La maja desnuda - Vicente Blasco Ibañez - E-Book

La maja desnuda E-Book

Vicente Blasco Ibanez

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Beschreibung

La maja desnuda es una novela del autor Vicente Blasco Ibáñez. En ella el escritor esboza una velada biografía disfrazada de ficción con las escenas más importantes de la vida de Francisco de Goya, si bien encarnado en un pintor de otro nombre. Se sirve de esta argucia para reflexionar sobre el arte y la vida en una novela apasionante.-

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Vicente Blasco Ibañez

La maja desnuda

 

Saga

La maja desnuda

 

Copyright © 1920, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726509465

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PRIMERA PARTE

I

Eran las once de la mañana cuando Mariano Renovales llegó al Museo del Prado. Algunos años iban transcurridos sin que el famoso pintor entrase en él. No le atraían los muertos: muy interesantes, muy dignos de respeto, bajo la gloriosa mortaja de los siglos, pero el arte marchaba por nuevos caminos y no era allí donde él podía estudiar, a la falsa luz de las claraboyas, viendo la realidad a través de otros temperamentos. Un pedazo de mar, una ladera de monte, un grupo de gente desarrapada, una cabeza expresiva, le atraían más que aquel palacio de amplias escalinatas, blancas columnas y estatuas de bronce y alabastro, solemne panteón del arte, donde titubeaban los neófitos, en la más estéril de las confusiones, sin saber qué camino seguir.

El maestro Renovales detúvose unos instantes al pie de la escalinata. Contemplaba con cierta emoción—como se contempla después de larga ausencia los lugares de la juventud—la hondonada que da acceso al palacio, con sus declives de césped fresco, adornados a trechos por débiles arbolillos. En lo alto de estos desmontes, la antigua iglesia de los Jerónimos, de gótica mampostería, marcaba sobre el espacio azul sus torres gemelas y sus arcadas ruinosas. El invernal ramaje del Retiro servía de fondo a la blanca masa del Casón. Renovales pensó en los frescos de Giordano que adornaban sus techos interiores. Después se fijó en un edificio de muros rojos y portada de piedra que cerraba el espacio pretenciosamente, en primer término, al borde de la pendiente verdosa. ¡Puá! ¡La Academia! Y el gesto despreciativo del artista encerró en una misma repugnancia la Academia de la Lengua y las demás Academias; la pintura, la literatura, todas las manifestaciones del pensamiento, amojamadas y agarrotadas, con una inmortalidad de momia, en los vendajes de la tradición, las reglas y el respeto a los precedentes.

Una ráfaga de viento helado agitó las haldas de su gabán, sus barbas luengas y algo canosas y el ancho fieltro, bajo cuyos bordes asomaban los mechones de una melena, escandalosa en su juventud, que había ido disminuyéndose con prudentes recortes, conforme ascendía el maestro, adquiriendo fama y dinero.

Renovales sintió frío en la hondonada húmeda. Era un día claro y glacial de los que tanto abundan en el invierno de Madrid. Lucía el sol; el cielo estaba azul; pero de la sierra, cubierta de nieve, llegaba un viento helado que endurecía la tierra, dándola una fragilidad de cristal. En los rincones, adonde no llegaba el fuego solar, brillaba todavía la escarcha del amanecer como una capa de 'azúcar.' En las alfombras de musgo, los gorriones, enflaquecidos por las privaciones invernales, iban y venían con un trotecito infantil, agitando su mustio plumaje.

La escalinata del Museo recordaba al maestro su adolescencia. Aquellos peldaños los había subido muchas veces a los diez y seis años, con el estómago desfallecido por la ruin comida de la casa de huéspedes. ¡Cuántas mañanas pasadas en aquel caserón, copiando a Velázquez! Estos lugares traían a su memoria las esperanzas muertas, un cúmulo de ilusiones que ahora le hacían sonreír: recuerdos de hambre y de humillantes regateos al ganar su primer dinero con la venta de copias. Su faz adusta de gigante, su entrecejo que intimidaba a discípulos y admiradores, se aclararon con una sonrisa alegre. Recordaba sus entradas en el Museo con paso tardo, su miedo a separarse del caballete para que no reparasen en las suelas despegadas de sus botas, que se doblaban, dejando al descubierto los pies.

Pasó el vestíbulo y abrió la primera cancela de cristales. Cesaron instantáneamente los ruidos del mundo exterior: el rodar de los carruajes por el Prado, el campaneo de los tranvías, el sordo arrastre de las carretas, la chillería de los grupos infantiles que correteaban por los desmontes. Abrió la segunda cancela, y su cara, entumecida por el frío, sintió la caricia de una atmósfera tibia, cargada del inexplicable zumbido del silencio. Los pasos de los visitantes adquirían esa sonoridad de los grandes edificios inhabitados. El golpe de la cancela al cerrarse, retumbaba como un cañonazo, pasando de sala en sala al través de los recios cortinajes. Las bocas de calefacción humeaban su invisible hálito tamizado por las rejillas. Las gentes, al entrar, hablaban en tono bajo instintivamente, cual si estuvieran en una catedral: ponían un gesto compungido de recogimiento, como si les intimidasen los miles de lienzos alineados en las paredes, los bustos enormes que adornaban el círculo de la rotonda y el promedio del salón central.

Al ver a Renovales los dos porteros de largo levitón, hicieron un movimiento para ponerse de pie. No sabían quién era; pero ciertamente era alguien. Aquella cara la habían visto muchas veces, tal vez en los papeles públicos, tal vez en las cajas de cerillas; se asociaba en su mente a las glorias de la popularidad, a los altos honores reservados a los personajes. De pronto le reconocieron. ¡Hacía tantos años que no le veían por allí! Y los dos empleados, con la gorra de galón de oro en la mano y una sonrisa obsequiosa, avanzaron hacia el gran artista. «Buenos días, don Mariano.» ¿Deseaba algo de ellos el señor de Renovales? ¿Quería que llamasen al señor director?... Era una obsequiosidad pegajosa, un azoramiento de cortesanos que ven entrar de pronto en su palacio a un soberano extranjero, reconociéndolo al través de su incógnito.

Renovales se libró de ellos con gesto brusco y paseó una rápida mirada por los lienzos grandes y decorativos de la rotonda, que recordaban las guerras del siglo XVII; generales de erizados bigotes y chambergo plumeado dirigiendo la batalla con un bastón corto, como si dirigiesen una orquesta; tropas de arcabuceros desapareciendo cuesta abajo con banderas al frente de aspas rojas o azules; bosques de picas surgiendo del humo; verdes praderas de Flandes en el fondo; combates sonoros e infructuosos que fueron como las últimas boqueadas de una España de influencia europea. Levantó un pesado cortinaje y entró en el enorme salón central, viendo, a la luz mate y discreta de las claraboyas, las personas que estaban en último término como diminutas figurillas.

El artista siguió adelante en línea recta. Apenas se fijaba en los cuadros, antiguos conocidos que nada nuevo podían decirle. Sus ojos buscaban a las personas, sin encontrar tampoco en ellas mayor novedad. Parecía que formaban parte de la casa y no se habían movido de allí en muchos años: padres bondadosos con un grupo de niños ante las rodillas explicándoles el argumento de los cuadros; una profesora con varias alumnas modositas y silenciosas que, obedeciendo a una orden superior, pasaban sin detenerse ante los santos ligeros de ropa; un señor que acompañaba a dos curas y hablaba a gritos para demostrar que era inteligente y se hallaba allí como en su casa; varias extranjeras con el velo recogido sobre el sombrero de paja y el gabancito al brazo, consultando el catálogo, todas con cierto aire de familia, con idénticos gestos de admiración y curiosidad, hasta el punto de hacer pensar a Renovales si serían las mismas que había visto antes, la última vez que estuvo en el Museo.

Al pasar, saludaba mentalmente a los grandes maestros. A un lado, las figuras santas del Greco, de un espiritualismo verdoso o azulado, esbeltas y ondulantes; más allá las cabezas rugosas y negruzcas de Ribera, con gestos feroces de tortura y dolor: portentosos artistas que admiraba Renovales, proponiéndose no imitarlos en nada. Después, entre la barandilla que guarda los cuadros y la fila de vitrinas, bustos y mesas de mármol sostenidas por leones dorados, tropezó con los caballetes de varios copistas. Eran muchachos de la Escuela de Bellas Artes o señoritas de pobre aspecto, con tacones gastados y sombreros de reblandecido contorno, que copiaban cuadros de Murillo. Iban marcándose sobre el lienzo el azul del manto virginal o las carnes con mantecosos bullones de los niños rizados que juguetean con el Divino Cordero. Eran encargos de personas piadosas; género de fácil salida para conventos y oratorios. El humo de los cirios, la pátina de los años, la discreta penumbra de la devoción, apagarían los colores, y algún día los ojos llorosos por la súplica, verían moverse con vida misteriosa las celestiales figuras sobre su fondo negruzco, implorando de ellas prodigios sobrenaturales.

El maestro se dirigió a la sala de Velázquez. Allí trabajaba su amigo Tekli. Su visita al Museo no tenía otro objeto que ver la copia que el pintor húngaro estaba haciendo del cuadro de las Meninas.

El día anterior, al anunciarle en su lujoso estudio la visita de este extranjero, quedó por largo rato indeciso, contemplando el nombre impreso en la tarjeta. ¡Tekli!... Y de pronto recordó a un amigo de veinte años antes, cuando él vivía en Roma; un húngaro bonachón que le admiraba sinceramente y suplía su falta de genio con una tenacidad taciturna para el trabajo, semejante a la de la bestia de labor.

Renovales vio con gusto sus ojillos azules, hundidos bajo unas cejas ralas y sedosas; su mandíbula saliente en forma de pala, que le daba gran semejanza con los monarcas austriacos; su alto cuerpo, encorvado a impulsos de la emoción, extendiendo unos brazos huesosos, largos como tentáculos, al mismo tiempo que le saludaba en italiano.

—¡Oh, maestro! ¡Caro maestro!

Se había refugiado en el profesorado, como todos los pintores faltos de fuerzas para seguir cuesta arriba, que se tienden en el surco. Renovales vio al artista oficial en su traje obscuro y correcto, sin una mota; en la mirada digna que fijaba de vez en cuando en sus botas brillantes, que parecían reflejar todo el estudio. Hasta lucía en una solapa el botón multicolor de una condecoración misteriosa. El fieltro que tenía en la mano, de una blancura de merengue, era lo único que desentonaba en este aspecto de funcionario público. Renovales le cogió las manos con sincero entusiasmo. ¡El famoso Tekli! ¡Cuánto se alegraba de verle! ¡Qué tiempos los de Roma!... Y con una sonrisa de bondadosa superioridad escuchaba el relato de sus triunfos. Era profesor de Buda-Pest; hacía ahorros todos los años para ir a estudiar a algún museo célebre de Europa. Por fin, había podido venir a España, cumpliendo sus deseos de muchos años.

—¡Oh, Velasqués! ¡Quel maestrone, caro Mariano!...

Y echando atrás la cabeza, ponía los ojos en blanco, agitaba con expresión voluptuosa su mandíbula saliente cubierta de pelos rubios, como si estuviera paladeando un vaso del dulce Tokay de su país.

Hacía un mes que estaba en Madrid trabajando todas las mañanas en el Museo. Casi tenía terminada su copia de las Meninas. No habla ido antes a ver a su caro Mariano porque deseaba enseñarle este trabajo. ¿Vendría a verle una mañana en el Prado? ¿Le daría esta prueba de amistad?... Renovales intentó resistirse. ¿Qué le importaba a él una copia? Pero había tal expresión de humilde súplica en los ojillos del húngaro, le envolvía en tantos elogios por sus grandes triunfos, detallando el gran éxito que había alcanzado su cuadro ¡Hombre al agua! en la última Exposición de Buda-Pest, que el maestro prometió ir al Museo.

Y a los pocos días, una mañana en que excusó su asistencia un señor al que estaba pintando el retrato, Renovales se acordó de la promesa a Tekli y fue al Museo del Prado, sintiendo al entrar la misma impresión de empequeñecimiento y nostalgia que sufre un personaje al volver a la Universidad donde pasó su juventud.

Al verse en la sala de Velázquez, sintióse asaltado por un respeto religioso. Allí estaba un pintor: el pintor por antonomasia. Todas sus teorías irreverentes de odio a los muertos se quedaron más allá de la puerta. El encanto de estos lienzos, que no había visto en algunos años, surgía de nuevo, fresco, poderoso, irresistible; le avasallaba despertando sus remordimientos. Permaneció largo rato inmóvil, pasando sus ojos de un lado a otro, queriendo abarcar de golpe toda la obra del inmortal, mientras en torno de él comenzaba a sonar un zumbido de curiosidad.

—¡Renovales!... ¡Está aquí Renovales!

La noticia había partido de la puerta, extendiéndose por todo el Museo, llegando a la sala de Velázquez, detrás de sus pasos. Los grupos de curiosos dejaban de contemplar los cuadros para mirar a aquel hombretón ensimismado, que no parecía darse cuenta de la curiosidad que le rodeaba. Las señoras, yendo de un lienzo a otro, seguían con el rabillo del ojo al artista célebre, cuyo retrato habían visto tantas veces. Le encontraban más feo, más ordinario que en los grabados de los periódicos. Parecía imposible que aquel mozo de cordel tuviese talento y pintase tan bien a las mujeres. Algunos jovencillos aproximábanse para mirarle de cerca, fingiendo contemplar los mismos cuadros que el maestro. Le detallaban con la vista, fijándose en sus particularidades exteriores, con ese deseo de imitación entusiasta de los aprendices. Uno se proponía copiar su lazo de corbata y sus greñas alborotadas, con la quimérica esperanza de que esto les diese nueva inteligencia para la pintura. Otros se plañían mentalmente de ser imberbes, por no poder ostentar las barbas canas y ensortijadas del famoso maestro.

Éste, con su sensibilidad para percibir el elogio, no tardó en darse cuenta del ambiente de curiosidad que le rodeaba. Los jóvenes copistas parecían pegarse más a sus caballetes, frunciendo los ojos, dilatando la nariz, moviendo el pincel con lentitud y titubeos, sabiendo que él estaba a sus espaldas, estremeciéndose a cada paso que sonaba sobre el entarimado, con el temor y el deseo de que se dignase pasar su mirada por encima de sus hombros. Adivinaba con cierto orgullo lo que murmuraban todas las bocas al cuchichear, lo que se decían los ojos, al fijarse distraídos en los lienzos, para después mirarle a él.

—Es Renovales... El pintor Renovales.

El maestro miró un buen rato al más antiguo de los copistas: un viejo decrépito y casi ciego, con anteojos gruesos y cóncavos, que le daban el aspecto de un monstruo marino, y temblándole las manos con estremecimiento senil. Renovales le conocía. Veinticinco años antes, cuando él estudiaba en el Museo, le había visto en el mismo sitio, copiando siempre Los borrachos. Aunque cegase por completo, aunque el cuadro se perdiese, podría él rehacerlo a tientas. En aquellos tiempos se habían hablado muchas veces, pero ni remotamente podía imaginarse el pobre hombre que aquel Renovales, del que tanto se decía, era el mismo muchachuelo que en más de una ocasión le había pedido prestado un pincel, y cuyo recuerdo apenas si se conservaba en su pensamiento, momificado por la eterna imitación. Renovales pensó en la bondad del rollizo Baco y la turba de rufianes de su corte, personajes que durante medio siglo estaban alimentando la casa del copista, y creyó ver a la vieja compañera, a los hijos casados, los nietos, toda una familia sostenida por la mano trémula del anciano.

Alguien deslizó en su oído la noticia que agitaba el Museo, y el copista, levantando los hombros con cierto desprecio, separó la moribunda vista de su trabajo.

¡Conque estaba allí Renovales, el famoso Renovales! ¡Iba por fin a conocer al prodigio!...

El maestro vio fijos en él sus ojos grotescos de pescado monstruoso, con un fulgor irónico tras los gruesos cristales. ¡Farsantuelo! Ya había oído él hablar de aquel estudio con honores de palacio que tenía detrás del Retiro. Lo que a Renovales le sobraba lo había quitado a muchos como él que, faltos de protección, se habían quedado en el camino. Se hacía pagar por un lienzo miles de duros, y Velázquez trabajaba por tres pesetas al día, y Goya pintaba sus retratos por un par de onzas. Todo mentira; modernismos, audacias de una juventud falta de escrúpulos, ignorancia de los bobos que creen a los periódicos. Lo único bueno estaba allí. Y levantando otra vez los hombros con desprecio, se apagó en su mirada la irónica protesta y volvió a su milésima copia de Los borrachos.

Renovales, viendo amortiguarse la curiosidad en torno de él, entró en la pequeña sala que guarda el cuadro de las Meninas. Allí estaba Tekli, junto al lienzo famoso, que ocupa todo el fondo de la habitación, sentado ante su caballete, con el sombrerito blanco echado atrás para dejar en libertad los latidos de su frente, contraída por el tenaz empeño de la exactitud.

Al ver a Renovales se levantó con apresuramiento, dejando su paleta sobre el pedazo de hule que defendía el entarimado de las manchas de pintura. ¡Amable maestro! ¡Cómo agradecía esta visita! Y le mostraba su copia, de una minuciosa exactitud, sin el prodigioso ambiente, sin la milagrosa realidad del original. Renovales asentía con la cabeza; admiraba la paciente labor de aquel buey manso del arte, que abría sus surcos siempre iguales, con una rigidez geométrica, sin el más leve descuido, sin el menor intento de originalidad.

—¿Ti piace?—preguntaba ansioso, mirándole a los ojos para adivinar su pensamiento.—¿E vero? ¿E vero?—repetía con la incertidumbre del niño que presiente un engaño.

Y súbitamente tranquilizado por las muestras de aprobación de Renovales, cada vez más extremadas para disfrazar su indiferencia, el húngaro le cogió ambas manos, llevándoselas al pecho.

—Sono contento, maestro... Sono contento.

No quería soltar a Renovales. Ya que había tenido la magnanimidad de venir a conocer su obra, no podía dejarle marchar. Almorzarían juntos en el hotel donde él vivía. Destaparían un frasco de Chiantti para recordar su vida de Roma; hablarían de la alegre bohemia de la juventud, de aquellos compañeros de diversas nacionalidades que se reunían en el café del Greco; unos muertos ya, los demás esparcidos por Europa y América; los menos llegados a la celebridad, la mayoría vegetando en las escuelas de su país, soñando con un cuadro definitivo y triunfador, antes del cual llegaría la muerte.

Renovales sintióse vencido por la insistencia del húngaro, el cual le cogía las manos con expresión dramática, como si fuese a morir por su negativa. ¡Vaya por el Chiantti! Almorzarían juntos, y mientras Tekli daba unos retoques a su obra, él le aguardaría paseando por el Museo, renovando sus recuerdos.

Al volver a la sala de Velázquez había disminuido la concurrencia, quedando solos los copistas, inclinados ante sus lienzos. El pintor sintió de nuevo la influencia del gran maestro. Admiró su prodigioso arte, sintiendo al mismo tiempo la intensa tristeza histórica que parecía emanar de toda su obra. ¡Infeliz don Diego! Había nacido en el período más melancólico de nuestra historia. Su sano realismo era para haber inmortalizado la forma humana en toda su bella desnudez, y el destino le deparó un período en el que las mujeres parecían tortugas asomando el busto entre la doble concha de su hueca faldamenta, y los hombres tenían una rigidez sacerdotal, irguiendo las morenas y mal lavadas cabezas sobre tétricas ropillas. Había pintado lo que había visto: el miedo y la hipocresía reflejábanse en los ojos de aquel mundo. La alegría forzada de una nación moribunda, que necesitaba para distraerse de lo monstruoso y disparatado, revelábase en los bufones, los locos y los contrahechos, inmortalizados por el pincel de don Diego. El humor hipocondríaco de una monarquía enferma de cuerpo y con el alma agarrotada por el terror del infierno, vivía en todas aquellas obras maestras, que inspiraban admiración y tristeza al mismo tiempo. ¡Lástima de tesoros artísticos derrochados en inmortalizar un período que, sin Velázquez, hubiera caído en el olvido más profundo!

Renovales pensaba también en el hombre, comparando con cierto remordimiento la vida de aquel gran pintor con la existencia principesca de los maestros modernos. ¡Oh, la munificencia de los reyes, su protección a los artistas, de la que hablaban algunos con entusiasmo volviendo la vista atrás!... Pensaba en el cachazudo don Diego y su sueldo de tres pesetas como pintor del rey, que sólo cobraba muy de tarde en tarde; en su nombre glorioso, figurando entre los de bufones y barberos en la lista del personal cortesano; en su calidad de doméstico regio, que le obligaba a aceptar el cargo de perito de materiales de albañilería para mejorar un tanto su situación; en las bajezas y humillaciones de sus últimos años para alcanzar la cruz de Santiago, negando como un delito ante el tribunal de las Ordenes que cobrase dinero por sus cuadros, afirmando con orgullo servil su calidad de criado del rey, como si ese título fuese superior a la gloria del artista... ¡Dichosos tiempos del presente; bendita revolución de la vida moderna, que dignifica al artista colocándolo bajo la protección del público, soberano impersonal que deja en libertad al creador de belleza y acaba por seguirle en sus nuevos caminos!...

Renovales salió a la galería central buscando otra de sus admiraciones. Las obras de Goya llenaban un gran espacio de ambos muros. A un lado los retratos de los reyes de la decadencia borbónica; cabezas de monarcas o de príncipes, abrumadas por la blanca peluca; ojos punzantes de mujer, rostros exangües, con los cabellos peinados en forma de torre. Los dos grandes pintores habían coincidido en su existencia con la ruina moral de dos dinastías. En el salón del gran don Diego, los reyes delgados, huesosos, rubios, de elegancia monacal y blancura linfática, con la mandíbula saliente y una expresión en los ojos de duda y temor por la salvación de sus almas. Aquí los monarcas obesos, entorpecidos por la grasa; la nariz enorme y pesada, con un fatal estiramiento, como si tirase del cerebro por misteriosa relación, paralizando sus funciones; el labio inferior grueso y caído con inercia sensual; los ojos, de una calma bovina, reflejando en su tranquila luz la indiferencia para todo lo que no tocase directamente a su egoísmo. Los Austrias, nerviosos, inquietos por una fiebre de locura, sin saber adónde ir, cabalgando sobre teatrales corceles, en obscuros paisajes, cerrados por las nevadas crestas del Guadarrama, tristes, frías y cristalizadas como el alma nacional: los Borbones, reposados, adiposos, descansando ahítos sobre sus enormes pantorrillas, sin otro pensamiento que la cacería del día siguiente o la intriga doméstica que trae revuelta a la familia, ciegos para las tormentas que truenan más allá de los Pirineos. Los unos rodeados de un mundo de imbéciles con cara brutal, de leguleyos sombríos, de infantas de rostro aniñado y faldas huecas de virgen de altar: los otros llevando, como comparsería alegre y desenfadada, un populacho vestido de alegres colores, envuelto en la capa de grana o la mantilla de blonda, coronado por la peineta o la masculina redecilla, raza que en las meriendas del Canal o en grotescas diversiones incubaba, sin saberlo, su heroísmo. El latigazo de la invasión la sacaba de su infancia de siglos. El mismo gran artista que había retratado durante muchos años la inocente inconsciencia de este pueblo de majos y majas, vistoso y alegre como un coro de opereta, lo pintaba después atacando navaja en mano, con simiesca agilidad, a los mamelucos; haciendo caer bajo sus tajos a estos centauros del Egipto, ahumados en cien batallas, o muriendo con teatral fiereza a la luz de un fanal, en las tétricas soledades de la Moncloa, fusilado por los invasores.

Renovales admiraba el ambiente trágico de este lienzo que tenía ante sus ojos. Los verdugos ocultaban sus rostros, apoyándolos en los fusiles; eran ciegos ejecutores del destino, una fuerza anónima; y frente a ellos elevábase el montón de carne palpitante y sangrienta; los muertos, con los jirones de carne arrancados por las balas, mostrando rojizos agujeros; los vivos, con los brazos en cruz, retando a los matadores en una lengua que no podían entender, o cubriéndose el rostro con las manos, como si este movimiento instintivo pudiera preservarles del plomo. Era todo un pueblo que moría para renacer. Y junto a este cuadro de horror y heroísmo veíase cabalgar, en otro cercano, al Leónidas de Zaragoza, a Palafox, con sus patillas elegantes y una arrogancia de chispero dentro del uniforme de capitán general, teniendo en su apostura cierto aspecto de caudillo de la plebe, sosteniendo en una mano enguantada de ante el corvo sable y en la otra las riendas de su caballejo corto y panzudo.

Renovales pensó que el arte es como la luz, que toma el color y el brillo de los objetos que toca. Goya había pasado por un período tempestuoso, había asistido a la resurrección del alma popular, y su pintura encerraba la vida tumultuosa, la furia heroica que en vano se buscaba en los lienzos de aquel otro genio amarrado a la monotonía de una existencia palaciega, sin otros incidentes que las noticias de guerras lejanas, faltas de entusiasmo, y cuyas victorias, tardías e inútiles, tenían la frialdad de la duda.

Volvió el pintor la espalda a las damas goyescas, de boca recogida como un capullo de rosa, vestidas de blanca batista y con la cabellera peinada en forma de turbante, para concentrar su atención en una figura desnuda que parecía dejar en la sombra los lienzos cercanos, con el esplendor luminoso de sus carnes. La contempló de cerca largo rato, inclinado sobre la barandilla, tocando casi el lienzo con el ala de su sombrero. Después fue alejándose lentamente, sin dejar de mirarla, hasta que, al fin, acabó por sentarse en una banqueta, siempre frente al cuadro, con los ojos fijos en él.

—¡La maja de Goya!... ¡La maja desnuda!...

Hablaba en voz alta, sin percatarse de ello, como si sus palabras fuesen una explosión inevitable de los pensamientos que se agolpaban en su frente y parecían pasar y repasar tras el cristal de sus ojos. Sus expresiones admirativas eran en diversos tonos, marcando una escala descendente de recuerdos.

El pintor contempló con delectación aquel cuerpo desnudo, graciosamente frágil, luminoso, como si en su interior ardiese la llama de la vida, transparentada por las carnes de nácar. Los pechos firmes, audazmente abiertos en ángulo, puntiagudos como magnolias de amor, marcaban en sus vértices los cerrados botones de un rosa pálido. Una musgosa sombra apenas perceptible entenebrecía el misterio sexual: la luz trazaba una mancha brillante en las rodillas de pulida redondez, y de nuevo volvía a extenderse el discreto sombreado hasta los pies diminutos, de finos dedos, sonrosados e infantiles.

Era la mujer pequeña, graciosa y picante; la Venus española, sin más carne que la precisa para cubrir de suaves redondeces su armazón ágil y esbelto. Los ojos ambarinos de malicioso fuego desconcertaban con su fijo mirar; la boca tenía en sus graciosas alillas el revuelo de una sonrisa eterna: en las mejillas, los codos y los pies, el tono de rosa mostraba la transparencia y el fulgor húmedo de esas conchas que abren los colores de sus entrañas en el profundo misterio del mar.

—¡La maja de Goya!... ¡La maja desnuda!...

Ya no decía estas palabras en voz alta, pero las repetían su pensamiento y su mirada: su sonrisa era como un eco de ellas.

Renovales no estaba solo. De vez en cuando se interponían entre sus ojos y el cuadro grupos de curiosos que pasaban y repasaban hablando a gritos. Un trote de pesados pies conmovía el pavimento de madera. Era mediodía, y los albañiles de las obras cercanas aprovechaban la hora del descanso para explorar aquellos salones, como si fuesen un mundo nuevo, aspirando satisfechos el tibio aire de la calefacción. Dejaban al andar huellas de yeso en el entarimado; se llamaban unos a otros para participarse su admiración ante un cuadro; mostraban impaciencia por abarcarlo todo de un golpe; se extasiaban contemplando los guerreros de luminosa armadura o los uniformes complicados de otras épocas. Los más listos servían de guía a sus compañeros, arreándolos con impaciencia. Ya habían estado allí el día anterior. ¡Adentro! ¡Aún les quedaba mucho que ver! Y corrían hacia las salas interiores con la anhelante curiosidad del que pisa tierra nueva y aguarda que lo asombroso surja ante sus pasos.

Entre este galope de la admiración sencilla pasaban también algunos grupos de señoras españolas. Todas hacían lo mismo ante la obra de Goya, como si estuvieran aleccionadas previamente. Iban de un cuadro a otro, comentando las modas de los tiempos pasados, sintiendo cierta nostalgia por las faldas de madroños y las amplias mantillas con alta peineta. De pronto poníanse serias, apretaban los labios y emprendían un paso vivo hacia el fondo de la galería. Las avisaba el instinto. Sus inquietos ojos sentíanse heridos en el rabillo por la lejana desnudez: parecían husmear a la famosa maja antes de verla y seguían adelante erguidas, con el gesto severo, lo mismo que cuando las molestaba en la calle un requiebro audaz, pasando frente al cuadro sin volver la cara, sin querer ver los lienzos inmediatos, no deteniéndose hasta la vecina sala de Murillo.

Era el odio al desnudo, la cristiana y secular abominación de la Naturaleza y la verdad, que se ponía en pie instintivamente, protestando de que se tolerasen tales horrores en un edificio público, poblado de santos, reyes y ascetas.

Renovales adoraba aquel lienzo con entusiasmo devoto, colocándolo aparte de las demás obras. Era la primera manifestación del arte libre de escrúpulos, limpio de preocupaciones, que existía en nuestra historia. ¡Tres siglos de pintura; varias generaciones de nombres gloriosos, sucediéndose con portentosa fecundidad, y hasta Goya no había osado el pincel español trazar las formas del cuerpo femenil, la divina desnudez que, en todos los pueblos, había sido la primera inspiración del arte naciente! Renovales recordaba otro desnudo, la Venus, de Velázquez, guardada en extrañas tierras. Pero aquella obra no había sido espontánea: era un encargo del monarca que, al mismo tiempo que pagaba espléndidamente a los extranjeros sus cuadros de desnudo, quiso tener un lienzo semejante de su pintor de cámara.

La presión religiosa había entenebrecido el arte durante siglos. La humana belleza asustaba a los grandes artistas, que pintaban con la cruz en el pecho y el rosario en la espada. Los cuerpos ocultábanse bajo el sayal de pesados y rígidos pliegues o el grotesco miriñaque palaciego, sin que el pintor osara adivinar lo que existía debajo de ellos, mirando al modelo como el devoto contempla el manto hueco de la Virgen, no sabiendo si encierra un cuerpo o tres barrotes, sostenes de la cabeza. La alegría de la vida era un pecado; la desnudez, obra de Dios, una abominación. En vano brillaba sobre la tierra española un sol más hermoso que el de Venecia; inútilmente se quebraba la luz sobre la tierra con mayor brillo que en Flandes; el arte español era obscuro, era seco, era sobrio, aun después de haber conocido las obras del Ticiano. El Renacimiento, que en el resto del mundo adoraba el desnudo como la obra definitiva de la Naturaleza, cubríase aquí con la capucha del fraile o los harapos del mendigo. Los paisajes luminosos eran obscuros y tétricos al pasar al lienzo; el país del sol aparecía bajo el pincel con un cielo gris y la tierra de un verde fúnebre; las cabezas eran de una gravedad monacal. El artista ponía en sus cuadros, no lo que le rodeaba, sino lo que llevaba dentro, un pedazo de su alma; y su alma estaba agarrotada por el miedo a los peligros de la vida presente y los tormentos de la futura; era negra, con la negrura de la tristeza, como si se hubiese tiznado en el hollín de las hogueras de la Fe.

Aquella mujer desnuda, con la cabeza rizosa sobre sus brazos cruzados, mostrando en tranquilo abandono la leve vegetación de sus axilas, era el despertar de un arte que había vivido aislado. El cuerpo ligero, que apenas descansaba sobre el verde diván y las almohadas de finos encajes, parecía próximo a elevarse en el aire, con el potente impulso de la resurrección.

Renovales pensaba en los dos maestros, igualmente grandes, y sin embargo, tan distintos. El uno tenía la imponente majestad de los monumentos famosos; reposado, correcto, frío, llenando el horizonte de la historia con su mole colosal, envejeciendo gloriosamente sin que los siglos abriesen la menor grieta en sus muros de mármol. Por todos lados la misma fachada noble, ordenada, tranquila, sin fantasías de capricho. Era la razón, sólida, equilibrada, ajena a los entusiasmos y los desmayos, sin apresuramientos ni fiebres. El otro era grande como una montaña, con el desorden bizarro de la Naturaleza, cubierto de tortuosas desigualdades. Por un lado el peñascal bravío y árido; más allá la cañada cubierta de matorrales floridos; abajo el jardín con perfumes y pájaros; en la cumbre la corona de nubarrones que truenan y relampaguean. Era la imaginación en carrera desenfrenada, con altos jadeantes y nuevos escapes, la frente en lo infinito y los pies sin separarse de la tierra.

La vida de don Diego cabía en dos líneas. «Había pintado.» Esta era toda su biografía. Jamás en sus viajes por España e Italia sintió otra curiosidad que la de ver nuevos cuadros. En la corte del rey poeta había vegetado entre galanteos y mascaradas, tranquilo como un monje de la pintura, siempre de pie ante el lienzo y el modelo, hoy un bufón, mañana una infantita, sin otras aspiraciones que las de ascender de categoría entre los domésticos reales y coserse una cruz de paño rojo en el negro justillo. Era un alma excelsa encerrada en un cuerpo flemático que jamás le atormentó con deseos nerviosos ni alteró la calma de su trabajo con pasionales vehemencias. Al morir él, moría también, a la semana siguiente, la buena doña Juana, su esposa, buscándose los dos, como si no pudiesen permanecer separados después de su luenga peregrinación por el mundo, plácida y sin incidentes.

Goya «había vivido». Su existencia era la del artista gran señor: una agitada novela llena de misterios amorosos. Los discípulos, al entreabrir las cortinas de su estudio, veían la seda de unas faldas regias sobre las rodillas del maestro. Las lindas duquesas de la época acudían a que las pintarrajease las mejillas aquel aragonés fuerte, de áspera y varonil galantería, riendo como locas de estos retoques íntimos. Al contemplar sobre revuelta cama una divina desnudez, trasladaba al lienzo sus formas, por impulso irresistible, por imperiosa necesidad de reproducir la belleza, y la leyenda que flotaba en torno del pintor español iba colgando un nombre ilustre a todas las beldades que inmortalizaba su pincel.

Pintar sin miedo y sin preocupaciones, extasiarse reproduciendo sobre el lienzo la jugosa desnudez, el húmedo ámbar de la carne femenil con sus pálidos rosas de caracola marina, era el deseo y la envidia de Renovales: vivir como el famoso don Francisco, cual pájaro libre, de plumaje inquieto y luminoso, en medio de la monotonía del humano corral; ser, por las pasiones, por el desenfado y por los gustos, distinto de la mayoría de los hombres, ya que se diferenciaba de ellos por su modo de apreciar la vida.

Pero ¡ay! su existencia era igual a la de don Diego: llana, monótona, tirada a cordel. Pintaba, pero no vivía; le alababan sus obras por la exactitud con que cautivaba el natural, por el brillo de la luz, el color indefinible del aire y el exterior de las cosas; pero algo le faltaba, algo que se revolvía en su interior y en vano pugnaba por saltar las bardas vulgares de la existencia diaria.

El recuerdo de la novelesca vida de Goya le hacía pensar en su propia vida. Le llamaban maestro; comprábanle a buen precio todo lo que pintaba, especialmente si era con arreglo al gusto ajeno y contra su voluntad de artista; gozaba una existencia tranquila, llena de comodidades; tenía allá, en su estudio, con honores de palacio, cuya fachada reproducían los periódicos ilustrados, una esposa que creía en su genio y una hija que casi era una mujer, y hacía tartamudear de emoción a la tropa de discípulos íntimos. De su pasada bohemia, sólo restaban en él los fieltros abollados, las barbas luengas, la alborotada cabellera y cierto descuido en el vestir; pero cuando lo exigía su posición de gloria nacional, sacaba del ropero un frac con la solapa cubierta de condecoraciones, y hacía su figura en las fiestas oficiales. Tenía miles de duros en el Banco. En el estudio, paleta en mano, conferenciaba con su agente, discutiendo la clase de papel que debía adquirir con sus ganancias del año. Su nombre no despertaba extrañeza ni repulsión en la alta sociedad, donde era de moda que las señoras fuesen retratadas por él.

Había provocado en otro tiempo escándalos y protestas por sus audacias de color y su modo revolucionario de ver la Naturaleza, pero no llevaba sobre su nombre el menor atentado a las conveniencias que hay que guardar con el público. Sus mujeres eran hembras del pueblo, pintorescas y repugnantes; no había mostrado en sus lienzos otras carnes que la sudorosa del labriego o la mantecosa del niño. Era el maestro honrado que cultiva su prodigiosa habilidad con la misma calma con que otros cuidan sus negocios.

¿Qué faltaba en su existencia?... ¡Ay!... Renovales sonreía irónicamente. Acudía de golpe a su memoria toda su vida en tumultuoso agolpamiento de recuerdos. Fijaba una vez más su mirada en aquella mujer de luminosa blancura, semejante a un ánfora de nácar, con los brazos en torno de la cabeza, los pechos enhiestos y triunfadores, los ojos puestos en él, como si le conociera muchos años, y repetía mentalmente, con expresión de amargura y desaliento:

—¡La maja de Goya!... ¡La maja desnuda!...

II

Al recordar Mariano Renovales los primeros años de su vida, su sensibilidad, siempre exquisita para las impresiones exteriores, evocaba un incesante choque de martillos. Desde que asomaba el sol hasta que la tierra comenzaba a entenebrecerse con la penumbra del crepúsculo, cantaba el hierro o gemía en el suplicio del yunque, haciendo temblar las paredes de la casa y el piso del alto cuartucho donde Mariano jugueteaba, tendido en el suelo, junto a los pies de una mujer pálida, enfermiza, de ojos graves y profundos, la cual dejaba con frecuencia su costura para besar al pequeño con repentina vehemencia, como si temiese no verle más.

Aquellos martillos incansables, que habían acompañado el nacimiento de Mariano, le hacían saltar de la cama apenas apuntaba el día y bajar a la fragua para calentarse junto al incandescente fogón. Su padre, un cíclope bondadoso, velludo, tiznado de negro, iba de un lado a otro revolviendo hierros, manejando limas, dando órdenes a sus ayudantes con fuertes gritos, para que pudiesen oírle en el estrépito del martilleo. Dos mocetones despechugados braceaban jadeantes sobre el yunque, y el hierro, unas veces rojo y otras dorado, saltaba en chorros luminosos, se esparcía en ramilletes crepitantes, poblaba el negro ambiente de la fragua de un enjambre de moscas de fuego que iban a morir, apagadas y negras, en el hollín de los rincones.

—Cuidado, pequeño—decía el padre abarcando su cabeza tierna de pelos finos y ensortijados con una de sus manazas.

El chiquitín sentíase atraído por los colores del hierro ardiente, hasta el punto de que, con la inconsciencia de la niñez, intentaba algunas veces apoderarse de aquellos fragmentos que brillaban en el suelo como estrellas caídas.

Su padre lo empujaba fuera de la fragua, y más allá de la puerta negra de hollín veía Mariano extenderse, cuesta abajo, en el torrente de luz solar, los campos de tierra roja, cortados en figuras geométricas por lindes y ribazos de piedra; en el fondo, el valle, con grupos de álamos orlando el tortuoso cristal de un río, y enfrente las montañas cubiertas hasta sus cimas de obscuros pinares. La fragua estaba en las afueras de un pueblo, y de éste y de las aldeas del valle llegaban los encargos que mantenían la herrería: ejes nuevos de carro, rejas de arado, hoces, palas y horquillas necesitadas de compostura.

El incesante golpear de los martillos parecía conmover al pequeño, infundiéndole una fiebre de actividad, arrancándolo de sus juegos infantiles. A los ocho años agarrábase a la cuerda del fuelle y tiraba de ella, extasiándose en la contemplación del charro de chispas que arrancaba la corriente de aire a los encendidos carbones. El buen cíclope mostrábase satisfecho del vigor de su hijo, robusto y fuerte como todos los de su familia, con unos puños que imponían respeto a los chicuelos del lugar. Era de su sangre. De la pobre madre, débil y enferma, sólo tenía su predisposición al silencio y al aislamiento, permaneciendo horas enteras, cuando se amortiguaba en él la fiebre de actividad, en muda contemplación de los campos, del cielo o de los arroyos que bajaban saltando sobre guijas para confundirse con el río en lo más hondo del valle.

El pequeño aborrecía la escuela, mostrando un santo horror a las letras. Sus manos fuertes temblaban indecisas al intentar escribir una palabra. En cambio su padre y las demás gentes de la fragua admirábanse de la facilidad con que sabía reproducir los objetos por medio de un dibujo sencillo, ingenuo, en el que no se escapaba detalle alguno del natural. Llevaba siempre los bolsillos llenos de carbones y no veía una pared o una piedra de cierta blancura, sin que al momento dejase de trazar en ella una copia de los objetos que herían sus ojos por alguna particularidad saliente. Los muros exteriores de la herrería estaban ennegrecidos por los dibujos de Marianillo. Trotaban a lo largo de las paredes, con el hocico contraído y la cola enroscada, los cerdos de San Antón, que vagaban por el pueblo mantenidos por la caridad pública para ser rifados en la fiesta del santo, y en medio de esta procesión panzuda destacábanse los perfiles del herrero y de todos los obreros de la fragua, con una inscripción al pie para que no surgiesen dudas sobre su identidad.

—Ven, mujer—gritaba el herrero a su enfermiza cónyuge, al descubrir un nuevo dibujo.—Ven a ver lo que ha hecho nuestro hijo. ¡Demonio de muchacho!...

Y a impulsos de este entusiasmo, no se lamentaba ya de que Marianillo abandonase la escuela y huyera del fuelle de la fragua, dedicando todo el día a corretear por el valle o por el pueblo, con el carbón en la mano, cubriendo de líneas negras las peñas del monte y las paredes de las casas, con gran desesperación de las vecinas. En la taberna de la plaza Mayor había trazado las cabezas de los más asiduos parroquianos, y el tabernero las enseñaba con orgullo, no permitiendo que tocasen a la pared por miedo a que desaparecieran. Esta obra era un motivo de vanidad para el herrero, cuando en los domingos, después de la misa, entraba a beber un vaso con los amigos. En la pared de la rectoría había trazado una Virgen, ante la cual deteníanse con hondos suspiros las devotas más viejas del pueblo.

El herrero, con un rubor de satisfacción, admitía todos los elogios que tributaban al pequeño, como si le correspondiesen a él en su mayor parte. ¿De dónde había salido aquel prodigio, siendo tan bárbaros todos los de la familia? Y movía la cabeza afirmativamente cuando los notables del pueblo le hablaban de hacer algo por el chico. Ciertamente, él no sabía qué hacer, pero tenían razón; su Marianillo no estaba destinado a golpear el hierro lo mismo que su padre. Podía ser un personaje tan grande como don Rafael, un señor que pintaba santos y santas en la capital de la provincia y era maestro de los pintores, en un gran caserón lleno de cuadros, allá en la ciudad. Durante el verano venía con su familia a vivir en una quinta del valle.

Este don Rafael era un varón imponente por su gravedad; un santo cargado de hijos, que llevaba la levita como si fuese un hábito y hablaba con melifluidad de fraile a través de las barbas canas que invadían su rostro enjuto y sonrosado. En la iglesia del pueblo guardaban un cuadro portentoso pintado por él: una Purísima, cuyos colores dulces, de un brillo acaramelado, hacían temblar de emoción las piernas de los devotos. Además, los ojos de la imagen tenían la milagrosa particularidad de mirar de frente a los que la contemplaban, siguiéndoles aunque cambiasen de lugar. Un verdadero prodigio. Parecía imposible que esta obra sobrenatural la hubiese hecho aquel buen señor, que durante el verano subía todas las mañanas a oír su misa en el pueblo. Un inglés había querido comprar el cuadro por lo que pesase de oro. Nadie había visto al inglés, pero todos sonreían sarcásticamente al comentar la proposición. ¡En seguida soltaban ellos el cuadro! ¡Que rabiasen los herejes con todos sus millones! La Purísima seguiría en su capilla para envidia del mundo entero, y especialmente de los pueblecillos cercanos.

Cuando el párroco fue a visitar a don Rafael para hablarle del hijo del herrero, el grande hombre estaba ya enterado de sus habilidades. Había visto en el pueblo sus dibujos; el muchacho tenía cierta disposición, y era lástima no guiarle por buen camino. Después fueron las visitas del herrero y su hijo, temblorosos los dos al verse en el granero de la quinta, que el gran pintor había convertido en estudio; al contemplar de cerca los botes de color, la paleta aceitosa, los pinceles y aquellos lienzos de un suave azul, sobre el que comenzaban a marcarse los rosados mofletes de los querubines y la cara en éxtasis de la Madre de Dios.

Al terminar el verano, el buen herrero se decidió a seguir los consejos de don Rafael. Ya que éste era tan bueno que quería ayudar al chico, por él no iba a malograrse su buena fortuna. La herrería daba para vivir. Todo consistía en trabajar unos años más, en sostenerse, hasta el fin de su existencia, junto al yunque, sin ayuda ni sucesor. Su hijo había nacido para personaje, y era grave pecado cortarle el camino despreciando la ayuda del buen protector.

Lloró la madre, cada vez más débil y enfermiza, como si el viaje a la capital de la provincia fuese al otro extremo del mundo.

—Adiós, hijo. Ya no te veré más.

Y efectivamente, Mariano vio por última vez aquel rostro exangüe, de grandes ojos sin expresión, casi borrado ahora de su memoria, como una mancha blanquecina, en la cual no lograba, a pesar de todos sus esfuerzos, restablecer el contorno de las facciones.

En la ciudad cambió radicalmente su vida. Entonces comprendió qué era lo que buscaban sus manos al mover el carbón sobre las paredes enjalbegadas. El arte se reveló por primera vez a sus ojos en las tardes silenciosas pasadas en un antiguo convento, donde estaba el museo provincial, mientras su maestro don Rafael discutía con otros caballeros en la sala de profesores o firmaba papelotes en la secretaría.

Mariano vivió en casa de su protector, siendo a la vez su criado y su discípulo. Llevaba cartas al señor deán y a algunos canónigos amigos del maestro, que le acompañaban en sus paseos o hacían tertulia en su estudio. Más de una vez visitó los locutorios de algunos conventos, dando recados de don Rafael, al través de las tupidas rejas, a ciertas sombras blancas y negras que, atraídas por su juventud rolliza de muchacho del campo y enteradas de que pretendía ser pintor, le abrumaban con las preguntas de una curiosidad excitada por el encierro. Acababan por regalarle, al través del torno, rosquillas, limoncitos confitados o alguna otra muestra de la repostería monjil, y le despedían con sanos consejos de sus voces tenues y suaves tamizadas por el hierro de las rejas.

—¡Que seas bueno, Marianito! Estudia, reza. Sé buen cristiano; el Señor te protegerá, y tal vez llegues a pintar como don Rafael, que es de los primeros del mundo.

¡Cómo reía el artista recordando aquella sencillez infantil, que le hacía ver en su maestro el pintor más asombroso de la tierra!... Por las mañanas, al asistir a las clases de la Escuela de Bellas Artes, se indignaba contra sus compañeros, chiquillería irrespetuosa, educada en la calle, hijos de menestrales, que apenas volvía la espalda el profesor, se bombardeaban con las migas del pan destinado a borrar los dibujos y execraban a don Rafael llamándole beato y jesuita.

Las tardes las pasaba Mariano en el estudio, al lado del maestro. ¡Qué emoción la primera vez que éste le puso la paleta en la mano y le permitió copiar, en un lienzo viejo, un San Juan infante que había terminado para una comunidad!... Mientras el muchacho, con el rostro contraído por enérgica mueca, se esforzaba en imitar la obra del maestro, oía los buenos consejos que le daba éste, sin apartarse del lienzo sobre el que hacía correr su seráfico pincel.

La pintura debía ser religiosa. Los primeros cuadros del mundo habían sido inspirados por la religión; fuera de ella, la vida sólo ofrecía vil materialismo, repugnantes pecados. La pintura debía ser ideal, hermosa; representar siempre imágenes bonitas; reproducir las cosas como debían ser y no como eran, y sobre todo, mirar a lo alto, al cielo, pues allí está la verdadera vida, no en esta tierra, valle de lágrimas. Mariano debía modificar sus instintos, se lo aconsejaba él, que era su maestro; debía perder su afición a dibujar cosas groseras, las gentes tal como las veía, los animales en toda su brutal materialidad, los paisajes en la misma forma que los contemplaban sus ojos.

Había que tener idealismo. Muchos pintores fueron casi santos; así únicamente les era posible reflejar la celeste belleza en los rostros de sus madonas. Y el pobre Mariano esforzábase por ser ideal, por atrapar un pequeño andrajo de aquella serenidad beatífica y dulce que rodeaba a su maestro.

Poco a poco fue conociendo los procedimientos de que se valía don Rafael para realizar aquellas obras maestras que arrancaban gritos de admiración a su tertulia de canónigos y a las señoras ricas que le encargaban imágenes. Cuando pensaba comenzar alguna de sus Purísimas, que lentamente invadían las iglesias y conventos de la provincia, levantábase temprano y volvía al estudio después de confesar y comulgar. Sentía con esto una fuerza interior, un sereno entusiasmo, y si en mitad de la obra llegaba el desaliento, volvía a acudir a esta medicina de su inspiración.

El artista, además, debe ser puro. Él había hecho voto de castidad, pasados los cincuenta años; con algún retraso, ciertamente, pero no era por no haber conocido antes este medio seguro de llegar a un perfecto idealismo de pintor celestial. Su esposa, una señora envejecida por innumerables partos, agotada por la fidelidad y la virtud abrumadoras del maestro, no era ya más que la compañera que le daba la respuesta al rezar por la noche rosarios y trisagios. Tenía varias hijas que pesaban sobre su conciencia como un bochornoso recuerdo de vergonzosos materialismos; pero unas eran monjas profesas y otras iban camino de serlo, agrandándose la idealidad del artista conforme desaparecían de la casa estos testimonio de su impureza e iban a ocultarse en los conventos, donde sostenían el prestigio artístico del padre.

Algunas veces el gran pintor vacilaba ante una Purísima, que era siempre la misma, como si la pintase con trepa. Entonces hablaba misteriosamente a su discípulo:

—Marianito: avisa mañana a los señores que no vengan. Tenemos modelo.

Y cerrado el estudio a los sacerdotes y demás amigos respetables, llegaba Rodríguez, un guardia municipal, pisando fuerte, con la colilla bajo el recio bigote de púas salientes y una mano en la empuñadura del sable. Expulsado de la guardia civil por borracho y cruel, al verse sin ocupación, no se sabe por qué extraña iniciativa, se dedicó a modelo de pintor. El devoto artista, que le tenía cierto miedo, acosado por sus continuas peticiones, le había alcanzado este empleo de guardia municipal, y Rodríguez aprovechaba todas las ocasiones para manifestar su agradecimiento de mastín, golpeando los hombros del maestro con sus manazas y echándole a la cara su resuello de nicotina y alcohol.

—¡Don Rafael! ¡Usted es mi padre! Al que le toque a usted, le corto esto, aquello y lo de más allá.

Y el místico artista, satisfecho interiormente de esta protección, ruborizábase y agitaba las manos protestando de la franqueza de aquel bruto que llamaba por sus nombres a las cosas ocultas que deseaba cortar.

Arrojaba su kepis en el suelo, entregaba a Mariano el pesado chafarote y, como hombre que sabe su obligación, sacaba del fondo de un arca una túnica de lana blanca y un guiñapo azul en forma de manto, colocando ambas prendas sobre su cuerpo con la maestría de la costumbre.

Mariano le miraba con ojos de asombro, pero sin ninguna tentación de reír. Eran misterios del arte; sorpresas que sólo estaban reservadas a los que, como él, tenían la suerte de vivir en la intimidad de un gran maestro.

—¿Estamos, Rodríguez?—preguntaba impaciente don Rafael.

Y Rodríguez, erguido dentro de su bata de baño, con el andrajo azul pendiente de los hombros, juntaba las manos y elevaba su mirada feroz al techo, sin dejar de chupar la colilla que le chamuscaba el bigote. El maestro sólo necesitaba el modelo para los paños de la imagen, para estudiar el plegado del celeste vestido, el cual no debía revelar el más leve indicio de humanas redondeces. Jamás había pasado por su imaginación la posibilidad de copiar a una mujer. Era caer en el materialismo, glorificar la carne, llamar a la tentación. Con Rodríguez bastaba: había que ser idealista.

El modelo seguía en su mística actitud, con el cuerpo perdido en los innumerables pliegues de su vestidura azul y blanca, asomando por debajo de ésta las puntas romas de sus botas de ordenanza, irguiendo su cabeza grotesca y chata, rematada por una pelambrera hirsuta, tosiendo y carraspeando con el humo de su cigarro, sin dejar de mirar a lo alto ni separar sus manazas juntas en ademán de adoración.

Algunas veces, fatigado del mutismo laborioso del maestro y el discípulo, Rodríguez lanzaba algunos mugidos que poco a poco tomaban forma de palabras y acababa por enfrascarse en el relato de las hazañas de su época heroica, cuando era guardia civil y «podía darle un mal golpe a cualquiera pagando después con un papel». La Purísima se enardecía con estos recuerdos. Se separaban sus manazas con un temblor de voluptuosidad homicida; se descomponían los rebuscados pliegues: sus ojos veteados de sangre ya no miraban a lo alto, y hablaba con voz bronca de tremendas palizas, de hombres agarrados por su parte más sensible que caían al suelo enroscándose de dolor, de fusilamientos de presos que después se presentaban como fugas; y para dar mayor relieve a esta autobiografía declamada con bestial orgullo, salpicaba sus palabras de interjecciones que tan pronto aludían a las partes más íntimas del organismo humano, como faltaban a todo respeto a los primeros personajes de la corte celestial.

—¡Rodríguez! ¡Rodríguez!—exclamaba horrorizado el maestro.

—¡Á la orden, don Rafael!

Y la Purísima, después de pasarse la colilla de un lado a otro de la boca, juntaba otra vez las manos, se estiraba, haciendo asomar por debajo de la túnica los pantalones con franja roja, y perdía su mirada en lo alto, sonriendo con éxtasis, como si contemplase en el techo todas sus heroicidades, de las que se sentía orgulloso.

Mariano desesperábase ante su lienzo. Era incapaz de pintar otra cosa que aquello que veía, y su pincel, después de reproducir la vestidura blanca y azul, deteníase vacilante en la cabeza, llamando en vano el auxilio de la imaginación. Era la carátula grotesca de Rodríguez la que surgía del lienzo, después de vanos esfuerzos.

Y el discípulo admiraba sinceramente la habilidad de don Rafael, aquella cabeza pálida velada por la luz de su nimbo, un rostro bonito e inexpresivo de belleza infantil que sustituía en el cuadro a la feroz testa del municipal.

Este escamoteo le parecía al joven la muestra más asombrosa del arte. ¡Cuándo llegaría él a la fácil prestidigitación de su maestro!

Con el tiempo fue marcándose aún más esta diferencia entre don Rafael y su discípulo. En la escuela le rodeaban los compañeros, reconociendo su superioridad y elogiando sus dibujos. Algunos profesores, enemigos del maestro, lamentaban que tan buenas disposiciones pudieran perderse al lado de aquel «pintasantos». Don Rafael miraba con asombro lo que hacía Mariano fuera de su estudio; figuras y paisajes directamente observados que, según él, respiraban la brutalidad de la vida.

Su tertulia de graves señores comenzaba a reconocer cierto mérito en el discípulo.

—No llegará nunca a la altura de usted, don Rafael—decían.—Carece de unción, no tiene idealismo, no pintará una buena imagen, pero como pintor mundano irá lejos.