La maldición del Holandés Errante - África Vázquez - E-Book

La maldición del Holandés Errante E-Book

África Vázquez

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Beschreibung

Costa asturiana, siglo XVIII. Cada siete años, el Holandés Errante es avistado desde la costa norte de España, con su casco de hueso y su esqueleto en la proa. Cada siete años, el capitán Van der Decken regresa a tierra firme en busca de una nueva mujer a la que subir a bordo de su barco maldito. Si esta se niega, toda su aldea muere; si acepta, jamás se la vuelve a ver. Willem van der Decken nunca envejece. El Holandés Errante lleva dos siglos poblando las pesadillas de los vivos. Pero esta vez una pescadora está dispuesta a plantar cara al pirata inmortal...

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Seitenzahl: 336

Veröffentlichungsjahr: 2025

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© 2025, África Vázquez Beltrán

A través de la agencia Ute Körner Literary Agent,

www.uklitag.com

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Medea, 4, 28037 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: abril de 2025

ISBN: 979-13-87690-08-3

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

LA MALDICIÓN DEL

HOLANDÉS ERRANTE

A veces siento que hablo más a menudo con los muertos que con losvivos. Con los muertos que habitan esta casa vieja junto a la playa, detablones que crujen y maderos blanqueados por el viento salado, de rincones sombríos conquistados por la arena y gaviotas que sobrevuelan el tejado, cuyas tumbas se alinean en el patio, torcidas como una mellada dentadura gris. Y con los muertos que habitan en mi corazón, a quienes conocí en el mar y en el mar dije adiós también, que ya solo viven en la fosa más profunda de mi alma, puros huesos amarillos y coral anaranjado.

Sobre todo, hablo con él.

Porque lo amé y lo perdí.

No, no lo perdí: el océano me lo arrebató. Y una cruel guerra librada hace doscientos años. Y la antigua y oscura maldición que, durante siglos, ha hecho temblar a hombres valientes en las noches de galerna.

Extracto del diario de Ana de Salinas,

famosa pirata española del sigloXVIII

PRÓLOGO

COSTAS TURCAS, 1573 DOS AÑOS DESPUÉS DE LA BATALLA DE LEPANTO

El restallido del látigo en el aire hizo apretar los dientes al prisionero, que casi pudo sentirlo abriéndole las carnes una vez más. El turco que los vigilaba, maldito fuera una y mil veces, parecía haberla tomado con él, quizá porque era el más joven de todos, porque era español o porque, de momento, no había conseguido que apartara la vista cuando pasaba por su lado.

No, Diego no iba a dejar de mirar a ese hombre a los ojos. Porque no era más que eso, un hombre. Como él mismo. Aunque lo hubieran capturado en Flandes, aunque lo hubieran enviado a galeras con el resto de los esclavos, aunque la Corona y los tercios y el mundo entero pareciesen haberlo olvidado, no había dejado de ser quien era.

«Me llamo Diego Ventura y Cortés. Nací en Madrid, madre me quería. Luché en Flandes, cumplí con mi deber. Moriré en cualquier sitio que no sea este madero podrido en mitad del mar». Se lo repetía a sí mismo cada día, cuando los turcos los despertaban a patadas, y cada noche, mientras los empujaban hasta la proa del barco, donde se apiñaban para descansar unas horas mientras otros desgraciados remaban en su lugar.

Remar, remar y remar, siempre al monótono ritmo del tambor, siempre con algún hombre moreno y sudoroso maldiciéndolos en la lengua de los infieles, siempre con el látigo marcado en la espalda o en la memoria. Ser condenado a galeras era el peor destino que podía sufrir cualquier reo, y muchos de los compañeros de Diego habían caído a lo largo de los últimos meses.

Él no. Él resistía. No pensaba morir en ese condenado barco.

A su lado remaban, gruñendo con cada empujón, dos orfebres reconvertidos en salteadores de caminos de origen manchego, Muño y Guzmán. Ellos no habían luchado en el ejército; la propia Corona los había condenado a galeras y habían acabado en manos de los turcos por puro azar. Durante los últimos meses, Diego había aprendido que las galeras eran galeras, sin importar la bandera bajo la que navegaran, y los galeotes, unidos por los remos, las cadenas y el cruel destino, se convertían en compatriotas y hermanos.

Muño y Guzmán tenían alrededor de treinta años, eran mellizos y solo se los distinguía bajo la capa de mugre porque a Guzmán le faltaba el ojo derecho. Al principio, cuando aún le quedaban fuerzas para bromear, Muño le pedía a Diego que les prestara algo de pelo, porque los dos eran calvos, mientras que él poseía una larga melena que, cuando no estaba reseca por el salitre, ondeaba a sus espaldas con el viento. Cada día, los tres se sentaban frente al mismo remo y empujaban y empujaban al ritmo del tambor, de las olas, de las respiraciones de los otros. Cuerpos calientes y cubiertos de sudor para sus captores, hombres para Diego.

«Me llamo Diego Ventura y Cortés. Nací en Madrid, madre me quería. Luché en Flandes, cumplí con mi deber. Si tuviese amigos en esta prisión flotante, serían estos dos pícaros con cuello de toro».

Un día, sin previo aviso, Muño dejó de remar. Era el que se sentaba en el centro, entre Diego y Guzmán, y los dos se volvieron para mirarlo.

Durante aquel interminable cautiverio, Diego había aprendido algunas cosas acerca de Muño, cosas que los hombres no suelen compartir excepto con aquellos que comprenden la naturaleza de sus miserias: soldados, fugitivos, reos. Compañeros de batalla, camino o celda. Sabía que, de los dos hermanos, Muño era el que llevaba la voz cantante, el que siempre apostaba por el plan más arriesgado, el que más gozaba de las mujeres, del vino y, en general, de los pequeños y grandes placeres que la vida se prestaba a ofrecerle. El que apostaba más dinero del que tenía y el que soltaba el primer puñetazo en las peleas multitudinarias. Sabía que había derrochado los cuatro maravedíes que, a lo largo de la vida, los mellizos se las habían arreglado para ahorrar y que Guzmán había perdido el ojo por defenderlo de un marido ultrajado.

También sabía que, cuando era un mocoso, se plantaba frente al bestia de su padre para llevarse los golpes que este propinaba a la madre y a Guzmán, que había sido él quien había robado los caballos en los que los tres habían escapado y que se había roto las uñas construyendo con sus propias manos la choza en la que su madre aún vivía, en una aldea de La Mancha, rodeada de molinos de viento que parecían extender las aspas para formar en torno a ella una barrera protectora. Y que, cuando Guzmán se había roto la pierna mientras cazaban en las tierras de un hidalgo que ya les tenía inquina, había cargado con él a las espaldas hasta llegar a un lugar seguro, arriesgándose a que la Santa Hermandad les echara el guante a los dos.

Y sabía, además, que le gustaba contemplar los atardeceres, que la mejor olla podrida que había probado nunca era la de cierto mesón entre Toledo y Madrid y que ese mismo mesón lo regentaba Aldonza, la única mujer a la que se había propuesto pedir matrimonio tan pronto como escapara de los dichosos turcos —«porque escaparemos, muchacho, ¡que somos más listos que estos hideputas!», le recordaba a Diego todos los días—.

El joven vio el horror pintado en el único ojo de Guzmán antes incluso de oír las zancadas del vigilante aproximándose. Gritando algo en su lengua, azotó a Muño en una ocasión, en dos, en diez. La cabezota del hombre colgaba inerte sobre el pecho, pero el turco no se detenía.

—Está muerto —dijo entonces su hermano, y Diego experimentó un súbito frío a pesar del calor sofocante—. ¿Me oyes, bastardo? —Las cadenas de Guzmán tintinearon cuando se puso en pie para encararse con el vigilante turco—. ¡Está muerto y no vas a traerlo de vuelta por mucho que lo azotes!

«Está muerto». Esas dos palabras resonaron en el cráneo de Diego, que apenas podía adivinar el mar azul a través de una rendija en los tablones de la pared. «No verá un nuevo atardecer, no volverá a ese mesón entre Toledo y Madrid, no se casará con Aldonza. Descansará eternamente aquí, en la tierra de los hideputas infieles a los que no consiguió burlar».

Había conocido el campo de batalla y, sin embargo, era la primera vez que la muerte lo golpeaba con toda su dureza. No sería la última.

Algunos remeros se habían detenido, sobresaltados; unos pocos seguían remando, aunque el tambor ya no les marcara el ritmo, porque el sufrimiento los había adormecido y la suerte que corriesen otros les traía sin cuidado. Muchos ni siquiera hablaban español, como tampoco lo hacía el vigilante, que miró a Guzmán con los ojos entornados.

Entonces la emprendió a latigazos con él.

La sangre brotó del rostro de Guzmán y salpicó lo que quedaba de la camisa de Diego. El turco siguió golpeándolo con el látigo, rabioso, sin que el manchego tratara siquiera de cubrirse. Otros galeotes comenzaron a gritar también, cada uno en su lengua, aunque nadie escuchaba a nadie. Diego sudaba frío. Entonces el vigilante echó mano de la cimitarra que llevaba en el cinto.

Diego se había detenido a observarla en alguna ocasión. Las cimitarras eran armas ligeras y refinadas, con la hoja curva, perfectas para cortar al enemigo sin quedar incrustadas en el cuerpo; la de aquel hombre era de buena factura, aunque no tanto como la del capitán de la galera, que, además, poseía un pomo decorado con piedras preciosas.

El joven también se levantó. Tenía las manos desnudas, pero las cadenas de sus muñecas eran gruesas y robustas. Y esas mismas cadenas, que lo amarraban a los remos, al cadáver de Muño y al pobre diablo de Guzmán, rodearon la garganta del turco, que emitió un sonido estrangulado cuando Diego lo atrajo hacia él.

Podría haberlo soltado entonces, por temor a las represalias.

Podría haberlo soltado cuando el hombre, viéndose atrapado, le clavó la cimitarra en el muslo en un desesperado intento de liberarse.

Y casi lo hizo. Un dolor lacerante le atravesó la pierna, seguido del calor líquido de la sangre fluyendo por la pantorrilla y empapando el pantalón agujereado. Aquello le trajo recuerdos del campo de batalla, de otras heridas peores. De otros infieles que habían cometido el error de apuntar a Diego con un arma y no habían vivido para contarlo.

Apretó los dientes, aguantó el dolor y mantuvo firmes las cadenas. ¿Qué era una herida más después del tormento al que los turcos lo habían sometido durante meses? ¿Qué era una cicatriz que añadir al mapa de su carne después de haber visto cómo su amigo moría de agotamiento, cómo su otro amigo era azotado brutalmente?

El turco, de pronto, dejó de resistirse.

Llegó el silencio.

Solo entonces el joven soltó las cadenas y liberó el cuerpo inerte. Los otros prisioneros lo miraban, atónitos. Poco a poco, hasta el último de ellos había dejado de remar.

—¿A qué esperáis? —escupió Diego en español, apoderándose de la cimitarra e introduciendo la punta entre los eslabones de la cadena que lo sujetaba—. ¡Es nuestra oportunidad!

La cadena cedió y el joven le ofreció el arma a Guzmán.

El hombretón lo contempló con su único ojo. También sabía cosas de él: que Muño había sido su guía y protector, a pesar de todos los disgustos que le había dado; que le rezaba cada noche a San Dimas, el patrón de los ladrones; que era terco como una mula y leal como un perro viejo.

Tras un instante que se le antojó eterno, Guzmán aspiró una bocanada de aire, empuñó la cimitarra y siguió su ejemplo. Después le ofreció el arma al siguiente galeote.

Los hombres comenzaron a murmurar y, conforme fueron liberándose, el murmullo se convirtió en un clamor.

Los turcos acudieron a ver lo que sucedía y comenzó la batalla campal. Quizá por una suerte de honor entre parias, o porque su hazaña los había impresionado, los demás devolvieron la cimitarra a Diego, que se lanzó a por el primer enemigo con un grito de guerra.

Y aquella vez no luchó por la Corona, ni siquiera por su fe. Luchó por sí mismo y por unos hombres que le importaban, aunque algunos estuviesen muertos en vida, despojados del cuerpo y el espíritu. Ninguno merecía irse como Muño, a oscuras, sentado en sus propios orines, con el ruido del tambor de fondo. Mejor hacerlo de pie, escupiéndoles sangre en la cara a los turcos, bajo el sol de mediodía y junto a la mar centelleante.

La cimitarra cortó el cuello de su rival, pero, haciendo justicia a su reputación, no se quedó atascada en el cadáver. Diego volvió a blandirla y observó, complacido, que los demás se abalanzaban sobre los turcos con el mismo ímpetu que él, a pesar de no blandir un arma.

Minutos después, todo había terminado. Treinta hombres, una galera otomana y un montón de cadáveres vagaban a la deriva junto a las costas turcas, abrasados por un sol despiadado y sin puerto al que arribar ni patria que fuese a reclamarlos.

—¿Qué hacemos ahora? —Guzmán se dirigió a Diego, que, cubierto de sangre de los pies a la cabeza, sopesaba otra cimitarra distinta, la que había pertenecido al capitán de la galera. Lo había matado él mismo y se había apoderado del arma que tanto le fascinaba.

Diego alzó la mirada y vio que Guzmán también llevaba algo en la mano: un paño rojo con una medialuna y una estrella bordadas, rodeadas de otra estrella formada por líneas paralelas. El estandarte naval de Selim II, el sultán otomano.

Con la mano que tenía libre, se secó el rostro y dedicó una sonrisa torcida al manchego. Luego le arrebató el estandarte.

—¿Qué hacemos? —repitió, riendo entre dientes—. Arrojar los cuerpos por la borda, quemar este trapo asqueroso e ir a por el próximo botín. —Escupió sangre y se dirigió al resto de los prisioneros, alzando la cimitarra por encima de su cabeza—. ¡Somos libres, compañeros!

«Me llamo Diego Ventura y Cortés —pensó el joven, sonriendo mientras treinta hombres lo vitoreaban como uno solo—. Nací en Madrid, madre me quería. Luché en Flandes, cumplí con mi deber. Escapé de mis enemigos, no dejé ni uno solo con vida, y pronto seré el rey del mismo mar que me convirtió en esclavo».

I

ALDEA DE AYALGA, 1771

Cuando Clara murió, todos creyeron que yo iba a ser la próxima Clara. Que madre reemplazaría a su segunda hija por mí y que, desde ese instante, el bebé que había sido mi hermana se convertiría en olvido, en un estallido de espuma de mar que la arena engulle en cuestión de segundos. Pero madre enterró las cenizas de Clara en la cima del cerro, junto a la ermita, y padre se santiguó y le pidió a la Virgen del Faro que velara por su alma, y Fuencisla, que solo tenía tres años, dejó en la diminuta tumba un ramo de primaveras.

Y desde ese cerro y esa ermita y esa tumba vi yo, que nací un año después de la muerte de Clara, la silueta del Holandés Errante aproximándose a la bahía. Como si mi hermana hubiese querido advertirnos.

Pero no adelantemos acontecimientos.

Me llamaron Ana y crecí, como todos, escuchando la leyenda del Holandés Errante. Era solo una de las muchas historias que contaban los viejos lobos de mar al caer la tarde, cuando ya habían dejado sus barcas meciéndose al compás de las olas grises en el puerto y, aún con la sal adherida a los labios resecos, se reunían en la posada del Ancla Vieja para masticar por enésima vez los relatos cien veces contados, manoseados y moldeados por padres, abuelos y antepasados pescadores. Pero, de todas esas historias, la del Holandés Errante era la única que hacía temblar los corazones de los vivos, la única que nos llevaba a los niños a apretujarnos frente a la lumbre, muy pegados los unos a los otros, incluso en las noches menos frías. Yo aferraba las faldas de Fuencisla y me quedaba mirando el fuego en silencio, los ojos reflejando las chispas anaranjadas, la mente sobrevolando los mares embravecidos que, imaginaba yo, estaría surcando el navío maldito en ese instante. Nadie conocía el rumbo del Holandés Errante ni podía preverlo en modo alguno: solo se sabía que, cada siete años, su capitán bajaba a tierra firme en busca de una joven que arrastrar al barco. Si la joven accedía, nadie volvía a verla nunca; si se negaba, toda su aldea enfermaba y, en cuestión de semanas, ya solo quedaba el viento para tañer las campanas por los muertos.

Como decía, la mañana en que el Holandés Errante fue avistado desde Ayalga, yo fui la primera en verlo. Porque estaba en la tumba de Clara, como cada viernes que no salía a faenar a la costa. Hablar con mi hermana muerta era una especie de ritual para mí; llevaba haciéndolo desde niña, porque ni mis padres ni Fuencisla me habían ocultado su existencia, ni el lugar en el que reposaban sus restos. «¡Pero cómo les contáis esas cosas a las niñas!», les reprochaban los vecinos a mis padres, y mis padres les recordaban que «esas cosas» habían sido un bebé muerto en el vientre de madre, frágil y tierna criatura de ojos grises que habían devuelto a la tierra en la que estaba destinada a nacer, crecer y morir a su debido tiempo, como Fuencisla y yo.

Fuen también solía visitar la tumba de Clara, aunque ella no le hablaba, solo le llevaba flores. Primaveras, milenramas, berros de prado, dientes de león, orquídeas silvestres. A mí me gustaba que Fuencisla honrase a Clara, pero prefería visitarla yo sola porque así podía contarle cualquier cosa. Fuencisla y yo estábamos muy unidas, pero Fuen era la mayor y ya iba siendo hora de que empezara a pensar en pretendientes y boda, en el ajuar y la dote, en lo que se esperaba de una mujer de Ayalga que hubiese cumplido cierta edad. Yo, que tenía veintiún años y poco interés no en los hombres, pero sí en los de la aldea, me encogía de hombros y, en los ratos de soledad junto a la tumba de Clara, con el viento y la arena arañándome las mejillas enrojecidas por las jornadas interminables tejiendo redes en la cala, soñaba con islas lejanas en las que crecían las palmeras, los hombres enterraban sus tesoros y el sol besaba la piel. Aprovechaba para cantar allí algo que no fuesen los salmos de la iglesia: «Claros y frescos ríos», «Puse mis amores» o «No puedo apartarme». Siempre que algún artista itinerante visitaba el Ancla Vieja, prestaba atención para memorizar melodías y letras, y luego pasaba horas acompañada solo de mi propia voz.

En ocasiones, al regresar del cerro, me cruzaba con Juana de Salinas, de quien se decía que había sido pirata en otros tiempos, en otros mares, que hablaba de un tal Jack Calicó, de Anne Bonny y Mary Read, y que me había enseñado a lanzar cuchillos sin que se enteraran mis padres y Fuen. Con Juana de Salinas me encontré también esa mañana, mientras bajaba a todo correr el sendero que descendía desde el faro hasta la aldea. A simple vista, era una mujer corriente: más baja que yo, robusta, de pelo rubio canoso, nariz chata, boca pequeña y ojos marrones que siempre llevaba pintados con un polvo negro cuyo nombre y origen yo aún desconocía —más adelante, descubriría que se trataba de kohl traído del norte de África—. No tenía problemas con nadie en la aldea, pero la gente prefería evitarla. A ella no parecía importarle.

—¡Lo he visto! —le grité, el corazón golpeándome las costillas, los puños tan apretados que las uñas agrietadas se me hundían en las palmas de las manos. Yo no era tan bonita como Fuen: las dos éramos fuertes, poseíamos la misma nariz respingona y la misma barbilla afilada, pero mi hermana mayor tenía los ojos azules grisáceos, del color del mar bajo la tormenta, mientras que los míos eran parduscos como la tierra seca en invierno—. ¡He visto al Holandés!

Tantas veces había escuchado las leyendas que no podía haberme equivocado. Todos los viejos lobos de mar describían el navío maldito de la misma manera: «casco de hueso amarillo, un esqueleto en la proa y los jirones de una bandera pirata ondeando incluso en los días sin viento».

Pronto esa noticia, ese «¡Ana ha visto al Holandés!», llegó a todos los rincones de Ayalga, al corazón helado de cada habitante. Junto con la fatal revelación de que, tras dos siglos de leyenda, la maldición había caído sobre nosotros.

Siete días después, el capitán Willem van der Decken, el que nunca envejecía, se presentaría en el puerto en busca de una joven a la que llevarse a su barco.

Y los ojos de todos se posaron, como aves carroñeras, en mi hermana Fuencisla.

II

—¿Por qué tiene que ser ella? ¿Por qué ella y no otra?

Madre y yo repetimos la misma frase, aunque de diferente manera. Ella lo hizo sollozando entre los brazos de padre, que era el pescador más alto y fuerte de la aldea, que había sujetado barcas con una sola mano en plena tormenta para evitar que se las llevara el mar, que había sacado a otros hombres del agua cuando las olas amenazaban con engullirlos y que, sin embargo, lloraba con ella, silencioso, mientras la espantosa certeza nos asfixiaba a todos en casa.

—¿Por qué mi niña, por qué? —gemía madre, las lágrimas anegando los bonitos ojos que había heredado mi hermana, las gruesas trenzas asomando bajo la pañoleta que llevaba para faenar y oscilando al compás de sus sollozos—. ¿Voy a tener que enterrar a otra hija? ¡No, ni siquiera me devolverán su cuerpo!

—¿Por qué ella? —gritaba yo, furiosa—. ¡Hay otras chicas en la aldea!

Pero el concejo había hablado y la decisión era unánime: la bella Fuencisla, tan dulce, tan dócil, que no se había casado aún, constituía el sacrificio más adecuado para esa deidad temible que era Van der Decken. La mejor baza que poseía la aldea de Ayalga para aplacar la ira del Holandés Errante.

Padre negó con la cabeza, abrumado por la situación, mientras madre seguía temblando de llanto. Frustrada, salí de nuestra casa dando un portazo que hizo retumbar el tejado y me encaminé hacia la playa, donde se encontraba el único lugar al que mi hermana había podido acudir tras conocer la noticia. El único que ninguno de nuestros vecinos se atrevía a pisar.

A simple vista, no era más que una casucha en ruinas que había caído en desuso al morir mi bisabuelo, su último propietario. Se la había dejado en herencia a una docena de hijos que, a su vez, habían tenido docenas de hijos más; al final, nadie había querido hacerse cargo de ella. Algunos habían tratado de habitarla, pero siempre se marchaban al cabo de unos pocos días, unos sin dar explicaciones y otros asegurando que allí sucedían cosas extrañas. Mi hermana y yo habíamos sido testigos de algunas de ellas: cómo crujían los tablones del suelo sin que nadie los pisara, cómo se oía el entrechocar de los cacharros de cocina que permanecían inmóviles en la alacena o todo el misterio en torno al retrato de nuestro tío tatarabuelo, Manuel, del que se decía que había sido pirata y que lo habían excomulgado por algún motivo. Yo no sabía cuánto había de cierto en esa historia morbosa, como en tantas otras que se contaban en Ayalga, pero dos cosas estaban claras: que Manuel debía de haber tenido suficiente dinero como para encargar su propio retrato y que, cada vez que alguien lo descolgaba de la pared de la sala, regresaba a su sitio movido por una mano invisible. Ya solo el obstinado retrato bastaba para disuadir a la mayor parte de nuestros parientes vivos de poner un pie en la casa de la bahía.

A Fuen y a mí no nos asustaban los muertos, quizá porque Clara formaba parte de nuestro mundo y nosotras, del suyo. Éramos las únicas que entrábamos y salíamos de la vieja casa familiar cuando nos venía en gana.

Encontré a Fuencisla en el patio, frente a las tumbas de los bisabuelos y los tatarabuelos, que habían preferido que los enterraran en la arena y no en el cementerio —o eso decía madre, aunque yo sospechaba que aquello tenía que ver con la historia de la excomunión—. Sea como fuere, aquel día mis pensamientos no estaban con los muertos, sino con los vivos; o más bien con los moribundos, con mi hermana sentenciada a perderse en el océano por siempre jamás.

—Me niego —le espeté nada más verla, como si ella misma se hubiese ofrecido como tributo al maldito Van der Decken—. Me basta con una hermana muerta.

Fuen se volvió hacia mí y me contempló como si hubiera visto un fantasma, o como si yo me hubiera convertido en uno de ellos.

—No tengo elección. —Algo en el tono de su voz me provocó un escalofrío—. El concejo ha hablado y, si me niego, todos moriréis.

—Que vaya otra —insistí yo, terca—. Que vaya la hija del alcalde, por ejemplo.

—¿Rosita? —Incluso en esas circunstancias, Fuen esbozó una sonrisilla—. No le deseo eso ni al capitán maldito.

Pese a todo, reímos, creo que con la misma amargura. Rosita tenía la edad de mi hermana, pero se comportaba como una mocosa malcriada. Le tenía celos a Fuen, quizá por el hecho de que estaba prendada de uno de sus admiradores, un pescador que se llamaba Rodrigo, de rizos pelirrojos y sonrisa pícara. También estaba soltera, pero su padre no era un simple pescador.

—Puedes huir, Fuen. —Le puse una mano en el hombro y la contemplé a la luz de la tarde, que se colaba a través de las cortinas agujereadas. Era muy parecida a madre, de belleza delicada, con esas trenzas tan abundantes y bonitas. Mi propio pelo era del mismo color castaño, pero tan fino que, por mucho que intentara recogerlo, siempre acababa soltándose. Me mordí el labio y, en un arrebato de inspiración, añadí—: Seguro que Rodrigo te presta su bote. Seguro que te acompaña a donde sea y se casa contigo, y te consigue una casa y todo. Y yo no diré nada, os cubriré las espaldas.

Mi hermana se ruborizó ligeramente.

—Rodrigo me ayudaría. —Volvió el rostro hacia la vieja alacena, donde se acumulaban cacharros de cobre abollados y fragmentos de cerámica, los mismos que atormentaban a los visitantes no deseados y a nosotras nos resultaban indiferentes—. Pero, si lo hace, y si tú nos guardas el secreto, los dos moriréis. Y yo también lo haré porque nadie puede escapar de la maldición, Ana, lo sabemos de sobra. Es mejor que lo aceptemos y nos digamos adiós.

Mis ojos se deslizaron hasta el retrato de nuestro tío tatarabuelo, que parecía contemplarnos con aire reprobatorio. «El canalla no se habría rendido». Pero nosotras no éramos piratas.

Fuen se puso en pie y salió de la casa. Yo fui tras ella.

—¿Adónde vas? —le pregunté.

—A la tumba de Clara. Quiero despedirme.

Me detuve, incapaz de seguirla. Desde lejos, vi cómo comenzaba a subir la cuesta del faro y se agachaba para buscar flores entre la maleza. Una lágrima resbaló por su mejilla y regó la tierra reseca.

En vez de subir a la ermita, como sabía que harían padre y madre, me encaminé hacia la casa más alejada de la aldea. Era casi una cabaña, pequeña y desvencijada, pero entendía por qué los vecinos no se acercaban demasiado. La puerta estaba pintada de negro y, a través de la ventana de atrás, se podía ver una mesa en la que Juana exhibía un puñal de aspecto antiguo, una colección de figurillas de marfil que representaban niños de nariz ancha, labios gruesos y cabello trenzado y lo que a todas luces era una calavera humana. Los niños de la aldea, a diferencia de sus padres, sentían fascinación por esa ventana, y yo me burlaba de ellos y les aseguraba que la calavera era falsa, aunque no tenía ni idea de si lo era o no.

Juana de Salinas abrió la puerta y me interrogó con la mirada. Pasábamos mucho tiempo juntas y, sin embargo, hablábamos lo justo; aun así, no me pareció que mi visita la sorprendiera.

Llevaba un buen rato ensayando lo que iba a decirle. No eran más que diez palabras:

—¿Puedes enseñarme a matar a un hombre en siete días?

III

Toda Ayalga estaba reunida en la playa cuando Willem van der Decken hundió las botas en ella.

Era un día gris, como tantos otros en la bahía. Yo había crecido entre grises: gris la roca del malecón en el que Fuen y yo nos sentábamos, ella a tejer redes y yo a soñar despierta con el océano; grises los nubarrones que anticipaban la galerna y hacían que los pescadores veteranos se santiguaran; gris la arena bajo mis pies descalzos cuando corría de regreso a casa bajo las primeras gotas de lluvia. Gris el futuro que me esperaba en Ayalga, la aldea que amaba y aborrecía a partes iguales. Que me prometía una vida austera, no feliz, pero sí tranquila. Me ofrecía seguridad, como el puerto en el que uno no desea realmente quedarse cuando la mar está picada y debe echar el ancla.

Las botas del pirata fueron lo primero en lo que me fijé: eran negras, de caña alta y, aunque estaban muy desgastadas, parecían de excelente factura. Levantaron un poco de arena cuando su dueño se bajó del bote en el que había llegado remando desde el Holandés, que permanecía anclado a una distancia suficiente como para que apreciáramos el casco de hueso, las velas raídas y la bandera pirata que ondeaba en lo alto del palo mayor, pero no como para que la niebla no difuminara su silueta, otorgándole un aire fantasmal. Incluso desde la costa, las cuencas vacías del esqueleto de la proa parecían juzgarnos a todos. Observé que iba vestido de los pies a la cabeza, con sombrero, chaqueta y botas, y que una espada herrumbrosa le colgaba del cinto.

Además de las botas, el joven capitán llevaba puesta una chaqueta de terciopelo negro con los botones dorados, de la que sobresalía el cuello de una camisa de lino un poco amarilleada. Las calzas eran grises y el sombrero, del mismo terciopelo que la chaqueta, no impedía que el viento salado le sacudiera los largos rizos castaños. Los ojos eran de un azul diferente al mar, más frío, como el cielo en las mañanas despejadas de invierno. En cuanto al rostro, me sorprendió lo poco aterrador que resultaba: cuadrado y tostado por el sol, de nariz recta y labios carnosos, con una cicatriz que le atravesaba la sien y otra que le partía el mentón en dos mitades casi idénticas. Iba bien afeitado y exhibía una gruesa cadena de oro en el cuello y aros de plata en las orejas. Del cinto llevaba colgado un alfanje muy afilado.

Sentí como si una piedra me aplastara las costillas. Aguardé.

El alcalde de Ayalga dio un paso al frente.

—Capitán Van der Decken —dijo, con voz trémula y tono servil—, es un honor recibirlo en nuestra humilde aldea.

Mientras hablaba, dos hombres arrojaron una veintena de sacos al bote del capitán. Observé que había otros dos botes repletos de víveres flotando en el agua, listos para ser arrastrados al barco maldito. Una ofrenda, tal vez. Como si van der Decken no tuviese suficiente con mi hermana.

Oí a madre sollozar contra el pecho de padre y desprecié al cerdo del alcalde y al resto de los vecinos de Ayalga, que estaban dispuestos a entregar a Fuencisla a ese monstruo después de haberla visto crecer.

El capitán asintió con sequedad y buscó a mi hermana entre la multitud. Fuen estaba asustada. Nos habíamos despedido esa mañana, en la casa de la bahía: no habíamos pronunciado palabra, solo nos habíamos abrazado hasta que nos había alcanzado el tañido de las campanas de la iglesia. «Es la hora», había susurrado mi hermana. «Aún podemos hablar con Rodrigo», había respondido yo, a sabiendas de que sería inútil.

Fuencisla se había mostrado decidida hasta entonces, pero la conocía lo bastante como para saber que la llegada del capitán había quebrado su determinación. Estaba pálida y tenía los ojos muy abiertos. El alcalde la empujó para que avanzara y tropezó con sus propios pies. No quería subir a ese barco, y yo tampoco quería que lo hiciese.

—¡Capitán! —exclamó madre entonces. Van der Decken se volvió hacia ella—. Yo… le ruego que me lleve a mí en su lugar. —Entrelazó los dedos, suplicante—. Soy mayor que ella, pero puedo servirle.

—Isabel —susurró padre, espantado.

Me di cuenta de que existía la posibilidad de que Van der Decken aceptara la oferta. Madre no era joven ya, pero sí agraciada.

—Me siento halagado, señora —respondió el capitán, y miró a padre—, pero el matrimonio es un sacramento y no lo debemos romper.

No solo se estaba burlando de mis padres, de Fuen, de todos nosotros, sino también de Dios y de la Iglesia. Y yo, que no era especialmente devota, deseé que el cielo lo castigara, que un rayo lo fulminara de pronto. Por desgracia, nada sucedió.

Van der Decken se giró hacia Fuencisla.

—Vamos —le dijo. Solo eso.

La indiferencia que vi en sus ojos azules terminó de convencerme.

Mis dedos se cerraron sobre el puñal que llevaba escondido entre las faldas, el mismo que fascinaba a los niños de Ayalga cuando lo veían a través de la ventana de Juana de Salinas. El capitán maldito le dio la espalda a Fuen, sin ceremonia alguna, para guiarla hacia el bote.

Y yo me acerqué a él por detrás, rápida y silenciosa, como me había enseñado Juana, y le hundí el puñal en un costado del cuello, hacia arriba.

Me sorprendió lo fácil que fue.

El filo atravesó la piel y rasgó la carne. Cuando lo retiré, un manantial de sangre oscura brotó de la herida y salpicó la chaqueta, la camisa y hasta las botas del capitán. Di un paso atrás, aferrando el arma, y solo entonces respiré de nuevo.

En un visto y no visto, había matado a Willem van der Decken, el capitán pirata que llevaba doscientos años aterrorizando a las aldeas pesqueras de la costa norte. Había acabado con la leyenda del Holandés Errante.

Pero algo no marchaba bien. El cuerpo del hombre no se desplomó en la arena sucia, ni siquiera se agitó con los estertores de la muerte.

—Dios bendito. —Reconocí la voz de Juana. Ella sabía mejor que yo que era imposible sobrevivir a una puñalada como esa.

El capitán se volvió hacia mí y tensó la comisura del labio.

Se estaba divirtiendo.

—De modo que tenemos una voluntaria —comentó. Pensé que su voz sonaba como el rasgueo de una guitarra.

Me agarró de la muñeca y tiró de mí hacia el bote.

—¡No! —En un arranque de osadía impropio de ella, Fuencisla se aferró a su chaqueta, hundiendo los talones en la arena—. ¡No te lleves a mi hermana, por favor! ¡Llévame a mí, como habíamos acordado!

—Tu hermana ha elegido —contestó él, desasiéndose sin mirarla siquiera.

—¡No! —gritaba madre—. ¡Ana!

Mis ojos se cruzaron con los de padre, que llevaba un cuchillo de limpiar pescado en la mano.

—No —dije sin emitir ningún sonido, tan solo moviendo los labios.

Él me miraba con desaliento. El capitán Van der Decken no podía morir y, si padre lo atacaba y decidía no llevarse a ninguna de las mujeres de Ayalga como represalia, todos en la aldea moriríamos. Yo incluida.

Con una decisión que no sentía en realidad, puse un pie en el bote.

—Adiós —les dije a Fuen, a madre y padre, a Juana de Salinas y a la tumba de Clara, que eran los únicos que me importaban en ese momento.

—No —gimió mi hermana mayor, pero yo le hice un gesto para tranquilizarla.

El capitán me había escogido como víctima para castigarme, pero, si eso salvaba a Fuencisla, no me arrepentía de nada. Mi hermana mayor permanecería en Ayalga, con sus obligaciones de mujer, y yo, que tantas veces había soñado con paraísos perdidos, me haría a la mar para morir en su nombre.

No me parecía tan mal.

—Adiós —repetí, y la última mirada fue para el cerro y el faro y la Virgen, a quienes pedí que cuidaran de mis vivos y de mis muertos en mi nombre.

IV

La espuma salpicaba el bote cada vez que el capitán hundía los remos en el agua. Los otros dos botes permanecían amarrados al primero, casi hundidos por culpa de la voluminosa carga. Veía cómo a van der Decken se le tensaban los músculos bajo la chaqueta y, sin embargo, su rostro permanecía imperturbable, como si no sintiera el cansancio físico.

Yo podría haberme ofrecido a ayudarlo, pero no quise. Tampoco miré hacia atrás, hacia el puerto de Ayalga. Permanecí con las manos en el regazo, intentando no tiritar con el viento afilado que me sacudía la camisa y las trenzas.

Qué ingenua había sido. Seguro que alguien más había intentado matar a Willem van der Decken antes que yo, y ahí seguía el bastardo, surcando los mares en su barco maldito y llevándose a una chica cada siete años.

Esta vez me había tocado a mí. O más bien yo me lo había buscado.

Aún me costaba creerlo. Una cosa era oír hablar del Holandés Errante en la posada del Ancla Vieja y otra, mirar a los ojos a su capitán y admitir que, en efecto, era un ser inmortal. Por muy humano que pareciese.

—¿No vas a decir una palabra? —le espeté, porque sabía que nada podría empeorar mi situación.

Ninguna mujer había regresado jamás del Holandés. Yo ya estaba condenada y mostrarme sumisa con el capitán Van der Decken ni siquiera entraba en mis planes.

Él me miró y enarcó una ceja.

—Buen intento. —Había burla en su voz de guitarra—. Es la primera vez que una mujer intenta matarme.

—Pues vete acostumbrando. —Intenté sonar amenazadora, pero solo logré que el capitán riera entre dientes.

Le giré el rostro y mis ojos toparon con el casco del navío, que habíamos alcanzado sin que me diese cuenta.

«Casco de hueso amarillo, un esqueleto en la proa y los jirones de una bandera pirata ondeando incluso en los días sin viento». Así describían los pescadores de Ayalga el Holandés, pero la imagen que habían conjurado en mi mente con aquellas palabras lúgubres palidecía en comparación con la realidad. Porque el hueso no se asemejaba al suave marfil tallado de la colección de figurillas de Juana, ni siquiera a los huesos antiguos y polvorientos que a veces brotaban como hongos en la tierra húmeda de los alrededores de la ermita, donde se decía que había existido un cementerio siglos atrás. Era hueso pálido y brillante, como recién descarnado. Tenía la sensación de que, si lo rozaba con los dedos, podría sentir aún el calor de un cadáver reciente.

Alguien desplegó unos correajes desde la cubierta, sacándome del trance. Tragué saliva y traté de sobreponerme. «Imagina que es madera». Mientras, el capitán enganchó los correajes a los botes y gritó para que nos izaran hasta el barco.

—Ten cuidado ahora. —Se volvió hacia mí y me tendió la mano.

Contemplé su palma abierta por un momento. Luego alcé la vista hacia el rostro, para ver si aquel gesto era una trampa o una mofa. No parecía ninguna de las dos cosas. Los ojos del capitán, cuyo azul se había teñido de gris por un efecto de la luz, no revelaban enfado ni rechazo; ni ningún otro sentimiento, en realidad. Podía aceptar su mano sin temor.

No lo hice, por supuesto.

Van der Decken se encogió de hombros y, cuando nuestro bote se elevó sobre el agua de un brusco tirón, estuve a punto de caer. Casi me arrepentí de haber rechazado su ayuda, pero me tragué el miedo y, encomendándome a la Virgen, me aferré a la madera.