La Madona de los coches cama - Maurice Dekobra - E-Book

La Madona de los coches cama E-Book

Maurice Dekobra

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Beschreibung

Lady Diana Wynham es una de las figuras más glamurosas de la nobleza inglesa, acostumbrada a escandalizar a la sociedad británica con sus romances indiscretos y sus escapadas a través del continente, siempre acompañada de su fiel valet, Gérard Séliman, un perfecto caballero que, técnicamente, sigue siendo un príncipe. Sin embargo, tras años de derroche constante, lo único que la puede salvar de la ruina es un campo de pozos petrolíferos que le legó su difunto esposo, el embajador de Reino Unido en San Petersburgo; un campo que ahora ha sido tomado por los bolcheviques. Lady Diana urdirá un plan que llevará al príncipe Séliman a embarcarse en una peligrosa aventura a través de Europa, repleta de espías soviéticos, noches de amor apasionado, un viaje a bordo del mítico Orient Express y grandes dificultades para almorzar con un mínimo de decencia. Una de las primeras novelas de espías del siglo XX, fruto de la inolvidable pluma de Maurice Dekobra. Una trepidante historia de los locos años veinte que poco después de publicarse se convirtió en uno de los mayores best sellers de todos los tiempos.

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Seitenzahl: 362

Veröffentlichungsjahr: 2018

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La Madona de los coches cama

Maurice Dekobra

Traducción del francés a cargo de

 

 

 

 

 

Un sorprendente best seller de los locos años veinte. Una de las primeras novelas de espías del siglo XX.

 

 

 

 

 

«Recientemente, haciendo limpieza en mi librería, me topé dos décadas después con la copia de La Madona de los coches cama que se había quedado dando vueltas en mi cabeza… Antes de que puedas llegar a nombrar a Maurice Dekobra, yo ya estaba tumbado, bebiéndolo a grandes y sedientos sorbos.»

S. J. PERELMAN, THE NEW YORKER

I

Lady Diana Wynham reposaba sus hermosas piernas, enfundadas en los husos etéreos de dos sedosas medias de 44 denieres, sobre un puf cuadrado de terciopelo color habano. Su busto quedaba oculto tras el parapeto blanco del Times, desplegado entre sus brazos desnudos. Sus piececitos se agitaban dentro de unos zapatos de brocado cereza y plata, amenazando el equilibrio de una taza Wedgwood auténtica, tangente a uno de los inquietos tobillos.

—¡Gérard! —exclamó—. Quiero cita con el professor Traurig.

Yo acababa de aplastar un terrón de azúcar con el reverso de una cucharita de oro que portaba el escudo de armas de los duques de Inverness. Entregado como estaba a la tarea de satisfacer los deseos de lady Diana, me alejé de los labios su terrible café, ese tan negro y tan amargo que sirven en Londres en unas tazas más pequeñas que los huevos de chorlito.

—Vuestros deseos son órdenes para mí —respondí—. Telefonearé al Ritz.

—Os lo ruego, Gérard.

El teléfono se encontraba en el tocador, escondido en el interior de un armarito vertical de puertas ojivales, ornamentadas como un misal. Ausculté el receptor, que me devolvió el estertor de la centralita. Me pusieron en comunicación.

—¿Hola? ¿Podría hablar con el profesor doctor Siegfried Traurig?… Señor profesor, el príncipe Séliman al aparato, secretario de lady Diana Wynham, que desea pedirle cita para una consulta urgente…

Me respondió una voz gutural:

—Recibiré a lady Wynham esta tarde, a las cuatro.

—Gracias, doctor.

Transmití el mensaje. Desde detrás del biombo de papel, emergieron el cabello rubio de lady Diana y su rostro de facciones puras y clásicas de diosa, si bien algo demacrado por los abusos de las veladas nocturnas en el Ambassadeurs o en el Cyro’s. Una Diana cazadora cuya cierva, en realidad, era un arisco pequinés de enormes ojos de besugo muerto y cráneo de cretino diminuto y aplastado. Pero ¿para qué describir la belleza delady Diana si cualquiera que abra el Tatler o el Bystander puede apreciarla con sus propios ojos? Las revistas de sociedad publican fotografías artísticas de lady Diana Wynham todos los meses: jugando al golf, besando el morro de un becerro de seis semanas, conduciendo un Rolls-Royce, cazando el urogallo en los páramos de Escocia o con un suéter blanco, de paseo por las terrazas de Montecarlo.

Suele decirse en París que, cuando una británica es guapa, es que es muy guapa. Lady Diana no contradice en absoluto este truismo estético. Digamos que esta madona prerrafaelita, que habría hecho las delicias del señor John Ruskin, les resulta muy hermosa a todos los que aman los rostros ligeramente alargados, los labios sensuales y el azul límpido y embaucador de unos grandes ojos claros festoneados de tupidas pestañas.

—Vendréis conmigo, ¿verdad, Gérard? —me rogó—. ¡Decidme que sí! Para mí es fundamental que asistáis a mi cita con Traurig porque, si voy a ver a ese neurólogo eminente, es por una razón importante. Acabo de leer en el Times un artículo sobre sus teorías. No me he enterado de nada… Gérard, explicádmelas. Seríais un amor.

¡Explicar las ideas de Traurig! Y ya puestos, ¿por qué no desentrañar los orígenes panteísticos de la Batracomiomaquia o demostrar el proceso de la intuición espacial con las piezas desordenadas de un mahjong? Competidor de Freud, el afamado doctor Siegfried Traurig lleva varios años dando que hablar en los cenáculos europeos dedicados a estudiar el yo a través del escoplo de la introspección y a cincelar los elementos de la voluntad con la garlopa del análisis psicopático. Hay quien lo cuestiona. Hay quien lo imita. Lo ridiculizan y lo admiran a partes iguales.

—Lady Diana —repliqué modestamente—, dentro de unas horas, el profesor se encargará de ello mucho mejor que un servidor. Le mostraréis vuestra alma desnuda, y él tomará la tensión arterial de vuestros impulsos y la temperatura de vuestro subconsciente.

—¿Por dónde se entra en el subconsciente?

—¿Cómo, lady Diana?

—Me refiero al orificio natural por el que se accede al yo.

—Por un ojal moral, si me lo permite… Por la boquilla invisible que ocluye el globo de vuestra personalidad.

Aquello hizo reír a lady Diana con una risa armoniosa en minatural, compuesta por una negra con puntillo y un arpegioascendente. De hecho, la hilaridad de esta hermosa escocesa es uno de sus encantos más fascinantes. Mientras que ciertas mujeres nos resultan irresistiblemente deseables en medio de una crisis de llanto porque sus lágrimas actúan como un afrodisiaco, me imagino que cualquier diletante decuplicaría el voltaje de sus placeres si supiera hacer reír a ladyDiana en el momento preciso. Digo «me imagino» porque yo no he tenido el placer de probar ese falso paraíso. Llevo cinco meses trabajando como secretario de esta importante dama. Comparto su vida privada. Pero no he franqueado jamás el umbral de su alcoba. Si alguna vez, antes de dormir, le he leído ciertas páginas de Chateaubriand, los versos obscenos de Lord Byron o la prosa picante del difunto señor Jean Lorrain, siempre ha sido sin pasar a ilustrar esas lecturas con demostraciones concomitantes ni buscar el epílogo de los capítulos abordados bajo el lino blasonado de sus sábanas.

A las cuatro en punto, tras esperar cinco minutos en uno de los salones del Ritz, nos recibió un anciano vestido de negro que se presentó al tiempo que entrechocaba los talones e inclinaba la cabeza 45º.

—Doctor Funkelwitz, señora —dijo con un fuerte acento alemán—. Soy el primer asistente del maestro. Ha podido reservarle una hora y la recibirá en unos instantes.

—Gracias, caballero —dijolady Diana—. Son ciertos, entonces, los rumores de que el profesor Traurig está muy ocupado desde que se halla en Londres…

—Así es, milady… Ahora mismo acaban de salir de su gabinete dos princesas de la familia real. Esta noche recibirá al señor Lloyd George. Mañana por la mañana, nos visitarán Marie Tempest, el virrey de las Indias y el señor Charlie Chaplin.

El doctor Funkelwitz enumeraba con orgullo los nombres de aquellas celebridades. Sus palabras fueron interrumpidas por un timbre. Desapareció. Me volví hacia ladyDiana y murmuré:

—Ni que estuviéramos en el Barnum…

—¡Gérard! ¡Sois verdaderamente cruel! ¡No respetáis siquiera las reputaciones mejor asentadas!

—Sobre todo cuando se asientan en un inodoro.

El anciano vestido de negro reapareció y nos hizo un gesto para que lo siguiéramos. Pasamos a un salón de color botón de oro, en medio del cual se erguía, inmóvil, el famoso profesor, sentado a una mesa atestada de papeles y libros.

Nunca había visto ningún retrato de Siegfried Traurig. En mi cabeza, le había atribuido la silueta medieval de un nigromante. No me habría sorprendido que nos hubiera recibido vestido con una túnica de seda constelada de estrellas y de las ecuaciones de la cábala. Pero la imaginación es la liebre que se esfuma ante el galgo de la inteligencia. Y me decepcionó un poco no encontrarme a Siegfried Traurig rodeado de gatos hieráticos ante un pebetero repleto de ortigas, esperma coagulado y sangre de batracios.

Este antiguo Privatdozent de la Universidad de Jena es, sin embargo, un personaje de una radioactividad imponente. Tiene el cabello gris, erizado como las cerdas de un escobón sobre una frente despejada pero surcada de arrugas. Bajo la espesa maraña de sus cejas oblicuas, su mirada es imposible de olvidar. Un Mefistófeles, en definitiva, al que hubiera vestido un sastre de Sackville Street. Alto, delgado como un asceta y bien rasurado. De labios finos bajo una nariz aguileña. Se expresa perfectamente tanto en francés como en inglés y alemán.

Tras las cortesías de rigor, nos hizo entrar en su gabinete, situado en una salita que me habría parecido banal de no ser por un singular aparato eléctrico que enseguida llamó mi atención.

La consulta iba a comenzar. El profesor Traurig se me quedó mirando. Comprendí el significado de aquella mirada, y ya me disponía a retirarme cuando lady Diana me detuvo con un gesto.

—No, no… Deseo que el príncipe se quede… No tengo secretos para él.

El erudito psiquiatra asintió con una inclinación y le ofreció una butaca a su hermosa paciente, aguardando a que se decidiera a exponerle su caso.

—Doctor —comenzó lady Diana—, aunque soy demasiado ignorante para apreciar sus famosos trabajos, sus extraordinarias teorías me tienen seducida, sobre todo las que se refieren a la voluntad, la sexualidad y las degeneraciones. No acudo a su eminencia, pues, en calidad de enferma propiamente dicha, sino de mujer con buena salud que desea que la ayudéis a dilucidar un asunto que la perturba. Se trata de un sueño extraño, un sueño que me atormenta y me preocupa.

—Por supuesto, ladyWynham. Pero, antes de que continúe, permítame confirmar con usted la exactitud de los detalles que poseo acerca de su personalidad. —El profesor abrió un cajón, extrajo una hoja de papel y la desplegó. Como ladyDiana parecía intrigada, le explicó—: Nunca paso ninguna consulta sin antes recibir de alguno de mis secretarios las correspondientes notas de rigor sobre mi paciente. He aquí, señora, lo que contiene la suya. Corríjame si procede: «Lady Diana Mary Dorothea Wynham, nacida en Glensloy Castle (Escocia) el 24 de abril de 1897, hija única del duque de Inverness. Educación deportiva en el Salisbury College. Casada en 1916 con Ralph Edward Timothy, lord Wynham, G. C. B., K. C. M. G., K. C. V. O.,[1] antiguo embajador de S. M. británica en Rusia. Matrimonio de conveniencia. Fidelidad de corta duración por parte delady Wynham». —Aquí, el profesor se interrumpió—. Desea rectificar, ¿no es así? —afirmó con una cortesía glacial.

PeroladyDiana no hizo ninguna objeción.

—Es totalmente exacto —confirmó, y sacó un cigarrillo ambarino de su pitillera de platino con monograma de diamantes.

—Entonces, continúo —resolvió el profesor inclinando la cabeza—. «Los sucesivos amantes de lady Wynham han sido, por orden cronológico, lord Howard de Wallpen, duque de Massignac, secretario de la Embajada; George Wobbly, el cantante de revista; el señor Somerset Wiffle, M. P.,[2] y Leo Tito, el bailarín del Ambassadeurs…»

—Disculpe, doctor —lo interrumpió lady Diana, que acababa de lanzar una cerilla apagada a la chimenea—, Leo Tito y George Wobbly fueron mis amantes al mismo tiempo —corrigió simplemente.

El profesor Traurig asintió.

—Deberían haberlos metido entre corchetes —dijo, y retomó la lectura más adelante—: «… y otros amores pasajeros, efímeros y anónimos cuya identidad no podemos precisar».

Lady Diana asintió de nuevo.

—Yo tampoco, de hecho… ¿Eso es todo, doctor?

—No, señora. Todavía quedan algunas líneas de orden psíquico. Dicen así: «Aunque lady Wynham haya experimentado con la morfina y el opio alguna que otra vez, no es ninguna adicta, sino una buscadora de nuevas sensaciones (de las que habría que excluir el safismo) de actividad intermitente. Sin tendencia alguna al misticismo religioso. De ambición desmesurada».

El profesor plegó su hoja de papel.

—Todos esos detalles son ciertos, doctor —intervino entonces lady Diana—. Tiene usted ahí una idea bastante precisa de mi persona. Ni estoy medio loca ni soy ninguna ninfómana. Vivo la vida como una mujer emancipada que, ya en su pubertad, se liberó de las cadenas de la hipocresía propia de sus compatriotas.

El profesor se había puesto de pie. Con las manos cruzadas a la espalda, caminaba de un lado a otro de la chimenea. Empezó su interrogatorio. Fue un cuestionario preciso, sembrado de palabras crudas y detalles íntimos que enunció con gravedad, sin segundas intenciones ni sobreentendidos licenciosos. Abordaba la sexualidad desde su posición de hombre de ciencia, doblegado por la rigurosidad de la metodología germánica.

—Lady Wynham, ¿a qué edad fue desflorada?

—A los diecinueve años, por mi marido.

—¿Tuvo una sexualidad infantil muy desarrollada?

—A partir de los trece años, sí. Sentía curiosidad… Solía leer…

—No. Me refiero a su infancia. Por ejemplo, hacia los cinco o seis años, ¿sentía ya algún tipo de placer embrionario cada vez que un hombre la hacía brincar sobre sus rodillas?

—En absoluto.

—Bien… Seguro que, antes de que se entregara a su legítimo esposo, ya había ofrecido el Stradivarius de su sensibilidad al arco de sus cortesanos, ¿verdad?

—Así es. Tuve algunas aventuras que llegaron bastante lejos… No obstante, sin consumar el acto final.

—¿Tiene zonas erógenas hipersensibles?

—Las mismas que todas las mujeres, doctor.

—¿Ninguna reacción delectable, por ejemplo, cuando la muerden?

—Sí. Me encanta que me muerdan, doctor. Pero, para mí, no es más que…, ¿cómo decirlo? El pequeño aperitivo que uno mordisquea cuando pasa junto al bufé de la Voluptuosidad.

—¿A qué edad se entregó por vez primera a los placeres solitarios?

—Alrededor de los doce años.

El profesor Traurig escrutaba a lady Wynham con sus ojos de color gris acero. Yo me sentía al mismo tiempo divertido y un poco incómodo por aquella sorprendente confesión que no parecía avergonzar lo más mínimo a lady Diana. Reclinada en el sillón, con las piernas cruzadas bajo las maravillosas pieles de su abrigo de marta cibelina, contestaba a las preguntas sin rubor aparente, como si se tratara de un galanteo de salón.

—A partir de aquel momento —continuó el psiquiatra—, ¿experimentó lo que yo llamo una simbiosis onanígena?

—¿Cómo dice, doctor?

—La simbiosis, milady—precisó el maestro deteniéndose delante de la chimenea—, es el estado de equilibrio de dos coloides adversos que se acostumbran el uno al otro. Toda enfermedad crónica es una suerte de simbiosis… Voy a citarle un ejemplo que le permitirá entenderlo mejor. Algunas orquídeas se desarrollan bajo la acción de ciertos champiñones endófitos. Decimos entonces que es un caso de simbiosis entre vegetales.

—¿Debo deducir, doctor, que compara mi corola con este tipo de orquídea y mi dedo índice con el champiñón?

—Más o menos… La simbiosis en cuestión se traduce en la mujer por una propensión a las satisfacciones en solitario. Juega un papel muy importante en la evolución de su carácter, de sus gustos y de su voluntad.

—En lo que a mí respecta, confieso que simbiosaba… a falta de algo mejor. En cualquier caso, puedo decir que siempre he preferido la colaboración de un compañero a los decepcionantes placeres del narcisismo, y que el sueño que tuve la otra noche…

Pero el profesor interrumpió a su paciente con un gesto autoritario.

—A su debido momento, milady. Empiezo a percibir su psique con algo más de claridad… Ahora necesitaría que, antes de narrarme ese sueño, me permitiera realizar el análisis espectral de sus reacciones durante el orgasmo.

—¿Cómo dice, doctor?

—Me explico. Quizá haya oído hablar del análisis espectral de los rayos luminosos, el cual nos ha ayudado a descubrir los distintos cuerpos simples de los que están compuestos los astros del cielo. La posición de las líneas oscuras en el espectro de uno de estos rayos nos permite comprobar si hay hidrógeno en Aldebarán o potasio en la estrella Vega de la constelación de la Lira. He aplicado el mismo procedimiento al estudio de las particularidades de cada individuo. Este análisis me permite obtener deducciones muy útiles sobre su carácter. Pero, para que un análisis dé buenos resultados, tiene que romperse el equilibrio eléctrico de los coloides, y la mejor manera de obtener esta ruptura es observar al sujeto durante los breves instantes que dura la satisfacción sexual.

—Lo entiendo, doctor.

—Debe, pues, lady Wynham, acceder a colocarse delante de la placa de este aparato de radiografías que yo mismo he perfeccionado y que me permitirá realizar, por medio de los rayos Roentgen, el análisis espectral de sus reacciones íntimas.

—Ya veo, doctor, ya veo. —Y añadió sonriendo—: Veo que tiene el aparato, pero que no proporciona el estímulo.

El profesor Traurig no admitía broma alguna respecto a la ciencia, y replicó con severidad:

—A usted le corresponde, lady Wynham, elegir el modo de desencadenarlo.

En cuanto el maestro accionó el timbre, entró el asistente. Detrás del aparato de radiografías, este levantó una especie de cabina portátil, fabricada con mamparas yuxtapuestas de tela negra, y desapareció en su escondrijo improvisado.

—Y ahora, lady Wynham —ordenó el profesor Traurig—, bastará con que dé rienda suelta a su emoción sexual entre esta bombilla y esta placa de vidrio. La avisaré en cuanto hayamos terminado.

El maestro desapareció a su vez dentro de la cabina negra y el salón quedó en silencio, salvo por el crepitar amortiguado del radiómetro de Crookes.

Lady Diana se volvió hacia mí con una sonrisa irónica.

—Mi querido Gérard —me susurró—, hemos de abrir el conmutador de mis emociones, como dice el maestro… ¿Puedo contar con vos?

Confieso que jamás me había visto en una situación más barroca. Mi posición social es de las que exigen una gran circunspección. Durante los cinco meses quelady Diana llevaba honrándome con su confianza, siempre había tenido cuidado de no exponerme a las maledicencias del mundo dándole un giro desafortunado a nuestra intimidad. Príncipe arruinado, pero hombre honesto, sin embargo, no me agradaría que lady Diana me firmara cheques en el umbral de su alcoba. Le rindo mis servicios sin retribución. Sería indecoroso que hubiera de valorar en libras esterlinas el precio de mis caricias. Digan lo que digan los malpensados, sobre nosotros no planea ningún equívoco: ni gestos dudosos, ni miradas cómplices, ni roces imprecisos ni sobreentendidos licenciosos.

—Lady Diana —murmuré a mi vez—, en honor a la ciencia, estoy dispuesto a violar mis normas de conducta. ¿Queréis que os bese en los labios delante de la bombilla mágica?, ¿que os acaricie la piel satinada con la cinta de plumón de cisne de vuestro sombrero cloche? Si pensáis en Leo Tito o en Somerset Wiffle, quizá ofrezcáis al profesor un bello análisis espectral…

—¡Gérard! ¡Nunca os tomáis nada en serio! —protestó lady Diana.

Y, antes de que pudiera darme cuenta, me arrastró hasta colocarme delante de la placa de vidrio esmerilado y me abrazó sin previo aviso con sus dúctiles brazos, apretándose contra mi cuerpo al tiempo que posaba sobre mi boca la flor viva de sus labios. Muy a mi pesar, me recordó el beso simbólico de una planta selvática, de una planta fantástica cuyas lianas me hubieran atrapado y cuya flor maravillosa me aspirara la vida. Embriagado por aquel abrazo imprevisto, aturdido por un placer que casi me hacía lamentar no haberlo probado antes, le devolví el beso y estreché con más fuerza aquel cuerpo delgado y cimbreante. Estaba sin duda a punto de ponerme a murmurar palabras inútiles cuando una voz brusca rompió el encanto.

—¡Alto!

Venía de la cabina negra, brutal como la orden de un Oberleutnant en el campo de maniobras de Tempelhof. Lady Diana deshizo el abrazo. Yo me esforcé en volver a la realidad. El profesor Traurig salió de su cubículo de tela.

—Gracias, lady Wynham —dijo sencillamente—. El doctor Funkelwitz le entregará luego los resultados de su análisis. En cuanto a mí, ahora dispongo de más información sobre las sorpresas, las reacciones y los sobresaltos de su inconsciente. Entre otros pormenores, puedo decirle que, desde su juventud, ha estado reprimiendo sin darse cuenta una necesidad de riqueza, de poder, de absolutismo… Sufre la neurosis de la perfección. Busca lo inencontrable, como Cristóbal Colón: con gusto emprendería la vuelta al mundo de las pasiones para descubrir una América poblada de superhombres dispensadores de sensaciones y placeres sin fin. Ahora,lady Wynham, siéntese de nuevo en este sillón y cuénteme el sueño que la ha traído aquí.

Lady Diana obedeció la invitación del profesor —¿acaso era posible oponerse a los ucases de aquel psiquiatra tirano?— y comenzó en estos términos:

—Debo decirle primero, doctor, que normalmente mis sueños carecen de interés. Al igual que todas las mujeres, sueño bastante a menudo. Suele tratarse de extravagantes pesadillas o de evocaciones eróticas. Sin embargo, no consigo olvidarme del sueño que tuve anoche porque encierra una suerte de lógica en el encadenamiento de sus escenas que me hace atribuirle un valor premonitorio. Me hallaba, y no sé cómo, en medio de un paisaje rojo…, completamente rojo, para ser exacta. La tierra, la hierba, los árboles y sus hojas eran de un vivo color rojo. Apenas conseguía avanzar, porque tenía los tobillos trabados en… una cadena o una cuerda que un hombrecillo, también rojo, sujetaba a mis espaldas. Era más pequeño que un enano; un verdadero liliputiense, de un pie de altura quizá. Su jefe, ovalado como un huevo, iba tocado con un gorro frigio y, ¡qué horrible detalle!, de su cinturón, colgaban, cual guirnalda, cinco o seis cabezas cortadas. Yo caminaba con dificultad sobre el polvo carmín del camino y, cada vez que trataba de detenerme, un pinchazo de alfiler en las pantorrillas me lo impedía, obligándome a proseguir con mi calvario. De repente, apareció ante mí un palacio de cristal, del tamaño de una casita de muñecas. Un palacio transparente como un bocal, de torres minúsculas y puertas tan diminutas como nidales de un palomar. Tras las murallas de vidrio había unos seres que no alcanzaba a ver hablando en una lengua desconocida, y aquella algarabía de voces agudas me recordó el gorjeo de veinte cacatúas tras los barrotes de una pajarera. El hombrecito rojo me ordenó entrar en el palacio. Pero ¿cómo entrar por aquella puerta tan estrecha? Introduje la mano, luego la muñeca, el brazo hasta el hombro. Me esforcé desesperadamente por llegar más lejos, ¡lloraba de desesperación!, y el hombrecito rojo me acribillaba a pinchazos. De repente, innumerables manitas de tití me aferraron la mano izquierda, la que tenía dentro del palacio de cristal, tirándome de los dedos hasta casi arrancármelos. Por último, y este es un detalle que tardaré mucho en olvidar: sentí que me deslizaban un anillo en el anular, un anillo redondo y liso, sin ornamentos, mientras que, al mismo tiempo, unos labios invisibles posaban un beso en la misma mano. Todavía siento escalofríos cuando recuerdo aquel beso invisible, goloso, perentorio…, un beso que me provocó repulsión y placer al mismo tiempo. En aquel momento, debí de emitir una especie de quejido, porque me desperté sobresaltada y me extrañó mucho encontrarme junto a la cabecera de mi cama a mi criada, que se había levantado. Le pregunté qué estaba haciendo allí y me respondió que la había sorprendido que estuviera sola en la cama, teniendo en cuenta las modulaciones del grito que acababa de emitir. La eché de allí, me quedé dormida y aquella noche no volví a soñar más… Ya ve, doctor, la pesadilla que me obsesiona. Soy un poco supersticiosa. Me preocupa. Quisiera conocer su opinión.

El profesor Traurig había escuchado escrupulosamente a su paciente. Tomó entonces la palabra.

—Lady Wynham, desde que Aristóteles estudiara por primera vez el valor psicológico de los sueños, numerosos sabios de todas las épocas lo han imitado. Para unos se trata únicamente de reacciones vegetativas. Otros los atribuyen a causas psicopáticas más o menos plausibles. Yo, por mi parte, me contento con averiguar, en primer lugar, si un sueño concreto se debe a excitaciones cutáneo-motrices o si se trata únicamente de la realización camuflada de un deseo reprimido… En el caso que nos interesa, encuentro en su pesadilla una alteración del sentido de la vista, puesto que veía de color rojo lo que normalmente es verde. Puede deberse a una causa puramente accidental, como la irritación producida por el encaje de la almohada al rozarse contra su párpado.

—Duermo sin almohadas, doctor. Al despertar, me las encuentro siempre sobre la alfombra, bajo la cama o detrás de la mesilla.

—Su sueño presenta también una alteración de las dimensiones normales. Ese encogimiento del mundo exterior puede deberse a que estuviera durmiendo con un camisón demasiado estrecho.

—Doctor —observó lady Diana con una sonrisa imperceptible—, no utilizo camisón para dormir. En invierno duermo en pijama, sin el pantalón; y, en verano, completamente desnuda.

Las respuestas de lady Diana no parecieron alterar en absoluto la serenidad metódica del ilustre profesor.

—Observo, por último, en su alucinación erótica, en ese beso invisible y turbador —continuó este—, una excitación fortuita, debida sin duda al recuerdo de algún placer sensual experimentado la víspera.

—Eso es imposible, doctor, puesto que soy rigurosamente casta desde el pasado 7 de marzo, día de mi último encuentro a solas con el señor Somerset Wiffle, tras las cortinillas corridas de mi limusina, entre el palacio de Westminster y su mansión de Hampton Court.

—En ese caso, su sensación onírica pudo deberse, igualmente, a un deseo causado por esta continencia prolongada.

El profesor Traurig tenía una respuesta para todo. Pero sus explicaciones no parecían satisfacer a ladyDiana, que, con un gesto de impaciencia, le preguntó:

—En fin, doctor, me gustaría saber el significado de mi sueño. Le agradezco que intente desentrañar las causas científicas, pero lo que me interesa es conocer su significado respecto a mi futuro y a…

El silencio del profesor Traurig era de mal augurio. Se levantó y posó su imperiosa mirada sobre la paciente. Introdujo sus huesudas manos en los bolsillos de su pantalón y, con supremo sarcasmo y una voz lacónica, vituperante, le espetó:

—Se ha equivocado de puerta, lady Wynham. Para conocer el futuro a través de los sueños, mejor haría dirigiéndose a los innumerables charlatanes que colaboran con la Clef des Songes[3] para regocijo de las modistas celosas, los burgueses románticos y las viudas ricas en plena menopausia… —El profesor Traurig tocó el timbre y añadió despidiéndose—: Mis respetos, lady Wynham. El doctor Funkelwitz la acompañará hasta la puerta y le entregará su análisis espectral.

—¡Menudo bruto! —observó ella apenas recuperada de su asombro.

LadyDiana y yo atravesamos el salón botón de oro.

—Es un importante erudito —señalé—. Lo habéis tomado por un sonámbulo extralúcido.

—Tonterías, Gérard… ¿Le pagaréis la consulta al viejo?

—Sí.

El doctor Funkelwitz apareció y entregó a ladyDiana un sobre que contenía una prueba radiográfica y una nota escrita a mano. Le pregunté discretamente si podía entregarle el importe de la consulta del maestro.

—Por supuesto, señor —asintió.

—¿Cuánto es?

—Cinco mil francos franceses, o doscientos cincuenta dólares o sesenta y cinco libras inglesas.

Rellené un cheque —poseía un talonario de cheques en blanco ya firmados por lady Diana— y se lo tendí. Dos minutos después, sentado junto a mi acompañante en su cabriolé amarillo huevo, abrí el sobre y leí con curiosidad el análisis de nuestro fugitivo estremecimiento. Ella se inclinó hacia mí, recorrió de arriba abajo con sus impertinentes la banda de tonos grises alternos del espectro fotografiado y exclamó riéndose:

—¡Ese es vuestro beso, Gérard! ¡Parece la banda de un sombrero destemplada por una tormenta!

Señalé las líneas oscuras que se apreciaban entre las zonas claras.

—Aquí, lady Diana, flaqueasteis… Aquí, sin embargo, vuestro potencial voluptuoso dio más de sí. ¡Un tipo sorprendente, ese profesor Traurig! Enséñeme su espectro y le diré quién es.

Bromeaba para expulsar de mi recuerdo la deleitable impresión que me había dejado el beso de lady Diana. Pero no contaba con su intuición.

—Parecéis un poco turbado, Gérard… ¿Por qué?

—¡Ay, mi querida lady Diana! ¿Os ha pasado alguna vez estar probando un sabroso aperitivo y que un mayordomo burlón os lo retire del plato antes de tiempo? Me siento como ese desafortunado comensal.

—Si lo he entendido bien, Gérard, os habría gustado que mi análisis tuviera cien metros de largo.

—¡Diréis seis leguas marinas!

—¿Qué es lo que os impide dilatarlo?

—Mi self-respect.

Lady Diana me miró sin decir nada. Un fulgor naranja se escapaba de entre sus párpados medio abiertos. De repente, giró la cabeza hacia la ventanilla.

—Seréis un gentleman —declaró—, pero no por ello sois menos imbécil, porque a mí tampoco me gusta quedarme con la miel en los labios. Esta tarde saldré a terminarme el postre.

—¿George Wobbly? ¿Leo Tito? ¿Somerset Wiffle?

—Ya veremos…

[1]. Knight Grand Cross of the Bath, G. C. B. por sus siglas en inglés, «Caballero Gran Cruz de la Orden del Baño»; Knight Commander of the Order of St Michael and St George, K. C. M. G. por sus siglas en inglés, «Caballero Comendador de la Orden de San Miguel y San Jorge»; Knight Commander of the Royal Victorian Order, K. C. V. O. por sus siglas en inglés, «Caballero Comendador de la Real Orden Victoriana». (Todas las notas son de la traductora.)

[2]. Member of Parliament, M. P. por sus siglas en inglés, «Miembro del Parlamento».

[3]. Probablemente, el doctor esté refiriéndose a los manuales cartománticos destinados a la interpretación de los sueños que se publicaban en la época bajo este título —literalmente, «La clave de los sueños»—, y variantes similares.

II

Nacido Gérard Dextrier y ascendido a príncipe Séliman por el amor de una hermosa yanqui, actualmente soy el secretario de una paresa británica, no por interés de ningún tipo, sino por falta de ocupación.

Mi matrimonio con Griselda Turner, mi dramática aventura con su hijastra y la negativa de mi esposa a perdonarme una infidelidad no consumada provocaron que mi equilibrio moral se tambaleara. Partí de Nueva York con el corazón herido, el alma maltrecha, un pergamino en el bolsillo que me autorizaba legalmente a portar una corona cerrada y cinco mil dólares que constituían toda mi fortuna personal. Con cinco mil dólares se puede ganar un millón al bacarrá, ponerle un piso a una costurera o comprar retortas para la Facultad de Ciencias. Pero me encontraba tan fatigado que ni siquiera me sentía capaz de derrochar mi haber con elegancia. El recuerdo de Griselda me obsesionaba. Me sentía feliz de haber escapado de una mujer tan cruel y, al mismo tiempo, triste porque no volvería a probar el sabor de sus besos.

Llegué a Londres hacia mediados de octubre. Era un otoño seco y los árboles de las plazas doraban sus últimas hojas al fuego apagado de un sol sin brillo. Solitario y ocioso, deambulaba por los senderos de Kensington Gardens, paseando una mirada átona sobre la alfombra de césped amarillento aderezado aquí y allá por la presencia de un par de plácidas ovejas de pelaje rizado. A veces me detenía a escuchar a los mesías de Hyde Park, que, encaramados a una caja del revés, ejercían su apostolado, o bien me olvidaba de las fealdades del mundo en el esplendor policromo de los crisantemos de Kew Gardens.

La atmósfera londinense es lenitiva. Aletarga las neurastenias benignas e incita a la bebida o a la teosofía. Pero los rosacruces no tienen para mí más atractivo que los whiskies de sirJohn Dewar. Viví dos meses totalmente perdido,yendo y viniendo a merced de la niebla, como una boya sin su peso muerto. Una necesidad irresistible de pasear me empujaba a arrastrar mis pasos irresolutos desde Whitechapel hasta Shepherd’s Bush. Cuando me aburría de observar el reflejo de mi farniente en los ojos de cristal de las estatuas de cera que inmortalizaban sus acciones heroicas bajo el techo de madameTussaud, me marchaba a contemplar las apetecibles tiendasde los mercaderes de artículos de viaje que despliegan en el Strand la magia de sus cueros flavos; a menos que me detuviera ante los escaparates de las papelerías de Chancery Lane, consteladas de portaminas prestigiosos, libretas sin rival y vitelas artesanales decoradas con filigranas arcaicas.

Huía voluntariamente de los amigos de antaño. Me veía, en mi aislamiento, como un asceta con su cilicio. Vivía en un pequeño apartamento amueblado de Maida Vale, compuesto de salón, dormitorio y cuarto de baño, con servicio incluido. Dos butacas de cuero burdeos flanqueaban la chimenea de nogal lustrado, con morillos rectilíneos y una galería de cobre delante del hogar, que estaba revestido de azulejos verdes. Las paredes, cubiertas de papel pintado liso, lucían grabados que representaban escenas a color de la caza del zorro y una litografía del caballo ganador del Derby de 1851, un purasangre con cabeza de hipocampo que piafaba sobre unas patas esqueléticas.

Una mañana, la criada que me traía mi breakfast diario depositó por error un ejemplar del Times entre el tarro de jam y el portatostadas. Rara vez consultaba yo aquel austero deán de Fleet Street. Pero esa mañana me dio por leer en la primera página una curiosa sección titulada «Personal», que reúne pequeños anuncios de carácter especial. Leí el mensaje sibilino de un amante enmascarado que revelaba a Nomeolvides que el martes, a las cuatro, en Sloane Square, iban a producirse acontecimientos decisivos; la llamada de auxilio de una lady arruinada que ofrecía su pequinés a cambio de tres meses en el campo; el anuncio de una recompensa formal a quien devolviera un reloj de pulsera de señora, que se había perdido en el saloncito privado del Peacock.

De repente, las siguientes líneas retuvieron mi atención:

Wanted private secretary for member of British Peerage. Must be handsome, refined, highly educated, well acquainted with International Smart Set and talk perfectly English, French and German. Foreigner not excluded. Send full particulars, testimonial, photo, etc. to Box 720 c/o Times, London.[4]

Sonreí maquinalmente mientras calafateaba con mantequilla las porosidades de mi tostada y me pregunté si no sería el destino el que me estaba enviando una nueva posición social a través de aquella gaceta secular. No volví a pensar en ello durante el día, pero a la mañana siguiente me acordé otra vez del anuncio al toparme con el mismo periódico junto al tintero. Estuve dudando unos instantes, hasta que, en un arrebato, arranqué una de las últimas hojas que me quedaban del papel blasonado con el escudo de los Séliman y escribí al apartado de correos 720.

Para la mayor de mis sorpresas, tres días después se presentaba en mi puerta un messenger boy portando un gran sobre de color malva cubierto de una letra fina e inclinada.

El breve mensaje que contenía había sido concebido de la siguiente manera:

114 Berkeley Square – W.

Querido príncipe Séliman:

Si sois tan amable de venir a verme esta tarde a las tres, os recibiré con mucho gusto.

Sinceramente vuestra,

DIANA WYNHAM

P. D.: Traed vuestro certificado de antecedentes penales y de reacción de Wasserman.

Aquel nombre tan familiar para los cronistas mundanos no me era desconocido. No me desagradó en absoluto enterarme de que el apartado de correos 720 correspondía a una mujer tan bella y entrever el giro que mi vida estaba a punto de tomar.

A las tres me hallaba atravesando el pórtico del número 114 de Berkeley Square, un pórtico de columnas dóricas que protegía de la intemperie a los visitantes, y un lacayo someramente vestido —levita negra sobre pantalón gris acero— me condujo hasta un recibidor cubierto de pieles de animales y exorbitantes floraciones de phoenix y latanias. De unos maceteros de cerámica azul turquesa emergían dos palmitos balanceando sus verdes manos por encima de la rampa de la escalera de pórfido. Cuatro reproducciones de diosas griegas disimulaban apenas su milenaria ausencia de pudor desde el fondo de sus hornacinas de mármol rosa y gris.

Esperé unos minutos en un gabinete que olía a una mezcla de sándalo y tabaco turco, hasta que apareció ladyDiana Wynham. Su cabellera rubia contrastaba con el caftán púrpura y oro que vestía, bajo el cual se adivinaba un sencillo linón sobre la piel. La pesada túnica comprimía sus senos menudos, a punto de escaparse de su prisión entreabierta. Llevaba los brazos al aire y los pies calzados con babuchas marroquíes. Ningún maquillaje estropeaba su espléndida tez. Me tendió una mano fina, vigorosa, al extremo de una muñeca ceñida por una esclava de platino con un gran brillante cuadrado incrustado.

Me disponía a soltar la sarta de educadas banalidades con las que un candidato se presenta siempre a su futuro patrón cuando lady Diana cortó por lo sano.

—Así que se ha fastidiado la cosa con Griselda… —Mi estupefacción pareció divertirla, y prosiguió al mismo tiempo que me indicaba que tomara asiento—: Por favor, mi querido príncipe, ¡no creeríais que la gentry londinense iba a ignorar vuestras aventuras neoyorquinas! En los salones, todo el mundo siguió con mucha atención vuestra fuga a Palm Beach. Hubo incluso apuestas, tres contra uno, a que el divorcio de la princesa sería inmediato… ¿De veras que no lo sabíais? El mundo es un pañuelo, querido. Y os aseguro que estoy encantada de que mi anuncio me haya traído por azar al sayón sentimental de la hermosa señora Griselda Turner. —Mi interlocutora me tendió una pequeña pitillera de cuero escarlata, repleta de cigarrillos dispuestos de cualquier forma, y retomó la palabra—: Entonces, ¿todo se ha acabado?

—Sí y no, lady Diana. Soy como un rey Lear vagando lejos del reino del que la princesa me ha exiliado.

—¿Se está tramitando el divorcio?

—De ninguna manera. He de confesaros que todavía amo a Griselda, pero ninguna de mis cartas ha recibido respuesta. De manera que, como cualquier otro esposo resignado de una mujer inflexible, vivo el día a día, contemplando cómo se suceden los acontecimientos. Vuestro anuncio me tentó, ladyWynham. Os escribí no tanto por necesidad económica, sino por burlar mi ociosidad, y espero que os dignéis a precisarme las obligaciones que serán las mías si aceptáis mis servicios desinteresados.

—Habláis muy bien, mi querido príncipe. Por cierto, ¡hay que ver lo charlatanes que son los franceses! ¡Ni que hubieran inventado la saliva! ¿Lo que espero de mi secretario? Todo y nada. Mi anuncio no es ninguna manera soterrada de procurarme un amante, porque, creedlo bien, no tengo ninguna necesidad del Times para que me estremezcan en el plano astral… Soy viuda. Sabéis sin duda que mi marido, lord Wynham, murió por haber comido y bebido demasiado, como Wenceslao. Un final prosaico pero rápido. Me dejó esta casa, tres automóviles, un yate pudriéndose en el Solent, una hermosa colección de fotografías eróticas y la biblia de Ana Bolena, la querida del rey Enrique VIII; un palco en Covent Garden, un hijo natural que es caddie en un club de golf de Brighton y una renta de cincuenta libras que he de ingresarle cada trimestre a una periquita bretona, camarera de hotel en Dinard. Todo esto es muy complicado para mí… Si a eso sumamos que mi cambista me roba, que cada año recibo setecientas treinta invitaciones a cenar, lo cual, de querer aceptarlas todas, me obligaría a partirme por la mitad cada noche a las ocho de la tarde; si añadimos, además, que tengo una media de seis amantes al año, sin contar los encuentros casuales ni las ocasiones en que se reaviva la llama; que debo llevar una contabilidad precisa de mis deudas al póker, que colaboro con las fiestas de beneficencia, que soy capitana honoraria de un pelotón de policewomen y candidata derrotada en las elecciones de North Croydon; si os digo, finalmente, que poseo poca memoria, que me gusta el champán y que nunca he sabido hacer una suma, comprenderéis lo necesario que es para mí disponer de un secretario. En cuanto a vos, desde ahora os digo que me convenís. Conozco vuestro nombre y vuestra reputación. No sois de esos franceses insoportables que corren detrás de unas faldas como un chucho cualquiera olfateando un faisán entre dos zanjas. Quedáis, pues, prevenido: nada de galanterías entre nosotros. Seréis más mi camarada que mi secretario. Por decir-lo de otra manera, el papel que vais a desempeñar a mi lado será el de un marido… hasta el umbral de mi dormitorio, por supuesto. Defenderéis mis intereses. Me aconsejaréis de manera práctica. De vez en cuando, habréis de evitar que cometa alguna locura, que es el pasatiempo favorito de las mujeres de mi clase, y no dudaréis en expulsar de mi alcoba a cualquier indeseable admirador que hubiera podido introducirse aprovechándose de mis caprichos…

Lady Diana se interrumpió para alisarse una pestaña rebelde con la punta de su dedo rosado y retomó su discurso:

—También me acompañaréis en mis viajes, si se diera el caso. Porque, sin duda, sabréis que he totalizado miles de millas de ferrocarril recorriendo el continente y pisoteando hasta el desgaste las alfombrillas de la Compañía de Coches Cama. Un cronista parisino ha llegado a apodarme «La Madona de los Sleepings». ¡Sleepings, con s al final, algo que no deja de ser un barbarismo, a no ser que se haya empezado a recoger así en los diccionarios! Y Madona con M mayúscula, lo cual es un eufemismo lleno de ironía, puesto que puede que tenga el perfil de una Madona, ¡pero no los atributos, ya no! En verdad, he peregrinado por los principales circuitos europeos, dejándome olvidadas innumerables misivas de amor entre las páginas de la A. B. C., la guía Chaix o el Fahrplan germánico[5] y compartiendo con los agentes aduaneros de cada país el perfume encerrado en mis maletas y el secreto de mi lencería íntima… Dicen que partir equivale a morir un poco. Yo soy más bien de la opinión de que morir equivale a partir mucho, y viajar, a airear la melancolía. Cuento, pues, con vos para que, llegado el caso, me distraigáis entre un poste telegráfico y otro; para amenizar con vuestras ocurrencias la monotonía de los túneles; para sazonar el menú insípido de los bufés del vagón restaurante y para espantar a los moscones de los palacios a los que nos inviten. —LadyDiana no me dio tiempo de responder. Añadió para concluir—: No puedo retribuir vuestras funciones en su justo valor porque tenéis un título importante y mi fortuna no bastaría para ello, pero os ofrezco quinientas guineas al mes para vuestros puros, vuestras gardenias y vuestros calcetines de seda. ¿Aceptáis?

Aquella declaración de tan sorprendente belleza me desconcertó y divirtió al mismo tiempo. Hice una reverencia.

—Acepto, ladyDiana…, excepto por las quinientas guineas. No voy a alquilaros mis servicios, os los regalo. Seré vuestro secretario como pasatiempo, por amor al arte, si lo deseáis, porque me encuentro desocupado y aburrido.

Mi respuesta sorprendió a lady Wynham, que frunció las cejas.

—Sabéis que preferiría no estar en deuda con vos. No es honrado aceptar algo sin dar nada a cambio.

—Vuestra simpatía y vuestra confianza de sobra bastarán para recompensarme.

Lady Wynham dudó por un instante.

—Así sea —concluyó—. Probablemente, de aquí a una semana, os habréis ganado la primera y conquistado la segunda. —Luego añadió—: Para terminar de hacerlo oficial, mi querido príncipe, enseñadme vuestro certificado de antecedentes penales y vuestro Wasserman… Sobre todo, no os ofendáis. Se puede ser príncipe y estafador, portar una corona a la vez que la sífilis. Deseo estar al tanto desde el principio de la salud moral y física de las personas de mi confianza.

Satisfice su curiosidad. Me devolvió mis papeles al igual que el guardia restituye el permiso de circulación a un automovilista sospechoso y, tomándome por el brazo con familiaridad, se ofreció a enseñarme su mansión.

Su alcoba no carecía de originalidad. Contenía una cama muy ancha y muy baja, cubierta de terciopelo azul pavo real y flanqueada por dos antorchas eléctricas que se alzaban como tirsos luminosos para velar el sueño. Una gigantesca piel de oso polar de Groenlandia sangraba pétalos de rosa rojos derramados desde una fuente de cristal vecina. En las paredes observé antiguos grabados de Nanteuil, un original de Félicien Rops rigurosamente erótico, un cuadro de Alma-Tadema pueril en exceso y una gran fotografía de la dueña de la casa, vestida con una toga transparente y bailando sobre la alfombra de briznas de un césped recién cortado.

LadyDiana me invitó a admirar su cuarto de baño de mármol blanco, digno de un balneum