La matrona - Erick Behar-Villegas - E-Book

La matrona E-Book

Erick Behar Villegas

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Beschreibung

El legado de una mujer inolvidable  Lilia, una mujer soñadora desde niña, edificó con amor y sufrimiento a su familia. No importó el haber tenido que huir de su pueblo natal a causa de la Violencia que sometió a Colombia en los años 40, los intentos de abuso de los que fue víctima o las demás dificultades que tuvo que atravesar, pues nunca perdió su rumbo y su carácter. Un siglo después, su bisnieto decide embarcarse en la búsqueda de la historia de la gran Matrona, camino que lo llevará a descubrir un preciado secreto que ella escondió y que lo hará cambiar su percepción sobre quién es. «La violencia y la intimidad familiar se entrelazan en esta novela –escrita en boyacense, escrita en bogotano–... En sus páginas, la trama nacional no descansa, atravesada de lejanías, recuerdos dulces y de muerte. Desde el Púlpito del Diablo o bajo cielos anaranjados, Erick Behar preside su congregación con la fuerza de su voz.» Héctor Hoyos, autor de Los Iluminados

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©️2022 Erick Behar-Villegas

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición Febrero 2023

Bogotá, Colombia

 

Editado por: ©️Calixta Editores S.A.S 

E-mail: [email protected]

Teléfono: (571) 3476648

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7540-98-9

Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado 

Editor: Laura Tatiana Jiménez Rodríguez

Corrección de estilo: Ana Rodríguez S.

Corrección de planchas: Julián Herrera Vásquez

Maqueta e ilustración de cubierta: Martin Lopéz @martinpaint

Diagramación: David Ámdres Avendaño @art.davidrolea

Impreso en Colombia – Printed in Colombia 

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

Contenido

Prólogo en el Café 9

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Epílogo 197

Voy a tomarme el atrevimiento de llamar amigo a Erick, de atribuirme unilateralmente su amistad. No solo espero que no se moleste, sino que me conceda el privilegio de tenerle entre las personas con quienes comparto la cotidianidad de mi vida, y a quienes aprecio y admiro. Aunque esto último, la admiración, la siento por él desde hace tiempo, más de la que él se imagina.

No solo es admiración, sino gratitud. Una gratitud que renuevo al leer los últimos párrafos de La Matrona. ¿Gratitud por qué? Muy sencillo: por el hecho de que Erick, pudiendo dedicarse a tantas cosas para las que sería más que capaz y apto, y en las que sería ampliamente apetecido, ha resuelto concentrar al menos parte de su vida en escribir, y en esa medida, producir algo para nosotros, algo que hoy con gusto tenemos en nuestras manos. Erick, el profesional brillante, que podría estar hasta altas horas de la madrugada en las oficinas de un banco de inversión llenándose de millones, toma en cambio la decisión de escribir, de no permitir que sus ideas valiosas se queden en el afán de la vida diaria, sino que queden impresas y queden así a nuestra disposición. Más que suficiente motivo para esta gratitud.

Digo que sus ideas son valiosas no por adulación, sino porque lo he podido constatar. En sus diferentes voces y tonos, tanto el de la comedia como el de la nostalgia y la tragedia, Erick escribe palabras detrás de las cuales hay reflexiones largas y profundas resultado de sus múltiples lecturas, hay filósofos, escritores y pensadores, hay clásicos y hay modernos. Y también se encuentra la reflexión aguda sobre quiénes somos, y sobre por qué nos hacemos tanto daño.

En Perdido en Legalandia habíamos leído al Erick que en la voz de la comedia y del relato de aventuras, expone y ridiculiza uno de los grandes absurdos de nuestro modo de organizarnos: el asfixiar a la gente bajo ese cúmulo permanente de papeleo y trámites, el no creer en la gente, el exigir de todo certificaciones y metacertificaciones. Y esto, que en la lectura puede llegar a ser bastante cómico, es de hecho una tragedia si consideramos que de esta manera se aplasta el poder creativo de la gente y nuestra capacidad de hacer cosas, se nos vacía de fe, se nos enseña a desconfiar. Y ninguna de estas realidades está oculta en la obra de Erick ni se pasa por alto. Sin evadir la polémica, porque Erick no le tiene miedo a la polémica.

La voz de Erick es otra en La Matrona. Ni siquiera sé exactamente cómo describirla, tal vez porque no es una sino varias voces. Es la voz de la nostalgia. Es la voz del dolor. Es la voz de la vida intensa. Es la voz de la velocidad. Es la voz del miedo. Pero también es la voz contemplativa que con agrado observa a un país que, tras toda esa tragedia de violencia, no deja de ser hermoso, no deja de capturar nuestra vista y no deja de inducirnos una profunda inhalación: tomamos aire hasta el fondo del pecho mientras los ojos van de un lado a otro de algún paisaje; tomamos aire hasta el fondo del pecho mientras nuestra memoria va de un lado a otro de nuestra vida, y pasa por todos los lugares en los que hemos vivido: por los pueblos de nuestros ancestros, por la ciudad de nuestros padres, por la de nosotros mismos, y por la de quienes vendrán después. Todo en el mismo contexto: el de una Colombia a la que no podemos dejar de amar aunque nos haga sufrir tanto.

Un libro puede tener muchas lecturas, y La Matrona no será la excepción. Seguramente a muchas personas les llegará como reflexión histórica; a otras como reflexión política. ¿Cómo me llega a mí? Curiosamente, pensé que mi lectura iba a ser ante todo histórica y política, pero al final me di cuenta de que había algo que me había impactado con mucha más fuerza, fue ese anhelo al que ni siquiera la mente más secular y materialista puede escapar: el de que algún día, en alguna parte, sea junto al mar o en el amanecer de un valle montañoso, nos volveremos a encontrar con quienes fueron parte de nuestra vida, y que se fueron de nuestro lado o nos fueron arrebatados.

Andrés Mejía Vergnaud

Prólogo en el Café

Madrid, horas de la mañana

Ese día estabas feliz al ver la salida del sol. Era una mañana fría y exquisita que se deslizaba por las aceras punteadas de Madrid hechas en terrazo, quizá caro o barato, pero de buen gusto. Al fin y al cabo, los ojos tienden a apresurarse al juzgar la calidad de lo que enfrentamos. Saliste con tu hermana a dejar que el viento se llevara la preocupación que vivía en su mente y en la tuya; la fresca brisa invernal alejaba el pensamiento que una y otra vez golpeaba la puerta del recuerdo.

Bajaste por la calle de Velázquez, dominada por lo ecléctico, con reminiscencias de vecinos ilustres, puntas góticas y pasantes anónimos, quizá más valiosos ellos que los personajes ilustres en la tan conocida escala del buen ser humano. El sol se filtraba por las hojas ondeantes de los árboles que silbaban. Poco a poco empezaba el tumulto de la mañana. Pero tú no ibas a trabajar. Ibas a disfrutar de las mieles de ese desayuno moderno y madrileño, fusión de gustos y naturaleza rústica. Tu hermana también iba predestinada a ese menú del que habían hablado tanto, a unos metros del poderoso Instituto. Iban a comerse unos panqueques de harina orgánica, con yogur especial, mermelada de frutas sin azúcar, miel de las abejas que desafiaban la extinción y, sin olvidar lo que más te movía, un café decente, poco amargo, balanceado, no espumado, cremado, no muy caliente, en su punto.

De seguro, recuerdas el momento que ensombreció el corazón de leche pintado sobre el café, cuando, parado en la barra, tus ojos vieron el suelo que ya no tenía puntos sino un semblante helado por la realidad fría que se nos va acercando y a la que no queremos darle la cara. El momento fue inmediato, pero el golpe, esperado. Tu hermana se levantó de la mesa, despacio, en medio de la internacional y acogedora muchedumbre matinal, se acercó, titubeó, se secó los ojos. Tú la miraste, apretaste los labios y no fuiste capaz de prepararte para lo que vendría, porque imaginabas que era malo, pero no tanto. Recogiste la migaja de esperanza que queda cuando se evade la espiga de la molienda. Contuviste la respiración sin saberlo. Yo sí lo sé. Yo te vi. Te sentí. Al girarte hacia tu hermana, te olvidaste del vapor de la máquina de café; cediste ante el desasosiego que te avisó que algo vendría, pero nunca te dijo cuándo, porque siempre existía la esperanza de alejar lo inaplazable. ¿Recuerdas cómo tu hermana levantó su teléfono móvil, desbloqueó la adictiva pantalla y no musitó nada, sino que te mostró algo que duele más que mil palabras?

La pantalla centelleó y la noticia viajó rápido como un alfiler que no perfora con la punta, sino con toda su silueta escarpada, imposible de percibir en la superficie de tus ojos. Te traspasó la imagen escrita en cinco palabras de tu madre. Cuando comprendiste, sentiste el abrazo inmediato de tu hermana menor, mientras el volcánico llanto se ahogaba dentro de ti. En ese candor del momento fraterno, resonó la frase que te llevó a buscar tu silla, olvidar el café, sentarte y clavar los ojos en la madera de la gruesa mesa que te había visto sonreírle al sol todos estos últimos días. No te sientas mal por ello, la frase tenía que llegar en algún momento. Abriste los ojos de la mente y la viste, en el puño y la letra digital de tu madre… «Se nos fue la abuela». Se fue la Matrona.

1

Bogotá, año 2017

Sinvergüenzas! A mí no me engañan. Más sabe el diablo por viejo que por diablo, ¿oyó?

—Sí, señora. ¿Cómo es que se dice? Gran…

—Grannniitos de oro —dijo estirando la palabra mientras buscaba el agua de panela reposada.

—Son unos granitos de oro esos políticos, abuelita. ¿Eran así también cuando tenías mi edad?

—Si le contara, ¡ah! Casi iguales, pero visten otra ruana cada vez que pueden. Y se van poniendo más feroces —musitó cabizbaja Lilia, poniendo su taza sobre el dibujo de los caballos que decoraban la mesita.

En una noche bulliciosa que adornaba a Bogotá, acompañar a la abuelita a ver el noticiero de las 7:00 p. m. se había vuelto mi consuelo en la soledad espiritual de los domingos. En su sala de paredes beige tostado y cortinas de paño verde, era poco el espacio que quedaba para ubicar más fotografías. Como si fuesen vestigios nostálgicos de tiempos grandes, los sofás acolchados, la mesa en madera impecablemente tallada, las mesillas francesas para el té, el radio de los años treinta y los cuadros renacentistas se agolpaban entre ellos para darle algo de armonía al recuerdo de tiempos mejores.

Frente a ella, estaba el televisor, su fiel compañía luego de haber perdido la capacidad de vivir las letras del periódico, del almanaque Bristol, de sus notas de cuadernillo vetusto y de su mismo puño. Con su chal negro y su mirada dulce que no despegaba del televisor, pintaba gestos furtivos y luego se giraba hacia mí, no me sonreía, y se quedaba enganchada mirado la pared de las fotografías. Desde su poltrona importada por los yernos, veía la pared que era dominada con recuerdos y una foto en blanco y negro de su hijo Tomás. «Que en paz descanse», decíamos todos al invocar la memoria de mi tío.

—¿Te acuerdas de Mamá Vieja, abuelita? —le pregunté mientras me acercaba para enmudecer el televisor y ponerle la canción de Los Visconti, que revivía los atardeceres de camino al campo, cuando Lilia arrancaba para Arbeláez con su conductor, sus fieles acompañantes de viejos tiempos y cualquier nuevo miembro de lo que yo llamaba ‘el combo maravilla’. Sabía que si le apagaba el televisor, me regañaría, pero bastaba la imagen de la pantalla para acompañar la música.

—Se fue al cielo, mijo, eso dice la canción. ¿Cómo cree usted que se me olvidan esas palabras? —Su mirada de ojos grises, escondidos tras las arrugas, estaba clavada en el retrato de su hijo—. Él se fue al cielo primero que yo, mijito. Terminé cantándole la canción a él. Era mejor que me la cantara a mí —pausó un momento—. Qué cosas con esta vida, mijo. Pero bueno, ¿le preparo algo, mijo?, ¿un chocolate?

—Tranquila, mejor me lo tomo luego —La contemplé por un instante y agregué—: Yo sé, abuelita, nunca entenderemos por qué pasan las cosas —Me estiré un momento y pasé a darle un beso en su cabeza griseada por los años.

Me quedé en el retrato del tío Tomás, asesinado ya hacía quince años frente a su oficina en el norte de Bogotá. Quería que sus labios se movieran y me dijeran cualquier cosa, quizá soñaba con recuperar el tiempo perdido que se desmoronó en mis manos. Quería hacerle preguntas a mi héroe, el líder de la familia, gritaba que lo necesitaba, pero nadie oía. Si eso decía mi interior, ¿cómo no lloraría el de ella al verlo y saber que por años le habló, la mimó y la tranquilizó?

En esa pared estaba la historia de la familia, en cientos de fotos en blanco y negro, en colores ochenteros, en retratos modernos de hijos y nietos que tenían cara de modernidad con sus carros y aparatejos al crecer, mientras confesaban con sus ojos su miedo al entrar en la adolescencia. La abuelita no dijo nada porque se dejó enganchar por la melodía de Mamá Vieja, que salía de mi celular, o «el bicho ese de los videos», como decía ella.

—¿Y en ese aparato tiene también Dame tu mujer, José y toda la música de Guillermo Buitrago, mijo?

—Ahora te pongo más clásicos. Ahí en el bicho ese tienes todo, abuelita. Pero antes, dime una cosa —contesté cuando, en mi recorrido por la pared, fijé los ojos en una foto de la finca antigua, Villa Lilia. La canción de Los Visconti empezaba a perforar la colcha de retazos que cubría el dolor y el vacío de la muerte del tío Tomás—, esta casa rosada, ¿cuándo la construyeron? Es la de la foto en donde sales tú con tus hermanas y los cachorritos negros.

—Mijo, esa fue la finca que se llevó el río. De esos cachorros usted no se acuerda, pero uno de esos debió ser el abuelo de su perro Robin, el bellaco ese que les arrancaba la cabeza a las gallinas en la finca. Mi Tomás me construyó la casita. No quería que la pintara con mis colores, pero al final me dejó. Usted sabe cómo insisto yo. Esos buenos tiempos sí hacen falta, mijo. Si usted viera cómo eran esas fiestas de Arbeláez por esa época. No como ahora, todo tan horrible, tanto degenere, tanto atrevido dañando a la gente buena. En esa época se pasaba bueno también, se acostaban dos y amanecían tres.

La guitarra en Mama Vieja continuaba, nuestra canción de complicidad y recuerdo que llenaba la noche. Yo seguía con mi imaginación cada cuerda como un escalón hacia lo desconocido, pero, a la vez, hacia la seguridad que trae el pasado cuando nos da algo de refugio. Aunque ni la casa rosada podía resistir la voluntad del destino. Ya había dicho la abuela que se la llevó el río, pero igual la recordaba y se alegraba de haberla construido. Y así, como con la casa rosada, se agolpaban las historias. Dejarme llevar por la vida de cada historia, sabiendo que la abuelita me miraba desde su poltrona, era mucho peso para soportar, aunque también era una distracción pensar que cada vez veía fotos nuevas en el collage, así lo hubiera visto cientos de veces.

La Matrona se maravillaba con la música que salía del aparato aquel; lo acercaba tanto a sus ojos que me daba miedo que se lastimara la vista. De reojo, la miraba explorar el aparato, volvía sobre las fotos, suspiraba un poco y regresaba a mi silla. En la mesita individual que estaba junto a mí, puesta siempre junto a la silla para la visita, siguiendo la tradición del tío Tomás, reposaba el té de coca, ‘el santo remedio para el estómago’, como lo llamaba ella. Me quedé sentado a su lado, observándola, tomé el celular y lo devolví a la mesa, busqué su mano ya libre para ponerla entre mis palmas. Me miró, esperando alguna pregunta, algún comentario, algún chiste. Le sonreí sin decirle cuánto me conmovía ver que, esta noche, su memoria era la de siempre, estaba intacta.

La tradición de la visita del domingo se iba perdiendo con el pasar de los años. «Yo sé que usted está ocupado, mijito, solo quería escucharlo». Tanta ocupación, tanto trancón en medio de las calles polutas de olvido, tanta pendejada que hacía que la vida se frenara en los momentos aburridos y corriera en los buenos. Tanto tiempo concentrado en todo menos en las verdaderas prioridades de la vida, que ni claras son. Cara domingo que le fallaba a la abuela, era una escena que no volvería nunca. A veces pensaba, cuando ponía su música en mi carro, ¿por qué solo ir a verla un domingo? ¿Por qué hacer rutinas que, en silencio, nos ruegan que las rompamos? Yo ocupado en el trajín y ella ocupada con su amiga fiel, como decía: «Aquí ando con la mismísima soledad. Le mandó saludos, mijo».

Como si fuera otra tradición, en la familia me había vuelto una especie de embajador involuntario de la memoria. Lilia, de recuerdos precisos y relatos profundos de su pueblo natal de Soatá, se movía entre la lucidez y el silencio de la reminiscencia. Nadie quería decirlo ni aceptarlo. El alzhéimer era una pérdida familiar, una despedida lenta, una muestra de un largo silencio, o simplemente el momento en que la cercanía se esfumaba y no sabíamos muy bien qué rol jugaba la mente en el alma. ¿Qué somos si hasta las memorias nos dejan? Pero Lilia, por un extraño evento de la vida, me reconocía, en especial los domingos, sobre todo a la hora del noticiero. Nadie se lo explicaba, ni los médicos que la habían visto por años. Durante la semana, me veía como un extraño más, pero me consolaba ver su lucidez en ese corto lapso que me permitía la vida, recreando su pasado, analizando la política y la vida, y goteando nostalgias de cosas difíciles que también remembraba.

Volvía a la época de la Violencia que sacudió a Colombia a mediados de siglo. Regresaba al campo, caminando de la mano de su mamá María, protegidas por los poderosos gamonales conservadores que les tenían aprecio, lástima o algún indicio de la empatía que no conoció el departamento de Boyacá en los años cincuenta. Volvía a los episodios estrambóticos en donde juraba y volvía a jurar que había visto al diablo en forma de jinete encaballado en el pueblo. Se reía diciendo: «¡Pero le juro que lo vi!». La usual noche de lucidez me transportaba al lugar de enseñanza que se cerraba para los demás en la familia. Ella hablaba con ellos a veces, pero cada día los reconocía menos por lo que no le gustaba que viniera acompañado. Ya eran extraños para ella. Yo sospechaba que eran perspicacias que ella misma le jugaba a la enfermedad, oponiéndose, como un último bastión de resistencia, a la fuerza arrolladora del paciente alzhéimer.

—Mijo, usted se perdió de esa finca tan linda que se llevó el verraco río. Era muy chiquitico. La que usted conoció era mi segunda finca, era mucho más grande y muy bonita —dijo acomodándose en su poltrona mientras se cubría con sus chales negros y se ajustaba el oxígeno—. La tenía llena de bromelias, de unos colores hermosos, mijito.

—Nunca entendí cómo fue lo del río. ¿Tú estabas allá cuando sucedió?

—No, mijo —Se aclaró una vez más la garganta—. Todo pasó muy rápido —pausó de nuevo, pero esta vez para mirar al piso en silencio—. Eso fue en la noche. El río se creció y nadie en el pueblo se imaginó ese rugido, esa fuerza, mijito. ¡Ay, Virgen! Eso arrancó las paredes, se llevó varias gallinas, los piscos; no dio tiempo. Mi hijo me acompañó al otro día y encontramos solo pedazos de paredes, zarzos y muebles. Pero usted sabe que uno no se puede rendir. La segunda finca terminó siendo un nuevo hogar, uno más bonito, pero fíjese, a esa no se la llevó el río, sino que se la tragó de a poquitos la tierra.

—De esa sí me acuerdo —Volví a las fotos en la pared, como un péndulo que quiere ver la mano de la abuela en las mías y a la vez vivir esas memorias impresas—. Esa finca anaranjada y blanca. Me encantaba subirme al parqueadero por la montaña a esconderme en la casa de madera que nos compró mi tío, ¿te acuerdas?

—Y la correteadera de los gatos, qué cosa, mijito. Pero, ¿sabe qué? Yo estoy muy viejita. Ya me queda poco tiempo… y quiero volver a ver a su tío, a mi Tomás. Aún no entiendo, mijo… Las épocas de la finca. Qué lindo era todo lo que me quitaron. Y me lo quitaron todo. Uno llora, pero ¿de qué sirve llorar? —A pesar de su pregunta, no resistió el llanto. Recordé las palabras de Saramago, que preguntó qué sentido tienen las lágrimas cuando el mundo ya perdió su sentido, pero preferí creer que aún lo tenía. No sé si yo la seguía tomando de la mano o ella a mí esta vez, pero sí sé que tenía que fingir sabiduría y tranquilidad para frenar el llanto que me empezaba a ahogar—. ¿Usted qué cree que pasa después de la muerte? —preguntó al calmarse un poco.

—Yo solo creo que nos volvemos a encontrar —Suspiré mientras jugaba suavemente con sus nudillos. Hacía como si uno de mis dedos tuviera que ganar una competencia saltando de nudillo en nudillo y devolviéndolo al inicio con una caricia inconsciente—. Y creo que está bien llorar, nos da sentido. Unos días después de la muerte de mi tío, tú sabes, te lo he contado —hice un breve silencio—. Lo vi en la playa, en una isla muy extraña, pero era un paraíso. Era tan bonito el sitio que no puedo ni describirlo, mil veces más imponente que los siete colores del mar de San Andrés. Estaba ahí y se me acercó. Miraba el horizonte, pensativo. Yo le pregunté al tío en dónde estaba, qué había allá, y me dijo que no me podía decir, pero que nos reencontraríamos todos. He intentado volver a soñarlo, porque me ha funcionado con otros sueños, pero no con este. Imagínate, abuelita, uno como psicólogo a veces entra a analizar los sueños de unos pacientes, pero cuando veo los míos, a veces me quedo perdido. Ironías de la vida.

Era consciente del llanto que vendría en ella; otrora era una mujer de poder y decisión que dirigía la gran finca, tomaba llamadas de los amigos del tío Tomás, hablaba con personas famosas, firmaba escrituras, opinaba tajante, levantaba el ánimo a los demás con su risa, dominaba el parqués mientras las moscas atacaban las botellas de cerveza de sus empleados, daba consejos y me pasaba dinero en mi adolescencia para «ir a comer un helado con la muchachita que le guste». ¿Cuántas lágrimas se deben derramar para que el destino nos escuche? ¿Y qué? ¿Qué importa si nos oye y ya si al final nos ignora?, pensé mientras me tragaba mis sentimientos. Abrí mi aplicación de notas y quise leerle algo para devolverle el ánimo que me dio a mí por tantos años.

—Abuelita, ¿te puedo leer una parte de un libro? De pronto te gusta, ya que siempre has sido la lectora voraz de la familia.

—Diga a ver o calle para siempre —dijo con sonrisa tímida.

—Es de José Saramago. Escucha pues lo que dice ese contemporáneo tuyo a través de la mujer de un médico, cuando todo el mundo se va quedando ciego y se preguntan de qué sirve tener ojos bonitos si no hay nadie que los vea. «Todos tenemos nuestros momentos de flaqueza, y todavía aquello que nos vale es ser capaces de llorar, el llanto muchas veces es una salvación, hay ocasiones en que moriríamos si no llorásemos».

Limpió sus lágrimas y se sonó con un pañuelo que tenía escondido entre todos sus chales. Cuando volvió a la serenidad, me dijo:

—Mijito, muy bonito, así muchos estemos ciegos. Pero qué diablos, esa es la vida. Y ya que habla de los sueños, eso sí que me servía para irme lejos de tanto problema cuando tenía su edad. Vea, hágame un favor. Quiero que tenga algo, que sepa algo. De pronto sea un tesoro para usted, quién sabe. En la última puerta del cuarto del fondo hay una cajita carmelita antigua, debajo de unas cajas de libros. Tráigame eso. Vaya tantico. No se arrepentirá.

2

Soatá, Boyacá, año 1947

El sol se rompía en el parteluz de madera que daba a la cocina. Allí tomaba su café el Dr. Ramón en la mañana sabatina, mirando siempre de reojo a su esposa, María, cuando ella le dirigía la palabra. En Soatá se respiraba festejo y respeto por el cura. Era un pueblo conservador de vieja guardia, varios siglos de maduración y tradición, que sabía vestirse de festín cuando la noche de disfrute no diferenciaba el azul Conservador del rojo del Partido Liberal. No siempre era claro qué era ser conservador, aunque lo último que podían ser era como la chusma roja. El sectarismo político estaba candente y era difícil llamarse colombiano sin ponerse la etiqueta de conservador o liberal. No muy lejos estaban los liberales en Tipacoque y Covarachía. ‘Cachiporros vergajos’, les decían los soatenses; igual de parranderos y chuecos, pero liberales. Y eso era un problema. Uno grave.

El trinitario del antejardín iluminaba con su escarlata punzante la fachada de la casa del Dr. Ramón, jurista reconocido, malgeniado y reservado en horas del día. Era lector asiduo del diario conservador El Deber, más por obligación que por gusto. La prensa que enviaban desde Bucaramanga, y a veces desde Antioquia, con unas pocas copias de El Colombiano, narraba todos los estragos que trajo la chusma liberal, la oveja negra del departamento de Boyacá, al menos según los soatenses. Pero don Ramón era liberal y no podía decirlo a viva voz, entonces le juraba lealtad a Cristo Rey y al Partido Conservador en público, para que no se metieran con él y su familia. Cuando le traían a escondidas El Tiempo, diario casi obligatorio de mentes liberales, sabía que tenía el privilegio de ser una de las personalidades del pueblo que no solo se enteraba de las noticias por la radio, o simplemente se hacía pasar por ‘patiamarillo’, como decía la crema rural del Partido Conservador. Tomaba sus anteojos, fruncía el ceño y abría con vigor ese periódico lleno de noticias sobre la reconstrucción de Europa.

Don Ramón doblaba las veinte hojas del periódico a la perfección, levantaba la nariz al ver que estaban ofreciendo Jerez Tío Pepe en Bogotá e inclusive la posibilidad de volar por 80 pesos a Bogotá desde Barranquilla en un DC-4. Solo llegar a Duitama era una odisea con la chiva saltando de par en par por los barrizales, con las gallinas y los gallos erizando plumas y picoteando para exigir respeto. ¿Cómo sería llegar a Barranquilla? A veces el mundo entre Boavita, Soatá y los poco frecuentes viajes a Duitama eran suficientes para un dolor de cabeza, pero las cosas habían cambiado. Ya no tenía que echar los chécheres en costales de fique ni aplanarse el trasero sobre tablas. Cada vez se podía viajar mejor en los años cuarenta, y el trabajo no escaseaba para un abogado por dichos lares boyacenses.

Apenas digería la prensa, salía un momento por el zaguán, abría la puerta y contemplaba la vista privilegiada sobre el mirador de Soatá. Sus preocupaciones, sus misterios, sus furias, todas se perdían por la naturaleza que tapizaba el cañón del Chicamocha. Sus tres hijas y su único varón lo obedecían; su esposa María era conocida por ofrecer los mejores piquetes en las haciendas de los políticos, y la vida era tranquila, como tenía que ser. Claro, quedaba el tema de Lilita, ya adolescente, la hija rebelde, y a la vez, el encanto de las familias del pueblo y de él mismo, sin que se atreviera a expresarlo. «Qué cosa con esa Lilia, póngale más atención, María».

La noche del viernes había sido de parranda en la calle de la Plazuela. A don Ramón no era que le gustara en exceso la sagrada verbena que alegraba la cuadra, pero negarle un baile a María y a las niñas no era de varones. El vecino Carreño ya tenía el naipe y la cerveza Bavaria para empezar el parrandón con calma. Hasta la alborada habría tiempo suficiente, pero lo que nadie entendía era en qué momento la partida de cartas se volvía mágicamente en un baile casero. Llegaban los amigos de Lilita con su tiple y todo cambiaba de color. Por algo le decían la ‘Mujer orquesta’, y don Ramón prefería tenerla cerca, «¡María!, vigile a esa muchachita, no vaya a ser que cojan para otro pueblo», exclamaba el sabio Ramón cuando se acordaba de que tenía que impartir autoridad.

Soatá tenía sus formas. Si no era fin de año o el momento de honrar a la Virgen del Carmen, la fiesta se hacía en casa, con vecinos de confianza, un buen muelediscos, algo de sopa borracha y la infaltable música de Jorge Ariza o Guillermo Buitrago, el Jilguero de la Sierra Nevada. Sus canciones, apodadas cundicaribeñas por juntar la esencia caribe con el arte del altiplano que aunaba los departamentos de Cundinamarca y Boyacá, ya estaban en el corazón de todo el mundo. Ese jovencito, impecable con su guitarra, de peinado meticuloso, ojos azules y corbatín negro, marcaba el inicio del vallenato, que ponía a bailar hasta a los patirrajados. Lilia se moría por la canción que acompañaba a los pueblos boyacenses en momentos románticos o violentos, el Grito Vagabundo.

Si uno era conservador y se encomendaba a la Virgen de Fátima en los años cuarenta, a Soatá le sobraban motivos de festejo. Mariano Ospina Pérez, conservador, azul de pura cepa, nieto del expresidente Mariano Ospina Rodríguez, había llegado al poder el año anterior. Además, la inauguración de la vía a Boavita era otra excusa para desbocarse en el festival del dátil, producto predilecto que venían a buscar turistas desde el oriente y el centro del país. Saltando al son del requinto, el pueblo se olvidaba de ser un paraje olvidado, un paisaje de tejados y recuerdos que poco resonaban en la capital de país, porque allá vivía ‘la gente importante’.

El Comando del Ejército también se metía al festín, mientras que los hombres de familia se preocupaban lo suficiente porque las niñas sanas disfrutaran de la fiesta y regresaran temprano a casa. A ellas no podían seguirles diciendo que los niños llegaban al mundo traídos por el mismo Jesús o la tía fulana, en madrugadas frías, anónimas y espirituales. Pero servía alejarlas con mesura de tanta fiesta para que no preguntaran tanto después. Las paredes blancas del pueblito, con sus palmas datileras dominantes, tenían plena capacidad de absorción de sentimientos y rumores, cosa que inquietaba a más de una familia de estirpe o imitación conservadora. Ante todo, se pregonaba el respeto y los buenos modales.

Bajo ese mismo cielo estrellado, alejada del desborde de las fiestas de la plaza, Lilita se puso a cantar sus boleros y recitar sus poemas una noche, mientras actuaba y bailaba para los animales de ese gran patio que escondía la casa. Este público no la cuestionaba y era menos hostil que el arroyo de dudas y fruncidas de ceño de su padre y que los borrachos en la plaza. Un baile, así fuera aquí, sola, bajo las estrellas, o con sus amigos, se volvía una obra de teatro que nadie le prohibía.

Lilia amaba la poesía, pero al pueblo no le gustaba lo romántico, algo que la Iglesia fichaba como vulgaridad. Mientras Soatá, la tierra del prócer de la independencia colombiana, Juan José Rondón, parecía un viaje, bajando desde el frío páramo hasta el mundo premontano, que trazaba bosques y algo de aridez hacia las fronteras de oriente, la vida de las muchachas parecía el espíritu de un convento. En esa misma tierra había nacido Gertrudis Peñuela, la poetisa sensual que se hizo famosa en Colombia y México como Laura Victoria, indignando al cura Susacón por su lenguaje mordaz. En sus versos expresaba lo que Lilia no podía decir, ni tenía permitido sentir. Lo que estaba prohibido en las buenas maneras de una muchachita de casa; así gozara las parrandas, tenía cabida exclusiva en los versos ajenos de Laura Victoria y a veces, si Lilia tenía suerte, en los sueños que vivía en las madrugadas. No poder escribir mensajes de amor, de nostalgia y melancolía, era extraño, como cortarse las alas antes de intentar volar por una sola vez.

Esa noche, mientras el parque Simón Bolívar estallaba en festejo, Lilia sacó un poema de su paisana, más escondido que el liberalismo de don Ramón ante los conservadores, que apodaban ‘Godos’. Recitó los primeros versos de Anhelo, mientras giraba sobre sus pies, bailando aún ante los animales que no sabían interpretar la compañía.

Esta noche de raso me he enfermado de luna

y el perfume del huerto se me fue al corazón,

son por eso mis ojos dos diamantes azules

dilatados por una brujería de amor.

Guardó el papel, miró a los animales y se rio. Quizá algo entenderán en el fondo. Suspiró un momento y empezó a hablarle a los alisos del jardín:

—Una brujería de amor, mis amigos, una brujería nocturna, una pasión que desconozco, pero me muero por vivir, un beso y con él muchas flores. ¡Al diablo con los que no creen en esto! Bueno, bueno, quizá encontraré el beso en el sueño y nadie me molestará. Ustedes descansen, pero ayúdenme.

Los animales revolotearon, algo confundidos, quizá pensando que Lilia les estaba anunciando más comida, pero luego la siguieron con sus miradas curiosas y entendieron que tendrían que ser más pacientes.

—María, ya es hora de despertar a las niñas —dijo Ramón sin quitarle el ojo al pocillo de café con el que acompañaba el envuelto de mazorca—. No quiero que ahora se acostumbren a estas cosas. Ya estuvo bueno, y mañana hay misa de cinco.

—Lilita ya está despierta. Usted no la vio, pero por ahí anda escribiendo sus piezas de teatro.

—No la vi; no entiendo esa perdedera de tiempo con esa pendejada. Dígale que le ayude con la ropa que usted hoy tiene que ir a la hacienda de los Ospina a organizarles el piquete. Llámeme a la niña y despierte a las otras. Dígale a Jaimito que le lleve esto a Marquitos y a la esposa —dijo al poner una bolsa de masaticos con una nota sobre la mesa.

Hacía pocas horas, el Dr. Ramón era otro. «¡Qué viva el Partido Conservador!». Parranda que no tuviera esta loa no era una parranda soatense. Don Ramón tragaba seco al oír esas vociferaciones, pero el aguardiente servía para ahogarlas. Las botellas de guaro chocaban al calor de la música de las guitarras de los muchachos de Ciénaga, repetidas una y mil veces a punta de manivela, para que gritaran en sus canciones, una y otra vez, «¡agua de coco!».

Con la complacencia y la invitación del vecino Carreño, don Ramón se había pasado un poco de tragos, pero ni conocía a la resaca. Ya estaba bien puesto, peinado y empacado en su chaqueta cruzada. En el pueblo siempre se robaba las miradas, porque era el único que iba los fines de semana de chaqueta cruzada y doble fila de botones. Por fortuna, Jaimito, el único hijo varón, le ayudaba a la mamá María cada sábado llevando los plátanos, el maíz, la carne y los paquetes de génovas boyacenses a la casa, mientras don Ramón auscultaba la plaza con ojo de fiscal. No había por qué ensuciarse y perder el porte.

—Papá, ¿me mandó a llamar? —dijo Lilita con los brazos en jarra y con ánimo de desafiarlo. Se lo merecía por cascarrabias.

—¿Qué es lo que anda escribiendo otra vez? —musitó como un juez mientras se cogía la barbilla levantada sin siquiera mirar a su hija.

—Teatro, papá. ¡Las obras de teatro! ¿Luego eso no le gusta a usted?

—Lilia, sí, me gusta, pero eso no es cosa de niñas. Hay mucho trabajo en la casa. El patio está vuelto un desorden y su mamá tiene que trabajar. Ayúdele a organizar las cosas afuera. En el galpón y en el jardín se puede trabajar bien. No quiero saber más de su teatro.

—Pero, papá, usted…

—Pero papá nada —la interrumpió al unísono con el golpe del pocillo en la mesa—. Dígales a sus hermanas que la ayuden.

—¿Por qué no me deja presentarle algo, papá? Yo hago lo del galpón, pero deme al menos la oportunidad.

—Lilia, haga lo del galpón y luego vemos. Se acabó la discusión.

La bruma de la mañana se unía al cantar de los gallos para anunciar las 4:30. La luz del naciente domingo aún no se vislumbraba y los tímidos rayitos de las bombillas de la casa hacían todo más difuso. Todo menos la fe. Era el día más importante en el pueblo. «El domingo es sagrado, así como el conservatismo», decía el cura Susacón furibundo. Alguna vez la pequeña Lilia y sus amigas le dijeron a la mamá María que ese cura atrevido citaba a las niñas del pueblo para cogerles las piernas. Fueron varias veces, pero don Ramón y los jefes de sus hogares les decían a esas jovencitas que mejor ayudaran a las mamás con la comida del paseo del fin de semana. El único que les creía era el profesor Burbujas, licenciado en letras y enseñante del único colegio del pueblo. Pero Burbujas era un hablador y el cura Susacón era íntimo del capitán Quiñones, jefe del comando del Ejército de Soatá. Era mejor saber con quién se armaba problema y con quién no. Si metía su hocico en donde no debía, fácil, lo acusaban de liberal para que lo azuzaran como a una mula a punta de zurriago.

Los gallos, avisándole a todas las gallinas de la Plazuela que este era su territorio, seguían en su concierto mañanero. Don Ramón se ajustaba su mejor pinta. Mamá María buscaba su sombrero y alistaba a las niñas y a Jaimito para ir bien presentados a la misa. En algún momento, dejaron de quejarse por el frío y las madrugadas domingueras. Tradición es tradición. No era mucho lo que podía negociar un joven boyacense con su familia. Igual, Lilia se rebelaba por tenerse que acostar a las 7 p. m. Prefería echarle leña al fuego escapándose más de una vez vestida con la ruana de don Ramón. Hoy iba de mala gana con sus padres, pero de buen humor con las hermanas y sus amigos. Todas esquivarían, como en cada sagrado domingo, las furtivas miradas del cura. Pero, solo quizá, vería a ese muchacho uniformado, tan elegante, tan respetuoso, a la salida de la misa. Lo había visto varias veces y cada vez más les confesaba a los animales del patio que quería que el muchacho la invitara a caminar por la plaza.

El frío alcanzaba a atravesar las ruanas, y los jovencitos no tenían el placer de tomarse su tintico con mogolla, como era la tradición, en la tienda de la esquina antes de la misa de las cinco. La mogolla no era ningún pan a esa hora, sino un trago de aguardiente para ambientar la misa. Antes del momento más importante del domingo, algunos se prendían un Pielroja, el rompepechos que daba más duro que el amor, para tener algo de calor mientras las campanas convocaban a todas las almas del pueblo.

El avemaría y el padrenuestro se rezaron con toda la precisión que permitía el helaje de la Catedral de la Inmaculada Concepción. El sermón de Susacón trajo toda la descarga política necesaria para caldear los ánimos en el frío.

—Ahora que hay doctores decentes en el poder, se puede devolver el valor de la familia a esta sociedad. Tanto disparate y desorden. Tanta falta de respeto a Dios. ¡Tanto libertinaje! Eso es culpa de cuanto chusmero abunda por ahí, pervirtiendo a nuestros jóvenes mientras irrespetan a la Iglesia Católica. No saben sino hacer su inmundo tapetusa para luego invocar al demonio, embriagados con su maldición putrefacta. ¡Se los digo! ¡Es la obra del mismo Satanás! ¡Están advertidos! —Abrió tanto los ojos que parecía un lémur, luego se puso con suavidad la mano derecha en el pecho y respiró más tranquilo—. Que no llegue la excomunión a sus hogares por irrespetar a Cristo, mis amados feligreses. Ya escucharon el libro de los Proverbios. Se los vuelvo a leer, porque parece que algunos no durmieron lo suficiente. «Una mujer hacendosa, ¿quién la hallará? El corazón de su marido confía en ella y no le faltará compensación. Engañoso es el encanto y vana la hermosura: la mujer que teme al Señor merece ser alabada». Esa es la familia. Eso es lo que hace al soatense especial, no como la sinvergüencería de arriba del Púlpito del Diablo o de estos atrevidos del norte —Otra vez se sobresaltaba conforme señalaba puntos perdidos y babeaba de la ira. Luego suavizó la voz—. La familia es trabajadora, sabe disfrutar y no se deja llevar por los encantos de la falsa belleza. Para nuestros jóvenes, no olviden su lugar en el seno de su familia. Los tiempos prósperos, que llegaron con el doctor Ospina nos ayudan a encontrar el amor en el corazón de la familia. Pero eso exige fe y trabajo, ¡no vagabundería!

El cura Susacón no dejaba dormir a su audiencia por sus entonaciones leves y de repente brutales. Se inspiraba en el cura Goyo de Boavita, un guerrerista que no se dejaba amangualar, ni de los gamonales liberales más poderosos de las montañas del Cocuy. Susacón odiaba al Partido Liberal más que el pistolero León María Lozano, el temido Godo que apodaban el Cóndor. El cura se enchipaba cuando oía mencionar a los liberales; manoteaba y subía las manos para señalar el cielo que todo lo sabía, ese mismo Dios que todo lo veía.

El éxtasis espiritual del cura Susacón se diluyó en las últimas formalidades de la eucaristía. Se hicieron algunos anuncios parroquiales, entre ellos, se mencionó a la plaga roja de nuevo, cada vez más aliada con los comunes que querían robarse el buen trabajo de la gente honrada, destruyendo la propiedad privada. Y por fin liberó a todos de su yugo mañanero: «Podéis ir en paz». Ante el sol que ya mostraba los primeros rayos desde el nevado del Cocuy, el Dr. Ramón y María se abrigaron y supervisaron la salida ordenada de las niñas y Jaimito. Ellas se iban riendo, pero eran calladas a tiempo, porque estaban cruzando las puertas del Altísimo.

—Papá, ¿a dónde vamos hoy? —preguntó Lucila, la hermanita menor de Lilia.

—Lucilita —se adelantó mamá María ajustándole su ruanita—, vamos al Chicamocha con los Carreño y los Sáchica. Vamos a escuchar a los trovadores y a comer rico.

—Papá —dijo Lilia cogiéndolo del brazo frente a la iglesia mientras se alejaban de los demás—, a usted le gusta el teatro, eso lo sé. ¿Por qué se pone tan furioso? ¿Por qué no me deja leerle la última piecita que escribí? ¿Por qué no se calma más bien? No voy a fallarle a mamá María, de eso no se me preocupe.

—Un momento, Lilia, espere —dijo de repente poniendo su mano en el brazo de la niña, lo que le hizo entender que tenía que hacer silencio. Carreño se le había acercado con cara de espanto.

—Ramón —dijo su vecino con voz quebrada y sigilosa.

—Diga a ver. ¿No durmió bien?

—Ramón, van a matar a su hermano. Lo boletearon. Dígale a don Marquitos que se vaya ya mismo para Duitama —Temblando, le entregó un telegrama debajo de la ruana—. Mañana llegan los Chulavitas. Alcides García volvió, sumercé, todos pensábamos que estaba muerto. Si el chusmero conservador se entera de que le mostré esto a usted, le echan candela a mi casa y a la suya, con todos adentro. No lo dude.