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En la tranquila residencia del rico mercader Ichirō, la dulce Osame escucha, fascinada, el sonido de un shamisen y la voz melodiosa que lo acompaña. Ese canto atraviesa los muros y conquista su corazón. Pronto, la joven conocerá al intérprete: un apuesto y encantador muchacho. Entre ambos surge un amor intenso… pero Osame ignora el oscuro secreto que lo rodea, un misterio capaz de cambiarlo todo. Por qué te encantará esta historia: - Romance, música y misterio en el Japón tradicional. - Una trama llena de emociones y giros inesperados. - Ideal para amantes de la novela romántica con tintes históricos y dramáticos.
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Seitenzahl: 149
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
PERSONAJES PRINCIPALES
UN ENCUENTRO INESPERADO
UN AMOR SECRETO
PLANES TRUNCADOS
EL PODER DEL FURISODE
GALERÍA DE ESCENAS
HISTORIA Y CULTURA DE JAPÓN
NOTAS
© 2023 RBA Coleccionables, S.A.U.
© 2023 RBA Editores Argentina, S.R.L.
© Ignacio González Orozco por «La maldición del Sutra del Loto»
© Juan Carlos Moreno por el texto de Historia y cultura de Japón
© Marina Moix por las ilustraciones
Dirección narrativa: Ariadna Castellarnau y Marcos Jaén Sánchez
Asesoría histórica: Gonzalo San Emeterio Cabañes y Xavier De Ramon i Blesa
Asesoría lingüística del japonés: Daruma, servicios lingüísticos
Diseño de cubierta y coloreado del dibujo: Tenllado Studio
Diseño de interior: Luz de la Mora
Realización: Editec Ediciones
Fotografía de interior: Felice Beato/Wikimedia Commons: 102; Wellcomecollection.org/ Wikimedia Commons: 105; Smithsonian Libraries/ Wikimedia Commons: 108; Wikimedia Commons: 110/ Wang Ming/ Wikimedia Commons: 112; Suzuki Shin'ichi/ Wikimedia Commons: 114
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© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025
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Primera edición en libro electrónico: diciembre de 2025
REF.: OBDO612
ISBN: 978-84-1098-506-3
Composición digital: www.acatia.es
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OSAME — joven en edad casadera, hija de un rico comerciante, que vive en una gran mansión de la ciudad de Edo. Es una mujer de carácter alegre y bondadoso. No quiere perder la cómoda vida de la soltería, pero se enamora de un misterioso joven por el que estará dispuesta a poner en peligro su vida.
KUMAGORŌ — joven de pasado misterioso que suele dejarse ver por la ciudad de Edo cantando con su shamisen. Su magnífica voz y la delicadeza de sus composiciones despiertan la admiración de todos los oyentes.
ICHIRŌ — mercader, y padre de Osame, que ha acumulado una gran fortuna. Aunque tiende a ser protector y benévolo con su hija, no puede consentir que Osame piense siquiera en otro hombre que no sea el que él le designe.
KUROBEI — joven de origen humilde que se ha criado junto a Ichirō y que con el tiempo se ha convertido en su hombre de confianza para los negocios. Se enamora de Osame y aspira a ser adoptado por Ichirō, para poder casarse con la muchacha.
TOKISADA — joven rōnin que entra al servicio de Ichirō; creyendo este que puede serle beneficioso decide proponerlo como futuro marido de su hija.
TOME Y FUMI — sirvientas de Osame, a quien las une una íntima amistad, y que actuarán de cómplices de los encuentros secretos entre la muchacha y su amante.
chirō gustaba de pasear por las distintas alas y dependencias de su gran mansión, una de las mayores y más lujosas de la ciudad de Edo, capital del shogunato. Así hacía cada mañana, muy temprano, para regocijarse con el mejor exponente de los logros materiales que había alcanzado tras largos años dedicado al comercio. Al fallecer su padre dispuso de una pequeña fortuna que supo engrandecer con mucho esfuerzo, pero también con la misma atención con que un águila otea su territorio, porque en el mercadeo siempre hay que estar atento a la menor oportunidad de negocio, aparezca donde aparezca, como la presa que la rapaz busca con afán. No en balde solía decir: «Nunca sabe el águila dónde hallará su trofeo, pero no hay día en que no lo encuentre».
En esos momentos, sin embargo, el paseo de Ichirō no se debía solo al placer de contemplar su morada. Ichirō se había propuesto remodelar buena parte de la casa familiar, tarea que acababa de iniciar por una sala dedicada a las reuniones, amplia estancia donde gustaba de invitar a comer a sus huéspedes, socios, clientes… Tales encuentros resultaban fundamentales para la buena marcha de sus negocios, más fáciles de cerrar tras un buen ágape, según iba explicando a su acompañante y contable Kurobei. Era este un joven de rasgos amables y cuerpo espigado, que vivía prácticamente prohijado por su amo desde hacía unos cuantos años; en aquella casa, donde también residía, había aprendido caligrafía y cálculo, demostrando buenas cualidades para el manejo del soroban1 y, sobre todo, una fidelidad inclaudicable a su protector. Debido a ello, Kurobei cuidaba de las cuentas de Ichirō, y aprendía un oficio que, como ya había tenido oportunidad de comprobar por sí mismo, no siempre transitaba por los márgenes de la ortodoxia legal.
—Sé que puede parecerte un gasto exagerado el encargo de maderas nobles que hice traer para el suelo de esta sala, pero nunca se malgasta el dinero si ha de tener buena utilidad, aunque sea a largo plazo —se justificaba Ichirō ante Kurobei con respecto a las obras de la sala de reuniones, como si hubiera caído en un mal vicio—. Para nosotros los comerciantes, la negociación es tan importante como el honor para los samuráis. O más aún. Por eso hay que agasajar a la parte contraria, además de impresionarla.
Una de las entradas de la sala comunicaba, a través de un pasillo de madera pulida, con el jardín de la casa, al cual accedieron los dos hombres. Una mañana de otoño de suaves temperaturas y eventuales lloviznas se emboscaba en la fragancia intensa de las flores y bajo la fresca sombra que derramaban las copas de los árboles. Desde allí se oían las voces y risas de un pequeño grupo de muchachas, ocultas por la arboleda, cuya algarabía también parecía formar parte de la bonanza obsequiada por la estación.
—¡Mi hija, siempre tan alegre! —comentó Ichirō, risueño, tras escuchar el rumor de las risas—. ¡Si yo hubiera podido disfrutar de la vida de esa manera, cuando era joven!
Dicho esto, Ichirō se encaminó hacia el lugar de donde provenía el jolgorio. A pesar de que los años habían acumulado grasa en su abdomen y cintura, se movía con la rapidez y agilidad propias de un hombre joven, y pasaba buena parte del día deambulando de aquí para allá, de un mercado a otro de la ciudad y aun de fuera de ella, siempre persiguiendo la optimización de sus negocios de compra y venta. Mientras tanto, Kurobei era como un perro guardián, pues nunca se apartaba de su lado en esos quehaceres mercantiles.
Las tres muchachas que se acogían a la sombra de los arces eran Osame, la única hija de Ichirō y su difunta esposa, Onatsue, que acababa de cumplir quince años, y sus dos sirvientas favoritas, Fumi y Tome, a las que su ama trataba casi como a hermanas, tanto por la similitud de sus edades como por haberse criado juntas las tres. Incluso cabía hablar de parecidos compartidos; si no físicos, al menos de gestos, hábitos y estampa, como corresponde a personas que pasan juntas no ya muchos ratos, sino prácticamente toda la vida. Las tres lucían rostros de piel tersa y mirada limpia, así como figuras cuyo trazo ya despertaba la atención de los hombres. Tome era la más alta; Fumi, la de menos talla; Osame, de porte similar a Fumi, tenía mayor tendencia a la ensoñación, mientras que sus sirvientas se mostraban más prácticas, quizás por su condición servil. Se apreciaban entre ellas, pero nunca hubo confusiones por lo que atañía a las respectivas posiciones familiares y sociales.
El trío llevaba un buen rato charlando en el jardín. Como suele ocurrir, la conversación se había iniciado con asuntos banales, relacionados con la vida cotidiana en la casa, pero los quiebros y ocurrencias que suelen gobernar estos coloquios improvisados habían derivado en un asunto que a Osame le resultaba estremecedor: los seres fabulosos que pueblan la naturaleza y pueden interferir en el curso de la vida de los humanos. Así que la joven heredera escuchaba con atención los relatos de sus compañeras de ociosidad.
—Contaba mi madre que en la aldea donde nació, en las montañas de la provincia de Kii, un oni se comía los jabalíes de los bosques de la zona. Era tan voraz que llegó a devorar a varios niños. —Tome siempre contaba las cosas con gran despliegue de gestos de las manos e inflexiones de voz—. Ya desesperados, un grupo de hombres jóvenes fue en busca del monstruo para matarlo, pero el oni se defendió a garrotazos y los dejó a todos lisiados.
Osame se tapó la boca con ambas manos, impresionada por el relato.
—¿Y qué hicieron después? —preguntó la hija de Ichirō con voz trémula, como si alguno de los palos repartidos por el oni le hubiera correspondido a ella.
—Solo les quedaba una opción, marcharse de aquel lugar maldito. Pero mientras se reponían los hombres heridos, apareció en el valle un viejo rōnin2 que andaba de aquí para allá, siempre errante. Se compadeció de los aldeanos y fue a enfrentarse al monstruo. Los dos murieron en el combate —concluyó Tome.
Mientras Osame callaba, entristecida por el desenlace fatal de la historia, Fumi torció el labio en evidente señal de disconformidad.
—¡Qué lástima! ¿Por qué se impondrá el mal tantas veces? —se dolió.
—Por lo menos, el rōnin murió con honor —sentenció Osame, que siempre buscaba el lado positivo a todas las situaciones—. Una muerte noble en combate es preferible a verse devorado por la decrepitud y la enfermedad. Estoy segura de que no lo dudó.
Y en ese instante se sintió consolada.
Tan enfrascadas estaban en la conversación que el ruido de pisadas en el sendero de tierra las sobresaltó por igual. Las tres guardaron silencio por un instante, girándose alarmadas hacia el lugar de donde provenía el sonido, como si temieran la inmediata aparición de un ser espectral.
El trío llevaba un buen rato charlando en el jardín. Eran Osame, la única hija de Ichirō y su difunta esposa, Onatsue, y sus dos sirvientas favoritas, Fumi y Tome.
—¡Padre querido! —casi suspiró Osame al ver a Ichirō, con el hilo de voz escuálido que le permitió el susto.
De inmediato se puso en pie, para inclinarse ante su progenitor.
El rico mercader también parecía sorprendido.
—¡Mi amada hija! ¿Desde cuándo te asusta verme? —preguntó jocosamente.
—¡La culpa es de Fumi y Tome! —acusó Osame con voz engolada, para dejar clara la guasa que subyacía a sus palabras—. ¡Me cuentan historias de seres malvados que me dan mucho miedo!
—Vaya manera de pasar el rato, haciéndoos sufrir las unas a las otras… —comentó Ichirō, mientras pasaba de largo junto a las muchachas.
Kurobei, siempre a su zaga, fue el destinatario de su siguiente mensaje.
—Ve al almacén y comprueba si por fin ha llegado la remesa de madera que esperamos desde hace días. Yo voy a las cocinas, se me ha despertado el hambre…
E Ichirō siguió su camino sin volverse. Tampoco hubo despedida, pero las muchachas volvieron a inclinarse, esta vez hacia su estela.
Kurobei quedó parado junto a Osame y sus sirvientas. Apenas las superaba en edad, pero adoptaba ante ellas los ademanes y palabras de un hombre sesudo con la intención de impresionar a la hija del amo. En el fondo, porque su origen humilde le constreñía el ánimo como los barrotes de una mazmorra oprimen la libertad. Aunque disfrutara de las condiciones de vida privilegiadas que derivaban de ser el hombre de confianza de Ichirō, la diferencia de crianza con respecto a Osame le parecía un abismo.
Ligado a ese sentimiento de inferioridad, Kurobei albergaba ciertos miedos de cara al futuro. ¿Qué ocurriría, se decía el joven, si Osame contrajese matrimonio y su padre muriera después? ¿Habría lugar para él en la familia? El yerno y heredero de Ichirō, ¿querría mantenerlo junto a sí y con el mismo rango? Méritos no le faltaban, o así lo pensaba. Era trabajador y leal, cualidades fundamentales para realizar su labor, pero en todo se interponía la nula prosapia de su familia. Y para mayor preocupación, había oído historias acerca de abnegados empleados que, tras un cambio en la cabeza del negocio, fueron despedidos por el nuevo dueño, por el simple hecho de no caerles bien. De algún modo tendría que mejorar su posición en la escala social, si no quería verse para siempre postergado en la lucha por el poder y las riquezas.
Pero estas consideraciones no le impedían admirar a Osame a distancia: le parecía tan dulce de maneras, tan limpia de corazón, tan bella en su ingenuidad… Sin duda, una esposa más que deseable.
Durante muchos años de distante convivencia en la casa, apenas habían tenido trato personal. Sin embargo, había redoblado sus atenciones hacia la muchacha en los últimos tiempos, llevado por la atracción que ejercían sobre él los primeros atributos de una feminidad pletórica, y ese cambio de actitud se plasmaba en intentos de conversación que no siempre obtenían el beneplácito de ella.
Kurobei había aprendió a mirar con ojos de rapaz los gráciles movimientos de Osame; a trazar mentalmente, con precisión de geómetra, las delicadas curvas que podían adivinarse bajo los pliegues de su kimono; a ingurgitar el eco de su risa despreocupada, para que le reverberase en las entrañas. Se sentía turbado cuando estaba en presencia de la muchacha, a quien vigilaba sin cejar desde una prudente cercanía.
La voz de la muchacha vino a sacarlo abruptamente de sus reflexiones.
—¡Kurobei! ¿También te persiguen a ti los espíritus? ¡Te has quedado pasmado!
—¿Los espíritus? —respondió, molesto—. Tengo cosas más importantes en las que pensar.
—¿Acaso no crees en ellos? ¿Tampoco en los dioses y en los budas? —entró al ataque Tome, desafiante.
—No he dicho nada contra los dioses ni los budas, Tome. Pero nadie me libra de mis obligaciones, y solo en ellas pienso todo el día. No tengo tiempo para buscar seres sobrenaturales por ninguna parte.
—Pero ellos pueden aparecer por su propia voluntad y cruzarse en tu camino cuando lo deseen —le advirtió Fumi.
—En ese caso, ya te contaré qué hacen, cuando se presenten y pueda verlos —cortó en seco Kurobei, cínico.
—Vamos, amigas, dejemos a Kurobei en paz —terció Osame—. Es un gran sirviente de mi padre y por eso merece todo nuestro respeto.
A Kurobei le gustaban los detalles de confianza y cordialidad que Osame le dedicaba a menudo, pero esas pequeñas satisfacciones, frutos del agradecimiento, no lo libraban de sus complejos. Ni tampoco sugerían ningún sentimiento especial hacia su persona, más allá del trato que se acostumbra a dar a un pariente pobre; correcto, incluso cariñoso, pero distante.
—Gracias, Osame. Y ahora precisamente debo ir a cumplir con el encargo que me acaba de hacer tu padre. Que paséis buena tarde.
Mientras se alejaba del pequeño grupo, Kurobei no dejaba de torturarse con sus negros presagios de futuro. Su temor, pensaba, sí estaba plenamente justificado, y no esos miedos absurdos que las historias de espíritus provocaban en aldeanos, niños y mujeres ociosas.
Caía la tarde. Los peones habían abandonado ya la mansión, cuyas obras de reforma estaban a punto de finalizar. Apenas se escuchaban ruidos en el interior de la casa; sus habitantes parecían regocijarse en el silencio.
Tras comer y reposar, las tres muchachas se hallaban reunidas de nuevo en el jardín, bajo los arces, disfrutando de la brisa fresca vespertina. Acababan de reanudar su conversación de la mañana, sobre los seres fabulosos.
—Dicen que los más peligrosos de todos son los yōkai, porque pueden transformarse en animales o personas, y tienen poderes extraordinarios —dijo Fumi.
—¡O los yūrei! —intervino Tome—. ¡Qué horror, no poder descansar tras la muerte!
Osame, de natural bondadosa y compasiva, escuchaba sonriente a sus amigas, dispuesta a romper una lanza en favor de aquellos seres fantásticos, cuando vio que un criado venía corriendo desde la casa. Su cabeza se le aparecía a trechos entre los altos parterres del jardín, antes de ocultarse y dejarse ver de nuevo. Era un hombre ya entrado en años y llegó casi sin resuello al banco de piedra que ocupaban las muchachas. Osame se imaginaba el asunto que lo traía.
—Mi señora… —acertó a mascullar el fámulo, antes de que su jadeo se tragara el resto de la frase—. Mi señora, ha llegado el profesor de música.
Efectivamente, no se equivocaba Osame, cuyos gestos de displicencia emularon las sirvientas: consideraba muy aburridas las dos clases semanales que recibía del anciano maestro Wataru.
—¿No hay forma de evitar la clase de hoy? —se lamentó en voz alta la joven.
—Ama querida, te acompañaremos en el tormento, por si podemos hacértelo más llevadero —le respondió Tome, que en verdad estaba tan compungida como su señora.
Hombre de pocas palabras y mirada tan seria como escrutadora, andaba muy errado quien esperase que Wataru manifestara su sensibilidad musical a través de gestos o tarareos. Más bien practicaba una enseñanza sobria en extremo, celosa de su exactitud, aburrida como pocas. Y sazonaba tan poco gracejo con frecuentes exabruptos de mal humor. Un maestro, en suma, nada deseable, pero que contaba con la confianza de Ichirō, porque a este le gustaban el orden sobrio y meticuloso y la disciplina estricta, como si todo en la vida fueran cuentas.
