ¿Sería que, cuando desarraigabas a estos zaristas y tratabas de replantarlos en tierra inglesa, la locura era una consecuencia inevitable? Una mera coincidencia, pensó; una soltera enferma del corazón y una trascendentalista megalomaníaca y fumadora de puros no representaban una tendencia.

Estudió la fotografía de Helena Petrovna Blavatsky en el frontispicio: la inmovilidad sobrenatural, aquella mirada clara, penetrante. La mayoría de las caras se apartaban instintivamente del ojo de insecto de la cámara. En cambio, ella se había apoderado del instrumento. ¿Cómo interpretar este curioso libro? Isis revelada. Ocho volúmenes hasta la fecha y amenazaba con otros, todos con más de quinientas páginas; y esto era solo una cuarta parte de la obra de la autora, una obra que pretendía asimilar y eclipsar, con una notoria falta de ironía, todos los sistemas de pensamiento espirituales, filosóficos y científicos conocidos: en otras palabras, una teoría revisionista de toda la creación.

Aunque según la nota biográfica al pie de la fotografía, HPB había pasado la mayor parte de sus cincuenta y tantos años trotando por el planeta en comunión con este o aquel grupo ocultista, la mujer atribuía modestamente la génesis del libro a la inspiración divina, por cortesía de una extensa lista de Maestros Ascendentes que se materializaban como el fantasma de Hamlet, y afirmaba que de vez en cuando alguno de estos personajes sagrados penetraba en su cabeza y empuñaba las riendas: a este fenómeno lo denominaba escritura automática. Desde luego el libro poseía dos estilos bien diferentes —dudaba en definirlos como «voces»—, pero, en cuanto a su contenido, la cosa era un revoltijo sin pies ni cabeza: continentes perdidos, rayos cósmicos, razas extraviadas, cábalas malignas y brujas. A decir verdad, él también había empleado las mismas ideas en su novela, pero, por el amor de Dios, lo suyo era ficción, y en cambio ella hablaba de teología.

Inquieto con estos pensamientos, descubrió el sobre. ¿Lo habían dejado allí sin más? ¿Acaso su subconsciente había captado el momento en que lo deslizaban por debajo de la puerta atrayendo así su mirada? No recordaba haber oído nada —nadie que se acercara, ni el crujido de una rodilla, o el roce de un guante contra la madera o el papel, nadie que se alejara— y aquellas destartaladas escaleras anunciaban la presencia de un visitante con el estrépito de una fanfarria. ¿La inmersión en Blavatsky le había embotado los sentidos? Difícil de creer. Incluso ante la mesa de operaciones, con los moribundos atados con correas, desangrándose, aullándole a la cara, era capaz de captar los sonidos a su alrededor como un gato inquieto.

Sin embargo, allí estaba el sobre. Podía llevar allí unos…, ahora eran las diez…, unos cuarenta y cinco minutos por lo menos. O quizá el portador acababa de llegar y permanecía inmóvil al otro lado de la puerta.

El doctor intentó percibir alguna señal de vida, consciente de su pulso acelerado y del sabor acre e irracional del miedo. Eso no le era desconocido. Sacó en silencio del paragüero el bastón más grueso, lo sujetó con un movimiento experto por la contera y, enarbolando el mango nudoso y ennegrecido, abrió la puerta.

Lo que vio, o no vio, en el pasillo alumbrado por la vacilante luz de gas sería tema de cábalas durante algún tiempo: acompañada por el silbido de la succión del aire cuando abrió la puerta, una sombra envolvente desapareció de aquel vestíbulo con la rapidez del mago que quita un pañuelo de seda negra de un mantel blanco. O al menos eso fue lo que pensó en aquel momento.

El vestíbulo estaba desierto. No le pareció que alguien acabara de estar allí. En algún lugar cercano sonaba un violín desafinado; a lo lejos, el llanto de un niño con cólicos, y ruido de cascos en el adoquinado.

«Blavatsky me ha afectado —pensó—; esto es lo que pasa por leerla de noche. Soy sugestionable.» Volvió a la sala, cerró la puerta con llave, dejó el bastón en su lugar y dedicó su atención al asunto que tenía entre manos.

El sobre era cuadrado, y no llevaba seña alguna. Lo sostuvo a la luz; el grosor del papel no dejaba ver su contenido. Parecía un sobre idéntico a cualquier otro.

Buscó en su maletín de médico, sacó una lanceta bien afilada y, con la precisión quirúrgica de la que solía hacer gala cuando afrontaba algo rutinario, desprendió el sello de lacre. Una sola hoja de pergamino, más fino que el del sobre pero a juego, se deslizó en su mano. No tenía marcas ni monograma alguno, pero evidentemente se trataba de la correspondencia de un caballero, o de una dama. Abrió la hoja, plegada una vez y sin arrugas, y leyó la misiva:

Señor:

Se requiere vuestra presencia en un asunto de suma urgencia relacionado con la práctica fraudulenta de las artes espiritistas. Estoy al corriente de vuestra compasión por las víctimas de aventureros como estos. Vuestra ayuda es indispensable para alguien cuyo nombre no se puede mencionar aquí. Como hombre de bien y científico, os ruego una respuesta pronta. La vida de un inocente está en juego. Mañana por la noche, a las 20:00, en el número 13 de Cheshire Street.

bienandanza

En primer lugar, la escritura: letra de imprenta, limpia y precisa, trazada por una mano culta. Las palabras marcadas profundamente en el pergamino, la pluma bien sujeta, la mano apoyada con firmeza; aunque no había sido escrita deprisa, la urgencia era evidente. Hacía menos de una hora que había sido redactada.

No era la primera invitación de esta clase que había recibido. La campaña del doctor para denunciar a los falsos médiums y sus abominables secuaces era bien conocida por algunos agradecidos miembros de la sociedad londinense. No era un hombre público ni buscaba el reconocimiento popular, incluso tomaba precauciones para evitar toda exposición, pero, así y todo, de vez en cuando su trabajo llegaba a oídos de aquellos que necesitaban ayuda.

No era esta la primera invitación, pero sí, desde luego, la más apremiante.

El papel no tenía ningún aroma o perfume particular. Ninguna floritura identificable. La mano era tan decididamente asexuada como el papel de escribir. El anonimato total.

Llegó a la conclusión de que se trataba de una mujer: adinerada, culta, vulnerable al escándalo. Casada o relacionada con alguien importante o de la aristocracia. Una principiante en el campo de las «artes espiritistas». A menudo esto definía a quienes acababan de sufrir, o temían estar a punto de sufrir, una pérdida importante.

Un inocente. Un esposo o un hijo. Suyo.

La dirección correspondía al East End, muy cerca de Bethnal Green. Un sitio peligroso; un lugar en donde una mujer de buena cuna no osaría aventurarse sola. Para un hombre poco dado a las dudas incluso en los momentos de mayor incertidumbre, no podía haberlas respecto a la respuesta.

Antes de sumergirse otra vez en Blavatsky, el doctor Arthur Conan Doyle pensó que debía limpiar y cargar el revólver.

Era el día de Navidad de 1884.

El piso donde vivía y trabajaba Doyle ocupaba la segunda planta de un edificio viejo en un barrio obrero de Londres. Era un alojamiento humilde, apenas una sala de estar y un dormitorio pequeño, ocupado por un hombre modesto de recursos limitados y una firme confianza en sí mismo. Por naturaleza, y ahora por oficio, un sanador, licenciado en Cirugía desde hacía tres años, un joven a punto de cumplir los veintiséis y próximo a ingresar en aquella fraternidad tácita cuyos miembros continúan discretamente con su labor, a pesar de ser conscientes de su propia mortalidad.

Su fe como médico en la infalibilidad de la ciencia estaba arraigada, pero era frágil y se hallaba entremezclada con gran cantidad de defectos. A pesar de haberse apartado de la Iglesia católica una década antes, aún persistía en Doyle el deseo de creer; en su opinión, ahora era competencia exclusiva de la ciencia establecer empíricamente la existencia del alma. Confiaba plenamente en que la ciencia acabaría por guiarle a las más altas cotas del descubrimiento espiritual y, sin embargo, coexistía con esta férrea certeza un deseo incontrolado de abandono, de arrancar el velo de la molicie que enmascaraba la realidad y así incitar una unión con lo místico, una muerte en vida para conseguir una vida superior. Este anhelo rondaba su mente como un espectro, y jamás se lo había mencionado a nadie.

Para apaciguar este deseo de rendición, se embarcó en la lectura de Blavatsky y de Emanuel Swedenborg y de toda una legión de místicos pedantes, y visitó librerías desconocidas en busca de una prueba racional que pudiese cuantificar, de una confirmación que pudiese sostener con sus propias manos. Asistió a reuniones de la Alianza Espiritista Londinense. Buscó médiums, videntes y parapsicólogos, organizó sus propias sesiones espiritistas y visitó casas donde los muertos no descansaban. En cada caso, Doyle aportó siempre sus tres principios cardinales —observación, precisión y deducción, los pilares sobre los que había edificado su personalidad—, y registró los hallazgos desde un punto de vista clínico, en privado, sin llegar a conclusiones, como preámbulo de alguna obra mayor cuya estructura se revelaría en el momento propicio.

A medida que profundizaba en sus estudios, la lucha interior entre el espíritu y la ciencia, estas dos polaridades irreconciliables, se hacía más clamorosa y enconada. Sin embargo, perseveró. Sabía muy bien lo que podía ocurrirles a los hombres que renunciaban a la lucha. Por un lado se alzaban los autoproclamados pilares de la moralidad, defendiendo las almenas de la Iglesia y el Estado, enemigos jurados del cambio, muertos por dentro pero incapaces de meterse en la tumba; en el otro se encontraba la pléyade de desgraciados encadenados a las paredes de los asilos, cubiertos de roña y con los ojos encendidos por el éxtasis mientras comulgaban con una perfección ilusoria. No establecía juicios entre estos extremos: sabía que el camino de la perfección humana —el camino que aspiraba a recorrer— se encontraba exactamente en el medio. Le animaba la esperanza de que, si bien la ciencia era incapaz de guiarle por aquel camino, quizá él pudiese ayudar a guiar a la ciencia por el mismo.

Esta decisión generó dos resultados inesperados. En primer lugar, cuando llevado por este espíritu escéptico encontraba algún fraude o abuso de los débiles de mente o corazón, ejecutado por bergantes con el fin de obtener una ganancia deshonesta, no vacilaba en desenmascarar a los autores. Estos personajes despreciables y de baja estofa provenían generalmente del mundo de la delincuencia y solo entendían el lenguaje de la violencia: insultos, trifulcas, amenazas físicas prometidas y ejecutadas. A instancias de un confidente de Scotland Yard, y después de que su denuncia a una falsa gitana provocara un ataque a navajazos que a punto estuvo de enviarle al más allá, Doyle había comenzado a llevar revólver.

En segundo lugar, el vivir gobernado por estos impulsos contradictorios —el deseo de tener fe y la necesidad de demostrar que era genuina antes de abrazarla— dejaba a Doyle con la comprensible necesidad humana de compensar estas contradicciones no resueltas. Encontró el medio ideal en la escritura de obras de ficción, transformando las experiencias informes de este nebuloso mundo inmaterial en frases claras y precisas: relatos de planes míticos, fechorías y crímenes cometidos por siniestros malhechores y descubiertos por hombres amigos de la luz y el conocimiento que —como él— se aventuraban sin parar mientes en las tinieblas.

Al servicio de esta visión, Doyle había escrito cuatro libros durante los últimos años. Los tres primeros habían sido debidamente remitidos a unos cuantos editores, que los habían rechazado y devuelto, y ahora descansaban en el fondo de un baúl de mimbre que se había traído de los mares del sur. Todavía aguardaba respuestas a su más reciente composición —un trepidante relato de aventuras titulado La Hermandad Oscura—,que consideraba la mejor de sus obras por diversas razones, en especial por el ferviente deseo que tenía de verse rescatado de la pobreza.

En cuanto al aspecto físico, basta decir que Doyle tenía el tipo adecuado para las tareas que se había fijado: robusto, atlético, poco vanidoso, pero capaz de avergonzarse si se encontraba con alguien de mejor posición social mientras llevaba el cuello o los puños raídos a causa de sus limitaciones económicas.

Conocía las consecuencias de los vicios lo suficiente para ser compasivo con aquellos que caían cautivos de sus garras y sus trampas, aunque no tenía ninguno. No era jactancioso, sino más bien dado a escuchar. De la naturaleza humana esperaba al menos un mínimo de decencia, y hacía frente a las inevitables desilusiones sin rencor ni sorpresa.

El sexo opuesto despertaba en él un interés natural y saludable, aunque algunas veces también una cierta vulnerabilidad, un rincón frágil y vacilante en lo que era una fachada de granito. Esta tendencia jamás le había producido más problemas que las vejaciones y angustias típicas de los jóvenes en busca de amor. Pero no tardaría en descubrir que las consecuencias podían ser mucho más graves.

2

13 CHESHIRE STREET

El 13 de Cheshire Street se alzaba en el centro de una hilera de casas endebles como un castillo de naipes. Cuatro escalones conducían a un portal visiblemente escorado a estribor. El edificio no podía ser tildado de covacha, aunque poco le faltaba. La apariencia de la casa no inspiraba nada siniestro. Mejor dicho, no inspiraba absolutamente nada.

Doyle la observó desde el otro lado de la calle. Había llegado una hora antes de la indicada en la carta. Había poca luz, y escaseaban los paseantes y el tráfico rodado. Permaneció en las sombras y esperó, seguro de que su presencia pasaría inadvertida, vigilando la casa a través de un pequeño catalejo.

La pálida aurora de una luz de gas teñía las cortinas del vestíbulo. Dos veces durante el primer cuarto de hora, unas sombras se interpusieron entre la luz y los encajes. En una ocasión se movió una de las cortinas, apareció una mano; un rostro masculino, moreno, apenas entrevisto, observó la calle y después se retiró.

A las 19:20 una figura rechoncha cubierta con un montón de chales oscuros y desgarrados recorrió la acera y subió las escaleras; tras golpear metódicamente tres veces hizo una pausa, y luego dio un cuarto golpe. Un metro cincuenta de estatura, casi ochenta kilos de peso, y la cabeza y el rostro protegidos del frío. Botines. Una mujer. Doyle miró por el catalejo; botines nuevos. Se abrió la puerta y la figura entró. Doyle no pudo ver el vestíbulo ni a la persona que abrió.

Cinco minutos más tarde, un mozalbete apareció a la carrera, directo hacia la puerta, donde repitió la misma llamada. Un golfillo mal vestido, cargado con un voluminoso paquete de forma irregular envuelto en hojas de periódico y atado con un cordel. Antes de que Doyle pudiese enfocar el anteojo en el paquete, el mozalbete entró en la casa.

Entre las 19:40 y las 19:50 llegaron dos parejas, la primera a pie. Clase trabajadora: la mujer cetrina, embarazada; el hombre grueso, apto para los trabajos pesados, incómodo con lo que Doyle supuso que sería su traje de domingo. También ellos emplearon la llamada en código. A través del anteojo observó al hombre intimidando a la mujer mientras esperaban, ella con la cabeza gacha, derrotada, un estado aparentemente habitual. No conseguía descifrar las frases del hombre; gracias a la lectura de labios consiguió captar «Dennis» y «amo barrigón». ¿Amo barrigón? Entraron y cerraron la puerta.

La segunda pareja llegó en carruaje. No era un coche de alquiler, sino un vehículo particular, cueros oscuros, ruedas con aros de acero; el caballo, un zaíno de buena estampa. A juzgar por el sudor del animal, habían viajado deprisa desde algún lugar que estaría a unos cuarenta y cinco minutos, quizá una hora de marcha. Venían del oeste, cosa que los situaba en Kensington, con Regent’s Park en el extremo norte.

El cochero descendió y abrió la portezuela. El uniforme y sus modales deferentes no se contradecían con su aspecto de sirviente cincuentón, musculoso y hosco. Primero se apeó un hombre joven, delgado y paliducho, con el porte presuntuoso de los estudiantes universitarios privilegiados, que a Doyle no le caían muy bien. A juzgar por el atuendo, una corbata demasiado recargada, pechera y sombrero de copa, había venido directamente de una reunión social o había sobreestimado la importancia del destino. Con un gesto apartó al cochero y ofreció la mano a la pasajera del coche cuando esta se dispuso a apearse.

La mujer vestía de negro, era casi tan alta como el joven, ágil y cimbreña, y parecía sacudida por unas emociones muy fuertes. Toca y chal enmarcaban el rostro ovalado y pálido; tenía un cierto parecido de familia con el joven —la hermana, pensó Doyle, dos o tres años mayor que él—, pero apenas si pudo echar un vistazo a sus facciones porque el hombre la cogió del brazo y la acompañó rápidamente hasta la puerta. Llamó de inmediato, muestra evidente de que desconocían la señal. Mientras esperaban, el joven le habló en tono apasionado, como si quisiera convencerla de algo —quizá maldecía por el mal aspecto del barrio; al parecer la había acompañado a disgusto—, pero a pesar de la aparente fragilidad de la mujer, la firmeza de su mirada indicaba que le superaba en fuerza de voluntad.

La joven miró con inquietud a un lado y a otro. «Esta es la autora de la nota, y me busca», se dijo Doyle. Estaba a punto de cruzar la calle para ir a su encuentro cuando se abrió la puerta y les engulló la casa.

Sus sombras aparecieron en las cortinas de la sala. Por medio del anteojo, Doyle vio que la mujer recibía los saludos del hombre de cara morena que había observado antes en la ventana, acompañado por la mujer preñada; esta cogió el sombrero del hermano y el chal de la mujer. El hombre moreno señaló discretamente, indicando que debían pasar a una habitación interior y, precedidos por la mujer, desaparecieron de la vista.

«Esa joven no actúa como si la moviera la aflicción —pensó Doyle—. La congoja hace que la persona se hunda. Lo que impulsa a esta mujer es el miedo.» Y si aquel lugar era una trampa, ella había caído ansiosa en el cepo.

Doyle guardó el catalejo en el bolsillo y, con la mano posada en el revólver para infundirse ánimos, cruzó la calle en dirección al cochero, que se apoyaba indolente contra el carruaje, ocupado en encender la pipa.

—Perdone, amigo —dijo Doyle, con una sonrisa afable y medio tonta—. ¿No será por casualidad aquí donde celebran esa cosa espiritista? Me dijeron el 13 de Cheshire.

—No sabría decirle, señor. —Directo, rotundo. Probablemente sincero.

—Pero lady… Lady Nosecuántos y su hermano… Bueno, desde luego, usted es su cochero, ¿no es así, Sid, o me equivoco?

—Tim, señor.

—Correcto, Tim. Usted nos llevó a mi mujer y a mí desde la estación cuando fuimos de visita a la finca aquel fin de semana.

Inquieto, el hombre miró de reojo a Doyle, pero por educación se vio obligado a contestarle.

—Se refiere a Topping.

—Así es, a Topping, cuando nos invitaron a todos para…

—La ópera.

—Exacto, la ópera… El verano pasado, ¿no? Dígame la verdad, Tim, ¿se acuerda de mí o no?

—Durante el verano lady Nicholson recibe a muchísima gente —se disculpó el cochero—. Sobre todo para la ópera.

—Intento recordar una cosa: ¿estaba el hermano allí aquel fin de semana, o se encontraba en Oxford?

—Cambridge. No, creo que estaba allí, señor.

—Desde luego, ahora lo recuerdo; solo he estado una vez en Topping.

«Ya basta —pensó Doyle—, no hay que abusar de la suerte.»

—¿Le gusta la ópera, Tim?

—¿A mí, señor? No me va. Lo mío son las carreras.

—Bien dicho. —Una ojeada al reloj—. Vaya, son casi las ocho, tendré que entrar. Salud. No coja frío.

—Muchas gracias, señor —respondió Tim, agradecido por la gentileza o quizá más bien por la marcha del caballero.

Doyle subió la escalinata. Lady Caroline Nicholson; el nombre completo le vino a la memoria al instante. El suegro en el Gobierno. Título hereditario. Topping era la mansión de los antepasados, en algún lugar de Sussex.

¿Qué llamada debía utilizar? La secreta: tres golpes, una pausa, y a continuación un cuarto golpe. Lo importante era conseguir que alguien abriese la puerta, después ya se vería. Levantó el bastón, pero antes de que pudiese golpear con el pomo, se abrió la puerta. No había oído que descorrieran el pestillo. Probablemente no cerraba bien; tenía el marco torcido, de modo que habría sido una ráfaga de viento.

Entró. El vestíbulo principal era oscuro, sin muebles, con un suelo de madera que jamás había conocido el contacto de una alfombra. Puertas cerradas a la izquierda, a la derecha y al frente. Escaleras que subían como los dientes torcidos de una sierra. Las tablas crujían con cada pisada cautelosa. Después del tercer paso, la puerta se cerró a sus espaldas. Esta vez pudo oír claramente cómo se enganchaba el pestillo. Doyle se tranquilizó a sí mismo recordando la ráfaga de viento que había precedido el cierre de la puerta, con la fuerza suficiente para asegurar el pestillo. Pero la única vela que había sobre la mesa, cuya llamita era lo único que separaba a Doyle de la oscuridad total, no había oscilado ni guiñado en la palmatoria ovalada. Doyle pasó una mano sobre la llama, que se movió correctamente, y entonces advirtió que junto a la palmatoria había un bol de cristal, que atrapaba los claroscuros de la llama.

La boca del bol tenía un palmo de ancho. El cristal era grueso, ahumado, adornado con un relieve. Doyle comprendió que la filigrana representaba una escena cuando descubrió un par de cuernos cónicos que salían de la cabeza erguida de un animal. Dirigió la mirada a una masa oscura y acuosa que ocupaba el bol; la masa, escamosa y ennegrecida, despedía un desagradable olor fétido. Reprimió una arcada instintiva, y estaba a punto de meter un dedo en el fluido cuando algo chapoteó debajo de la superficie, algo no inerte. El bol comenzó a vibrar, deslizándose alrededor de la mesa con un agudo chirrido de papel de lija. «De acuerdo, correcto, ya me ocuparé de esto más tarde», pensó mientras retrocedía.

Oyó unas voces procedentes del otro lado de la puerta que tenía delante, suaves, rítmicas, casi musicales, en consonancia con la vibración, quizá responsables de ella. No era una canción; las palabras indescifrables sonaban a letanía.

Se abrió la puerta de la derecha. Apareció el golfillo que había visto antes, que le miraba sin sorprenderse.

—Vengo a la sesión espiritista —dijo Doyle.

El muchacho frunció el entrecejo, preocupado, enigmático. Era mayor de lo que Doyle había pensado, bajo para su edad. Tenía el rostro mugriento y la gorra hundida hasta las orejas, pero la mugre y la gorra no alcanzaban a disimular del todo las arrugas y las patas de gallo. Muchísimas arrugas. Y no había nada infantil en aquellos ojos impasibles.

—Lady Nicholson me espera —añadió Doyle, autoritario.

Funcionaron los engranajes detrás de la mirada del muchacho, y súbitamente puso los ojos en blanco, como si hubiese perdido la consciencia. Doyle esperó diez segundos eternos, casi seguro de que el muchacho se desplomaría —quizá un síncope leve— y estaba a punto de sujetarle cuando en un instante volvió a ser el mismo de antes. Abrió la puerta y le hizo pasar con una reverencia envarada. Tal vez fuera mudo, o incluso epiléptico, un chico víctima de muchos abusos que padecía raquitismo debido a la mala nutrición. «Las calles del East End son el hogar de legiones de seres como este», pensó Doyle sin sentimentalismo. «Comprados y vendidos por menos de la calderilla que llevo en el bolsillo.»

Doyle pasó junto al muchacho y entró en la sala. El canto de las voces surgía más cercano al otro lado de unas puertas corredizas que tenía delante. La puerta se cerró detrás de él, y el muchacho desapareció. Doyle avanzó con precaución hasta las puertas, y mientras escuchaba se acallaron las voces, dando paso al sonido sibilante de los chorros de gas.

Se abrieron las puertas. De nuevo se encontró con el muchacho, que le invitó a pasar. Detrás del pillete, al fondo de una habitación inesperadamente amplia, la sesión espiritista ya estaba en marcha.

El movimiento espiritista moderno comenzó con un fraude. El 31 de marzo de 1848 se oyeron unos golpes misteriosos en el hogar de los Fox, una de tantas familias en Hydesville, Nueva York. Los sonidos continuaron manifestándose durante meses cada vez que las dos hijas adolescentes se encontraban en la misma habitación. A lo largo de los años, las hermanas Fox convirtieron la consiguiente histeria nacional en una próspera industria familiar: libros, sesiones espiritistas públicas, conferencias, relaciones con las figuras más conocidas de la época. Hasta el final de su vida Margaret Fox no confesó que todo había sido una serie de trucos de salón cada vez más sofisticados, pero ya era demasiado tarde para acallar la vox populi y las ansias de presenciar un auténtico fenómeno paranormal; el predominio de la ciencia sobre los cimientos resquebrajados del culto cristiano había creado un semillero donde el espiritismo echó raíz con el vigor de un dondiego de noche.

El objetivo declarado del movimiento consistía en confirmar la existencia de reinos del ser más allá de lo físico, a través de la comunicación directa de los médiums —también conocidos como «sensitivos»—, individuos en sintonía con las ultrafrecuencias de la vida no corpórea, con el mundo de los espíritus. Después de descubrir y desarrollar esta capacidad, el médium invariablemente establecía una «relación» con un espíritu guía, que servía de interlocutor con criaturas de todos los rincones del cosmos. Dado que la mayoría de los clientes del médium habían sufrido alguna pérdida reciente, solo aspiraban a tener una mínima confirmación de que sus seres queridos habían llegado intactos al otro lado de la Estigia. La tarea del espíritu guía era certificar el contacto aportando alguna prueba de pervivencia de la tía Minnie o del hermano Bill, generalmente en forma de alguna anécdota estrictamente privada que tan solo compartían el fallecido y el deudo.

En respuesta a las sencillas preguntas, la información fluía del espíritu a través de una serie de golpes cortos y secos sobre una mesa. Los médiums más expertos entraban en trance; entonces el espíritu guía tomaba en «préstamo» las cuerdas vocales del anfitrión y asumía la voz del ser amado con un parecido sorprendente. Unos cuantos manifestaban un talento muy poco habitual: producían grandes cantidades de un vapor lechoso y maleable que se extendía desde la piel, la boca o la nariz, una sustancia que tenía todo el aspecto pero ninguna de las propiedades del humo, no se dispersaba ni reaccionaba a las condiciones atmosféricas y se comportaba como una tabula rasa tridimensional capaz de adoptar la forma de cualquier idea o entidad. Una cosa era oír a la tía Minnie golpeando la mesa y otra muy distinta verla tomar forma en una nube de niebla cuajada y autónoma. Esta extraña sustancia se llamaba ectoplasma. Había sido fotografiada infinidad de veces y nadie había encontrado una explicación coherente para la misma.

Aparte de las hordas de sufrientes y llorosos, había otros dos grupos más reducidos que buscaban sistemáticamente los servicios de los dotados para el espiritismo. Llevados por impulsos similares —aunque con fines diametralmente opuestos—, estaban divididos por una línea de demarcación evidente; unos buscaban la luz y otros adoraban las tinieblas. Doyle, por ejemplo, estaba motivado por el convencimiento de que, si se podía penetrar en la esfera de conocimiento correcta, los misterios eternos de la salud y la enfermedad quedarían a nuestro alcance. Había investigado exhaustivamente el caso de un tal Andrew Jackson Davis, un americano analfabeto nacido en 1826, que desde la adolescencia había tenido la capacidad de diagnosticar la enfermedad a través de los ojos espirituales. Percibía el cuerpo humano como algo transparente que permitía ver los órganos, centros de luz y color, cuyos tonos y gradaciones indicaban la buena o la mala salud. En este talento, opinaba Doyle, se podía atisbar al futuro genio de la medicina.

Por su parte, los adoradores de las tinieblas se esforzaban por desentrañar los secretos de los siglos para beneficio propio. Algo así como que los pioneros del electromagnetismo hubieran decidido guardar el descubrimiento para sí mismos. Por desgracia, como Doyle estaba a punto de descubrir, este grupo, decididamente más unido que el otro, estaba mucho más cerca de conseguir sus objetivos.

Esa misma noche, en aquel mismo momento, a poco más de un kilómetro de los acontecimientos que estaban a punto de ocurrir en el número 13 de Cheshire Street, una pobre y desgraciada prostituta salió del bar en Mitre Square. El Boxing Day[1]había sido un fracaso; el poco dinero que había conseguido ganar por los servicios prestados lo había gastado rápidamente en aplacar su sed insaciable.

Su subsistencia dependía de la necesidad, inducida por la ginebra barata en otros infelices como ella, de conseguir un magro consuelo en tres minutos de coito en callejuelas llenas de basuras y aguas residuales. Su belleza se había esfumado hacía años. Era idéntica a las innumerables mujeres del oficio que pululaban por los barrios bajos de Londres.

Había nacido en alguna Arcadia rural donde una vez había sido la alegría de sus padres, la niña más bonita de la aldea. ¿Le brillaban los ojos, resplandecía su piel lozana cuando se abrió de piernas al bribón de paso que hizo desfilar en su mente los atractivos de la ciudad? ¿Había llegado allí con las esperanzas intactas? ¿Habían muerto poco a poco los dulces sueños de felicidad a medida que el alcohol le destrozaba las células, o una sola catástrofe había bastado para quebrar su voluntad como una pipa de barro?

El frío le mordió las carnes a través de los harapos del abrigo. Pensó vagamente en esas familias, atisbadas a través de los cristales escarchados, que disfrutaban de la cena de Navidad. Podía ser un recuerdo real o el grabado de una tarjeta de felicitación casi olvidada. La imagen desapareció, y sus pensamientos se centraron en la sórdida habitación, al otro lado del río, que compartía con otras tres mujeres. La idea de dormir y de las míseras comodidades de aquella habitación la animó; movió las piernas entumecidas con un poco más de brío, y decidió que una vez atravesado el río iría hasta Aldgate por el atajo que cruzaba el terreno baldío cerca de Commercial Street.

3

UN ROSTRO VERDADERO

Lady Nicholson fue la primera en reparar en Doyle, enmarcado en la puerta abierta. Él percibió el acto de reconocimiento, la rápida aparición del rubor de alivio, inmediatamente disimulado para no ser descubierta. Una mente aguda, concluyó, casi sin pensarlo. «He aquí el rostro más bello que he visto en mi vida.»

La mesa redonda, cubierta con un mantel de hilo, ocupaba el centro de la habitación en penumbra. Dos candelabros situados al este y al oeste de la mesa proporcionaban la luz, y las paredes se esfumaban en la oscuridad. El humo espeso del pachulí enturbiaba el aire, acompañado por el seco crepitar de la electricidad estática. A medida que se le dilataban las pupilas, Doyle percibió, recortados contra el telón de los gruesos tapices bordados que colgaban en el aire, a seis figuras sentadas a la mesa, con las manos sujetas; a la derecha de lady Nicholson estaba su hermano, a continuación la sirvienta embarazada, después el hombre que Doyle había identificado como el marido, a su derecha el hombre moreno de la ventana, y por último la médium, cuya mano derecha sujetaba la izquierda de la dama. Los médiums empleaban un ritual tomado directamente del repertorio litúrgico habitual: humo, penumbra y una jerigonza pronunciada en tono grave. Este grupo había entonado la letanía recién oída, un canto de llamada y respuesta iniciado por la médium, un prólogo ceremonial para crear la atmósfera adecuada de temor y reverencia. La médium mantenía los ojos cerrados, con la cabeza echada hacia atrás, enseñando los pliegues carnosos del cuello; se trataba de la mujer obesa y baja con zapatos nuevos, despojada ahora del montón de chales. A lo largo de los años Doyle había catalogado a los numerosos médiums de la ciudad, honestos y farsantes por igual, pero esta le era desconocida. Llevaba un vestido negro de lana que no era ni barato ni elegante, con cuello redondo blanco y las mangas, ceñidas a los gruesos brazos, abrochadas en las muñecas. Tenía el rostro exangüe y salpicado de lunares, como los clavos de olor insertados en el jamón pascual. El pecho de la mujer palpitaba con la violencia de la respiración. Estaba a punto de entrar en trance, o de simularlo.

Lady Nicholson tenía las mejillas arreboladas, los nudillos blancos, atrapada por la representación, intimidada por la creciente presión ejercida por la mano de la médium. Las frecuentes y solícitas miradas que le dirigía el hermano evitaban que este advirtiera la magnitud de la comedia, cosa que, como sospechaba Doyle, no le había pasado por alto dada su habitual tendencia al sarcasmo. La postura de la cabeza de la mujer embarazada indicaba el abandono típico de los fieles devotos. El marido, con los músculos de la barbilla tensos como cuerdas, mantenía la mirada clavada en la médium. ¿Agitación o furia?

El hombre moreno fue el siguiente en ver a Doyle. Sus ojos, negros como la obsidiana, colocados como piedras preciosas en profundas cavidades redondas, perforaron el aire entre ellos. Las mejillas picadas de viruela hasta la barbilla afilada tenían el color de la teca pulida. Los labios eran finos como cuchillas y la expresión de los ojos resultaba ferviente pero ilegible. Soltó la mano del hombre a su izquierda y la extendió hacia Doyle, con los dedos juntos y el pulgar levantado.

—Únase a nosotros —susurró el hombre moreno, aunque con cierta vehemencia.

La mirada del hombre fue de Doyle al muchacho, que se volvió obediente. Una orden pasó entre ellos. El muchacho alargó la mano y sujetó la de Doyle: el contacto de los dedos le resultó áspero y desagradable. Mientras Doyle dejaba que le condujera hacia la mesa, notó un molesto temblor en la nuca, y en su mente apareció una frase: «Ahora te encuentras en otro lugar».

El muchacho le condujo hasta una silla desocupada entre los dos hombres. El hermano de lady Nicholson le miró con desgana, como si su aparición representara uno más de los muchos elementos de la farsa.

Mientras con la derecha estrechaba la mano del hombre moreno, Doyle se acomodó en la silla. El hombre sentado a su izquierda se apoderó de su mano libre y la apretó con fuerza. Cuando Doyle se volvió hacia lady Nicholson, instalada frente a él, descubrió la mirada ardiente de una mujer a la que el asombro y terror propios de la sala habían librado de los convencionalismos sociales que habían regido su existencia, y que ahora se veía a sí misma llena de vida. Esta vitalidad realzaba su extraordinaria belleza. Los ojos aguamarina resplandecían como un caleidoscopio, y el rubor daba algo de color a sus pálidas mejillas. Doyle logró conservar el suficiente sentido común en medio del arrobamiento para advertir el maquillaje. Los labios de la mujer le dieron las gracias. Doyle notó un golpe y un estremecimiento involuntario en el pecho. Adrenalina, observó interesado.

La súbita intromisión de una voz extraña y grave interrumpió el vínculo.

—Esta noche tenemos gente nueva.

Era la voz de un hombre, profunda, sonora y pulida como los cantos rodados en el lecho de un arroyo helado, atravesada por un trémolo seductor.

—Todos son bienvenidos.

Doyle observó a la médium. La mujer tenía los ojos abiertos, y la voz manaba de su garganta. A Doyle le pareció que el rostro de la mujer había sufrido un cambio desde la última vez que la había mirado. Había pasado de ser redondo a más cuadrado, rudo y esquelético. Los ojos relucían como los de un reptil, y la boca se curvaba con la sonrisa salaz de un sensualista.

Notable: en sus estudios, Doyle solo recordaba dos relatos de este fenómeno observado en médiums durante el trance —transformación fisiológica— y nunca lo había presenciado in situ.

La mirada de la médium recorrió la mesa, indolente; evitó a Doyle, pero provocó temblores que este notó a través de las manos de la pareja a su izquierda. La médium observó al hermano hasta que este bajó la mirada como un perro apaleado. Entonces los ojos se posaron en la hermana.

—Usted… busca mi guía.

A lady Nicholson le temblaron los labios. Doyle dudaba que fuese a ser capaz de dar una respuesta, pero el hombre moreno se anticipó:

—Todos, humildemente, buscamos vuestra guía y deseamos expresar nuestra gratitud por la visita de esta noche. —Su voz era rasposa, debido quizá a una lesión en las cuerdas vocales. El acento era extranjero (quizá mediterráneo), Doyle no podía precisarlo.

Así que este era el amanuense, el vínculo entre la médium y el cliente de pago, por lo general el cerebro detrás del negocio. Estaba claro que había cultivado el tono de convicción fervorosa del auténtico creyente, que era la mejor propaganda. Aquí comenzaba el fraude; un vendedor oportunista que explotaba a los que en muchos casos eran médiums dotados de cierta capacidad mesurable y de una incomprensión infantil de las realidades mercantilistas del mundo de hoy. Como le había dicho un hombre en Gloucester al describir las dotes psíquicas de su hijo tonto, «cuando te dan una ventana al otro mundo, lo mejor es apuntalarla un poco».

Este era el equipo: la médium, el comerciante, el pilluelo para todo servicio, la sirvienta preñada para dar el toque emocional, el marido fortachón por si venían mal dadas, y quizá otros personajes ocultos muy cerca. Lady Nicholson era la presa. No del todo desprevenida —le había enviado a Doyle una nota de aviso—, pero sí lo bastante angustiada como para superar su desconfianza. Aún quedaba por ver cómo reaccionarían a la aparición inesperada de Doyle, aunque, hasta ahora, la palabra «inesperada» no parecía el término adecuado.

—Todos somos seres de la luz y el espíritu, tanto en este lado como en vuestro plano físico. La vida es vida, la vida es una, la vida es toda la creación. Honramos la vida y la luz que hay en vosotros al igual que vosotros las honráis en nosotros. En este lado, todos somos uno, y os deseamos armonía, felicidad y paz duradera en el vuestro. —Esto lo dijo la médium de una tirada, con el tono rutinario de un preámbulo ensayado, antes de volverse hacia el hombre moreno y asentir cortésmente; era la entrada para iniciar la sesión con toda formalidad.

—El espíritu os saluda. El espíritu es consciente de vuestra angustia y desea ayudar en todo lo que pueda. Podéis hablar con él directamente —informó el hombre moreno a lady Nicholson.

Sumida en una súbita y profunda incertidumbre, lady Nicholson no respondió, como si el hecho de formular la primera pregunta significase el reconocimiento de algo que destrozaría todo un cúmulo de creencias heredadas.

—Podemos irnos, deberíamos irnos —le propuso el hermano.

—Comience por su hijo —dijo la médium.

Ella la miró, sorprendida, pero de inmediato le prestó toda su atención.

—Habéis venido a preguntarme por vuestro hijo —prosiguió la médium.

A lady Nicholson se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Ay, Dios mío.

—¿Qué desea preguntarle al espíritu? —La médium mostró una falsa sonrisa.

—¿Cómo lo sabe? —Las lágrimas corrieron por sus mejillas.

—¿Su hijo ha cruzado? —insistió la otra sin dejar de sonreír.

Ella movió la cabeza, sin entender la pregunta.

—¿Ha habido una muerte? —preguntó el hombre moreno.

—No estoy segura. Quiero decir, no lo sabemos… —Se le quebró la voz.

—La cuestión es que ha desaparecido. Hace cuatro días. Solo tiene tres años —apuntó el hermano.

—Se llama William —dijo la médium sin vacilar. El hombre moreno se había encargado de averiguarlo.

—Willie. —La voz de la dama sonó emocionada; comenzaba a morder el anzuelo.

Doyle observó con disimulo la habitación, el techo, los cortinajes, buscó cables colgados, aparatos proyectores. Nada hasta el momento.

—Hemos ido a la Policía. No ha servido de nada… —dijo lady Nicholson—. ¡No sabemos si está vivo o muerto! —Por fin estalló el dolor acumulado—. Por el amor de Dios, si sabe tanto, entonces sabe por qué estoy aquí. —Su mirada cruzó un instante la de Doyle y sintió su compasión—. Por favor. Por favor, dígamelo. Estoy a punto de enloquecer.

La sonrisa desapareció de los labios de la médium, que asintió con gesto grave.

—Un momento —dijo. Cerró los ojos y echó de nuevo la cabeza hacia atrás.

El círculo de manos permaneció intacto. El silencio se volvió muy opresivo y angustioso. La muchacha preñada soltó una exclamación. Miraba a un punto, a unos dos metros por encima de la mesa, donde se materializaba una esfera perfecta de niebla blanca, girando como un globo alrededor de un eje central. Unas ramificaciones lanudas surgieron del centro y convirtieron la esfera en un plano cuadrado. Extendiéndose con diversas densidades, las ramificaciones comenzaron a adoptar las dimensiones de una topografía aleatoria: estribaciones, abismos, penínsulas, todo dentro de unos confines invisibles y tan rígidos como los lados de un marco dorado.

¿Un mapa? Las modificaciones se hicieron más lentas y se cristalizaron las características hasta que en una súbita condensación apareció la verdadera naturaleza de la visión: una obra de luz y sombras, desprovista de color, menos precisa que una fotografía pero más animada, que sugería movimiento y un sonido lejano, como una escena vista desde una gran distancia a través de un anteojo primitivo.

En ella yacía un niño, acurrucado junto al tronco de un árbol. Vestía pantalones cortos, una camisa amplia y calcetines. Tenía las manos y los pies atados con una cuerda. A primera vista parecía estar dormido, pero una observación más atenta mostraba los movimientos del pecho; resultó difícil saber si tosía o lloraba, hasta que el espectral e inconfundible sonido del patético y conmovedor llanto infantil se filtró en la habitación.

—¡Santo cielo, es él, es él! —gimió lady Nicholson. La visión, lejos de intimidarla, provocó en ella una atención arrebatada, febril.

Emergieron más detalles del daguerrotipo sobrenatural; un pequeño arroyo corría a través del bosque a unos pocos metros del lugar donde yacía el niño sobre la hojarasca cubierta de escarcha. La cuerda que sujetaba las muñecas del niño se extendía hasta una rama baja de un árbol cercano. El bosque de pinos y abetos se espesaba a sus espaldas. Había un objeto en el suelo junto a los pies del niño, un objeto pequeño, cuadrado, de fabricación humana: una lata con las letras… CUI.

—¡Willie! —gritó la madre.

—¿Dónde está? ¿Dónde está? —preguntó el hermano, con la furia mitigada por el asombro.

Ensimismada, la médium no respondió.

—¡Conteste! —exigió el hermano, pero no pudo decir nada más porque el aire de la habitación fue sacudido por un estrepitoso y discordante toque de trompetas, un trino demencial que no respondía a ningún ritmo ni armonía. Doyle se sintió sacudido, atacado, aplastado por el peso opresivo de las vibraciones.

—¡El cuerno de Gabriel! —chilló el hombre a la izquierda de Doyle.

Algo negro y aborrecible apareció en el borde de la imagen suspendida encima de ellos: una sombra más presentida que vista, repulsiva, ominosa y maligna, una masa que se formaba sin llegar a cuajar, una presencia que se insinuaba a sí misma en la visión, filtrándose a través del bosque espectral, avanzando hacia el niño indefenso.

La convicción ineludible de que había visto a ese ente la noche anterior en el vestíbulo delante de su puerta empujó a Doyle a buscar inútilmente alguna causa racional. Su mente le gritó: «Esto no significa muerte, sino aniquilación».

La pesadilla discordante se hizo ensordecedora. Frente a la imagen, una larga trompeta de latón apareció en el aire, balanceándose de aquí para allá. «Ahora sí que han cometido el primer error», pensó Doyle, más centrado. ¿No era el brillo delator de un alambre lo que veía en el pabellón de la trompeta?

El fantasma se enrolló en espiral alrededor del niño, aspiró la última gota de luz de la imagen y engulló el sonido del llanto, dispuesto a devorar al chiquillo. Lady Nicholson se puso a gritar.

Doyle se levantó de un salto y soltó las manos de sus vecinos. Cogió la silla y la arrojó contra la imagen, que se destrozó como un cristal líquido, desapareciendo en la nada con un chisporroteo. La trompeta de latón, una vez cortados los alambres que la sostenían, cayó estrepitosamente sobre la mesa.

Intuyendo que le iban a golpear, Doyle se giró, pero no pudo evitar el puñetazo que le propinó debajo del omóplato el hombre que tenía a su izquierda. Doyle cogió la trompeta y con un solo movimiento la descargó con saña contra el rostro del hombre. De la herida brotó sangre y este trastabilló y cayó de rodillas.

—¡Villanos! —gritó Doyle, enardecido.

Se disponía a empuñar el revólver cuando recibió un golpe en el lado derecho del cuello que le paralizó el brazo y la mano. Se volvió a tiempo para ver cómo el hombre moreno esgrimía la porra, dispuesto a golpearle otra vez, y levantó el brazo izquierdo para desviarla.

—¡Idiota! —La voz surgió de la médium.

Con una sonrisa maliciosa y los ojos resplandecientes, se elevó rápidamente en el aire por encima de la mesa. Sorprendido, el hombre moreno dio media vuelta para mirarla, con la porra en alto. Doyle sintió que las manos del hombre herido le sujetaban por detrás.

—¿Os creéis un buscador de la verdad? —se burló la médium.

Extendió las manos, cuyas palmas tenían la piel ondulada y tumefacta con horribles derrames subcutáneos. Cuando abrió la boca, una nube de espeso vapor gris brotó simultáneamente de su boca y sus manos. El vapor, suspendido en el aire, trazó el contorno y después llenó la imagen de un espejo de cuerpo entero. A medida que la superficie se iba definiendo, la reflexión de la médium apareció en el espéculo espectral.

—Entonces contempla mi verdadero rostro.

Detrás de la imagen que se veía en el espejo flotó otra forma, velada e indistinta, que se posó y después se impuso al reflejo de la médium, rellenándola como el agua que satura la arena, hasta que solo quedó un rostro totalmente nuevo: una criatura cadavérica con cuencas rojas y supurantes, la piel gris carcomida en muchos puntos hasta el hueso, y mechones de pelo negro y grasiento que le crecían por doquier y no solo en la cabeza. Mientras la médium permanecía inmóvil, limitándose a sonreír, la criatura miró a Doyle y abrió la cavidad destrozada que oficiaba de boca. La voz era la misma que habían escuchado todo el tiempo, pero ahora procedía exclusivamente del demonio en el espejo.

—Imaginabais que hacíais el bien. Mirad ahora lo que habéis conseguido.

Dos figuras encapuchadas salieron de detrás de la cortina con tanta rapidez que Doyle no tuvo tiempo de reaccionar. Uno de los sujetos golpeó al hermano de lady Nicholson en la cabeza con un arma apenas vislumbrada; la herida se tiñó de rojo mientras el joven caía. El otro sujetó a lady Nicholson y deslizó suavemente una hoja larga y delgada contra su garganta. La sangre brotó furiosa. El grito en la garganta de lady Nicholson se convirtió en un ronquido ahogado mientras desaparecía detrás de la mesa.

—¡Maldita sea! ¡No! —gritó Doyle.

La risa demente del monstruo llenó el aire antes de que el espejo ectoplasmático explotara en un trueno luminoso.

Uno de los asesinos dirigió su atención a Doyle y saltó ágilmente sobre la mesa, dispuesto a abalanzarse y golpearle con la misma porra que había hendido la frente del hermano de lady Nicholson. En ese preciso instante Doyle oyó un zumbido junto a la oreja: una empuñadura negra apareció en la garganta del criminal. El hombre se detuvo sobre la mesa, dejó caer el arma y se llevó las manos a la barbilla; una daga le había atravesado el cuello, sujetando la tela de la capucha, que le bajaba de los ojos. El hombre se tambaleó y cayó de bruces.

El cómplice que sujetaba a Doyle lanzó un gruñido y se apartó: estaba libre.

Una voz masculina que no reconoció le susurró rápidamente al oído:

—El revólver, Doyle.

Doyle levantó la mirada y vio al hombre moreno que se volvía hacia él con la porra en alto. Doyle sacó el revólver del bolsillo y disparó. Con la rodilla izquierda destrozada, el hombre moreno soltó un aullido y cayó al suelo.

La figura se movió detrás de Doyle, derribando a puntapiés los candelabros para dejar la habitación casi a oscuras. Doyle apenas había tenido tiempo de ver que la médium había desaparecido cuando por el rabillo del ojo captó un relámpago gris: el ataque del segundo asesino. El protector invisible de Doyle volcó la pesada mesa para detener al criminal. Unas manos levantaron a Doyle.

—Sígame —ordenó la voz.

—Lady Nicholson…

—Ya es demasiado tarde.

Doyle siguió a la voz en la oscuridad. Cruzaron una puerta y bajaron por un pasillo. Doyle estaba desorientado; este no era el camino por donde había entrado. La puerta al final del pasillo quedó colgada de los goznes cuando el aliado de Doyle la abrió de un puntapié, y una luz crepuscular apareció en el hueco. Todavía se encontraban en el interior. Doyle solo vio un perfil larguirucho y esbelto, y el aliento del hombre que se condensaba en el aire frío.

—Por aquí —dijo el hombre.

Se disponía a cruzar otra puerta cuando un cuerpo surgió de las sombras con un gruñido feroz y mordió la pierna del desconocido, que se tambaleó, gritando de dolor. Doyle disparó contra la figura borrosa del animal. La bestia soltó un aullido lastimero, al tiempo que se apartaba. Doyle disparó otra vez para acabar con su sufrimiento.

El hombre empujó la puerta con el hombro. En el rayo de luz que atravesó el portal, Doyle advirtió el cuerpo inanimado del golfillo, la sangre que manaba de las heridas, la boca retorcida por el rictus de la muerte que dejaba ver los trozos de carne sanguinolenta entre los afilados dientes caninos.

—Ha ido de maravilla —dijo el hombre, y abandonaron aquella casa terrible.

4

LA HUIDA

Su salvador tomó la delantera en la desesperada carrera por el callejón a oscuras. Incapaz por el momento de sugerir otro rumbo más acertado, Doyle se limitó a no perder de vista la capa del hombre mientras corría. Doblaron una, dos, tres esquinas. «Al parecer sabe hacia dónde va», pensó Doyle sin mucho interés, completamente desorientado en el laberinto de casuchas y chabolas destartaladas que recorrían.

El hombre se detuvo bruscamente cuando el callejón desembocó en una calle pavimentada; el impulso de Doyle le llevó hasta casi más allá de la acera antes de que el hombre le arrastrara otra vez al refugio de las sombras. Tenía una fuerza tremenda. Doyle quiso hablar, pero el hombre le silenció con un gesto brusco y señaló hacia la esquina donde otra callejuela cruzaba la arteria principal.

Un segundo después, el asesino de la capucha gris apareció en aquella esquina; avanzó lenta e inexorablemente, con el torso inclinado y la mirada en el suelo, como un depredador rastreando la presa. Doyle se preguntó qué rastros esperaría encontrar en los adoquines, y después, más preocupado, cómo habría llegado hasta allí tan rápidamente.

Doyle oyó el susurro del acero contra el acero cuando su compañero, con el rostro todavía oscurecido por las sombras y el perfil anguloso resaltado contra la pared, desenvainó parte del estoque oculto en el bastón. Doyle buscó instintivamente el revólver. La mano de su amigo permanecía congelada en la empuñadura del estoque, firme como una roca.

Un carruaje se aproximó por la izquierda. Aparecieron cuatro formidables corceles negros que frenaron con gran estrépito de cascos. El carruaje de seis plazas era enorme y negro como el betún. No se veía al cochero. El hombre de la capucha gris se acercó al carruaje. Se abrió una de las ventanillas sin que se viera luz en el interior. El hombre asintió, pero resultaba difícil saber si alguien había dicho algo, pues solo se oía el resuello agitado de los caballos en la noche.

Se abrió la portezuela del carruaje negro. Un gorjeo breve, estridente, agudo, llenó el aire, a medio camino entre un silbido y una vocalización casi humana. El hombre de la capucha gris se volvió en el acto y saltó al interior de la cabina. Cerraron la portezuela, y los corceles arrastraron el pesado carruaje entre la niebla, que se movía lentamente alrededor de la brecha que este abría a su paso.

Mientras el golpeteo de los cascos se alejaba, el compañero de Doyle devolvió el estoque a la vaina.

—¿Qué diablos…? —comenzó a decir Doyle, incapaz de contenerse por más tiempo.

—Todavía no estamos a salvo —le interrumpió el hombre en voz baja.

—Conforme, pero creo que es hora de que tengamos una breve charla.

—Totalmente de acuerdo.

Dicho esto, el hombre reanudó la marcha. Doyle no tuvo más remedio que seguirle. Sin apartarse de las sombras, se detuvieron dos veces cuando volvió a sonar el silbido agudo, cada vez más lejos, y a Doyle le preocupó la desagradable posibilidad de que alguno de estos rufianes les siguiese la pista. Estaba a punto de romper el silencio cuando dieron la vuelta a una esquina y se encontraron con un cabriolé que les esperaba, con un cochero retaco montado en el pescante. El hombre hizo una señal, y al volverse el cochero dejó ver la cicatriz serrada que corría oblicua por el lado derecho del rostro. Asintió bruscamente, volvió la atención a los caballos y chasqueó el látigo, mientras el hombre abría la portezuela del vehículo en marcha y saltaba a la cabina.

—Vamos, Doyle, adelante —dijo el hombre.

Doyle puso un pie en el estribo y se volvió al oír un golpe sordo a la derecha. Un siniestro puñal de hoja larga acababa de atravesar la portezuela del cabriolé; la vibrante y filosa punta se hallaba a tan solo unos centímetros del pecho de Doyle. Una aguda e insistente variación del vil silbido llenó el aire cercano. Doyle miró hacia atrás: el hombre de la capucha gris estaba a unos veinte metros, ocupado en sacar del cinturón otra daga idéntica a la anterior mientras corría hacia él a gran velocidad. Con un salto prodigioso, el rufián alcanzó el estribo del carruaje que se alejaba, e intentó agarrarse al marco de la portezuela. Unas manos arrastraron a Doyle al interior de la cabina. Se escurrió al rincón más apartado, y se puso a buscar el revólver, sin recordar en qué bolsillo lo había guardado, cuando de pronto oyó que se abría la portezuela opuesta. Levantó la mirada a tiempo para ver el movimiento fugaz de un faldón; el amigo había escapado, dejándole atrapado en la cabina con el implacable perseguidor. ¿Dónde tenía el revólver?

Mientras la figura encapuchada recuperaba el equilibrio en el marco y levantaba el arma, Doyle oyó el arrastrar de un peso que abombaba el techo y después vio a través de la ventanilla a su amigo columpiarse y golpear con los pies la portezuela abierta para cerrarla bruscamente e incrustar la punta de la daga en el pecho del atacante. Con un horripilante grito ahogado que sonó como un maullido, el rufián se puso a patear mientras lanzaba feroces manotazos contra la daga invasora, destrozándose las manos. Después se aflojaron todos sus músculos y quedó clavado a la portezuela como una chinche.

Obligado por las brutales sacudidas del carruaje, Doyle avanzó de rodillas hacia el hombre encapuchado. Prendas ordinarias. Botas claveteadas, casi nuevas. Buscó el pulso sin encontrarlo, y cuando estaba a punto de comentar la curiosa ausencia de sangre, su defensor entró por la ventanilla, arrancó la capucha gris y la arrojó afuera.

—¡Dios bendito!

Un muestrario de cicatrices simétricas surcaba el rostro lívido. Los ojos y los labios del hombre habían sido cosidos toscamente con un vulgar sedal azul y encerado. Desde el techo, el compañero de Doyle abrió la portezuela, y el cadáver salió despedido y quedó suspendido fuera del cabriolé, que iba a toda marcha. Las sacudidas y los saltos provocaron fuertes movimientos espasmódicos en el difunto. Con un violento tirón, el hombre arrancó de la puerta el largo puñal, y el cuerpo, suelto, desapareció en la oscuridad.

El hombre se descolgó al interior de la cabina con gran agilidad, cerró la portezuela y tomó asiento frente al atónito Doyle. Respiró profundamente un par de veces y entonces…

—¿Le apetece un trago?

—¿Qué es eso?

—Coñac. Solo con fines medicinales —respondió el hombre, que le tendió una petaca de plata.

Doyle bebió un trago del excelente coñac mientras el hombre le observaba. Por primera vez le pudo ver claramente a la débil luz ámbar de la lámpara de la cabina: rostro afilado, manchas de color en los pómulos altos; pelo negro, largo y rizado detrás de las orejas, frente despejada, nariz aquilina y mandíbula fuerte. Los ojos eran extraordinarios, claros y penetrantes, con una expresión risueña que Doyle consideró, por decir algo, poco apropiada para las circunstancias.

—¿Qué tal si charlamos un poco? —preguntó el desconocido.

—De acuerdo. Adelante.

—¿Por dónde podría comenzar?

—Sabe mi nombre.

—Doyle, ¿no es así?

—Y usted es…

—Sacker, Armond Sacker. Es un placer.

—Debo decir, señor Sacker, que el placer es indiscutiblemente mío.

—Beba otro trago.

—Salud. —Doyle le devolvió la petaca después de beber.

El hombre se abrió la capa. Vestía de negro de pies a cabeza. Levantó una pernera del pantalón y dejó al descubierto la herida sangrante que le había producido en la pantorrilla la mordedura del muchacho.

—Tiene mal aspecto —dijo Doyle—. ¿Le echo un vistazo?

—No vale la pena. —El hombre sacó un pañuelo del bolsillo y lo empapó de coñac—. La herida en sí no tiene importancia. El problema es el desgarro cuando sacuden la cabeza.

—Veo que sabe algo de medicina.