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Daniel Dracko, un joven de veinticinco años, siente que la monotonía de su trabajo lo está sofocando. En la soledad de una Nochebuena, mientras el jazz llena el silencio de su apartamento, reflexiona sobre los sueños que dejó atrás y decide tomar un rumbo radical: renunciar a un empleo que ya no le satisface. El destino lo lleva a reencontrarse con dos viejos amigos, Gustavo y Nicolás, también extraviados en la transición hacia la adultez. Juntos, deciden emprender un proyecto poco convencional: abrir un bar japonés. Al mismo tiempo, una nueva y enigmática vecina, Gabriela, se muda a su edificio, despertando en Daniel una atracción instantánea y una curiosidad que lo impulsa a salir de su zona de confort. En poco tiempo, Daniel emprenderá un viaje de redescubrimiento que lo llevará a explorar perspectivas inesperadas. Entre los desafíos de levantar el bar, los lazos de amistad renovados, las emociones intensas con Gabriela y los excesos que encuentra en el camino, se enfrentará a preguntas profundas sobre los sueños, el amor, la sexualidad, la muerte y el propósito de su vida.
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Seitenzahl: 172
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Burgos, Franco
La melodía azul / Franco Burgos. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Guardián Literario, 2025.
(Biblioteca de autor)
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-8346-99-1
1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.
CDD A860
© 2025, Franco Burgos
Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.
El guardián literario es un sello de Editorial Bärenhaus
Todos los derechos reservados
© 2025, Editorial Bärenhaus S.R.L.
Publicado bajo el sello El guardián literario
Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.
www.editorialbarenhaus.com
ISBN 978-987-8346-99-1
1º edición: marzo de 2025
1º edición digital: febrero de 2025
Conversión a formato digital: Numerikes
No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.
Daniel Dracko, un joven de veinticinco años, siente que la monotonía de su trabajo lo está sofocando. En la soledad de una Nochebuena, mientras el jazz llena el silencio de su apartamento, reflexiona sobre los sueños que dejó atrás y decide tomar un rumbo radical: renunciar a un empleo que ya no le satisface.
El destino lo lleva a reencontrarse con dos viejos amigos, Gustavo y Nicolás, también extraviados en la transición hacia la adultez. Juntos, deciden emprender un proyecto poco convencional: abrir un bar japonés. Al mismo tiempo, una nueva y enigmática vecina, Gabriela, se muda a su edificio, despertando en Daniel una atracción instantánea y una curiosidad que lo impulsa a salir de su zona de confort.
En poco tiempo, Daniel emprenderá un viaje de redescubrimiento que lo llevará a explorar perspectivas inesperadas. Entre los desafíos de levantar el bar, los lazos de amistad renovados, las emociones intensas con Gabriela y los excesos que encuentra en el camino, se enfrentará a preguntas profundas sobre los sueños, el amor, la sexualidad, la muerte y el propósito de su vida.
Franco Burgos nació en marzo de 1991, en Comodoro Rivadavia, Chubut, Argentina. Es argentino-portugués y actualmente reside en Capital Federal. Participó en los talleres literarios “Pura Palabra”, donde publicó cuentos en la antología 2020; y formó parte del taller literario de Frida Herz. También publicó en la antología “Cuentos escondidos”. Abogado de profesión y lector apasionado. Interesado por la cultura e historia de Japón.
IG: @lamelodiaazul
IG2: @francobkm8
Cubierta
Portada
Créditos
Sobre este libro
Sobre Franco Burgos
Prólogo. Una mujer y su queso
1. No para mí
2. Quiero volar ahora
3. Adonis
4. Los años locos del
synth pop
5. El amor en los tiempos del
hentai
6. Me siento miserable y el cielo lo sabe
7. Cerveza y supernova
8. La adolescencia fluorescente nace a los veinticinco años
9.
Roll with
Gabriela
10.
Sushi
en Madero y estrellas de noche
11. Duendes eléctricos del tercer mundo
12. Beats de Asia
13. Gatitos juguetones
14. La canción de las cuatro temporadas
15. Pastillas nocturnas y búhos de día
16. ¿Dónde van los chicos cuando se asustan?
17. Margareth
18. Nicolás, el soñador
19.
Merry goes around
20. Invierno, escarcha y
whisky
de otoño
21. El regreso de la chica japonesa
22. Guía definitiva del terror. Consejos y
best practices
ante situaciones extremas
23. Un poco, todos los días
24. La melodía azul
25. La sangre sabe a tinta
26.
Hikari are
Epílogo.
Skytree
Gabriela
Tabla de contenidos
El reloj marcaba las tres en punto y se dio cuenta que había llegado temprano. Faltaban diez minutos de espera tediosa. El agua estaba tibia y tenía los labios secos. El hombre frente a ella parecía ansioso y presuroso de ir a algún lado. Ella miró por el ventanal y vio que el sol se escondía detrás de las nubes, como los sueños fugaces que se pierden para siempre al despertar.
—Hey. Hey —dijo una voz a su costado. Era una voz ronca. Ella no quiso contestar —¡Hey! Me escuchaste.
—Sí, perdón, es que tuve un día con muchas cosas —dijo la joven y fingió revisar un mensaje en su celular. Pero no había mensajes que leer, tampoco tenía ganas de hablar. Tenía pocos amigos. El grupo se había perdido. Está bien, se dijo. Las cosas se pierden. Todo va a la nada.
—¿Por qué venís? Sabés que te tengo de vista. De ese lugar —le dijo la mujer. Abría la mandíbula de un lado a otro y miraba de vez en cuando en dirección al techo. La joven pensó en un pez, afuera del agua, que busca aire en vano. A la mujer le faltaban varios dientes de adelante y tenía el cabello rubio, casi platinado. Olía a tabaco.
—Hace mucho tiempo que no me quiero a mí misma —dijo la joven. Vio a la mujer. Le veía cara conocida, era una concurrente del lugar, pero no recordaba su nombre. Nunca habían hablado. Miró el reloj y se dio cuenta que faltaban algunos minutos para la consulta. Levantó su mano izquierda y vio las marcas en su brazo. Todavía sanaban, las más recientes. Las agujas no se movían. “Este reloj no avanza más y encima parece que tiene ojos vivos”, pensó la joven.
La secretaría parecía aburrida. Jugaba al solitario y le daba sorbos a una botella vacía. Tenía ojeras y pómulos afilados. Dientes amarillentos y estaba muy maquillada... y cansada.
—Yo me quiero. ¿Ves? En eso te gano ¡Ja! Pero desde chica que tengo esquizofrenia, a veces estoy mejor, otras veces, peor. Mi hijo es el que está mal, se droga. Creo que por eso estoy peor.
—Siento oír eso —dijo la joven. Ella sabía que el camino de las drogas era complicado. Podía ser una escapada idílica, pero irreal. Pocas personas la manejaban con audacia. No había conocido a nadie que pudiera manejarlas bien en verdad. Pensó en su propia historia. Y pensó en Daniel. Un dejo de tristeza se le metió en su corazón—. ¿Cómo está ahora su hijo?
—No muy bien. Por eso vengo. Es una buena doctora esta que vemos. A mí me ayudó mucho. Mi hijo está muy perdido, capaz lo pueda ayudar a él también ¿Vos decís que lo puede ayudar? —dijo la mujer.
—A lo mejor. Ojalá.
—Ojalá. Ojalá —repitió la mujer mientras se rascaba la cabeza con las uñas negras—. Por cierto. Tengo queso. Siempre me traigo un pedazo a la consulta. ¿Querés queso?
La joven se rio y tapó sus dientes con la mano. La mujer sacó de su bolsillo un pedazo de queso roquefort y se lo comió.
—No, gracias. Me lavé los dientes hace poco —dijo la chica. Pensó nuevamente en Daniel.
—Vos te lo perdés. Este queso es de primera, lo comen los reyes de España y lo como yo también.
El hombre frente a ellas se levantó y empezó a caminar en círculos. Ir a ese lugar era una especie de salvación, pensó. El pábulo para continuar una marcha larga y que no tiene un final claro. Sólo la incertidumbre era la certeza para todos.
—¿Falta mucho? ¡Pero che! No labura nadie acá, esto es una joda, así nos va, la puta madre —dijo el hombre. No hacía calor dentro del lugar, pero el hombre sudaba mucho y miraba de reojo algún punto de la sala de espera.
—Ya mismo le digo al doctor, señor. Tome un vaso de agua. Tranquilo. No pasa nada. ¡Respiremos! Como ya sabemos. Respiramos, mantenemos y soltamos. Bien. Ohm, ohm —dijo la secretaria.
El hombre de mediana edad estaba quedando calvo. Lo disimulaba, vanamente, con una tira de cabellos que rodeaba la cabeza. Era un intento espurio, pero un intento al fin. Está bien intentar, pensó la joven. El hombre tomó una pastilla que le dio la secretaria y se sentó frente a ellas. Cerró los ojos y empezó a respirar de forma pausada, casi meditando.
—Hey ¿cómo te llamás? —dijo la mujer que comía queso.
—Gabriela —dijo Gabriela. Vio que el hombre recuperaba su pasividad y empezaba a incorporarse. El doctor lo llamó y pronto quedaron solas en la sala. La secretaria se había marchado. Sus ganas de tomar un café fueron más fuertes que su somnolencia.
—Yo me llamo Susana. Te había visto, pero no sabía tu nombre. Me dicen Susanita, como el personaje. Quería ser ama de casa. Hubiera sido lindo. ¿Vos a qué te dedicas? ¿Por qué estás acá?
—Nunca hablamos, ¿no? Perdón. Tuve un año muy loco. No tengo profesión fija. En teoría estudio. Conocí a un chico, Daniel, me enamoré, me hice amiga de sus amigos. Pero no salió bien. Todo vuelve a la nada.
El reloj sonó y las observó. Era hora de la consulta. La puerta se abrió y vio a la psiquiatra vestida con un traje blanco y tacones altos de color negro. Estaba igual que la última vez. Se preguntó qué impresión tendría la doctora de ella.
—Bueno, me toca. Nos vemos, Susana.
—Nos vemos. Suerte, Gabriela, es una buena doctora. Ojalá pueda ayudar a mi hijo.
Ojalá —dijo Susana y dio otra mordida al pedazo de queso que tenía entre sus manos.
—La reestructuración, los cambios, estimados compañeros, son importantes. ¿Qué sería del mundo sin cambios? —dijo el CEO de la compañía, Wagner Jr., hijo del presidente. Alzó una copa de champagne barata frente a sus empleados. Era un viernes caluroso. En unos días sería Navidad—. Por eso, quiero anunciar que el año que viene la compañía tomará nuevos rumbos. Zic, zac, rumbos nuevos, cambios y más cambios.
Daniel escuchaba aburrido el discurso. Tenía veinticinco años y se encontraba perdido en la vida. En una especie de limbo. Ese lugar no era para él. Lo sabía. Pensó por unos segundos. “Lo mejor ya pasó, Daniel. Lo sabés. No te mientas”. Tomó mucha champagne barata para estar de mejor ánimo.
Daniel había tenido, hacía poco, un breve —brevísimo en verdad— affaire con una compañera, Natalia. Viajaron en motocicleta al sur y se dio. Pero después de las vacaciones, la encontró esquiva. Habían hecho el amor más de veinte veces en el trayecto. Las había contado y anotado en una libreta de mano que llevaba a todas partes. A lo último, no había usado preservativo. No le gustaba y a Natalia tampoco. Problemas para el Daniel del futuro, pensó. No le importaba mucho lo que pudiera pasar. Sí el pasado. Por eso había puntuado cada ocasión que tuvieron sexo con una nota. Lo hicieron en Esquel, El Hoyo, en El Bolsón, inclusive una vez sobre la Yamaha que había comprado en oferta. En todas las posiciones que él conocía (no conocía tantas en verdad y tampoco tenía tanta experiencia). Pero eso fue antes. Un sueño, una brisa de otoño que se esfumó. Ahora, apenas cruzaban algunas palabras en la cafetería, cuando el azar quería que se cruzasen.
El CEO de la compañía seguía entusiasmado con su discurso. Notó que Natalia estaba con José, su novio, abrazada. Parecía feliz, con una sonrisa sincera. Llevaba su típica blusa roja y José un anticuado suéter de algodón. “¿Qué clase de persona usa un suéter en verano?, Y esas cejas gordas. No las soporto” pensó Daniel. Se sintió disgustado, con ganas de irse de ahí. Más champagne para tapar el vacío, por favor.
—¿Estás bien? —le preguntó el contador—. Desde que volviste de viaje estás raro. Hablas poco, te vas temprano a casa. No vas más al after. Van lindas chicas, te aviso.
—Al diablo con todo eso. Es fin de año. Me pone melancólico, pero ya se me va a pasar. Los poetas somos así —dijo Daniel en voz baja y sonrió—. “Lo mejor ya pasó”.
Daniel se miró el espejo y vio su cara pálida, su cabello despeinado y sus ojos verdes. Parecían tristes. Tenía ojeras. También notó que la camisa estaba arrugada y le apretaba; había aumentado de peso. Aunque —y era algo de lo que estaba orgulloso— tenía buenas facciones. Armónicas. Cara de buen tipo. Llevaba barba de tres días.
—Uno de los cambios que quiero anunciar, y no es menor, es que no tendremos más cubículos. Quiero mesas amplias, blancas, un nuevo ambiente de trabajo para las exigencias del mundo del mañana. Que nos veamos las caras, todos los días, todas las horas. Vamos a soñar con nuestras caras trabajando ¡Zic, zac! Cambios y cambios.
—Un aumento de sueldo no vendría mal en estas épocas de cambios —dijo Daniel.
—No todo pasa por el sueldo —dijo Wagner Jr.—. Existe lo que llamamos, ponerse la camiseta por la empresa, por la familia. Y, además, los cambios no se detienen. ¡Por favor, que alguien me pare que me pongo loco! Vale reírse, je, je —dijo Wagner Jr. Todos rieron. Sonrisas de compromiso.
Está bien, pensó Daniel. Si el presidente hace un chiste, te reís. Y si te ve riendo, aún mejor.
—¡Cuántos cambios y todos para bien! —dijo Daniel—. Brindo por eso.
—¡Bien dicho! Ya veo un cambio de actitud. Como decía. Se van a formar nuevos grupos de trabajo —dijo Wagner Jr.—, mezclando sectores. Las ideas están fuera de control. ¡No puedo manejarlas! Compañeros, más que compañeros, FAMILIA. Me estoy emocionando. Apuntamos siempre a la excelencia. Y hay sorpresas, pero no quiero decir más, puedo llorar… uh, uh, creo que voy a llorar —su secretaria le acercó un pañuelo de seda para secarse las lágrimas que no salían—. Por ahora no digo más ¡Salud! —brindaron y desearon unas prósperas fiestas. No se verían hasta dentro de unos días, pasada Navidad y Año Nuevo.
Daniel buscó a Natalia. La encontró, y apenas se miraron. José estaba con ella, así que los saludó con frialdad.
Tuvo ocasión de hablar con ella cuando José fue al baño. Le dijo que tenía cosas que hablar y ella accedió. Fueron al patio, hacía un calor infernal. Buenos Aires estaba en llamas. Para colmo, muchos barrios tenían cortes de luz. Todo el mundo parecía llevar una llama interna a punto de explotar ante la menor provocación. Una verdadera ciudad de la furia.
—Te quería decir tantas cosas —dijo Daniel con sinceridad, encogiendo los hombros. Aunque estaba impávido, no sabía qué decir.
—Yo también. Pero no decís nada. Empiezo yo entonces. Te diste cuenta de que te estaba esquivando —le dijo Natalia, jugando con sus dedos sobre la punta de la copa—. Pero hay una razón. No soy una mala persona. Me da culpa.
—No se trata de ser bueno o malo. Dijiste que nos podíamos seguir viendo —dijo Daniel.
—¿Querés que engañe a mi novio? Fuimos amantes, estuvo bueno. Lo pensé mucho y cambié de opinión. Por primera vez alguien me trata bien y querés que lo engañe. Eso es egoísta de tu parte. Lo nuestro fue un buen viaje, nos tenemos que quedar con eso. Y seguir. Por favor, madurá, Daniel.
—Tampoco creo que podamos ser amigos —dijo Daniel.
—No podemos ser amigos. Antes del viaje lo éramos, sí. Nos llevábamos bien. Nos gusta Queen, cierto. Eso nos unió. Pero uno no se acuesta con un amigo. Además, seguramente nos toquen mesas compartidas. Con José incluido en el medio. Sería raro estar con mi novio y mi amante. No quiero caer en la tentación de estar con vos.
Daniel vio determinación en sus ojos. Natalia iba en serio. No podían verse más. Ya era la tentación, el amante prohibido. Había sido relegado al secretismo. Un paria.
La soledad, de Pausini. Qué gran tema, pensó Daniel. El champagne se le había subido a la cabeza. Se tomó otro. De pronto se acordó de la letra. O de una letra parecida. Le gustaba cambiar la letra de las canciones cuando no se acordaba. Un amigo le había enseñado ese hobby.
“Natalia se marchó para nunca más volver / El tren del verano llega sin ella / En una niebla gris que cierra la ciudad de Buenos Aires”.
—Entonces, Natalia. Esto es el adiós —dijo Daniel y le tendió la mano. Natalia pareció entenderlo. Se saludaron y se marchó.
Con el anochecer, Daniel salió a dar vueltas en la Yamaha, sin rumbo. Fue por Av. Santa Fe, dobló en la 9 de Julio, pasó por Obelisco y llegó hasta Puerto Madero. Vio el agua, las dársenas, las grúas viejas, los edificios pintorescos y las torres lejanas. Vio las luces de los departamentos. Y pensó en la gente. En quienes se juntaban a comer, en los solitarios que tomaban vino solos y escuchaban música, en la gente que hacía orgías y fiestas; pensó en quienes se masturbaban imaginando un amor que nunca iba a llegar, en quienes nunca se tocaban y añoraban un pasado que no volvería. Encima de todos, absolutamente de todos, encima de la humanidad; la luna. Blanca y eterna. Se dio cuenta que estaba llorando.
—Ah, no quiero llorar —dijo Daniel. Pero la soledad de Pausini no se iba. Jodida soledad.
Había poca gente en las calles. Quiso sentir el viento, el ruido del motor y el libre albedrío. Quería irse a algún lado, lejos de todo, del mundo, de la gente, de Natalia, de José, de Wagner Jr., del calor de Buenos Aires y de los recuerdos de la Patagonia. ¿Pero dónde?
Se limpió las lágrimas. Se aferró con fuerza al manillar, mientras veía a lo lejos el puente de la mujer. La Yamaha era lo poco que le quedaba y le importaba.
Pasó el fin de semana tirado y escuchando música. Se dio cuenta de muchas cosas. Natalia fue un viaje, irrisorio. Una aventura que se perdería en el tiempo. Y también supo que renunciaría al trabajo la semana entrante. No podía compartir mesa con ellos. No quería verlos más.
El domingo de Nochebuena habló por teléfono con su familia del sur y encendió un viejo reproductor de vinilo. Quería escuchar jazz. Colocó con cuidado el primer disco que encontró. Quería dejar de sentirse como Marco, en La soledad. Separar la historia. Sonó “Not for me”, de Chet Baker. Acompañó el ritmo con sus piernas y abrió una cerveza. Pasaría las fiestas en su departamento, solo, tomando hasta quedar ebrio y dormirse. No sentía ganas de masturbarse, ni de leer, o mirar alguna película.
—Ah, el viejo vacío. Mi buen amigo. Ya nos conocemos, aunque estoy un poco cansado —dijo Daniel. Pensó en Natalia. Probablemente estaría haciendo el amor con su novio José en ese preciso instante. La canción sonaba en la cabeza de Daniel. “Not for me”. Cerró los ojos y se fundió con la música. Sintió el saxo, el retumbar de la batería acompañando la melodía. Y la letra de la canción, que le recordaba que en el mundo escribían canciones de amor, cierto, pero no dedicadas a él.
Había renunciado. Ya no había marcha atrás. Tenía decenas, si no cientos de proyectos pendientes, pero pasó aquellas primeras semanas vagueando, mezclando sensaciones de soledad y pérdida. Salía de vez en cuando a comprar comida chatarra (de hecho, comía mucho) y cerveza barata. Escuchaba jazz, a Freddie Mercury en su disco solista Mr.Bad Guy y se dejaba llevar por el tiempo. No dibujaba, ni escribía, ni estudiaba japonés. Viejos hobbies que había dejado de lado. Sí dormía mucho. Recuperando fuerzas. Tres años en la empresa dejan a uno cansado.
—¿En serio? —preguntó extrañado el jefe cuando comunicó que no trabajaría más a partir de enero.
—Esto es serio. Lo más serio que dije en mis tres años en la empresa —contestó con sinceridad Daniel. No hubo contraofertas. Tan sólo un “buena suerte” y que le iban a mandar la liquidación con algún cadete pronto. Era mejor así.
Las calles de Buenos Aires en enero tienen algo especial. Son húmedas, calurosas. Hay poca gente y se aprecian mejor los edificios. Tampoco salía mucho, pero cuando salía por la mañana o en las noches, procuraba ver cosas imperceptibles en el ajetreo de la vida del oficinista. Fue allí cuando caminando encontró cerca de su casa en Palermo, un sábado por la mañana, un gimnasio que abría a las veinticuatro horas. Se vio en el ventanal grande. Había engordado aún más. Estaba ancho, con papadas. ¡En apenas unas semanas!
En su adolescencia amaba entrenar. Pero fue una de las cosas que fue descuidando. Una de esas tantas cosas. Entró al “24 hours all day/night gym for everyone”.