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UN NOIR MEDITERRÁNEO Y VITALISTA. UN PLACER ABSOLUTO PARA LOS AMANTES DE ITALIA, DEL GÉNERO Y DE LA BUENA LITERATURA. «Una novela negra memorable y conmovedora». Simonetta Agnello Hornby Tras veinte años de servicio en el norte del país, el subteniente de carabineros Gregorio Misticò —conocido por todos como Gori— regresa a San Telesforo Jónico, el pueblo calabrés donde creció. La verdadera razón no la conoce más que Nicola Strangio, amigo de la infancia y oncólogo en un hospital de Milán. Los pocos habitantes que siguen viviendo en la localidad ven a menudo a Gori dirigirse hacia la pequeña playa de Pàparo, una media luna de arena blanca y sin sombra, donde anidan los gansos y el mar brilla como el más nítido recuerdo de juventud. Gori está decidido a tomarse por fin las cosas con calma, a disfrutar de una vez de la espuma de los días. Sin embargo, cuando el joven sargento jefe Costantino le pide ayuda para resolver el asesinato del aristócrata Vittorio Celata de Lauria, algo en lo más profundo de sí le dice que no puede negarse... Gori Misticò y sus cáusticas observaciones y su incontrolable pasión por una Calabria dividida entre la modernidad y las tradiciones. Gori Misticò y su irreductible esperanza y su tenaz amor por la vida que ni el paso del tiempo ni el disgusto por la mediocridad logran borrar jamás. Un noir genuinamente mediterráneo, lleno de humanidad. Un placer absoluto para los amantes de Italia, del género y de la buena literatura.
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Seitenzahl: 580
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Índice
Cubierta
Portadilla
La media luna de arena
Primera parte
Segunda parte
Tercera parte
Agradecimientos
Notas
Créditos
Para Alberto, mi amigo, mi hermano,
la razón por la que me encuentro aquí.
La batalla la gané y la perdí lejos de los testigos,
en la retaguardia, en el gimnasio y por ahí, por las
calles, mucho antes de comenzar a bailar debajo
de estas luces.
Muhammad Ali
Todo el mundo tiene un plan.
Hasta que recibe un puñetazo en la cara.
Mike Tyson
Avión
A 37.000 pies por encima de todo
Volando de noche desde Milán en dirección sur tal vez no es la primera cosa que ves, pero seguro que es la primera cosa que notas: las luces del puerto de Livorno. Eso si el vuelo se dirige a La Spezia, pues si por algún motivo el piloto o quien lo decida pone rumbo a tierra, el pasajero no volverá a ver nada más una vez pasada Parma. Todo oscuro, hasta que por las ventanillas de la izquierda comiencen a despuntar las luces trémulas y difusas de la pista de Lamezia Terme. En ese punto, el avión girará noventa grados al este para alinearse y entonces volverá la oscuridad por una y otra parte, dado que aquí anochece muy pronto.
Debajo de la panza del Airbus A319 easyJet estaba el mar Tirreno, pero Gori Misticò no podía verlo, y la verdad era que tampoco estaba interesado. Se había pasado todo el viaje dormitando y, pese a que la azafata lo había sacudido con delicadeza para despertarlo, aún no estaba espabilado del todo. Al salir el tren de aterrizaje se oyó el estruendo del engranaje que dejaba caer las ruedas centrales, y, menos evidente, el de las ruedas anteriores. Luego, a pocos minutos de aterrizar, las luces de la cabina se apagaron, momento en el que siempre había por lo menos un pasajero que, ignorante de que aquello era ni más ni menos que un procedimiento normal, aguzaba el oído y volvía la atribulada vista a uno y otro lado buscando un poco de seguridad.
El subteniente de los carabineros en excedencia Gori Misticò podía comprender y justificar todos los miedos, salvo el miedo al avión. A ver, una cosa, si te da miedo el avión, no te subas. Pero, si al final te convences y subes, ¿quieres explicarme qué sentido tiene que continúe dándote miedo? ¿Crees que el avión no se va a caer porque tú lo temas? ¿Que tus conjuros te garantizarán un aterrizaje seguro del todo? ¿Que convencerás al piloto para que dé media vuelta? Puesto que ya estás arriba, mejor será que lo disfrutes, ¿no? Podrían ser las últimas horas de tu vida; ¿vale la pena arruinártelas con la angustia de que de un momento a otro te vas a estrellar en el mar o contra una montaña? Mira por la ventanilla, disfruta del panorama. Total, antes o después, por accidente aéreo o por vejez, o por un celular conducido en sentido contrario o por una bala perdida, tú también tendrás que irte.
«Ah, sí, antes o después nos iremos todos», pensó fugazmente Gori Misticò, un pensamiento veloz que pasó por la superficie de su conciencia como un soplo de aire sobre la hierba. Todos somos muertos que de momento están vivos; así es como va esto. Los pasajeros de este avión, los del avión anterior y los del siguiente, el público de un concierto y el de un partido, los clientes del supermercado y los pacientes que esperan los resultados de sus pruebas. Naces y ya has contraído la enfermedad que te devolverá al sitio de donde procedes. Ocurrirá, eso seguro, por una u otra causa. De repente o después de una larga agonía. Por azar o por enfermedad. Por un resfriado sin importancia o, como en su caso, por un cáncer de próstata que, después de dos años de altas y bajas, esperanzas y desilusiones, pruebas invasivas y otras bastante molestas, falsos positivos y negativos, terapias prometedoras y terapias inútiles, quizá estaba a punto de emprender la cuesta abajo de la metástasis. ¿Vale la pena atormentarse? Y, en general, ¿vale la pena venir a este mundo? Eso se preguntaba Gori Misticò mientras las luces de la cabina no querían saber nada de volver a encenderse.
—Disculpe, ¿dice usted que va todo bien? —le preguntó el vecino de asiento, un señor mayor, de poco más de metro y medio, que en todo el viaje no se había quitado el gorro, una boina de paño oscuro y grueso con la que parecía sacado de un anuncio de la emigración del Aspromonte—. Las luces se han apagado. ¿Hay que preocuparse?
Gori Misticò levantó la vista del Topolino1 comprado en Linate, miró a su vecino con un interés moderado, le tomó un poco la medida y le sonrió. Concluyó que el hombrecillo había ido a visitar a su hija al norte y que ahora regresaba a casa. Llevaba un año sin verla y le había traído unos quesos provole, quizá una sobrasada y unos tomates secos. Y también una botella de aceite, claro que sí. Estaba feliz de verla, pero luego no veía la hora de volverse al pueblo, porque con la llanura lombarda no sabía orientarse. En su pueblo, saber dónde se encontraba uno era cosa de un momento; no se necesitaban ni mapas ni brújulas: de una parte, la montaña; de la otra, el puerto deportivo. Además, como su yerno era de la Italia del norte, confianzas había pocas y hasta los vecinos del edificio lo miraban como si acabara de salir de un documental en blanco y negro sobre la crisis de la ganadería.
Desde que había comenzado a coger aviones para pruebas y terapias, a Gori Misticò le gustaba fabular sobre la vida de sus compañeros de vuelo. Así se le pasaba mejor el tiempo.
Volvió a sonreírle.
—No, no se asuste —respondió—; están obligados a hacerlo.
—¿Y por qué están obligados? —preguntó el otro, con desconfianza.
—No lo recuerdo con exactitud, pero creo que es porque, si el avión acaba haciendo un aterrizaje de urgencia, los pasajeros distinguen mejor las luces en la oscuridad y se orientan hacia las salidas.
—¡Ay-Virgen-santa-coronada! —dijo el anciano, dominando el miedo—. Entonces, vamos a hacer un aterrizaje de urgencia.
—No. Esté tranquilo: aterrizamos con normalidad. Todo va bien.
—Es que me parece que vamos un poco bajos —dijo el otro atisbando por la ventanilla y, quién sabe cómo, calculando a ojo la cota.
—Mejor bajos que altos —lo tranquilizó Gori Misticò—. Es como la tensión.
—¿Le molesta? —le preguntó tímidamente el vejete, y le puso una mano en la suya.
—Usted sírvase —respondió Gori un poco reacio—. Basta con que no apriete demasiado.
El vejete le sostuvo la mano durante todo el descenso. De tanto en tanto le enseñaba una sonrisa tensa, volvía la cara de la ventanilla a él y de nuevo a la ventanilla. Hasta que las ruedas no tocaron la pista y hasta que, por el efecto de los inversores de empuje, no se le presionó el bajo vientre contra el cinturón de seguridad, obligándolo a liberar el aire, no consiguió relajarse. Dio las gracias a Gori por el apoyo humano, después de lo cual, una vez pasado el terror, no volvió a hacerle el menor caso; es más, en el fondo de su corazón, no veía el momento de quitárselo de encima porque había quedado como el culo, y para remate delante de un desconocido. Se dirigió a toda velocidad hacia la puerta de salida y faltó poco para que perdiera la boina por el pasillo.
Mejor para él, que no se había enterado de que sentado a su lado iba un subteniente de los carabineros, si bien en excedencia, ni de que estaba enfermo de cáncer. O, quién sabe, quizá este segundo dato habría podido servirle para redimensionar el miedo al avión, dado que al final todas las valoraciones humanas son siempre relativas. Incluido el dolor, que, con toda probabilidad, de todas las unidades de medida, es la más proporcional. Sin embargo, el hecho ineluctable de tener que abandonar antes o después este valle de lágrimas no solo comporta dolor. La cuestión era mucho más sencilla, pensaba Gori Misticò mientras cogía la maleta de ruedas del portaequipajes, y podía explicarse con no menos sencillez: el hecho es que, cuando te mueres, el que te sobrevive cuenta tu historia como le viene en gana, sin que tú puedas objetar nada. Aunque dejes un recuerdo puro e imborrable, aunque hayas sido una joya de hombre que donaba la mitad de su sueldo a la beneficencia y ayudaba a cruzar la calle a las viejecitas, nada te garantiza que un chismoso cualquiera no se despierte una mañana contando las peores cosas de ti. Tal vez agarrándose a una sola y única cuestión, un error de juventud, una falta mínima, una manchita en tu currículum de ser humano, por lo demás impoluto, una infracción insignificante en el certificado de antecedentes penales. Quizá hasta un mero rumor. Y tú, que estás a tres metros bajo tierra, tienes que aguantarte. No puedes defenderte ni rebatirlo.
Exacto: eso es lo que te mosquea.
Esta vez, entre el viaje de ida y vuelta y la sesión de quimio, Gori Misticò había pasado un total de veintitrés horas en Milán. No era un récord. La otra sesión, quince días antes, la había despachado en poco más de diez horas. Esta se la tomó con calma.
—¿Echas de menos Calabria, subteniente? —le había preguntado Nicola Strangio, su médico del Instituto de Oncología de la calle Ripamonti. Inflaba la pera de caucho, con las gafillas medio caídas en la nariz.
Con esa pregunta, quería parecer interesado, cuando en realidad era solo un intento de llamar paleto al viejo amigo una vez más, cosa que lo divertía, quién sabe por qué oscura razón. La ventana del despacho daba a unos campos enormes e incultos a la espera de una licencia de obras que tardaba en llegar, una imagen que traía a la mente el tiempo pasado, las ocasiones perdidas.
—Pero ¿qué dices, doctor? —respondió Gori Misticò sin picar el anzuelo—. Llegué ayer y esta misma tarde me vuelvo. Ni cuenta me doy de que he salido de allí.
Un pitido. El doctor Strangio desinflaba el esfigmomanómetro después de leer los valores de la tensión. El rostro terso pero amarillento debido a una exposición plurianual a las luces de neón mostraba una expresión difícil de descifrar: podía ser desilusión, preocupación o escepticismo. Prefería el viejo aparato manual al medidor electrónico, ya que quería ser él mismo quien estableciera la mínima y la máxima; no una mierda de monitor que en teoría podía mostrar lo que le saliera de los mismísimos. La manecilla no miente nunca, sobre todo cuando la domina un ojo experto. Estaba, además, la cuestión de las pilas, el hecho de que el cadmio contamina y toda una serie de insignificancias que no vale la pena analizar en este lugar.
—¿Cómo está? ¿Alta o baja? —le preguntó Misticò.
—Mejor baja que alta.
—¿Qué respuesta es esa?
—Una respuesta vaga a una pregunta banal. Entonces, ¿echas de menos Calabria?
—¿Esa, en cambio, te parece una pregunta razonable? —le contestó Gori, fingiéndose despectivo.
—Contesta: ¿la echas de menos?
—¿Y si fuera así?
—Ya sabes cómo va —dijo el médico, guardando el aparato con sumo cuidado, con unos gestos parecidos a los del párroco cuando guarda los paramentos—. Vosotros, los del sur, ya sentís nostalgia de casa cuando todavía no habéis doblado la esquina. Y tú, Gregorio, eres la mejor prueba de que, en cuanto tenéis ocasión, os volvéis al terruño. Llegas por la mañana y te vas por la tarde.
—Claro, porque como tú ya eres padano… —replicó Gori Misticò, bajándose la manga de la camisa—. Oye una cosa, gran doctor: ¿tú crees que bastan veinte años de niebla para integrarte? Estos no te querían antes, no te quieren ahora y no te querrán nunca. Para ellos eres y serás un paleto, por mucho que los cuides y los sanes.
—Para empezar, los años son veintidós —respondió el médico, yendo a sentarse detrás del escritorio de superficie laminada en blanco perla—. Y yo no tenía nostalgia de la patria chica ni siquiera antes. Yo salí pitando de Calabria y nunca se me ha pasado por la cabeza regresar. En Milán siempre me he encontrado bien y aquí quiero morirme.
—Amén —dijo Misticò, fingiendo que bendecía por adelantado el cuerpo de quien lo cierto era que en aquel sitio era el médico que trataba de salvarlo del cáncer, pero, en general, era uno de los amigos de la infancia de Misticò, y, por tanto, no podía dárselas de fenómeno norteño, como le gustaba—. Pues ya me dirás cuándo te entierran para enviarte una bonita corona —concluyó.
—Nunca dejas de jugar a hacer el idiota. Ni siquiera en tu estado.
—Hablo en serio, doctor. Así que dime cómo estoy y libérame, porque tengo cosas que hacer.
—Estás como estás y eres el que eres —sentenció el médico como si fueran los resultados oficiales de la prueba.
Ya puestos, hasta garabateó una firma en un papel misterioso.
—¿Se supone que esto es un parte médico? —dijo Gori Misticò—. ¿Y la sanidad pública te paga?
—Se supone unos cojones, subteniente.
—No me llames subteniente todo el rato. Hace un año que soy un civil, ya lo sabes.
—Yo lo que sé es que todavía no te han aceptado la dimisión. Así que, para mí, carabinero eras y carabinero sigues siendo.
—Para tu información, la dimisión está aceptada, por supuesto. Falta la ratificación ministerial. Luego solo hay que esperar la liquidación.
—¿Seguro que te va a llegar a tiempo?
—Y yo qué sé. El médico eres tú. Si no me llega a tiempo, será porque no me has curado como se debe, y, en ese caso, aunque me haya muerto, se pondrá en marcha una buena denuncia por negligencia.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó Strangio cambiando de tono.
Esa sí que era una pregunta interesada y pertinente. Tanto que al final Gori levantó la vista.
—¿A qué coño viene ahora lo del viaje?
—¿Ha sido cómodo?
—Me ha costado diecinueve euros, doctor —dijo suspirando Gori—. No esperaba que viniera la azafata a darme aire con un abanico de plumas de pavo real enano.
—¿Diecinueve euros? —Strangio puso un gesto de incredulidad.
—En efecto. ¿Te parece normal que un viaje en avión de Lamezia Terme a Milán no cueste ni 40.000 liras?
Strangio se limpió los cristales de las gafas con la bata.
—¿Por qué? —preguntó, como si le interesara—. ¿Es muy poco? ¿Es mucho?
—Si hubiera venido con el coche, habría tardado dos días y me habría gastado la mitad del sueldo. Y eso siempre y cuando no me estrellara contra un camión.
—Si te parece poco, podías haberles dado más —dijo el médico, volviendo a ponerse las gafas—. Firmas un buen cheque y les dices: «Pongan ustedes la cifra que les parezca apropiada, ya que a mí no me parece justo que pierdan dinero». De todos modos, no era ese el sentido de la pregunta. Quería saber si el viaje te ha cansado.
—¿Desde cuándo? Si, en cuanto me siento, me abrocho el cinturón y me duermo. No oigo ni las explicaciones de lo que hay que hacer si el avión se cae. Hasta que estamos a punto de aterrizar, no me despiertan.
—¿Y una vez que has aterrizado?
—Bueno, sí, ahí empieza otro viaje —respondió Gori Misticò, porque al fin comprendía adónde quería ir a parar el otro—. Eso sí que me cansa un poco. Tengo que coger el autobús número 37 hasta la línea roja del metro. Luego hacer transbordo y coger la línea amarilla. Luego tomar el tranvía número 24 hasta llegar aquí. Solo cuesta un euro con cincuenta, pero me lleva una hora y media si no hay tráfico.
—Exacto, eso es lo que yo quería saber —dijo Strangio, poniéndose de pie y apoyando las manos en el escritorio—. La próxima vez te coges un taxi. ¿Sabes cuánto hay de aquí al aeropuerto en línea recta? Seis kilómetros escasos. Menos de diez minutos, y has llegado.
—¡Cómo no! ¿Y el taxi me lo pagas tú? —respondió Gori, metiéndose primero una manga de la chaqueta y luego la otra.
—Acabas de decir que te parece barato el billete de avión. Pero, en vista de que eres tan roñoso, si quieres te lo pago yo de verdad. Al fin y al cabo, gano más que tú. A mí qué carajo me importa.
—Ya, y ¿por qué tengo que coger un taxi? —preguntó Gori Misticò con un tono despectivo—. Soy todo oídos.
—Porque llegas hecho polvo y luego debes ponerte la quimio; por eso —respondió el médico, agresivo—. Y que tenga que ser yo el que dé justificaciones a esa cabeza dura...
—Me lo pensaré para la próxima —concedió Misticò—. Anda, espabila y dame la receta, que, si no, te va a tocar pagarme otro billete de avión, porque ya me estás haciendo perder el mío.
—Estoy por desear que se caiga —dijo Strangio, acabando de rellenar el papel. Y Gori se lo arrancó de las manos.
—Tienes más posibilidades tú de estrellarte con el coche cuando vuelvas a casa —le replicó.
El amigo médico lo acompañó hasta la salida del ambulatorio.
—Haz menos el gilipollas y la próxima vez procura llegar puntual, que, aparte de ti, tengo otros pacientes —le pidió.
—Los que te quedan vivos. Te los estás cargando uno a uno, doctor.
Luego se abrazaron como si ambos temieran no disponer de muchas más ocasiones para hacerlo. Se citaron de allí a una semana para la nueva consulta. Más breve y más ligera. Eso le prometió el médico.
Lamezia Terme Aeropuerto
«BIENVENIDO A CALABRIA», rezaba un cartel descolorido sobre el que aparecía una vista aérea de Tropea en un día que debió de ser espléndido de sol, aunque, a causa de lo amarillento de la imagen, se había vuelto polvoriento y caliginoso, como si hubieran exportado la niebla de la Padania al bajo Tirreno.
La página web del aeropuerto calabrés afirmaba que dentro del territorio regional la escala de Lamezia Terme estaba «situada en una posición baricéntrica y absolutamente favorable desde la óptica de la intermodalidad de los transportes».
Ahora bien, pensaba el subteniente en excedencia Gori Misticò, deberían explicar primero qué coño quiere decir «baricéntrica» y qué puede ser «la óptica de la intermodalidad de los transportes».
El mismo sitio afirmaba, además, que era fácil acceder al aeropuerto en coche, en tren y en autobús. «Puede ser —respondió mentalmente Gori Misticò—, pero entonces deberían añadir el burro, que, en cuanto medio de locomoción, es cien veces más eficaz». El burro sube las montañas mejor que un 4×4.
Pero lo cierto es que, si no dispones de coche, tuyo o de un pariente que te espere a la salida, sobre todo a partir de las diez de la noche, ya podías coger la intermodalidad aeroportuaria y metértela por donde tú sabes en posición baricéntrica. O también, como última posibilidad, podías dejarte hacer a pelo y a contrapelo por un coche ilegal.
—¿Adónde vamos, doctor? —le preguntó, con la típica cortesía sureña, el taxista ilegal, que, para demostrar hasta qué punto se había metido en el papel de chauffeur, se había hecho con la boina típica.
A Gori Misticò ni se le pasó por la cabeza identificarse. Además, ¿para qué? ¿Para denunciarlo por ejercicio ilegal de una profesión, artículo 348 del Código Penal, reclusión de seis meses a tres años y multa de 10.000 a 50.000 euros? O bien, con mayor picardía, ¿sacar el carné de carabinero para que le llevaran gratis a casa, aprovechándose de un desgraciado que solo buscaba ganarse el pan esperando, con su Panda de gasóleo, el último avión de la noche, cuando todos los autobuses de línea y todos los taxis legales se habían largado hacía ya tiempo?
Subsidiariedad. Puede llamarse así. Allí donde el Estado —entendido en el sentido más amplio— no está dispuesto a hacer nada, interviene la iniciativa privada para tapar los agujeros.
—San Telesforo —respondió Gori Misticò.
—¿Al puerto deportivo o arriba, doctor?
—Arriba. Vamos, muévete. Y déjate de tanto «doctor». ¿Cuánto pides?
El hombrecillo le puso cara de Papá Noel.
—Doctor, serían ochenta euros, pero a usted se lo dejo, ineludiblemente, en sesenta —respondió.
Al 348, Gori Misticò añadió para sus adentros el 640, timo, el 629, extorsión, y hasta consideró el 643, abuso de la incapacidad, aunque solo como agravante.
—¿120.000 de las antiguas liras por treinta kilómetros? —le preguntó, un poco asombrado y un poco admirado de su cara dura—. Ni que me llevaras en un carro de culi.
—Sí, bueno. Treinta de ida e, ineludiblemente, otros treinta de vuelta, doctor mío —rebatió el otro—. Sesenta en total.
—Sesenta kilómetros con tu coche te los haces con cinco litros de gasolina, que al precio actual del mercado suman más o menos siete euros. El resto es beneficio neto.
—Sí, pero también hay que tener en cuenta el desgaste del vehículo. Y además son las diez de la noche pasadas —objetó el hombre, tratando de mantenerse en sus trece sin arriesgarse a perder la carrera—. A estas horas, los demás cristianos están ineludiblemente en su casa con su mujer, mientras que yo estoy en la calle, doctor mío de mi alma. De todas formas, dígame usted un precio y nos ponemos de acuerdo.
Gori Misticò propuso treinta. Acordaron cuarenta, pero el conductor lo dejó en el puerto deportivo de San Telesforo, aduciendo que aquel era el destino comunicado. Si el pasajero quería que lo llevara a San Telesforo de Arriba tendría que añadir cinco euros más, que Gori Misticò se vio obligado a desembolsar.
Hasta que no estuvieron delante de su casa, después de que el taxista sin licencia le entregara un rectángulo de papel que parecía una tarjeta de las que se usaban para los pésames, en el que venían escritos el nombre, el apellido y el número de móvil, Gori no sacó el carné que hizo empalidecer al otro.
—Baja las tarifas, ineludiblemente —le aconsejó—. ¿Queda claro?
El taxista intentó darle las vueltas, pero Gori Misticò ya estaba abriendo con la llave la puerta de su casa.
San Telesforo Jónico
Bar Central, esa misma noche
El hombre daba golpes en el escaparate del restaurante. Y pum y pum y pum. Estaba hambriento, tenía que comer algo. No debía verlo nadie, no debía llamar la atención, ni levantar sospechas, de sobra lo sabía él, pero el hambre lo obligaba a bajar el umbral de la prudencia. No se metía nada en el estómago desde hacía doce horas; desde el aterrizaje.
El viaje había sido largo y cansado. Es cierto que, para llegar a Italia, al contrario que muchos de sus compatriotas, no había tenido que recorrer 3.000 kilómetros de pie dentro de la caja de un TIR, pasando por Moldavia, Rumanía, Bulgaria, Macedonia y Albania, para luego embarcar en Durrës, desembarcar en Bríndisi, sin saber que aquello era Bríndisi, porque podía ser cualquier sitio: Bríndisi, pero también Hamburgo o Durrës de nuevo, ya que muchas veces los traficantes les juegan esas malas pasadas a los clandestinos: les dicen que los llevan aquí y, en cambio, los llevan allí, o bien no van ni aquí ni allí, sino que giran en redondo para luego descargarlos en el campo húngaro, diciéndoles: «Ya está, habéis llegado a Italia. Hale, a buscar fortuna». Un viaje de dos días y dos noches pagado por anticipado al conductor del TIR. No menos de 2.000 o 3.000 euros, un dinero con el que, en su país, vivía una familia todo el año.
Él había cogido un avión. Mejor dicho, tres. El primero —un 737 de la airBaltic— lo había llevado de Kiev a Riga, en Letonia. Con el segundo —un Bombardier de la misma línea— había llegado a Roma. Allí había tomado un Airbus de Alitalia que aterrizó en Lamezia. Nueve horas de viaje, 350 euros ida y vuelta. Sin necesidad de visado, porque solo iba a estar dos días en Italia, el tiempo de ver a la persona con la que debía hablar y llegar a un acuerdo.
Pero ahora el hambre lo roía por dentro.
Llamó otra vez y luego otra, aún más fuerte. Nada. El local estaba cerrado. Casi las doce de la noche, era normal. No se veía a nadie, parecía un pueblo evacuado, como el pueblo de donde él procedía. El pueblo en el que había nacido, por mejor decir.
El hambre y el frío le ofuscaban la capacidad de razonar, de modo que en un determinado momento empezó a plantearse si se habría equivocado de destino. Comprobó las notas tomadas antes de la partida. No, ningún error. El nombre del pueblo era exactamente aquel. Comprobó en el teléfono la situación del palacio al que se dirigía, aunque no lo esperaban. «LOCALIDAD DE TRE CROCI», decía la pantalla en cirílico. Cuatro kilómetros y ochocientos metros. Una hora de camino, y encima cuesta arriba.
Tenía que comer algo; si no, se arriesgaba a desmayarse antes de llegar a la mitad. Atravesó la plaza encorvado y apretándose la chupa sintética. Nadie tampoco, aparte de un grupo de perros callejeros. A uno le faltaba una pata. La delantera derecha. Le tiró una piedra, quién sabe por qué. Huyeron todos gañendo, incluido el lisiado, cojeando, brincando sobre la única pata que le quedaba. Le dio la risa. Le parecía un dibujo animado sin terminar.
Oyó un ruido. Procedía de detrás del cierre metálico de un bar. Dentro todavía quedaba alguien. También estaba cerrado, pero quizá estaban acabando de limpiar el local.
Se acercó al cierre metálico. Llamó: un grito; más bien, un ruido gutural que avisara al que estaba dentro de que fuera había alguien. Ninguna respuesta. Otro grito, aún más cavernoso.
El ruido del interior —botellas, metal— cesó.
El hombre llamó de nuevo.
—¿Quién va? —preguntó una voz masculina desde el interior del bar.
—Vidkryty —respondió el extranjero, aterido. No le salía el poco italiano que conocía—. Kholod.
—¿Qué dice? —replicó desde dentro la voz del dueño del bar—. No le entiendo.
—Sandwich —dijo, intentándolo en inglés—. Toast.
Hubo unos segundos de silencio:
—El bar está cerrado —dijo el camarero, y volvió a su limpieza.
El hombre, hambriento y muerto de frío, perdió la cabeza por completo y comenzó a martillear con el puño el cierre metálico y a jurar en su lengua, hasta que el del bar, cuyo nombre era Saverio Cozzetta, se decidió a abrir y, presentándose con el palo de la escoba en una mano y un cuchillo de rebanar, de dos palmos de largo, en la otra, le preguntó qué coño buscaba.
El hombre se calmó e hizo el gesto de llevarse algo a la boca. Luego se metió la misma mano en el bolsillo delantero de la chaqueta y enseñó unas monedas.
Cozzetta bajó el cuchillo y se lo guardó en el bolsillo del delantal, porque el aspecto de aquel mentecato podía darle de todo menos miedo.
—Lo siento —dijo en un tono ya conciliador—. A estas horas el local está cerrado. Ya te digo: aquí desde las ocho no se ven más que perros vagabundos y nuòttuli.
El forastero dio muestras de no entender.
—Murciélagos —tradujo el nativo. Apoyó la escoba en la pared para liberar las dos manos y mimó el batir de alas del mamífero nocturno—. ¿Comprendes, eh? —preguntó, levantando un poco la voz como si fuera un problema de volumen.
El otro se tocó la barriga con el canto de la mano, a la altura del estómago.
—Ya entiendo: tienes apetito —dijo el del bar, empleando toda la comprensión de la que era capaz a esa hora y después de una jornada de trabajo—. Pero yo no me pongo ahora a reabrir porque tú tengas hambre. Ya he limpiado las máquinas.
—Bud’laska —dijo el extranjero—. Hroshi —añadió, alargándole de nuevo las monedas—. Hroshi —repitió.
—¿Brioche? —preguntó Saverio Cozzetta, perplejo. Lo pensó. Luego suspiró—. Un cruasán empaquetado te lo puedo dar. Espera aquí.
Volvió pocos segundos después con dos bollos rellenos y un zumo de fruta en un tetrabrik. Se lo alargó todo al desconocido, que cogió la comida y volvió a ofrecerle las monedas.
—No hace falta, te invito —dijo el del bar, un poco brusco—. Basta con que te vayas a dormir. Hala, hala, a la cama, que a estas horas ya están todos durmiendo.
Pero el otro insistía. Mantenía la mano abierta. En la palma, unas monedas nunca vistas, con la efigie de uno que parecía un papa, con un colbac en la cabeza y un báculo en la mano. Mientras tanto, abría el envoltorio con los dientes.
Cozzetta acabó por aceptar el pago, a sabiendas de que nunca podría cambiar aquel dinero, aunque quizá podría darlo como vuelta fingiendo que eran céntimos de euro.
El forastero se fue a toda velocidad y rebasó las últimas farolas, después de lo cual la noche se lo tragó como si fuera un ladrón, un asesino o un mal recuerdo.
San Telesforo Jónico
Bar Central, a la mañana siguiente
A la mañana siguiente Gori Misticò, descendiendo por la calle de Roma en dirección al restaurante de Rosarino Piscopo con la intención de pedir, como casi todos los días, comida para llevar a casa, llegó a la mitad de la plaza —el único punto llano de todo San Telesforo de Arriba—, donde encontró, mira tú qué casualidad, al taxista ilegal de la noche anterior. Hay que decir que, a Gori Misticò, la quimio y todo lo demás le había quitado el apetito y hasta parecía que estaba perdiendo el paladar. Aun así, todas o casi todas las mañanas bajaba adonde Rosarino y se compraba la comida, aunque luego no la tocara. Le gustaba tenerla en la nevera, eso es. Saber que estaba. Puede que volvamos sobre ese asunto.
El taxista ilegal, decíamos. Estaba entregado a la conversación con los Tres Fenómenos de San Telesforo Jónico, es decir, Mario Corasaniti, llamado el Filósofo, Peppa Caldazzo, también conocido por el Sabiondo, y finalmente Ciccio De Septis, llamado por todos el Renacido. Los tres, viudos o solteros, y alrededor de la edad en la que se supone que uno cuida de los nietos, en vez de andar holgazaneando entre el bar y la plazuela y hablando de gilipolleces.
El subteniente en excedencia se aproximó lo suficiente para captar los temas de la discusión del día: al parecer, se hablaba de inmigrantes, automatización del trabajo y desempleo.
—Los africanos llegan con retraso —decía el Sabiondo con su habitual y sobria solemnidad—, porque el tajo se acabó ya para todos. Ahora solo trabajan las máquinas. Los obreros ya no sirven para nada.
—Eso mismo estaba pensando yo —rebatía el Filósofo—. Tú mira los supermercados, por ejemplo. Ni los cajeros sirven ya, haces la compra y sales sin pagar.
—¿Qué dices? —lo apostrofó el Renacido—, ¿que ahora la compra es gratis?
—Están las máquinas que te echan la cuenta y tú pagas con el móvil —explicó paciente, aunque un poco quisquilloso, Mario Corasaniti.
—Ni en el aeropuerto hay ya mozos de cuerda ilegales —intervino el taxista.
Había vuelto a San Telesforo para recoger a un cliente que debía llevar al palacio de la Regione, donde este tenía que desenmarañar ciertos asuntos concernientes a un terreno del Estado, cuya parcelación había provocado algunas discordias familiares culminadas con un desagradable tiroteo entre primos.
—Ha sido desde que inventaron esa mierda de maletas de las rueditas —continuó—, que ya ni necesitas a un desgraciado que, por 1.000 liras, te lleve ineludiblemente el equipaje.
—¿Y dónde metes a los jueces de red del tenis? —intervino por sorpresa el Sabiondo.
Hubo unos instantes cargados de silenciosas reflexiones.
—¿Y a qué coño vienen aquí los jueces del tenis? —preguntó el Renacido.
—Antes había un juez que ponía la mano y te decía si la pelota había tocado o no la red —ilustró el Caldazzo—. Ahora hay una máquina que pita.
—O sea, que según tú los africanos desembarcan en Italia para convertirse en jueces de red —intervino el Filósofo—. ¿Qué narices tiene que ver, Peppinùzzu?
—Te estoy haciendo un discurso general —respondió el otro—. Los africanos, nada que ver, vale, pero, si quieres entenderlo, te estoy poniendo un ejemplo de la tecnología, que llega para jorobar a los cristianos. Maletas de rueditas y máquinas para el tenis: el mismo principio.
—Da igual, los africanos desembarcan aquí para recoger naranjas y tomates —concluyó De Septis—. Ellos siempre tendrán curro.
—¿Por qué? ¿Es que ha habido otro desembarco? —preguntó Gori Misticò, acercándose al grupo y respondiendo con un gesto a las ligeras inclinaciones de los otros.
—Ilustre subteniente —dijo de repente el taxista, quitándose la boina.
—Tú, mejor a lo tuyo —le respondió un Gori Misticò amenazador.
—Tengo que dejaros ineludiblemente —dijo entonces el otro, oliéndose el peligro—. Adiós a todos. Subteniente, está usted invitado a un amaro.
—Ni soy ya subteniente, ni bebo amaro —respondió Gori sin mirarlo.
—Al subteniente solo le gusta la Brasilena —explicó Corasaniti.
—La célebre gaseosa al café —añadió Caldazzo.
—Producto típico de nuestra bella Calabria —glosó De Septis.
—Entonces, tómese la gaseosa o lo que quiera —replicó el taxista sin inmutarse—. La próxima vez que pase pondré ineludiblemente la diferencia —añadió, volviéndose al del bar, Saverio Cozzetta, que estaba recogiendo los platos y las tazas.
En cuanto el taxista no fue más que un vago recuerdo, Mario Corasaniti respondió a la pregunta de Gori Misticò, que todavía flotaba en el aire:
—Los refugiados llegan ya día sí, día no, estimado subteniente —dijo con elegancia.
—Y te llaman al cierre en plena noche —intervino Cozzetta, pasando una bayeta por una de las mesas, sin que nadie supiera a qué se refería.
Mientras tanto, Misticò ya había olvidado su pregunta, un efecto secundario del cabazitaxel, como informaba de forma precisa el prospecto del fármaco: «Posibilidad de pequeñas amnesias transitorias», así que miraba a Corasaniti como se mira a uno que pasea por la plaza en pijama.
—Hablábamos de los desembarcos, subteniente —dijo el otro—. Lo acababa de preguntar usted hace un momento. Los refugiados.
Gori hizo un gesto afirmativo de que se acordaba.
—Aquí, entre Crotona y Gioia Tauro, llega una barcaza tras otra —continuó el Filósofo—. Pero los telediarios solo hablan de Lampedusa y de los sicilianos. De nuestra bella Calabria, patria del pensamiento clásico, se olvida todo el mundo.
—La semana pasada llegaron a la playa de Turra casi cien en una patera y un barco de vela, en el que, según mis cálculos precisos, a ojo entraban cincuenta —añadió Peppa Caldazzo, llamado el Sabiondo—. Por eso ha salido en la prensa de hoy el sargento jefe, sustituto provisional de usted.
El último dato sorprendió a Gori Misticò.
—¿Costantino? —dijo—. ¿En la prensa? ¿Y por qué? ¿Ha desembarcado él también?
—Hay incluso una foto —dijo Ciccio De Septis, el Renacido—. Mire, comandante, parece un santo.
Al parecer, resultaba que el sargento jefe Federico Costantino, sustituto, para nada provisional, desde hacía un año, de Gori Misticò en la comisaría local de los carabineros, había coordinado en persona la operación de salvamento de un velero que transportaba ochenta y seis inmigrantes, encallado en una zona de la playa fuera del territorio municipal de San Telesforo Jónico, conocido como la localidad de Turrastorta. En realidad, el comandante en funciones no tenía competencia territorial en los hechos, pero, como no había nadie dispuesto a ocuparse del asunto, acabó tocándole a él. Una operación humanitaria, temeraria, heroica, durante la cual el sargento había detenido al «paterista» de nacionalidad rusa, lo que le había supuesto una mención ni más ni menos que por parte del teniente coronel Sagripante, de la comandancia provincial del Arma de Carabineros. Por no hablar de la entrevista en las páginas interiores de la Gazzetta della Calabria, firmada por la atractiva periodista Annamarialuisa Codiloti, conocida en la región por un lío, muy sonado, aunque nunca confirmado, con un actor de televisión. Todo aquello había ocurrido durante los días en que Gori Misticò, por consejo de Nicola Strangio, se sometía a un intento improvisado de braquiterapia en el ambulatorio de Catanzaro. La sesión no había dado resultado, pero le había dejado algunas secuelas. Así que ni se enteró del desembarco, ni de la hazaña del sargento que lo sustituía.
Misticò no había tenido siquiera tiempo de leer todo el artículo, cuando los Tres Fenómenos empezaron a agitarse y a mirar a su izquierda como los perros del desierto cuando perciben el olor a hembra, a comida o a un depredador. A lo lejos, se aproximaba la figura alargada de Federico Costantino, el sargento más alto y más flaco que jamás había prestado servicio en el cuartel local de la Benemérita.
—Aquí está el joven, aunque ya famoso, graduado —dijo con alegría el primer Fenómeno.
—Ilustre e ilustrado —añadió con admiración el segundo.
—San Telesforo en el mundo —concluyó, de forma misteriosa, el tercero.
El del bar rodeó la barra y salió para recibir a Federico Costantino como si fuera Wanda Osiris cuando pasó por el pueblo durante la turné teatral por el sur de Italia cuando lo acababan de liberar los estadounidenses.
—Mi más calurosa felicitación por su empresa y por la notoriedad adquirida, sargento —dijo Saverio Cozzetta—. ¿Puedo invitarlo a algo? Un granizado, un aperitivo.
El dueño se imaginaba ya las cadenas de televisión que, con la excusa de la celebridad local, llegaban en tropel para hacerle publicidad gratuita a su bar con expendeduría de tabaco.
—Se lo agradezco como si hubiera aceptado —respondió el carabinero un poco incómodo. Luego se volvió a Gori Misticò, que se acababa de echar en la palma de la mano un caramelo de un paquete de mentas—. Comandante, al fin lo veo. ¿Puedo hablar con usted un segundo? —le dijo en voz baja.
—Ya no soy tu comandante, sargento —respondió Gori echándose el caramelo a la boca. El tono era más de indiferencia que de fastidio—. Ahora el que manda aquí eres tú. Cuanto antes te hagas a la idea, mejor para todos.
—De acuerdo, pero me gustaría hablar con usted de todas formas, si me concede un minuto.
—Oye, Costantino, no he leído la entrevista. Por tanto, si buscas felicitaciones, no las vas a recibir de mí.
—No es por la entrevista.
—¿Y por qué es?
El sargento volvió a bajar la voz y se acercó al oído de la persona que durante los últimos cinco años había sido su comandante, su mentor, la figura más cercana al padre que él casi no había tenido.
—Aquí está pasando algo raro —dijo—. ¿Ha notado toda esa maquinaria que va y viene?
El subteniente se alejó de manera instintiva unos centímetros.
—¿Qué maquinaria? —preguntó a su vez.
—Medios de trabajo. Excavadoras, buldóceres. Llevan días y días dando vueltas de la colina a la carretera provincial, y viceversa.
—No me he fijado —respondió Gori Misticò con desinterés—. Estaba fuera.
—De hecho, vine a buscarlo, pero Catena me dijo que se había ido. ¿Puedo preguntarle adónde?
—No, no puedes —respondió Gori Misticò—. Ve al grano, que me estoy poniendo nervioso, Costantino. ¿De qué cojones hablas?
—Ya se lo he dicho. Máquinas para trabajar la tierra. Hasta una excavadora.
—Se ve que tienen algo que excavar. Será una obra. ¿Dónde está el problema?
—El problema es que yo no estoy informado de que se haya autorizado ninguna construcción. Además, las máquinas van y vienen, pero no porque trabajen. Dan vueltas y más vueltas y luego regresan al almacén.
—Se ve que les gusta derrochar gasóleo. ¿Por qué vienes a contármelo a mí, sargento?
—Porque me parece raro y podría ser algo que deba investigarse.
—Si piensas que hay que investigar, ve e investiga —rebatió Gori Misticò con frialdad—. Eso es cosa tuya. Yo tengo mis propios asuntos personales de los que ocuparme.
Dicho eso, y sin esperar réplicas, le dio la espalda y se dirigió al restaurante, esperando que Rosarino hubiera hecho ese día pasta al horno con albóndigas, porque hacía mucho que no la comía, aunque al mismo tiempo no estaba del todo convencido de que pudiera apreciarla. En efecto, a los pocos metros, cambió la trayectoria y, en vez de encaminarse a la callecita en pendiente, giró hacia casa para cambiarse y coger lo que necesitaba.
Había decidido ir a su media luna de arena y silencio, la playita del Pàparo, para acallar así los numerosos ruidos del mundo.
San Telesforo Jónico
Calle de Roma, 16
Vivienda de Gori Misticò
Catena Ciullo, viuda de Mastranzo, tenía una hija todavía pura, de nombre Filomena. Y el subteniente en excedencia Gori Misticò era soltero y en teoría estaba aún en edad de casarse. Más que en teoría, ya que ahora hay un montón de hombres que esperan a los cuarenta años o más para contraer matrimonio, aunque luego a los cuarenta y cinco entran en la crisis de la mediana edad y se compran un coche rojo o, si sus rentas no se lo permiten, se echan una novia de veinte con la que hacer un poco el tonto. Gori Misticò tenía cuarenta y ocho, pero ya se sabe que hoy en día te consideran joven hasta los cincuenta. Por tanto: hija núbil y subteniente soltero. Añadid que Catena se ocupaba de la limpieza de la casa del subteniente, y ya solo será cosa de sumar dos más dos.
—¿Le molestaría que viniera hoy mi Filomena a echarme una mano, subteniente? —le preguntó la mujer, untuosa como el papel de envolver buñuelos.
—Sí que me molesta —respondió Gori Misticò sin siquiera levantar la vista.
Se había sentado en el borde de la cama y se estaba quitando los zapatos. Para ir a la playa eran mejores los mocasines o bien un par de sandalias. Como no sabía cuánto iba a estar allí, había decidido llevarse un libro. Acababa de empezar uno sobre Mussolini, cuya tesis era que, cuando varias decenas de millones de papanatas se creen las chorradas de un descerebrado, los papanatas no deben lamentarse después de que ese tal los conduzca a la ruina, ni tampoco aducir que ellos no sabían nada. Luego, por una simple cuestión de peso, optó por una revista de su colección. La primera historia era Topolino y el enigma del tótem. Gori Misticò la había leído por lo menos quince veces, pero siempre era una sorpresa descubrir al verdadero culpable (que era el guarda forestal, no el jefe de la tribu, como podía pensarse a primera vista).
—Me molesta, y mucho —añadió—. Ya hemos hablado de esto, me parece. ¿Cuántas veces? ¿Veinte, treinta? Catena, si no puedes con toda la limpieza, haz lo que puedas hoy, y lo que no lo dejas para otro día. Yo no me pongo a pasar el dedo por los muebles para comprobar si tú has pasado o no el trapo del polvo.
—Ya, pero la casa es grande y lleva mucho trabajo —objetó la buena mujer.
—La casa tiene cincuenta metros cuadrados habitables —rebatió Gori, calzándose la primera sandalia, pero sin quitarse el calcetín—. Cocina, baño, dormitorio, y ya está hecha la turné. No me parece que haga falta un equipo.
En realidad, la distribución de la casa de Gori Misticò, en la que había crecido junto con su madre y que había dejado a la edad de diecisiete años para inscribirse en la academia de sargentos y subtenientes, era un poco más complicada, dado que estaba dividida en dos plantas comunicadas por una escalera exterior. Él habitaba la de abajo, mientras que la planta de arriba tenía otras dos habitaciones que mantenía cerradas. Nadie había venido a pedírselas en alquiler, ya que en San Telesforo Jónico había muchas más casas vacías y disponibles que habitantes.
Catena bajó la voz, sonrió, buscando un tono cómplice que la asemejaba a la madame de un burdel de los años veinte.
—Es que a mi Filomena le gusta venir a verlo a usted, subteniente. Lo estima mucho, ya lo sabe.
—Agradécele a tu hija la estima y dale recuerdos de mi parte —respondió Gori, guardándose las gafas de sol en un bolsillo—. ¿Te falta mucho todavía?
—En cuanto haga la cama, he terminado.
—Ya, pues la cama me la hago yo. Digamos que por hoy puedes marcharte.
—Pero…
—No te preocupes, que te pago igual todas las horas —dijo Gori, empujándola para que saliera del cuarto.
—¿Está seguro?
—¿De qué? ¿De que la cama me la hago yo, o de que te pago las horas? De las dos cosas. Hasta el jueves.
—¿Quiere que me quede la llave? —preguntó la mujer en la puerta, agitando el manojo que colgaba de una anilla.
—No, esas déjalas en el cajón —dijo Gori Misticò, acabando de doblar la pequeña toalla de felpa—. Esta semana no tengo que ir a ningún sitio, así que te abro yo.
—¿Se va usted a la playa?
—Cierra la puerta al salir.
Había un delicioso sol tibio, casi primaveral. El baño en el mar estaba descartado, pero sentarse un par de horas en la playita, eso sí podía hacerse, aunque estuvieran todavía a principios de marzo.
Puerto deportivo de Castrobello
Restaurante Da Turi, en la playa
Si de él hubiera dependido, Falco Celata habría elegido otro restaurante y de otra categoría. Se podía ir donde Abbruzzino para comer arroz con leche de cardo y bacalao, o también al Dattilo, donde hacían un dentón con bergamota y mostaza silvestre como para chuparse los dedos. O, incluso, un poco más lejos, al Qafiz. Falco había oído que tenía una estrella Michelín, valía la pena ver si la merecía de verdad.
Sin embargo, Di Teodoro lo había llevado bajo una porquería de cenador, en una trattoria de la playa con manteles de papel, con el cubierto dentro del vaso y un celofán todo alrededor de la estructura, que, por lo demás, no conseguía proteger del condenado viento que soplaba desde el mar.
Turi, cuya mole daba sombra a toda la mesa, estaba de pie, esperando la comanda.
—¿Qué quiere usted, señor barón? —le preguntó el ingeniero Ferdinando Di Teodoro con aquella afectación excesiva que molestaba a Falco Celata mucho más que el persistente olor a la loción para después del afeitado que era evidente que utilizaba para enmascarar una transpiración excesiva.
Falco Celata mantuvo durante unos segundos la vista clavada en el rostro del ingeniero Di Teodoro, en aquellos ojos atiroidados, en aquella sonrisa de quien quiere agradar por fuerza a todo el mundo.
—Veamos lo que propone el chef estrellado —dijo luego, mirándose el corte de las uñas.
El tono despectivo inspiró a Turi, dueño del restaurante homónimo, dos escenarios diferentes: el primero, expeditivo y brutal, consistía en meterle un castañazo en la boca a este patán que se tomaba la libertad de venir a tocarle los huevos en su casa. Él había puesto en su sitio a otros mucho peores que aquel capullo tanto dentro como fuera de la cárcel. Sin embargo, era cierto que el patán, vestido como si fuera de testigo a una boda, estaba sentado a la mesa ni más ni menos que con el ingeniero Di Teodoro y su guardaespaldas. Por tanto, era una persona a la que había que mostrar respeto. Así que detuvo un instante el pensamiento en el segundo escenario, que consistía sencillamente en mear dentro de la jarra de vino, aunque luego abandonó la idea y fingió que la pregunta era en realidad una pregunta y no un intento de tocarle las pelotas.
—Aquí todo es bueno y fresco —aseguró.
Aparte de aquella mesa, el restaurante estaba desierto. El ingeniero le había pedido a Turi el favor de que lo mantuviera cerrado al público a mediodía, ya que tenía una reunión muy importante con cierta persona y quería resolver el asunto sin alborotos.
Di Teodoro le había pedido también que tuviera el mínimo de personal, siempre por razones de discreción, de modo que en todo el restaurante había un total de cinco personas: Turi, el ingeniero Di Teodoro, el invitado del ingeniero y el guardaespaldas del ingeniero. En la cocina estaba solo Angelina, hermana de Turi por parte de padre. Bastaba y sobraba con ella. El hijo pequeño de Turi, que echaba una mano en la cocina y servía las mesas, estaba ese día despachando, mientras que el mayor, de manera excepcional, se había ido a casa para hacer los deberes, en lugar de hacerlos, como solía, en el almacén de las bebidas.
Al final, Turi acabó reconociéndolo por el pelo rubio sucio: el gilipollas que se había arriesgado a perder los dientes era nada menos que Falco Celata, hijo único del renombrado barón Vittorio Celata de Lauria, uno de los hombres más finos que había parido Calabria, señor de nombre y de hechos, dotado de gran generosidad e igual educación, así como productor de uno de los más preciados aceites de oliva virgen extra que, según su competente criterio, se había utilizado en las mesas del mundo entero.
Los Lauria era dueños de tres o cuatro colinas en el territorio de San Telesforo, una porción tan extensa de tierra que los nativos la llamaban «Celata» en vez de emplear el topónimo de pertenencia. La única casa en un radio de varios kilómetros era precisamente el palacio de la familia.
Turi era originario de Trecàse, una aldea de San Telesforo, donde había pasado un arresto domiciliario entre 1998 y 2001. Por eso no conocía mucho de los asuntos más recientes de la ilustre familia. No obstante, sabía que el retoño de los barones faltaba de Calabria desde hacía años y que había viajado por todo el mundo, un poco con su madre y otro poco por su cuenta. Por esa razón, aunque la cara del rubito le sonara, no lo había reconocido enseguida. Tampoco sabía qué asuntos se traía entre manos con el ingeniero, pero eso no era en absoluto cosa suya, así que se dedicó a su cometido sin interesarse por nada más.
—¿Quieren un entremés de pescado caliente y frío para empezar? —propuso—. De segundo, podría prepararles espaguetis allo scoglio. Y para detrás una fritura de pescado o lo que quieran.
—Un menú muy original —comentó Falco Celata—. Quién sabe cuánto tiempo le ha llevado redactarlo.
—Me han traído unos mújoles a los que no les falta más que hablar —continuó Turi, haciendo como si nada.
—¿Ah, sí? ¿Y qué le dicen? —le preguntó el joven barón, devolviéndole el menú plastificado.
El tono arrogante desapareció en cuanto notó en la mirada de Turi esa ausencia de expresión típica de quien no tendría el menor empacho en romperte los dos brazos.
—Decide tú, amigo mío —le dijo con amable solicitud el ingeniero Di Teodoro—. Nos fiamos de ti.
—Están en muy buenas manos —dijo Turi, alejándose sin una sonrisa.
—Turi es un buen hombre —le dijo el ingeniero al hijo del barón.
Lo estaba regañando, aunque no lo pareciera. Mejor dicho, sí, se entendía a la perfección que lo regañaba. Sonreía, pero aquella cara suya demasiado llena de elementos (nariz, ojos y boca que contendían por un espacio mínimo) lo informaba al mismo tiempo de que él podía ser todo lo barón que quisiera, pero a gente como Turi era mejor no venir a bailarle la tarantela sobre los callos.
—Un gran trabajador —añadió—. Y un restaurador honrado.
—No lo pongo en duda y me alegro por él —respondió el joven con desinterés, estirando la servilleta para comprobar que dentro no había cagadas de insectos—, pero no he venido aquí para entablar conversación con un mesonero. Me dijo usted que debíamos discutir de cosas importantes, y no creo que se tratara de mújoles habladores. Adelante, lo escucho.
El ingeniero y el guardaespaldas comenzaron a ponerse las servilletas remetiéndose un pico dentro de la corbata. La expresión con que Falco observaba la escena estaba a un milímetro del asco.
Al final, el ingeniero habló. Durante cinco minutos, él y su guardaespaldas se habían dedicado en silencio a unas anchoas marinadas, que, con estrella o sin estrella, resucitaban a los muertos, sanaban a los enfermos y consolaban a las viudas. Delicadas, con su punto picante y encima aliñadas con el aceite de los Celata.
—Hablemos claro, señor barón —empezó, limpiándose la última huella de aceite en una comisura—. Su padre no estuvo de acuerdo con el proyecto desde el principio. Nosotros respetamos a su padre, faltaría más, así como las prerrogativas propias del señor barón. Sin embargo, el obstáculo está ahí, por decirlo en pocas palabras.
Di Teodoro había empleado un tono quejumbroso pero asertivo, propio de quien sabe que en materia de negocios las cosas se hacen o no se hacen. Las soluciones intermedias son para los charlatanes y los cuentistas.
A Falco también le habían gustado las anchoas, pero no quería dar esa satisfacción.
—¿Y usted qué sabe si mi padre está o no de acuerdo? —dijo.
—Hay cosas que se saben, señor barón —rebatió Di Teodoro con seguridad—. Y nosotros, en calidad de sindicato, estamos obligados a saberlas. La inversión es grande, las expectativas, si se hace posible, lo son aún más. Ahora bien, nadie pretende que el proyecto se lleve a cabo de la noche a la mañana. Pero, repito, su padre lo ve de un modo distinto. Y nadie cree, por sentido común, que vaya a cambiar de idea.
Falco Celata apoyó ambas manos en la mesa como si se dispusiera a volcarla.
—¿Y qué si no cambia de idea? —dijo, tenso—. Continúa usted hablando de mi padre. ¿Qué narices tiene que ver él? ¿Dónde está el problema? El proyecto es mío. La idea es mía. Es conmigo con quien tiene usted que negociar.
—Sí, señor barón —respondió el otro, chupándose la punta del índice todavía untado de anchoa. El tono era tranquilo, como el de quien aconseja no hacer escenitas inútiles—. El proyecto es suyo, igual que la idea, pero la tierra es de su padre de usted. Ahí está el obstáculo.
Falco Celata intentó dárselas de autosuficiente.
—La tierra será también de mi padre —dijo—, pero yo, como único hijo y heredero…
Di Teodoro se inclinó hacia delante y le apretó un poquitín la muñeca, lo imprescindible para callarlo.
—Yo me fío al cien por cien de su palabra —dijo, soltándolo a los pocos segundos—. Si usted dice que el barón, su padre, aceptará antes o después que los terrenos de la familia, en la actualidad incultos, se destinen a una inversión fructífera, yo no me permito dudarlo. Sin embargo, solo puedo hablar por mí. En el sindicato hay muchas cabezas y, como usted sabe, cada cabeza es un pequeño mundo. A mí no me tiene que convencer, porque yo estaba y estoy plenamente convencido de la bondad de la operación. Toda Calabria se lo agradecerá. Pero debo recordarle, con todo respeto, que dos de los cuatro socios inversores se han retirado del negocio. Y, como usted sabe, la escritura privada suscrita por usted contempla una cláusula de penalización que hay que acatar.
—Esa gente no tiene paciencia —rebatió Falco Celata como si hablara para sí—. ¿Qué se creen, que para hacer las cosas basta con pensarlas?
—Le sobra a usted la razón —lo apaciguó Di Teodoro, dirigiendo al guardaespaldas una rápida mirada que contenía todo un razonamiento, razonamiento que giraba en torno al hecho de que Falco Celata de Lauria era un cretino de los que casi nunca se habían visto, no ya en la vertiente jónica de Calabria, sino en toda la faz de la tierra—. Pero son gente sencilla, sin estudios. Ellos recuerdan que usted aseguró que en la primavera ya estaría firmado un primer traspaso de propiedad. En cambio, la primavera está al llegar y aún no se ha visto nada. Por desgracia, como suele decirse, pactis sum servandi2.
—¡Cuánto se alarga usted, aparejador! —estalló un Falco molesto—. Dígame la cuantía que necesita para resarcir a esos exsocios cuya ausencia nadie lamentará y tendrá el cheque en el acto.
Di Teodoro pasó por alto el downgrade académico que el hijo del barón le había arrojado a la cara. Por lo demás, era cierto del todo: él tenía de ingeniero lo que Brigitte Bardot de descargador de muelles. Pero, en aquellos parajes, el elevarle la categoría profesional al interlocutor era una especie de respeto consolidado: así, el aparejador se convertía de inmediato en ingeniero, al ingeniero se lo promovía a arquitecto, y el profesor era en el acto doctor. Y, si se trataba de política, casi todos los concejales eran honorables, como lo eran con frecuencia los ministros.
—Déjese de cheques —dijo Di Teodoro—. Eso es papel que se lleva el viento.
—Prefiere entonces un giro bancario —lo interrumpió Celata—. Dígame el número de IBAN que desee.
—Ah, no, señor barón. Ahora nos ofende usted. ¿Le parece que hay necesidad de meter en esto a los bancos, que no saben hacer más que joderles el dinero a los cristianos honrados?
Le enseñó un papel con un número escrito a lápiz. El hijo del barón lo leyó y un segundo después Di Teodoro le prendió fuego y lo echó al cenicero para que se consumiera. La cifra escrita habría dejado perplejo al más seguro de los hombres, pero a Falco Celata de Lauria no le produjo el menor sobresalto.
—Está bien —dijo—. Este fin de semana o, como mucho, a principios de la próxima le traigo el dinero. Hoy mismo hablaré con mi padre. —Se levantó y se marchó sin añadir palabra.
—Salude de nuestra parte al barón y a la baronesa, su madre de usted —dijo Di Teodoro, levantando un poco el culo de la silla.
Luego tranquilizó con un gesto a Turi, que llegaba en ese instante haciendo equilibrios con tres platos hondos. Aunque el barón se hubiera marchado, los espaguetis allo scoglio sobrantes no iban a desperdiciarse de ningún modo.
Puerto deportivo de San Telesforo
Playita del Pàparo
Cuentan las crónicas que el pico demográfico se produjo antes de la guerra, cuando entre San Telesforo de Arriba y el puerto deportivo de San Telesforo (que, en aquella época, eran cuatro casuchas de pescadores) se contaban más de dos mil habitantes. Luego vino la caída en picado. A comienzos de los años setenta las almas que allí habían vivido quedaron reducidas a la mitad, y veinte años más tarde ya había desaparecido el resto.
La última crisis le dio la puntilla, con la huida de casi una generación entera, y los pocos jóvenes que quedaron tenían la maleta preparada detrás de la puerta de casa. No nacían niños; el último había sido el hijo de la farmacéutica, nacido en Catanzaro en el año 2011. La farmacia había cerrado ese mismo año, y ahora, si necesitabas una aspirina o una purga, tenías que coger el autobús de línea.
Los que se iban no regresaban. Y los que se quedaban se defendían de la pena como lo hace el ser humano desde que el mundo es mundo, es decir, dejando de recordar. Los recuerdos de cada cual —de los hijos y de los hijos de los hijos— se iban evaporando poco a poco, hasta que pareció que toda la memoria del pueblo había salido volando por los aires para dispersarse entre los espesos castañares que poblaban las colinas. En teoría, San Telesforo podía haber dejado de existir o no haber existido nunca. Podía ser una abstracción, una idea de sus habitantes imaginarios, que querían convencerse de la existencia del pueblo y de sí mismos, aunque sin ninguna prueba fehaciente.
En cierto sentido, lo de la pérdida de memoria le estaba ocurriendo también a Gori Misticò. Dentro de las murallas de San Telesforo de Arriba él continuaba siendo el exsubteniente al mando de la comisaría local de los carabineros, un cargo asumido desde la primavera de 2014, cuando regresó a Calabria después de dejar la Unidad contra el Delito de Milán. Su nombre se hizo enseguida conocido para todos, tanto como podían serlo el del alcalde o el del médico rural —los cuales, en el caso concreto, correspondían, ambos, a la figura del doctor Gianantonio Passacantando—, o el del párroco, don Giacinto Formaggio, jubilado hacía poco y sustituido por el joven sacerdote don Marco Vavassori, procedente de la diócesis de Bérgamo.
Ya el primer día de servicio del nuevo subteniente, el 7 de septiembre de 2014, la procesión, que había comenzado poco antes del mediodía, se prolongó hasta el día siguiente, con una sola interrupción nocturna. Gori Misticò recibió no menos de sesenta visitas, casi todas de hombres, algunos de ellos viudos. Muchos recordaban al hijo de Maria Maddalena y tenían aún en la cabeza el rostro dulcísimo y los ojos melancólicos de aquella joven hermosa y solitaria. Le había bastado con unas cuantas horas para volver a convertirse en un santelesforés a todos los efectos.
Unos se presentaban en el cuartel para saludarlo y expresar sus deseos y los de toda su familia, incluidos los hijos emigrados a la Italia del norte o a Bélgica. Otros iban más allá y aportaban, además de buenas palabras, géneros de primera necesidad como una sartenada de pimientos o unas berenjenas rellenas, una cesta de rosquillas y varias de higos chumbos y de uvas. Incluso hubo quien le llevó una rosca de Pascua, aunque ya casi se había pasado el verano. No faltaron las botellas de vidrio verde oscuro sin etiqueta y cerradas con tapones de corona llenas de vino tinto, aceite y salsa de tomate casera.
Había quien expresaba su satisfacción por la llegada a San Telesforo Jónico de un subteniente de los carabineros, y quien estaba seguro de que un suboficial graduado procedente ni más ni menos que de Milán acabaría por fin con la injusticia plurianual que había soportado hasta entonces.
—Ese grandísimo delincuente de Florestano Scarpàro, llamado el Zorro, mi hermano menor, hace años y años que roba melocotones, manzanas y peras de mis frutales legítimos, que están plantados dentro de mi propiedad, aunque algunas ramas invadan el huerto del susodicho —contaba Catello Scarpàro, apodado el Liante, quejándose de un asunto de propiedad y usufructo al que nadie, ni el alcalde ni la policía urbana, había sabido dar respuesta hasta el momento.
Solo la avanzada edad de los dos hermanos Scarpàro, así como la intervención de las respectivas esposas, a su vez hermanas, habían impedido hasta aquel momento que el asunto degenerase en un conflicto abierto.
—Comprendo, señor Scarpàro —le dijo Gori Misticò después de oír su exposición oral—, pero tenga en cuenta que llevo aquí treinta y seis horas. No puedo ponerme a indagar asuntos de fruta robada. Deme la oportunidad de ambientarme y de hacerme a la idea.
—¿Le parece que no le estoy dando esa oportunidad, subteniente ilustrísimo? —le rebatió el Scarpàro mayor—. Además, no le pido ni que indague ni que interrogue.
—¿Ah, no? Entonces, ¿qué debo hacer, según usted?
—Empiece por detener a mi hermano —sugirió el hombre con mucho aplomo—. Y luego, si procede, interróguelo a su gusto.