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A pesar de ser gemelos, los príncipes Ōusu y Wousu no podrían ser más diferentes. Ōusu es arrogante y desafía constantemente la autoridad de su padre, el emperador Ōtarashihiko Oshirowake. Wousu, en cambio, es reservado y alimenta en silencio un rencor cada vez más profundo hacia su hermano. Ese odio latente desencadenará una serie de acontecimientos dramáticos que pondrán en riesgo la estabilidad del imperio. ¿Hasta dónde llegará la ambición y el resentimiento? Por qué te atrapará esta historia: - Intriga, traición y poder en el Japón ancestral. - Un conflicto fraternal que sacudirá los cimientos del imperio. - Perfecta para amantes de la novela histórica y las leyendas japonesas.
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Seitenzahl: 152
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
PERSONAJES PRINCIPALES
LOS PRÍNCIPES GEMELOS
UN ENCARGO ENVENENADO
EL REGALO DE LA DIOSA
EL BANQUETE
EL VALIENTE DE YAMATO
GALERÍA DE ESCENAS
HISTORIA Y CULTURA DE JAPÓN
NOTAS
© 2023 RBA Coleccionables, S.A.U.
© 2023 RBA Editores Argentina, S.R.L.
© Álvaro Marcos por «La maldición del heredero»
© Juan Carlos Moreno por el texto de Historia y cultura de Japón
© Juan Venegas por las ilustraciones
Dirección narrativa: Ariadna Castellarnau y Marcos Jaén Sánchez
Asesoría histórica: Xavier De Ramon i Blesa
Asesoría lingüística del japonés: Daruma, servicios lingüísticos
Diseño de cubierta y coloreado del dibujo: Tenllado Studio
Diseño de interior: Luz de la Mora
Realización: Editec Ediciones
Fotografía de interior: Museo Nacional de Tokio/Wikimedia Commons: 102, 107 y 113; NASA/Wikimedia Commons: 105; Wikimedia Commons: 111; Musee Guimet/Wikimedia Commons: 115 (arriba); Wikimedia Commons 115 (abajo)
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© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025
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Primera edición en libro electrónico: diciembre de 2025
REF.: OBDO611
ISBN: 978-84-1098-505-6
Composición digital: www.acatia.es
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ŌTARASHIHIKO OSHIROWAKE — emperador de Yamato (conocido en las crónicas posteriores como Keikō). Aficionado a las mujeres y de carácter frágil, recela de las intenciones de sus hijos, los príncipes gemelos Ōusu y Wousu.
ŌUSU — primogénito del emperador y heredero al trono de Yamato. De carácter locuaz, expansivo y libertino, desafía con frecuencia la autoridad de su padre.
WOUSU — príncipe de Yamato y hermano gemelo de Ōusu. De carácter hermético y reservado, destaca en las disciplinas marciales y tolera mal los alardes de su hermano, por el que su padre siempre sintió predilección.
YAMATOHIME — anciana sacerdotisa de Ise, fundadora del santuario y hermana del emperador.
ISHIURA NO YOKOTACHI, OTOHIKO Y TAKO NO INAKI — guerreros que acompañan a Wousu en su expedición a Tsukushi en calidad de lugartenientes.
TORIISHIKAYA — guerrero feroz y caudillo de los rebeldes kumaso, tribu que osa desafiar el poder de Yamato.
l alba comenzaba a frisar con un destello blanquecino sobre las estribaciones orientales de Makimuku, al oeste de la mayor de las Ocho Islas sobre las que el reino de Yamato extendía su dominio. La oscura silueta de la fortaleza de Hishiro se recortaba majestuosa entre las sombras que principiaban a disolverse con la llegada del día. La noche había sido larga y en la morada imperial todo el mundo seguía conteniendo el aliento. Empapada en sudor, acuclillada y aferrada a una cuerda atada a la techumbre, Harima no Inabi no Ōiratsume, esposa del emperador Ōtarashihiko Oshirowake, pugnaba desde hacía largas horas por dar a luz a las dos criaturas que portaba en su voluminoso vientre. Sus gritos, gemidos y sollozos mantenían a la corte en vilo. Muchos, incluido el emperador, empezaban a temer ya por su vida y la de los pequeños cuando el primero de los bebés asomó al fin la cabeza y la consorte, ayudada y alentada por la matrona y sus damas de compañía, empleó las exiguas fuerzas que le restaban para empujarlo al mundo. Se trataba de un varón sano y fuerte que la anciana partera alzó en sus manos para mostrárselo con una sonrisa a la joven madre. Esta apenas tuvo un momento de respiro, pues el siguiente de los gemelos se afanaba ya también por abandonar el seno materno, como si no quisiera conceder excesiva ventaja a su hermano.
El segundo, sin embargo, venía mal colocado, y la madre luchaba en vano por expulsarlo, su rostro lívido por el esfuerzo y por la mucha sangre perdida, contraído en una agónica mueca de angustia y desesperación. Las sabias manos de la veterana matrona se movieron entonces con agilidad, manipulando el feto mientras sus labios vertían palabras tranquilizadoras y un relámpago repentino inervaba el cielo, produciendo un violento resplandor. Harima no Inabi apretó con fuerza las manos de las dos damas que sostenían las suyas y que trataban de ocultar también con sus sonrisas su propia angustia. Sabiendo que su criatura y ella misma se debatían entre la vida y la muerte, la consorte se vació con una última contracción y profirió un estridente alarido, al que el firmamento pareció responder tras los muros de la fortaleza con un espantoso trueno que hizo retumbar la entera fábrica del palacio en el preciso instante en que el segundo de los gemelos lograba al fin abrirse paso hacia la luz. Un nuevo resplandor sacudió la atmósfera cuando la partera alzó en brazos al recién llegado, idéntico al primero, y la madre, al verlo, sano y salvo también, rompió a llorar.
El cielo se deshizo entonces en un violento aguacero, como si en lo alto se quebrara asimismo la prolongada tensión, y parte de aquella lluvia benéfica fue recogida por los sirvientes para preparar los preceptivos rituales de purificación de madre e hijos.
Al ser informado de que había sido padre de dos niños nacidos de la misma placenta, dos varones gemelos sanos y fuertes, el emperador, lleno de contento, ordenó asimismo realizar ofrendas de agradecimiento a los kami. Llevado por el entusiasmo, el mandatario no dudó en trepar hasta lo alto de un gran mortero para moler arroz1 que le había sido ofrendado como regalo días atrás, y proclamar desde allí la buena nueva a cuantos consejeros, cortesanos y cortesanas habían aguardado la noche en vela, con el corazón en un puño, el desenlace del luengo y tortuoso parto. El trono de Yamato contaba al fin con herederos. O con heredero, pues ¿quién había de suceder, llegado el día, al feliz mandatario?
Cuando los vástagos, ya bendecidos y purificados, fueron llevados a la presencia de su padre, este preguntó cuál de los dos bebés idénticos era el primogénito y lo sostuvo en sus brazos con orgullo, tratando ansiosamente de vislumbrar en sus rasgos todavía tiernos los suyos propios.
—¿Acaso contemplaste alguna vez criatura más rolliza y hermosa? —dijo, todavía arrobado, mostrando al bebé lloriqueante a su más preciado consejero, Takeuchi no Sukune, un guerrero en la flor de la vida, reputado no solo por su valor en el campo de batalla, sino también por su inteligencia y su discreto juicio—. ¡He aquí el futuro de Yamato!
—Los dioses te han bendecido en efecto con dos hijos robustos y llenos de salud y te doy mi más sincera enhorabuena por ello, excelencia —respondió el consejero con una inclinación de cabeza—. Con todo, y si me lo permites, sería prematuro aventurar ya cuál de los dos habrá de ocupar el trono en el futuro. Si es el derecho de nacimiento, y no sus respectivas y futuras virtudes, lo que guiará tu decisión, sabe que existe disputa entre los más sabios doctores acerca de sobre cuál de los dos hermanos ha de recaer tal privilegio en el caso de hermanos gemelos nacidos de la misma placenta, como lo han sido los tuyos. Pues, si bien uno ha nacido primero, el nacido segundo es el que ocupó hasta entonces el lugar superior en el vientre de la madre, signo de su primacía al entender de algunos —precisó Takeuchi no Sukune y, en el momento de pronunciar el consejero estas palabras, los ojos del menor de los recién nacidos, al que una de las damas de compañía de la emperatriz consorte sostenía, aguardando que el emperador le prestara también atención, se abrieron y refulgieron fugazmente, apenas un instante, grises y ciegos, en la penumbra de la estancia.
—Tu sabiduría es grande y tus labios tienen siempre a punto algún prudente consejo, mi buen amigo —respondió el mandatario con la mirada prendida todavía del retoño—. En efecto, es pronto aún para designar al príncipe heredero, pero algo me dice que será el primogénito el llamado a sustituirme… Por lo pronto, les otorgaré un nombre. Ōusu habrá de llamarse el mayor; y Wousu, el pequeño —añadió, posando sus ojos por primera vez sobre el segundo, que se revolvió, nervioso, como si, percibiéndola, quisiera corresponder de algún modo a la atención paterna.
Un poco después, esa misma mañana, un nuevo acceso de llantos y berridos perturbó el sueño incipiente de Ōtarashihiko Oshirowake y de cuantos buscaban reposo tras la noche en blanco. Ante sorpresa de la madre y de cuantas damas la atendían, los retoños se habían enzarzado en una torpe pugna por el pecho diestro de la consorte, quien con grandes esfuerzos y cariñosas palabras consiguió finalmente que uno de los dos hermanos se aviniera a nutrirse del izquierdo.
Fuera, la tormenta invernal seguía descargando toda su furia, y la emperatriz consorte terminó por caer dormida junto a sus pequeños, vencidos los tres por la fatiga y las duras labores que habían precedido la llegada al mundo de los gemelos. El sueño, sin embargo, era solo una tregua. Un breve respiro cotidiano en la sorda contienda fraterna que no había hecho nada más que comenzar.
—¡Ehime!
La llamada resonó una vez más por encima los arrozales y, más allá, sobre el río que bajaba impetuoso y el follaje que tupía sus riberas al atardecer. Escondida entre los juncos, una muchacha extraordinariamente bella —apenas una niña hasta hacía no mucho— guardaba silencio, acuclillada y ligeramente temblorosa. Su rostro era un óvalo perfecto y sus ojos almendrados brillaban alerta, engastados como gemas en la tersa y blanca piel de porcelana. Llevaba el cabello suelto y su negra melena se derramaba esplendente sobre los hombros y el grácil y esbelto cuerpo, agazapado en el cañaveral. El cielo de verano había comenzado a teñirse de rojo y, después, de un violeta intenso. El canto de los grillos no tardaría en apoderarse de la atmósfera, como antes lo había hecho el de las cigarras durante las horas centrales del día, las más tórridas. La oscuridad, confiaba, dificultaría aún más su búsqueda y tal vez, con un poco de suerte, los distinguidos príncipes decidieran que su tiempo era demasiado precioso para gastarlo persiguiendo a una humilde joven de provincias.
Ehime había actuado sin pensar, movida por el terror. Al enterarse de que una pequeña comitiva, encabezada por los hijos del emperador, había llegado a los predios de Mino y preguntado por ella, la joven, impulsiva como era, había abandonado la casa paterna por una puerta trasera y había corrido sin descanso, atravesando los campos de cultivo y el río hasta adentrarse en el juncal. Cuando su padre, tras recibir a los recién llegados con mil reverencias, la había hecho llamar y nadie había sido capaz de encontrarla había montado en cólera, mas su madre, que la había visto salir, había permanecido muda e impasible en el rincón en que cardaba cáñamo. Tampoco ella quería que su hija fuera capturada, como una bella mariposa, y arrastrada a la fuerza a la corte.
Era sabido que el emperador sentía debilidad por las muchachas bellas. El mandatario sentía predilección además por las de procedencia rústica, a las que tanto impresionaba el lujo de la corte. Tanto era así que algunos cortesanos trataban de granjearse su favor informándolo de la existencia de muchachas singularmente hermosas, oriundas de los más variopintos y remotos rincones de sus dominios. Rara era la vez que, llegando a sus oídos alguna de esas historias, Ōtarashihiko Oshirowake no se interesara por la protagonista y ordenara que la hicieran acudir a su presencia, a fin de comprobar si lo que se decía sobre ella era verdad. El informador se arriesgaba a caer en desgracia si el emperador se sentía decepcionado, pero podía contar con su generosidad si lo que veía le complacía realmente.
De un tiempo a esta parte, Ōtarashihiko Oshirowake había comenzado a delegar en sus hijos, los príncipes Ōusu y Wousu, las pesquisas previas, de modo que en ocasiones estos se desplazaban hasta el lugar donde habitaban las jóvenes para juzgar por sí mismos si, en efecto, resultarían del interés de su padre. En tal caso, tenían instrucciones de escoltar a las elegidas hasta la corte y de garantizar que nadie osara acercarse a ellas y contaminara lo que había de ser destinado al disfrute exclusivo del mandatario.
A los dieciséis años, Ōusu y Wousu, parecidos como dos gotas de agua, mostraban ya las incipientes hechuras de dos varones formidables. De complexión atlética, ambos habían superado en estatura a su padre, si bien el primogénito era ligeramente más delgado y el segundo, algo más fornido y ancho de espaldas. Con todo, era en sus respectivos caracteres donde afloraban las verdaderas divergencias. Nombrado príncipe heredero a temprana edad, Ōusu era de natural expansivo y locuaz y, a pesar de su juventud, comenzaba a mostrar ya la misma afición paterna por las mujeres y a granjearse una incipiente reputación de seductor y libertino. Su condición de heredero y su carisma personal hacían que su inconstancia y su indolencia parecieran simpáticas, simples pecados de juventud. También, los conatos de rebeldía en los que había comenzado a incurrir de tanto en tanto, desafiando la autoridad paterna, lo que no impedía que siguiera siendo el predilecto de Ōtarashihiko Oshirowake.
Tal vez como compensación a la arrolladora personalidad del primogénito, Wousu había desarrollado un carácter reservado, casi hermético. Era parco en palabras, si bien implacable en sus juicios en las contadas ocasiones en que los expresaba, momentos en los que afloraba una agresividad que el resto del tiempo permanecía sofocada. A diferencia de su hermano, era extraordinariamente disciplinado y estaba dotado de una asombrosa perseverancia, rayana en la tozudez. Profesaba a su padre, el emperador, una lealtad espontánea y cerril, casi desesperada, y toleraba con menguante paciencia los desmanes y desacatos de Ōusu, así como la soberbia y la superioridad con la que este siempre tendía a tratarlo, sobre todo en público.
La tensión entre los hermanos se había acrecentado desde que, al hacerse mayores, Wousu comenzara a destacar cada vez más en cuantas artes marciales eran instruidos los jóvenes príncipes, ya fuera en el manejo de la espada y la lanza, el tiro con arco, la equitación o la lucha libre. Con cada año que transcurría, de hecho, Wousu se convertía en un guerrero cada vez más formidable, a tal punto que ya había igualado o superado a algunos de sus maestros. La creciente superioridad de Wousu en las técnicas de combate hería el orgullo de Ōusu —por más que este pretendiera fingirse indiferente— y lo hacía ser, a su vez, más hiriente en los comentarios que dirigía al menor, cuya fuerza y brutalidad, en realidad, empezaba a temer. Pues aunque el primogénito podía garantizar su primacía sobre Wousu en tiempos de paz, en los que su encanto y sus habilidades sociales eclipsaban por completo a su hermano, no estaba tan seguro de si podría mantenerla en el campo de batalla si, llegado el caso, el todopoderoso reino de Yamato fuera amenazado. Así las cosas, los gemelos libraban una batalla subterránea a la que el emperador, tan atareado siempre en sus asuntos, no parecía prestar excesiva atención.
Un cuclillo comenzó a cantar mientras el sol se hundía definitivamente tras las montañas, dejando tras de sí un resplandor postrero y tenue, y la luna empezaba a alzarse en el firmamento oscurecido. Las voces de aquellos que habían estado buscándola sonaban cada vez más lejanas y menos persistentes y Ehime se atrevió a estirar ligeramente las piernas, que comenzaban a quedársele dormidas en su escondrijo. Sus músculos habían permanecido rígidos durante horas y solo ahora comenzaron a relajarse, cuando se creyó por fin a salvo.
—Ehime —escuchó entonces a su espalda.
Era una voz suave pero varonil la que pronunciaba su nombre, con una dulzura extrañamente cómplice, casi burlesca.
La joven se volvió con un sobresalto y se llevó una mano a la boca, ahogando un grito.
Frente a ella, abriéndose paso sigilosamente entre los juncos, había aparecido un joven extraordinariamente apuesto. Iba ataviado con una rica túnica de seda verde, ribeteada en plata y bordada con delicados motivos vegetales y aves que parecían surgidas del mismo paraíso. Sus rasgos, proporcionados y finamente cincelados, estaban distendidos en una sonrisa seductora y segura de sí misma. Todo en él irradiaba aplomo y confianza. La luna había ascendido ya sobre los arrozales y su formidable disco plateado flotaba suspendido en el cielo purpúreo a la misma altura que la cabeza del joven, como si ambos, príncipe y astro, hubieran surgido a la vez de la nada y compitieran en brillo y majestuosidad. La muchacha no había visto nunca un joven tan gallardo ni ropajes tan hermosos. Una mezcla de terror y fascinación la habían reducido al mutismo y la inmovilidad y permaneció quieta, como un cervatillo, mientras el príncipe se aproximaba a ella lentamente, sin dejar de sonreír.
—«Mis pensamientos/como juncos dispersos/por su amor penan./ Si no hay quien se lo diga/¿podrá saberlo ella?» —recitó Ōusu—. No temas, dulce amiga. ¿A qué tanto ocultarse? ¿No sabes que la belleza no está hecha para esconderse, sino para ser admirada? —prosiguió, aproximándose cada vez más a Ehime—. ¿Y qué podrían temer dos espíritus jóvenes como los nuestros en una noche tan hermosa? —susurró finalmente, inclinándose sobre la joven temblorosa y acariciando sus cabellos—. El emperador, mi padre, desea conocerte. Pero esta noche es solo nuestra, tuya y mía.
Ehime se sentía aturdida e indefensa. En los días siguientes, durante el angustioso viaje hasta Makimuku, el recuerdo de lo acontecido en el juncal regresaría a ella una y otra vez, pero solo de forma fragmentaria y confusa, envuelto en bruma. Como si hubiera actuado bajo el influjo de un hechizo, tan suave en sus formas como violento en sus efectos; una difusa sensación de agravio y de culpa reverberando punzante en su joven cuerpo maculado.
