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Profundo admirador de Poe y Dunsany, H. P. Lovecraft no escatima en esfuerzos por honrar y continuar la tradición de relatos macabros y oníricos que estos grandes maestros iniciaron. La escritura precisa y exquisita de los cuentos de Poe y la pasión por lo fantástico en Dunsany se conjugan en la novedosa propuesta del joven escritor, de cuya obra temprana este libro ofrece una cuidadosa selección (1919-1928). Aquí el lector no encontrará historias comunes de terror, no hay brujas o fantasmas que asechan al protagonista en la cabaña o en el bosque, nada de eso. Lo que descubrirá el lector es nada menos que horror cósmico: ese sentimiento experimentado por quien logra vislumbrar, durante un instante, la inmensidad del cosmos y los misterios que esconde. Esta experiencia desafía la concepción previa del universo y lanza al individuo hacia la locura, pues hay secretos que el ser humano no está en capacidad de comprender, secretos que revelan que el hombre es poco menos que nada, insignificante frente a criaturas cuya naturaleza está cifrada en las siguientes líneas:
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Seitenzahl: 333
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Primera Edición en Digital, agosto 2023
© Panamericana Editorial Ltda.
Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57 1) 3649000
www.panamericanaeditorial.com.co
Tienda virtual: www.panamericana.com.co
Bogotá D. C., Colombia
Editor
Panamericana Editorial Ltda.
Traducción
Carolina Abello Onofre
Ilustraciones
Jonathan Vera Quintero
Diagramación
Jairo Toro Rubio
ISBN DIGITAL 978-958-30-6734-1
ISBN IMPRESO 978-958-30-6315-2
Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.
Hecho en Colombia - Made in Colombia
Contenido
Dagón
La declaración de Randolph Carter
El Terrible Anciano
Los gatos de Ulthar
Hechos relacionados con el finado Arthur Jermyn y su familia
Celephaïs
Nyarlathotep
El forastero
La música de Erich Zann
Las ratas en las paredes
Él
Aire fresco
La llamada de Cthulhu
Notas del traductor
Dagón
Dagón1
Escribo estas páginas bajo el agudo peso de la angustia, pues antes del anochecer, habré dejado de existir. Sin un centavo y en las últimas de mi provisión de droga, lo único que me hace la vida llevadera, soy incapaz de soportar esta tortura por más tiempo; voy a lanzarme por la ventana de esta buhardilla contra la miserable calle de abajo. No crean que soy un cobarde o un degenerado a causa de mi esclavitud a la morfina. Una vez hayan acabado de leer estos garabatos apresurados, ustedes podrán imaginar, ya que nunca llegarán a comprender por completo, las razones por las cuales debo procurarme el olvido o la muerte.
Ocurrió que el paquebote del cual yo era el sobrecargo cayó víctima del corsario alemán en una de las zonas más abiertas y menos concurridas del ancho Pacífico. La Gran Guerra2 estaba apenas comenzando y las fuerzas marítimas de los hunos3 no se habían sumido por completo en su degradación posterior4, de tal manera que nuestro buque fue declarado presa legítima, mientras que a nosotros, la tripulación, nos trataron con la debida justicia y consideración que merecíamos por ser prisioneros navales. De hecho, tan liberal era la disciplina de nuestros captores que cinco días después de nuestra detención logré escaparme solo en un pequeño bote con agua y provisiones para un buen tiempo.
Cuando al fin estuve libre y a la deriva, no tenía ni la más remota idea de mi ubicación. Nunca fui un diestro navegante, entonces apenas pude suponer, por la posición del sol y de las estrellas, que estaba ligeramente al sur del ecuador. No sabía precisar cuál era la longitud y a lo lejos no se vislumbraba ni una isla ni una costa. El buen tiempo se mantuvo, y durante innumerables días anduve sin rumbo bajo el sofocante sol. Anhelaba que un barco pasara o que las olas me arrojaran hacia algún lugar habitable. No obstante, ni el barco ni la tierra aparecieron, y en mi soledad, la desesperanza comenzó a apoderarse de mí ante la enorme amplitud de aquel azul inacabable.
El cambio tuvo lugar mientras dormía. Nunca conoceré a ciencia cierta los detalles, puesto que mi estado de duermevela, aunque turbulento e infestado de sueños, fue ininterrumpido. Al despertarme por fin, descubrí que me encontraba casi devorado por una viscosa ciénaga infernal y negruzca que se prolongaba a mi alrededor en monótonas ondulaciones que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, y en la cual también se había adentrado mi bote a cierta distancia de allí.
Aunque bien cabría imaginar que lo primero que sentí fue asombro ante semejante transformación de paisaje tan prodigiosa e inesperada, en realidad estaba más horrorizado que sorprendido, porque en el aire y en el suelo putrefacto había algo siniestro que me heló hasta los tuétanos. El área estaba apestada de cadáveres de peces en descomposición y de otras cosas más difíciles de describir que vi asomarse en el repugnante cieno de la interminable llanura. Tal vez debería abandonar la esperanza de expresar con simples palabras la inenarrable atrocidad que puede residir en el absoluto silencio y la estéril inmensidad. No se oía nada, y no se veía nada, excepto una vasta extensión de fango negro; sin embargo la plenitud de la quietud y la homogeneidad del paisaje me oprimían con un terror nauseabundo.
El sol ardía desde un cielo que se me antojaba casi negro debido a la cruel ausencia de nubes; era como si reflejara ese pantano negro como tinta que tenía bajo mis pies. Mientras me metía con cautela en el bote encallado, me percaté de que solo una teoría podía explicar mi situación. Debido a una agitación volcánica sin precedentes, una porción del fondo oceánico habría sido arrojada a la superficie sacando a la luz regiones que durante incalculables millones de años habían estado ocultas bajo las insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva tierra que había emergido bajo mis pies que por más que aguzara el oído, no me era posible detectar el más ligero ruido del creciente oleaje. Tampoco había ningún ave marina que se alimentara de aquellas cosas muertas.
El bote yacía sobre un costado y brindaba una ligera sombra mientras el sol iba desplazándose en el firmamento; durante varias horas me quedé ahí sentado pensando, o más bien rumiando. A medida que avanzaba el día, el suelo fue perdiendo su viscosidad, y era probable que en poco tiempo se secara lo suficiente como para recorrerlo. Aquella noche casi no dormí, y al día siguiente empaqué la maleta con una provisión de agua y comida a fin de prepararme para una expedición en busca del desaparecido mar y de un posible rescate.
A la mañana del tercer día me di cuenta de que el suelo estaba bastante seco como para caminar por él con comodidad. La fetidez del pescado resultaba exasperante, pero estaba sumamente preocupado por cosas más graves para prestarle atención a un mal tan insignificante; por tanto, haciendo acopio de toda mi valentía, me dirigí rumbo a un objetivo desconocido. Todo el día avancé sin cesar en dirección oeste guiado por una lejana colina que sobresalía por encima de las demás elevaciones del sinuoso desierto. Acampé esa noche, y al día siguiente continué mi viaje rumbo a la colina, aunque esta parecía apenas más cerca que la primera vez que la divisé. Al atardecer del cuarto día llegué al pie del montículo, que resultó ser mucho más alto de lo que me había parecido de lejos; un valle intermedio hacía más pronunciado su relieve con respecto al resto de la superficie. Demasiado agotado para emprender el ascenso, dormí bajo la sombra de la colina.
Ignoro por qué mis sueños fueron tan tormentosos aquella noche; pero antes de que la luna menguante y fantásticamente gibosa5 se elevara más allá de la llanura oriental, me desperté empapado de un sudor frío, y resolví no dormir más. Ese tipo de visiones como las que había tenido eran demasiado fuertes para soportarlas de nuevo. Y bajo el resplandor de la luna, comprendí lo insensato que había sido viajar de día. Sin la mirada fulminante del sol abrasador, habría consumido menos energía durante mi travesía; de hecho, me sentí muy capaz de emprender el ascenso que al atardecer me había desalentado. Recogí mi maleta y me lancé a la subida de la cima del promontorio.
Ya he mencionado que la ininterrumpida monotonía de la sinuosa llanura era para mí una fuente de horror incierto; pero creo que este horror aumentó cuando llegué a la cumbre del montículo y miré para abajo, al otro lado, hacia el interior de un abismo inconmensurable o un cañón, cuyas oscuras hendiduras todavía la luna no alcanzaba a iluminar. Me sentí al límite del mundo, espiando desde el borde el insondable caos de la noche eterna6. Una ráfaga de terror me atravesó, estaba cargada de extraños recuerdos de El paraíso perdido7 y del abominable ascenso de Satanás a través del reino primitivo de las tinieblas.
Una vez que la luna estuvo más alto en el cielo, comencé a darme cuenta de que las laderas del valle no eran tan perpendiculares como yo lo había creído. Los afloramientos rocosos y los promontorios ofrecían puntos de apoyo que permitían un descenso más o menos fácil, mientras que a unos treinta metros, el declive se volvía más gradual. Alentado por un impulso que en verdad me es imposible analizar, descendí por las rocas con mucho esfuerzo hasta llegar al declive más suave, sin apartar mi mirada de las profundidades estigias8 donde la luz todavía no había penetrado.
De súbito, me llamó la atención un enorme y singular objeto que se erguía escarpado a unos noventa metros delante de mí, en la ladera opuesta; un objeto que resplandeció con un brillo blanquecino bajo los rayos que la luna ascendente acababa de otorgarle. Tan solo se trataba de una piedra gigantesca; de eso pronto me cercioré, pero era consciente de que su contorno y su posición no eran del todo obra de la naturaleza. Un escrutinio más detallado me llenó de sensaciones imposibles de expresar; dado que a pesar de su enorme magnitud y de estar ubicado en un abismo abierto en el fondo del mar desde la noche de los tiempos, comprendí que, sin duda, el extraño objeto era un monolito escultórico cuyo imponente volumen había sido testigo de la manufactura y tal vez la veneración de criaturas vivas y pensantes.
Aturdido y asustado, aunque no sin aquella emoción implícita en el deleite del científico o del arqueólogo, examiné mis alrededores con atención. La luna, ahora cerca del cenit, alumbraba fantasmal y vívida por encima de las gigantescas pendientes que cercaban el abismo, y reveló un ancho cuerpo de agua que fluía al fondo, serpenteando oculto en ambas direcciones, y que mientras estuve parado en la cuesta, casi me besaba los pies. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas despejaban la base del ciclópeo9 monolito, en cuya superficie podía rastrear ahora inscripciones y rudimentarios relieves. La escritura empleaba un sistema de jeroglíficos desconocido para mí, y al contrario de todo lo que yo había visto en los libros, la mayor parte consistía en símbolos acuáticos simplificados, tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y demás. Algunos de los caracteres representaban evidentemente seres marinos desconocidos para el mundo moderno, pero yo había observado sus cuerpos en descomposición en la llanura surgida del océano.
Fue el tallado en relieve, sin embargo, lo que más me dejó cautivado. Claramente visibles al otro lado de la corriente de agua debido a su enorme tamaño, había un despliegue de bajorrelieves cuyos temas habrían despertado la envidia de Doré10. Pienso que estas cosas pretendían representar hombres…, al menos, un cierto tipo de hombres; aunque las criaturas aparecían jugueteando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo homenaje a algún santuario monolítico que al parecer también se encontraba bajo el agua. De sus rostros y sus cuerpos no me atreveré a hablar en detalles, pues el mero recuerdo me hace desfallecer. De un grotesco que traspasaba la imaginación de Poe o de Bulwer11, eran despreciablemente humanos en su aspecto general, pese a sus manos y pies palmeados, sus labios espantosamente anchos y flácidos, sus ojos saltones y vidriosos, y otros rasgos que resultan menos agradables de recordar. Curiosamente, parecía que los hubieran cincelado torpemente fuera de proporción con respecto a los escenarios que servían de fondo, dado que una de las criaturas estaba representada matando a una ballena cuyo tamaño era ligeramente mayor que el suyo. Me percaté, como ya lo dije, de su carácter grotesco y de su extraña dimensión, pero tras un momento decidí que se trataba tan solo de los dioses imaginarios de alguna primitiva tribu pescadora o marinera; de alguna tribu cuyos últimos descendientes debieron perecer eras antes de que naciera el primer ancestro del hombre de Piltdown12 o de Neanderthal. Anonadado ante este inesperado destello de un pasado que rebasaba la concepción del más intrépido antropólogo, me quedé allí cavilando, mientras la luna lanzaba extraños resplandores sobre el silencioso canal que tenía delante de mí.
Entonces, de repente, lo vi. Con solo un ligero revuelo que señaló su emersión a la superficie, la cosa surgió a la vista sobre las aguas oscuras. Abismal, repugnante, aquella cosa similar a Polifemo se precipitó, cual monstruo formidable salido de una pesadilla, hacia el monolito, alrededor del cual arrojó sus brazos enormes y escamosos, al tiempo que inclinaba la horrible cabeza y daba rienda suelta a ciertos sonidos acompasados. Creo que ahí fue cuando enloquecí.
Acerca de mi frenética subida por la ladera y el acantilado, y mi delirante recorrido de regreso al bote varado, no recuerdo casi nada. Creo que canté mucho, y que reí de una manera bastante peculiar cuando ya no pude cantar más. Tengo el borroso recuerdo de una gran tormenta poco tiempo después de haber llegado al bote; en todo caso, sé que oí truenos y otros ruidos que la naturaleza profiere tan solo en sus arranques de furia.
Cuando salí de las sombras, me encontraba en un hospital de San Francisco; me había llevado allí el capitán del barco norteamericano que había recogido mi embarcación en medio del océano. En mi delirio, había dicho muchas cosas, pero descubrí que a mis palabras les habían dado escasa atención. Quienes me habían rescatado no sabían nada acerca de un levantamiento de tierra en medio del Pacífico y tampoco estimé necesario insistir en algo que sabía que ellos no podrían creer. Una vez busqué a un famoso etnólogo y lo entretuve haciéndole preguntas raras sobre la antigua leyenda filistea en torno a Dagón13, el dios-pez14; pero pronto me di cuenta de que se trataba de alguien irremediablemente convencional, así que abandoné mis indagaciones.
Es de noche, sobre todo en tiempos de luna menguante gibosa, cuando veo la cosa15. Ensayé con morfina, pero esta droga solo me brinda un efímero alivio, y me ha atrapado en sus garras, convirtiéndome en un inútil esclavo. Por eso ahora voy a acabar con todo esto, tras haber escrito un reporte completo que servirá para informar o bien para incitar la diversión despectiva de mis semejantes. Con frecuencia me pregunto si se habría tratado de un simple fantasma, un mero trastorno de la fiebre que sufrí al yacer en el bote, azotado por el sol y delirante, tras haberme escapado del buque de guerra alemán. He ahí la pregunta que me hago, pero siempre se me aparece una visión horrorosamente vívida, a manera de respuesta. No puedo pensar en el mar profundo sin que un escalofrío me sacuda ante las cosas innombrables que, tal vez, deben estar en este mismo instante arrastrándose y revolviéndose en su lecho fangoso, adorando a sus antiguos ídolos de piedra y tallando sus propias imágenes detestables en obeliscos submarinos de granito empapado. Sueño con el día en que puedan emerger por encima de las olas para arrastrar entre sus garras pestilentes los endebles restos de una humanidad exhausta por la guerra…, con el día en que se hunda la tierra y el oscuro fondo oceánico ascienda en medio del pandemonio universal.
El fin se acerca. Oigo ruido en la puerta, como el de un inmenso cuerpo resbaladizo moviéndose pesadamente contra ella. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!
La declaración de Randolph Carter
La declaración de Randolph Carter16
Les repito, señores, que su interrogatorio es infructuoso. Deténganme aquí para siempre, si quieren; arréstenme o ejecútenme, si necesitan una víctima para alimentar la quimera que ustedes llaman justicia; pero no puedo decir más de lo que ya he dicho17. Todo cuanto recuerdo se lo he contado a ustedes con absoluta sinceridad. No he tergiversado ni callado nada y, si mi testimonio sigue siendo confuso, es por culpa de esa nube negra que se ha apoderado de mi mente…, de esa nube y de la turbia naturaleza de los horrores que me nublaron la razón.
Se lo diré una vez más: no sé qué habrá sucedido con Harley Warren18, aunque pienso…, mejor dicho, espero… que habrá alcanzado la placidez del olvido, si es que en algún lugar existe semejante dicha. Es verdad que durante cinco años he sido su mejor amigo y que, hasta cierto punto, me hizo partícipe de sus terribles investigaciones en torno a lo desconocido. No voy a negar, aunque la memoria me puede fallar, que ese testigo de ustedes haya podido vernos juntos, según lo afirma, en la carretera de Gainesville, rumbo a la ciénaga de Big Cypress, a las once y media de aquella horrorosa noche. Incluso puedo ratificar que llevábamos linternas eléctricas, palas y una extraña chipa de alambre con diversos aparatos, puesto que todos estos artefactos intervinieron en la única y abominable escena que quedó grabada al rojo vivo en mi alterada memoria. Pero con respecto a lo que aconteció después, y la razón por la cual me encontraron solo y aturdido al borde de la ciénaga a la mañana siguiente, insisto en que no sé nada más aparte de lo que ya les he contado una y mil veces. Ustedes me aseguran que no hay nada en la ciénaga ni en sus inmediaciones que pudiera escenificar aquel nefasto episodio. Yo les respondo que no sé nada más allá de lo que vi. Pudo tratarse de una aparición sobrenatural o de una pesadilla… Espero con fervor que se haya tratado de una aparición o de una pesadilla… No obstante, eso es todo lo que he retenido de lo que tuvo lugar durante aquellas horas estremecedoras después de que abandonáramos toda compañía humana. Y el porqué no regresó Harley Warren tan solo podrán explicarlo él o su sombra…, o alguna cosa sin nombre que me siento incapaz de describir.
Como ya lo he mencionado antes, estaba al tanto de los extraños estudios realizados por Harley Warren, y en cierta medida, participaba en ellos. De su vasta colección de libros raros e insólitos sobre temas prohibidos, leí todos los que están escritos en los idiomas que domino; pero son pocos en comparación con los que están en idiomas que desconozco. Una gran parte de estos libros, creo, están escritos en árabe; y el libro maligno19 que desató el fin, libro que Warren se llevó para el otro mundo entre el bolsillo, estaba escrito en caracteres que jamás había visto en ninguna otra parte. Warren nunca me quiso decir de qué se trataba aquel libro. En cuanto a la naturaleza de nuestros estudios…, ¿debo decirles de nuevo que la comprensión total de estos asuntos se ha escapado de mi memoria? Y haber olvidado es todo un acto de clemencia, pues se trataba de unas investigaciones aterradoras, a las cuales me dedicaba más con reticente fascinación que con una verdadera inclinación. Warren siempre me dominaba, e incluso en ocasiones llegué a tenerle miedo. Recuerdo cómo me hizo temblar la expresión de su rostro la noche antes del horrible suceso, cuando no paraba de hablar acerca de su teoría que explicaba “por qué ciertos cadáveres nunca se descomponen, sino que permanecen macizos y rollizos en sus tumbas durante mil años”. Pero ahora ya no le tengo miedo, pues sospecho que ha vivido horrores que superan mi entendimiento. Ahora temo por él.
Vuelvo a decirles que no tengo claro cuál era nuestro propósito aquella noche. Con certeza tenía mucho que ver con algo consignado en el libro que Warren llevaba consigo, aquel libro antiguo, escrito en caracteres incomprensibles, que un mes antes le había llegado de la India, pero les juro que no sé qué era lo que esperábamos encontrar. Su testigo dice habernos visto a las once y media en la carretera de Gainesville, rumbo a la ciénaga de Big Cypress. Es probable que haya sido así, pero no lo recuerdo claramente. La imagen que tengo grabada en el alma se limita a una sola escena que debió haber ocurrido mucho después de la medianoche, pues la luna menguante estaba ya alta en el vaporoso cielo.
El lugar era un antiguo camposanto, tan antiguo que me estremecí ante las variadas huellas de épocas inmemoriales. Estaba ubicado en una hondonada profunda y húmeda donde la tupida maleza, el musgo y unas curiosas malas hierbas rastreras habían crecido sin control, y un hedor vago, que mi ociosa imaginación se empeñaba en asociar de manera absurda con rocas podridas, invadía el aire. Por doquiera había señales de abandono y decrepitud, y no podía sacarme de la cabeza la idea de que Warren y yo éramos las primeras criaturas vivientes en invadir aquel letal silencio de siglos. Por encima del valle se asomaba la pálida luna menguante entre vapores malolientes que parecían emanar de extrañas catacumbas, e iluminado por la tenue luz de sus vacilantes rayos, pude distinguir un repugnante conjunto de antiguas losas de mármol, urnas, cenotafios y mausoleos; todos estaban derruidos, cubiertos de musgo y manchados de humedad, y en parte ocultos por la densa abundancia de aquella vegetación malsana. La primera impresión vívida que tuve de mi propia presencia en esa terrible necrópolis fue cuando Warren y yo nos detuvimos ante un viejo sepulcro medio destruido y arrojamos al suelo algunos bultos que, al parecer, habíamos estado cargando. En aquel momento noté que tenía una linterna eléctrica y dos palas, mientras que mi compañero llevaba una linterna similar y un equipo telefónico portátil. No nos dijimos nada, ya que, al parecer, conocíamos el lugar y nuestra tarea, y sin tardar asimos nuestras palas y empezamos a deshierbar la maleza y a quitar la tierra amontonada de aquel arcaico sepulcro. Tras destapar toda la superficie, que consistía en tres enormes losas de granito, dimos unos pasos atrás para inspeccionar aquel osario, y me pareció que Warren se puso a hacer unos cálculos mentales. Enseguida regresó al sepulcro y, usando su pala a manera de palanca, trató de levantar la losa más cercana a unas ruinas pedregosas que, en su momento, debieron ser un monumento. Como no lo logró, me hizo señas para que fuera a ayudarlo. Por fin, haciendo uso de nuestra fuerza física, logramos aflojar la losa, la levantamos y la volcamos hacia un lado.
La remoción de la losa dejó al descubierto una oscura hendidura, de la cual emanaron unos gases miasmáticos tan repulsivos que retrocedimos aterrorizados. Tras un breve intervalo, sin embargo, nos acercamos de nuevo a la fosa y nos pareció que las exhalaciones eran menos atroces. Con las linternas pudimos ver el comienzo de un tramo de escaleras de piedra rezumante de una especie de icor20 execrable, salido del fondo de la tierra, y bordeado por unos húmedos muros cubiertos con una costra de nitrato de potasio. Y ahora, por primera vez, en mi memoria registro el recuerdo del discurso verbal: durante un buen rato Warren me habló con su apacible voz de tenor, una voz teñida de singular impasibilidad pese al alucinante paisaje que nos rodeaba.
—Lamento tener que pedirte que te quedes aquí en la superficie —me dijo—, pero sería un acto criminal de mi parte dejar que alguien con unos nervios tan quebradizos como los tuyos descienda a esas profundidades. No te alcanzas a imaginar, ni siquiera por lo que hayas leído o lo que yo te haya contado, las cosas que tendré que ver y hacer. Es un trabajo endemoniado, Carter, y dudo que alguien que no tenga nervios de acero pueda llevar a cabo esta hazaña y volver a la superficie vivo y con la cordura intacta. No pretendo ofenderte, y Dios sabe que me encantaría tenerte a mi lado, pero la responsabilidad, en cierto sentido, es mía, y no podría arrastrar a un manojo de nervios como tú a una probable muerte o a la locura. ¡Te juro que no puedes imaginarte cómo es esto! Pero prometo mantenerte al tanto por teléfono de cada movimiento que efectúe… Mira, aquí tengo suficiente cable como para hacer un viaje al centro de la tierra de ida y vuelta.
Todavía escucho en mi memoria aquellas palabras, dichas con tranquilidad, y aún recuerdo mis objeciones. Me parece que yo estaba desesperadamente ansioso por acompañar a mi amigo a aquellas tétricas profundidades, pero el muy terco no dio su brazo a torcer. En un momento, incluso me amenazó con abandonar la expedición si yo seguía insistiendo; una amenaza cuya eficacia fue inmediata, puesto que él era el único que poseía la clave de aquella cosa. Todavía puedo acordarme de todo esto, aunque ya no tengo la más remota idea de qué era lo que buscábamos. Después de haber logrado que aceptara su plan a regañadientes, Warren tomó el rollo de cable y ajustó los aparatos. Acatando su señal, tomé uno de los mandos y me senté encima de una vieja y desgastada lápida cerca de la hendidura recién descubierta. Acto seguido me estrechó la mano, se echó al hombro el rollo de cable y se internó hasta desaparecer en aquel osario indescriptible. Durante un momento seguí con la mirada el resplandor de su linterna y pude oír el arrastre del cable a medida que él lo iba soltando, pero el resplandor desapareció de manera abrupta, como si de pronto Warren hubiese encontrado un recodo en la escalera de piedra, y casi con la misma rapidez el ruido se extinguió. Estaba solo, aunque ligado a las profundidades desconocidas por esos cables mágicos, cuya superficie aislante tomaba cierto tono verdoso bajo los rayos de la luna menguante que se negaban a morir.
En el desolado silencio de aquella desierta y pálida necrópolis mi mente concibió las más espantosas fantasías y quimeras, y los grotescos sepulcros y monolitos parecieron cobrar un horrendo carácter, una especie de conciencia. Sombras amorfas parecían agazaparse en los oscuros recovecos de aquel valle infestado de malas hierbas, iban de un lado para otro como en una blasfema procesión ceremonial, dejando atrás los portales de las tumbas derruidas de la colina; unas sombras que la pálida e inquisidora luna creciente no habría podido dibujar. Yo, por mi parte, consultaba con frecuencia mi reloj a la luz de la linterna eléctrica y escuchaba con febril ansiedad por el auricular del teléfono, pero durante más de un cuarto de hora no se oía nada. Luego el aparato transmitió una débil crepitación y llamé a mi amigo con la voz plena de inquietud. Tener los nervios a flor de piel, como en aquel preciso momento, no me preparaba, sin embargo, para escuchar las palabras que emergieron de aquella bóveda siniestra, pronunciadas con el tono más alarmante y tembloroso que yo jamás le había conocido a Harley Warren. Él, que poco antes se había ido con total tranquilidad, me llamaba ahora desde el fondo de la tierra con un trémulo susurro, más ominoso que el más estridente alarido:
—¡Dios mío! ¡Si pudieras ver lo que estoy viendo!
No pude responder. Me había quedado sin palabras, y solo atiné a esperar. Luego volví a escuchar aquel tono frenético:
—Carter, ¡es terrible…, monstruoso…, increíble!
Esta vez no me falló la voz y descargué en el transmisor un torrente de preguntas impacientes. Aterrorizado, repetí sin parar:
—¿Qué sucede, Warren? ¿Qué sucede?
Una vez más escuché la voz de mi amigo, desgañitada aún por el miedo, y también, en apariencia, cargada de desesperación:
—¡No puedo decírtelo, Carter! Esto rebasa con creces los límites de la imaginación… No me arriesgo a decírtelo… Ningún hombre podría seguir viviendo después de saber esto… ¡Dios santo! ¡Ni en sueños imaginé algo ASÍ!
De nuevo reinó el silencio, el cual se vio interrumpido por mi incoherente torrente de agitadas preguntas. Luego se volvió a escuchar la voz de Warren teñida de una consternación aún más tormentosa:
—¡Carter, por lo que más quieras, vuelve a poner la losa en su sitio y escápate de aquí mientras puedas! ¡Rápido!… Déjalo todo y dirígete hacia la salida… ¡Es tu única oportunidad! ¡Haz lo que te digo y no me exijas ninguna explicación!
Lo escuché, pero solo atiné a repetir mis rabiosas preguntas. Estaba rodeado de tumbas, oscuridad y sombras; debajo de mí yacía un peligro que trascendía las barreras de la imaginación humana. No obstante, mi amigo corría mucho más peligro que yo. Por eso, a través de mi miedo se filtró un vago resentimiento contra él por juzgarme capaz de abandonarlo en semejantes circunstancias. Se oyeron más crepitaciones y, luego de una pausa, Warren me hizo una petición quejumbrosa:
—¡Vete como alma que lleva el diablo! ¡Por el amor de Dios, vuelve a colocar la losa y sal disparado, Carter!
Algo en el argot juvenil que acababa de emplear mi amigo revelaba hasta qué punto estaba afectado y eso me hizo volver en mí para tomar las riendas de la situación. Tomé una decisión y se la comuniqué a todo pulmón:
—¡Ármate de valor, Warren! ¡Voy a bajar!
Pero, ante mi ofrecimiento, el tono de voz de mi oyente se convirtió en un grito de absoluta desesperación:
—¡No lo hagas! ¡Tú no entiendes! ¡Es demasiado tarde… y todo es por mi culpa! ¡Vuelve a poner la losa en su sitio y corre!… ¡Ya no hay nada que ni tú ni nadie pueda hacer al respecto!
El tono de su voz cambió de nuevo, esta vez había adquirido más serenidad, como una suerte de resignación carente de toda esperanza. No obstante, persistía cierta tensión generada por la ansiedad que mi actitud le despertaba.
—¡Date prisa…, antes de que sea demasiado tarde!
Traté de no prestarle atención; traté de superar la parálisis que se había adueñado de mí y de cumplir mi promesa de acudir en su ayuda. Pero cuando volvió a emitir un susurro, yo todavía me encontraba inerte, presa de las cadenas del más crudo espanto.
—¡Carter…, apresúrate! Es inútil…, tienes que irte… Más vale uno que dos…, la losa…
Una pausa, más crepitaciones, luego Warren me dijo con un hilo de voz:
—El fin está cerca… No compliques las cosas… Echa tierra sobre esos malditos escalones y corre a ponerte a salvo… Estás perdiendo el tiempo… Adiós, Carter…, no volveré a verte jamás.
Fue ahí cuando el susurro de Warren se intensificó hasta convertirse en un grito, un grito cuyo tono se elevó gradualmente hasta desembocar en un alarido plagado del horror de todos los siglos…
—¡Malditas sean estas criaturas salidas del infierno!… Son legión… ¡Dios mío! ¡Sal disparado! ¡Sal disparado! ¡Sal disparado!
Después de eso, todo fue silencio. No sé durante cuántos interminables eones permanecí allí sentado desconcertado, murmurando, balbuciendo, llamando, gritando por ese teléfono. Una y otra vez, durante todos aquellos eones, balbucí, llamé, grité y proferí alaridos:
—¡Warren! ¡Warren! Contéstame, ¿estás ahí?
Y entonces apareció delante de mí el horror más fulminante de todos los horrores…, la cosa más increíble, inconcebible y casi inefable. Ya he dicho que parecían haber pasado eones temporales desde que Warren me hiciera, a grito herido, su última advertencia desesperada y que tan solo mis propios berridos quebraban aquel pavoroso silencio. Pero al cabo de un rato se oyó una nueva crepitación en el auricular y agucé el oído para escuchar. Volví a llamarlo:
—Warren, ¿estás ahí?
Y en respuesta, oí esa cosa que desde entonces me ha cubierto de nubes la mente. No voy a intentar, señores, dar cuenta de aquella cosa, esa voz… Tampoco osaré describirla en detalle, ya que las primeras palabras me provocaron un síncope y me sumergieron en un vacío mental que se extendió hasta el momento en el que desperté en el hospital. ¿Quieren que les diga que la voz era profunda, cavernosa, gelatinosa, remota, fantasmal, inhumana, incorpórea? Qué puedo decirles… Así se terminó mi experiencia y aquí termina mi historia. La oí y no supe nada más. La oí estando ahí petrificado en aquel cementerio perdido en la hondonada, entre piedras desmoronadas y tumbas en ruinas, vegetación malsana y vapores miasmáticos. La oí elevarse con claridad desde las más misteriosas profundidades de aquel aborrecible sepulcro abierto, mientras observaba la danza de unas sombras amorfas y necrófagas bajo aquella maldita luna menguante. Y esto fue lo que dijo:
—¡NECIO, WARREN ESTÁ MUERTO!
El Terrible Anciano
El Terrible Anciano21
El designio de Angelo Ricci y Joe Czanek y Manuel Silva22 era visitar al Terrible Anciano. Este anciano mora a solas en una antiquísima casa ubicada en Water Street cerca del mar, y cuentan que es sumamente rico y a la vez sumamente enfermizo; todo esto conforma una situación muy atractiva para quienes ejercen una profesión como la de los señores Ricci, Czanek y Silva, dado que dicha profesión no consistía en nada menos honorable que el robo con allanamiento.
Los habitantes de Kingsport23 dicen y creen muchas cosas acerca del Terrible Anciano que por lo general lo protegen evitando llamar la atención de caballeros por el estilo del señor Ricci y sus colegas, aunque es casi un hecho que esconde una fortuna inconmensurable en algún lugar de su mohosa y venerable morada. A decir verdad, es una persona muy extraña, se cree que en sus años mozos fue capitán de clíperes en las Indias Orientales; es tan viejo que nadie lo recuerda de joven y tan taciturno que pocos saben su verdadero nombre. Entre los árboles retorcidos que custodian el patio frontal de su casa en ruinas, conserva una rara colección de piedras grandes, agrupadas y pintadas de una manera tan peculiar que se asemejan a los ídolos de algún oscuro templo oriental. Esta colección espanta a la mayoría de chiquillos que disfrutan acercarse a la morada del Terrible Anciano para burlarse de su abundante barba blanca y de su largo y canoso cabello, o para lanzar toda suerte de malvados proyectiles y así romper los pequeños paneles de sus ventanas. No obstante, hay otras cosas que atemorizan a ciertas personas menos jóvenes y más curiosas que de vez en cuando merodean alrededor de la casa y se asoman a fisgar a través del polvo que devora los ventanales. Estas personas dicen que encima de una mesa, en una habitación por lo demás desamueblada del primer piso, hay un cúmulo de singulares botellas, y al interior de cada una se percibe un trocito de plomo suspendido de una cuerda, como en forma de péndulo. Y dicen que el Terrible Anciano les habla a estas botellas, llamándolas por nombres tales como Jack, Scar-Face, Long Tom, Spanish Joe, Peters y Mate Ellis, y que siempre que se dirige a una botella, el pequeño péndulo de plomo al interior genera unas vibraciones precisas como si le contestara. Aquellos que han visto la silueta alta y enjuta del Terrible Anciano en estas curiosas conversaciones no vuelven a espiarlo nunca más. Pero la sangre de Kingsport no corría por las venas de Angelo Ricci y Joe Czanek y Manuel Silva; por sus venas corría la sangre de esa nueva y heterogénea estirpe alienígena24, ajena al círculo privilegiado de la vida y las tradiciones de Nueva Inglaterra25, y por eso tan solo vieron en el Terrible Anciano a un matusalén tambaleante, desamparado, incapaz de caminar sin su bastón nudoso, y cuyas manos delgadas y débiles temblaban que daban lástima. A su manera, ellos sintieron cierta compasión por el vejete solitario e impopular, a quien todos evitaban y a quien todos los perros ladraban de manera misteriosa. Pero los negocios son los negocios, y para un ladrón que le pone el alma a su profesión, un hombre muy viejo y muy débil, sin cuenta de ahorros en el banco y que paga los pocos víveres que necesita en la tienda del pueblo con oro y plata españoles acuñados hace dos siglos, plantea un desafío y una tentación.
Los señores Ricci, Czanek y Silva escogieron la noche del once de abril para llevar a cabo la visita. El señor Ricci y el señor Silva debían entablar conversación con el viejo y desventurado caballero, mientras que el señor Czanek los esperaba a ellos, y a la previsible carga metálica, en un auto cubierto26, en Ship Street, junto a la verja del alto muro de atrás que delimitaba la propiedad del anfitrión. El deseo de evitar las explicaciones innecesarias en caso de una intrusión inesperada de la Policía motivó este plan, que debía asegurar una partida discreta, sin ostentación alguna.
Tal como lo habían acordado, los tres aventureros iniciaron labores por separado a fin de evitar ulteriormente todo tipo de malintencionada sospecha. Los señores Ricci y Silva se dieron cita en Water Street junto a la puerta principal de la casa del anciano, y aunque les desagradó el resplandor de la luna sobre las piedras pintadas a través de las ramas en flor de los retorcidos árboles, tenían cosas más importantes en qué pensar como para perder el tiempo en vanas supersticiones. Temían que hacerle aflojar la lengua al Terrible Anciano para averiguar dónde atesoraba su oro y su plata se convirtiera en una misión fastidiosa, pues los viejos lobos de mar son particularmente obstinados y astutos. Aun así, él estaba muy viejo y muy achacoso, mientras que ellos eran dos visitantes. Los señores Ricci y Silva eran expertos en el arte de volver locuaces a quienes se muestran reacios a hablar, y los gritos de un débil anciano, venerable como ninguno, pueden reprimirse con facilidad. Así que avanzaron hasta la única ventana donde había luz y oyeron al Terrible Anciano dirigirse a sus botellas con péndulos, en un tono pueril. Enseguida, cubrieron sus rostros con máscaras y cortésmente tocaron a la puerta de roble marcada por el paso del sol y la lluvia.
La espera le pareció eterna al señor Czanek, que se agitaba inquieto en el auto cubierto, aparcado junto a la verja posterior de la casa del Terrible Anciano en Ship Street. Era una persona más compasiva de lo normal y no le gustaron en absoluto los espantosos gritos que había oído en la antigua casa justo después de la hora señalada para dar el golpe. ¿No les había recomendado a sus colegas que trataran con toda la amabilidad posible al patético lobo de mar? Dominado por la ansiedad, observaba la estrecha puerta de roble enmarcada por el alto muro de piedra cubierto de hiedra. Con frecuencia, consultaba el reloj, preguntándose sorprendido por las causas del retraso. ¿Habría muerto el anciano antes de revelar dónde se ocultaba el tesoro, y habría sido necesario llevar a cabo una búsqueda exhaustiva? Al señ